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La inminencia de la guerra:

1934-1936

Las esperanzas de Gil Robles y Salazar Alonso se habían cumplido. Mientras en el norte se sucedían las acciones militares, en toda España hubo una serie de redadas para detener a los líderes obreros. Se llevaron acabo un sinfín de arrestos. El 11 de octubre, el diario de la CEDA, El Debate, informaba de que solo en Madrid había 2000 detenidos. Pronto las cárceles estuvieron llenas también en zonas en las que no había existido actividad revolucionaria, pero donde los terratenientes habían tenido problemas con los jornaleros. Se cerraron los ayuntamientos de ciudades y pueblos en todos los rincones del país. La prensa socialista fue prohibida. El 8 de octubre, en Alicante, una multitud exigió la liberación de los muchos prisioneros encerrados en el castillo de Santa Bárbara. Hubo enfrentamientos con la Policía, en los que fueron arrestados José Alonso Mayor, antiguo gobernador civil de Sevilla y Asturias, y otros republicanos de primera fila. En la misma sesión del 9 de octubre en la que Gil Robles propuso el cierre del Parlamento, la CEDA votó a favor de que se incrementaran las fuerzas del orden y se restableciera la pena de muerte. Un total de 1134 alcaldes socialistas fueron destituidos sin más y reemplazados a dedo por militantes de derechas. Entre esas alcaldías había muchas capitales de provincia, como Albacete, Málaga y Oviedo.

El caso más escandaloso fue el de Madrid, donde se cerró temporalmente el ayuntamiento y se suspendió a su alcalde republicano, Pedro Rico, acusándolo falsamente de no combatir la huelga. Fue el jefe del Partido Agrario, José Martínez de Velasco, quien en calidad de delegado del gobierno asumió el poder en un principio. La importancia que se concedía al control de la capital quedó subrayada cuando, el 19 de octubre, a Martínez de Velasco lo reemplazó en el cargo Salazar Alonso, que había salido del gobierno con la entrada de la CEDA y que asumió la alcaldía el 27 de octubre[1]. En Málaga, el hombre elegido para presidir la Comisión Gestora fue Benito Ortega Muñoz, un miembro liberal del Partido Radical. Como concejal de la ciudad, había combatido con éxito los intentos de los republicanos más extremistas de erradicar los crucifijos del cementerio municipal. Esa iniciativa, junto a la aceptación de la alcaldía designada por Madrid en octubre de 1934, conduciría a su asesinato en 1936[2].

A pesar de la derrota de la izquierda, las actividades y declaraciones de Onésimo Redondo, Carlavilla y otros miembros de la extrema derecha daban la impresión de que eran ajenos al triunfo de un gobierno firmemente de derechas. Tal vez apremiado por ellos, o de veras alarmado por lo que a sus ojos era una represión demasiado moderada tras la insurrección de octubre, el líder de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, ardía de impaciencia por tomar medidas antes de que la izquierda pudiera volver al poder. Así pues, la Falange se comprometió a la lucha armada para derrocar el régimen democrático[3]. A principios de 1935, José Antonio mantuvo varias reuniones con Bartolomé Barba Hernández, de la Unión Militar Española, y alcanzaron un acuerdo por el cual se establecieron también vínculos con los carlistas, a través del coronel Rada, que instruía las milicias de ambos grupos. Después de octubre de 1934, el número de afiliados a la UME había crecido de manera espectacular entre los oficiales subalternos[4].

En una reunión de la Junta Política de Falange en el Parador de Gredos a mediados de junio de 1935, se tomó «la decisión, oficial y terminante de la organización de ir a la guerra civil y santa, para el rescate de la Patria». José Antonio dio parte a sus camaradas de los contactos que mantenía con oficiales del Ejército simpatizantes con su causa, y luego expuso un plan para una sublevación contra el gobierno que tendría lugar en Fuentes de Oñoro, en la provincia de Salamanca, cerca de la frontera portuguesa. Un general al que no se identificó, posiblemente Sanjurjo, compraría 10 000 rifles en Portugal, que posteriormente serían entregados a los militantes falangistas. Al golpe inicial lo sucedería una «marcha sobre Madrid»[5]. Era un plan muy arriesgado. Con la izquierda intimidada por la represión y la mayoría de los altos mandos militares de derechas en puestos de poder, la idea no atrajo el respaldo de las figuras del Ejército más importantes, sino que cayó en saco roto, probablemente para alivio de Primo de Rivera[6]. La única consecuencia práctica de la decisión de pasar a la lucha armada fue el intento de José Antonio de obtener armas de la ultraderechista Unión Militar Española[7].

La represión que se llevó a cabo en Asturias a partir del mes de octubre de 1934 marcó el paso del terror de Marruecos al terror que se ejerció contra la población civil republicana durante la Guerra Civil. Con Franco al mando de la situación, el teniente coronel Juan Yagüe liderando las fuerzas africanas y Doval a cargo del «orden público», Asturias asistió a la elaboración del modelo que se aplicaría en el sur de España en el verano de 1936. La derecha aplaudió las acciones de Franco contra lo que se percibía con expresiones como «las pasiones de la bestia», «la horda del pillaje» y la «canalla suelta». Además de los 111 guardias civiles asesinados, también perdieron la vida 33 clérigos, entre los cuales había 7 seminaristas[8]. Así las cosas, no sorprende que corrieran exageraciones espeluznantes en relación con los crímenes de los revolucionarios. Uno de los dirigentes de Acción Española, Honorio Maura, describió a los mineros como «escoria, podredumbre y basura», «chacales repugnantes que no merecen ser ni españoles ni seres humanos». Para hacer hincapié en su inhumanidad, aparecían retratados como asesinos, ladrones y violadores que contaban con la complicidad de «mujeres descocadas que los alentaban en sus crueldades. Algunas eran jóvenes y hermosas, aunque a sus rostros asomaba la perversión moral, mezcla de impudor y crueldad»[9].

Para la derecha, recurrir al Ejército africano para combatir a los «inhumanos» izquierdistas estaba más que justificado. Inevitablemente, el uso de las tropas marroquíes en Asturias, la cuna de la reconquista cristiana de España, recibió muchas críticas, tanto dentro del país como en el extranjero. José María Cid y Ruiz-Zorrilla, diputado parlamentario del conservador Partido Agrario en Zamora y ministro de Obras Públicas, respondió con una declaración racista por partida doble: «Para los que cometieron tantos actos de salvajismo, moros eran poco, pues merecían moros y algo más»[10]. Un libro publicado por la sucursal de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas de Ángel Herrera en Oviedo sugería, en términos similares, que los crímenes que los revolucionarios cometían contra el clero merecían ser castigados exponiéndolos a las atrocidades moriscas. En su prólogo, José María Rodríguez Villamil, fiscal jefe del Estado y miembro de dicha rama ovetense de la ACNP, esperaba que «no vuelva a ser necesario que aquellos contra quien se alzó Pelayo hace doce siglos vuelvan a España y a Asturias a librarnos de la morisma interior que renace al pie de las montañas de Covadonga»[11]. En la mayoría de los escritos de raigambre católica aparecidos a razón de los sucesos de octubre de 1934, un lugar común era que la revolución era un ataque contra el catolicismo y que el sufrimiento de los religiosos era equiparable al sufrimiento de Cristo a manos de los judíos[12].

En Cataluña, la rebelión de octubre fue sofocada sin que se desatara la barbarie gracias a la moderación y la profesionalidad de Domingo Batet Mestres, el general al mando de la IV División Orgánica, como en términos castrenses se denominaba a Cataluña, una de las ocho regiones militares de España. Las circunstancias que rodearon los sucesos en Cataluña distaban mucho de las de Asturias. El gobierno catalán, la Generalitat, se encontró atrapado entre un gobierno de derechas en Madrid decidido a rebajar su autonomía y los nacionalistas radicales, que abogaban por una Cataluña independiente. Sin la debida reflexión, el presidente catalán Lluís Companys declaró la independencia el 6 de octubre, en un intento por impedir una revolución. El general Batet reaccionó con paciencia y buen tino para restituir la autoridad del gobierno central, con lo que evitó lo que hubiera podido ser un baño de sangre. Concretamente, pasó por encima de Franco, que aconsejó a Diego Hidalgo sobre cómo debían reprimirse las sublevaciones tanto en Cataluña como en Asturias. Para enojo de Franco, Batet trató solo con el primer ministro, Alejandro Lerroux, y el ministro de la Guerra. Y como oficial de mayor antigüedad, Batet no hizo caso a la recomendación de Franco de utilizar a la Legión Extranjera para impartir el castigo a los catalanes, como hiciera Yagüe para castigar a los mineros asturianos. En lugar de ello, empleó al número relativamente pequeño de soldados de que disponía para garantizar la rendición de la Generalitat con un mínimo de bajas. Batet también logró impedir que los buques de guerra enviados por Franco bombardearan Barcelona[13].

Cuando Batet explicó en una emisión radiofónica cómo había conducido las operaciones, lo hizo en un tono apesadumbrado y conciliador que distaba mucho del ánimo de venganza de la derecha. En el Parlamento, José Antonio Primo de Rivera despotricó de Batet y dijo que era «un general que no creía en España» y que su declaración «nos ha hecho ruborizarnos»[14]. Dos años más tarde, Franco se vengaría de su moderación. En junio de 1936, Batet obtuvo el mando de la VI División Orgánica, cuyo cuartel general estaba en Burgos, uno de los ejes centrales del levantamiento del 18 de julio. Al enfrentarse a la decisión prácticamente unánime de sus oficiales de unirse a la sublevación, Batet se negó con valentía a secundarla. Su compromiso con el juramento de lealtad hacia la República garantizaba su juicio y su ejecución. Franco intervino en el proceso judicial para asegurarse de que Batet fuera condenado a muerte[15].

Ahora, a pesar del triunfo del gobierno, había numerosos civiles y oficiales del Ejército aprestándose para destruir la República. Onésimo Redondo, por ejemplo, intentaba crear un arsenal de armas cortas. Alquiló un recinto deportivo a orillas del río Pisuerga, donde entrenaría e instruiría a la milicia local de la Falange. Los domingos encabezaba desfiles por la ciudad de Valladolid y otras localidades de la provincia. En el mes de octubre de 1934 se habían producido enfrentamientos sangrientos entre falangistas y piquetes de los trabajadores del ferrocarril, y tras los disturbios, Onésimo Redondo distribuyó un panfleto donde proponía colgar a Azaña, Largo Caballero, Prieto y Companys[16].

Después de la huelga en el campo de junio y las insurrecciones de octubre, en el sur se alcanzó una tensión sin precedentes. El nuevo ministro de Agricultura y diputado de la CEDA por Badajoz, Manuel Giménez Fernández, esperaba paliar la situación poniendo en práctica sus creencias católicas sociales. Los indignados terratenientes de las zonas latifundistas se aseguraron de que tales aspiraciones quedaran en nada. La población rural de Extremadura había sufrido un largo proceso de proletarización; mientras que los grandes terratenientes habían logrado sobrellevar las crisis provocadas por las escasas cosechas y la sequía, los pequeños propietarios habían acabado en manos de usureros (que con frecuencia eran los dueños de grandes fincas), obligados a hipotecar sus granjas, y habían terminado por perderlas. El problema afectó particularmente a los yunteros, campesinos que poseían una yunta de mulas y arrendaban tierras. La hostilidad, gestada durante mucho tiempo, llegó a su punto crítico en noviembre de 1934.

La tensión había empezado en 1932, cuando los terratenientes locales se negaron sistemáticamente a conceder el usufructo de sus tierras a los yunteros para dedicarlas en cambio al pastoreo del ganado. Los yunteros vivían de antiguo en una incertidumbre constante, pues debían renovar cada año los contratos de arrendamiento, en caso de que se los prorrogasen, y a menudo no por la misma tierra. Este sistema fluctuante facilitó a los terratenientes el cierre patronal rural, cuyo objetivo último era obligar a los yunteros a vender sus bueyes y herramientas, para rebajarlos así al estatus de jornaleros. En Badajoz, muchos braceros cobraban los mismos jornales que a principios de siglo. Desesperados, en otoño de 1932 los yunteros pusieron en marcha una serie de invasiones de las fincas de los terratenientes más recalcitrantes. Con cierta ceremonia, banderas y música, en pandillas o por familias, entraban en las fincas al amanecer y empezaban a arar las tierras. Por parte de los yunteros hubo poca violencia contra las personas o las propiedades, pero los dueños protegían sus fincas con guardas armados y agentes de la Guardia Civil. Si llegaban a enfrentarse, los yunteros por lo general se retiraban pacíficamente, aunque se dieron casos aislados de choques violentos. Finalmente, el 1 de noviembre de 1932, el ministro de Agricultura, Marcelino Domingo, legalizó de manera temporal las ocupaciones con el decreto de intensificación de cultivos, que garantizaba la tierra para 15 500 campesinos en Cáceres y 18 500 en Badajoz. La derecha en Badajoz, Cáceres y Salamanca reaccionó con intensa hostilidad al decreto, especialmente en el caso de los terratenientes ganaderos, que se indignaron porque sus tierras tuvieran que labrarse. Hubo frecuentes encontronazos entre los guardas de las fincas y los jornaleros sin tierra, como el incidente que tuvo lugar en Hornachos el 23 de abril de 1933, cuando murieron 4 hombres y una mujer, y otras 14 personas resultaron heridas[17].

A finales de 1934, la cuestión de qué hacer con respecto a los 34 000 yunteros alojados tras el decreto de intensificación de cultivos de noviembre de 1932 saltó a la palestra. El antecesor de Giménez Fernández en el Ministerio de Agricultura, el progresista Cirilo del Río, había ampliado el decreto de su propio predecesor facilitando que las tierras quedaran en manos de los yunteros indefinidamente. La CEDA tuvo entonces la ocasión de poner en práctica su tan cacareado objetivo de combatir la revolución con reforma social. Los yunteros de Extremadura, adiestrados agricultores que contaban con sus propios aperos y animales, eran adeptos potenciales del movimiento social católico, y fácilmente se habrían convertido en pequeños propietarios en régimen de aparcería[18]. Después de la huelga de los cosechadores que tuvo lugar en verano y que desembocó en la detención de jornaleros socialistas y el recorte drástico de los salarios, el nuevo ministro tropezó con la presión de la extrema derecha en Extremadura para la expulsión inmediata de los yunteros. Experto en derecho canónico, Giménez Fernández creía que la propiedad debía tener una función social. Ante el horror de los terratenientes de todo el país, había anunciado su intención de establecer un límite máximo de la tierra que podía poseer un individuo. También apuntó que la compensación disminuiría en función de la cantidad de tierra en manos de un propietario[19]. Tomó posesión de su cargo justo cuando expiraban los asentamientos temporales de 1932 y los terratenientes empezaban a expulsar a los yunteros. Inevitablemente, el moderado reformismo de sus planes agitaría un estallido de amarga oposición dentro de su propio partido, como para confirmar los temores de la izquierda de que en España no cabía esperar ninguna reforma por parte de las clases conservadoras salvo por la vía de la revolución.

Sin atajar la cuestión agraria de raíz, las medidas que Giménez Fernández intentó introducir entre noviembre de 1934 y marzo de 1935 constituyeron un esfuerzo por mitigar algunas de sus consecuencias más nefastas con un espíritu de justicia social. Esto le granjeó la hostilidad de la extrema derecha, del Partido Agrario, de varios miembros del Partido Radical y de la mitad de su propio partido, la CEDA, donde encontró poca solidaridad y muchos ataques personales cargados de malicia. Su Ley de Protección de Yunteros y Pequeños Labradores fue una tentativa de solucionar la cuestión de las ocupaciones provisionales de la tierra y sustituirlas por otra clase de asentamientos temporales, a fin de que los yunteros pudieran arrendar la tierra durante dos años. El empecinamiento de los terratenientes locales para terminar con esta medida quedó patente cuando, el 16 de octubre de 1934, visitó a Giménez Fernández un grupo de propietarios de Cáceres acompañados por tres diputados de la CEDA y los cuatro del Partido Radical de la provincia, así como de Adolfo Rodríguez Jurado, diputado de la CEDA por Madrid y presidente de la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas, la asociación aristocrática terrateniente.

La ferocidad de sus objeciones quedó registrada en la entrada del diario que llevaba Giménez Fernández, donde afirmaba que más de uno de aquellos hombres era un «fascista dispuesto a sabotear»[20]. En enero de 1935, Giménez Fernández introdujo la Ley de Acceso a la Propiedad, un contrato que daba a los arrendatarios derecho a la compra de la tierra que hubieran trabajado durante al menos doce años consecutivos. A pesar de su moderación, el proyecto provocó una coalición de diputados ultraderechistas, encabezada por un tradicionalista, José María Lamamié de Clairac (Salamanca), y cuatro integrantes de la CEDA: Mateo Azpeitia Esteban (provincia de Zaragoza), Cándido Casanueva y Gorjón (Salamanca), Luis Alarcón de la Lastra (provincia de Sevilla) y, el más feroz de todos ellos, Adolfo Rodríguez Jurado (Madrid). El Debate informó con simpatía de la virulenta hostilidad de Rodríguez Jurado hacia la idea de que los campesinos tuvieran acceso a la propiedad[21].

Luis Alarcón de la Lastra era un oficial de Artillería y combatiente de las guerras africanas que había preferido abandonar al Ejército antes que jurar lealtad a la República. Era también un aristócrata (ostentaba los títulos de conde de Gálvez y marqués de Rende) con importantes propiedades en los alrededores de Carmona, la zona de la provincia de Sevilla con una de las mayores concentraciones de latifundios. Alarcón de la Lastra era el presidente de Acción Popular en Carmona y ejerció de delegado de los terratenientes en la Junta Provincial de Reforma Agraria en 1933. Desde ese mismo año era también diputado de la CEDA por Sevilla. Tras presentarse y no obtener un escaño en las elecciones de febrero de 1936, volvió a unirse al Ejército cuando estalló la Guerra Civil española y sirvió en las columnas africanas de Yagüe al mando de la artillería que bombardeó un gran número de pueblos. En agosto de 1939 fue recompensado por Franco con la cartera de Industria y Comercio[22].

Así pues, sesión tras sesión en las Cortes, Alarcón, Lamamié y los ultras de la CEDA fueron despojando la Ley de Arrendamientos Rústicos promulgada por Giménez Fernández de todos sus rasgos progresistas. Los arrendamientos mínimos se redujeron de seis a cuatro años, se suprimió el acceso a la propiedad, las inspecciones para garantizar arrendamientos justos se abandonaron, al tiempo que se añadían cláusulas que permitían un aluvión de desahucios. Gil Robles declaró públicamente que solo las concesiones que nacieran del espíritu cristiano podrían contener la revolución, y aun así tomó distancia y vio a su ministro insultado y derrotado por los votos de la CEDA. Giménez Fernández fue tachado de «bolchevique blanco» y «marxista disfrazado». Y por si fuera poco, Gil Robles colocó a los enemigos más furibundos de Giménez Fernández en el comité parlamentario que examinaba los esbozos de las leyes que promovía. Lamamié de Clairac demostró cuán lejos llegaba su fe católica al declarar que «como el ministro de Agricultura siga citando encíclicas papales para defender sus proyectos, yo le aseguro que terminaremos haciéndonos cismáticos griegos»[23].

En la siguiente crisis de gobierno, Gil Robles apartó discretamente a Giménez Fernández. El 3 de julio de 1935, el sucesor de Giménez Fernández, Nicasio Velayos Velayos, miembro conservador del Partido Agrario, de Ávila, presentó la que acabó por conocerse como «contrarreforma agraria». Era tan reaccionaria que incluso José Antonio Primo de Rivera la denunció, como hicieron también varios republicanos y miembros del Partido Radical. El cambio más drástico que proponía era abandonar el Inventario de la Propiedad Expropiable, lo que permitiría a los terratenientes evitar la expropiación usando testaferros. En lo sucesivo, solo quienes quisieran asegurarse de que su propiedad fuera comprada tenían que someterse a una expropiación. Además, la compensación se decidiría caso por caso en tribunales compuestos por terratenientes, que garantizarían que fuera al valor de mercado[24]. En Extremadura, los terratenientes locales empezaron a desahuciar a los yunteros. En el pueblo de Fregenal de la Sierra, en Badajoz, un solo propietario desalojó a 20 familias. El egoísmo sin límites de los terratenientes fue reconocido por parte de los derechistas más moderados como una de las principales razones para la arrasadora victoria del Frente Popular en Extremadura en febrero de 1936[25].

La tensión en Badajoz quedó expuesta en toda su crudeza el 10 de junio de 1935, cuando el diputado socialista de la provincia, Pedro Rubio Heredia, de veintiséis años, fue asesinado en un restaurante por Regino Valencia, un empleado a las órdenes de Salazar Alonso. Cabe recordar que Regino Valencia había llevado a cabo la «inspección» que desembocó en la destitución de José González Barrero como alcalde de Zafra. Al funeral de Rubio asistieron miles de miembros de la FNTT. En el juicio a Valencia, celebrado el 27 de junio, se encargó de la defensa Manuel Baca Mateos, diputado de la CEDA por Sevilla, quien aseguró que la muerte se había producido tras una pelea. Juan-Simeón Vidarte, que representaba a la familia de la víctima, demostró ante el tribunal que el ataque no se había debido a ninguna provocación. Valencia fue condenado a doce años y un día de cárcel. Apeló luego al Tribunal Supremo, donde lo defendió el propio Rafael Salazar Alonso. Con posterioridad, Vidarte escribió: «Sabiendo yo, como toda la provincia, que él había sido el inductor del asesinato, su desfachatez me llenó de asombro e indignación». Cuando a finales de diciembre de 1935 se desestimó la apelación, hubo un gran revuelo en el momento en que Vidarte dijo que Salazar Alonso, en lugar de toga, debía llevar traje de presidiario[26].

El destino político de Salazar Alonso había caído en picado desde que lo habían apartado del Ministerio de la Gobernación, a principios de octubre de 1934. Consciente de que la inclusión de tres ministros de la CEDA en su nuevo gobierno bastaba para enfurecer a la izquierda, Lerroux consideró que no podía mantener a Salazar Alonso. Era un gesto hacia el presidente Alcalá Zamora, para garantizar su aprobación del nuevo gabinete. En compensación, Salazar Alonso había sido nombrado, sin consulta previa con el electorado, alcalde de Madrid[27]. En el debate parlamentario donde se discutieron los sucesos revolucionarios de Asturias y Cataluña, y su posterior represión, el exprimer ministro Ricardo Samper hizo recaer la responsabilidad de lo acontecido en la figura de Salazar Alonso, que, herido en el orgullo, se levantó y abandonó su escaño[28].

En 1935, Salazar Alonso estuvo implicado en la estafa relacionada con el juego que acabó por destruir al Partido Radical, ya que fue uno de los miembros destacados de dicha formación que aceptó sobornos para que se legalizaran las ruletas trucadas en los casinos españoles. El escándalo que siguió al fraude tomó su nombre, «estraperlo», de la combinación de los apellidos de los inventores del artefacto, Strauss y Perlowitz, así como del hijo adoptivo de Lerroux, Aurelio. A Salazar Alonso le dieron un reloj de oro y 100 000 pesetas (aproximadamente 70 000 euros en la actualidad), mientras que tanto a su subsecretario en el Ministerio de la Gobernación, Eduardo Benzo, como al director general de Seguridad, José Valdivia, les pagaron 50 000 pesetas. A pesar de autorizar el uso de esas ruletas, Salazar Alonso organizó una redada policial cuando una de ellas fue inaugurada en el casino de San Sebastián, por considerar dicha cantidad insuficiente. En la sesión parlamentaria donde se debatió el asunto, Salazar Alonso fue exonerado de culpa por 140 votos contra 137, gracias al apoyo de la CEDA. Al anunciarse el resultado, José Antonio Primo de Rivera gritó: «¡Viva el estraperlo!»[29]. Aunque siguió siendo alcalde de Madrid, la carrera política de Salazar Alonso se había acabado. Durante la campaña electoral de febrero de 1936, los discursos que hizo en Badajoz quedaron interrumpidos por ocurrencias sobre ruletas y relojes de oro gritadas a viva voz. Fue derrotado, pero de inmediato aseguró que los resultados se habían falseado. Se quejó a Lerroux de tener graves problemas financieros, pese a que seguía recibiendo el sueldo vitalicio que corresponde a los exministros. Fue nombrado director de Informaciones, un periódico de derechas, en abril de 1936[30]. Cuando estalló la Guerra Civil se escondió, y cuando finalmente lo arrestaron, fue juzgado sumariamente por un tribunal popular y fue ejecutado.

Después de las derrotas del movimiento obrero en 1934, la represión trajo consigo una apariencia de calma social, aunque la violencia no estaba muy lejos de la superficie. En el sur, muy golpeado por la sequía en 1935, el desempleo alcanzó más del 40 por ciento en algunos lugares, y los pordioseros atestaban las calles de ciudades y pueblos. Dada la estrecha proximidad en que vivían, los hambrientos y las clases medias y acaudaladas se miraban con temor y resentimiento. El odio siguió ardiendo lentamente durante la campaña de la derecha para las elecciones de febrero de 1936, que profetizaba que una victoria de la izquierda supondría «saqueos descontrolados y la propiedad común de las mujeres». Aun sin semejante provocación apocalíptica, las catástrofes naturales se encargaron de intensificar la tensión social. Tras la prolongada sequía del año 1935, el comienzo de 1936 trajo consigo fuertes tormentas, que arruinaron la cosecha de la aceituna y dañaron las cosechas de trigo y cebada. Por toda Andalucía y Extremadura, durante la campaña previa a las elecciones de febrero, los terratenientes ofrecieron comida y trabajo a quienes votaran por la derecha; quienes se negaban tuvieron que hacer frente a la intimidación física y a las amenazas de no volver a trabajar. Tanto en las áreas urbanas como rurales donde abundaba el desempleo, las delegaciones de Acción Popular empezaron a abrir comedores de beneficencia y a distribuir mantas entre los pobres. En muchos lugares, la derecha se lanzó a la compra de votos[31].

En las zonas rurales, la situación alcanzó niveles de violencia alarmantes. En la mayor parte de las provincias del sur, las casas del pueblo seguían cerradas dieciséis meses después de la revolución de octubre. En Granada, por ejemplo, la prensa republicana desaparecía misteriosamente en algún punto de la ruta entre la capital y otras ciudades y pueblos de la provincia, mientras el periódico de la CEDA, Ideal, llegaba puntualmente a destino. Esa misma publicación instó a los partidarios de la derecha a abandonar sus inercias suicidas y sugirió que unas cuantas palizas mantendrían a la izquierda callada, puesto que todos sus miembros eran unos cobardes. Los caciques locales pusieron en práctica este consejo contratando a matones que, a menudo con la ayuda de la Guardia Civil, evitaron la difusión de propaganda izquierdista. Los carteles republicanos se arrancaban a punta de pistola; los oradores no podían dar sus discursos porque encontraban las carreteras bloqueadas; se hizo correr el rumor de que los campesinos no podrían votar a menos que tuvieran documentación especial. Varios simpatizantes republicanos fueron objeto de arrestos ilegales y se impidió a los observadores de la izquierda cumplir con su cometido[32].

En Badajoz, las autoridades mantenían también cerradas las casas del pueblo, contraviniendo las órdenes expresas del gobierno. Al mismo tiempo, la Guardia Civil cooperaba con los derechistas locales para entorpecer los preparativos electorales de socialistas y republicanos. En Huelva, los alcaldes de derechas prohibieron todas las reuniones del Frente Popular, como demuestran las declaraciones de muchos testigos presenciales. En Mijas (Málaga), el cacique desplegó a sus empleados y a la Guardia Civil para impedir que se difundiera cualquier propaganda de partidos de izquierdas, y tratar de evitar que sus votantes llegaran a las urnas. En Jerez, el alcalde cedista hizo detener al comité del Frente Popular en su totalidad y ordenó al cuerpo de bomberos arrancar todos los carteles de los grupos de izquierdas. El cacique de Novés (Toledo), un cedista que había intentado dominar al campesinado de la zona negándose a cultivar sus tierras, recibió la cooperación plena de la Guardia Civil en sus intentos por paralizar la campaña electoral del Frente Popular. A lo largo y ancho de la provincia de Jaén, los terratenientes amenazaron con prescindir de los trabajadores que votaran a la izquierda, mientras que la Guardia Civil los intimidaba con amenazas, palizas, detenciones y confiscaciones[33]. Desde la izquierda se aseguró además que había existido compra de votos en Salamanca[34].

El ambiente de enconamiento se plasma a la perfección en la figura de Baldomero Díaz de Entresotos, que ejercía de registrador de la propiedad en Puebla de Alcocer, en la zona al nordeste de Badajoz que se conoce como «la Siberia Extremeña». Díaz de Entresotos, que simpatizaba sin reservas con los fascistas locales, se ofendió por el hecho de que un servicio de taxis de Castuera utilizara coches de segunda mano para trasladar a los trabajadores de la zona a precios razonables. Un terrateniente local le comentó justo antes de las elecciones que «lo que nos están sobrando son elecciones y complacencias. Muy bien que las hubiese antiguamente, cuando eran entre nosotros, por si liberales o conservadores, por si don Fulano o don Zutano; pero ahora, cuando se ventila el orden o la Revolución, toda esta monserga de Parlamento y democracia está de sobra. Aquí no hay otra solución que someter a esta gentuza, como sea; si es preciso, cortándoles la cabeza antes de que nos la corten a nosotros».

Uno de los amigos íntimos de Díaz de Entresotos era Alfonso Muñoz Lozano de Sosa, que además de ser dueño de varias fincas, era teniente de Infantería de la Guardia de Asalto. El día de las elecciones, el 16 de febrero, llegó a Puebla de Alcocer con una ametralladora. Aquel mismo día, el pueblo recibió también la visita de Ricardo Zabalza, secretario general de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, que estaba a punto de ser elegido diputado parlamentario socialista por Badajoz. Zabalza almorzó solo en la fonda, con la cabeza gacha, consciente de la hostilidad de los parroquianos de clase media que frecuentaban el establecimiento. Díaz de Entresotos estaba comiendo con el teniente Muñoz y más tarde escribió acerca del odio visceral que sentía por Zabalza, al que había visto aquella única vez y sin ni siquiera conocerle. Zabalza, hombre de aire adusto, iba siempre impecable y pulcramente vestido, pero la repugnancia paranoica de Díaz de Entresotos hacia la izquierda era tal que solo pudo abominar:

Zabalza sí tenía pinta de lo que era. Desaliñado y repulsivo, emparejaba bien con sus actividades demoledoras. Iba por los pueblos aconsejando el motín y el saqueo. De él contaban que con ocasión de la huelga campesina del año 34 había colocado una bomba al paso de un tren. Ignoraba la certeza de este hecho, pero parecía posible viendo aquel hombre sucio y torvo que comía hundido en el plato. Cuántas veces contemplé aquel día la ametralladora de Muñoz, pensando en la delicia de dispararla sobre aquella carne asquerosa.

Cuando los resultados de las elecciones empezaron a llegar, Muñoz hizo un comentario que no presagiaba nada bueno: «Esto solo se arregla a tiros»[35]. El deseo de Díaz de Entresotos y Muñoz de ver a Zabalza muerto no quedaría satisfecho hasta la noche del 24 de febrero de 1940, cuando lo ejecutó un pelotón de fusilamiento en una cárcel franquista[36].

El escaso margen de la victoria electoral de la izquierda, que esta vez sí se presentó unida, en febrero de 1936 fue un fiel reflejo de la polarización de la sociedad española. Las políticas vengativas del Bienio Negro, y en particular las represiones tras la huelga del campo de 1934 y las rebeliones de octubre, habían dejado a la masa de los trabajadores, sobre todo en el campo, sumida en un clima que distaba mucho de ser conciliador. La clase obrera, tanto rural como urbana, exigía algún tipo de reparación y la rápida puesta en práctica de las reformas que recogía el programa del Frente Popular, lo cual debía traducirse, como mínimo, en la amnistía para los encarcelados y en que quienes habían sido despedidos recuperasen sus puestos de trabajo. La alarma corrió entre las clases medias cuando la multitud se agolpó en las cárceles de Asturias y otros lugares para liberar a los arrestados tras los sucesos de octubre de 1934, así como cuando los jornaleros acudieron en grupo a trabajar en las grandes fincas. En muchos pueblos se produjeron ataques en los casinos y algunas iglesias fueron quemadas, después de que sus púlpitos hubieran servido para justificar la represión y como centros de propaganda de la derecha durante la campaña electoral.

Manuel Azaña, el nuevo presidente del Gobierno, se horrorizó ante el clima de agitación popular, por lo que se embarcó sin dilación en un perentorio programa de pacificación. El 20 de febrero, en la primera reunión del nuevo Consejo de Ministros, se aprobó el regreso de los ayuntamientos electos, disueltos tanto por Salazar Alonso como tras la sublevación de octubre de 1934; para quienes habían sido encarcelados tras los disturbios, se decretó también amnistía. Al día siguiente, Azaña hizo una declaración a la nación que fue emitida por radio, en la que se comprometía a «sanear las heridas causadas en el cuerpo nacional en estos últimos tiempos» y a que su gobierno no actuara de manera vengativa por las injusticias cometidas durante el Bienio Negro. Confiaba en que la agitación popular fuera un fenómeno pasajero, fruto de la euforia desencadenada tras el triunfo electoral. Con vistas a apaciguar la inquietud, el 29 de febrero su gabinete hizo público un decreto que obligaba a los patrones a admitir nuevamente a los obreros despedidos por razones ideológicas o por haber participado en huelgas posteriores al 1 de enero de 1934, así como a compensarlos con su salario por un mínimo de treinta y nueve días y un máximo de seis meses. La reacción inmediata de un ingente número de organizaciones de empresarios fue una declaración que, en términos conciliadores, señalaba que esa compensación entrañaba «una verdadera catástrofe económica». En un primer momento, pareció que desde la derecha en general se confiaba tanto en Azaña, como «el enfermo en el aceite de hígado de bacalao», en palabras del dramaturgo Ramón del Valle Inclán[37].

La cautela de la derecha, sin embargo, duró poco. Además, Azaña tuvo que hacer frente a problemas inmediatos que debilitaron su posición. A pesar de su discurso radiofónico, la agitación en el campo no cesó. Recibió con profundo abatimiento la noticia de los sucesos de Yecla, al norte de Murcia, donde se quemaron siete iglesias, seis casas y el registro de la propiedad[38]. Su capacidad para controlar la situación quedó gravemente menoscabada por la oposición de Francisco Largo Caballero a que los socialistas participaran en el gabinete. Dada su desconfianza en la moderación de los republicanos, había accedido a apoyar la coalición electoral solo para garantizar la amnistía política de las víctimas de la represión tras los sucesos de octubre. Resentido tras los continuos obstáculos que la derecha puso a las reformas entre 1931 y 1933, Largo Caballero creía que solo un gabinete formado exclusivamente por ministros socialistas sería capaz de transformar la sociedad española; en un exceso de confianza, pensaba que los republicanos de izquierdas debían seguir su propio programa hasta agotarse en el desarrollo de la fase burguesa de la revolución. En ese momento, o bien se instauraba un gabinete socialista, o bien acababan sepultados por un alzamiento fascista, que en sí mismo bastaría para desencadenar una revolución que acabaría triunfando.

Entretanto, Largo Caballero hizo bien poco para contener a sus seguidores. El 3 de abril de 1936 fue entrevistado por el periodista estadounidense Louis Fischer, a quien le dijo complaciente: «Los reaccionarios podrán volver a ocupar sus cargos sólo a través de un golpe de Estado»[39]. Desde el perspicaz punto de vista de grupos genuinamente revolucionarios, como la CNT-FAI y el POUM, Largo Caballero se limitaba a repetir perogrulladas revolucionarias; pero, por desgracia, la vacuidad de su retórica no se percibió como tal entre las clases medias y altas. Sus temores a una revolución eran alimentados por la propaganda de la derecha, mientras la política de Largo Caballero impedía tanto la revolución como un gobierno fuerte. En última instancia, solo sirvió para que hubiera un gobierno republicano ineficaz en el poder mientras se gestaba la conspiración militar.

La tensión era tal que Azaña se sintió en la obligación de intervenir para calmar los ánimos. En correspondencia con su cuñado, escribió: «Las izquierdas temían cada noche un golpe militar, para cortar el paso al comunismo. Las derechas creían que el soviet estaba a la vista. No se ha visto nunca una situación de pánico semejante, ni más estúpida. Los socialistas tienen montado un espionaje mediante las porteras, las criadas y los chauffeurs, y recogen todas las habladurías de escaleras abajo». Con la Bolsa en caída constante y las calles desiertas, el 3 de abril Azaña pronunció el primero de sus dos discursos fundamentales ante las nuevas Cortes, en el que hizo mención de las agitaciones y los disturbios que se habían producido en el campo. Señaló que, cuando había visto que no tenía más remedio que aceptar el poder de forma prematura, a última hora de la tarde del 19 de febrero, había encontrado todo el aparato de gobierno paralizado, en particular los servicios de seguridad. Esto se debía a que su predecesor, Manuel Portela Valladares, y su gabinete habían renunciado a sus cargos, en lugar de esperar a la apertura de las Cortes, presionados en buena medida por el temor a que Franco y Gil Robles dieran un golpe militar para contener las intenciones, supuestamente revolucionarias, de las masas del Frente Popular. Por consiguiente, sin poder preparar sus propios instrumentos de gobierno, el improvisado nuevo gabinete tuvo que lidiar con lo que denominó «una úlcera nacional».

Al referirse a los excesos de las primeras seis semanas al frente del país, preguntó:

¿Es que se puede pedir a las muchedumbres irritadas y maltratadas, a las muchedumbres hambreadas durante dos años, a las muchedumbres saliendo del penal, que tengan la virtud que otros tenemos de que no transparezcan en nuestra conducta los agravios de que guardamos exquisita memoria? Había que contar con esto, y el Gobierno contaba con ello, y una de las cosas que hemos tenido que aceptar y devorar [al] encargarnos del poder de aquella imprevista, improvisada, manera, era la seguridad de que la primera explosión del sentimiento colérico popular se traduciría en desmanes que redundarían en mengua de la autoridad política y tal vez en perjuicio del Gobierno.

Aunque condenó los abusos violentos, denunció también a quienes trataban de sacar de ellos capital político. Reconoció que la tendencia de los españoles a resolver problemas a través de la violencia fomentaba «una presunción de la catástrofe». «Mucha gente, mucha, anda por ahí desalentada imaginando que un día de estos España va a amanecer constituida en soviet». Pese a que comprendía aquella clase de temores en individuos apolíticos, le parecía intolerable que gente con conciencia política fomentara el pánico y la incertidumbre con objeto de crear la atmósfera propicia para un golpe de Estado.

Azaña no solo intentó dar la debida medida del desorden, sino que a continuación declaró que su gobierno se proponía remediar la desigualdad que existía en el seno de la sociedad española. Reconocía, no obstante, que eso podía ir en menoscabo de los intereses de quienes se beneficiaban de «este atroz desequilibrio». Este objetivo se traducía, pues, en que su gobierno iba a apuntar «a romper toda concentración abusiva de riqueza, dondequiera que esté». Si bien no pretendía que toda una clase social se suicidara, instó a los ricos a hacer sacrificios, en lugar de terminar por enfrentarse a las consecuencias de la desesperación que provocaba el desequilibrio social. Concluyó diciendo que era la última oportunidad de la República y, por último, terminó con la profética idea, tal vez más de lo que entonces pensaba él mismo, de que si la redistribución de la riqueza que propugnaba hallaba la misma oposición que las reformas de las Cortes Constituyentes, no habría ningún camino hacia delante por la vía de la legalidad. Sorprendentemente, la reacción a su ultimátum fue de alivio generalizado, desde los comunistas a la extrema derecha. La Bolsa empezó a recuperarse y Azaña fue considerado un héroe nacional[40].

Aunque de signo exclusivamente republicano, sin participación socialista ni comunista, el nuevo gobierno estaba decidido, tal como revelaba el discurso de Azaña, a proceder sin dilación a un cambio significativo en la cuestión agraria. La tarea se presentaba tanto más difícil al coincidir con una tasa de desempleo aún más alta, que a finales de febrero de 1936 alcanzaba la cifra de 843 872 parados, o el 17 por ciento de la población activa[41]. Poco después de que Azaña formara su gabinete, el nuevo ministro de Agricultura, Mariano Ruiz-Funes, anunció su compromiso de llevar a cabo una reforma agraria inmediata. La renacida Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra quiso asegurarse de que cumplía su palabra. Tras la cruda represión rural de los dos años anteriores, en 1936 la FNTT empezó a expandirse a un ritmo vertiginoso. Su liderazgo militante no estaba dispuesto a tolerar retrasos por parte del gobierno u obstáculo alguno de los grandes terratenientes.

Inmediatamente después de las elecciones, Ricardo Zabalza había escrito a Ruiz-Funes urgiéndole a acelerar el regreso a sus tierras de los arrendatarios desahuciados en 1935. También pidió que se restableciera la Ley de Jurados Mixtos original y el Decreto de Laboreo Forzoso de la tierra. En una carta al ministro de Trabajo, Enrique Ramos, Zabalza solicitó la puesta en marcha de un plan de colocación de los trabajadores desempleados con los terratenientes. Una tercera carta, dirigida a Amós Salvador, ministro de la Gobernación, exigía el desarme de los caciques. Seriamente alarmados por la cantidad de armas a disposición de los terratenientes y sus empleados, así como por el hecho de que las clases altas rurales gozaban del apoyo de la Guardia Civil, la FNTT pronto recomendó a sus miembros formar milicias populares para evitar que se repitiera una persecución como la de 1934 y 1935. Antes de que se abrieran las Cortes, a mediados de marzo, hubo en toda España manifestaciones campesinas para que las peticiones de Zabalza se pusieran en práctica[42]. Las exigencias de la FNTT no eran de carácter revolucionario, pero constituían un gran desafío para el equilibrio del poder económico rural. Además, los acontecimientos de los dos años anteriores habían exacerbado el odio entre las clases rurales hasta un punto que hacía altamente improbable la introducción pacífica de la legislación social deseada. La situación económica hacía que las reformas, esenciales para aliviar la miseria de los campesinos sin tierra, supusieran una redistribución significativa de la riqueza rural. Las lluvias constantes entre diciembre de 1935 y marzo de 1936 habían dañado seriamente la cosecha de cereales y reducido los márgenes de los cultivos, tanto grandes como pequeños. El desastre natural simplemente reforzó la renuencia tanto de los terratenientes como de los trabajadores para alcanzar algún tipo de conciliación.

Anticipándose a las exigencias de la FNTT, la propaganda de la CEDA predijo que una mayoría electoral de la izquierda sería el preludio de los mayores desastres. Por consiguiente, la derrota electoral de la derecha el 16 de febrero imposibilitaría toda defensa legal de los intereses religiosos y de los terratenientes, por lo que la única alternativa sería la violencia. Los boletines de la Entente Internationale contre la Troisième Internationale habían convencido al jefe del Estado Mayor, Francisco Franco, de que la victoria de la izquierda en las urnas constituía la primera fase del plan de la Internacional Comunista para apoderarse de España. Desde primera hora de la mañana del 17 de febrero, Gil Robles había trabajado con Franco para proclamar un estado de guerra y revocar los resultados. Consiguieron que una serie de guarniciones lo hicieran, pero sus intenciones se fueron a pique cuando el director general de la Guardia Civil, Sebastián Pozas, se mantuvo leal a la República. A partir de entonces, el legalismo sería solo una máscara para las actividades de los catastrofistas. El 8 de marzo, un grupo de generales veteranos se reunió en Madrid para poner en marcha la forma más extrema de violencia, el golpe militar. Acordaron nombrar al general Emilio Mola director de la conspiración y al coronel Valentín Galarza, su oficial de enlace[43], una decisión poco sorprendente. En mayo de 1935, cuando Gil Robles fue nombrado ministro de la Guerra, designó a Franco jefe del Estado Mayor, y Mola se instaló en un pequeño despacho en el Ministerio de la Guerra, dedicado a preparar planes detallados para utilizar al Ejército colonial en la Península, contra la izquierda[44]. Mola fue luego nombrado general jefe en Melilla, y poco después jefe superior de las fuerzas militares de todo el protectorado de Marruecos. Franco se aseguró de colocar a reaccionarios de confianza en los puestos de mando de muchas de las unidades marroquíes y españolas. Más adelante alardearía de que aquellos oficiales fueron piezas clave en el alzamiento[45].

En la Andalucía y la Extremadura rurales se dirimía ya un amargo conflicto, después de que los terratenientes hubieran pasado por alto completamente los acuerdos sobre los salarios y las bases de trabajo y de que se aplicaran nuevos desahucios a los yunteros. A estas alturas, los dichosos campesinos desfilaban por los pueblos, ante la mirada iracunda de los derechistas, ondeando sus pancartas sindicales y sus banderas rojas. Tales muestras de alegría popular horrorizaban a las clases medias rurales casi tanto como los ataques a los casinos frecuentados por los terratenientes. La legislación laboral empezó a reforzarse y en el sur se «alojaba» a los jornaleros en fincas sin cultivar. Los encarcelados tras la huelga del campo de junio de 1934 y los sucesos de octubre fueron puestos en libertad y volvieron a sus ciudades y pueblos, para disgusto de los guardias civiles locales que los habían arrestado. En La Rambla (Córdoba), los manifestantes despidieron con piedras a los concejales salientes de la derecha. En otro pueblo de la misma provincia, Aguilera de la Frontera, se evitó el incendio de la asociación de los terratenientes, el Círculo de Labradores, aunque solo después de que ardieran el mobiliario y gran cantidad de documentos. En la también cordobesa localidad de Palma del Río, el 20 de febrero se quemaron los muebles de las oficinas de Acción Popular[46].

El anuncio por parte de Azaña de los decretos el 20 de febrero fue recibido con cautela. La aplicación de los mismos, en cambio, provocó una oleada de indignación. Los alcaldes de derechas impuestos en 1934 por Salazar Alonso fueron expulsados sin ceremonias de los ayuntamientos de Badajoz, al tiempo que los socialistas depuestos se reincorporaron a sus alcaldías. La legislación agraria republicana pronto quedó restablecida. Los terratenientes locales más ricos abandonaron sus mansiones en lugares como Puebla de Alcocer. En todo el sur volvieron a instaurarse los Jurados Mixtos. El laboreo forzoso de la tierra en barbecho volvió a imponerse, y se puso también en marcha una variante de la legislación de términos municipales, a fin de evitar que los propietarios trajeran mano de obra barata de fuera para boicotear la labor de los sindicatos. En muchos de los ayuntamientos restituidos se decretó que los empleados municipales recibieran el salario retrasado desde la fecha en que los habían depuesto. Los trabajadores fueron alojados en fincas, cuyos propietarios debían correr con los gastos. Las clases pudientes, huelga decirlo, se sintieron ultrajadas por medidas que a sus ojos eran injustas, así como por la impertinencia por parte de quienes se esperaba que obraran con servilismo y respeto. La tensión creció en algunos pueblos cuando los alcaldes prohibieron las procesiones religiosas tradicionales. Todo el concejo municipal de Doña Mencía, al sur de Córdoba, fue suprimido por el gobernador civil cuando se negó a autorizar entierros católicos. Rute fue otro pueblo cordobés donde los patrones más intransigentes se negaron a admitir a los trabajadores que les habían asignado[47].

En todas partes los terratenientes se indignaron ante la evidencia de que el servilismo campesino tocaba a su fin. Su resentimiento a menudo tomaba la forma de ataques violentos sobre representantes de la izquierda. En la provincia de Cáceres, entre febrero y junio de 1936, murieron nueve hombres, bien a manos de falangistas locales, bien de la Guardia Civil[48]. La derecha dirigía la violencia contra aquellos de quien se esperaba sumisión, pero que ahora demostraban la firme determinación de que no les negara la reforma. En Salamanca, el conflicto social había adquirido un carácter endémico a lo largo de la historia, dado que la principal actividad, la cría de ganado, requería escasa mano de obra. El consiguiente problema del desempleo se exacerbó por el hecho de que buena parte de la tierra cultivable fuera reservada para cotos de caza. A pesar de que había zonas de pequeñas parcelas hacia el oeste y el sur de la provincia, en especial en los alrededores de Ledesma, Ciudad Rodrigo y Alba de Tormes, el reparto de la propiedad de las tierras estaba dominado por grandes latifundios, motivo por el cual Salamanca fue la única provincia de León o Castilla incluida en la Ley de Reforma Agraria. La ocasión que se presentaba en la primavera de 1936 para dar un nuevo empuje a la división de los grandes latifundios provocó esfuerzos desesperados de los representantes de los terratenientes por bloquear la reforma. Rápidamente, contemplaron la opción de pasar a la violencia y entraron en contacto con los conspiradores del Ejército[49].

De los seis candidatos de la derecha que ganaron en Salamanca las elecciones de febrero, Gil Robles, Cándido Casanueva, Ernesto Castaño y José Cimas Leal de la CEDA, y los carlistas José María Lamamié de Clairac y Ramón Olleros, tres estaban implicados en la petición ilícita de los votos de los cultivadores de trigo a cambio de comprar los excedentes de la cosecha. Tras el escrutinio de los resultados en Salamanca, el comité que examinaba la validez de las elecciones, la Comisión de Actas, inhabilitó a tres de ellos, Castaño, Lamamié de Clairac y Olleros, y cedió sus escaños parlamentarios a los otros tres candidatos con mayor número de votos. Los escaños de la derecha en Granada también quedaron anulados por flagrante fraude electoral. Los diputados de la CEDA, tras declararse víctimas de una persecución, se retiraron en bloque de las Cortes; sin embargo, su valor como púlpito de propaganda hizo que volvieran con rapidez. En sus memorias, el presidente de las Cortes, el republicano conservador Diego Martínez Barrio, sugirió que la reacción de la derecha a la pérdida de los escaños ganados por medios fraudulentos había supuesto una escalada en la provocación deliberada de la violencia. Castaño, destacado terrateniente y líder del Bloque Agrario, fue a Valladolid, cuartel general de la VII División del Ejército, al que pertenecía Salamanca, para proponer un alzamiento militar contra la República[50]. Gil Robles mantenía contacto directo con el general Mola, mientras que su leal acólito, Cándido Casanueva, actuaba como el enlace de la CEDA con los generales Goded y Fanjul[51]. Gonzalo de Aguilera tal vez fuera un caso extremo, pero en modo alguno puede decirse que se tratara de una figura poco representativa de la clase terrateniente salmantina.

Otro terrateniente de la zona, Diego Martín Veloz, desempeñó un papel igualmente activo para obtener ayuda del Ejército. Había puesto mucho empeño en tratar de convencer a los oficiales de la guarnición de Salamanca de unirse al intento de golpe de Estado del general Sanjurjo, en agosto de 1932. Martín Veloz, pugnaz y de tez morena, había nacido en Cuba y, en sus tiempos de joven soldado, lo habían arrestado con frecuencia por indisciplina y violencia. Pese a todo, más adelante trabó amistad con ciertos mandos de la jerarquía militar, entre los que se contaban los generales Miguel Primo de Rivera y Gonzalo Queipo de Llano. Adquirió reputación de matón primero en Santander, donde fue juzgado por asesinato y absuelto después de que lo avalaran numerosas figuras veteranas del Ejército, y luego en Salamanca. Este personaje imponente, por no decir goliárdico, era conocido por sus voraces apetitos, tanto gastronómicos como sexuales. Devino una figura clave en los burdeles, casinos y garitos de Salamanca, Valladolid, Zamora y Palencia. Invirtió sus ganancias en propiedades y amasó una fortuna que lo convirtió en uno de los hombres más ricos de Salamanca, y también de los más manirrotos. En su finca, Cañadilla, en Villaverde de Guareña, prodigaba toda clase de atenciones a sus amigos militares, a los que invitaba a las fiestas desenfrenadas que daba en sus fincas y cuyas deudas pagaba a menudo.

Adquirió tanto renombre por su carácter pendenciero como por la generosidad que dispensaba a sus amigos. Entre sus compañeros de farra se contaban los citados Miguel Primo de Rivera y Gonzalo Queipo de Llano, y otros como Manuel Goded y Gonzalo Aguilera. A pesar de su fama de blasfemo malhablado, muchos prelados locales acudían a su casa con frecuencia. Se lo conocía como el «amo de Salamanca», y ejercía tal influencia que en una ocasión, con total impunidad, disolvió una procesión del Corpus Christi soltando una cuadra de burros. Siendo ya un cacique poderoso, obtuvo un escaño parlamentario en 1919 y estuvo involucrado en numerosos incidentes violentos en las Cortes. Amenazó a otros diputados, entre ellos el socialista Indalecio Prieto, y una vez encañonó con una pistola a su rival en Salamanca, el católico Juan Casimiro Mirat. Cuando el gobierno liberal empezó a cerrar los casinos de los que era propietario, construyó una base política con la fundación del periódico La Voz de Castilla y de la Liga de Agricultores y Ganaderos, un partido agrario que cosechó un amplio apoyo en la provincia. Su colaborador más próximo, y a efectos prácticos también factótum político, fue Cándido Casanueva, el notario que lo vincularía con José María Gil Robles. Se aseguraba que Martín Veloz había comprado votos para Casanueva en Ledesma en 1923, del mismo modo que más adelante se dijo que Casanueva compró votos para Gil Robles. El marco de acción de Martín Veloz tenía su núcleo en Peñaranda de Bracamonte[52]. Después de que Primo de Rivera cerrara los casinos y los salones de juego, Martín Veloz pasó por apuros financieros considerables; se enfrentaba a la bancarrota cuando se instauró la Segunda República. Sin embargo, mantuvo el contacto con sus amigos del Ejército como probaron sus esfuerzos por promover, en vano, el levantamiento de la guarnición salmantina en la sublevación militar frustrada de agosto de 1932.

Durante la Segunda República, Martín Veloz fue uno de los fundadores del Bloque Agrario. Guardaba en su casa un arsenal considerable. En la primavera de 1936, Casanueva y Martín Veloz se reunieron para preparar el alzamiento, y este intensificó sus contactos con los militares locales para convencerlos de que participaran en el inminente alzamiento. A Queipo, por ejemplo, lo invitó a Cañadilla a finales de mayo de 1936 y lo sometió a arengas furibundas sobre la necesidad de un golpe hasta persuadirlo. Al estallar la guerra, Martín Veloz dedicaría además un enorme empeño, igual que otros terratenientes de Salamanca, a reclutar a campesinos para las fuerzas rebeldes[53].

En la provincia de Toledo, la violencia se mantuvo bajo control gracias al gobernador civil, Vicente Costales, que ordenó a la Guardia Civil no disparar salvo en caso de ser atacado. También dio orden de que se confiscaran todas las armas de fuego, tras lo cual se decomisaron 10 000 escopetas. Esta medida bienintencionada supuso un grave daño para el campesinado, que dependía de estas para la caza. Las armas que se guardaron en los puestos de la Guardia Civil fueron destruidas o distribuidas entre los derechistas cuando se produjo el golpe militar[54]. El 9 de marzo, en Escalona, al noroeste de Toledo, los falangistas locales fusilaron a 4 jornaleros socialistas e hirieron a otros 12. El 5 de marzo, en Quintanar de la Orden, al sur de la provincia, unos sicarios del cacique del pueblo asaltaron la casa del alcalde socialista y la emprendieron a golpe de pistola con su mujer y dos de sus hijos pequeños. Luego intentaron matar a la hija mayor del alcalde arrojándola a un pozo. Los autores de tales crímenes no fueron arrestados en ninguno de los dos casos[55].

Bajo la presión de la FNTT, el 3 de marzo Ruiz-Funes había hecho público un decreto que permitía a los yunteros volver a ocupar la tierra que habían trabajado antes de ser desahuciados. La ejecución de un decreto de esas características prometía ser compleja, y desde luego llevaría tiempo, pero los yunteros estaban desesperados por tener acceso a la tierra y la siembra de la primavera era para ellos un asunto urgente. Justo antes de que se reunieran las nuevas Cortes, la FNTT convocó una movilización multitudinaria del campesinado el domingo 15 de marzo, a fin de recordar a los diputados del Frente Popular sus promesas electorales. Las exigencias de los manifestantes eran la entrega inmediata de tierras con crédito para los colectivos campesinos, la devolución de las tierras comunales, dar trabajo a los desempleados, el cumplimiento estricto de los salarios acordados, las bases de trabajo y turnos rigurosos, la puesta en libertad de los encarcelados que aún seguían en prisión y el desarme de la extrema derecha[56].

Para inquietud de los reaccionarios, la convocatoria tuvo un gran seguimiento en buena parte de Castilla, el norte peninsular y toda la región sur. Largos desfiles encabezados por pancartas con estas exigencias y banderas rojas, integrados por peones que saludaban con el puño en alto y entonaban el grito de batalla de los mineros asturianos, «Uníos Hermanos Proletarios», se sucedieron en el país. Díaz de Entresotos, que presenció esta y otras manifestaciones en Mérida, expresó así su disgusto al ver cómo se volvían las tornas: «Desde las aceras la gente de orden contemplaba con ojos desolados el paso de los manifestantes y en todos los corazones se arrinconaban angustias infinitas. A mí me comía una ira sorda y desesperada. Tenía la cabeza llena de ideas homicidas y hubiese dado la vida por quitársela a aquella gentuza, cuya presencia era humillación y reto»[57].

La manifestación del 15 de marzo fue un éxito en numerosos pueblos de Cáceres, León, Zamora y Salamanca, e incluso en Navarra, Valladolid y Burgos. En Salamanca, la gente desfiló tanto en Cantalpino, Cantalapiedra y Alba de Tormes, al este de la capital, como en Villavieja de Yeltes, Cristóbal y Tejares, al oeste. En muchos lugares, estas manifestaciones provocaron la ira de la derecha local, pero concluyeron sin incidentes destacables. Sin embargo, en la aldea de Mancera de Abajo, cerca de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca), la manifestación recibió el ataque de unos derechistas armados. Un joven comunista y un niño murieron por los disparos y, en el posterior tumulto, una terrateniente de derechas de la zona, Eleuteria Martínez Márquez, fue apuñalada de muerte. Al entierro del comunista en la capital de la provincia acudió masivamente el colectivo de la izquierda, con el alcalde de Salamanca, Casto Prieto Carrasco, de Izquierda Republicana, al frente. Para más escarnio de la derecha local, el nuevo gobernador civil, Antonio Cepas López, también de Izquierda Republicana, ante el temor de nuevos altercados prohibió las procesiones programadas para la Semana Santa. En el transcurso de los meses siguientes se produjeron varios enfrentamientos entre falangistas e izquierdistas, en los que resultaron heridos varios transeúntes inocentes[58].

La violencia dio un salto en su escalada la madrugada del 25 de marzo de 1936. Bajo una lluvia torrencial, más de 60 000 campesinos sin tierra ocuparon en Badajoz 1934 fincas, básicamente ganaderas, en los partidos judiciales de Jerez de los Caballeros, Llerena y Mérida, y emprendieron trabajos simbólicos en el campo. La iniciativa había sido organizada con meticulosidad por la FNTT, que había repartido equitativamente las familias entre las fincas, con la intención de iniciar un cultivo colectivo de las tierras[59]. A fin de evitar que la situación se deteriorara, el Instituto de Reforma Agraria legalizó rápidamente las ocupaciones e instaló a 50 000 familias. En Cádiz, Toledo, Salamanca y la sierra de Córdoba, los yunteros también invadieron fincas, aunque a menor escala. De hecho, Toledo fue la provincia con mayor índice de fincas expropiadas, y la tercera, por detrás de Badajoz y Cáceres, en proporción de asentamientos campesinos. Esto se reflejó en la venganza impuesta sobre el campesinado cuando llegaron las columnas franquistas al comienzo de la Guerra Civil. Cuando el Instituto de Reforma Agraria declaró las fincas ocupadas «de utilidad pública», garantizó también una compensación para el propietario de la tierra, que repercutiría sobre los posibles beneficios que se generaran. Sin embargo, frente a esta imposición espontánea de la reforma agraria, los terratenientes locales montaron en cólera y, temiendo la ocupación de las fincas dedicadas al cultivo de cereales, trataron de reimponer disciplina, sobre todo a base de cierres patronales rurales pero también, en muchos casos, mandando a empleados armados para recuperar el control de las fincas. Cuando los Jurados Mixtos impusieron a los terratenientes la obligación de aceptar a los braceros en sus propiedades, se negaron a pagar a los trabajadores alojados. La situación era sumamente conflictiva, y más si se tiene en cuenta que muchos de los pequeños granjeros afrontaban verdaderas dificultades para pagar a unos jornaleros que no necesitaban. Inevitablemente aumentaron los robos en los cultivos. Cuando faltaba muy poco para la recolección de la cosecha, los propietarios se negaron a negociar las condiciones salariales y de trabajo con las ramas locales de la FNTT. Quienes no pagaban a los trabajadores que tenían a su cargo, primero eran multados y, en algunos casos, eran arrestados tras negarse a saldar la deuda[60].

Ante la innegable evidencia de que las reformas agrarias de la República se combatirían con violencia, la FNTT se hizo eco del llamamiento de Zabalza a la creación de milicias populares, lamentándose de que

la consigna del Gobierno, o sea el desarme de todos los ciudadanos, constituye una burla. En la realidad, eso equivale a entregarnos inermes a nuestros enemigos. Primero porque la Guardia Civil, que durante dos años ha venido desarmándonos a nosotros, deja intactos los arsenales que poseen los elementos fascistas —al hablar de fascistas nos referimos lo mismo a los de la Falange que a los de la CEDA—. De sobra sabemos que son los cedistas y demás terratenientes quienes pagan a las centurias de Falange. De modo, pues, que tenemos frente a nosotros, armados hasta los dientes, a todos los señores de la tierra, a sus lacayos directos, a sus matones a sueldo, a la clerigalla trabucaire, y, respaldando a todas esas fuerzas enemigas, a la Guardia Civil, a los jueces de la burguesía, a los técnicos desleales y a los chupatintas taimados [del Instituto de Reforma Agraria][61].

Uno de los factores que más contribuyó a aumentar la tensión social durante la primavera de 1936 fue el anticlericalismo. La animadversión religiosa se dejó notar con más intensidad en los pueblos o aldeas donde el clero había prestado apoyo a la CEDA y había aplaudido la represión tras la huelga del campo y los sucesos de octubre de 1934. La venganza a veces consistió en que los alcaldes rehabilitados en sus cargos impidieran los entierros católicos, los bautizos y las bodas, o en que cobraran por dejar tocar las campanas. En Rute, el alcalde socialista multó al párroco por llevar el viático por las calles sin haber solicitado el correspondiente permiso. En varios lugares se destruyeron estatuas sacras y crucifijos; estos incidentes ocurrieron sobre todo en Andalucía y en Levante. En Yecla (Murcia), a mediados de marzo, hubo sucesivas quemas de iglesias. Se profanaron las tumbas del obispo de Teruel, Antonio Ibáñez Galiano, y de dos monjas en la iglesia de las Franciscanas Concepcionistas. En varios pueblos manchegos se interrumpieron las procesiones religiosas y los fieles fueron hostigados por jóvenes trabajadores a la salida de misa. Lo mismo ocurrió en Linares de la Sierra, una aldea del norte de Huelva. En Santa Cruz de Mudela, al sur de Valdepeñas, en Ciudad Real, a mediados de marzo la Guardia Civil frustró un intento de incendiar la parroquia. A lo largo de los dos meses siguientes, el alcalde cerró dos colegios religiosos, prohibió los entierros católicos y que los niños llevaran el traje de la primera comunión por el pueblo; incluso colgó medallas con imágenes religiosas a unos perros que soltó entre la gente que salía de misa. En Cúllar de Baza (Granada) se dijo que en el mes de junio el alcalde había irrumpido en la iglesia en plena noche y había desenterrado el cuerpo del párroco, que había fallecido recientemente, con la intención de darle sepultura en el cementerio civil. Por supuesto, se trata de casos extremos, pues en la mayor parte de los lugares las procesiones de Semana Santa se desarrollaron sin incidencias. Sin embargo, los enfrentamientos por motivos religiosos fueron un factor importante en la polarización política y el fomento de la violencia. Hubo casos de curas trabucaires, por ejemplo. En Cehegín (Murcia), al ver su residencia rodeada, el párroco abrió fuego sobre los manifestantes y mató a uno de ellos. En Piñeres (Santander), un cura disparó a los aldeanos provocando un herido. El párroco de Freijo (Orense) tenía en su poder un rifle Winchester, un máuser y una rémington[62].

La confrontación se recrudeció cuando en el mes de abril se negociaron las bases de trabajo. Los terratenientes se enfurecieron al saber que los ayuntamientos del Frente Popular pretendían imponer multas cuantiosas a quienes desacataran los acuerdos alcanzados por los Jurados Mixtos[63]. Las bases de trabajo fueron prácticamente pasadas por alto en Badajoz, Córdoba, Ciudad Real, Málaga y Toledo. En la provincia de Badajoz, los propietarios se negaron a contratar a jornaleros y utilizaron maquinaria para recoger la cosecha de noche. En Almendralejo, situado en una zona considerablemente próspera, más de 2000 hombres se quedaron sin trabajo porque los terratenientes se negaron a emplear a los afiliados de la FNTT. Cabe reseñar, además, que la unidad de los amos de las fincas se mantuvo también gracias a que pesaban amenazas de muerte sobre cualquiera que decidiera negociar con el sindicato obrero. Pese a todo, el gobernador civil ordenó el arresto de cuatro de los mayores latifundistas. La tensión en el pueblo tomó finalmente un cariz sangriento cuando estalló la Guerra Civil[64]. El alcalde de Zafra, José González Barrero, presidió un comité mixto de terratenientes y trabajadores, que se ocupó de la colocación de los jornaleros desempleados de la zona. Cuando el 7 de agosto la columna rebelde entró en Zafra, cuatro de los cinco representantes de los trabajadores fueron asesinados[65].

En Jaén, durante la cosecha del cereal, los propietarios trajeron mano de obra no sindicada de Galicia y otras regiones. Los esquiroles estaban protegidos por la Guardia Civil, que también estaba en connivencia con el hecho de que los dueños tuvieran guardas armados al cuidado de sus fincas. Cuando los terratenientes de Badajoz trataron de sortear a los sindicatos locales importando mano de obra barata de Portugal o con el uso de maquinaria, hubo ataques a los jornaleros inmigrantes y las máquinas fueron saboteadas. Con la cosecha al borde de la ruina, las autoridades locales dispusieron que fueran los braceros no sindicados quienes la recogieran bajo protección policial. Al considerar esta iniciativa un asalto a sus derechos de propiedad, los terratenientes denegaron los salarios que se exigían y ordenaron a sus guardas armados echar a los jornaleros de los campos. En algunos casos, los propios dueños de las fincas destruyeron las cosechas a fin de coartar a los peones. La Federación de Propietarios Rústicos llegó a afirmar que sus miembros se enfrentaban a la desaparición o al suicidio. En Carrión de los Condes, al norte de Palencia, el presidente de la casa del pueblo fue colgado por los terratenientes locales. En muchas partes de Córdoba hubo huelgas cuando las organizaciones obreras trataron de imponer el «turno forzoso», la rotación estricta de los trabajadores en las distintas fincas. En buena parte de los lugares, las huelgas se resolvieron negociando. Sin embargo, en Palma del Río, en parte por la provocativa postura de uno de los principales terratenientes, se produjo un grave conflicto. Cuando el terrateniente se negó a pagar a los trabajadores alojados en sus fincas, lo encarcelaron y le ordenaron pagar 121 500 pesetas, una pequeña fortuna por entonces. Al rehusar de nuevo, el ayuntamiento confiscó 2450 animales de su propiedad, entre cerdos, vacas y caballos. Acto seguido, sus hijos y otros falangistas del pueblo organizaron varios disturbios. Cuando los militares rebeldes tomaron el pueblo en la guerra, su revancha fue despiadada. En Palenciana, al sur de Córdoba, un guardia llamado Manuel Sauces Jiménez interrumpió un consejo en la casa del pueblo y trató de arrestar al orador; tras la consiguiente escaramuza, fue apuñalado de muerte. Sus compañeros abrieron fuego, matando a un trabajador e hiriendo a otros tres hombres[66].

En la provincia de Sevilla, el gobernador civil, José María Varela Rendueles, se dio cuenta de que los terratenientes llamaban a la Guardia Civil para expulsar a quienes habían invadido sus propiedades únicamente después de que hubieran recogido toda la cosecha. Así que, cuando la Guardia Civil cumplía con su trabajo, los propietarios tenían la cosecha recogida gratis[67]. El conflicto entre jornaleros alojados y patronos fue especialmente espinoso en Sevilla. Los pueblos de menos de 10 000 habitantes estaban bajo el dominio de la FNTT, mientras que los más grandes se hallaban en manos de la CNT. En uno de estos últimos, Lebrija, el 23 de abril hubo un enfrentamiento entre los jornaleros anarquistas, que protestaban por los salarios insuficientes, y el comandante del cuartel de la Guardia Civil, el teniente Francisco López Cepero. Se lanzaron piedras y, cuando el oficial cayó al suelo, la multitud lo linchó. Fue el preludio de la quema de dos iglesias, tres conventos, la sede de Acción Popular y las casas de varios terratenientes[68]. Pese a estos casos de violencia, el conflicto en el campo se caracterizaba por su absoluta falta de organización, por la inexistencia de un plan revolucionario coordinado para la toma de poder, pero eso no contribuyó a disminuir la alarma entre la burguesía y la clase alta rural.

Por desgracia, no solo hubo violencia en el campo. De hecho, es improbable que las agitaciones en el medio rural hubieran servido por sí solas de justificación para un golpe militar. Era necesario movilizar la opinión popular en las áreas urbanas, y eso solo podía conseguirse sembrando violencia en las calles. La Falange asumió la tarea. Al líder del partido, José Antonio Primo de Rivera, la idea de emplear la violencia contra la izquierda no le suponía ningún problema. Irritado por la efervescencia de una manifestación obrera que presenció en Madrid poco después de la victoria electoral del Frente Popular, le comentó a su amigo Dionisio Ridruejo: «Con un par de buenos tiradores una manifestación como esa se disuelve en diez minutos». A José Antonio le contrariaba el hecho de que el resto de la derecha diera por sentado que a la Falange se le asignara siempre «el papel de guerrilla o tropa ligera de otros partidos más sesudos»; no obstante, estaba dispuesto a que su partido actuara como el instrumento de las clases más altas, tal como demuestran sus palabras a Ridruejo: «Esperemos que se enteren de una vez. Nosotros estamos dispuestos a poner las narices, ¿no? Pues que ellos pongan, por lo menos, el dinero»[69].

En realidad, la violencia callejera que iba debilitando cada vez más la autoridad del gobierno iba de la mano de la conspiración militar para la que a su vez ofrecía una justificación. Tras obtener un escaso 0,4 por ciento de los votos en las elecciones de febrero (unos 45 000 votos en total), quedó claro que la Falange contaba con mucho menos apoyo popular del que aseguraba tener. Tal y como demuestra el comentario a Ridruejo, José Antonio estaba dispuesto a embarcar a los activistas de su partido en una estrategia basada en un aumento de la tensión[70]. Al cabo de un mes de las elecciones, se produjeron en Madrid ataques con armas de fuego a destacados políticos de izquierdas y liberales; también hubo numerosos incidentes violentos entre falangistas e izquierdistas en las calles de la capital. El 11 de marzo, un falangista estudiante de Derecho, Juan José Olano, resultó muerto en un tiroteo. Al día siguiente, en represalia, una pequeña brigada falangista formada por tres hombres, que casi con certeza actuaban con el conocimiento de José Antonio, trataron de asesinar a Luis Jiménez de Asúa, un distinguido profesor de Derecho y diputado del PSOE en el Parlamento. Jiménez de Asúa sobrevivió, pero falleció el policía que lo escoltaba, Jesús Gisbert. El día de su funeral, la izquierda reaccionó incendiando dos iglesias y las oficinas del periódico de Renovación Española, La Nación, que pertenecía a uno de los patrocinadores de la Falange, Manuel Delgado Barreto. La consecuencia fue que el 14 de marzo, el director general de Seguridad, José Alonso Mallol, ordenó el arresto de José Antonio y otros dirigentes de la Falange Española de las JONS por tenencia ilegal de armas[71].

A Azaña le impresionó vivamente el hecho de que las divisiones en el seno del Partido Socialista fueran tales que Largo Caballero ni siquiera hubiera expresado preocupación alguna por Jiménez de Asúa. Sin embargo, en represalia por el arresto de José Antonio, el 16 de marzo, una cuadrilla terrorista de la Falange prendió fuego a la casa de Largo Caballero. En un alarde de hipocresía asombroso, el 17 de marzo Gil Robles fue a ver al ministro de la Gobernación, Amós Salvador, para protestar por los disturbios, de los que dicho incendio era un claro síntoma. También la CEDA provocó un debate acerca del asunto en las Cortes, donde culpó al gobierno y a la izquierda[72]. A sabiendas de que el Ejército todavía no estaba preparado para tomar el poder y consciente de que la obstrucción plena al gobierno de Azaña solo podría desembocar en un gobierno de signo exclusivamente socialista, Gil Robles dedicó sus energías a cultivar un clima de temor. El objetivo era que la clase media, aterrorizada por el espectro del desorden, acabara por dirigirse al Ejército como su único salvador.

José Antonio fue detenido por un tecnicismo legal, puesto que su implicación en el intento de asesinato de Jiménez Asúa no pudo probarse. A pesar de ello, parece fuera de duda que dio su visto bueno al plan. El antiguo líder de los escuadrones de la Falange, Juan Antonio Ansaldo, lo había visitado en la cárcel Modelo de Madrid para hablar del modo de sacar del país a los tres asesinos. Ansaldo los llevó a Francia, pero allí fueron detenidos y extraditados de vuelta a España. El 8 de abril los juzgaron por el asesinato de Jesús Gisbert y el intento de asesinato de Luis Jiménez de Asúa. Al cabecilla, Alberto Ortega, lo sentenciaron a veinticinco años de prisión, y a sus dos cómplices a seis años cada uno. La cúpula de Falange —incluidos, por consiguiente, los dirigentes en prisión— tomó la decisión de atentar contra el juez, Manuel Pedregal, a modo de represalia; el 13 de abril lo asesinaron, para que sirviera de advertencia a los jueces en futuras causas contra los falangistas[73]. El compromiso de José Antonio con la estrategia de la violencia fue matizado por un cierto realismo. El 12 de abril, por ejemplo, suspendió un plan elaborado por la Falange de Primera Línea para acabar con la vida de Largo Caballero en el hospital donde su esposa estaba ingresada por una enfermedad terminal. Puesto que el escolta solía quedarse fuera, parecía sencillo que unos falangistas disfrazados de personal médico lo mataran en el pasillo desierto que llevaba a la habitación. José Antonio le explicó a un amigo que su cautela obedeció al convencimiento de que el contragolpe de la izquierda acabaría con la Falange. También le preocupaba el impacto que tendría en la opinión pública el asesinato de un hombre de sesenta y seis años de visita a su esposa moribunda[74].

Dos días más tarde se produjo un incidente que parecía hecho a medida para la Falange y la Unión Militar Española. En la madrileña avenida de La Castellana se organizó un fastuoso desfile militar para conmemorar el quinto aniversario de la Segunda República. Una fuerte explosión, seguida de lo que parecieron ráfagas de ametralladora cerca de la tribuna presidencial sobresaltó a los dignatarios allí reunidos y a sus escoltas policiales. En realidad se trataba de unas potentes tracas que habían colocado los falangistas. Sin embargo, poco después, mientras desfilaba la Guardia Civil, se oyeron abucheos y cánticos propios de la izquierda, como «¡Muera la Guardia Civil!», o «Uníos, Hermanos Proletarios», en recuerdo a la brutal represión de Asturias. A continuación se oyeron disparos. En la confusión, un teniente de la Guardia Civil de paisano, Anastasio de los Reyes López, fue herido de muerte por unos asaltantes desconocidos. Posteriormente, en la prensa de izquierdas se dijo que había recibido un disparo a resultas de una «provocación fascista». Quienquiera que fuese el culpable, la derecha consiguió sacar el máximo provecho del incidente[75].

Desde el gobierno se procuró que el entierro de Reyes se desarrollara con discreción, pero la Guardia Civil convirtió el funeral en una manifestación multitudinaria en contra de la República. Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio, se reunió con varios representantes de la UME para pedir en nombre de la Falange permiso para acudir al entierro, a lo que le respondieron que se esperaba la asistencia de los falangistas, que debían ir armados. Desobedeciendo las órdenes del gobierno en sentido contrario, la Guardia Civil decidió que la procesión siguiera el mismo itinerario que el desfile militar del 14 de abril, en un gesto claramente antirrepublicano. A pesar de la ilegalidad del acto, Gil Robles y Calvo Sotelo asumieron la presidencia civil del cortejo. Al llegar a La Castellana, hubo varios incidentes y disparos de armas de fuego. Nunca se dilucidó si los responsables fueron izquierdistas o agitadores de derechas. Los falangistas intentaron desviar el desfile para montar un ataque a las Cortes. Entre las víctimas, el falangista Andrés Sáenz de Heredia, primo de José Antonio, resultó muerto en el consiguiente enfrentamiento con los Guardias de Asalto. Poco después, el oficial al mando del destacamento de los Asaltos, el teniente José del Castillo Sáenz de Tejada, empezó a recibir amenazas de muerte[76]. En la Falange suscitó tanta satisfacción como los altercados violentos el escándalo que generó su intento de asaltar las Cortes, que finalmente fracasó. La UME vio en los sucesos del 16 de abril un espaldarazo para sumar adeptos. Prieto comentó: «Ayer se descubrió que el fascismo ha prendido, y muy fuertemente, en las organizaciones militares»[77].

Los disturbios siguieron sucediéndose durante la primavera de 1936, pero la prensa de derechas exageró hasta la saciedad el alcance de los mismos, igual que los discursos parlamentarios de Gil Robles y Calvo Sotelo, que responsabilizaba exclusivamente a la izquierda de las hostilidades. Solo dos grupos podían beneficiarse, incluso en la teoría, de la proliferación de la anarquía indiscriminada: la extrema izquierda del movimiento anarquista y la derecha «catastrofista» que respaldaba la conspiración militar. La táctica de los frentes populares impuesta por Moscú dejaba claro que los comunistas no tenían intención de asumir el poder aprovechando un desmoronamiento total de la ley y el orden. En el PSOE, tanto El Socialista, el periódico del ala de Prieto, como Claridad, la tribuna de Largo Caballero, aconsejaban a sus lectores hacer caso omiso de la provocación derechista tras la muerte de Anastasio de los Reyes[78]. Al haber ganado las elecciones, ninguno de los partidos que constituían el Frente Popular tenía la necesidad de fomentar la violencia; en cambio, la creación de un clima de agitación y desorden podía justificar que se recurriera a la fuerza para establecer una dictadura de derechas. En las luchas callejeras entre falangistas o japistas con comunistas o socialistas, costaba discernir dónde empezaba la provocación y dónde acababan las represalias, pero en todo caso es de notar que Felipe Ximénez de Sandoval, íntimo amigo de José Antonio, alardeara de que en los conflictos que siguieron al cortejo fúnebre de De los Reyes «el Depósito Judicial acogió, por cada uno de los nuestros, a diez de los contrarios»[79].

Fue también significativo que los conservadores acaudalados que anteriormente habían financiado a Gil Robles por considerar que era la defensa más eficaz de sus intereses, a partir de entonces empezaron a dar fondos a la Falange y los rompehuelgas de los Sindicatos Libres. A comienzos de marzo, ABC abrió una suscripción de una apenas conocida Federación Española de Trabajadores, tras la cual se discernía la figura de Ramón Sales, el agitador fascista que había alcanzado celebridad en el gangsterismo político de 1919-1923. A finales de abril se habían recolectado 350 000 pesetas, donadas por aristócratas, terratenientes, industriales, además de muchos «fascistas» y falangistas anónimos. Puesto que el dinero no se destinó nunca a fines sindicales y que un alarmante número de los arrestados por actos violentos resultaron ser miembros de los Sindicatos Libres, en la izquierda no hubo dudas de que se trataba de un fondo para financiar a los agitadores. La derecha contrataba a pistoleros profesionales, cuyas operaciones buscaban provocar la mayor repercusión posible[80].

Evidentemente, los atentados a Jiménez de Asúa y el frustrado a Largo Caballero pretendían provocar represalias. Entre esta clase de operaciones, la más exitosa fue la que se llevó a cabo en Granada, entre el 9 y el 10 de marzo. Un escuadrón de falangistas armados abrió fuego sobre un grupo de obreros y sus familias, con lo que numerosas mujeres y varios niños resultaron heridos. Las sedes locales de la CNT, la UGT, el PCE y el Partido Sindicalista se unieron para convocar una huelga general, en el curso de la cual estalló la violencia. Prendieron fuego a las oficinas de la Falange y Acción Popular; el periódico de la ACNP, Ideal, fue destruido, y además se quemaron dos iglesias. A lo largo del día, pistoleros falangistas dispararon desde los tejados sobre los manifestantes, y tirotearon también a los bomberos para impedir que controlaran el fuego de los edificios en llamas. En Granada, así como en otros lugares, estos incidentes fueron provocados por desconocidos que desaparecían con la misma rapidez con que habían aparecido. Cuando los militares rebeldes tomaron el poder, al comienzo de la Guerra Civil, algunos de los anarquistas y comunistas más violentos y radicales de Granada resultaron ser agitadores falangistas. En toda España, las autoridades municipales de la izquierda pasaron apuros considerables para mantener el orden frente a los eventuales disturbios. El hecho de que los miembros conservadores de la judicatura simpatizaran con las actividades falangistas no ayudaba; los jueces que adoptaban una postura firme contra esa clase de prácticas se convertían a su vez en blanco de los saboteadores armados[81].

El 15 de abril, Azaña presentó su programa de gobierno moderado ante las Cortes. Calvo Sotelo declaró que cualquier gobierno que dependiera de los votos del PSOE, a efectos prácticos, se hallaba bajo dominio ruso. Con más sutileza, Gil Robles dio una clase magistral de hipocresía. Admitió con condescendencia las buenas intenciones de Azaña, si bien negó que la situación de conflicto en el campo debiera algo a las políticas de la CEDA. Olvidando la humillación a la que se exponía Giménez Fernández, aseguró que su partido estaba comprometido con la erradicación de la injusticia social y la redistribución equitativa de la riqueza. A continuación, compartió la opinión de Calvo Sotelo de que el gobierno se hallaba impotente ante una oleada de disturbios que era enteramente responsabilidad de la izquierda. Achacando la violencia de los agitadores a la debilidad del gobierno, dijo que sus correligionarios ya habían optado por recurrir a la violencia en defensa propia. Declaró que pronto no le quedaría más remedio que decir a los suyos que no esperaran nada de la legalidad y se unieran a los partidos que les ofrecían «el aliciente de la venganza». En un registro apocalíptico, lanzó una grave advertencia: «La mitad de la nación no se resigna implacablemente a morir. Si no puede defenderse por un camino, se defenderá por otro. Frente a la violencia, que allí se propugna, surgirá la violencia por otro lado… Cuando la guerra civil estalle en España, que se sepa que las armas las ha cargado la incuria de un Gobierno que no ha sabido cumplir con su deber, frente a los grupos que se han mantenido dentro de la más estricta legalidad». Concluyó con un grito de guerra rotundo: «Es preferible saber morir en la calle a ser atropellado por cobardía»[82].

Gil Robles alertaba así, con gran efectismo, de la amenaza de una guerra si el Frente Popular no abandonaba su compromiso con una reforma exhaustiva de la estructura socioeconómica. Precisamente porque sus discursos parlamentarios no podían ser censurados, Gil Robles y Calvo Sotelo salpicaban los suyos con exageraciones sobre el desorden reinante. Sabían que, al ser reproducidos íntegramente en la prensa, sus nefastas predicciones contribuirían a alimentar el clima de terror entre amplios sectores de las clases medias y altas, que buscarían la salvación en el Ejército. Contraria a la retórica quietista de Gil Robles, la CEDA estaba organizando también grupos de asalto motorizados con ametralladoras. En paralelo a los escuadrones terroristas operados por los falangistas y financiados por los monárquicos de Acción Española, el número de jóvenes de derechas arrestados por actos de violencia en el transcurso de la primavera que resultaron ser miembros de las JAP era cada vez mayor[83]. Las intervenciones de Gil Robles en las Cortes del 15 de abril, así como la asistencia puntual a los funerales de los pistoleros falangistas, contribuyeron a que la violencia política pareciera responsabilidad exclusiva de la izquierda. En su discurso quedaba claro que el gusto por la violencia, cada vez más acentuado, en el seno de la CEDA no le preocupaba lo más mínimo.

En sus memorias, Gil Robles reconoció que la razón de ser de la CEDA era difundir propaganda en el Parlamento y servir de escudo a grupos más violentos. Citaba con aprobación la opinión de Manuel Aznar sobre los individuos de derechas que llevaron a cabo actos aislados de terrorismo en la primavera de 1936, gente «de muy subida nobleza y de gran calidad espiritual». En una entrevista concedida a El Defensor de Cuenca, reveló que le merecían respeto quienes dejaban la CEDA para irse «por los caminos de la violencia, creyendo honradamente que de esta manera se resuelven los problemas nacionales», mientras condenaba a quienes abandonaban porque el partido fuera del poder ya no podía ofrecer sinecuras[84]. Casi inmediatamente después de las elecciones, la mayoría de la Derecha Regional Valenciana (DRV) había rechazado la moderación de su líder, Luis Lucia, en pro de la acción directa. Bajo el liderazgo del secretario general del partido, José María Costa Serrano, la DRV empezó a hacer acopio de armas y a organizar su propia milicia clandestina. Se crearon enlaces con la Falange local, Renovación Española y los conspiradores del Ejército pertenecientes a la Unión Militar Española. Las juventudes de la DRV recibieron instrucción y realizaron prácticas de tiro. A lo largo de la primavera, al menos 15 000 miembros de las JAP se unieron a la Falange. Nada se hizo por disuadirlos, ni tuvo lugar un nuevo reclutamiento para reemplazarlos. Los que siguieron en la CEDA mantuvieron un contacto activo con grupos que comulgaban con la violencia. Calvo Sotelo gozaba de una simpatía considerable dentro de Acción Popular. Y, cuando estalló la guerra, miles de cedistas se unieron a los carlistas[85].

A lo largo de la primavera proliferaron los temores a una conspiración militar, al tiempo que se intensificaban las confrontaciones en el campo. El 1 de mayo, Indalecio Prieto pronunció un discurso digno de un hombre de estado en Cuenca, donde había elecciones para cubrir un escaño vacante, en el que planteaba el problema en términos precisos. Había ido a Cuenca «bajo la preocupación del inmediato estallido fascista, que ya venía anunciando sin otro resultado que cosechar diatribas y desdenes». La víspera de su llegada a la ciudad se había producido un choque violento entre militantes de izquierdas y de derechas. Aún estaban calientes las cenizas tras la quema del casino de los conservadores, y se consideró prudente que lo acompañara una escolta armada que proporcionó un grupo de las juventudes socialistas conocido como La Motorizada[86]. Prieto hizo hincapié tanto en los peligros de un alzamiento militar como en la incertidumbre que provocaban los disturbios. En un discurso patriótico apasionado, esbozó las directrices de «la conquista interna de España», de la justicia social basada en un crecimiento económico planificado que solo podría poner en práctica un gobierno fuerte. Denunció las provocaciones de la derecha y las agitaciones de la izquierda, pues «lo que no soporta una nación es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad».

La oportunidad de robustecer el gobierno se había presentado a principios de mayo, después de que, tras la impugnación de Alcalá Zamora, Manuel Azaña ocupara la presidencia de la República. El discurso de Prieto levantó las esperanzas de que la combinación de un presidente con garra y un primer ministro igual de firme pudieran defender a la República de la subversión de los militares. Sin embargo, cuando el presidente recién electo le pidió formar gobierno, Prieto cometió el error táctico de consultar en dos ocasiones al grupo parlamentario del PSOE, que encabezaba Largo Caballero. En sendas reuniones celebradas el 11 y el 12 de mayo, Largo Caballero y sus seguidores se opusieron a que aceptara la petición de Azaña, ante lo que capituló discretamente. A pesar de la oposición de Largo Caballero, Prieto podría haber formado un gobierno con el apoyo parlamentario de los partidos republicanos y aproximadamente un tercio de los diputados del PSOE. Sin embargo, no estaba dispuesto a dividir al PSOE[87].

Desde el punto de vista de evitar una guerra civil, el momento decisivo lo marcó probablemente el fracaso del proyecto de un gobierno liderado por Prieto. Largo Caballero aniquiló la última oportunidad de evitar un alzamiento militar. Uno de los principales argumentos a favor de un golpe esgrimidos por el cuerpo de los oficiales era el riesgo de que Largo Caballero, una vez en el poder, disolviera el Ejército. Prieto se dio cuenta, al contrario de lo que al parecer le ocurrió a Largo Caballero, de que acometer un cambio social revolucionario profundo llevaría a las clases medias al fascismo y a la contrarrevolución armada. En cambio, Prieto estaba convencido de que la respuesta estribaba en restablecer el orden y acelerar la reforma. Tenía planes de apartar a los altos mandos militares que no merecieran confianza plena, reducir el poder de la Guardia Civil, designar a un oficial leal director general de Seguridad y desarmar a los escuadrones fascistas que sembraban el terror[88]. Largo Caballero frustró estas iniciativas y garantizó que la facción más fuerte del Frente Popular no pudiera participar activamente en el uso del aparato del estado para defender la República. Tras la eliminación de Prieto, Azaña recurrió a su compañero de la izquierda republicana Santiago Casares Quiroga, que carecía de estatura para acometer los problemas que tenía que afrontar. Más adelante, Prieto escribió: «Mi misión, pues, se reducía a avisar constantemente del peligro, a vocearlo y a procurar que en nuestro campo de obcecaciones ingenuas, propias de un lamentable infantilismo revolucionario, no siguieran creando ambiente propicio al fascismo, que era la única utilidad de desmanes absurdos»[89].

El 19 de mayo, Casares Quiroga, sucesor de Azaña como primer ministro, presentó su programa de gobierno ante las Cortes. Gil Robles respondió con una intervención magistral llena de ambigüedad, por no decir de hipocresía, que tuvo mucha repercusión. Al igual que sucediera el 15 de abril, su presunta llamada a la moderación era en realidad un alegato a la violencia. Sin mencionar nombres, se regodeó en el fracaso del plan de Azaña para afianzar un gobierno del Frente Popular bajo el mandato de Prieto y conseguir un apoyo amplio. Declaró entonces que, así las cosas, el gobierno republicano quedaba «reducido al triste papel, respecto a estos grupos [dijo señalando los escaños socialistas] de ser hoy su servidor, mañana su comparsa y, en definitiva, su víctima». En relación con la hostilidad manifiesta de Casares Quiroga hacia el fascismo, señaló que los disturbios daban relevancia a las soluciones fascistas. Criticaba el fascismo teórico por su procedencia extranjera, su panteísmo filosófico y sus elementos de socialismo estatal, pero por otro lado justificaba la violencia por parte de los llamados fascistas, pues no les quedaba otro camino para defender sus intereses. Nada dijo, en cambio, del modo en que la agitación política del momento se había visto fomentada por las políticas promovidas desde los gabinetes del Partido Radical y la CEDA. Tras declarar muerta la democracia, alabó el viraje hacia el fascismo, que nacía de «un sentido de amor patrio, quizás mal enfocado, pero profundamente dolorido, al ver que el ritmo de la política no lo trazan los grandes intereses nacionales, sino que lo trazáis vosotros con las órdenes de Moscú». Aprobaba así la fuga de las bases de las JAP a la Falange. Concluyó su intervención con un desafío provocador a la izquierda caballerista, al increparlos sarcásticamente con un: «Vosotros, feroces revolucionarios, que no hacéis más que hablar»[90].

Que Gil Robles denunciara la desintegración del orden público se vio desde la izquierda como un intento hipócrita de desacreditar al gobierno y justificar un posible golpe militar. Aquellos discursos atraían a los terratenientes por razones obvias, pero también alimentaban la estrategia falangista de tensión, dirigida desde la cárcel por José Antonio Primo de Rivera. Tras su arresto, el partido pasó a la clandestinidad, y el círculo vicioso de provocaciones y represalias se intensificó de forma drástica. El 7 de mayo, tres semanas después del funeral de Reyes, las repercusiones reverberaron con el asesinato de Carlos Faraudo, el capitán de Ingenieros republicano que instruía a las milicias socialistas, a manos de un escuadrón de miembros de la UME y la Falange. Al día siguiente hubo un intento de acabar con la vida del exministro republicano conservador, José María Álvarez Mendizábal. José Antonio le dijo a Ximénez de Sandoval: «No quiero un falangista más aquí. Con el primero que venga sin mi consentimiento, si no es por un motivo razonable como haberse cargado a Azaña o a Largo Caballero, usaré de toda mi autoridad de Jefe Nacional de la Falange para ponerle de patitas en la calle». Los disturbios posteriores sirvieron de fundamento para las llamadas de Gil Robles y Calvo Sotelo a la intervención militar[91]. La retórica revolucionaria de Largo Caballero era, en comparación con la de la Falange, completamente banal.

Dentro del aparato de gobierno, el hombre más preocupado por la relación que pudieran guardar los preparativos de un golpe de Estado y la violencia falangista era el director general de Seguridad, José Alonso Mallol. Desde que Amós Salvador lo había nombrado, en el mes de febrero, Alonso Mallol había trabajado incansablemente para combatir el terrorismo falangista y supervisar las actividades de los oficiales hostiles a la República. Una de las novedades que introdujo fue la colocación de escuchas telefónicas en los domicilios y los barracones donde se estaba urdiendo la conspiración. La correspondencia de José Antonio Primo de Rivera con los conspiradores también fue interceptada. En consecuencia, en mayo Alonso Mallol pudo dar ya al presidente Azaña y al primer ministro Santiago Casares Quiroga una lista de más de 500 implicados, con la recomendación de que se procediera a su detención inmediata. Azaña y Casares no actuaron, temerosos de las posibles reacciones, de manera que los preparativos del golpe siguieron su curso[92].

De hecho, como constatan los alardes de José Antonio ante el destacado monárquico Antonio Goicoechea el 20 de mayo de 1936, la cárcel no fue un obstáculo para organizar el papel de la Falange en los prolegómenos de la Guerra Civil. Desde prisión, José Antonio trabó una estrecha relación con los carlistas y con Renovación Española[93]. Se había reunido con el general Mola el 8 de marzo para ofrecer los servicios de la Falange, solo unas horas después de que lo nombraran «director» del alzamiento militar en ciernes. También a principios de marzo, Ramón Serrano Suñer, amigo de José Antonio, le había puesto en contacto con otros altos mandos militares, entre ellos Yagüe, figura clave de Mola para la participación del Ejército en Marruecos[94]. El papel de la Falange consistiría en perpetrar actos terroristas a fin de provocar la reacción de la izquierda, y ambas cosas se aunarían para justificar las jeremiadas de la derecha acerca del desorden reinante. Desde la cárcel, el 20 de mayo José Antonio hizo público el primero de los tres panfletos clandestinos que agrupó bajo el título No Importa. Boletín de los Días de Persecución. Instando a sus seguidores a recrudecer los ataques a los izquierdistas, el 6 de junio escribió: «Mañana, cuando amanezcan más claros días, tocarán a la Falange los laureles frescos de la primacía de esta santa cruzada de violencia». En el mismo número había un llamamiento al asesinato de Ramón Enrique Cadórniga, el juez que lo había sentenciado a prisión, así como del diputado parlamentario socialista de Cáceres, Luis Romero Solano, responsable de la detención de José Luna, el cabecilla de la Falange en Extremadura[95].

En marzo, el gobierno destinó a Mola a Navarra con el objeto de neutralizarlo. Sin embargo, puesto que contaba con la confianza de los oficiales más influyentes de Marruecos y de su red policial, mantuvo en sus manos las riendas de la futura rebelión. Las autoridades republicanas dieron por hecho que Mola, que se había granjeado reputación de militar intelectual gracias a sus libros, mantendría poco trato con los carlistas locales, profundamente reaccionarios. En realidad, tres días después de su llegada a Pamplona, el 14 de marzo, se reunió con B. Félix Maíz, un empresario de treinta y seis años, que sería su principal nexo con los carlistas navarros. Enseguida congeniaron, al descubrir que ambos compartían idéntico entusiasmo por Los protocolos de los sabios de Sión. Desde antes incluso de las elecciones de febrero, Maíz se había confabulado con las figuras del Ejército de la zona, que aprovecharon la oportunidad de presentarle a Mola. Maíz no cabía en sí de contento cuando Mola, que seguía recibiendo paranoicos informes de la ROVS procedentes de París, le dijo: «Vamos contra un enemigo que no es español». Maíz, en cuyas memorias se incluyen extensos pasajes de Los protocolos…, creía inminente una guerra a muerte entre los cristianos y los lacayos de los judíos, «la gran Bestia … hordas compactas de brutos encerrados en el pantano del Mal». Maíz veía la situación política en términos aún más tremebundos: «Circulan ya por España equipos completos de “tipos” inyectados con el morbo de la rabia, dispuestos a clavar sus sucios colmillos en carne cristiana»[96].

Las delirantes fantasías de Maíz no eran más que una versión extrema de una ficción minuciosamente calculada, destinada a justificar el golpe y la posterior represión. Se inventaron una serie de «documentos secretos», con la intención de demostrar la existencia de una conspiración para la implantación en España de una dictadura soviética. A modo de equivalente ibérico de Los protocolos…, dichos «documentos» habrían de servir para generar el miedo y la indignación, entre otras cosas porque supuestamente contenían listas negras de derechistas que serían asesinados en cuanto se hubiera establecido la dictadura comunista[97]. Esta clase de elucubraciones hicieron posible presentar un golpe militar bajo la forma de un acto patriótico que salvara a España del ataque organizado y perpetrado por la oscura mano del judaísmo. Con semejante visión del enemigo, solo restaba un pequeño paso para las primeras instrucciones secretas, que Mola dio en abril a los conspiradores de aquella trama. Escribió: «Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta, para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos, para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas»[98]. Apenas sorprende que Mola, por ser un africanista curtido, pero también en su condición de antiguo jefe de la Policía, pusiera tanto énfasis en la necesidad de actuar a través del terror. Sin embargo, no era solo una cuestión de hacerse con el poder, sino también de un primer paso hacia la «purificación» de España tras limpiarla de los elementos nocivos de la izquierda.

Después de que lo trasladaran a la cárcel de Alicante la noche del 5 de junio, José Antonio mandó a Rafael Garcerán a Pamplona con la misión de reiterar ante el general Mola su compromiso con el golpe y ofrecerle 4000 falangistas como fuerza de choque para los primeros días del alzamiento[99]. En un nuevo testimonio de los vínculos entre los militares y la violencia callejera, el político monárquico Antonio Goicoechea escribió el 14 de junio al gobierno italiano en nombre de la Falange, Renovación Española y Comunión Tradicionalista, pidiendo fondos para los escuadrones terroristas. Al comentar que el golpe estaba ya en una fase avanzada, destacó «el ambiente de violencia y la necesidad ineludible de organizarla»[100].

Pese a que crecían los enfrentamientos en la España rural, la FNTT lograba mantener la disciplina de sus miembros, incluso después de un suceso sangriento con ecos de lo sucedido en Casas Viejas, que tuvo lugar a finales de mayo cerca del pueblo de Yeste, al sur de Albacete. A resultas del largo proceso de la malversación de las tierras comunales por parte de los caciques, el campesinado de la zona vivía sumido en una pobreza desesperante. Muchos habían perdido su medio de vida tras la construcción del embalse de Fuensanta en 1931, que dejó improductiva bastante tierra fértil para el cultivo y privó a los carpinteros locales de la posibilidad de transportar la madera por los ríos Tus y Segura. En la primavera de 1936, los esfuerzos del ayuntamiento republicano-socialista, recién restituido, por colocar a los trabajadores desempleados en las tierras habían topado con una resistencia fiera. El 28 de mayo, un grupo de jornaleros en paro de la pedanía de La Graya, acompañados de sus mujeres e hijos, había talado árboles para hacer carbón y luego había empezado a arar el suelo en la finca de La Umbría. Antiguamente tierra comunal, La Umbría pertenecía entonces al cacique más poderoso de la zona, Antonio Alfaro, que hizo ir a 22 guardias civiles.

La mayoría de los aldeanos huyeron, pero 6 se quedaron. Después de pegarles, los agentes los llevaron a La Graya, donde prosiguieron los malos tratos. En la madrugada siguiente, una multitud de trabajadores de las pedanías vecinas se reunieron y, cuando se procedía al traslado de los prisioneros al pueblo de Yeste, los siguieron para impedir que se aplicara la Ley de Fugas. La multitud creció y, al llegar a Yeste, se acordó que los prisioneros fueran puestos en libertad bajo la custodia del alcalde. Cuando la multitud avanzó para dar la bienvenida a los liberados, uno de los agentes se dejó llevar por el pánico y disparó un tiro. Acto seguido, en la desbandaba murió un guardia civil; sus compañeros abrieron fuego sobre los lugareños y persiguieron luego a los campesinos que escaparon hacia las montañas, matando a un total de 17 personas, entre ellas el teniente de alcalde, e hiriendo a muchas más. Ante el temor de que los guardias civiles volvieran y quemaran La Graya, los aldeanos se refugiaron en las pedanías de los alrededores. Cincuenta miembros de la FNTT fueron arrestados, entre ellos Germán González, el alcalde socialista de Yeste[101]. Enfrentamientos como este y otros similares podrían haber conducido a un derramamiento de sangre a gran escala. Sin embargo, los líderes de la FNTT pusieron todo su esfuerzo en contener la ira de las bases de su sindicato, instándolos a mantener la fe en la reforma agraria que el gobierno estaba aplicando a marchas forzadas. Esa política era un desafío a la hegemonía social que los terratenientes llevaban defendiendo desde el año 1931. Enfrentados ahora a la nueva política del Frente Popular, empezaron a mirar hacia el Ejército en busca de protección.

Cotas similares de confrontación se manifestaron en Badajoz cuando, el 20 de mayo, el gobernador civil tomó la decisión, inaudita, de cerrar la sede provincial de la Federación de Propietarios Rústicos, pues desde allí se coordinaba tanto el sabotaje de las cosechas como el cierre patronal a la mano de obra sindicada[102]. De nada sirvió, sin embargo, ya que muchos terratenientes optaron por no dar trabajo a los jornaleros de la cosecha del cereal, prefiriendo que se pudriera con tal de imponer disciplina entre los trabajadores. Así pues, los propietarios se sintieron ultrajados cuando el gobernador civil decretó que los jornaleros debían recoger la cosecha y quedarse con parte de la misma en usufructo, en lugar de recibir un salario[103]. En la provincia de Cáceres, unos falangistas bien armados se encargaron de aplicar una política de provocación sistemática. Sin embargo, entre los derechistas arrestados por atentar contra el orden público a lo largo de la primavera y el verano de 1936 había varios miembros de las JAP[104].

En el sur, la exasperación de los jornaleros hambrientos era un pasto ideal para que prendiera el desorden. El hambre de la España rural de 1936 es hoy poco menos que inimaginable. El 21 de abril, al gobernador civil de Madrid se le comunicó que los campesinos de la provincia se veían obligados a comer lagartos y que los niños desfallecían en la escuela por no tener nada que llevarse a la boca. El gobernador civil de Ciudad Real informó de que en el sur de la provincia la gente del campo se alimentaba a base de hierbas hervidas. En Quintanar de la Orden, en Toledo, había hombres y mujeres tirados en las calles tras desmayarse por inanición. En muchos pueblos, y no solo en el sur, el hambre provocó una oleada de invasiones en las fincas, se robaban las cosechas o el ganado. Los asaltos violentos a las tiendas de alimentación no eran extraños. En Fuente de Cantos (Badajoz), en mayo de 1936, el presidente de la Agrupación Socialista, Teófilo García Rodríguez, celebró una reunión para hablar del desempleo. En respuesta a la evidente penuria de los hombres, mujeres y niños que formaban su auditorio, los animó a que lo siguieran a un lugar donde sabía que habría comida para todos. Los condujo hasta una de las fincas del mayor terrateniente de la zona, el conde de la Corte. Buena parte de la propiedad, que se conocía como Megías, estaba destinada al pastoreo de cerdos y ovejas. Los lugareños, hambrientos, se abalanzaron sobre los cerdos y, tras matarlos como pudieron, volvieron a Fuente de Cantos, manchados de sangre y con el andar vacilante bajo el peso de los animales sacrificados. Más al norte de Badajoz, en Quintana de la Serena, un nutrido grupo de jornaleros entraron en una finca para robar y matar ovejas con las que alimentar a sus familias[105].

En la conservadora Castilla la Vieja, donde se vivía una situación muy distinta, fomentar los disturbios requería un poco más de esfuerzo. Segovia era una provincia donde predominaba una economía agraria y la clase trabajadora organizada componía un segmento minúsculo de la población; su escasa fuerza residía sobre todo en el sector ferroviario[106]. En la capital provincial, el 8 de marzo, miembros de las JAP y los pocos falangistas de la ciudad provocaron disturbios. Atacaron a los trabajadores durante una fiesta, pero encontraron una fuerte resistencia y acabaron arrestados. Cuando los obreros hicieron una marcha en protesta por el ataque, recibieron los disparos de francotiradores de las JAP. El suceso provocó el ataque de la sede de Acción Popular por parte de un grupo de izquierdistas. Este no fue más que uno de los muchos incidentes en los que estuvieron involucrados miembros armados de las JAP. Sin embargo, por lo general el conflicto no iba más allá de los insultos verbales. En el pueblo de Otero de los Herreros, al sur de Segovia, un grupo de izquierdistas que volvían de una manifestación obligaron a un falangista de la zona a besar su bandera roja. Eliseo Gómez Ingeldo, que sufrió la ofensa, más adelante encabezó la represión en el pueblo y se ocupó de que a las muchachas de izquierdas les raparan la cabeza. Entretanto, en el municipio de Cuéllar, al norte de la provincia, miembros de la UGT impidieron trabajar a los peones de la construcción que se negaran a unirse al sindicato.

Asimismo, a pesar de que se producían algunos incidentes menores contra el clero (se colocaron petardos a la puerta del convento de los Padres Carmelitas, por ejemplo), las celebraciones de Semana Santa siguieron su curso habitual la primera semana de abril en la mayoría de las iglesias de la capital de provincia. El periódico conservador de Segovia, El Adelantado, llegó al punto de subrayar el grado de respeto que los no católicos habían mostrado por quienes participaban de las diversas ceremonias y servicios religiosos. En junio, sin embargo, las autoridades eclesiásticas decidieron suspender la tradicional procesión del Corpus Christi y celebrar en cambio un acto solemne en el interior de la catedral. Con frecuencia, la derecha de la ciudad se ofendía por la sencilla razón de que la izquierda tuviera la desfachatez de levantar pancartas y ondear sus banderas en las manifestaciones coreando sus eslóganes. A pesar de la relativa calma, estas tensiones sirvieron luego como excusa para justificar la represión[107]. De hecho, ya en Semana Santa, los militares conspiradores de Segovia habían pedido al cabecilla de la Falange local, Dionisio Ridruejo, que tuviera a sus hombres, por pocos que fueran, a punto para participar en el golpe[108].

La campaña para incrementar la tensión continuó el 16 de junio en las Cortes, donde Gil Robles despachó su última gran denuncia al gobierno del Frente Popular en forma de llamamiento a «la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión en que vive España». Aunque en la superficie parecía una llamada a la moderación, su discurso, destinado a crear opinión en la clase media, en esencia constataba que no podía esperarse nada del régimen democrático. Conocedor de los avances en los preparativos del Ejército, desgranó un catálogo de los desórdenes y altercados que presuntamente se habían producido desde las elecciones. Hizo recaer en el gobierno toda la responsabilidad de aquella larga lista, que recogía 269 incidentes, entre asesinatos, palizas, robos, quemas de iglesias y huelgas (una estadística a la que el 15 de julio habría que añadir otros 61 muertos). Parte de ello era cierto, parte era invención, pero todo lo expuso con términos que helaban la sangre. No pareció contemplar que la derecha hubiera desempeñado algún papel en los sucesos que describía, ni que muchos de los muertos fueran trabajadores asesinados por la Guardia Civil u otras fuerzas del orden. En cambio, protestó por el encarcelamiento de los terroristas de la Falange y las JAP, así como por la imposición de multas a los propietarios recalcitrantes. Mientras el gobierno contara con los votos de socialistas o comunistas, bramó Gil Robles, no habría un solo minuto de paz en España. Acabó declarando que «hoy estamos presenciando los funerales de la democracia»[109].

El debate sobre la exactitud de las cifras de Gil Robles sigue vivo desde entonces. El estudio más exhaustivo hasta la fecha, de Juan Blázquez Miguel, alcanzó los 444 muertos. Tomando en consideración a los heridos, algunos de los cuales probablemente murieron después, el autor sugiere que la cifra real puede asdender a cerca de 500. Es interesante que el número más alto, 67, corresponda a Madrid, la ciudad donde los pistoleros falangistas se mantuvieron más activos. Le sigue Sevilla, con 34, y luego Santander, con 23, y Málaga, con 20. Otras provincias del sur arrojan números considerables, como Granada, 14, Murcia, 13, Córdoba, 11, los 10 de Cáceres y los 8 de Huelva; en cambio, de provincias muy conflictivas salen cifras sorprendentemente bajas, como en el caso de Jaén, con solo una víctima, Badajoz y Cádiz, con 4 víctimas mortales cada una, y Almería, con 3 fallecidos. Sin embargo, no conviene ceñirse en exclusiva al número de difuntos, por importante que sea, ya que no refleja el trasfondo más amplio de la violencia cotidiana, la miseria y el abuso social. Otro estudio, realizado por Rafael Cruz, sostiene que el 43 por ciento del total de las muertes fue causado por las fuerzas del orden, y resultaron de la reacción desmedida de dichos cuerpos en la represión de manifestaciones pacíficas. Además, las víctimas eran casi en su totalidad personas de izquierdas. Serían esas mismas fuerzas del orden las que apoyarían el alzamiento militar; lo cierto es que antes del 18 de julio ya habían abandonado la República. El número más elevado de fallecimientos corresponde a marzo, pues a partir de entonces se redujo de manera gradual[110].

A pesar de que hubiera disturbios con cierta frecuencia, se trataba de hechos esporádicos, en absoluto generalizados. La prensa, además de los discursos de Gil Robles y otros, pintaba un cuadro de anarquía incontrolable por el sencillo método de meter en el saco de los «conflictos sociales» todas las reyertas, peleas y huelgas, por insignificantes que fueran. Los incidentes se magnificaban, así como se exageraban las estadísticas del presunto caos. En Madrid, a Claude Bowers, el embajador norteamericano, le contaron historias de muchedumbres descontroladas que masacraban a los monárquicos y alimentaban a los cerdos con sus cadáveres[111]. Se sabe que, en buena medida, el temor a la violencia y el desorden nacía de lo que se leía que pasaba en otros lugares. Personas que expresaron su disgusto ante la ruptura de la ley y el orden hablaban también con alivio de que, afortunadamente, el caos no hubiera llegado a sus ciudades[112].

El problema entonces, al igual que ahora, era que la pura estadística carece de significado sin el contexto social del que se extraen los datos. Un incidente ocurrido en Torrevieja (Alicante) a principios de marzo es un claro ejemplo de ello. Se comunicó que unos «extremistas» habían incendiado una ermita, un hotel, el local del Partido Radical y el registro municipal. Lo que sucedió fue que una manifestación pacífica, con banda de música incluida, pasaba por delante de dicho hotel cuando se abrió fuego desde un balcón y uno de los manifestantes resultó herido; esto provocó el asalto al hotel y otros delitos. Entre los arrestados que más tarde fueron acusados del tiroteo estaban el dueño del hotel, militante del Partido Radical, el párroco y dos de sus hermanos, y un maestro de la escuela católica del pueblo[113].

El 1 de julio, Mola reconoció el papel de la extrema derecha en la provocación deliberada de la violencia, aunque se lamentó de que no hubiera sido lo bastante enérgica: «Se ha intentado provocar una situación violenta entre dos sectores políticos opuestos, para, apoyados en ella, proceder; pero es el caso hasta este momento —no obstante la asistencia prestada por algunos elementos políticos— que no ha podido producirse, porque aún hay insensatos que creen posible la convivencia con los representantes de las masas que mediatizan al Frente Popular»[114]. Las condiciones perfectas para un golpe militar tal vez no fueran de plena satisfacción para Mola, pero no puede ponerse en duda que la violencia de los pistoleros de la derecha, los discursos incendiarios de Calvo Sotelo y Gil Robles, y el barniz con que los medios conservadores revistieron los acontecimientos contribuyeron en gran medida a lanzar a las clases medias a los brazos de los conspiradores del Ejército.

Los pronunciamientos públicos de Gil Robles deberían verse a la luz de sus actividades clandestinas a favor de la conspiración militar, que en sus palabras era «un movimiento legítimo de resistencia frente a la anarquía que amenazaba la vida misma del país». Aunque más tarde negaría haberlo hecho, el 27 de febrero de 1942 mandó desde Lisboa una declaración firmada a la Causa General acerca de su papel en el golpe. En ella afirmaba haber cooperado «con el consejo, con el estímulo moral, con órdenes secretas de colaboración e incluso con auxilio económico, tomado en no despreciable cantidad de los fondos electorales del partido». Esta última era una referencia a las 500 000 pesetas que Gil Robles entregó al general Mola, confiado de que los donantes originales habrían aprobado su acción. Parte del dinero se empleó en pagar a los falangistas y requetés que se unieron a los rebeldes militares en Pamplona el 19 de julio[115]. Gil Robles intentó también ayudar a Mola ante las dificultades de negociar los términos del papel de los carlistas en la sublevación. A principios de julio, acompañó al dueño de ABC, Juan Ignacio Luca de Tena, a St. Jean de Luz, en un intento infructuoso por convencer al líder carlista, Manuel Fal Conde, de no exigir que los rebeldes militares llevasen la bandera monárquica y adoptaran el himno patrio[116].

A lo largo de los meses de junio y julio, los líderes provinciales de la CEDA recibieron instrucciones de Gil Robles. Con el comienzo de la sublevación, todos los miembros del partido debían respaldar inmediata y públicamente a los militares; los organismos del partido debían ofrecer colaboración plena, sin tratar de sacar provecho para la CEDA; los sectores juveniles debían unirse al Ejército y no formar milicias aparte; los miembros del partido no debían tomar parte en las represalias contra la izquierda; debían evitarse las luchas por el poder con otros grupos de derechas; y debía prestarse el máximo apoyo financiero a las autoridades. Únicamente la instrucción acerca de las represalias fue desoída, pues los cedistas destacaron en la represión nacionalista en muchos lugares, especialmente en Granada y las ciudades de Castilla la Vieja. El primer sector de la CEDA en unirse al alzamiento fue la Derecha Regional Valenciana. El sector cristiano demócrata de Lucia había sido marginado por el secretario general de la DRV, José María Costa Serrano, que se ocupó de los detalles operativos. Cuando el general Mola estaba ultimando la participación civil, en el mes de junio, Costa Serrano le ofreció 1250 hombres para los momentos iniciales de la sublevación, y le prometió conseguir a otros 10 000 cinco horas después, y 50 000 transcurridos cinco días. Junto con los sectores valencianos de la Falange, Renovación Española y los carlistas, Costa Serrano puso a la DRV incondicionalmente a las órdenes de la junta militar. Al comienzo de la guerra, Lucia hizo pública su condena de la violencia y su compromiso con la legalidad republicana. Sin embargo, como político conservador que era, tuvo que esconderse de los anarquistas hasta que fue detenido y encarcelado en Barcelona, hasta 1939. Al terminar la guerra, fue juzgado y condenado a muerte por los franquistas por el supuesto delito de rebelión militar. Su pena fue conmutada por treinta años de cárcel[117].

A ojos de la derecha, la campaña socialista para el rescate de los bienes comunales reforzaba la necesidad de una intervención militar urgente. La derecha trató de impedir que la cuestión avanzara en las Cortes, pero Ruiz-Funes manifestó su compromiso con la idea[118]. La retórica de los terratenientes, y la de la prensa afecta, generó un sentimiento apocalíptico de catástrofe absoluta. El 10 de julio, ABC se lamentaba de que el 80 por ciento de la tierra fuera a estar en manos de las municipalidades y auguró que habría pueblos donde la propiedad privada desaparecería por completo[119]. Los miembros más jóvenes de la clase terrateniente se unieron a la Falange. Muchos propietarios se trasladaron temerosos a las casas que tenían en las ciudades de sus provincias, a capitales como Madrid o Sevilla, o, en el caso de los muy potentados, incluso a lugares como Biarritz o París, donde contribuyeron con aportaciones financieras a la trama militar que derrocaría a la República, y aguardaron, expectantes, noticias. Tras ellos dejaron a las bandas falangistas, que ejercían la violencia contra los socialistas. Las actividades de estos grupos recibían con regularidad el apoyo y la protección de la Guardia Civil. En Don Benito, llegado el momento, la Guardia Civil ayudó a los falangistas a arrojar bombas incendiarias a la casa del pueblo[120]. Con frecuencia se oía la queja de que las víctimas de la Guardia Civil eran siempre obreros. La FNTT denunciaba con regularidad los arsenales de los terratenientes. Según El Obrero de la Tierra, en Puebla de Almoradiel, al sur de Toledo, la derecha local disponía de 200 escopetas, 300 pistolas y más de 50 rifles[121]. Cuando los trabajadores intentaban ir a cobrar los sueldos que les adeudaban, a menudo era la Guardia Civil la que se enfrentaba con ellos. Todos los que hicieron esa clase de reivindicaciones pasaron a engrosar la lista de víctimas cuando las columnas rebeldes pasaron por sus pueblos, en los primeros meses de la Guerra Civil[122].

El odio entre los campesinos sin tierra y los propietarios y administradores de las fincas pasó a formar parte de la vida cotidiana en el sur. Un destacado terrateniente de Sevilla, Rafael de Medina, escribió acerca de «la incomprensión de los de arriba y la envidia de los de abajo», la distancia entre quienes caminaban en alpargatas y quienes viajaban en coche. Cuando su padre y él pasaban en su coche por delante de los jornaleros, en alguna carretera secundaria, notaban «la torva mirada, de tan profundo desprecio y tan señalado rencor que tenía la fuerza de un rayo fulminante». Tal vez al mirar atrás, Medina comprendiera la situación, pero en aquella época llevaba una pistola a las reuniones para tratar las condiciones laborales de sus peones[123].

El gobernador civil de Sevilla, José María Varela Rendueles, explicó cabalmente el fenómeno. Muchos de los verdaderos grandes propietarios, como duques, marqueses, condes, o incluso terratenientes sin título aristocrático, vivían en París, Biarritz o Madrid. Visitaban de vez en cuando sus tierras para ir de caza y recibir a sus amigos. Su desprecio por los trabajadores se ponía de manifiesto durante el tiempo que pasaban allí y, a menudo, como hacían también los terratenientes menos potentados, entre chanzas se aprovechaban de las mujeres, hermanas e hijas de los obreros de sus fincas. Los administradores eran quienes gestionaban las propiedades, contratando y despidiendo a la gente de manera arbitraria, haciendo caso omiso de la ley. Después de los abusos del Bienio Negro, el regreso de los ayuntamientos de izquierdas tras las elecciones de febrero de 1936 trajo consigo la oportunidad de que se invirtieran las tornas. Así pues, los ánimos no eran de conciliación, sino de odio manifiesto. En palabras de Varela Rendueles, los trabajadores sin tierra querían seguir el ejemplo recibido: «No pretendían sino repetir la bárbara, la incivil lección aprendida»[124].

Tal y como advirtió Varela Rendueles, un elemento que alimentaba el odio del campesinado sin tierra hacia los ricos era el modo en que se utilizaba y se abusaba de las mujeres proletarias. Baldomero Díaz de Entresotos reveló la actitud paternalista y explotadora de las clases medias rurales hacia estas mujeres, al escribir indignado de las que trataban de liberarse de la prostitución a la que se habían visto sometidas por la fuerza. «Vosotras vivisteis siempre de las aventuras del señorito … Aquellos señoritos, vuestros amigos de otro tiempo, vivían para vosotras, como vosotras vivíais para ellos. ¿Qué robaban las arcas municipales? No lo creo, pero si fuera verdad, aquellos dineros, dineros del pueblo, volvían al pueblo representado por sus lindas proletarias. Los señoritos no sabían vivir lejos de vosotras. En las siestas acudían a vuestros prostíbulos y bajo el emparrado de los patios se quedaban en mangas de camisa y os dejaban sus billetes sobre las cajas vacías de cervezas. Ellos animaban con música y vino el tedio de vuestras noches. Eran demócratas de estirpe. ¿Cabía mayor democracia que dormir en los brazos de las hijas del pueblo? Señoritos rumbosos, flamencos, sencillos»[125].

No todo el mundo interpretó las tensiones rurales con la inteligencia y la empatía de Varela Rendueles. En notas para una autobiografía que nunca llegó a terminar, el general Sanjurjo creía que el problema agrario ni siquiera existía. Escribió: «En realidad el problema agrario, por el que se estaban haciendo tantos disparates contra los propietarios y sobre todo contra la economía total de España, no existía sino en Madrid y, en general, en los labios de demagogos que lo utilizaban como un medio de sublevar y manejar a la población rural. El problema agrario era una invención de gentes por el estilo de Margarita Nelken»[126].

En Jaén, los miembros de la Federación Provincial de Labradores, una organización de terratenientes con mucho peso en la zona, se indignaron ante el cambio del equilibrio del poder que se había producido en el campo desde las elecciones de febrero. José Cos Serrano, el presidente de la Federación, declaró a un grupo de amigos que la única vía para tratar el problema de los elementos de izquierdas era la «violencia mediante la sublevación armada»[127]. Los contactos entre la derecha y los conspiradores militares en la zona estuvieron coordinados por José Rodríguez de Cueto, un capitán de la Guardia Civil que había sido destituido en su cargo de comandante del destacamento provincial de la Guardia de Asalto por su vehemente postura antirrepublicana. Además de oficial de la Guardia Civil, era un terrateniente local sumamente rico, así como líder activo de la Federación Provincial de Labradores. Tanto él como José Cos Serrano mantenían relación con altos mandos de la Guardia Civil, que encabezaba el capitán Santiago Cortés González, un hombre con un historial de enfrentamientos violentos con los trabajadores de la tierra en la provincia, sobre todo en la localidad de Mancha Real durante los incidentes revolucionarios de octubre de 1934. Gracias a la actuación decidida de la izquierda local, el alzamiento fracasaría en Jaén, pero el capitán Cortés adquiriría celebridad por ser el cabecilla de los guardias civiles que posteriormente resistieron el asedio republicano del santuario de la Virgen de la Cabeza, en Andújar[128].

Mola se había lamentado el 1 de julio de que la planeada espiral de provocación y represalias no hubiera convencido a la opinión pública de la legitimidad de un alzamiento militar. Menos de dos semanas más tarde, se alcanzó el objetivo. La noche del 12 de julio, unos pistoleros falangistas asesinaron al teniente de la Guardia de Asalto, José del Castillo Sáenz de Tejada[129]. Buena parte del nefasto impacto de este crimen se derivó del hecho de que, dos meses antes, el 7 de mayo, el capitán Carlos Faraudo de Miches, amigo de Castillo, había muerto abatido por un escuadrón falangista. El mismo día, el presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga, mostró a su ayudante, el comandante de las Fuerzas Aéreas, Ignacio Hidalgo de Cisneros, una lista negra elaborada por los reaccionarios donde figuraban 14 miembros de la Unión Militar Republicana Antifascista. Faraudo era el número uno, Castillo el número dos e Hidalgo de Cisneros el cuarto[130].

Tras el asesinato de Faraudo, la petición de las represalias se había acallado, pero cuando mataron a Castillo, varios guardias de asalto del cuartel de Pontejos, ubicado justo detrás de la Dirección General de Seguridad, se mostraron decididos a vengar a su compañero. Los acompañó quien fuera amigo íntimo tanto de Faraudo como de Castillo, el capitán Francisco Condés García, uno de los pocos socialistas que había en el cuerpo de la Guardia Civil. El objetivo era Calvo Sotelo. A pesar de que la intención de Condés era llevar al líder monárquico a la Dirección General de Seguridad, poco después de que subiera a la camioneta, uno de los guardias de asalto le disparó. Llevaron su cuerpo al cementerio municipal, donde no sería descubierto hasta la mañana siguiente[131]. La muerte causó gran consternación entre los dirigentes republicanos y socialistas, y las autoridades emprendieron inmediatamente una investigación a fondo. Para la derecha, sin embargo, fue la oportunidad de poner en marcha los preparativos para el tanto tiempo acariciado golpe de Estado.

En el entierro de Calvo Sotelo, Antonio Goicoechea juró «imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España». Más beligerante aún fue el discurso que hizo ante la Diputación Permanente de las Cortes el 15 de julio el conde de Vallellano, dando voz a los carlistas y a Renovación Española. El comité se había reunido para discutir la petición del gobierno para prolongar el estado de alarma un mes más. Vallellano, refiriéndose al suceso de manera harto imprecisa como «este crimen sin precedentes en nuestra historia política», aseguró que Calvo Sotelo siempre había sido contrario a toda forma de violencia. Acusando de manera colectiva a los diputados del Frente Popular de la responsabilidad del asesinato, anunció que los monárquicos abandonaban el Parlamento. En la que sería su última intervención parlamentaria, Gil Robles expresó su consenso con Vallellano y también culpó al gobierno de la violencia de los meses anteriores. Con pleno conocimiento de los objetivos del alzamiento militar y de su inminencia, declaró que los partidos del Frente Popular serían las primeras víctimas del conflicto futuro[132].

El caso de Eugenio Vegas Latapié, uno de los fundadores de Acción Española y uno de sus teóricos más sofisticados, ilustra hasta dónde estaban dispuestos a llegar los extremistas de la derecha. Por su cuenta y riesgo, Vegas Latapié participó en los preparativos de un atentado frustrado contra la vida de Azaña y un plan de gasear las Cortes en sesión plenaria. Tras el asesinato de Calvo Sotelo, el hermano de Eugenio, Pepe, oficial del Ejército, informó de que varios oficiales del regimiento de El Pardo habían decidido «liquidar» al presidente Azaña en represalia, para lo que necesitaban una metralleta y a un coronel o general, preferiblemente de la brigada de Ingenieros, para capitanear la operación. Pepe Vegas confiaba en que Eugenio, que disponía de una red de contactos en los grupos de derechas, fuera capaz de proporcionarle a dicho general la ametralladora. Eugenio llevó, lleno de entusiasmo, a Pepe a casa del coronel africanista Ortiz de Zárate. Al llegar, encontraron a un grupo de oficiales concretando los últimos detalles del alzamiento. Hicieron su petición, a lo que Ortiz de Zárate consultó a los demás conspiradores y volvió para decirles: «Prohibido terminantemente. Todo está preparado en Madrid y eso podría echarlo a perder».

Sin dejarse desanimar, tras informar a los oficiales de El Pardo de que los altos mandos de la conspiración habían prohibido asesinar a Azaña, Vegas Latapié tuvo otra idea para salvar a su país, más patriótica y católica si cabe. Un monje que había trabajado en un hospital psiquiátrico le mencionó que, en su trabajo con los enfermos, había advertido que ciertos pacientes se excitaban de forma incontrolable ante los disparos de armas de fuego. Sugirió que podían reclutar a algunos de aquellos desventurados, armarlos con fusiles y granadas de mano, y hacerlos irrumpir en las Cortes para eliminar a la élite política. Aunque este peculiar método era a todas luces inviable, la propuesta del fanático devoto del manicomio siguió viva en la mente de Vegas Latapié. Decidió que el plan simplemente precisaba unos retoques: «Pensé en la posibilidad de entrar en el Congreso con un grupo de amigos pertrechados de gases asfixiantes para acabar allí con los diputados. Por supuesto que no íbamos a jugarnos la vida, sino a perderla. Sería algo semejante a lo que hizo Sansón cuando derribó las columnas del templo». Un oficial de Artillería a quien conocía le dijo que el gas venenoso solo podía conseguirse en la fábrica que dirigía otro de los hermanos de Eugenio, Florentino. Antes que permitir que su hermano corriera riesgos, Vegas abandonó sus propósitos criminales, pues sus planes tenían «una grave contrariedad»[133].