El terror de Queipo:
las purgas de Andalucía
A principios del mes de junio, Mola estaba muy abatido por las dificultades que presentaba el alzamiento. Creyendo que el golpe militar podía fracasar y desatar la venganza de las masas izquierdistas, contempló la posibilidad de renunciar y retirarse a Cuba. Veteranos carlistas lo convencieron de que no abandonara el barco y se comprometieron a hacer todos los esfuerzos posibles para garantizar el éxito de la sublevación[1]. Esto pasaba, en primer lugar, por emitir órdenes que garantizaran la máxima violencia, con el fin de paralizar de miedo a la izquierda. El 3 de junio, Mola tuvo un golpe de suerte que le levantó el ánimo. El director general de Seguridad, Alonso Mallol, con la sospecha de que la conspiración se estaba gestando en Navarra, irrumpió en Pamplona en busca de armas con doce camiones cargados de policías. Los conspiradores habían sido alertados previamente por el comisario de la Policía Santiago Martín Báguenas, compinche de Mola, por lo que fue imposible encontrar las armas[2].
Dos semanas más tarde, la suerte volvió a sonreírle. Cuando fue trasladado a Pamplona desde África, donde ostentaba el cargo de jefe superior de las Fuerzas Militares de Marruecos, dejó allí al teniente coronel Yagüe al mando de la trama. Yagüe había mostrado una extraordinaria brutalidad al reprimir la revuelta en Asturias, en octubre de 1934, lo que le granjeó el odio de la izquierda. Él, por su parte, tenía sobradas razones para estar resentido con la República, tras ser degradado de teniente coronel a comandante a raíz de las reformas militares emprendidas por Azaña con el propósito de anular los rápidos ascensos obtenidos por los africanistas. A consecuencia de estas medidas, sufrió la humillación de perder ochenta y dos puestos en la lista de antigüedad y tuvo que esperar un año entero para ascender de nuevo al rango de teniente coronel[3]. Yagüe se encontraba en Ceuta en calidad de jefe de la segunda de las dos Legiones en que se organizaba el Tercio de Extranjeros. Era indiscreto, por no decir provocador, a la hora de proclamar su hostilidad al gobierno, pero gozaba de la lealtad sin fisuras de los mercenarios tatuados que se hallaban bajo su mando.
Algunos destacados socialistas habían advertido en repetidas ocasiones al primer ministro y ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga, del peligro que entrañaba mantener a Yagüe en el cargo. El 2 de junio, con gran preocupación de Mola, Casares Quiroga destituyó a uno de los conspiradores más cercanos a Yagüe, el teniente coronel Heli Rolando de Tella, comandante de la Primera Legión en Melilla. El día siguiente, Casares Quiroga llamó a Madrid a Yagüe, que no se presentó hasta el 12 de junio. Casares le ofreció la posibilidad de elegir un buen destino en España o el comodísimo puesto de agregado militar en Roma. Yagüe respondió secamente que antes prefería quemar su uniforme si no se le permitía servir con la Legión. Para inmenso alivio de Mola, Casares cedió a las exigencias de Yagüe y le permitió regresar a Marruecos. Al término de esta reunión, Casares le dijo a su adjunto, Ignacio Hidalgo de Cisneros: «Yagüe es un caballero, un perfecto militar, tengo la seguridad de que jamás hará traición a la República. Me ha dado su palabra de honor y su promesa de militar de que siempre la servirá con lealtad, y los hombres como Yagüe mantienen sus compromisos sin más garantía que su palabra». Fue un error político monumental[4].
En la segunda semana de julio, durante las fiestas de San Fermín, Mola se desesperó al conocer las noticias que su hermano Ramón le llevó a Pamplona. Ramón, de treinta y nueve años, capitán de Infantería en Barcelona, era el enlace de Emilio con los conspiradores de Cataluña. Los servicios de seguridad de la Generalitat habían descubierto los planes para la sublevación, y Ramón, profundamente pesimista, rogó a su hermano que desistiera. Este replicó que era demasiado tarde y le ordenó que regresara a Barcelona. Con esta orden firmó su sentencia de muerte. Ramón se pegó un tiro al fracasar el golpe en la ciudad, tal como él mismo había vaticinado. El incidente contribuyó a exacerbar la brutalidad de Mola. No se dejó conmover, sin embargo, por el hecho de que el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, le salvara la vida a su padre, Emilio Mola López, un anciano de ochenta y tres años y general retirado de la Guardia Civil[5].
Las primeras órdenes secretas de Mola, emitidas en el mes de abril, reflejaban las prácticas seguidas por los africanistas con las tribus indígenas del Rif y llamaban a recurrir a una violencia extrema con el objetivo de paralizar a la izquierda. El compromiso del Ejército con la conspiración no era ni mucho menos unánime. De haberlo sido, difícilmente se habría desencadenado una guerra civil. Por eso, Mola dio órdenes terminantes sobre el procedimiento que debía seguirse con los oficiales que se mostraran reacios a participar en la sublevación. Su instrucción n.º 3 ordenaba la purga inmediata de quienes se opusieran al golpe militar, «no dejando ningún enemigo de peligro libre y procediendo con la mayor energía», así como la ejecución de los mandos que se negaran a participar. La instrucción n.º 5, del 20 de junio, establecía: «Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes que aquel que no está con nosotros está contra nosotros, y como enemigo será tratado. Para los compañeros que no sean compañeros, el movimiento triunfante será inexorable»[6]. Así, las primeras víctimas ejecutadas por los militares rebeldes fueron sus propios compañeros.
El 24 de junio, Mola envió instrucciones precisas a Yagüe. En ellas destacaba tres factores decisivos: violencia extrema, tempo y alta movilidad: «El movimiento ha de ser simultáneo en todas las guarniciones comprometidas, y desde luego, de una gran violencia. Las vacilaciones no conducen más que al fracaso»[7].
Seis días después, Yagüe recibió de Mola una serie de veinticinco instrucciones más detalladas sobre la manera de organizar la represión, entre las cuales figuraban las siguientes:
Estas órdenes apuntalaron la represión tras el golpe militar en los territorios españoles en Marruecos. Bastó a Yagüe la fuerza de su personalidad para imponerse al general Agustín Gómez Morato, que ocupaba la jefatura de las Fuerzas Militares en Marruecos. Entre el 5 y el 12 de julio, cuando 20 000 efectivos militares de la Legión y el cuerpo de Regulares realizaban maniobras en el Llano Amarillo, la tienda de Yagüe se convirtió en el epicentro de la conspiración africana, y allí impartió sus instrucciones a los principales oficiales rebeldes[9].
Llegado el día del alzamiento, el 17 de julio, el mando oriental del Protectorado, Melilla, quedó en manos del coronel Luis Solans Labedán. El general Manuel Romerales Quintero fue detenido y posteriormente fusilado debido a sus supuestas «ideas extremistas». Muy pronto se concentraron alrededor de 1000 prisioneros en un campo de Zeluán. Cuando el general Gómez Morato tuvo noticia de la acción de Solans, cogió un avión en Larache con destino a Melilla, donde fue detenido por los rebeldes nada más aterrizar. En Tetuán, la mitad occidental del Protectorado, el coronel Eduardo Sáenz de Buruaga y el teniente coronel Carlos Asensio Cabanillas detuvieron al alto comisario interino, Arturo Álvarez Buylla, y lo ejecutaron pocos meses después. La noche del 17 al 18 de julio, los rebeldes pasaron por las armas a 225 personas en el Marruecos español[10].
Entre los primeros en morir figuraba uno de los oficiales más brillantes de las Fuerzas Armadas españolas, el capitán Virgilio Leret Ruiz, destacado ingeniero aeronáutico y piloto, de treinta y cuatro años, comandante de la base de hidroaviones de Atalayón en Melilla, detenido y ejecutado tras un juicio sumario por haberse enfrentado a los rebeldes. Su mujer, Carlota O’Neill, feminista de izquierdas, era dramaturga y editora del periódico Nosotras. La detuvieron y la separaron de sus hijas, Carlota y Mariela, junto a otras muchas mujeres e hijas de republicanos capturadas, violadas y torturadas por los falangistas. Estas prácticas eran la clave del reino del terror instaurado por el coronel Solans. A finales de septiembre, un numeroso grupo de falangistas acudió a la prisión con la intención de acabar con la vida de todas las mujeres detenidas para celebrar la toma de Toledo por los rebeldes. El director del penal les reprendió, diciendo: «¡Es una barbaridad acabar con todas en montón! ¡Cuando quieran matar a mujeres, vengan a buscarlas pero de una en una!». Se llevaron a varias mujeres, de las que nunca más volvió a saberse. Tras dieciocho meses en prisión, Carlota O’Neill fue juzgada por un tribunal militar, acusada de hablar ruso, de ser subversiva y responsable de los actos de su marido, el 17 de julio de 1936. Pese a todo, la condenaron «solo» a seis años[11].
Tras hacerse con el control de la base marroquí, los rebeldes centraron sus miras en Cádiz, una plaza crucial para el desembarco del Ejército africano. A la una de la madrugada del 18 de julio, el general de brigada José López-Pinto Berizo, jefe militar de Cádiz, le aseguró al gobernador civil, Mariano Zapico Menéndez Valdés, su lealtad a la República. Sin embargo, alrededor de las cuatro de la madrugada, se declaró a favor de los rebeldes e impuso el estado de guerra. Ordenó de inmediato la liberación del general de brigada José Enrique Varela Iglesias, detenido el día anterior por las autoridades republicanas. Durante su estancia en Cádiz, a la espera de destino, Varela había colaborado activamente con la extrema derecha local. La conspiración civil estaba liderada por un destacado terrateniente, el marqués de Tamarón (José de Mora-Figueroa y Gómez-Imaz). Mora-Figueroa era jefe provincial de la Falange; su hermano, Manuel, oficial de la Armada, era jefe provincial de Milicias. Los hermanos Mora-Figueroa se ocuparon de comprar y almacenar armas en colaboración con uno de los principales conspiradores de Sevilla, Ramón de Carranza y Gómez-Aramburu, capitán retirado de la Marina de Guerra, que además ostentaba los títulos de marqués de Soto Hermoso y conde de Montagut Alto.
Los falangistas de Mora-Figueroa no tardaron en unirse a López-Pinto y Varela. Las autoridades republicanas se refugiaron en el ayuntamiento y en la sede del gobierno civil, defendidos por varios centenares de izquierdistas precariamente armados y unos 50 guardias de asalto. López-Pinto y Varela contaban con alrededor de 300 soldados, 50 falangistas y requetés y una docena de guardias civiles. López-Pinto ordenó el bombardeo del gobierno civil, pero resistió hasta última hora de la noche del 18 de julio, para cuando llegó el destructor Churruca y otro buque mercante, el Ciudad de Algeciras, que transportaban el 1.er Tabor de Regulares de Ceuta[12]. A partir de ese momento, el éxito del golpe en la ciudad era cosa cierta.
A la mañana siguiente se produjo la rendición en cadena, y casi sin resistencia, del ayuntamiento, el gobierno civil, la central telefónica, la oficina de correos y las sedes de sindicatos y partidos de izquierda. Todos los que ocupaban los edificios fueron detenidos, y poco después se fusiló a la mayoría de los cargos municipales sin siquiera un simulacro de juicio. El alcalde, Manuel de la Pinta Leal, que estaba fuera de la ciudad cuando se produjo el golpe y, por tanto, no había podido oponerse, fue detenido en Córdoba en el mes de septiembre y trasladado a Cádiz para ser fusilado. En los días siguientes a la toma de la capital gaditana, el gobernador civil, Mariano Zapico, el presidente de la Diputación, Francisco Cossi Ochoa, y numerosos militares que se negaron a sumarse a la sublevación, entre otros el capitán de la Armada Tomás Azcárate García de Lomas, fueron acusados de rebelión militar. Insólitamente, se les permitió presentar su defensa por escrito, y en ella señalaron lo absurdo de las acusaciones, puesto que se limitaron a seguir las órdenes del gobierno legítimo y no habían empuñado las armas contra los militares sublevados. El destino del capitán Azcárate, que ya para entonces se perfilaba lúgubre, quedó sellado cuando el gobierno de Madrid lo nombró por decreto jefe de la base naval de Cádiz. Alrededor del 16 de agosto, antes de que se celebrara ningún juicio, Azcárate fue sacado de la cárcel junto a otros detenidos, como el diputado socialista Rafael Calvo Cuadrado y el abogado del ayuntamiento, Antonio Muñoz Dueñas, y fueron fusilados por orden del general Gonzalo Queipo de Llano, al mando de las fuerzas rebeldes en el sur[13].
La aniquilación de izquierdistas menos destacados se produjo de la siguiente manera. En primer lugar, los rebeldes sellaron las Puertas de Tierra que cerraban el tómbolo que unía Cádiz con el resto de España. Grupos de falangistas, guardias civiles y regulares procedieron a continuación al registro y el saqueo de viviendas. Se produjeron detenciones en masa de liberales e izquierdistas, masones y sindicalistas. A algunos los fusilaron directamente en la calle; a otros se los llevaron a la sede de la Falange, en el casino, para someterlos a sádicas torturas. Los obligaron a beber aceite de ricino y alcohol industrial mezclado con serrín y miga de pan, y, por si el dolor abdominal no fuera suficiente, les propinaron brutales palizas. Se estableció el llamado «Tribunal de la Sangre», que cada día seleccionaba a 25 detenidos para su ejecución. En los cinco primeros meses posteriores al golpe militar se fusiló a unos 600 detenidos, y a más de 1000 durante la Guerra Civil. Otros 300 fueron ejecutados entre el final de la guerra y 1945. Estas cifras no incluyen a los que murieron en las cárceles a consecuencia de las torturas[14].
La conquista del resto de la provincia se llevó a cabo con la entusiasta colaboración de la oligarquía terrateniente local, muchos de cuyos miembros más jóvenes ya se habían unido a la Falange o al Requeté. En Alcalá de los Gazules, al este de Cádiz, los falangistas y la Guardia Civil se hicieron inmediatamente con el control de la ciudad, detuvieron al alcalde y a los concejales y los fusilaron junto a otros 50 vecinos. En las localidades vecinas se habían constituido comités del Frente Popular para detener a los derechistas que habían participado en el golpe o lo habían apoyado, y distribuir ganado y grano entre las familias de los campesinos sin tierra. Los terratenientes respondieron en el acto, facilitando caballos para formar una brigada con el objetivo de recuperar sus fincas. Al sudoeste de la provincia, entre Chiclana y Conil, pasando por Roche y Campano, la brigada recuperó numerosos cortijos ocupados por los campesinos. Se llevaron a los hombres, las mujeres y los niños a Alcalá de los Gazules, y a muchos los fusilaron[15].
Tras la caída de Cádiz, José de Mora-Figueroa trasladó a sus hombres a Jerez de la Frontera, donde el alzamiento había triunfado de inmediato gracias a la acción decisiva del descendiente de otra familia de terratenientes locales, el comandante de Caballería Salvador de Arizón Mejía, marqués de Casa Arizón, director del centro ecuestre militar de cría y doma, y jefe de la guarnición local. Salvador y su hermano, el capitán Juan de Arizón Mejía, se aliaron con la derecha local y se sirvieron de los caballos de su unidad para formar columnas que se hicieron con el control de las zonas circundantes[16]. Mora-Figueroa organizó numerosos grupos a caballo, integrados por amigos y empleados suyos, y los puso a disposición de las autoridades militares de Cádiz[17]. El objetivo no era solo aplastar la oposición al alzamiento sino dominar la provincia en su totalidad y acabar con las reformas agrarias de los años anteriores.
La mayoría de los principales municipios gaditanos cayeron rápidamente. El 19 de julio, Salvador de Arizón Mejía envió tropas desde Jerez para tomar el puerto de Sanlúcar de Barrameda, al norte de la provincia. La izquierda local resistió el ataque hasta el 21 de julio, cuando los Regulares entraron en el pueblo y mataron a 12 vecinos, 9 de ellos dentro de una casa. El fusilamiento de izquierdistas comenzó de inmediato, aunque algunos lograron escapar en barcas. En el curso de los cinco meses siguientes hubo más de 80 ejecuciones[18]. En la localidad de Rota no ocurrió nada el 18 de julio. Al día siguiente, engañados por la supuesta lealtad a la República de los Carabineros y la Guardia Civil, anarquistas, socialistas y comunistas se aliaron para convocar una huelga general y constituir un comité antifascista. Cuando la Guardia Civil se puso del lado de los sublevados, el comité se rindió sin ofrecer resistencia. A pesar de que en Rota no había habido violencia izquierdista, la Falange y la Guardia Civil emprendieron la aniquilación sistemática de los pocos liberales y miembros de la izquierda local. No se les juzgó, puesto que no habían cometido ningún delito. Fueron torturados y obligados a beber aceite de ricino, y a 60 los fusilaron por la noche y les cortaron las orejas para llevárselas como trofeo[19].
El ambiente en Jerez puede deducirse de la transmisión radiofónica que ofreció Radio Jerez el 24 de julio. El intelectual monárquico José María Pemán entonó un himno de alabanza a la guerra contra las «hordas de bárbaros invasores». En su discurso iba implícita la comparación de la clase trabajadora de izquierdas con los invasores bereberes del año 711: «La Guerra con su luz de fusilería nos ha abierto los ojos a todos. La idea de turno político ha sido sustituida para siempre por la idea de exterminio y de expulsión, única válida frente a un enemigo que está haciendo en España un destrozo como jamás en la Historia nos lo causó ninguna nación invasora»[20].
El veterano africanista Mariano Gómez de Zamalloa y Quirce, capitán del Tercer Grupo de Regulares Indígenas de Ceuta, llegó a Jerez para ponerse al frente de las columnas montadas de los terratenientes[21]. La tarea de recuperar las fincas tomadas por los izquierdistas en los alrededores de Jerez de la Frontera quedó en manos de la columna dirigida por el marqués de Casa Arizón. Manuel de Mora-Figueroa encabezó otra columna junto a representantes de la oligarquía terrateniente y los magnates del jerez, como el duque de Medina-Sidonia, José Aramburu Santaolalla y Estanislao Domecq y González. Lo que llegó a conocerse como el «Tercio Mora-Figueroa» se constituyó inicialmente con 300 jóvenes de extrema derecha, falangistas, estudiantes, hijos de los señores rurales y trabajadores afiliados a los sindicatos católicos.
Como si de una partida de caza se tratara, Mora-Figueroa y sus seguidores, acompañados de algunos requetés y guardias civiles, partieron hacia Arcos de la Frontera, donde su familia tenía importantes explotaciones agrarias. Aunque el pueblo había caído en manos de la derecha sin oponer resistencia, la salvaje represión del Tercio causó la muerte de 86 republicanos[22]. La columna atacó varios municipios situados al nordeste de la capital de la provincia que aún seguían en poder del Frente Popular y consiguió recuperar las fincas ocupadas por los trabajadores. Desde Arcos, la columna integrada por los Regulares de Gómez de Zamalloa y los hombres de Mora-Figueroa continuó su avance hasta Algodonales y Olvera para infligir un castigo feroz[23]. El 13 de agosto, el grupo de Mora-Figueroa llegó a Villamartín, bajo el control de la Guardia Civil desde el 19 de julio. Los aislados incidentes violentos protagonizados por la izquierda local se castigaron con una severidad desmedida. Los terratenientes de Villamartín estaban firmemente decididos a acabar con los principales miembros de la CNT, la UGT, el PSOE y los partidos republicanos.
Pese a las protestas del párroco del pueblo, se torturó a hombres y mujeres y se los fusiló sin juicio alguno por razones tan absurdas como haber defendido la mejora de las condiciones de trabajo («por haber sacado las bases») o haber participado en el carnaval en que se parodió un funeral de Gil Robles y se entonaron canciones que ridiculizaban a la derecha. A un joven de diecisiete años lo mataron porque su padre era socialista y a otro de dieciséis porque el suyo, anarcosindicalista, había huido. En total, cuatro adolescentes fueron asesinados. Un matrimonio de setenta y tres y sesenta y nueve años también fue fusilado porque su hijo, anarquista, se había escapado. Fusilaban a matrimonios y a los hijos pequeños los dejaban morir de hambre. A Cristóbal Alza y a su mujer los detuvieron, les raparon la cabeza y les dieron aceite de ricino. Creyéndose a salvo, decidieron quedarse en el pueblo y, cuando volvieron a detenerlos, Francisco, hermano de Cristóbal, suplicó por sus vidas al capitán de la Guardia Civil. Este le contestó que solo salvaría a uno de los dos, y que Francisco debía elegir. Francisco eligió a su hermano. Entre julio de 1936 y febrero de 1937 se ejecutó en Villamartín a 120 hombres y 9 mujeres[24]. Otras 3 mujeres perdieron la vida en Bornos, 2 en Espera, una en Puerto Serrano, una en Arcos de la Frontera, al menos 10 en Ubrique y 5 en Olvera[25].
Estas primeras matanzas se llevaron a cabo al amparo de la proclamación del bando de guerra difundido por Queipo de Llano el 18 de julio. En todos los municipios y provincias de Andalucía occidental, con ligeras variaciones en su formulación, el bando decretaba con contundencia el fusilamiento de todo el que se opusiera a la sublevación[26]. De este modo los artífices de la matanza pudieron alegar con ligereza que se habían limitado a «aplicar el bando de guerra». En consecuencia, y sin ninguna base judicial, se llevaban a los hombres para fusilarlos y dejaban los cadáveres tirados en la cuneta, hasta que se pudrían o hasta que las autoridades municipales iban a retirarlos. Lo cierto es que Queipo de Llano carecía de autoridad para emitir este bando[27].
El 4 de agosto, Queipo de Llano escribió a López-Pinto y le urgió a que acelerara el proceso de eliminación de la izquierda en Cádiz. Su carta dejaba traslucir la creencia de que, al haber partido ya las primeras columnas africanas de Sevilla hacia Madrid, el 2 y el 3 de agosto, la guerra terminaría rápidamente: «¡Esto se acaba! Lo más que durará son diez días. Para esa fecha es preciso que hayas acabado con todos los pistoleros y comunistas de esa [plaza]». Cuando un nuevo juez se interesó por los progresos del juicio de los republicanos más destacados de Cádiz, se le informó de que el proceso se había sobreseído «por el fallecimiento de los tres sujetos de referencia por haberles sido aplicado el bando de guerra de 18 de Julio de 1936»[28].
La carta de Queipo de Llano reflejaba un momento clave de la represión. Las ciudades y pueblos de Cádiz, Huelva, Sevilla y buena parte de Córdoba y Granada habían caído en manos de los insurgentes. La población andaluza simpatizaba mayoritariamente con los republicanos, los socialistas y los anarcosindicalistas. Había por tanto que incrementar la represión para evitar revueltas cuando las columnas avanzasen hacia el norte. Había que matar a los prisioneros. Dos días después de escribir esta carta a López-Pinto, Queipo de Llano materializó sus intenciones designando al teniente coronel retirado, Eduardo Valera Valverde, gobernador civil de la provincia de Cádiz. Valera trajo consigo el mensaje de que era preciso «obrar con más energía». Así se puso de manifiesto en Sanlúcar de Barrameda. Las fuerzas de ocupación emprendieron un proceso de ejecuciones más sistemático a partir del 8 de agosto. José María Fernández Gómez, alcalde de Puerto Real, un municipio cercano a la capital de la provincia, había impedido los disturbios anticlericales y la quema de un convento la noche del 18 de julio, pese a lo cual fue detenido al día siguiente. Era librero y republicano moderado del partido de Azaña, Izquierda Republicana. Las súplicas de la madre superiora del convento no bastaron para evitar su fusilamiento sin juicio previo el 21 de agosto. Dos meses después se confiscó su librería, que los falangistas ya se habían encargado de saquear previamente[29].
Mientras tanto, en las localidades situadas entre Villamartín y Ubrique, como Las Huertas de Benamahoma y Benaocaz, la columna de Manuel de Mora-Figueroa detenía a los alcaldes y nombraba a dedo a los nuevos cargos municipales. Desde Olvera, donde los rebeldes establecieron su base de operaciones, continuaron hasta entrar en la provincia de Sevilla, tomaron Pruna el 18 de agosto y los pueblos de Villanueva de San Juan y Algámitas cuatro días más tarde. Aunque los terratenientes y otros derechistas, detenidos para su propia protección por las autoridades del Frente Popular, aseguraron que la llegada de las columnas les había salvado de las atrocidades que la izquierda habría podido cometer de haber tenido tiempo, era poco creíble que la izquierda hubiese esperado un mes entero antes de cometer dichas atrocidades[30].
La represión en Las Huertas de Benamahoma corrió a cargo de una famosa banda conocida como los «Leones de Rota» e integrada por falangistas bajo el mando de Fernando Zamacola, un gallego con antecedentes por asalto y robo a mano armada. Una investigación franquista posterior sobre los crímenes cometidos por Zamacola reveló que la banda ejecutó a más de 50 personas, entre ellas mujeres, una de las cuales, Ana Gil Ruiz, fue asesinada por negarse a revelar el paradero de su marido. Al cartero del pueblo, Manuel Salguero Chacón, lo fusilaron junto a su hijo de quince años. Mientras se realizaba la investigación, el cabo Juan Vadillo Cano, al mando de la Guardia Civil de Las Huertas de Benamahoma, afirmó que los «Leones de Rota eran gente indeseable y obraban de forma arbitraria», al tiempo que uno de los Leones alegaba que el propio Vadillo había ordenado los fusilamientos para encubrir las brutales palizas que recibieron los detenidos. A los asesinatos se sumaron los robos de propiedades y los abusos sexuales de las mujeres cuyos maridos habían huido o habían sido fusilados. Las obligaban a limpiar los cuarteles de la Guardia Civil y las sedes de la Falange, y a bailar en las fiestas que organizaban los hombres de Zamacola. Les rapaban el pelo y las purgaban con aceite de ricino, y algunas fueron violadas por Vadillo y Fernando Zamacola[31]. Zamacola fue distinguido con la más alta condecoración militar, la Gran Cruz Laureada de San Fernando[32].
Una vez establecida en la zona, la columna de Mora-Figueroa realizaba expediciones diarias de limpieza siguiendo a las tropas que conquistaron las pequeñas localidades al norte de la provincia, como Ubrique, Alcalá del Valle y Setenil. Muchos republicanos y sindicalistas se habían escondido en la sierra de Ubrique, por temor a las represalias. Sin embargo, cuando el 24 de julio un aeroplano lanzó octavillas para anunciar que quienes no se hubieran manchado las manos de sangre no tenían nada que temer, muchos de los huidos regresaron. A la mayoría de estas almas cándidas, entre ellas el alcalde, las fusilaron en el curso de las semanas siguientes. El alcalde Manuel Arenas Guerrero, miembro de Izquierda Republicana, era propietario de una próspera panadería y una almazara, y se había granjeado la enemistad de la oligarquía local por proporcionar pan barato a los pobres. Lo torturaron y obligaron a entregar cuantiosas sumas de dinero antes de ser fusilado. Al menos 149 personas fueron ejecutadas en Ubrique[33].
La Guardia Civil no se sumó a la sublevación en Alcalá del Valle y entregó las armas al comité de Defensa que se constituyó rápidamente en la localidad. El comité confiscó las armas de los miembros de la derecha y practicó algunas detenciones, si bien los prisioneros no sufrieron daños físicos. La iglesia parroquial se requisó como sede del comité y se destruyeron el altar, las estatuas y algunas imágenes religiosas. El 25 de agosto, los falangistas de Manuel de Mora-Figueroa, acompañados por 20 guardias civiles, tomaron brevemente el pueblo. Tras la expulsión de los sublevados, una partida de milicianos llegados de Ronda se dedicó a saquear las casas de los derechistas hasta que los miembros del Comité de Defensa intervinieron para impedirlo. El 18 de septiembre, las fuerzas rebeldes volvieron a ocupar el pueblo con el Tercio Mora-Figueroa. La represión en Alcalá del Valle fue aplastante, sistemática, en línea con el propósito del alzamiento de erradicar a los elementos de izquierda, sus organizaciones y sus ideas. Muchos vecinos huyeron al saber lo que habían hecho las columnas en los pueblos vecinos. Entre los huidos figuraban los responsables de la muerte de algunos derechistas, así como los que ocupaban algún puesto en los partidos republicanos, los sindicatos o las instituciones. Las víctimas de la represión fueron, por tanto, quienes se quedaron convencidos de que no tenían nada que temer, puesto que no habían cometido ningún delito. No hubo siquiera un simulacro de juicio. Las fuerzas de ocupación detuvieron en la calle o sacaron de sus casas a 26 hombres y 4 mujeres, los torturaron y los fusilaron[34].
Mientras las distintas organizaciones paramilitares arrasaban la provincia de Cádiz, en Sevilla se vivía una situación similar. Gonzalo Queipo de Llano atribuía a su propio arrojo e inteligencia la victoria de la derecha en Sevilla. Un año después de los acontecimientos se jactó de haber tomado la ciudad sorteando innumerables obstáculos, con espontánea valentía y la ayuda de solo 130 soldados y 15 civiles. En un discurso radiado, el 1 de febrero de 1938, exageró todavía más su hazaña al declarar que «siendo solo catorce o quince, éramos capaces en aquellos momentos de conquistar Sevilla»[35]. A uno de sus biógrafos le aseguró que se había enfrentado a un contingente de 100 000 «comunistas» bien armados, cuando lo cierto es que los trabajadores derrotados solo contaban con 18 fusiles y escasa munición, muchos de ellos iban desarmados, y algunos provistos de escopetas de caza, pistolas antiguas y cuchillos[36].
Lejos de ser un acto de heroísmo espontáneo, el golpe militar en Sevilla fue planeado meticulosamente por José Cuesta Monereo, un comandante del Estado Mayor destinado en la ciudad, y llevado a cabo por 4000 hombres. El general al mando de la región militar de Sevilla, José de Fernández Villa-Abrille, y sus colaboradores más cercanos estaban al corriente de la trama, y a pesar de la insistencia del gobernador civil, José María Varela Rendueles, no pusieron ningún obstáculo en el camino de la sublevación[37]. Pese a ello, Queipo los detuvo a todos y más tarde los juzgó por rebelión. La gran mayoría de la guarnición de Sevilla participó en la trama golpista —unidades de Artillería, de Caballería, de Comunicaciones, de Transporte, de Intendencia, de Zapadores y de la Guardia Civil—, según se demuestra incluso en la lista de serviles alabanzas a Queipo de Llano elaborada por el periodista Enrique Vila[38]. Este amplio contingente militar tomó los centros neurálgicos de la ciudad, la central telefónica, el ayuntamiento y el gobierno civil, tras bombardear los edificios con fuego de artillería, bloquear las principales vías de acceso al centro urbano y sembrar a continuación el terror indiscriminado[39].
El comandante Antonio Castejón Espinosa fue quien se encargó de aplastar la posterior resistencia de los trabajadores. El domingo, 19 de julio, Castejón se presentó en Sevilla con 30 de los legionarios que habían llegado a Cádiz en el destructor Churruca. Según el propio Castejón, con otros 20 legionarios ya en la capital, 50 requetés carlistas, 50 falangistas y otros 50 guardias civiles, sus hombres emprendieron sin tardanza la sangrienta represión en los barrios obreros de Triana, La Macarena, San Julián y San Marcos[40]. Los falangistas pertenecían en su mayoría al Círculo de Labradores, el club de terratenientes ricos. La participación civil en el alzamiento fue organizada por destacados miembros del Círculo, como Ramón de Carranza, Pedro Parias González y el torero Pepe el Algabeño (José García Carranza). Queipo de Llano recompensó sus esfuerzos nombrando a Carranza alcalde y a Parias gobernador civil de Sevilla. Pepe el Algabeño, que en marzo de 1934 había sido víctima de un intento de asesinato por parte de los anarquistas en Málaga, lideraba un grupo de toreros que se habían puesto a las órdenes de Queipo de Llano[41]. La mañana del 19 de julio, los derechistas encabezados por Ramón de Carranza hicieron gala de una notable brutalidad («un durísimo castigo») para aplastar la resistencia de los trabajadores en los barrios aledaños a la Gran Plaza, Amate y Ciudad Jardín[42].
La clase trabajadora resistió con uñas y dientes los ataques de la artillería, hasta que, utilizando a mujeres y niños como escudos humanos, las fuerzas de Queipo rompieron las barreras y acometieron la represión a conciencia, pasando por las armas a hombres, mujeres y niños por igual. Tras la rendición de Triana, el nuevo alcalde nombrado por Queipo de Llano, Ramón de Carranza, recorrió las calles del barrio con un megáfono para ordenar que se limpiaran de las paredes todas las pintadas antifascistas y prorrepublicanas. Dio un plazo máximo de diez minutos, terminado el cual, los vecinos de todas las casas que ostentaran eslóganes serían fusilados. Mientras los padres, maridos, hermanos o hijos yacían muertos o agonizantes en las aceras, las mujeres y los niños supervivientes se afanaban en frotar las paredes con gran regocijo de los rebeldes victoriosos. Es difícil imaginar un ejemplo más gráfico de la determinación de los golpistas por dar marcha atrás al reloj[43]. El 22 de julio, cuando Queipo lanzó su ataque definitivo sobre La Macarena, se sirvió de la aviación para bombardear y arrasar el barrio. Esa misma mañana hizo pública una advertencia a través de la prensa: «Por esta orden general se comunica a los pequeños focos que aún existen que depongan su actitud arrojando las armas a la calle, colocando distintivos blancos en las puertas y ventanas en evitación de los daños que pudiesen ocasionar la Aviación y las fuerzas del Ejército»[44].
El 16 de agosto se encontraron en Triana los cuerpos de 2 falangistas muertos. En venganza por estas muertes, los rebeldes detuvieron al azar a 70 vecinos de las calles más cercanas y dos días después los fusilaron en el cementerio sin juicio alguno[45]. Cuando el actor Edmundo Barbero llegó a Sevilla en el mes de agosto, halló la ciudad (y a muchos de sus habitantes) completamente cubierta de símbolos falangistas. Los barrios de Triana, La Macarena, San Julián y San Marcos estaban cubiertos por los escombros de las casas destruidas en los bombardeos. Barbero se quedó muy impresionado al ver las caras de terror de los vecinos y comprobar que todas las mujeres iban de negro, a pesar de que Queipo había prohibido terminantemente el luto en público y la prohibición se repetía sin cesar a través de la radio y la prensa escrita. Fuera de la ciudad las patrullas de falangistas vigilaban los pueblos para asegurarse de que nadie llevaba emblemas de luto y de que los lamentos de dolor no pudieran oírse[46].
A la matanza inmediata le siguió la represión sistemática. El 23 de julio, Queipo de Llano emitió un nuevo bando en el que anunciaba abiertamente que cualquier líder huelguista detenido sería fusilado, junto con un número igual de trabajadores en huelga elegidos a discreción de las autoridades militares y, a continuación, señalaba que quien desobedeciera los bandos sería fusilado sin juicio («sin formación de causa»). Un día después hizo público su sexto bando, en el que sentó las bases de la represión indiscriminada de esta manera: «Al comprobarse en cualquier localidad tales actos de crueldad contra las personas, serían pasadas por las armas las Directivas de las organizaciones marxistas o comunistas que en el pueblo existieran, y caso de no darse con tales directivos, serían ejecutados un número igual de afiliados, arbitrariamente elegidos, sin perjuicio, claro está, de las penas que habrían que aplicarse a los responsables materiales de los vandálicos hechos de que se trate»[47]. Este bando sirvió para justificar la ejecución de un gran número de hombres, mujeres y niños inocentes de cualquier delito.
Queipo de Llano encomendó la misión a un africanista, el capitán de Infantería Manuel Díaz Criado. Díaz Criado había servido en la Legión Extranjera en la década de 1920 y en su hoja de servicios figuraban las matanzas de trabajadores en Sevilla en 1931, un intento de asesinato contra Azaña y la participación en la detención del general De Fernández Villa-Abrille. El 25 de julio, Díaz Criado recibió el título de delegado militar gubernativo de Andalucía y Extremadura, con poder sobre la vida y la muerte de los habitantes de la región. El flamante delegado militar eligió como mano derecha al sargento de la Guardia Civil José Rebollo Montiel, un hombre de implacable crueldad, a quien encomendó la supervisión de las torturas y los interrogatorios de los prisioneros. Edmundo Barbero describió a Díaz Criado como «borracho, antiguo capitán de la Legión, cruel y sádico»[48]. Bajo sus órdenes se desalojó a la población masculina de los barrios obreros de Triana y La Macarena. Entre los cientos de prisioneros que se hacinaban en la cárcel provincial había niños y ancianos. A la mayoría no tardaban en sacarlos al patio para fusilarlos sin simular siquiera un procedimiento judicial. A otros los encerraron en un inmundo barco-prisión, el Cabo Carvoeiro[49].
Cuando no encontraban a los líderes de la clase obrera, tomaban a sus familias como rehenes. El líder comunista de los astilleros de Sevilla, Saturnino Barneto Atienza, estuvo escondido y finalmente logró alcanzar la zona republicana. Su hermana, su mujer, su hija de muy corta edad y su suegra pasaron toda la guerra detenidas en condiciones infrahumanas. Su madre de setenta y dos años, Isabel Atienza, una mujer católica y devota, fue detenida e interrogada. El 8 de octubre la obligaron a presenciar un fusilamiento en el cementerio y, después de someterla a esta experiencia, la mataron de un disparo en una plaza cercana a su domicilio y dejaron su cadáver tirado en la calle, donde estuvo un día entero[50].
Queipo de Llano otorgó a Díaz Criado poderes ilimitados, y no toleraba ninguna queja contra él. El propio Díaz Criado se negaba a que lo molestaran con detalles sobre la inocencia o las buenas obras de sus víctimas. El 12 de agosto se obligó a la prensa local a publicar una nota con el fin de atajar las intercesiones en favor de los detenidos. En ella se decía: «Serán considerados como enemigos beligerantes no sólo aquellos que se opongan a la causa, sino los que los amparen o recomienden»[51]. Quienes tuvieron la ocasión de observarlo de cerca compartían la opinión de que Díaz Criado era un canalla y un degenerado que se servía de su posición para saciar su sed de sangre, enriquecerse y satisfacer su apetito sexual. El jefe del aparato de propaganda de Queipo, Antonio Bahamonde, que terminó renunciando al cargo tras presenciar con horror las atrocidades de Díaz Criado, escribió sobre él:
Criado no iba al despacho hasta las cuatro de la tarde, y esto raras veces. Su hora habitual eran las seis. En una hora, y a veces en menos tiempo, despachaba los expedientes; firmaba las sentencias de muerte —unas sesenta diarias— sin tomar declaración a los detenidos la mayoría de las veces. Para acallar su conciencia, o por lo que fuere, estaba siempre borracho. Todas las madrugadas se lo veía rodeado de sus corifeos en el restaurante del Pasaje del Duque, donde invariablemente cenaba. Era el cliente habitual de los establecimientos nocturnos. En «Las siete puertas» y en la «Sacristía», se le veía rodeado de amigos aduladores, cantaores y bailaoras y mujeres tristes, en trance de parecer alegres. Él decía que, puesto en el tobogán, le daba lo mismo firmar cien sentencias que trescientas, que lo interesante era «limpiar bien a España de marxistas». Le he oído decir: «Aquí en treinta años no hay quien se mueva». No admitía visitas; sólo las mujeres jóvenes eran recibidas en su despacho. Sé de casos de mujeres que salvaron a sus deudos sometiéndose a sus exigencias[52].
El antiguo gobernador civil de Murcia, Gonzálbez Ruiz, se expresó en términos muy similares sobre los cientos de fusilamientos ordenados por Díaz Criado: «A altas horas de la noche, rodeado de prostitutas, después de la orgía, y con un sadismo inconcebible, marcaba a voleo, con la fatídica fórmula “X2”, los expedientes de los que, con este simplicísimo procedimiento, quedaban condenados a la inmediata ejecución»[53]. Una de las amigas más íntimas de Díaz Criado era una prostituta conocida como «Doña Mariquita», que lo escondió en su huida tras el intento fallido de asesinar a Azaña. Eran muchos los que, sabedores de esta estrecha relación, intentaban comprar los buenos oficios de Doña Mariquita para interceder por sus seres queridos. El actor Edmundo Barbero participó en reuniones hasta altas horas de la madrugada en las que Díaz Criado, Rebollo y Doña Mariquita discutían las ofertas sexuales y económicas para salvar a los prisioneros. En una de estas ocasiones, Díaz Criado se cansó del entretenimiento y decidió llevar a sus compañeros a presenciar una ejecución al amanecer. Montó en cólera al ver que llegaban al lugar cuando los ecos de los disparos ya empezaban a apagarse, pero se aplacó cuando el jefe del pelotón de fusilamiento invitó a las mujeres de su grupo a que asestaran a los moribundos el coup de grâce. Un sargento de los Regulares procedió a continuación a arrancar los dientes de oro a los muertos, machacándoles la cabeza con una piedra[54].
La frivolidad con que operaba Díaz Criado terminó inevitablemente por causar problemas. Uno de los pocos que sobrevivieron para contarlo fue el gobernador civil republicano de Sevilla, José María Varela Rendueles. Díaz Criado comenzó su interrogatorio con estas palabras: «Ante todo, lamento que hasta ahora no haya sido usted fusilado. Por mi gusto vestiría de luto su familia». Días más tarde repitió las mismas palabras a la madre de Varela, tras acusar falsamente a su hijo de haber distribuido armas entre los trabajadores. La única «prueba» con la que contaba para fundamentar su acusación era una pistola que pertenecía a Varela y que más tarde se encontró en manos de un trabajador abatido de un disparo en un enfrentamiento con los golpistas. Lo cierto es que a Varela le habían robado la pistola durante el saqueo de su despacho. Pese a todo, solo cuando el sucesor de Varela como gobernador civil, el coronel Pedro Parias González, corroboró la declaración del acusado, Díaz Criado se avino de mala gana a retirar los cargos contra él[55].
Era previsible que, al generalizarse las matanzas, se cometieran errores muy graves. Bahamonde, cuyo testimonio es por lo general fiable, ofrece esta descripción: «En la División me enteré del siguiente hecho: un amigo del general Mola, por el que este se había interesado vivamente, llegando incluso a tener una conferencia telefónica con Díaz Criado, fue fusilado. Como siempre despachaba los expedientes atropelladamente, no se fijó que entre los firmados aquel día estaba el del amigo de Mola»[56]. Aun así, Queipo toleró los excesos de Díaz Criado hasta que, a mediados de noviembre de 1936, el propio Franco se vio en la obligación de insistir en que debían destituirlo. El detonante inmediato fue la acusación de espionaje contra el vicecónsul portugués en Sevilla, Alberto Magno Rodrigues.
La acusación era profundamente incómoda, a la luz de la ayuda que el gobierno portugués había prestado a la causa nacional, tanto más cuanto que, en ese preciso momento, las autoridades de Lisboa trabajaban con ahínco en la esfera internacional para conseguir el reconocimiento del régimen franquista. Además era absurda, puesto que Rodrigues intentaba obtener información sobre los envíos de armas alemanas e italianas para el hermano de Franco, Nicolás. Un colérico Queipo de Llano fue obligado a disculparse con Rodrigues en presencia de Nicolás Franco. El Caudillo firmó personalmente el traslado de Díaz Criado a la Legión en Talavera de la Reina, donde desfogó su temperamento brutal con los soldados que tenía bajo su mando[57].
La sustitución de Díaz Criado por el comandante de la Guardia Civil Santiago Garrigós Bernabeu no aportó demasiado alivio a la aterrorizada población. En realidad, resultó fatal para quienes habían salvado la vida gracias a los sobornos de Doña Mariquita o la sumisión sexual al propio Díaz Criado. Francisco Gonzálbez Ruiz comentaba así la situación: «Como algunos afortunados salvaran su vida por la oportuna intervención de las amigas del señor delegado, o por haberla cotizado en buena moneda, claro está, al ser destituido, el que le sucedió se creyó en el caso de revisar los expedientes. Y como era inmoral el procedimiento seguido se fusiló a los que antes se libraron. Sin que por ello volvieran a la vida los millares de inocentes que antes cayeron»[58].
Uno de los numerosos criterios que se seguían para llevar a cabo las detenciones era la actitud adoptada por la población durante el golpe fallido de agosto de 1932. Entre las víctimas de estos procedimientos figuraba José González Fernández de Labandera, que en 1932 ocupaba la alcaldía de Sevilla. Posteriormente representó a su ciudad en las Cortes como diputado de Unión Republicana, una formación política de signo conservador. Su oposición al golpe militar de 1932 le valió que se lo señalara como cabecilla del «levantamiento» contra los golpistas. Se le acusó también de insultar al Ejército y de exigir el reparto de las tierras, imputaciones ambas profundamente inverosímiles en razón de su ideología conservadora. Otra víctima fue Hermenegildo Casas Jiménez, el primer alcalde republicano de Sevilla en abril de 1931, diputado socialista por Sevilla entre 1931 y 1933, y por Córdoba entre 1933 y 1935. Tampoco se libró Ramón González Sicilia, que ocupó brevemente el cargo de gobernador civil primero de Sevilla y después de Granada, y en el año 1936 encabezó las listas de Unión Republicana en Sevilla. Labandera fue asesinado el 10 de agosto, antes de que la causa contra él llegara a juicio, en el quinto aniversario del fracasado golpe militar; la misma noche en que eran asesinados el intelectual Blas Infante y el diputado socialista Manuel Barrios. La misma suerte corrió el liberal José Manuel Puelles de los Santos, presidente de la Diputación Provincial, un médico muy querido por todos. Lo detuvieron, saquearon su clínica, destrozaron su equipo de rayos X y lo mataron el 5 de agosto junto a José Luis Relimpio Carreño, el delegado del Ministerio de Trabajo en Sevilla. El alcalde de Sevilla, Horacio Hermoso Araujo, de tendencias moderadas y miembro de Izquierda Republicana, fue detenido de inmediato y asesinado posteriormente el 29 de septiembre. Al profesor José León Trejo lo fusilaron porque, siendo gobernador civil de Guadalajara, había ordenado la detención del arzobispo de Sevilla, el cardenal Pedro Segura, cuando este iba camino de Navarra para poner en marcha una insurrección. Un destino similar aguardaba a los dos hermanos de León Trejo y a otros muchos cargos municipales y provinciales[59].
Con la «pacificación» de Sevilla y la situación en Cádiz bien encauzada, Queipo de Llano pasó a centrar sus preocupaciones en el destino de Huelva. La Policía, la Guardia Civil y el Ejército de la provincia estaban llenos de conspiradores infiltrados. En un primer momento el golpe había fracasado por la firme actuación de los cargos provinciales: el gobernador civil, Diego Jiménez Castellano; el alcalde, Salvador Moreno Márquez; y los mandos de la Guardia Civil, el teniente coronel Julio Orts Flor, y del Cuerpo de Carabineros, el teniente coronel Alfonso López Vicencio. Aunque se distribuyeron armas entre las organizaciones obreras, las autoridades hicieron todos los esfuerzos posibles para preservar el orden. Se detuvo a los miembros de la derecha local y se les confiscaron las armas, al tiempo que se tomaban las medidas necesarias para garantizar su seguridad. Habida cuenta del caos y del odio que suscitó el levantamiento, puede considerarse un éxito, atribuible a la actitud de las autoridades, que el número de derechistas asesinados por elementos incontrolados en la provincia de Huelva no pasara de seis.
Tal era la confianza del gobierno republicano en Madrid que, el 19 de julio, el nuevo ministro de la Gobernación, el general Sebastián Pozas Perea, envió un telegrama al gobernador, Jiménez Castellano, y al teniente coronel Orts Flor, en el que decía: «Les recomiendo movilicen a toda la población minera y empleen explosivos para aniquilar a esas bandas terroristas, confiando en la llegada de la columna militar que avanza sobre Córdoba y Sevilla en carrera triunfal y que en poco tiempo aniquilará a esos restos de facciosos traidores que se entregan al vandalismo más grosero y cruel en sus últimos aletazos de vida». En respuesta a un telegrama tan delirantemente optimista, cuyo texto sería posteriormente falsificado por los rebeldes, se decidió enviar una columna desde la ciudad para atacar a Queipo de Llano en Sevilla. La columna en cuestión estaba integrada por 60 guardias civiles, 60 carabineros y guardias de asalto, y alrededor de 350 voluntarios izquierdistas procedentes de distintas ciudades, entre los que figuraban los mineros socialistas. Acompañaban a la formación dos parlamentarios onubenses: los diputados Juan Gutiérrez Prieto y Luis Cordero Bel.
El mando de las tropas se confió al comandante de la Guardia Civil Gregorio Haro Lumbreras, un hombre muy poco de fiar. Haro había participado en el golpe de 1932 en Madrid y mantenía un estrecho contacto con José Cuesta Monereo, el organizador del golpe militar en Sevilla. Con el fin de evitar que los trabajadores de la columna frustraran sus verdaderos planes, Haro Lumbreras partió con sus hombres a Sevilla horas antes que los voluntarios civiles. A lo largo del camino se incorporaron a su grupo más guardias civiles y, cuando el destacamento llegó a Sevilla, Haro Lumbreras se unió a Queipo de Llano y volvió sobre sus pasos para tender una emboscada a las milicias que venían de Huelva. El 19 de julio, en un cruce de caminos conocido como La Pañoleta, sus hombres abrieron fuego con ametralladoras contra los mineros, con el resultado de 25 muertos y 71 prisioneros, 3 de los cuales murieron poco después a consecuencia de las heridas. Los demás voluntarios, entre ellos los diputados socialistas, lograron escapar. Las tropas de Haro no sufrieron bajas, con la excepción de un hombre que se rompió una pierna al bajar de un camión. Trasladaron a los detenidos al barco-prisión Cabo Carvoeiro, anclado en el Guadalquivir. A finales de agosto, los prisioneros fueron «juzgados» y considerados culpables del surrealista delito de rebelión militar contra «el único poder constituido en España de manera legítima». Dividieron a los 68 condenados en seis grupos para trasladarlos a seis zonas de Sevilla donde la resistencia de los trabajadores había sido significativa, y allí los fusilaron. Dejaron los cadáveres tirados en las calles durante horas, con el propósito de aterrorizar todavía más a una población que ya había presenciado más de 700 ejecuciones desde la victoria de Queipo de Llano[60].
La ciudad de Huelva resistió diez días más. Entretanto, las columnas organizadas por los militares rebeldes y financiadas por voluntarios adinerados, con acceso a armamento y vehículos, fueron conquistando el territorio comprendido entre Huelva y Sevilla. Tras su participación en las matanzas de los barrios trabajadores de la capital sevillana, una columna carlista encabezada por el comandante retirado Luis Redondo García se sumó a las operaciones contra los pueblos situados al sudeste de la capital[61]. Otro destacamento quedó al mando de Ramón de Carranza, amigo de Mora-Figueroa, que había participado en los preparativos del golpe y en la represión en los barrios de Nervión, Ciudad Jardín, Triana y La Macarena. Como ya se ha dicho, Queipo lo recompensó poniéndolo al cargo de la administración municipal de Sevilla tras la detención del alcalde, Horacio Hermoso Araujo. Carranza era hijo del cacique de Cádiz, el almirante Ramón de Carranza y Fernández de la Reguera, marqués de Villapesadilla, propietario de 2300 hectáreas en Chiclana y Los Barrios, una localidad próxima a Algeciras[62]. El 22 de julio, Carranza convenció a Queipo de la necesidad de tomar varios municipios de la provincia. Entre el 23 de julio y finales de agosto, alternó sus obligaciones administrativas con el mando de los ataques contra las poblaciones controladas por la izquierda. Su columna operó en solitario para ocupar los pueblos de la zona del Aljarafe, al oeste de Sevilla, si bien posteriormente se integró en una formación militar más numerosa.
No fue casualidad que en muchas de estas localidades se encontraran las fincas de Carranza y otros integrantes de la columna, como Rafael de Medina Vilallonga, prometido de la hija del duque de Medinaceli. El itinerario de estas columnas de terratenientes venía dictado a menudo por la localización de sus tierras. En la mayoría de los pueblos se había constituido un comité del Frente Popular en el que se hallaban representados los republicanos y los grupos de izquierda, normalmente bajo la dirección del alcalde. El comité se ocupaba de detener a los simpatizantes de los militares rebeldes y confiscar sus armas. La región contenía grandes latifundios dedicados al cultivo de trigo y aceituna, además de extensos alcornocales donde pastaban ovejas, cabras y cerdos. Los comités obreros organizaron la distribución de alimento y ganado, a la vez que colectivizaban las fincas en algunos casos. De ahí el interés de los propietarios por recuperar las tierras que ahora alimentaban a sus enemigos izquierdistas.
La columna de Carranza, que gozaba casi de plena autonomía, entró en el Aljarafe para atacar municipios como Saltares, Camas, Valencina, Bollullos y Aznalcázar. Armados con morteros y ametralladoras, apenas encontraron resistencia entre los campesinos, que solo contaban con unas pocas escopetas de caza. En Castilleja, una pequeña localidad del Aljarafe, Medina liberó las fincas de su amigo, el marqués de las Torres de la Presa. En Aznalcázar, el alcalde socialista salió al encuentro de Medina y, según el propio relato de este, le entregó el pueblo con gran dignidad y elegancia, lo que no impidió que se lo llevaran a Sevilla y lo fusilaran. En su avance entre Pilas y Villamanrique, la columna recuperó las fincas del propio Medina y de su padre. El 25 de julio habían llegado a Almonte, en la provincia de Huelva. A medida que los pueblos caían uno tras otro, Carranza destituía a las autoridades municipales con una arrogancia pasmosa, las detenía, nombraba un nuevo consistorio integrado por miembros de la derecha, cerraba las sedes de los sindicatos y cargaba a los prisioneros en camiones para trasladarlos a Sevilla, donde se llevaban a cabo las ejecuciones[63].
El 27 de julio, la columna de Carranza llegó al municipio de Rociana, tomado por la izquierda como respuesta a la noticia del golpe militar, donde se había llevado a cabo una destrucción ritual de los símbolos del poder derechista, pero no había habido víctimas. Los vecinos habían destruido las sedes de la Asociación Patronal y dos asociaciones, una de ellas de la Falange; habían robado 25 ovejas a un ganadero rico y quemado la iglesia y la casa parroquial, si bien los socialistas salvaron al párroco de cincuenta años, Eduardo Martínez Laorden, además de a su sobrina y la hija de esta, que vivían con él, y los acogieron en casa del alcalde. El 28 de julio, el padre Martínez Laorden pronunció un discurso desde el balcón del ayuntamiento: «Ustedes creerán que por mi calidad de sacerdote voy a decir palabras de perdón y de arrepentimiento. Pues no. ¡Guerra contra ellos hasta que no quede ni la última raíz!». Los rebeldes detuvieron entonces a numerosos hombres y mujeres. A las mujeres les raparon la cabeza, y a una de ellas, conocida como la maestra Herrera, la arrastraron por el pueblo atada a un burro antes de fusilarla. En los tres meses siguientes ejecutaron a 60 vecinos. En enero de 1937, el padre Martínez Laorden presentó una queja oficial por la tibieza de la represión[64].
Una semana después de su creación, la columna de Carranza, constituida inicialmente por unos 20 falangistas, engrosó sus filas con guardias civiles aportados por Queipo de Llano y otros voluntarios, hasta alcanzar un número de 200. El propio Queipo, en sus discursos radiofónicos nocturnos, se lamentaba en broma de que todos los falangistas sevillanos anduvieran divirtiéndose con Carranza.
El Alcalde de Sevilla, don Ramón de Carranza, hijo del marqués de Villapesadilla, Alcalde también de Cádiz, está demostrando más temple de guerrillero que de marino y de Alcalde. Con una columna compuesta por elementos de Falange Española y de la Guardia Civil, está haciendo una labor eficacísima en la pacificación de los pueblos. Es un bravo, que manda un puñado de bravos. Pero, permitidme protestar, sin embargo, de que en esta valerosa legión se me vayan todos los falangistas de Sevilla, donde los necesito, porque están prestando inapreciables servicios. El grupo que manda Carranza se componía, el primer día, de veinte o veinticinco muchachos, a los que yo agregué, por vía de protección, una sección de guardias civiles; pero todos los falangistas quieren tomar parte en la aventura, y el grupo ha ido aumentando hasta el día en que iban cerca de doscientos. Y yo los necesito aquí, para dar el obligado descanso a mis tropas[65].
Cuando Gonzalo de Aguilera fusiló a seis braceros en Salamanca, consideraba de que se estaba vengando por anticipado. Muchos terratenientes hicieron lo mismo al adherirse o financiar las columnas mixtas compuestas de soldados, guardias civiles, requetés carlistas y falangistas, además de participar activamente en la selección de las víctimas que debían ser ejecutadas en los pueblos capturados. En un informe enviado a Lisboa a principios de agosto, el cónsul portugués en Sevilla elogiaba las actividades de estas tropas integradas por «fascistas y milicias tradicionalistas». Al igual que su homólogo italiano, había recibido del portavoz de Queipo un sanguinario relato de las indecibles atrocidades supuestamente cometidas contra mujeres y niños por izquierdistas armados hasta los dientes. En consecuencia, refería con satisfacción que «al castigar estas monstruosidades, se aplica una severa justicia militar sumaria. En estos pueblos no ha quedado vivo un solo comunista rebelde, porque los han fusilado a todos en la plaza mayor»[66]. Lo cierto es que los fusilamientos no eran un acto de justicia, ni militar ni de ninguna especie, sino un ejemplo de la determinación de los latifundistas por dar marcha atrás al reloj. Así las cosas, antes de fusilar a los trabajadores, los obligaban a cavar sus propias tumbas, y los señoritos falangistas les gritaban: «¿No pedíais tierra? Pues la vais a tener; ¡y para siempre!»[67]. Queipo de Llano disfrutaba con las atrocidades perpetradas por las columnas. El 23 de julio manifestó lo siguiente en uno de sus discursos radiofónicos: «Estamos decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros; que si lo hiciereis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad». En una parte del discurso que la censura consideró demasiado explícita para reproducirla textualmente, Queipo de Llano afirmaba: «Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombre de verdad. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen»[68].
Los discursos de Queipo de Llano estaban repletos de referencias sexuales. El 26 de julio proclamó: «¡Sevillanos! No tengo que recomendaros ánimo, porque bien conocido tengo ya vuestro valor. Para terminar os digo que a todo afeminado o invertido que lance alguna infamia o bulos alarmistas contra este movimiento nacional tan glorioso, lo matéis como a un perro»[69]. Arthur Koestler lo entrevistó a primeros de septiembre de 1936: «Por espacio de diez minutos, con un discurso fluido y bien hilvanado, que por momentos cobraba un tono picante, relató cómo los marxistas rajaban a las mujeres embarazadas y apuñalaban el feto; cómo ataron a dos niñas de ocho años a las rodillas de su padre, las violaron, las rociaron con gasolina y las prendieron fuego. Así continuó contando historias que ofrecían una perfecta demostración clínica de psicopatología sexual». Koestler se refirió asimismo a los discursos de Queipo: «El burdo deleite con que el general Queipo de Llano describe escenas de violación es una incitación implícita a la repetición de dichas escenas»[70]. Los comentarios de Queipo pueden contrastarse con un incidente ocurrido en Castilleja del Campo, cuando llegó al pueblo un camión cargado de prisioneros a los que iban a ejecutar, procedentes de la vecina población minera de Aznalcóllar, ocupada por los fascistas el 17 de agosto. Entre los prisioneros figuraban una madre y su hija en avanzado estado de gestación, que dio a luz mientras la fusilaban. Los que acudieron a dispararle el tiro de gracia mataron al recién nacido a culatazos[71].
La columna que cumplió con mayor celo las directrices de Queipo estaba al mando del fornido comandante Antonio Castejón Espinosa. Tras participar en la represión de los barrios obreros de Triana y La Macarena, y antes de ponerse camino de Madrid, Castejón llevó a cabo una serie de rápidas incursiones diarias al este y al oeste de Sevilla. La columna contaba con fuego de artillería, además de la veteranía de legionarios y guardias civiles en su guerra contra los campesinos. Así, en cumplimiento de las amenazas de Queipo, conquistaron Alcalá de Guadaira, Arahal, La Puebla de Cazalla y Morón de la Frontera; llegaron a Écija y desde allí avanzaron hacia el sur, hasta Osuna, Estepa y La Roda, para terminar en la localidad cordobesa de Puente Genil. En dirección oeste, Castejón llegó hasta Palma del Condado, en la provincia de Huelva. En primer lugar bombardearon el municipio, lo que provocó el asesinato de 15 prisioneros derechistas por parte de los izquierdistas enfurecidos. El 26 de julio, el pueblo cayó bajo la acción conjunta de las columnas de Castejón y Carranza, en el curso de una operación que produjo fricciones entre ambos, toda vez que Castejón pensaba que Carranza le había robado la gloria de ser el primero. En las proximidades de Valencina de Alcor, las fuerzas de Castejón liberaron la finca de un torero rico y retirado, Emilio Torres Reina, conocido como «Bombita». El torero se sumó con entusiasmo a los combates y el posterior «castigo» de los prisioneros[72].
Cuando las fuerzas de la Legión enviadas por Queipo de Llano tomaron finalmente la ciudad de Huelva, el 29 de julio, descubrieron que el alcalde y muchas autoridades republicanas habían logrado huir en un vapor a Casablanca. La capital se rindió tras la breve resistencia que opusieron los milicianos de izquierdas en la casa del pueblo, con un saldo de 17 vecinos abatidos por las fuerzas rebeldes. Se tomaron alrededor de 400 prisioneros, y las matanzas comenzaron de inmediato. Era frecuente encontrar cadáveres en las cunetas. Cuando aún no había terminado de saborear la gloria tras la matanza de los mineros perpetrada en La Pañoleta, el comandante Haro Lumbreras fue nombrado gobernador civil y militar de Huelva. A las autoridades republicanas tanto civiles como militares que no lograron huir —el gobernador civil y los mandos de la Guardia Civil y el Cuerpo de Carabineros—, los juzgaron el 2 de agosto, acusados de rebelión militar. Haro, el «héroe de La Pañoleta», testificó en contra de su inmediato superior, el teniente coronel Orts Flor, quien había organizado la columna de los mineros hacia Sevilla. Con el fin de acrecentar su heroísmo, aunque revelando sin darse cuenta sus propias obsesiones, Haro declaró que las órdenes recibidas del general Pozas, a través de Orts, fueron que «volase Sevilla y jodiese a las mujeres de los fascistas». Como es natural, a los acusados les declararon culpables y los condenaron a muerte. Numerosos clérigos y derechistas a quienes el gobernador civil Diego Jiménez Castellano había salvado la vida, enviaron telegramas a Sevilla el 4 de agosto, con desesperadas peticiones de clemencia para el condenado. Queipo de Llano respondió: «Lamento muchísimo no poder acceder a su petición indulto reos condenados última pena, ya que circunstancias críticas que atraviesa España obligan no entorpecer justicia, para lograr no solamente castigo culpables sino ejemplaridad». Diego Jiménez Castellano, Julio Orts Flor y Alfonso López Vicencio fueron fusilados el 4 de agosto, pasadas las seis de la tarde[73].
Una vez tomada la ciudad de Huelva, los rebeldes pusieron en marcha el mismo proceso llevado a cabo en Cádiz y Sevilla, y las columnas avanzaron para arrasar el resto de la provincia. Las tropas de Carranza participaron en la toma de los municipios de Lepe, Isla Cristina y Ayamonte, donde buena parte de los republicanos fueron detenidos y trasladados a la capital supuestamente para ser juzgados, aunque en realidad los mataron por el camino[74]. Los rebeldes disponían de un bastión al norte de la provincia, en Encinasola, donde el alzamiento triunfó desde el primer momento. La derecha recibía además apoyo desde Barrancos, al otro lado de la frontera portuguesa[75]. De la conquista de los pueblos y ciudades situados al norte y el este de la capital, con abundante derramamiento de sangre, se ocupó la columna de carlistas sevillanos al mando de Luis Redondo. Las localidades mineras del norte resistieron con fiereza por espacio de varias semanas, a pesar de los bombardeos. Higuera de la Sierra cayó el 15 de agosto, y Zalamea la Real, una población limítrofe con el distrito minero de Riotinto, el día siguiente. Tras la toma de los pueblos se llevaron a cabo fusilamientos indiscriminados[76].
La brutalidad aumentó cuando las columnas llegaron a Riotinto. Los vecinos habían huido de El Campillo, rebautizado como Salochea por los militantes de la CNT. Al encontrar el pueblo desierto, Redondo dio la orden de incendiarlo entero. Queipo de Llano difundió la absurda idea de que la izquierda local había quemado vivos a 22 derechistas y prendido fuego después a sus propias viviendas. El 20 de agosto se lanzó un ataque aéreo sobre Nerva en el que perdieron la vida 27 mujeres, 4 hombres, un niño de diez años y una niña de seis meses. Un vecino de derechas fue asesinado en este período, si bien el alcalde comunista impidió que la ira popular que suscitaron los bombardeos cayera sobre los 25 derechistas locales, a quienes mantuvo en custodia preventiva con el fin de garantizar su seguridad. Tras la toma de la población, los rebeldes ejecutaron a 288 personas. El 28 de agosto, cuando la columna de Redondo llegó a Aroche, donde habían matado a 10 derechistas, muchos izquierdistas habían huido a Badajoz, pese a lo cual la represión se cobró las vidas de 143 vecinos, incluidas 10 mujeres. La población femenina fue sometida a vejaciones y abusos sexuales. Al conocerse la dureza de la represión, la resistencia en otros municipios se hizo más decidida. El cerco a El Cerro de Andévalo duró alrededor de tres semanas y en él participaron tres columnas compuestas de guardias civiles, falangistas y requetés. La junta local de la CNT había protegido a las monjas en un convento, pero no pudo impedir los ataques contra las propiedades eclesiásticas. Cuando el pueblo cayó finalmente, el 22 de septiembre, la represión fue feroz. En la localidad cercana de Silos de Calañas se llevaron a las mujeres y los niños para fusilarlos con los hombres. Un gran número de refugiados se dirigieron al norte de la provincia para buscar cobijo en la pequeña zona de Badajoz que aún no había sido conquistada por los rebeldes[77].
Mientras tanto, al sur de la provincia, en las localidades de Moguer y Palos de la Frontera, los miembros del clero y la derecha local quedaron en custodia preventiva de las autoridades republicanas. En Moguer, una muchedumbre asesinó al teniente coronel Luis Hernández-Pinzón Ganzinotto el 22 de julio, después de saquear su casa. El alcalde, Antonio Batista, consiguió evitar que hubiera más muertes. Esa misma noche se incendió la iglesia. Los crímenes se atribuyeron posteriormente a la indignación popular que provocó la noticia de la represión en Sevilla. El alcalde socialista de Palos, Eduardo Molina Martos, y el diputado del PSOE Juan Gutiérrez Prieto trataron de impedir, sin éxito, que los miembros de la CNT quemaran las iglesias y el histórico monasterio de La Rábida, pero lograron evitar que se ejecutara a los derechistas. El día 28 de julio, la Guardia Civil tomó el pueblo sin oposición de la izquierda, y el 6 de agosto, un grupo de falangistas llegados de Huelva comenzó las ejecuciones extrajudiciales. Gutiérrez Prieto, un abogado de mucho talento y un personaje muy popular en Palos, fue detenido en Huelva el 29 de julio y juzgado el 10 de agosto. Además de acusarlo de rebelión militar, se le imputaron todos los actos de violencia cometidos por la izquierda en la provincia y lo condenaron a muerte. Muchos curas y miembros de la derecha intercedieron en su favor. Con el fin de contrarrestar las súplicas de clemencia, Haro Lumbreras realizó unas declaraciones a la prensa, que volvían a reflejar sus obsesiones sexuales, como en su distorsión de las órdenes del general Pozas. A pesar de que en Palos ningún derechista había sufrido daño alguno, Haro aseguró: «El enemigo que quema vivas a familias enteras, que crucifica y quema vivo en una plaza pública al obispo de Sigüenza, que abre el vientre a mujeres embarazadas, que asesina a niños inocentes, que roba, asalta edificios, incendia, mancilla el honor de indefensas doncellas, arroja en Constantina a 250 personas a los pozos y luego les echa dinamita para rematarlas, no puede ni debe pedir clemencia a quienes serían sus primeras víctimas si la ocasión se presentase».
Gutiérrez Prieto fue fusilado el 11 de agosto. Para acallar las protestas por su ejecución, los rebeldes desencadenaron una matanza que costó la vida a 30 vecinos de Palos, incluido un tío del propio Gutiérrez Prieto, y a otros 12 de pueblos cercanos. En Moguer, los rebeldes llevaron a cabo una represión sistemática que consistió en saquear los hogares de los republicanos, violar a las mujeres y asesinar a 146 personas, entre las que había mujeres y niños de doce años. Más del 5 por ciento de la población adulta masculina, y el 2,13 por ciento del total de la población, que ascendía a 7051 vecinos, fue asesinada[78].
A la luz de la declaración de Haro Lumbreras vale la pena recordar que el número de víctimas de derechas contabilizado en la provincia desde el 18 de julio hasta que los rebeldes se hicieron con el control total del territorio ascendió a 44, en nueve localidades. Otros 101 derechistas perdieron la vida en enfrentamientos armados contra los defensores de la República. La represión que practicaron los sublevados tuvo una magnitud muy superior y respondió no solo a las ansias de venganza por la violencia izquierdista, sino a un plan de exterminio perfectamente diseñado. En 75 de 78 municipios onubenses se ejecutó a un total de 6019 personas[79]. En los días que mediaron entre el golpe militar y la caída de Huelva en manos de los rebeldes, las autoridades republicanas centraron todos sus esfuerzos en proteger a los derechistas detenidos inmediatamente después del alzamiento. El gobernador civil, el alcalde Salvador Moreno Márquez y otros destacados parlamentarios de la izquierda hicieron llamamientos a la serenidad y el respeto a la ley, al tiempo que decretaban la custodia preventiva para 178 miembros de la extrema derecha local, entre quienes se contaban, además de los falangistas, los terratenientes y los industriales más odiados por la población. Todos ellos se encontraban a salvo cuando las tropas rebeldes conquistaron la ciudad. Sin embargo, el asesinato de seis personas en los once días anteriores ofreció a Haro Lumbreras el pretexto necesario para poner en marcha una sangrienta represión. Muchos de los derechistas que habían sido salvados por las autoridades republicanas protestaron por las ejecuciones sumarias al abrigo de la noche. Haro fue finalmente destituido el 6 de febrero de 1937, cuando salió a la luz que se había apropiado de donaciones en joyas y en metálico destinadas a la causa nacional. Concretamente, se supo que había utilizado estos fondos para pagar los servicios de prostitutas. Las pruebas presentadas en su contra respaldaban las acusaciones de los robos y los abusos de poder cometidos en los quince años anteriores. Cuando se fue de Huelva, su equipaje constaba de 39 baúles y maletas. Tras prestar servicio en Zaragoza, Teruel y Galicia, fue nombrado jefe de la Guardia Civil en León. El 16 de febrero de 1941 fue asesinado por uno de sus jóvenes oficiales, quien murió poco después en un tiroteo. La explicación oficial era que el joven estaba loco, pero el suceso dio pie a todo tipo de rumores[80].
En Sevilla, al igual que en Huelva, los «desmanes» o «el terror rojo» se exageraron hasta extremos delirantes con el fin de justificar la represión. A veces no eran más que meras fabricaciones y pobres excusas. En Alcolea del Río, una localidad situada al este de Sevilla, donde ningún miembro de la derecha local había sufrido daño alguno, los ocupantes rebeldes fusilaron a 75 vecinos[81]. Los sublevados mismos se enorgullecían de la barbarie que desataron y reconocían haber aplicado las mismas prácticas que empleaban en sus ataques a las aldeas marroquíes. Alcalá de Guadaira, al sudeste de la capital, fue la primera población que tomó la columna de Castejón. Su cronista oficial, Cándido Ortiz de Villajos, describía a los soldados de la columna recién llegados de Marruecos como si «hubiesen traído consigo, además del afán de luchar por la salvación de España, el espíritu impregnado en los principios fatales, terribles y eficaces de la justicia koránica»[82]. Los crímenes cometidos durante los cuatro días de «dominación roja» fueron citados para justificar la represión que llevó a cabo la columna. Uno de esos crímenes fue el asesinato de Agustín Alcalá y Henke, uno de los principales olivareros del municipio, el 17 de julio. Alcalá y Henke, que era un hombre moderado y un católico con preocupaciones sociales, tenía una antigua rivalidad con el derechista Pedro Gutiérrez Calderón, defensor del alzamiento militar. Además, otros empresarios se enfadaron cuando Alcalá y Henke los instó a satisfacer las peticiones de los huelguistas en la industria olivarera. Fue asesinado por un desconocido. Muchos pensaban que lo habían eliminado por oponerse a los intereses de los patronos o como moneda de cambio para justificar el golpe inminente. Cuando llegaron noticias de la sublevación militar, se constituyó en el pueblo un Comité Revolucionario integrado por representantes de los partidos del Frente Popular, bajo el mando del alcalde. El comité hizo un llamamiento inmediato a la calma e impidió que la población desarmara a la Guardia Civil local, que se había declarado leal a la República[83].
A pesar de los llamamientos del comité, la CNT-FAI organizó una milicia popular. Quemaron dos iglesias, un convento y un seminario, y destruyeron imágenes religiosas. Registraron tres viviendas privadas y tres clubes de la derecha y tiraron muebles a la calle, con la ansiosa colaboración de algunos delincuentes habituales. Entre el 19 y el 21 de julio, el comité detuvo a 38 derechistas en custodia preventiva. Cuando la columna de Castejón llegó a Alcalá de Guadaira, a última hora de la tarde del 21 de julio, la Guardia Civil se pasó al bando de los rebeldes. Primero bombardearon la ciudad con fuego de artillería y, cuando por fin se hicieron con el control, fusilaron a cuatro hombres. Según el entusiasta cronista de los hechos, «todos los dirigentes comunistas quedaron muertos … mientras Castejón castigaba —o mejor dicho, libertaba— a la villa de Alcalá». «Castigo» fue el eufemismo empleado por los africanistas para justificar la brutalidad de la represión.
Esto no es ni mucho menos exacto. Tres de las cuatro víctimas fueron ejecutadas antes de que la columna llegara al pueblo, al cruzarse en el camino de las tropas: dos eran jóvenes que venían de comprar pan en Sevilla, y el tercero un jornalero que huyó despavorido al ver a los legionarios. Al cuarto, Miguel Ángel Troncoso, jefe de la Policía Local, lo asesinó el propio Castejón en el ayuntamiento, según el testimonio del hijo de la víctima. Ninguno de ellos era ni remotamente un líder comunista. En el ayuntamiento encerraron a otros 13 hombres para llevárselos más tarde a Sevilla, donde mataron al menos a 6 de ellos. Un total de 137 hombres perdieron la vida en el curso del proceso de venganza, al quedar el pueblo en manos de la derecha local: 59 en Alcalá de Guadaira y el resto en Sevilla. Otros 350 fueron encarcelados y torturados, y muchos de ellos murieron. Además, los nuevos amos del municipio se quedaban con las pertenencias de los muertos y los detenidos[84].
En Carmona, más al sur de la provincia, los ánimos de los terratenientes estaban muy enconados por las presiones recibidas para aplicar las bases de trabajo. Cuando llegaron noticias del golpe, el alcalde se encontraba en Madrid, en viaje oficial. La izquierda constituyó un Comité de Defensa compuesto por líderes del PSOE, el PCE, la CNT y Unión Republicana (esta última formación política estaba representada por Manuel Gómez Montes, jefe de la Policía Municipal). Con la colaboración de Gómez Montes y el mando local de la Guardia Civil, el teniente Rafael Martín Cerezo, el Comité del Frente Popular reunió todas las armas disponibles y organizó varios grupos de defensa para custodiar las carreteras que llevaban al pueblo. El convento de la Concepción fue saqueado, pero las monjas resultaron ilesas.
El 21 de julio, una compañía de Regulares acompañada por Emilio Villa Baena, miembro de la derecha local, intentó tomar el municipio. La resistencia popular obligó a los rebeldes a refugiarse en el teatro con 19 rehenes. Poco después, Villa Baena salió con 3 prisioneros para negociar una tregua. Mientras discutía con los miembros del comité, Emilio Villa Baena fue abatido de un disparo por un anarquista de Constantina. La columna se replegó a Sevilla, llevándose a 16 rehenes como escudos humanos. El Comité de Defensa ordenó el registro de las casas de los derechistas, en una de las cuales se encontraron seis cajas de pistolas. Terminado el registro, se encerró a 18 derechistas en los sótanos del ayuntamiento. Un terrateniente, Gregorio Rodríguez Peláez, recibió un disparo en la cabeza cuando intentaba huir por los tejados. Esa noche, Queipo de Llano difundió un discurso en el que ofrecía una versión exagerada de los hechos y lanzaba la siguiente amenaza:
Fieles a su táctica, los Regulares rechazaron la agresión con tan terrible violencia, que se calcula que, entre muertos y heridos, hicieron un centenar de bajas a sus agresores. Esta locura es suicida, pues debo garantizar que Carmona será pronto castigada como merece la traición de ese grupo de ciudadanos … Ciertas salvajadas que se han cometido con los hombres y las mujeres de derechas … tienen que ser severamente castigad[a]s. En Carmona se han realizado hechos que merecen ejemplares castigos, y yo he de imponerlos de tal modo que hagan época y que Carmona se acuerde por mucho tiempo de los Regulares[85].
El día siguiente, después de tres bombardeos, dos columnas sustanciales atacaron el pueblo bajo el mando del comandante Emilio Álvarez de Rementería, acompañado por Pepe el Algabeño. La primera, equipada con dos piezas de artillería y una sección de ametralladoras, constaba de regulares, legionarios y guardias civiles, mientras que la segunda estaba compuesta por falangistas. El fuego de los cañones y las ametralladoras dispersó a los defensores, apenas provistos de armas, y los rebeldes no tardaron en tomar el municipio. Ese mismo día, 12 vecinos perdieron la vida, según el parte oficial, por «muerte violenta». Alrededor de 200 huyeron del pueblo. El teniente Martín Cerezo fue detenido, fusilado y sustituido por el teniente Francisco González Narbona, que se dispuso sin tardanza a vengar las muertes de Emilio Villa y Gregorio Rodríguez. En los cuatro meses siguientes que ocupó el cargo hasta que fue destituido, el 18 de noviembre, González Narbona ordenó la ejecución de 201 hombres (algunos ya jubilados y otros niños de apenas diez años) y 16 mujeres. No hubo juicio para ellos, y el único barniz legal que recibieron las ejecuciones fue una referencia al bando de guerra. A los familiares de los huidos los fusilaban y, en muchos casos, después de matar al cabeza de familia, confiscaban las casas y dejaban en la calle a las mujeres y los niños. Otros 17 vecinos de Carmona murieron ejecutados en Sevilla y Málaga. Un gran número de hombres fueron obligados a alistarse en las filas rebeldes[86].
Los caciques locales se encargaban de seleccionar a las víctimas entre los republicanos, los sindicalistas o aquellos que simplemente les habían faltado al respeto. A un vecino lo mataron por pegar carteles de la izquierda durante las elecciones de febrero de 1936. Como ocurrió en casi todos los municipios del sur, a las mujeres les rapaban la cabeza y las obligaban a beber aceite de ricino y a desfilar por las calles, acompañadas de una orquesta, para exponerlas al escarnio público[87]. Entre los autores de los abusos y los asesinatos había guardias civiles y empleados de los latifundistas que se afiliaron rápidamente a la Falange, y sus motivos abarcaban desde el placer psicótico hasta el afán de lucro, pues algunos se jactaban de recibir 15 pesetas por cada ejecución. Otros lo hacían por gratitud a los favores recibidos o por compartir las mismas creencias religiosas, y también los mismos odios y temores. Todos ellos entendían la barbarie como «servicios a la patria». Hombres, mujeres y niños fueron detenidos por los falangistas o la Guardia Civil. Unas veces los seleccionaban al azar, otras porque los matones codiciaban a sus mujeres o sus propiedades, y otras sencillamente porque se aburrían o porque estaban borrachos. Unas veces los mataban en el acto y otras veces los encarcelaban para torturarlos antes de acabar con su vida. Tras las ejecuciones, los caciques, los falangistas conversos y los jóvenes señoritos rurales se reunían en un bar y comentaban con satisfacción que los aniquilados ya no podrían presentar más demandas laborales. En una ocasión, al no encontrar a un joven que estaba escondido bajo el suelo de la choza de sus padres, quemaron la vivienda con sus tres ocupantes dentro[88].
Cuando el párroco de Carmona protestó por los asesinatos, le dijeron que un tribunal de terratenientes locales había declarado a las víctimas culpables, y al responder el párroco que eso no era un juicio legal, lo acallaron con amenazas. En 1938, los responsables de las matanzas se sintieron lo suficientemente culpables para falsificar las circunstancias de los crímenes cometidos dos años antes. Así, se presentaron al «tribunal» falsos testimonios con los que justificar las ejecuciones. Muchos de los muertos se registraron bajo el epígrafe de «operaciones militares habidas en esta ciudad». Pese a todo, las ejecuciones se reanudaron cuando los huidos regresaron a sus casas al terminar la guerra[89].
En la próspera localidad de Cantillana, al nordeste de Sevilla, apenas se habían registrado tensiones sociales, a pesar de las profundas desigualdades en la propiedad de las tierras (4 hombres acaparaban el 24 por ciento de las tierras, y uno solo poseía el 11 por ciento, mientras que las tres cuartas partes de los campesinos contaban con el 6 por ciento). Tras el golpe militar, la administración del municipio quedó en manos de un Comité Antifascista de Defensa, bajo el mando del alcalde socialista José Pueyo. El clima revolucionario no pasó más allá de los saludos con el puño en alto a la voz de «Salud, camarada», la confiscación de las armas a los terratenientes y las multas a quienes se negaban a dar trabajo a los campesinos en paro. Para garantizar el suministro de alimentos se requisaron el trigo y el ganado sin ninguna compensación. Los propietarios estaban furiosos, aunque por lo demás no fueron objeto de otros ataques. Ricos y pobres recibían las mismas raciones, al igual que el contingente de la Guardia Civil local, confinado en su cuartel. Solo se detuvo a un hombre bajo la sospecha de confabulación con los conspiradores militares. Los esfuerzos de las autoridades republicanas no lograron impedir que se produjeran algunos saqueos y, en casos aislados, se robaron de las iglesias los iconos religiosos. La noche del 25 de julio se prendió fuego a la iglesia, si bien el párroco, Jerónimo Ramos Feria, resultó ileso.
Una numerosa columna de legionarios, requetés y falangistas, enviada por Queipo de Llano, avanzaba sin pausa por el valle de Guadalquivir en dirección norte, tomando pueblo tras pueblo. El destacamento llegó a Cantillana a mediodía del 30 de julio. Tras el bombardeo habitual, los rebeldes tomaron el pueblo sin encontrar resistencia. Los defensores solo contaban con un puñado de escopetas, y los campos circundantes no tardaron de llenarse de vecinos en fuga. A pesar del buen trato dispensado por el Comité de Defensa local, el jefe de la Guardia Civil comenzó las primeras ejecuciones sumarias. Se produjeron numerosas detenciones y, en el curso de los meses siguientes, más de 60 personas, entre ellas 3 mujeres y el alcalde José Pueyo, fueron detenidas y trasladadas para su ejecución, casi todas ellas a Sevilla. Un testigo presencial, que calculaba que el número de ejecuciones extrajudiciales se elevaba a 200, señaló que esta brutalidad ciega «despertó entre los miles de fugitivos el instinto de conservación, la desesperación y el espíritu de rebeldía en su grado máximo, la formación de aquellas milicias de pueblo, que no quedaba otra alternativa que la de morir luchando como hombres, o dejarse matar como alimañas». Terminada la Guerra Civil, el padre Jerónimo Ramos Feria fue expulsado de su parroquia en castigo por un sermón en el que había declarado: «Si la iglesia está en mal estado, se arregla; si los santos han sido quemados, se reponen; pero el marido o el hijo muerto no se reponen jamás»[90].
En su discurso del 30 de agosto, Queipo de Llano anunció que la búsqueda de los asesinos republicanos se prolongaría por espacio de diez o veinte años, a la vez que aseguraba que en la zona rebelde no se habían cometido atrocidades. Sin ninguna voluntad de ironía, reiteró la versión típica de los rebeldes, según la cual cualquier matanza cometida de conformidad con el bando de guerra era completamente legal:
Nosotros podremos fusilar a alguno que cometiera esos crímenes; pero no puede nadie en absoluto probar que se ha cometido, en ningún pueblo, en ninguna parte, la villanía de asesinar a una sola persona. Pero cuando han cometido esos crímenes en los pueblos, que hemos ido a conquistar, y después se han reintegrado a sus casas para hacernos creer que eran buenos chicos, al comprobar nosotros que eran los autores materiales de los hechos, entonces se les ha fusilado inexorablemente. Es decir, que nosotros lo hemos hecho siguiendo las indicaciones del bando, y no por el capricho de matar como ellos, que lo hacen con la mayor crueldad, quemando seres vivos, arrojándolos en los pozos que luego dinamitan, sacándoles los ojos, cortándoles los pechos a las mujeres[91].
Lo que se sabe de estos discursos radiofónicos de Queipo de Llano nos ha llegado a través de las crónicas que ofrecía al día siguiente la prensa escrita o de las notas que tomaban los oyentes. El cotejo de ambas fuentes, en los casos en los que resulta posible, sugiere que los textos que ofrecía la prensa eran un pálido reflejo del discurso original. Los editores de los periódicos no se atrevían a reproducir las escandalosas incitaciones a la violación y el asesinato, y lo cierto es que empezaba a cundir la preocupación, entre los rebeldes, por el hecho de que los excesos de Queipo pudieran dañar la imagen de la causa en el extranjero. En consecuencia, esta autocensura instintiva de la prensa escrita se reforzó el 7 de septiembre, cuando el comandante José Cuesta Monereo redactó una serie de instrucciones detalladas en las que se aludía a la sensibilidad internacional. La mayoría de sus catorce puntos eran rutinarios y tenían por objeto evitar la publicación de información militar delicada. Sin embargo, entre ellos se ordenaba expresamente la purga de la versión impresa de las emisiones radiofónicas: «En las charlas radiadas del General, suprimir todo concepto, frase o dicterio que, aun cuando ciertos, debido, sin duda, a una vehemencia y exaltada manifestación patriótica, no son apropiadas ni convenientes para su publicación, por razones bien conocidas de la discreción e inteligencia de nuestros periodistas que tantas pruebas vienen dando de ello al aplicar su criterio con una prudencia y tacto dignos de encomio». En esta misma línea, se prohibió ofrecer detalles de los asesinatos cometidos en los pueblos, al dar parte de la represión, y se obligó a los periodistas a emplear los siguientes eufemismos: «En las medidas represivas se procurará no revestirlas de frases o términos aterradores, expresando solamente “se cumplió la justicia”, “le llevaron al castigo merecido”, “se cumplió la ley”»[92].
La intención de la censura bien podía ser la de limitar la conciencia pública de la incitación al abuso sexual de las mujeres de la izquierda, pero los sucesos ocurridos en Fuentes de Andalucía, una pequeña población al este de Sevilla, revelaron hasta qué punto los rebeldes consideraban legítimos tales abusos. La población se rindió sin resistencia el 19 de julio a los guardias civiles llegados de Écija, La Luisiana y Lantejuela, que ya habían caído el día anterior. Con ayuda de los falangistas y otros miembros de la derecha se constituyó una Guardia Cívica para arrestar a los izquierdistas del pueblo. Se saquearon las viviendas de los detenidos, de donde los falangistas recién convertidos se llevaban las máquinas de coser para sus madres y sus novias. El 25 de julio fusilaron al alcalde y a tres concejales comunistas, y con ello comenzó la matanza. En el caso de una familia, apellidada los Medrano, detuvieron a los padres y mataron a los tres hijos: José, de veinte años, Mercedes, de dieciocho y Manuel de dieciséis; a continuación, quemaron la choza familiar y dejaron abandonado a su suerte al hijo menor, Juan, de ocho años. Cargaron un camión de prisioneras y las trasladaron a una finca conocida como El Aguaucho, en las afueras del pueblo de La Campana. Entre las prisioneras había cuatro muchachas de edades comprendidas entre catorce y dieciocho años. Obligaron a las mujeres a servir la comida a sus captores antes de violarlas, fusilarlas y arrojar sus cadáveres a un pozo. A su regreso a Fuentes de Andalucía, la Guardia Cívica desfiló por el pueblo blandiendo sus fusiles decorados con la ropa interior de las mujeres asesinadas[93].
Como ya se ha señalado, el 23 de julio Queipo de Llano lanzó su incitación más explícita a la violación de las mujeres. Al día siguiente comentó en su discurso las actividades de la columna de Castejón: «Al Arahal fue enviada una columna formada por elementos del Tercio y Regulares, que han hecho allí una razzia espantosa, sancionando con ejemplares castigos los excesos salvajes inconcebibles que se han cometido en aquel pueblo»; y amenazó asimismo con llevar a cabo razzias similares en las localidades vecinas. El discurso de Queipo apenas rozaba la superficie de una situación tremendamente complicada[94].
Cuando las noticias de la rebelión militar llegaron al Arahal, un municipio de 12 500 habitantes, 36 derechistas locales que apoyaban la sublevación fueron detenidos y encerrados en el ayuntamiento. El 22 de julio, un concejal socialista los dejó en libertad: 13 se marcharon y 23 prefirieron quedarse, por miedo a que la liberación fuera un ardid para fusilarlos. Después de que los rebeldes lanzaran una carga de artillería contra la población, un grupo de hombres armados, llegados de Sevilla, prendió fuego al ayuntamiento, con los 23 derechistas dentro; solo el cura logró escapar con vida. La columna de Castejón castigó esta atrocidad con una orgía de violencia indiscriminada. El número de vecinos asesinados oscila, según las fuentes, entre 146 y 1600. A las jóvenes de izquierdas las violaron en repetidas ocasiones, y al alcalde socialista, Manuel Antequera Rodríguez, un zapatero de setenta y un años que había puesto todos los medios a su alcance para impedir la violencia, lo fusilaron[95].
En Morón de la Frontera los republicanos constituyeron un Comité de Defensa en cuanto tuvieron noticia del alzamiento en Marruecos. El comité confiscó todas las armas del pueblo y encarceló a los miembros más destacados de la derecha que simpatizaban con los militares rebeldes. Como el mando de la Guardia Civil local se había declarado leal a la República, el comité permitió que los guardias continuaran desarrollando su actividad, pero sin llevar armas. La tensa calma se rompió cuando un grupo de anarquistas armados, sin ninguna relación con el comité, intentó detener a un juez y llevarlo con los demás prisioneros. El juez, que tenía una pistola, hirió a un anarquista, y este mató al juez antes de morir. La intervención de los guardias civiles, que no tenían intención de seguir las órdenes del comité, causó un muerto y un herido. Confiando en que no tardaría en llegar ayuda de Sevilla, el teniente trasladó a los prisioneros de derechas y a sus familias a su cuartel, que fue cercado inmediatamente por los izquierdistas. El teniente anunció que él y sus hombres se rendirían y entregarían las armas. Otra mentira. Salieron del cuartel utilizando a los prisioneros de derechas como escudos humanos e irrumpieron entre los asediadores con la intención de tomar el ayuntamiento y detener a los miembros del Comité de Defensa. Varios guardias civiles y derechistas perdieron la vida en los enfrentamientos posteriores. Cuando más tarde se registró el cuartel de la Guardia Civil, se encontró a dos guardias muertos y esposados, lo que quizá indicaba que los habían matado por oponerse a las acciones del teniente[96].
Queipo de Llano describió con deleite en uno de sus discursos el impacto que tuvo la llegada de la columna de Castejón a Morón de la Frontera:
En Morón se ha hecho un escarmiento, que supongo impresionará a los pueblos que aún tienen la estulticia de creer en el marxismo y en la esperanza de podernos resistir. Como en Arahal, hubo en Morón un grupo de hombres ciegos que han cometido salvajadas sin ejemplo, atropellando a personas de derechas que no se habían metido con ellos. Y tengo noticias de que en varios pueblos tienen los marxistas prisioneros de derechas, con los que piensan hacer parecidas barbaridades. A todos les recuerdo que, por cada persona honrada que muera, yo fusilaré, por lo menos, diez; y hay pueblos donde hemos rebasado esta cifra. Y no esperen los dirigentes salvarse, apelando a la fuga, pues los sacaré de bajo de la tierra, si es preciso, para que se cumpla la ley[97].
El propio Castejón explicó las tácticas que había seguido en la toma de estos pueblos: «Yo accioné a base de un estrecho movimiento envolvente que me permitiese castigar con dureza a los rojos»[98]. El proletariado rural no estaba en condiciones de hacer frente a la experiencia militar de los legionarios curtidos en tantas batallas africanas. Sin embargo, según revela Castejón, la cuestión no era solo reducir a los seguidores del Frente Popular sino desatar una represión salvaje. Los refugiados de Arahal y Morón ofrecieron escalofriantes relatos de lo ocurrido en La Puebla de Cazalla tras la llegada de la columna de Castejón. El 30 de julio, un avión de las fuerzas rebeldes lanzó octavillas en las que se amenazaba con bombardear el pueblo si este no se rendía de inmediato. A la luz de la amenaza, la columna enviada por Cuesta Monereo pudo tomar la población sin ninguna resistencia, lo que no impidió una intensa represión. Los crímenes de la izquierda consistieron en saquear la iglesia y la sede de Acción Popular, además de la detención de 48 personas derechistas y la confiscación de alimentos para su distribución entre los vecinos. No hubo ningún muerto mientras el pueblo estuvo bajo control del Comité del Frente Popular. De hecho, el Comité impidió que los milicianos llegados de Málaga matasen a los prisioneros de derechas. Pese a todo, las tropas de ocupación saquearon las casas y, antes del comienzo formal de los juicios militares, ya habían muerto cerca de 100 vecinos. Alrededor de 1000 hombres, de un total de 9000 habitantes, fueron movilizados a la fuerza para combatir en las filas del Ejército rebelde. A las mujeres y a los ancianos los obligaron a realizar trabajos forzados, con el fin de sustituir la mano de obra ausente[99].
Las amenazas de Queipo se cumplieron igualmente cuando la columna de Castejón llegó a la próspera localidad de Puente Genil, cruce de ferrocarriles y ciudad de mercado situada al sudoeste de Córdoba. La represión fue indiscriminada y feroz, por una vez «justificada» por los sucesos ocurridos en la localidad a raíz del golpe militar. Los efectivos de los tres cuarteles de la Guardia Civil, con el apoyo de los falangistas, los miembros de Acción Popular y los terratenientes locales se declararon a favor de la rebelión el 19 de julio, tomaron la casa del pueblo y practicaron numerosas detenciones. A ellos se enfrentaron los socialistas, comunistas y otros milicianos y fuerzas de seguridad leales a la República llegadas de Málaga. En el curso de los cuatro días siguientes se libraron encarnizados combates que se saldaron con alrededor de 300 muertos en el bando de los trabajadores, entre los que figuraban unos 50 rehenes fusilados por la Guardia Civil el 22 de julio. El número de guardias civiles muertos en los enfrentamientos ascendió a 21 y el de heridos, a 15.
El 23 de julio el alzamiento había quedado sofocado en gran medida, pese a lo cual continuaron los tiroteos esporádicos de francotiradores de la derecha, que costaron la vida a más izquierdistas y acrecentaron el odio de los vecinos.
En este clima se procedió a la ejecución de los guardias civiles que habían sobrevivido, y se desencadenó una represión brutal contra quienes respaldaron el golpe: terratenientes, prestamistas, miembros de los partidos de derechas, hijos de la burguesía local y, por supuesto, el clero. Entre las atrocidades cometidas por los opositores a la sublevación militar se contó el asesinato de un hombre de setenta años, Francisco Ortega Montilla, y su mujer, a los que quemaron vivos. A Manuel Gómez Perales, un terrateniente acaudalado que pagó 100 000 pesetas a cambio de su libertad, lo asesinaron junto a sus 4 hijos. Pese a esto, para justificar la magnitud de la venganza posterior de los rebeldes, el periódico de derechas, La Unión, elevó el número de víctimas a 700. Los oficiales franquistas dieron parte de 154 muertos, mientras que fuentes más modernas y rigurosas cifran en 115 el número total de víctimas. Hubo torturas y mutilaciones, y se vio a mujeres bailando con los cadáveres. Se saquearon numerosas viviendas y se quemaron 45. Se destruyeron siete iglesias y se asesinó a 10 curas, aunque 3 salvaron la vida por haber demostrado sus simpatías con la difícil situación de los trabajadores. Dos equipos vestidos con sotanas jugaron al fútbol con la cabeza de una estatua de la Virgen María. Por otra parte, se constituyó un comité revolucionario para la distribución equitativa de alimentos[100].
Una semana más tarde, el 1 de agosto, una numerosa columna (más de 1200 hombres según Queipo de Llano) integrada por la Legión Extranjera, tropas regulares, requetés y falangistas llegó de Sevilla bajo el mando conjunto de Castejón y el comandante Haro Lumbreras, seguida de otros destacamentos liderados por Ramón de Carranza y el comandante Rafael Corrales Romero. A pesar de la feroz resistencia que opusieron los vecinos, los rebeldes no tardaron en tomar el pueblo, con ayuda de la artillería y los refuerzos aéreos. Previamente se había lanzado el mensaje de que, por cada víctima de derechas, 100 rojos perderían la vida. Al comprenderse la magnitud de los ataques, muchos de los que defendían el pueblo trataron de huir a Málaga. La columna de Corrales se desplegó, según Castejón, «para contener la desbandada del enemigo y aumentar las proporciones del castigo». En cuanto a sus propios efectivos, dijo: «Y luego, ya dentro de la ciudad, se castigó de firme».
La matanza fue indiscriminada, a pesar de que muchas de las víctimas no tenían ninguna vinculación política y solo se limitaban a huir del terror. Sacaron a los hombres de sus casas para torturarlos y fusilarlos, y a las mujeres las violaron antes de pasarlas por las armas. El número de muertos se elevó a 501 ese primer día. Castejón regresó a Sevilla a última hora de la tarde del 1 de agosto, dejando la «operación de limpieza» en manos de Corrales. El castigo se cobró la vida de muchos que ni siquiera eran izquierdistas, entre ellos varios médicos y abogados. Al presidente de la Cruz Roja lo fusilaron «por haber dado medicinas a los rojos». Esa noche, Queipo de Llano elogió a Castejón en su discurso, diciendo: «El castigo ha sido duro, pero no todo lo duro que debiera de ser y que será». Según las investigaciones de Francisco Moreno Gómez, al menos otras 1000 perdieron la vida en el curso de los meses siguientes. Hubo numerosas ejecuciones extrajudiciales y pequeños actos de venganza contra los trabajadores que se habían enfrentado con los patronos en los años precedentes[101].
El 3 de agosto, Franco ordenó a Castejón que se sumara al avance de las tropas que marchaban hacia Madrid procediendo a la «limpieza» de los pueblos que encontraban en el camino. Las operaciones de limpieza adicionales en la provincia de Sevilla siguieron en manos de Ramón de Carranza y el comandante Francisco Buiza Fernández-Palacios, a cuya nueva columna se incorporaron las fuerzas de Carranza. El destacamento partió el 7 de agosto desde la capital sevillana en dirección nordeste, compuesto de legionarios, infantería, artillería e ingenieros, guardias de asalto, requetés y falangistas, hasta un total de 1200 efectivos. Su primer objetivo era Lora del Río, una localidad relativamente tranquila donde el grueso de los trabajadores eran socialistas, y el alcalde, el moderado Pedro Sosa Trigo, pertenecía a Unión Republicana. El capitán de la Guardia Civil, Martín Calero Zurita, junto con sus hombres, el párroco local (el arcipreste Francisco Arias Rivas) y alrededor de 80 miembros de la derecha habían recibido con entusiasmo las noticias del alzamiento militar. El 19 de julio se armaron y se atrincheraron en el cuartel de la Guardia Civil, al tiempo que la izquierda formaba un Comité de Enlace constituido por dos miembros del PSOE, dos de Izquierda Republicana y dos de Unión Republicana. El comité se ocupó de requisar los alimentos para distribuirlos entre la población. Había carne en abundancia, puesto que se autorizó el sacrificio de los toros de lidia que se criaban en las dehesas del pueblo. En los tres días siguientes, el capitán Calero Zurita recorrió el pueblo a diario, a la cabeza de un desfile de miembros de la derecha, para leer un bando en favor del alzamiento militar. Con el fin de evitar un derramamiento de sangre, el alcalde ordenó a los rebeldes que desistieran de salir a la calle, pero estos desoyeron sus advertencias, y el 22 de julio, cuando volvieron a recorrer las calles, el Comité de Enlace los estaba esperando para enfrentarse a ellos. Cuatro rebeldes heridos se atrincheraron en la casa cuartel de la Guardia Civil, para rendirse a continuación ante el asedio popular pese a las iracundas protestas de Calero Zurita, que fue fusilado en el acto. Al día siguiente se registraron las casas de las familias de derechas y se detuvo a la mayoría de sus ocupantes, se confiscaron formalmente los fondos de los bancos locales y se pusieron a buen recaudo los objetos de valor de las iglesias, pese a lo cual no fue posible impedir algunos robos flagrantes. El 1 de agosto, un numeroso grupo de miembros de la CNT llegó de Constantina y, con la oposición del Comité de Enlace, empezó a fusilar a los detenidos. En los cuatro días siguientes ejecutaron a 90 derechistas, entre los que figuraba el padre Arias Rivas, su coadjutor, 5 falangistas y 20 guardias civiles. Muchos habían respaldado activamente el alzamiento militar; otros eran solamente personas de derechas que se habían granjeado la enemistad de los trabajadores[102].
El 7 de agosto comenzaron los bombardeos aéreos y las cargas de artillería contra el pueblo, que cayó al día siguiente sin ofrecer resistencia al ser ocupado por la columna de Buiza. Muchos vecinos huyeron. Según refiere el diario ABC, «las tropas salvadoras hicieron en Lora ejemplar justicia». El capitán de Caballería, el carlista Carlos Mencos López quedó a cargo de la «pacificación». Fue entonces cuando se inició el saqueo sistemático que precedió a la confiscación masiva de los bienes y las propiedades de los republicanos. Los fusilamientos en venganza por las ejecuciones llevadas a cabo por los anarquistas antes de la rendición del pueblo se realizaron inicialmente sobre la base de simples denuncias. Más tarde se celebraron algunos «juicios» con el testimonio de los familiares de las víctimas. El 10 de agosto llegó la columna de Ramón de Carranza. Según el relato de un testigo presencial, el capitán Mencos López, sumaba a sus pretensiones nobiliarias una ignorancia y una brutalidad desmedidas. Hasta 300 trabajadores, entre ellos algunas mujeres, fueron «juzgados» sin defensa, bajo acusaciones que iban desde haber ondeado una bandera republicana en el balcón de su casa hasta haber expresado públicamente su admiración por Roosevelt. A los criados los acusaron de criticar a sus amos. Todos fueron declarados culpables. En los días siguientes, con el único camión que había en el pueblo se los llevaron al cementerio de las afueras para fusilarlos a todos. Entre las víctimas había dos muchachas embarazadas. Las primeras ejecuciones se celebraron con una orgía de alcohol proporcionado por los vinicultores de Cádiz. A las recién viudas las usaban para satisfacer «los excesos sexuales de aquella colectividad sin mujeres [los africanistas] que los señoritos conservadores iniciaban»[103].
Juan Manuel Lozano Nieto, hijo de uno de los asesinados por los militares sublevados, que no había participado en las atrocidades cometidas por la izquierda, se ordenó sacerdote más tarde. Setenta años después de lo ocurrido en Lora, Lozano Nieto escribió una crónica objetiva y mesurada de los sucesos. Su libro se propone explicar las raíces de la violencia entre aquellos que no buscaban simple venganza por la ejecución de un familiar. Muchos de los que tomaron parte en los crímenes contra la izquierda lo hicieron solo para salvarse; otros, de clase media baja, buscaban diferenciarse de los campesinos sin tierra; y tampoco faltaron los que vieron la posibilidad de enriquecerse con las propiedades de sus víctimas. Se produjeron robos en los comercios o en las fincas ganaderas de los republicanos adinerados, además del saqueo de la ropa y los enseres domésticos de los más humildes. Y hubo también simples degenerados que mataban por dinero, por alcohol o por gratificación sexual[104]. De acuerdo con la desapasionada crónica de Lozano Nieto, entre 600 y 1000 personas fueron asesinadas en Lora, incluidos jóvenes, viejos, mujeres y niños. A algunas familias las eliminaron por completo y a otras las dejaron sin medios de subsistencia. Muchos niños quedaron huérfanos y muchas mujeres sufrieron abusos y humillaciones, como el habitual rapado de cabeza tan del gusto de los rebeldes, que solo dejaban un mechón de pelo para atar un lazo con los colores monárquicos[105].
El 5 de agosto, la sección de Carranza incorporada a la columna de Buiza tomó el pueblo de El Pedroso, donde los crímenes de los rojos habían consistido en confiscar los alimentos, bailar con la estatua de la Virgen María y romper una pierna del Niño Jesús[106]. Ese mismo día, los hombres de Buiza lanzaron sin éxito un desganado ataque contra Cazalla de la Sierra que provocó la matanza de 41 prisioneros de derechas[107]. El 10 de agosto, mejor preparada esta vez, la columna de Buiza salió de El Pedroso acompañada por un organillo en dirección a Constantina. Aunque solo tenían que recorrer 15 kilómetros, el avance fue lento, al encontrarse los puentes destruidos por las milicias de la izquierda local. Finalmente llegaron a su destino al amanecer del 11 de agosto y lanzaron una descarga de artillería contra la población, que se rindió sin oponer resistencia. La venganza de los rebeldes por el asesinato de 102 derechistas que habían apoyado el golpe se cobró la vida de 300 vecinos, mientras otros 3000 abandonaban el pueblo[108].
Antes del amanecer del 12 de agosto, la columna siguió su avance hacia el norte con la intención de lanzar un segundo ataque para tomar Cazalla de la Sierra, un municipio con una larga crónica de odios sociales que, desde el 18 de julio, se hallaba en manos de la izquierda. El Comité Revolucionario, dominado por una mayoría anarquista, se incautó de las armas que había reunido la derecha en el pueblo para secundar el alzamiento militar. El alcalde moderado de Unión Republicana, Manuel Martín de la Portilla, trató de preservar la calma con ayuda de los concejales socialistas, pero los anarquistas se impusieron, saquearon y quemaron la iglesia y, el 22 de julio, asaltaron el cuartel de la Guardia Civil: 22 guardias civiles se rindieron y fueron detenidos. Posteriormente se requisaron alimentos para distribuirlos entre la población. La noche del 18 de julio, el Comité Revolucionario había detenido a más de 100 derechistas, pero el alcalde intervino para que liberaran de inmediato a la mitad. Al resto de los prisioneros, 41 civiles y 23 guardias civiles, los fusilaron en la madrugada del 5 al 6 de agosto, en venganza por el primer ataque de Buiza[109]. En esta segunda ocasión, las tropas rebeldes bombardearon el pueblo con fuego de artillería, al tiempo que la llegada de la fuerza aérea sembraba el pánico entre los vecinos, que corrieron a refugiarse en los campos. Un tribunal compuesto por miembros de la columna y representantes de la derecha local se ocupó de juzgar a los que se tenía por responsables de los crímenes. En el curso de las semanas siguientes, 76 vecinos fueron fusilados, entre ellos varias mujeres[110].
El desprecio casi racista de los terratenientes andaluces por sus campesinos arraigó con fuerza entre los oficiales africanistas. Las órdenes secretas de Mola ya señalaban claramente al proletariado como «enemigo» de España. La arbitrariedad y el poder que el alto mando africanista se arrogaba sobre los marroquíes no se diferenciaba mucho de las prácticas feudales que los señoritos se creían con derecho a cultivar. Una sencilla comunión de intereses permitió equiparar al proletariado con los súbditos de las colonias. Ya antes de 1936 se habían establecido paralelismos explícitos entre la izquierda española y las tribus del Rif, y ahora, los «crímenes» de los rojos al resistirse al alzamiento militar se consideraban equiparables a los de las tribus marroquíes que en 1921 masacraron a las tropas españolas en la batalla de Annual. El papel desempeñado por las columnas africanas en 1936 fue el mismo que el que desempeñaron los regulares y los legionarios para liberar Melilla en 1921[111].
La estrecha relación que existía entre los propietarios de las tierras y sus salvadores militares se puso de manifiesto cuando Queipo de Llano solicitó a Rafael Medina que recaudara fondos para la causa rebelde. Tras largos meses de quejas desesperadas por la ruina de la agricultura, como consecuencia de las reformas republicanas, cabía esperar que los esfuerzos de Medina en este sentido no fueran fáciles. El primer día recaudó un millón de pesetas entre los exportadores de aceituna de Alcalá de Guadaira. Ese mismo día, en Dos Hermanas, un propietario le preguntó en qué se emplearía el dinero. Medina dijo que confiaban en poder comprar un avión y el terrateniente quiso saber cuánto costaría eso. Medina contestó que «sobre un millón de pesetas». El latifundista le extendió en el acto un cheque por esa cantidad[112]. En los días que siguieron al alzamiento, los señoritos rurales podían permitirse el lujo de formar y financiar sus propias milicias, como las columnas de Ramón de Carranza y de los hermanos Mora Figueroa.
Poco después, las diversas unidades se constituyeron formalmente como una especie de caballería, popularmente llamada Policía Montada de Voluntarios, compuesta por los amos y sus empleados expertos en la cría y el adiestramiento ecuestre: «Se incorporaron a ella todos los caballistas, garrochistas, rejoneadores, domadores de caballos». Estas unidades contaban con jacas de polo. Como si practicaran un deporte o salieran de cacería, desarrollaron una campaña sistemática contra la izquierda en toda Andalucía y Extremadura. En la localidad cordobesa de Lucena, con el propósito de «defender las fincas», los propietarios rurales fundaron el Escuadrón de Caballistas Aracelitanos y ayudaron a la Guardia Civil en la captura de izquierdistas escondidos en los campos. El grupo era famoso por su crueldad, sus actos de pillaje y sus numerosos delitos sexuales, de ahí que se le bautizara popularmente como el «Escuadrón de la Muerte». En septiembre de 1936, los rebeldes cruzaron el puente de hierro sobre el río Genil cerca de Encinas Reales (Córdoba) y entraron en Cuevas de San Marcos (Málaga). En ambos casos rodearon y fusilaron a los vecinos que, por puro miedo, habían huido a los campos. El escuadrón regresaba a Lucena de estas expediciones con camiones cargados de muebles, ropa de cama, máquinas de coser, libros, relojes y otros enseres domésticos[113].
Los caciques y el Ejército podían contar con la ayuda de un numeroso grupo social para sus actividades represivas. Los ricos proporcionaban dinero y armas, y no faltaban voluntarios para hacer el trabajo sucio. Todos ellos formaban un conjunto heterogéneo, entre los que denunciaban a sus vecinos y los que salían en busca de izquierdistas para asesinar, violar, torturar e interrogar. Algunos eran los terratenientes o empresarios locales más jóvenes, algunos eran sus hijos.
Los empresarios y propietarios de fincas organizaban las bandas a las que se sumaban individuos de cualquier clase social que buscaban borrar un pasado dudoso manifestando su entusiasmo por la carnicería. Otros simplemente disfrutaban de la ocasión de matar y violar sin obstáculos, y algunos aprovechaban la oportunidad para robar o comprar por dos duros las codiciadas propiedades de sus vecinos. Había también cómplices silenciosos que observaban con deleite o con espanto. En este escenario de corrupción moral generalizada y cada vez más asfixiante, legitimado por los curas en sus sermones, se sentaron las bases del terror.
En las zonas sometidas a la jurisdicción de Queipo de Llano, la represión se intensificó sin tregua. El 18 de julio, Córdoba cayó en cuestión de unas horas en manos del mando militar de la ciudad, el coronel de Artillería Ciriaco Cascajo Ruiz, con el apoyo decisivo de la Guardia Civil[114]. A diferencia de la pauta de represión inmediata seguida en otros lugares donde la resistencia había sido escasa, el terror tardó algo más en empezar. Un grupo de falangistas cordobeses, aislados en una provincia que permanecía leal a la República, fue a Sevilla en busca de armas. Queipo de Llano preguntó al líder del grupo, Cruz Conde, a cuántos habían matado en Córdoba, y cuando este respondió que a ninguno, un Queipo iracundo vociferó: «¡Pues no habrá más armas para vosotros hasta que hayáis matado a un par de cientos!». Acto seguido, envió al comandante de la Guardia Civil Bruno Ibáñez con instrucciones de organizar el terror en la provincia cordobesa.
En menos de una semana, Ibáñez había detenido a 109 personas que figuraban en las listas facilitadas por el clero y los terratenientes, y pocos días después comenzaron los fusilamientos en los caminos y en los olivares. «El sótano de la sede de la Falange, donde se encerró a los prisioneros, estaba hinchado como un globo por la tarde y vacío por la mañana. Todos los días había ejecuciones en el cementerio y en las carreteras que salían de la ciudad». Un joven abogado falangista, Luis Mérida, describe así la presencia de Bruno Ibáñez en una corrida de toros: «La gente se estremeció al verlo en la plaza. Se habrían incrustado en las paredes, de haber podido, con tal de apartarse de su camino. Estaban todos electrizados de terror. Don Bruno podría haber fusilado a todos los habitantes de Córdoba, puesto que llegó a la ciudad con carta blanca. Se decía que los rojos habían eliminado a toda su familia en un pueblo de La Mancha. Tanto si era cierto como si no, Ibáñez era un hombre amargado y lleno de prejuicios». Ibáñez organizó la quema de libros e impuso un programa de películas religiosas y documentales nazis en los cines[115]. Se calcula que 9652 personas fueron asesinadas en la provincia de Córdoba durante la guerra. El ambiente que se vivió en toda la provincia puede deducirse de una nota difundida por Bruno Ibáñez el 1 de octubre de 1936, en la que decía: «Los que huyen se acusan a sí mismos»[116].
Antes de la visita de Queipo de Llano a la capital cordobesa, el 5 de agosto, el ritmo de ejecuciones diarias ordenadas por el coronel Cascajo era aproximadamente de cinco. Las autoridades municipales y los líderes republicanos que se refugiaron en la sede del gobierno civil fueron asesinados. Entre las víctimas se contaron además cinco parlamentarios —Antonio Acuña Carballar (PSOE, Málaga), Antonio Bujalance López (PSOE, Córdoba), Bautista Garcés Granell (PCE, Córdoba) y Luis Dorado Luque (PSOE, Málaga)— y el sobrino de Manuel Azaña, Gregorio Azaña Cuevas, que era fiscal de la Audiencia Provincial. Azaña Cuevas tenía previsto acudir a una reunión en la que iba a discutirse el estatuto de autonomía propuesto para Andalucía, en compañía de otro de los detenidos, Joaquín García Hidalgo Villanueva, un periodista masón que había sido diputado socialista entre 1931 y 1933. García Hidalgo, que era diabético, fue encerrado en prisión, torturado y obligado a tomar azúcar. Murió de un coma diabético el 28 de julio. Tras la visita de Queipo de Llano, el ritmo de las ejecuciones se aceleró notablemente. Los últimos republicanos que seguían refugiados en el gobierno civil eran el alcalde socialista, Manuel Sánchez Badajoz, varios concejales y un diputado socialista y médico muy querido, Vicente Martín Romera. A todos se los llevaron al amanecer del 7 de agosto y los fusilaron a la luz de los faros de los coches junto a otros 7 detenidos. En cuestión de pocos días, cuando se alcanzó la época más calurosa del verano, los cadáveres abandonados en las calles provocaron una pequeña epidemia de tifus[117]. El mismo día 7 fusilaron en Lucena a 6 jóvenes comunistas. El 19 de agosto perdieron la vida otros 25. Un total de 118 hombres y 5 mujeres fueron ejecutados en esta pequeña localidad[118].
Inicialmente, las columnas rebeldes de cada provincia andaluza se dedicaron a ocupar los pueblos y ciudades que elegían no tanto por criterios militares como por el deseo de los terratenientes de liberar sus fincas ocupadas por la izquierda. A principios de agosto, con el objetivo de diseñar las operaciones de acuerdo con una visión más estratégica, se centralizó el control de las columnas y se encomendó al general Varela la toma de los numerosos municipios cordobeses que aún seguían en manos de los republicanos.
Poco antes los rebeldes habían cometido una de sus mayores atrocidades en Baena, una localidad encaramada en un monte al sudeste de Córdoba, camino de Granada. En la primavera de 1936, igual que en fechas anteriores, reinaba en Baena un ambiente de intensos odios sociales entre campesinos y terratenientes. Los propietarios de las fincas habían desobedecido sistemáticamente la legislación laboral republicana, contratando mano de obra barata fuera del pueblo y pagando salarios de miseria. El 10 de julio, Manuel Cubillo Jiménez, un abogado que desempeñaba las funciones de secretario de la asociación de los propietarios de fincas rústicas, el llamado Círculo de Labradores, organizó una expedición a la capital de la provincia para protestar por las bases de trabajo, acompañado por un grupo de 200 terratenientes. Entretanto, el comandante del puesto de la Guardia Civil, el teniente Pascual Sánchez Ramírez, antiguo miembro de la Legión Extranjera, se encargó de armar a los patronos y proteger a los falangistas por el procedimiento de otorgarles oficialmente el estatuto de «guardias jurados». El Círculo de Labradores ya había recaudado un importante arsenal de armas y munición en previsión del alzamiento, con la colaboración de Sánchez Ramírez y otros guardias civiles. Consciente de lo que se avecinaba, Sánchez Ramírez envió a su familia a Ceuta. La noche del 18 de julio se hizo con el control de la casa del pueblo y, a la mañana siguiente, emitió un bando de guerra para ocupar a continuación el ayuntamiento, la central telefónica y otros edificios estratégicos.
La CNT, el sindicato mayoritario en la zona, convocó una huelga y un grupo numeroso de braceros armados con hachuelas, hoces, palos y algunas escopetas avanzaron sobre la población. Un grupo de guardias civiles y voluntarios de derechas los dispersó inicialmente en un lugar llamado Coscujo, situado en las afueras del pueblo. Los enfrentamientos se saldaron con un guardia civil y 11 trabajadores muertos. Al día siguiente, 20 de julio, los trabajadores volvieron y encontraron el centro del pueblo defendido por unos 200 guardias civiles, falangistas y terratenientes estratégicamente distribuidos en los edificios desde los que se dominaba el pueblo. Parte de los rebeldes se encerraron en el ayuntamiento con un grupo de rehenes, entre los que había una mujer en avanzado estado de gestación, y amenazaron con matarlos a todos. Los trabajadores cortaron el suministro de agua, de luz y de alimentos. Tras hacerse con el control de la ciudad, los anarquistas declararon el comunismo libertario, abolieron el dinero, requisaron la comida y las joyas y dieron los primeros pasos hacia la propiedad colectiva de las tierras. Se repartieron cupones entre la población para distribuir los alimentos. El Comité Revolucionario encerró a los miembros destacados de la burguesía en el cercano asilo de San Francisco y ordenó que no se les hiciera ningún daño. Una iglesia y un convento donde se habían establecido los rebeldes sufrieron importantes destrozos en el curso de los combates, y el párroco resultó muerto. Hubo otros casos de venganzas personales por asuntos pendientes, y se estima que 11 personas de derechas fueron asesinadas antes de que el pueblo cayera en manos de los militares sublevados. Sánchez Ramírez rechazó las propuestas de tregua, por temor a que la rendición condujera a su propia muerte y a la de sus hombres[119].
El 28 de julio, cuando los defensores se hallaban al límite de su capacidad de resistencia, una columna rebelde partió de Córdoba a las órdenes de Eduardo Sáenz de Buruaga, integrada por unidades de Infantería, guardias de asalto, guardias civiles, legionarios y regulares provistos de artillería y ametralladoras. Los trabajadores, que apenas tenían armas de fuego, no pudieron oponer resistencia, y la columna tomó Baena calle por calle, sin contabilizar más de cuatro heridos entre sus filas. Los regulares lideraron el ataque y se lanzaron a la matanza y el saqueo indiscriminados. A los supervivientes que encontraban en las calles o en las casas los rodeaban y los llevaban a la plaza del pueblo. El informe oficial que la Guardia Civil ofreció de los sucesos en Baena reconocía que «bastaba la más leve acusación por parte de un defensor para que se disparara contra el acusado». Sáenz de Buruaga se quedó tranquilamente en un café con uno de sus oficiales, Félix Moreno de la Cova, hijo de un rico terrateniente de Palma del Río, mientras Sánchez Ramírez, cegado por la ira, organizaba una masacre a la altura de su formación y sus instintos africanistas. En primer lugar, mató a los cinco rehenes varones detenidos en el ayuntamiento. A continuación, obligó a los demás prisioneros —muchos de los cuales no tenían nada que ver con la CNT y tampoco habían participado en los incidentes de la semana anterior— a tumbarse boca abajo en el suelo de la plaza. Completamente fuera de sí, él mismo se encargó de ejecutar a la mayoría mientras los columnistas, con ayuda de los miembros de la derecha local, iban trayendo a la plaza más detenidos para sustituir a los ejecutados.
El diario ABC se refirió a estas matanzas como «un castigo ejemplar aplicado a todos los individuos directivos» y «el rigor de la ley» aplicado a todo el que se hallara en posesión de armas. El comentario del periódico terminaba diciendo: «Es seguro que el pueblo de Baena no olvidará nunca ni el cuadro de horror con tantos asesinatos allí cometidos, ni tampoco la actuación de la fuerza llegada al mismo». A pesar de estos comentarios, las tropas de Sáenz de Buruaga no capturaron a ningún sindicalista ni vecino armado, puesto que la mayoría se habían refugiado en el asilo de San Francisco, donde tenían encerrados a los prisioneros de derechas. Los «tantos asesinatos» fueron en buena parte consecuencia de la irresponsabilidad de Sáenz de Buruaga, que se quedó tomando un refresco mientras el teniente Sánchez Ramírez dirigía la masacre.
Los numerosos izquierdistas que abarrotaban el asilo utilizaron a los rehenes como escudos humanos con la esperanza de disuadir así a los asaltantes. No lo lograron, y muchos murieron junto a las ventanas, alcanzados por las balas de los rebeldes, pues solo ellos contaban con armas de fuego. Aunque muchos anarquistas habían huido, algunos se quedaron hasta el último momento para acabar con los rehenes que quedaban con vida, en venganza por las ejecuciones en la plaza. En total asesinaron a 81 rehenes. La creencia más extendida entre la burguesía local era que los rehenes habrían sobrevivido si Sánchez Ramírez no hubiera perpetrado aquella matanza. Pese a todo, el hallazgo de los cadáveres en el asilo desencadenó otra oleada de venganza indiscriminada de la que ni siquiera escaparon algunos derechistas. Los sublevados fusilaron en masa a todos los prisioneros de izquierdas, entre ellos a un niño de ocho años[120]. El 5 de agosto, cuando la columna de Sáenz de Buruaga ya se había marchado a Córdoba, un grupo de milicianos atacó Baena sin éxito alguno. Este nuevo incidente intensificó el ritmo de las ejecuciones en el pueblo[121].
La noche del 31 de julio, Queipo de Llano se sintió en la obligación de justificar la represión en su habitual discurso radiofónico, refiriéndose a «verdaderos horrores, crímenes monstruosos que no se pueden citar por no desprestigiar a nuestro pueblo, y produjeron, después de ser tomada Baena, el castigo que es natural cuando las tropas están poseídas de la indignación que producen esos crímenes. Baste decir que se encontraron varios niños colgados de las ventanas por los pies»[122]. Dos meses más tarde, la burguesía local organizó una ceremonia en la que Sáenz de Buruaga impuso a Sánchez Ramírez la medalla militar en la plaza del pueblo, todavía manchada de sangre. Es probable que en el lapso de los cinco meses siguientes, alrededor de 700 personas fueran asesinadas por Sánchez Ramírez y Sáenz de Buruaga, bien directamente, bien por órdenes suyas o del hombre al que nombraron juez militar. Se trataba del terrateniente Manuel Cubillo Jiménez, cuya mujer y cuyos tres hijos habían muerto por los disparos de las tropas de Sáenz de Buruaga durante el ataque al asilo. Su ansia de venganza garantizó una represión implacable. Además de los que lograron escapar de la matanza, otros habían huido a la provincia de Jaén, bajo control de los republicanos. A las mujeres que quedaban en el pueblo las sometieron a diversas modalidades de humillaciones y abusos sexuales: las violaron, les afeitaron la cabeza y las obligaron a beber aceite de ricino. Alrededor de 600 niños, algunos menores de tres años, quedaron huérfanos y abandonados a su suerte[123].
Los sucesos de Baena encajan a la perfección en la concepción global que animaba el alzamiento militar. Así lo expresó con mucha elocuencia José María Pemán: «Esta contienda magnífica que desangra España … se realiza en un plano de absoluto sobrenaturalismo y maravilla … Los incendios de Irún, de Guernica, de Lequeitio, de Málaga o de Baena, son como quema de rastrojos para dejar abonada la tierra de la cosecha nueva. Vamos a tener, españoles, tierra lisa y llana para llenarla alegremente de piedras imperiales»[124].
Cuando Varela asumió el control de las columnas que operaban en el frente cordobés bajo el mando de Queipo de Llano, se anunció que, con el fin de coordinar los objetivos tácticos, ningún destacamento podría en lo sucesivo actuar por su propia iniciativa, pese a lo cual las columnas continuaron desarrollando su actividad de acuerdo con los prejuicios y los intereses de los terratenientes. Uno de los primeros objetivos de Varela era la liberación de Granada, que seguía aislada y sitiada por las tropas gubernamentales. El 18 de agosto, cumplida esta misión, Varela se centró en la ocupación total de Sevilla y Cádiz antes de lanzar un ataque contra Málaga. La localidad de Ronda se convirtió así en un escalón intermedio de la máxima importancia estratégica. Entre el 6 y el 8 de agosto, los anarquistas desbarataron una primera tentativa por parte de las tropas rebeldes de tomar Castro del Río con artillería y refuerzo de la aviación[125]. Entre los hombres de Varela figuraban, significativamente, el torero y terrateniente falangista Pepe el Algabeño, el rejoneador Antonio Cañero y el latifundista Eduardo Sotomayor. Los criadores de toros bravos despreciaban profundamente a los jornaleros por reclamar los pastos para sembrar sus cosechas. Entre estos ganaderos había varios toreros retirados que, tras su éxito en el ruedo, compraron tierras y se dedicaron a la cría de toros de lidia. En general, todos ellos defendieron con entusiasmo el golpe militar, tal como hizo «Bombita» en la localidad sevillana de Valencina. Otros se incorporaron a la columna que llegó a conocerse como la Policía Montada de Andalucía, al mando de Pepe el Algabeño por designación de Queipo de Llano[126].
El celo con que los latifundistas acometieron la brutal represión de los campesinos terminó por afectar a la capacidad productiva de las explotaciones agrarias. Las autoridades militares, preocupadas por la situación, lanzaron un llamamiento para que se dejase con vida a un número de trabajadores suficiente, a fin de garantizar la producción agrícola: «La peculiar organización de los pueblos andaluces hacía que en un pueblo de 20 000 habitantes [existieran] 20 o 30 terratenientes, 200 o 300 tenderos o comerciantes y 15 000 braceros sin más capital que sus brazos, todos asociados a organismos del Frente Popular. Cuando ellos dominan pueden fusilar a los dos primeros grupos y quedarse solos; en cambio los dos primeros grupos no pueden fusilar al tercero por su enorme número y por las desastrosas consecuencias que acarrearía»[127].
El 18 de agosto se habían conquistado la mayoría de las ciudades y pueblos de Cádiz. El exhaustivo informe de la franquista «Causa General» concluía que, en las zonas que quedaron en poder de los republicanos tras el golpe militar del 18 de julio, 98 personas habían perdido la vida, en su mayoría como respuesta a los actos de violencia cometidos por la derecha en otros municipios[128]. Este dato no se corresponde con la magnitud de la represión llevada a cabo por el bando nacional en la provincia. Aunque las investigaciones siguen sin ser completas, diversos trabajos realizados hasta mayo de 2005 apuntan un total de 3012 víctimas de los insurrectos, con nombres y apellidos. Hubo ejecuciones en todos los pueblos de Cádiz, tanto si en ellos se habían producido muertes a manos de los republicanos como si no. Las ejecuciones se centraron principalmente en los que desempeñaban alguna función en las instituciones republicanas, los partidos políticos y sindicatos de izquierdas, o que simplemente simpatizaban con las ideas republicanas. Todo el que hubiera participado en alguna huelga durante los diez años anteriores era una víctima en potencia[129].
Con Cádiz ya enteramente en manos franquistas, los hombres de Manuel de Mora-Figueroa se unieron a los de su hermano José, y la columna fusionada comenzó las incursiones en la provincia de Málaga. El Tercio Mora-Figueroa avanzó hacia la Serranía de Ronda, conquistando a su paso Cortes de la Frontera, Gaucín, Júzcar, Alpandeira, Faraján, Cartajima y Parauta antes de llegar a la propia Ronda, donde la represión de los anarquistas, liderados por un personaje conocido como «El Gitano» había sido implacable. En un primer momento, el comité de la CNT logró mantener cierto grado de orden, lo que no impidió el saqueo de iglesias y la destrucción de imágenes religiosas. Sin embargo, pronto aumentaron los asesinatos perpetrados por elementos incontrolados, tanto locales como llegados de Málaga. La afirmación de que se había asesinado a un gran número de prisioneros, arrojándolos al barranco que bordea la ciudad, carecía de todo fundamento. En cualquier caso, a muchos derechistas los fusilaron en el cementerio. Según fuentes franquistas, las víctimas del terror rojo en Ronda y en los municipios vecinos de Gaucín y Arriate se elevaron a 600. El 16 de septiembre, Varela tomó el pueblo, los defensores huyeron y las tropas de ocupación no sufrieron más de tres bajas. Sus hombres abordaron e interrogaron a todos los que se encontraban en la calle, y a muchos los fusilaron. Más de la mitad de la población huyó a Málaga[130]. Los que se quedaron para oponerse a los ocupantes fueron sometidos a una sangrienta represión y despojados de sus bienes[131].
Mora-Figueroa estableció su cuartel general en Ronda, donde se le sumó un grupo de señoritos de Sanlúcar liderados por otro vástago de una familia vinícola, Pedro Barbadillo Rodríguez. Desde allí fueron tomando uno tras otro los pueblos de los alrededores y regresando con los prisioneros a su base de operaciones para ejecutarlos. El Tercio Mora-Figueroa, que para entonces había crecido sustancialmente, participó más tarde en los ataques a Málaga, en febrero de 1937; en la toma de las zonas de Córdoba que seguían bajo control republicano; en el asalto de La Serena, en la mitad oriental de Badajoz, y en la ocupación de Castuera[132].
Muchos hombres, temiendo por sus vidas, huyeron de la represión en Andalucía occidental y buscaron refugio en el monte, donde subsistían robando ganado y asaltando las cosechas. Las patrullas montadas de la Guardia Civil, con ayuda de los falangistas de la columna de Mora-Figueroa, dedicaron un tiempo considerable a darles caza y abatirlos, principalmente después de la caída de Málaga[133].
Queipo de Llano encomendó la supervisión «legal» de la represión en toda Andalucía y Extremadura al auditor militar Francisco Bohórquez Vecina. El 28 de mayo de 1937, el fiscal de la Audiencia Provincial de Cádiz, Felipe Rodríguez Franco, envió al general Varela una serie de quejas en las que retrataba crudamente el comportamiento profundamente arbitrario de Bohórquez. Rodríguez Franco fue destituido por desoír las órdenes ilegales dictadas por Bohórquez a los miembros de los Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia. El fiscal alegó que Bohórquez
sentó el principio de que todos los Apoderados e Interventores del Frente Popular en las llamadas elecciones de 1936, tenían que ser procesados, determinándose en el acto del juicio oral, por la impresión que en el Tribunal produjese la cara de los procesados, quiénes debían ser condenados y quiénes absueltos; todos los Milicianos rojos también, como regla general, debían ser procesados y fusilados … indicó el porcentaje aproximado que debía conseguirse entre las distintas penas que dictara el Consejo, y llegó a determinar, apriorísticamente, el valor de la prueba diciendo que bastaba con un solo testigo de cargo para condenar.
Varela acusó recibo de las protestas, pero se abstuvo de intervenir[134].
En Granada se vivía una situación muy distinta de la de Cádiz, Córdoba y Sevilla. El general Miguel Campins, comandante de la región militar, había tomado posesión del cargo el 11 de julio de 1936 y no participó en la conspiración. Permaneció leal a la República y se negó a declarar el estado de guerra, desobedeciendo así las órdenes de Queipo. Sin embargo, envió un telegrama a su amigo, el general Franco, bajo cuyo mando había sido subdirector de la Academia Militar de Zaragoza, para ponerse a sus órdenes. Campins fue detenido por oficiales rebeldes y acusado del fracaso del golpe militar en Jaén, Málaga y Almería, por su actitud vacilante. Queipo dijo de él, en uno de sus discursos, que si hubiera sido menos cobarde, se habría suicidado[135]. El 14 de agosto, Campins fue juzgado en Sevilla por «rebelión» y fusilado dos días más tarde. Al parecer Franco envió varias cartas en las que solicitaba clemencia para Campins, pero Queipo las rompió[136].
Mientras tanto, el centro principal de la resistencia, el barrio obrero del Albaicín, se rindió tras resistir los bombardeos y el fuego de artillería. Varela llegó a Loja el 18 de agosto, y retomó el contacto con Sevilla, mientras que Granada quedaba aislada por las fuerzas leales[137]. En el consiguiente clima de inseguridad, el nuevo gobernador civil intensificó la brutalidad de la represión, mientras la fuerza republicana lanzaba tibios ataques aéreos. El comandante José Valdés Guzmán, de cuarenta y cinco años, era un africanista profundamente reaccionario, además de camisa vieja de la Falange. Las dolorosas secuelas de una herida grave que sufrió en la campaña de Marruecos, sumadas a los problemas intestinales crónicos, terminaron por fraguar su temperamento colérico. En 1931 lo destinaron a Granada en calidad de comisario de Guerra, cargo que, de hecho, lo convertía en jefe de la administración militar. Valdés albergaba un hondo desprecio por la izquierda granadina desde los sucesos ocurridos en la ciudad los días 9 y 10 de marzo. Una banda de falangistas armados habrían abierto fuego contra un grupo de trabajadores y sus familias, lo que provocó una huelga general unitaria de todos los sindicatos. La convocatoria estuvo marcada por graves incidentes violentos, como la quema de las sedes de la Falange y Acción Popular, el asalto y la destrucción de las oficinas del periódico de derechas, el Ideal, y el incendio de dos iglesias[138]. La derecha esperaba desde entonces el momento de cobrarse su venganza.
Con el nombramiento de Valdés proliferaron los asesinatos de médicos, abogados, escritores, artistas, maestros y, sobre todo, trabajadores. Buena parte del trabajo sucio quedó en manos de los falangistas recién reclutados o de grupos como las milicias «Españoles Patriotas» y «Defensa Armada», cuyo papel fue igualmente decisivo para la localización y la denuncia de los elementos sospechosos[139]. Una vez asegurado el control del centro de la ciudad, Valdés permitió que la facción falangista conocida como «Escuadra Negra» sembrara el pánico entre la población. Esta banda armada y liderada por destacados miembros de la derecha local se nutría de fanáticos convencidos, de matones a sueldo y de hombres ansiosos por ocultar un pasado de izquierdas, y su misión consistía en sacar a los izquierdistas de sus casas en plena noche y fusilarlos en el cementerio. Uno de sus cabecillas, el empresario Juan Luis Trescastro Medina, declaró que, cuando salía de expedición a los pueblos cercanos, iba preparado para «degollar hasta a los niños de pecho»[140]. Tras la caída de Loja, Queipo envió un contingente de Regulares a distintos pueblos de la provincia que participó en las atrocidades. En el curso de la guerra, más de 5000 civiles fueron fusilados en Granada, muchas veces en el cementerio. El guarda del cementerio se volvió loco, y el 4 de agosto lo ingresaron en un manicomio. Tres semanas más tarde, su sustituto abandonó la vivienda situada en las puertas del cementerio donde se había instalado con su familia, porque no podían soportar el llanto y los gritos de los moribundos. Muchos vecinos de los pueblos de las Alpujarras fueron enterrados en una fosa común en el barranco del Carrizal, en el municipio de Órgiva[141].
Una de las víctimas más celebres del terror de la derecha, no solo en Granada sino en toda España, fue el poeta Federico García Lorca. En años posteriores los franquistas afirmarían que Lorca había muerto en una pelea privada de signo apolítico, relacionada con su homosexualidad. Lorca no tenía nada de apolítico. En una ciudad ultrarreaccionaria como Granada, su condición de homosexual lo llevó a desarrollar un sentimiento de aislamiento que despertó sus simpatías por los que vivían en los márgenes de la sociedad respetable. En 1934 declaró: «Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada». Animado por una profunda conciencia social creó su compañía de teatro itinerante, La Barraca, firmó regularmente manifiestos antifascistas y colaboró con organizaciones como Ayuda Roja Internacional. Por todo ello se ganó el desprecio de la Falange y el resto de la derecha.
En su propia ciudad mantuvo una estrecha relación con los grupos de izquierda moderada. Sus ideas eran del dominio público, y los oligarcas granadinos estaban al corriente de su postura sobre la conquista católica de Granada en 1492, que Lorca calificaba de desastrosa. En abierto desacato de lo que constituía un principio esencial en el pensamiento de la derecha española, Lorca sostuvo que la conquista había destruido una civilización única para crear «una “tierra de chavico” donde se agita actualmente la peor burguesía de España». Recientes estudios han añadido otro elemento más de resentimiento hacia la figura de Lorca por el éxito de su padre, Federico García Rodríguez, que se había enriquecido comprando y vendiendo tierras en el término municipal de Asquerosa (rebautizado como Valderrubio), al noroeste de la provincia.
Con gran malestar de los demás terratenientes, Federico García Rodríguez pagaba bien a sus empleados, prestaba dinero a sus vecinos cuando corrían peligro de ver sus bienes ejecutados y hasta construía viviendas para sus trabajadores. La amistad de Fernando de los Ríos con la familia de García Lorca era otra de las razones para el resentimiento. Entre los adversarios políticos y económicos del poeta figuraban el abogado y empresario Juan Luis Trescastro Medina y el miembro de Acción Popular Horacio Roldán Quesada. Roldán Quesada quería casarse con Concha, hermana de Federico, pero ella prefirió a Manuel Fernández Montesinos, que se convirtió en alcalde de la ciudad. La hermana del propio Roldán se casó a su vez con uno de los principales colaboradores de Valdés, el capitán Antonio Fernández Sánchez[142].
Cuando la derecha comenzó la caza de «rojos», Lorca, que había vuelto de Madrid a Granada tras el inicio de la guerra porque allí se sentía más seguro, se refugió en casa de su amigo el poeta y falangista Luis Rosales. El 16 de agosto, la Guardia Civil se presentó en casa de la familia Rosales para llevarse a Lorca, acompañada del siniestro Ramón Ruiz Alonso, antiguo diputado de la CEDA por Granada, Juan Luis Trescastro Medina y Luis García-Alix Fernández, otro miembro de Acción Popular. Ruiz Alonso se había subido al carro de la Falange y albergaba rencores contra Lorca y los hermanos Rosales[143]. Por este motivo denunció absurdamente a Lorca ante Valdés, asegurando que era un espía ruso y que se comunicaba con Moscú mediante un equipo de radio de gran potencia. Valdés envió un mensaje a Queipo de Llano para pedirle instrucciones. La respuesta fue: «Dale café, mucho café»[144]. Federico García Lorca fue fusilado a las 4.45 horas de la madrugada del 18 de agosto de 1936, entre Alfacar y Víznar, al nordeste de Granada[145].
Trescastro alardeó más tarde de haber matado personalmente al poeta y también a la humanista Agustina González Blanco. «Estábamos hartos ya de maricones en Granada. A él por maricón y a ella por puta». Al día siguiente a la muerte del poeta, Trescastro entró en un bar y dijo: «Acabamos de matar a Federico García Lorca. Yo le metí dos tiros en el culo por maricón»[146]. Junto a Lorca asesinaron a un maestro de escuela discapacitado, Dióscoro Galindo, y a dos banderilleros anarquistas, Francisco Galadí Melgar y Joaquín Arcollas Cabezas. Antes del alzamiento militar los dos anarquistas habían estado vigilando las actividades de Valdés y posteriormente tuvieron un papel destacado en la defensa del Albaicín[147]. El cobarde asesinato de un gran poeta, igual que el del general Campins, leal a la República, no fueron más que una simple gota de agua en un océano de matanza política.
El banquero y abogado José María Bérriz Madrigal, un destacado miembro de la derecha quien apoyaba al golpe militar, escribió el 18 de agosto al director de su entidad bancaria, que se encontraba de vacaciones en Portugal: «El camino es vencer o morir matando a granujas … El ejército quiere extirpar la raíz de la mala planta que comía a España. Y creo que lo va a conseguir». Para ello tenían que eliminar a los «granujas que no trabajaron nunca en sus empresas … intelectuales, frescos, cursis y danzantes». El 22 de agosto escribió: «Siguen los fusilamientos, directivos de los sindicatos y dirigentes y maestros de pueblo y mediquillos de pueblos caen por docenas»[148]. Al día siguiente, con mucho menos entusiasmo, la baronesa de Zglinitzki, poetisa y novelista estadounidense y firme defensora de los militares rebeldes, comentó que las ejecuciones «aumentaban a un ritmo alarmante y repugnante para cualquier persona inteligente»[149].
Entre los intelectuales a los que Bérriz se refería en su carta figuraba el brillante periodista y director de El Defensor, Constantino Ruiz Carnero, quien en las páginas de su periódico había satirizado a Ruiz Alonso como trabajador honorario en pijama de seda que vivía rodeado de toda clase de lujos. Ruiz Carnero había sido alcalde de Granada por un brevísimo período de dos semanas tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1932[150]. Otros 7 exalcaldes republicanos de la capital granadina, junto con el regidor en ejercicio y cuñado de Lorca, Manuel Fernández-Montesinos, fueron igualmente fusilados en 1936. La misma suerte corrieron 10 catedráticos de la universidad, 5 de ellos por protestar contra los disturbios provocados por los falangistas. Entre ellos se encontraba el antiguo rector de la universidad, el brillante arabista de treinta y dos años Salvador Vila Hernández, íntimo amigo de Unamuno. Su detención en Salamanca, el 7 de octubre, fue la gota que colmó la paciencia de Unamuno y lo llevó a pronunciar su famoso: «Venceréis pero no convenceréis». La mujer de Vila, Gerda Leimdörfer, alemana y judía, fue detenida junto a su marido y trasladada a Granada. A él lo mataron el 22 de octubre, si bien la intervención de Manuel de Falla logró salvar la vida de ella después de ser bautizada por la fuerza. A los padres de Gerda Leimdörfer, refugiados judíos, los deportaron a la Alemania nazi. Un amigo de Vila y de Lorca, el arquitecto Alfonso Rodríguez Orgaz, se escondió para evitar ser detenido. Los falangistas se llevaron a su novia, Gretel Adler, con la intención de usarla como cebo. Al no dar resultado esta estratagema, la muchacha fue asesinada[151].
La burguesía local granadina consentía las atrocidades, por parecerle menos graves que las que, según se decía, estaban cometiendo los republicanos en otros lugares de España. Queipo de Llano se ocupaba de alimentar esta percepción con sus discursos radiofónicos. En ellos se informaba de las personas a las que se despeñaba por el barranco de Ronda; de los hombres a los que se empalaba vivos y se obligaba a presenciar cómo a sus mujeres y a sus hijas «primero las violaban y después las rociaban con gasolina y las quemaban»; de las monjas a las que se exhibía desnudas en los escaparates de los comercios de Antequera; de los sacerdotes a los que se abría en canal y se les llenaba el estómago de cal viva; de más monjas violadas y más curas torturados en las calles de Barcelona; de que en las costas de Málaga flotaban los cadáveres decapitados de todos los que no eran anarquistas; de las detenciones y los fusilamientos en Madrid de «médicos, abogados, hombres de ciencias y letras, y actores y artistas famosos». La baronesa de Zglinitzki creía en los discursos de Queipo de Llano hasta el punto de escribir que el gobierno republicano, «compuesto de anarquistas, delincuentes habituales y rusos, estaba determinado a exterminar a cualquier persona que en España tuviera un cerebro y destacara por su capacidad»[152].
Málaga, leal a la República, ofrece una rica crónica de los horrores de Queipo. Tras sufrir los continuos bombardeos de la aviación italiana y los buques de guerra de las tropas rebeldes, el lunes 8 de febrero de 1937 la ciudad fue ocupada por columnas rebeldes y tropas italianas[153]. Queipo llevaba meses amenazando en sus discursos y a través de octavillas con infligir a la ciudad un sangriento castigo por los siete meses de represión mientras la capital había estado en manos del Comité de Salud Pública, dominado por la CNT-FAI[154]. Sus amenazas confirmaban los escalofriantes relatos de los miles de refugiados llegados a la ciudad en su huida de la barbarie desatada por los Regulares y la Legión en los pueblos de Cádiz, Sevilla, Córdoba y Granada. La caída de Antequera, el 12 de agosto, y de Ronda, el 17 de septiembre, provocó una avalancha de mujeres, ancianos y niños desesperados y hambrientos en la capital malagueña. Los partidos de izquierdas organizaron un dispositivo de ayuda para alojar en la catedral y en las iglesias a los que llegaban gravemente enfermos. Esta medida humanitaria fue vista por los rebeldes como un depravado acto de profanación y de anticlericalismo feroz[155].
Pese la escasa resistencia que al final ofreció la capital, Queipo no demostró ninguna clemencia con la población. Durante una semana se prohibió el acceso de civiles a la ciudad, mientras se fusilaba a cientos de republicanos sobre la base de simples denuncias. Muchos derechistas levantaron sus voces para decir que, si habían escapado con vida de manos de los rojos, fue solo porque «no les dio tiempo» de acabar con ellos. Un oficial de Queipo de Llano señaló sarcásticamente: «A los rojos, en siete meses, no les dio tiempo; nosotros en siete días tenemos tiempo sobrado. Decididamente son unos primos»[156].
Las detenciones se contaron por millares. Cuando los prisioneros desbordaron las prisiones, se habilitaron campos de concentración en Torremolinos y Alhaurín el Grande. Tras la acelerada masacre, la represión fue organizada por el recién designado gobernador civil, el capitán Francisco García Alted, falangista y guardia civil. La llevó a cabo el coronel Bohórquez, bajo la supervisión del general Felipe Acedo Colunga, fiscal del Ejército de Ocupación, que aplicó los Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia, de carácter pseudolegal, en lugar del bando de guerra. La magnitud de la represión llevada a cabo se refleja en un informe de Bohórquez de abril de 1937. En las siete semanas que siguieron a la toma de Málaga, 3401 personas habían sido juzgadas, de las cuales 1574 habían sido ejecutadas. Con el fin de poder juzgar a tantísimas personas en un lapso de tiempo tan corto, fue preciso desplazar a Sevilla a un equipo de jueces militares muy numeroso. Entre ellos se encontraba el presidente del último gobierno de Franco, Carlos Arias Navarro. Su dureza guardaba relación con el hecho de que había sido prisionero en Málaga cuando la ciudad se hallaba bajo el control republicano. Los juicios, que a menudo decidían el destino de varias personas a la vez, no proporcionaban medios para defenderse a los acusados y solían durar apenas unos minutos[157].
Antes de que los ocupantes comenzaran la carnicería, decenas de miles de refugiados huyeron despavoridos por la única vía de escape posible, los 175 kilómetros de carretera que discurrían por la costa de Almería. El éxodo fue espontáneo y los refugiados carecían de protección militar. En el camino fueron bombardeados desde el mar por la artillería naval del Cervera y el Baleares, desde el aire por la aviación italiana, y abatidos en tierra por las ametralladoras de las tropas italianas que les seguían los pasos. Solo la magnitud de la represión en la ciudad tomada podía justificar que afrontaran semejante riesgo. Aterrados, sin agua ni comida, avanzaban penosamente por la carretera sembrada de cadáveres y heridos. Se vieron escenas de madres muertas con bebés todavía mamando de sus pechos, de niños muertos y otros perdidos en mitad de la confusión, mientras sus familias los buscaban frenéticamente[158].
Los relatos de numerosos testigos presenciales, entre los que se encontraba Lawrence Fernsworth, corresponsal de The Times, impidieron a los rebeldes negar las horrendas atrocidades cometidas contra los civiles republicanos. Aunque es imposible conocer el número exacto de víctimas, parece seguro que hubo más de 3000. El médico canadiense Norman Bethune, su ayudante Hazen Size y su conductor inglés, el futuro novelista T. C. Worsley, se pasaron tres días y tres noches haciendo viajes de ida y vuelta para rescatar a todos los que pudieron. Bethune describió cómo los ancianos se rendían y se dejaban caer en la cuneta para esperar a la muerte, y «cómo los niños descalzos, con los pies hinchados hasta duplicar su tamaño normal, lloraban, indefensos, de dolor, de hambre y de cansancio». Worsley ofreció un relato desgarrador de lo que había presenciado: «La carretera seguía llena de refugiados, y cuanto más avanzábamos peor era su situación. Algunos tenían zapatos de goma, pero la mayoría llevaba los pies vendados con harapos, muchos iban descalzos y casi todos sangraban. Componían una fila de 150 kilómetros de gente desesperada, hambrienta, extenuada, como un río que no daba muestras de disminuir … Decidimos subir a los niños al camión, y al instante nos convertimos en el centro de atención de una muchedumbre enloquecida que gritaba, rogaba y suplicaba ante tan milagrosa aparición. La escena era sobrecogedora: las mujeres vociferaban mientras sostenían en alto a los bebés desnudos, suplicando, gritando y sollozando de gratitud o decepción»[159]. La llegada de los refugiados a Almería causó horror y confusión, y fue recibida con un contundente bombardeo aéreo dirigido contra el centro de la ciudad, donde se hacinaba la multitud exhausta. El bombardeo de los refugiados durante el trayecto y en las calles de Almería fue un símbolo de la «liberación» que los rebeldes se proponían llevar a cabo.