La ofensiva de la derecha:
1933-1934
Tras la victoria electoral cosechada en noviembre de 1933, la derecha pasó a la ofensiva. Esto ocurría precisamente cuando el desempleo alcanzaba cotas máximas. En diciembre de 1933 había 619 000 parados en España, el 12 por ciento de la población activa. Aunque muy inferiores a las de Alemania e Italia, estas cifras implicaban unas condiciones durísimas, puesto que el país no contaba con un sistema de protección social. La salida del líder socialista Largo Caballero del Ministerio de Trabajo dejó a los trabajadores desprotegidos. En Jaén, por ejemplo, el nuevo gobernador civil, del Partido Radical, hizo caso omiso de los acuerdos previos sobre condiciones laborales negociados por los Jurados Mixtos. En el caso del turno riguroso (la estricta rotación de los parados), se dejó a los patronos plena libertad durante la recogida de la aceituna para contratar solo a los trabajadores más baratos y no sindicados, de tal modo que muchas familias acababan famélicas[1]. El agravamiento de la situación intensificó las presiones de las bases sobre los dirigentes sindicales para pasar a la acción, principalmente en la agricultura, la industria del metal y la construcción, sectores ampliamente representados en el seno de la UGT. En las zonas rurales del sur, la tasa de desempleo era muy superior a la de las zonas industriales. En Jaén, Badajoz y Córdoba, las provincias más afectadas, el porcentaje de paro superaba la media nacional en un 50 por ciento. Cuando los terratenientes empezaron a pasar por alto la legislación social y a tomar represalias por sus sinsabores durante los dos años anteriores, la situación empeoró todavía más. En abril de 1934, el desempleo afectaba a un total de 703 000 personas[2].
A finales de 1933, Largo Caballero respondió al malestar de las bases sindicales con declaraciones revolucionarias que no pasaban de ser retóricas. Sin embargo, el hecho de que no tuviera un plan concreto para la sublevación no disminuyó los temores que sus declaraciones provocaron en las clases medias, a lo cual se sumó la creciente determinación de la CNT de recurrir a la violencia revolucionaria. Cuando el 8 de diciembre de 1933 el sindicato anarquista hizo un ingenuo llamamiento a la insurrección nacional, los socialistas no secundaron la propuesta. Finalmente, solo unas pocas regiones de tradición anarquista respondieron a la convocatoria. Los anarquistas de Asturias y la mayor parte de Andalucía se mostraron contrarios a la revuelta. Hubo, no obstante, una oleada de huelgas violentas, voladuras de trenes y asaltos a los puestos de la Guardia Civil. El movimiento tuvo un éxito breve en la entonces provincia de Logroño, pues en muchos municipios se proclamó el comunismo libertario, si bien la revuelta fue sofocada con bastante facilidad y, aunque no hubo derramamiento de sangre, el número de detenidos se contó por centenares. En Zaragoza, a pesar de que la Policía había confiscado las armas, la huelga general fue acompañada de disparos en las calles y 12 personas perdieron la vida el 9 de diciembre. La huelga concluyó el 14 de diciembre con más de 400 militantes de la CNT en prisión. En Galicia, Cataluña y Alicante tampoco fue difícil reprimir la insurrección. En algunas zonas de Andalucía se produjeron enfrentamientos aislados, y en las calles de Sevilla se quemaron varios coches. Un total de 125 personas murieron en todo el país: 16 agentes del orden, 65 insurrectos y 44 transeúntes inocentes[3].
En la localidad cordobesa de Bujalance, el 9 de diciembre se vivió casi una réplica de los sucesos de Casas Viejas. Los ánimos estaban muy caldeados por las denuncias de la CNT contra los terratenientes que desacataban abiertamente los acuerdos sobre salarios y condiciones laborales, las llamadas «bases de trabajo». Campesinos armados asaltaron el pueblo e intentaron ocupar el ayuntamiento. La Guardia Civil respondió atacando las casas que no dejaron sus puertas abiertas. En el curso de seis horas de enfrentamientos murieron un guardia civil, dos anarquistas y cuatro civiles inocentes, entre ellos una mujer, un niño de ocho años y un anciano terrateniente. Dos presuntos cabecillas anarquistas que lograron escapar fueron detenidos en el pueblo cercano de Porcuna y abatidos a tiros por la Guardia Civil «cuando intentaban huir». El número de detenidos se elevó a 200, muchos de los cuales fueron apaleados por la Guardia Civil. El gobernador civil, Jiménez Díaz, acusó de los incidentes de Bujalance a los terratenientes que se habían negado a firmar las bases de trabajo y que se habían dedicado a acaparar armas de fuego[4].
La magnitud del odio social acumulado en Córdoba puede deducirse del siguiente testimonio de Juan Misut, un izquierdista de Baena:
Aquellos señores que se gastaban ochenta mil duros en comprarle un manto a la Virgen o una cruz a Jesús escatimaban a los obreros hasta el aceite de las comidas y preferían pagar cinco mil duros a un abogado antes que un real a los jornaleros, por no sentar precedente, que era tanto como «salirse con la suya». Hay casos aislados, pero que son suficientes para justificar la regla y recordarán algunos baenenses que tengan tantos o más años que yo. En Baena hubo un señorito que metió el ganado en sus siembras por no pagar las bases a los segadores … Un cura que tenía labor, cuando venía al pueblo el zagal del cortijo a por aceite, le hacía bollos al cántaro de hojalata, para que cupiese menos aceite … Con esta patronal teníamos que luchar para conseguir una pequeña mejora en la situación caótica de los trabajadores del campo. Ellos tenían el poder, la influencia (aun con la República) y el dinero; nosotros … sólo teníamos dos o tres mil jornaleros a nuestras espaldas, a los que teníamos que frenar … pues la desesperación de no poder dar de comer a sus hijos hace de los hombres fieras. Sabíamos que los patronos, bien protegidos por la fuerza pública, no lloraban porque hubiera víctimas, pues tenían funcionarios sobornados que cambiaban los papeles y hacían lo blanco negro. Además, lo deseaban, porque un escarmiento nunca está de más, para convencer a los rebeldes [de] que es peligroso salirse del buen camino. Por eso, siempre evitábamos los choques con los servidores del orden … y aconsejábamos a los nuestros mesura y comedimiento. Y por eso, muchas veces, no aprobábamos los acuerdos de la Comarcal, porque sabíamos lo que teníamos en casa. En las pocas veces (dos o tres) que fui en comisión a discutir con la patronal, jamás se puso sobre el tapete otra cuestión que la salarial; no se hablaba nunca de la comida ni de las horas de trabajo, pues todo iba incluido en el Artículo «Usos y costumbres de la localidad», que no era otra cosa que trabajar a riñón partido de sol a sol, o ampliado por los capataces lameculos, desde que se veía hasta que no se veía. Recuerdo que en cierto debate acalorado que sostuvimos, un cacique me llamó «niñato recién salido del cascarón … y que si mi padre supiera lo tonto que era yo, no me echaba pienso». Aquello colmó mi paciencia y me levanté de la silla y le espeté muy serio: «Reconozco, señor, que en muchas ocasiones me habría comido, no el pienso, sino los picatostes que le echa usted a sus perros, acción muy cristiana en una población donde se están muriendo de hambre los hijos de los trabajadores»[5].
La CNT participó en diversos incidentes violentos en la provincia de Cáceres, como la quema de dos iglesias en Navalmoral de la Mata[6]. Al no sumarse a la convocatoria los socialistas de la FNTT, la provincia de Badajoz, en cambio, apenas se vio afectada por los disturbios, con la excepción de Villanueva de la Serena. Un sargento de Infantería llamado Pío Sopena Blanco, junto con otros ocho amigos anarquistas, asaltó una oficina de reclutamiento militar. En el asalto mataron a dos guardias civiles e hirieron a un tercero. Las fuerzas del orden rodearon el edificio donde se habían refugiado los asaltantes y, en lugar de esperar a que estos se rindieran, la Guardia Civil, con ayuda de la Guardia de Asalto y varias unidades del Ejército, abrió fuego con ametralladoras y artillería. Cuando entraron en la oficina de reclutamiento, Pío Sopena y dos de sus compañeros ya estaban muertos. A los otros seis rebeldes los mataron a sangre fría. A pesar de que los socialistas no estaban implicados en los hechos, el alcalde de Villanueva y los líderes de la casa consistorial fueron detenidos. Los ayuntamientos de Villanueva y de otros cinco pueblos fueron clausurados[7].
Los disturbios provocados por la CNT desviaron la atención del creciente problema del hambre, derivado no solo de la firme determinación de los terratenientes de reducir los salarios y negar el trabajo a los miembros de los sindicatos, sino también de la importante escalada de los precios de los productos básicos. El gobierno eliminó la regulación del precio del pan, que subió entre un 25 y un 75 por ciento. Las manifestaciones de mujeres, niños y ancianos hambrientos pidiendo pan se convirtieron en una escena frecuente[8]. Así, a finales de 1933, los líderes socialistas tuvieron que enfrentarse con una ascendente oleada de activismo y descontento popular, como resultado tanto de la ofensiva de los patronos como de la amargura por lo que se percibía como una injusta derrota electoral. Desalentados por la feroz oposición gubernamental a lo que para muchos era una legislación humanitaria básica, un número creciente de afiliados sindicales, junto a la Federación de Juventudes Socialistas, llegó a la conclusión de que la democracia burguesa jamás permitiría el establecimiento de un mínimo de justicia social, y mucho menos un pleno desarrollo del socialismo. Cada vez más temeroso de perder el apoyo popular, Largo Caballero reaccionó elevando el tono revolucionario. A mediados de 1934, manifestó que para transformar la sociedad era preciso armar al pueblo y desarmar a las fuerzas del capitalismo: el Ejército, la Guardia Civil, la Guardia de Asalto, la Policía y los tribunales. «Si la clase trabajadora quiere el Poder político lo primero que tiene que hacer es prepararse en todos los terrenos. Porque eso no se arranca de las manos de la burguesía con vivas al Socialismo. No. El Estado burgués tiene en sus manos elementos de fuerza para evitarlo»[9]. Aunque esta retórica altisonante no iba acompañada de verdaderas intenciones revolucionarias, la prensa de derechas la utilizó para avivar el miedo de las clases medias. La intención que había detrás de las proclamas revolucionarias de Largo Caballero era satisfacer las aspiraciones de las bases, además de presionar a Alcalá Zamora para que convocase nuevas elecciones. Se trataba de una táctica irresponsable, pues si el presidente no respondía a estas presiones, los socialistas se verían abocados, bien a cumplir sus amenazas, bien a retroceder y perder el apoyo de sus propios militantes. Como las posibilidades que tenían de cumplir sus amenazas eran mínimas, dicha táctica solo podía beneficiar a la derecha.
El agresivo celo con que los terratenientes aprovecharon las ventajas que les ofreció la victoria electoral, combinado con el miedo al fascismo, tuvo un efecto inmediato en las bases socialistas. Según Largo Caballero, delegaciones de trabajadores acudieron a Madrid desde las provincias para pedir al Comité Ejecutivo del PSOE que organizara una contraofensiva[10]. Los socialistas empezaron a comprender que no solo peligraba la legislación republicana sino también su propia integridad física, ante la posibilidad de un golpe fascista. El 22 de noviembre, Fernando de los Ríos aportó ante el Comité Ejecutivo del PSOE pruebas que indicaban la preparación de un golpe de Estado por parte de la derecha y la detención de los líderes socialistas[11]. A lo largo de noviembre y diciembre, la prensa socialista publicó diversas informaciones que parecían indicar que Gil Robles y la CEDA albergaban ambiciones fascistas. Los documentos presentados demostraban que la CEDA tenía el plan de crear una milicia ciudadana para combatir la actividad revolucionaria de la clase trabajadora y, con la connivencia de la Policía, estaba elaborando en todo el país inmensos archivos sobre los trabajadores más activos políticamente. Las acciones de las milicias uniformadas de la Juventud de Acción Popular se interpretaron como la confirmación de que el intento de instaurar el fascismo en España no tardaría en producirse[12].
Era inevitable que entre las Juventudes Socialistas y los afiliados más jóvenes de la UGT y con menor cualificación profesional creciera con fuerza un irresponsable entusiasmo por las tácticas revolucionarias. Largo Caballero se sumó a sus demandas. En una reunión conjunta de las ejecutivas de la UGT y el PSOE, celebrada el 25 de noviembre, la propuesta fue derrotada por los líderes más prudentes de la UGT. Un frustrado Largo Caballero protestó de esta manera: «Los mismos trabajadores reclaman una acción rápida y enérgica». Su cautela natural se había ahogado bajo la preocupación de que las bases buscaran refugio en la determinación revolucionaria de la CNT. Después de que Prieto coincidiera finalmente con Largo Caballero en la necesidad de emprender una «acción defensiva», las ejecutivas del PSOE y la UGT se avinieron a redactar una declaración en la que se instaba a los trabajadores a estar preparados para sublevarse y presentar oposición «ante el peligro de que el adueñamiento del poder por los elementos reaccionarios les sirva para rebasar los cauces constitucionales en su público designio de anular toda la obra de la República». Con el fin de elaborar esta «acción defensiva» se constituyó un comité conjunto del PSOE y la UGT[13]. La negativa socialista a respaldar la insurrección de la CNT apenas dos semanas después revelaba que, tras la nueva retórica revolucionaria, los hábitos reformistas no eran fáciles de cambiar. El apoyo de la CEDA al ataque patronal contra los trabajadores sindicados, junto con su anunciada intención de aplastar el socialismo y establecer un estado corporativista, significaron para la mayoría de la izquierda española que la nueva coalición no se distinguía en nada del Partido Fascista Italiano o el Partido Nazi Alemán de la época. Los líderes socialistas más veteranos querían evitar los errores tácticos cometidos por sus camaradas en Italia o Alemania, pero no tenían la intención real de organizar una revolución. Más bien confiaban en que la amenaza de la revolución templara las exigencias de sus bases y animara a la derecha a limitar sus ambiciones.
Ninguna organización socialista había participado en las acciones de la CNT, aunque algunos militantes sí se sumaron a título individual, convencidos de que esta era la «acción defensiva» acordada el 26 de noviembre[14]. Prieto condenó en las Cortes este «movimiento perturbador», pero reaccionó con encono cuando Goicoechea y Gil Robles ofrecieron al gobierno su apoyo entusiasta para aplastar la subversión. Le molestaba que los «enemigos de la República» solo apoyaran al régimen cuando se trataba de reprimir a la clase trabajadora. A la vista de su determinación por silenciar a las organizaciones de los trabajadores, Prieto les dijo a los diputados de la derecha: «Nos cerráis todas las salidas y nos invitáis a la contienda sangrienta»[15].
El 16 de diciembre, Lerroux formó gobierno con el apoyo parlamentario de la CEDA. Tres días más tarde, Gil Robles hacía una declaración pública en las Cortes, en la cual explicaba que, a cambio de sus votos, esperaba amnistía para los condenados a prisión por el alzamiento militar de agosto de 1932, así como una revisión en profundidad de la legislación religiosa por parte de las Cortes Constituyentes. Lo que más alarmó a la izquierda fueron sus exigencias de derogación de las reformas mejor acogidas por los campesinos sin tierra, las leyes de términos municipales y de laboreo forzoso, así como la introducción de la jornada laboral de ocho horas y la creación de los Jurados Mixtos. Gil Robles exigió asimismo la reducción de las tierras sujetas a expropiación según el Proyecto de Ley de Reforma Agraria y rechazó el concepto de entregar las tierras a los campesinos. La izquierda reaccionó con pánico al oírle manifestar su intención de llegar a ser presidente del Gobierno y cambiar la Constitución: «Que no tenemos prisa de ningún género; que deseamos que se agoten todas las soluciones para que después la experiencia diga al pueblo español que no hay más que una solución, una solución netamente de derecha». Detrás de esta expresión comedida se escondía en realidad una amenaza muy seria: que si los acontecimientos demostraban la imposibilidad de desarrollar una política de derechas, la República pagaría las consecuencias. No es de extrañar que las Juventudes Socialistas tildaran el discurso de fascista[16]. Indalecio Prieto, en su turno de réplica, dejó bien claro que la legislación que Gil Robles proponía derogar era precisamente uno de los principales logros de la República. Amenazó con que los socialistas no dudarían en defender a la República desencadenando la revolución frente a lo que llamó «ambiciones dictatoriales» de Gil Robles[17]. En este intercambio ya se observa la simiente de los violentos disturbios de octubre de 1934.
La ejecutiva del PSOE se veía sometida a crecientes presiones de sus miembros más jóvenes para adoptar una línea revolucionaria y temía una fuga de afiliados hacia las posiciones más extremas de la CNT. El abrumador dilema al que se enfrentaban los socialistas lo expuso Fernando de los Ríos cuando visitó a Azaña el 2 de enero de 1934 en busca de consejo. El relato que Azaña hace de la entrevista es sumamente revelador:
Me hizo relación de las increíbles y crueles persecuciones que las organizaciones políticas y sindicales de los obreros padecían por obra de las autoridades y de los patronos. La Guardia Civil se atrevía a lo que no se había atrevido nunca. La exasperación de las masas era incontenible. Los desbordaban. El Gobierno seguía una política de provocación, como si quisiera precipitar las cosas. ¿En qué pararía todo? En una gran desgracia, probablemente. Le argüí en el terreno político y en el personal. No desconocía la bárbara política que seguía el Gobierno ni la conducta de los propietarios con los braceros del campo, reduciéndolos al hambre. Ni los desquites y venganzas que, en otros ramos del trabajo, estaban haciéndose. Ya sé la consigna: «Comed República», o «Que os dé de comer la República». Pero todo eso, y mucho más que me contara, y las disposiciones del Gobierno, y la política de la mayoría de las Cortes, que al parecer no venía animada de otro deseo que el de deshacer la obra de las Constituyentes, no aconsejaba, ni menos bastaba a justificar que el Partido Socialista y la UGT se lanzasen a un movimiento de fuerza.
Azaña le respondió categóricamente a De los Ríos que los líderes socialistas tenían el deber, aun a riesgo de perder su popularidad, de convencer a sus seguidores de que la insurrección sería una locura, «porque no había que esperar que las derechas se estuviesen quietas, ni que se limitasen a restablecer el orden, sino que abusarían de la victoria e irían mucho más allá de lo que estaba pasando y de lo que se anunciaba». Poco después, De los Ríos dio cuenta de esta conversación al Comité Ejecutivo del PSOE. Azaña estaba en lo cierto: el discurso de los líderes socialistas era una provocación irresponsable. Sin embargo, ante la intransigencia de los patronos, cuesta entender cómo podían pedir paciencia a sus bases[18].
De toda Andalucía y Extremadura llegaban informes de las provocaciones a los trabajadores por parte de los terratenientes y de la Guardia Civil. El nuevo gobierno designó a varios gobernadores provinciales de tendencia conservadora en el sur; la consecuencia fue un rápido incremento de la «brutalidad preventiva» de la Guardia Civil. Se burlaba la ley con la más absoluta impunidad. En otoño de 1933, en Real de la Jara, una localidad de la sierra situada al norte de la provincia de Sevilla, los propietarios de fincas se negaron a contratar mano de obra sindicada. La consiguiente huelga general se prolongó por espacio de varios meses, y cuando en el mes de diciembre la Guardia Civil sorprendió a algunos trabajadores hambrientos robando las bellotas de los cerdos de los amos, los apaleó salvajemente. El gobernador civil destituyó al alcalde de Real de la Jara cuando este protestó por los abusos ante el mando de la Guardia Civil. En Venta de Baúl (Granada), los guardias armados del cacique, que era miembro de la CEDA, molieron a palos a los líderes sindicales[19].
En Fuente del Maestre, Fuente de Cantos, Carmonita y Alconchel (Badajoz) era la Guardia Civil la que se encargaba de castigar a los trabajadores hambrientos cuando los sorprendían «haciendo la rebusca» de aceitunas y bellotas. En Nava de Santiago, para evitar que los trabajadores pudieran aliviar el hambre, los propietarios se llevaban los cerdos a los campos y les dejaban comerse las bellotas caídas. En otros puntos de Badajoz, concretamente cerca de Hornachos, varios yunteros que ya habían empezado la siembra de una finca abandonada fueron encarcelados. El 11 de enero, la Guardia Civil ocupó la casa del pueblo de esta localidad. En muchos otros municipios de Badajoz, Jaén y Córdoba, los terratenientes desoyeron las leyes de rotación del trabajo entre los registrados en la bolsa de empleo local. Solo contrataban a los que habían votado por la derecha, mientras que a los miembros de la FNTT les negaban sistemáticamente el empleo. En Almendralejo, y a pesar del desempleo masivo en la localidad, se trajeron de fuera 2000 trabajadores para la recogida de la uva y de la aceituna. En Orellana la Vieja y en Olivenza, los patronos empleaban a mujeres y niños, a quienes pagaban solo una parte del salario normal de los hombres. El capitán de la Guardia Civil del municipio sevillano de Montellano era propietario de una empresa de construcción. Con el fin de aliviar el desempleo, el ayuntamiento decidió mejorar las carreteras del pueblo y le asignó la contrata. El capitán contratista se negó a dar trabajo a cualquier miembro de la FNTT[20].
En Priego de Córdoba, una delegación de afiliados de la FNTT que llevaban cuatro meses en paro solicitó la intervención del alcalde. El regidor respondió que «él no podía dar trabajo ni obligaba a nadie a que lo diera; que el que quisiera trabajar se arrodillase delante de los señoritos». Los salarios habían caído un 60 por ciento. El hambre alimentaba la desesperación al tiempo que el odio se extendía por ambos lados de la fractura social, y el problema no era exclusivo del sur del país. Un oficial de la FNTT de Villanueva del Rebollar (Palencia) escribió: «La situación política que atravesamos motiva una reacción en los patronos que se han envalentonado y creen que nos van a poder aniquilar. Pero están equivocados, pues estamos dispuestos a defendernos como sea y contra quien sea … Tengan cuidado con sus insensateces cuantos caciques nos rodean, que nuestra paciencia se agota». La ejecutiva de la FNTT había enviado varias peticiones al nuevo ministro de Trabajo, Ricardo Samper, para que se cumpliera la legislación social vigente. Una delegación acudió a visitarlo el 8 de diciembre. De nada sirvió[21].
A finales de diciembre se presentó en las Cortes un proyecto de ley para la expulsión de los campesinos que habían ocupado tierras en Extremadura el año anterior. La tercera semana de enero se revocó temporalmente la Ley de Términos Municipales. La CEDA presentó varias propuestas de mutilación de la reforma agraria de 1932, en las que se reducía la cantidad de tierra susceptible de ser expropiada y se estipulaba la devolución de las propiedades confiscadas a los que habían participado en el alzamiento militar de agosto de 1932[22]. Los socialistas no ocultaban su preocupación ante la creciente evidencia de que la CEDA estaba creando archivos de trabajadores en todos los pueblos, con abundantes detalles sobre sus actividades «subversivas», es decir, sobre su afiliación a un sindicato. Los choques entre los braceros y la Guardia Civil aumentaban día a día[23].
El 31 de diciembre se celebró una reunión del Comité Nacional de la UGT con el objetivo de resolver sus diferencias con el liderazgo del PSOE, en el curso de la cual se derrotó la propuesta de organizar un movimiento revolucionario a escala nacional que formuló Amaro del Rosal, representante de los trabajadores de la banca. En cambio, se aprobó otra moción que ratificaba la declaración conjunta emitida por las ejecutivas regionales el 25 de noviembre, en la que se amenazaba con la acción revolucionaria si la derecha traspasaba los límites de la Constitución[24]. Los intensos y airados debates entre el PSOE y la UGT en torno a la posible acción revolucionaria en defensa de la República culminaron a lo largo del mes de enero en la derrota de la línea más moderada. La presidencia de la UGT fue asumida por Largo Caballero, apoyado en su retórica «revolucionaria» por los miembros más jóvenes. Al quedar el PSOE, la FJS y ahora también la UGT en manos de quienes abogaban por la línea más dura, se constituyó de inmediato un comité conjunto destinado a organizar el movimiento revolucionario. Con enorme optimismo se difundió por todas las provincias un documento con setenta y tres instrucciones para la creación de milicias, la adquisición de armas, el establecimiento de vínculos con simpatizantes de las unidades locales del Ejército y la Guardia Civil, y la organización de brigadas de técnicos capaces de gestionar los servicios básicos. A la luz de las respuestas recibidas quedó patente que muy pocos de estos objetivos eran alcanzables y, más allá del revuelo de comunicaciones que generó el comité, no hubo apenas acciones prácticas[25].
En todo caso, estas instrucciones fueron cualquier cosa menos clandestinas. Lo cierto es que la indiscreción de los jóvenes que se autoproclamaban «bolcheviques» ofreció a la derecha amplias oportunidades para exagerar los peligros del socialismo revolucionario. La estentórea retórica revolucionaria de los jóvenes socialistas se utilizó durante la primavera y el verano de 1934 para justificar la enérgica represión gubernamental de las huelgas, que poco tenían de revolucionarias. El escasamente secreto plan proponía lanzar el movimiento revolucionario en el caso de que se invitase a la CEDA a participar en el gobierno. No había ninguna conexión entre los difusos preparativos de revolución y las necesidades y actividades del movimiento obrero. En realidad, ni siquiera se pensó en encauzar la energía de los trabajadores organizados para la proyectada revolución. Más bien ocurrió que, llevado por las costumbres de toda una vida, Largo Caballero logró convencer a la nueva ejecutiva de la UGT, el 3 de febrero, de que no hiciera nada por impedir las huelgas[26].
Una de las principales consecuencias del confuso giro a la izquierda de Largo Caballero recayó sobre el proletariado rural. En la reunión del Comité Nacional de la FNTT celebrada el 30 de enero de 1934, la ejecutiva moderada presentó su dimisión y fue sustituida íntegramente por jóvenes radicales liderados por el representante de Navarra, Ricardo Zabalza Elorga[27]. Zabalza, el nuevo secretario general, era un hombre de treinta y seis años, alto, apuesto, con gafas y bastante tímido, natural de Erratzu, una localidad situada al norte de Navarra. La pobreza de su familia lo había obligado a emigrar a Argentina a los quince años. Las duras condiciones de trabajo en este país lo llevaron a afiliarse a un sindicato. Zabalza, siempre comprometido con la formación personal, llegó a ser maestro de escuela, incluso a dirigir un colegio. Regresó a España en 1929 y se instaló en Jaca, donde se afilió a la UGT, dentro de la cual desarrolló una entusiasta actividad. En 1932 se trasladó a Pamplona y trabajó con ahínco para crear la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra.
La amplia variedad de modalidades de propiedad de la tierra en Navarra incluía los latifundios al sur de la provincia, conocidos como «corralizas». Se trataba de grandes fincas de antigua propiedad municipal que en el siglo XIX se habían vendido a particulares. La derecha navarra figuraba entre las más brutales y dominantes de España y había incumplido descaradamente la legislación social y laboral de la República. La FNTT lanzó una campaña destinada a devolver las corralizas a la propiedad comunal, como parte del proceso de reforma agraria. Al fracasar en el intento, Zabalza hizo un llamamiento a la ocupación de las fincas por parte de los campesinos sin tierra. El 7 de octubre de 1933, más de 10 000 campesinos tomaron las corralizas en cuarenta pueblos. Los ocupantes evitaron el enfrentamiento con la Guardia Civil y se limitaron a realizar una siembra simbólica. La intención de esta maniobra era presionar a las autoridades para que acelerasen la reforma agraria, y la consecuencia inmediata fue un acuerdo para el reparto de las cosechas entre propietarios y labradores. Lamentablemente, el momento fue muy poco propicio. La coalición republicano-socialista ya se había quebrado para entonces, y todo había cambiado con la victoria electoral de la derecha. Así, tal como había ocurrido en el sur del país, los dueños de la tierra negaron el trabajo a los afiliados sindicales y pasaron por alto la legislación social[28].
Tras la llegada al gobierno del Partido Radical, impelido tanto por sus propias inclinaciones como por la necesidad de conseguir los votos de la CEDA a defender los intereses de los terratenientes, Zabalza empezó a defender la huelga general como instrumento para poner freno a la ofensiva patronal. Los miembros más veteranos de la UGT se opusieron a lo que consideraban una iniciativa apresurada que, además, podía dar al traste con las posibilidades de organizar una futura insurrección en el supuesto de que se intentara establecer un estado reaccionario y corporativo. Esas sospechas con respecto a las intenciones de la derecha se intensificaron tras la designación, a principios de marzo, de un nuevo ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso, de treinta y nueve años.
Salazar Alonso se apresuró a reunirse con sus inmediatos subordinados responsables de las fuerzas del orden. Figuraba entre ellos el general de brigada Cecilio Bedia de la Caballería, director de la Guardia Civil, institución que en agosto de 1932 había quedado bajo el mando del Ministerio del Interior, tras el golpe fallido de Sanjurjo. Al mando de la Policía y de la Guardia de Asalto se encontraba el director general de Seguridad, el capitán José Valdivia Garci-Borrón, amigo de Alejandro Lerroux y hombre de fuertes instintos reaccionarios. Salazar Alonso esbozó sus planes para establecer lo que dio en llamar «mi organización antirrevolucionaria». Quedó muy satisfecho con los informes favorables que le ofreció Valdivia. El primero se refería al director de la Guardia de Asalto, el teniente coronel Agustín Muñoz Grandes, un africanista implacable y brutal que más tarde participó en el golpe militar de 1936 y llegó a ocupar la vicepresidencia del Gobierno a las órdenes de Franco. El segundo informe de Valdivia aludía al capitán de la Guardia Civil Vicente Santiago Hodson, acérrimo antiizquierdista, jefe del servicio de inteligencia fundado por el general Mola y colega del siniestro Julián Mauricio Carlavilla. Tener a sus órdenes a individuos de corte tan reaccionario constituía una gran ventaja para las ambiciones represivas de Salazar Alonso[29]. En este sentido le comunicó claramente al general Bedia de la Caballería, que acogió la noticia con entusiasmo, que la Guardia Civil no debía andarse con miramientos en sus intervenciones para combatir los conflictos sociales[30]. A nadie sorprendió que en la primavera de 1934, ante una serie de huelgas, Salazar Alonso aprovechara la ocasión para responder con contundencia. En las artes gráficas, en la construcción y en la industria siderúrgica, las huelgas en el mejor de los casos llegaron a un punto muerto, y en el peor, sufrieron una humillante derrota.
La derecha no podía estar más complacida con Salazar Alonso. El 7 de marzo declaró el estado de alarma y cerró las sedes de las Juventudes Socialistas, el Partido Comunista y la CNT. Su enérgica actuación mereció el aplauso de Gil Robles, quien manifestó que, mientras el ministro de la Gobernación siguiera defendiendo así el orden social y fortaleciendo el principio de autoridad, el gobierno tendría garantizado el apoyo de la CEDA. Diversos artículos aparecidos en El Debate pusieron de manifiesto que estas palabras se referían a la imposición de severas medidas contra la «subversión» de los trabajadores en protesta por los recortes salariales. Cuando la prensa de la CEDA exigió la abolición del derecho de huelga, el gobierno de Lerroux anunció una represión implacable de las huelgas que tuvieran implicaciones políticas. Para la prensa de derechas, al igual que para Salazar Alonso, todas las huelgas eran políticas. El 22 de marzo, El Debate calificó los paros de camareros en Sevilla y de transportistas en Valencia como «huelgas contra España», al tiempo que exigía una legislación antihuelga similar a la de la Italia fascista, la Alemania nazi, la de Portugal y la de Austria. El gobierno reforzó su arsenal represivo incrementando el número de efectivos de la Guardia Civil y la Guardia de Asalto y restableciendo la pena de muerte[31].
Pese a la evidencia de que el gobierno estaba tomando medidas muy duras contra la violencia tanto en las ciudades como en el campo, la retórica de Onésimo Redondo se radicalizó todavía más. No parecía contentarse con que la derecha hubiera recuperado el poder en las elecciones de noviembre de 1933, y tampoco le bastaban los esfuerzos de Salazar Alonso. En 1934 escribió:
¡Preparad las armas! Aficionaros al chasquido de la pistola, acariciad el puñal, haceros inseparables de la estaca vindicativa. Donde haya un grupo antimarxista con la estaca, el puñal y la pistola o con instrumentos superiores, hay una JONS. La juventud debe ejercitarse en la lucha física, debe amar por sistema la violencia, debe armarse con lo que pueda y debe decidirse ya a acabar por cualquier medio con las pocas decenas de embaucadores marxistas que no nos dejan vivir[32].
La debilidad de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista impulsó a Onésimo Redondo y a Ramiro Ledesma Ramos a buscar aliados de mentalidad afín. Esto se tradujo, a mediados de febrero de 1934, en la fusión de las JONS con Falange Española, el pequeño partido fascista liderado por el aristócrata José Antonio Primo de Rivera[33]. Ni a Redondo ni a Ledesma Ramos les preocupó que, en agosto de 1933, dos meses antes de su presentación oficial, el 29 de octubre de 1933, Falange Española aceptara financiación de los sectores más conservadores de la vieja derecha patricia. El acuerdo conocido como el Pacto de El Escorial, alcanzado por José Antonio Primo de Rivera con los carlistas de Comunión Tradicionalista y los monárquicos de Renovación Española, vinculó a la Falange con grupos implicados en una conspiración militar contra la República[34]. La prontitud con que los monárquicos financiaron a la Falange obedecía a su utilidad como instrumento de desestabilización política.
De todos modos, es probable que a Redondo y a Ledesma Ramos les tranquilizara el hecho de que, al iniciarse el reclutamiento para la Falange, los nuevos militantes tuvieran que rellenar un formulario en el que se les preguntaba si tenían bicicleta —código secreto para pistola— y a continuación se les proporcionaba una porra. El entrenamiento de las milicias de Falange quedó en manos de un africanista veterano, el teniente coronel Ricardo de Rada, quien se encargaba también de la formación militar del Requeté Carlista y estaba hondamente comprometido en la conspiración contra la República[35]. José Antonio proclamó en su discurso inaugural el compromiso del nuevo partido con la violencia: «Si nuestros objetivos han de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia … Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria»[36].
Aunque la violencia era cada vez más común en la política española durante la década de 1930, ningún partido superó a la Falange en su retórica de «el plomo y la sangre», «la música de pistolas y el tambor bárbaro de plomo». La descripción del asesinato político como un acto de belleza y de la muerte en la lucha como un martirio glorioso fueron elementos fundamentales en las exequias fúnebres que, emulando a los Squadristi de la Italia fascista, se sucedieron cuando los falangistas comenzaron a participar en actos de vandalismo callejero[37].
La fusión de la Falange y de las JONS, bajo el nombre interminable de Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista quedó al mando de un triunvirato integrado por José Antonio Primo de Rivera, el aviador Julio Ruiz de Alda y Ramiro Ledesma Ramos. Onésimo ocupó un simple cargo en la ejecutiva, conocida como la Junta de Mando. No pareció molestarle demasiado esta degradación, pues estaba más preocupado por los preparativos revolucionarios de la izquierda.
Falange Española de las JONS se presentó en el teatro Calderón de Valladolid el 4 de marzo de 1934. Fue este el mayor acto público en la carrera política de Onésimo Redondo. Autobuses cargados de falangistas llegaron a la capital vallisoletana desde Madrid y el resto de las provincias castellanas. La izquierda local había convocado una huelga general, y la presentación de la nueva formación política se celebró en un clima de rabia a duras penas contenida. Policías a caballo custodiaban la entrada del teatro para contener la hostilidad de los trabajadores hostiles de la ciudad. En el teatro, engalanado el escenario con las banderas negras y rojas de Falange Española de las JONS, una selva de brazos extendidos y en alto recibió a los oradores con el saludo fascista. Los provocadores discursos de Onésimo Redondo y de José Antonio Primo de Rivera encendieron los ánimos de los asistentes que, terminado el acto, se lanzaron a la calle para enzarzarse en una sangrienta batalla campal con los trabajadores concentrados a las puertas del local. Se dispararon armas de fuego, y el día concluyó con muchas cabezas rotas y un falangista muerto. Los izquierdistas que pudieron ser identificados fueron posteriormente asesinados durante la Guerra Civil[38].
El 31 de marzo, poco después de que tuvieran lugar estos sucesos en Valladolid, una delegación monárquica de alfonsinos y carlistas viajó a Roma en busca de armas y apoyo financiero en su intento de derrocar a la República. Cuatro hombres integraban esta delegación: Antonio Goicoechea, del recién constituido partido Renovación Española; el general Emilio Barrera, en representación del grupo conspirador Unión Militar Española; el reclutador de requetés Antonio Lizarza Iribarren, y Rafael Olazábal. Tras entrevistarse con Mussolini e Italo Balbo, gobernador de Libia, recibieron 1 500 000 pesetas, 20 000 rifles, 20 000 granadas de mano y 200 ametralladoras, que fueron enviados a través de Trípoli y Portugal. Se acordó asimismo que varios centenares de requetés fueran entrenados como instructores por el Ejército italiano[39]. Bajo el mando del recién elegido líder de la Comunión Tradicionalista, Manuel Fal Conde, el movimiento carlista se proponía constituir un auténtico ejército ciudadano, bien entrenado, bien armado y bien dirigido. Los jóvenes de la organización carlista Agrupación Escolar Tradicionalista, «hartos de la legalidad», veían la violencia como parte esencial del modo de vida carlista. La reorganización de la milicia Requeté liderada por Rada y el coronel José Enrique Varela permitió que, en la primavera de 1936, Comunión Tradicionalista estuviera en condiciones de ofrecer a los conspiradores militares una fuerza formada y armada de 30 000 «boinas rojas». El cuerpo Requeté, que contaba con 8000 voluntarios en Navarra y 22 000 en Andalucía y otras provincias españolas, fue una aportación militar decisiva para el levantamiento[40].
El 23 de abril de 1934, los jóvenes miembros de la CEDA agrupados en la Juventud de Acción Popular organizaron un mitin fascista en el monasterio de El Escorial, un emplazamiento cuya elección se interpretó como una provocación contra la República. Una multitud de 20 000 personas se congregó bajo el aguanieve en una réplica fiel de los mítines nazis. Allí juraron lealtad a Gil Robles, «nuestro jefe supremo», y corearon el «¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!», palabra equivalente a duce en español. Se recitaron los diecinueve puntos del programa de las JAP, con especial énfasis en el número dos: «Los jefes no se equivocan», un préstamo directo del eslogan fascista italiano: «Il Duce sempre ha raggione». Luciano de la Calzada, diputado de la CEDA por Valladolid, se dirigió a los asistentes en términos maniqueos idénticos a los que emplearían los franquistas en el curso de la Guerra Civil:
España es una afirmación en el pasado y una ruta hacia el futuro. Sólo quien viva esa afirmación y camine por esa ruta puede llamarse español. Todo lo demás (judíos, heresiarcas, protestantes, comuneros, moriscos, enciclopedistas, afrancesados, masones, krausistas, liberales, marxistas) fue y es una minoría discrepante al margen de la nacionalidad, y por fuera y frente a la Patria es la anti-Patria[41].
En abril de 1934, el aviador y playboy monárquico Juan Antonio Ansaldo se sumó a la Falange por invitación de José Antonio. Se le concedió el título de jefe de objetivos y se le encomendó la tarea de organizar brigadas terroristas. José Antonio tenía un interés especial en que fuera él quien dirigiera las represalias por los ataques izquierdistas contra los vendedores del periódico de la Falange, F. E. Sin embargo, el empeño de Ansaldo por otorgar mayor protagonismo a la llamada Falange de la Sangre gustaba aún más a los jonsistas. Ledesma Ramos escribió: «Su presencia en el partido resultaba de utilidad innegable, porque recogía ese sector activo, violento, que el espíritu reaccionario produce en todas partes, como uno de los ingredientes más fértiles para la lucha nacional armada. Recuérdese lo que grupos análogos a esos significaron para el hitlerismo alemán, sobre todo en sus primeros pasos». El día 3 de junio, 2000 «escuadristas» armados se concentraron en el aeródromo de Carabanchel. Una empresa de autobuses que se había negado a llevar a otros 300 vio cómo dos de sus vehículos ardían hasta quedar calcinados[42].
La verdad es que, en esos momentos, la derecha tenía muy poca necesidad de un partido fascista violento. Los terratenientes partidarios de la CEDA cosecharon su mayor victoria práctica con la derogación definitiva de la Ley de Términos Municipales. Su posición había sido reforzada por la dimisión de Lerroux el 25 de abril de 1934 en protesta por la demora de Alcalá Zamora en firmar la amnistía para los inculpados en el golpe del 10 de agosto de 1932. A Lerroux le sorprendió que Alcalá Zamora aceptara su dimisión. Con el fin de evitar que el presidente convocara nuevas elecciones, dio permiso a Ricardo Samper para que formara gobierno a sabiendas de que Samper era bastante ineficaz, de modo que él pudiera seguir gobernando desde la sombra. En parte como resultado de esta crisis se produjo la escisión de Martínez Barrio y el ala liberal del Partido Radical, lo que debilitó al Partido Radical y lo hizo más dependiente de Gil Robles, cosa que posibilitó la citada derogación de la Ley de Términos Municipales. El éxito de la ofensiva en las Cortes se atribuyó a los dos diputados más agresivos de la CEDA, Dimas de Madariaga (Toledo) y Ramón Ruiz Alonso (Granada), ambos representantes de provincias en las que la aplicación de la ley había levantado ampollas entre los grandes propietarios de fincas. La ley fue derogada tras un debate prolongado y agrio que concluyó con la aplicación de la guillotina el 23 de mayo[43].
En palabras del periódico del principal sindicato rural, el socialista FNTT: «Los patronos deliberadamente están asesinando de hambre a miles de hombres y a sus familias por el solo delito de querer humanizar un poco sus vidas desgraciadas. Quien siembra vientos… A puñados, a voleo se están sembrando en España semillas de tragedia. Que nadie se extrañe, que nadie se queje, que nadie se escandalice y proteste mañana, si esos vientos provocan una tempestad de sangre»[44].
La derogación de la Ley de Términos Municipales, inmediatamente antes de la fecha prevista para iniciar la cosecha, permitió a los patronos contratar mano de obra gallega y portuguesa en detrimento de los trabajadores locales. Las defensas del proletariado rural se derrumbaban a toda velocidad ante la ofensiva de la derecha. El último vestigio de protección con que aún contaban los jornaleros de izquierdas para conservar su trabajo y su salario se lo proporcionaba la mayoría socialista en numerosos pueblos y ciudades. La única esperanza para los trabajadores del campo era que los alcaldes socialistas obligaran a los propietarios a cumplir con la legislación social o que los ayuntamientos financiaran obras públicas para generar algún puesto de trabajo. Cuando los radicales llegaron al poder en las elecciones de noviembre de 1933, se realizó el primer intento de acabar con estos alcaldes. El primer ministro de la Gobernación nombrado por Lerroux, Manuel Rico Avello, destituyó a 35 regidores socialistas. Salazar Alonso expulsó a muchos más, generalmente con pretextos tan endebles como la existencia de «irregularidades administrativas», que en muchos casos eran las deudas heredadas de sus predecesores monárquicos. En cuanto hubo tomado posesión del cargo, en respuesta a las peticiones de los caciques locales, ordenó a los gobernadores provinciales que destituyeran a los alcaldes «donde no se tuviera confianza en el alcalde para el mantenimiento del orden público», con lo que por lo común se refería a los socialistas. Invocando el artículo 7 de la Ley de Orden Público, se sustituía al alcalde legítimamente elegido por un «delegado gubernativo» designado a dedo, que solía ser un conservador local.
Las intervenciones más drásticas tuvieron lugar en Extremadura, acaso por la fascinación de Salazar Alonso con la aristocracia regional. En Granada no fueron menos contundentes. Salazar Alonso reconocía en sus memorias haber suprimido 193 alcaldías en los seis meses siguientes. Según sus cifras maquilladas, las provincias más afectadas fueron Cáceres (25), Badajoz (20), Alicante (17), Jaén (16), Granada (11) y Albacete (11). El procedimiento consistía en que, cuando se denunciaba una irregularidad, por pequeña o inverosímil que fuera, un representante del gobernador civil, esto es, el delegado gubernativo, se presentaba en el consistorio acompañado de la Guardia Civil y algunos miembros de la derecha local para expulsar al alcalde y a los concejales socialistas. La mayoría de los delegados gubernativos eran caciques o habían sido designados por estos. Se buscaba con ello poner fin a una situación en que los ayuntamientos socialistas intentaban garantizar que fuera aplicada la legislación social, principalmente en lo que concernía al turno riguroso de los trabajadores. Una vez efectuado el relevo, los nuevos alcaldes no hacían nada por proteger a los trabajadores, ni frente a las caprichosas prácticas de contratación seguidas por los caciques ni frente a los ataques de sus guardas o de la Guardia Civil[45].
Dos casos emblemáticos de esta estrategia fueron las expulsiones de los alcaldes de Zafra y Fuente de Cantos, José González Barrero y Modesto José Lorenzana Macarro, muy apreciados en la provincia de Badajoz. González Barrero era un socialista moderado al que respetaban incluso los conservadores, propietario de un hotel en la localidad y capaz de ayudar en misa. En todas partes se lo tenía por un alcalde eficiente y tolerante. Salazar Alonso, que recordaba muy bien los sucesos de Hornachos, estaba sin embargo decidido a destituirlo. A los diez días de su designación como ministro de la Gobernación envió a Zafra a uno de sus esbirros, Regino Valencia, secretario del ayuntamiento de La Haba, un municipio cercano a Don Benito. Valencia elaboró, como era de prever, una serie de cargos para justificar el cese de González Barrero. La más grave de sus acusaciones fue la de financiación irregular para la construcción de un plan de carreteras concebido para dar trabajo a los parados. En el curso de su visita al pueblo, Regino Valencia reconoció que las acusaciones eran «sólo aparentes, sin responsabilidad real» y que Salazar Alonso lo había presionado para que fabricara las pruebas necesarias. Se defendió con el argumento de que si no lo hubiera hecho él, habrían enviado a otro, y él habría perdido su trabajo. La consecuencia fue que, el 26 de mayo, el equipo municipal en pleno fue cesado y sustituido por uno nuevo designado a dedo. La composición del nuevo consistorio puso de manifiesto los estrechos vínculos del Partido Radical con la élite terrateniente de la provincia: cuatro concejales de Acción Popular, dos del Partido Agrario y nueve radicales, entre ellos el alcalde, antiguo miembro de la Unión Patriótica de Primo de Rivera y ferviente defensor de los considerables intereses del duque de Medinaceli en Zafra[46].
Al alcalde de Fuente de Cantos, el socialista Modesto José Lorenzana Macarro, se lo conocía por su humanidad y por los esfuerzos realizados para mejorar el municipio, principalmente en lo relativo al abastecimiento de agua. Sin embargo, se elogiaba ante todo su decisión de emplear los fondos municipales para comprar comida con que aliviar el hambre de las familias sin trabajo. En junio de 1934, esa decisión sirvió para que fuera acusado y destituido por uso indebido de fondos públicos[47]. Ambos casos revelan la intención de debilitar la protección que los ayuntamientos socialistas ofrecían a los pobres sin tierra. La vergonzosa ilegalidad del procedimiento, que despreció flagrantemente el proceso democrático, sumada a las consecuencias a largo plazo de dar rienda suelta a los terratenientes, enconó profundamente el odio en el sur del país. Modesto José Lorenzana fue asesinado en septiembre de 1936 y José González Barrero, en abril de 1939.
Mientras en las zonas rurales las tensiones crecían día a día, la derecha empleaba en la mayoría de las provincias todos los medios a su alcance para presionar a los gobernadores civiles. En el caso de Jaén, el gobierno de Lerroux había nombrado para el cargo de gobernador civil a José Aparicio Albiñana, propietario del periódico La Voz Valenciana y hombre de creencias conservadoras, aunque republicano y moderado. La designación de Albiñana fue muy bien acogida por los diez diputados del Partido Radical, la CEDA y los capataces agrarios de la provincia, pero no por los tres socialistas. La derecha local lo sometió a constantes presiones desde el momento de su llegada. Cuando quedó probada su determinación de ecuanimidad, la derecha no paró de protestar hasta que consiguió su traslado a Albacete[48].
Más frecuente era que en las capitales de provincia los defensores de la derecha, bien vestidos y bien hablados, honrasen al gobernador con almuerzos y comidas, y, con la prensa de su lado, lograran alcanzar una influencia notable. Una vez que dicha influencia se convertía en consentimiento ante los drásticos recortes salariales y la discriminación de la mano de obra sindicada, los jornaleros hambrientos se veían forzados a robar aceitunas y otras cosechas, mientras los dueños de las tierras y sus representantes protestaban airadamente por la anarquía que reinaba en los campos para justificar la intervención de la Guardia Civil. Incluso El Debate señaló la dureza de muchos propietarios de fincas, al tiempo que seguía exigiendo que solo se diera trabajo a los afiliados a los sindicatos católicos surgidos a raíz de las elecciones. Con el fin de alcanzar el doble objetivo de tener mano de obra barata y debilitar a los sindicatos de izquierda, Acción Popular creó la Acción Obrerista en numerosos pueblos del sur, un sindicato que ofrecía empleo, con salarios muy inferiores a los establecidos en las bases de trabajo, a quienes abandonaban su afiliación a la FNTT[49].
Esta táctica agravó los problemas y acrecentó los odios. Los campesinos hambrientos mendigaban por las calles de los pueblos de Badajoz, y el raquitismo y la tuberculosis estaban a la orden del día. El vizconde de Eza, un monárquico experto en asuntos agrarios, manifestó que, en mayo de 1934, cerca de 150 000 familias carecían de los productos más básicos. A quienes se resistían a romper el carnet del sindicato se les negaba el trabajo. El boicot de los patronos y el famoso «Comed República» o «Que os dé de comer la República» se diseñaron para restablecer las formas de control social anteriores a 1931, así como para garantizar que no volviera a repetirse la amenaza reformista del primer bienio republicano. En pueblos como Hornachos, la estrategia se plasmó en frecuentes ataques contra la casa consistorial. En Puebla de Don Fadrique, un municipio granadino cercano a Huéscar, se produjo uno de estos incidentes típicos. El alcalde socialista fue cesado y sustituido por un militar retirado resuelto a acabar con la indisciplina de los trabajadores. Rodeó la casa del pueblo con un destacamento de la Guardia Civil y esperó la salida de los trabajadores para que los guardias los apalearan con ayuda de los empleados de los terratenientes[50].
La respuesta de la FNTT fue un ejemplo ilustrativo de cómo reaccionaban los socialistas, para entonces partidarios de la revolución, ante la creciente agresión de los patronos. El periódico de la FNTT, El Obrero de la Tierra, adoptó una línea revolucionaria a partir del 28 de enero, tras la dimisión de la ejecutiva moderada integrada por seguidores de Julián Besteiro. El periódico, que contaba con el respaldo de Margarita Nelken, aseguraba que la única solución para la miseria de la clase trabajadora rural era la socialización de la tierra. Entretanto, la nueva ejecutiva sindical adoptaba unas prácticas tan conciliadoras como las de sus predecesores. La FNTT envió a los ministros de Trabajo, Agricultura e Interior una serie de peticiones razonadas para la aplicación de la ley en lo relativo al laboreo forzoso, las bases de trabajo, la estricta rotación en el empleo y los intercambios laborales, a la vez que protestaba por el cierre sistemático de las casas consistoriales. Esto ocurría la tercera semana de marzo. Como no recibió respuesta, y a la vista de que la persecución de los trabajadores de izquierda se intensificaba ante la inminencia de la cosecha, el sindicato hizo un respetuoso llamamiento a Alcalá Zamora, que tampoco obtuvo ningún resultado. La FNTT denunció la situación de los miles de personas que morían de hambre lentamente y publicó largas listas de los pueblos donde se negaba el trabajo y se agredía físicamente a los miembros de los sindicatos. La organización calculaba que, en la provincia de Badajoz, el número de parados ascendía a 20 000, había 500 afiliados a la FNTT en prisión, 10 casas del pueblo habían sido cerradas por la fuerza y 12 ayuntamientos socialistas habían sido disueltos[51].
En este clima de creciente rabia y desesperación, la FNTT decidió, de mala gana y con bastantes dudas, hacer un llamamiento a la huelga. La decisión no se tomó a la ligera. El primer anuncio de la posible huelga fue acompañado de una petición a las autoridades para que impusieran el respeto a las bases de trabajo y el reparto equitativo del empleo[52]. El Comité Ejecutivo de la UGT aconsejó a la FNTT que desestimara la huelga general de los campesinos por tres razones. En primer lugar, la cosecha se realizaba en distintos momentos en cada zona, de ahí que la selección de una fecha para la huelga planteara problemas de coordinación. En segundo lugar, la convocatoria de una huelga general, a diferencia de los paros limitados a las grandes fincas, podía generar dificultades a los aparceros y los pequeños agricultores que tenían sus fincas en arrendamiento y solo necesitaban contratar a uno o dos campesinos. En tercer lugar, se temía que las provocaciones de los patronos y de la Guardia Civil empujaran a los campesinos a enzarzarse en confrontaciones violentas en las que inevitablemente llevarían la peor parte. En el curso de una serie de reuniones conjuntas celebradas a lo largo de los meses de marzo y abril, la ejecutiva de la UGT trató de convencer a los líderes de la FNTT para que adoptaran una estrategia de paros parciales y escalonados. La UGT señaló que una huelga campesina de ámbito nacional sería denunciada por el gobierno como una acción revolucionaria y reprimida con brutalidad. Largo Caballero había dejado bien claro que los trabajadores industriales no se sumarían a la convocatoria[53].
Los líderes de la FNTT se vieron atrapados entre dos fuegos. Zabalza y sus compañeros eran muy conscientes de los peligros, pero estaban sometidos a una presión extrema por parte de las bases hambrientas e incapaces de soportar por más tiempo las provocaciones de los caciques y la Guardia Civil. Así, por ejemplo, en Fuente del Maestre (Badajoz), los miembros de la casa del pueblo regresaron de celebrar el 1 de mayo en el campo, cantando «La Internacional» y lanzando consignas revolucionarias. Cuando apedrearon las casas de los terratenientes más ricos, la Guardia Civil abrió fuego, mató a 4 trabajadores e hirió a unos cuantos más. Otros 40 fueron encarcelados[54]. En la provincia de Toledo, para los afiliados de la FNTT era casi imposible conseguir trabajo, y los pocos que encontraban empleo se veían obligados a aceptar condiciones miserables. Las bases de trabajo establecían un salario de 4,50 pesetas por una jornada de ocho horas. Los patronos pagaban 2,50 pesetas por trabajar de sol a sol. En algunas zonas de Salamanca se pagaban salarios de 75 céntimos[55].
La desesperación de los jornaleros hambrientos ante la arrogancia y la insensibilidad de los terratenientes desencadenó pequeños actos vandálicos. Llevados por la impotencia y la frustración, los campesinos lanzaron piedras contra los casinos y sus miembros en distintas localidades. A nadie extrañó que la ejecutiva de la FNTT comunicara finalmente a la UGT que no podían seguir resistiendo las presiones de sus bases, que exigían el paso a la acción. Cualquier otra cosa significaba condenar a los trabajadores a salarios de hambre, persecución política y cierre patronal. Al tiempo que El Obrero de la Tierra declaraba que «Toda España está siendo Casas Viejas», el 28 de abril la FNTT apelaba al ministro de Trabajo para remediar la situación, por el sencillo procedimiento de exigir el cumplimiento de las leyes en vigor. Al ver que no se hacía nada, el Comité Nacional se reunió los días 11 y 12 de mayo y convocó la huelga para el 5 de junio. La convocatoria de huelga se ajustó estrictamente a la legalidad, que exigía un plazo mínimo de diez días para el aviso de la movilización. El manifiesto aseguraba que «esta medida extrema» era la culminación de una serie de negociaciones inútiles destinadas a convencer a los ministros competentes de la necesidad de aplicar lo que quedaba de la legislación social. El Ministerio de Trabajo había desoído cientos de peticiones para que se efectuara el pago de los salarios correspondientes a las cosechas del año anterior. Las condiciones de trabajo que los Jurados Mixtos imponían en toda España eran sencillamente pasadas por alto y la Guardia Civil reprimía cualquier protesta[56].
La preparación de la huelga fue por tanto abierta y legal, y sus diez objetivos tenían muy poco de revolucionarios. Los principios básicos eran dos: garantizar una mejora de las brutales condiciones laborales que padecían los trabajadores del campo, y proteger a los sindicatos rurales ante la determinación de destruirlos por parte de los patronos. Las diez peticiones eran: 1) aplicación de las bases de trabajo; 2) estricta rotación del empleo, con independencia de la afiliación política; 3) limitación del uso de maquinaria y de mano de obra exterior con el fin de garantizar cuarenta días de trabajo a los jornaleros de cada provincia; 4) adopción de medidas inmediatas contra el desempleo; 5) gestión temporal por parte del Instituto para la Reforma Agraria de las tierras pendientes de expropiación, de acuerdo con la Ley de Reforma Agraria, para su arrendamiento a los parados; 6) aplicación de la Ley de Arrendamiento Colectivo; 7) reconocimiento de los derechos de los trabajadores de conformidad con la Ley de Laboreo Forzoso de las tierras abandonadas; 8) entrega de las tierras disponibles a los campesinos, por parte del Instituto para la Reforma Agraria, antes del otoño; 9) creación de un fondo crediticio para favorecer el arrendamiento colectivo de las tierras, y 10) recuperación de las tierras comunales privatizadas mediante argucias legales en el siglo XIX.
Antes de que se anunciara la huelga, el ministro de Trabajo, el radical José Estadella Arnó, ya había negado que en el campo se pagaran salarios de miseria y que a los trabajadores socialistas se les privara de empleo. Ricardo Zabalza confiaba en que la amenaza de huelga bastara para obligar al gobierno a intervenir y remediar la situación de las masas hambrientas en las zonas rurales del sur del país. Lo cierto es que la perspectiva de la huelga llevó al ministro de Trabajo a hacer algunos gestos simbólicos, como convocar a los Jurados Mixtos para que redactaran los contratos laborales y a los delegados de trabajo del gobierno para que dieran cuenta de los abusos e incumplimientos de la ley por parte de los patronos. También se iniciaron negociaciones con representantes de la FNTT[57].
Salazar Alonso, sin embargo, no quería perder la oportunidad que le ofrecía la huelga para asestar un golpe mortal a la federación más importante de la UGT[58]. En consecuencia, justo cuando las esperanzas de Zabalza empezaban a cristalizar, a raíz de las negociaciones emprendidas por la FNTT con los ministros de Agricultura y Trabajo, promulgó un decreto que criminalizaba las acciones de la FNTT, asignaba a la cosecha la naturaleza de servicio público nacional y declaraba la huelga como un «conflicto revolucionario». Todas las reuniones, las manifestaciones o los actos de propaganda relacionados con la huelga se declararon ilegales. Se estableció una férrea censura de la prensa y se cerró El Obrero de la Tierra, que no volvió a abrirse hasta 1936. La línea dura de Salazar Alonso se impuso en el debate parlamentario con los votos de la CEDA, el Partido Radical y los monárquicos. Pese a todo, las cuestiones suscitadas en el curso del debate pusieron de manifiesto la trascendencia de las medidas decretadas por el ministro de la Gobernación.
José Prat García, diputado socialista por Albacete, hizo un sensato llamamiento al sentido de la justicia de las Cortes, señalando la naturaleza inconstitucional del decreto de Salazar Alonso, y reiteró que la FNTT había seguido todos los cauces legales para convocar la huelga. Aseguró que bastaba con aplicar la legislación vigente para resolver el conflicto, pero Salazar Alonso había rechazado la solución pacífica y dado al gobierno vía libre para la represión. El ministro respondió que la postura de la FNTT obligaba al gobierno a tomar medidas enérgicas y que la huelga era una acción subversiva. Cuando Salazar Alonso mintió al afirmar que el gobierno estaba tomando medidas contra los propietarios de las tierras que imponían salarios de hambre, Prat le replicó que, por el contrario, el gobierno había frustrado cualquier intento de conciliación al invalidar las negociaciones entre la FNTT y los ministros de Trabajo y Agricultura. Prat concluyó afirmando que la huelga solo se proponía defender a los trabajadores del campo y acabar con situaciones como la que se vivía en el pueblo granadino de Guadix, donde los campesinos tenían que comer hierba. José Antonio Trabal Sanz, diputado de Esquerra por Barcelona, señaló que Salazar Alonso parecía entender el interés nacional como sinónimo de los deseos de la plutocracia. Cayetano Bolívar, diputado comunista por Málaga, declaró que la provocación del gobierno estaba cerrando las puertas a la legalidad y empujando a los trabajadores a la revolución. Cuando Bolívar mencionó el hambre de los trabajadores, un diputado de la derecha le gritó que él y el resto de la mayoría también tenían hambre, y con esto concluyó el debate[59].
Lo cierto es que, tal como anunciaban los preparativos ya realizados con Bedia y Valdivia, la conciliación no era una prioridad para Salazar Alonso. Ya había tomado medidas tan inmediatas como implacables para debilitar a la izquierda aun antes de que se produjera el conflicto. El 31 de mayo, José González Barrero, el alcalde recién apartado del cargo en Zafra, fue detenido con acusaciones falsas y condenado a cuatro años de prisión. Se detuvo también a los alcaldes de Olivenza y Llerena, junto con numerosos sindicalistas, maestros de escuela y abogados, que recibieron palizas y fueron sometidos a torturas. Cuatro diputados socialistas, acompañados por Cayetano Bolívar, fueron detenidos cuando acudieron a visitar a los prisioneros en Jaén, lo que supuso una violación de los artículos 55 y 56 de la Constitución. Cuando Salazar Alonso designó la cosecha como servicio público nacional, de hecho militarizó a los jornaleros. Por tanto, los que fueran a la huelga podían ser considerados culpables de rebelión; de ahí que el conflicto se saldara con miles de detenciones. Las cosechas se recogieron con ayuda de maquinaria y mano de obra barata llegada de Galicia y Portugal. La Guardia Civil contenía a los sindicalistas, mientras en las fincas se reforzaba la seguridad para impedir que las masas hambrientas robaran las cosechas[60].
En la cárcel de Badajoz, con capacidad para 80 reclusos, se hacinaban 600 personas en condiciones infrahumanas. El mismo hacinamiento se vivía en las prisiones de Almendralejo, Don Benito y otros municipios de la provincia. Miles de campesinos fueron obligados a punta de pistola a subir en camiones para el ganado, deportados a cientos de kilómetros de sus hogares, abandonados a su suerte y obligados a regresar andando y sin un céntimo en el bolsillo. El 4 de julio, 200 campesinos hambrientos de Badajoz que habían sido trasladados a la cárcel de Burgos llegaron a Madrid y se concentraron en la Puerta del Sol, donde fueron violentamente dispersados por la Policía. La FNTT les pagó el viaje de vuelta a casa, donde muchos fueron detenidos al llegar[61].
Los centros de reunión de los trabajadores se cerraron por decreto y un gran número de ayuntamientos fueron disueltos, principalmente en Cáceres y Badajoz, para ser sustituidos sus cargos electos por alcaldes y concejales designados por el gobierno. La huelga fue casi total en Jaén, Granada, Ciudad Real, Badajoz y Cáceres, y tuvo un seguimiento importante en numerosos puntos del sur. En muchos pueblos de Jaén y Badajoz se produjeron choques violentos entre los huelguistas y los «fijos y pagaos», los guardas armados de los grandes latifundios y la Guardia Civil. Pese a todo, ni allí ni en otras provincias menos conflictivas pudieron impedir los huelguistas que los propietarios, con la protección de la Guardia Civil, contrataran a trabajadores llegados principalmente de Galicia y Portugal. El Ejército participó usando máquinas recolectoras y la cosecha no sufrió interrupciones importantes. Además, la decisión de la CNT de no secundar la huelga debilitó el impacto de la convocatoria en Sevilla y Córdoba, pese a lo cual los anarquistas no se libraron de la represión. Aunque la mayoría de los trabajadores detenidos y acusados de sedición quedaron en libertad a finales de agosto, los tribunales de emergencia sentenciaron a los líderes campesinos, a cuatro o más años de prisión[62].
Las casas del pueblo no volvieron a abrirse, y la FNTT quedó paralizada a efectos prácticos hasta 1936 tras sufrir una derrota aplastante en una batalla desigual. Los ayuntamientos socialistas que aún quedaban en algunas provincias fueron desmantelados y sustituidos por consejos municipales nombrados por los caciques. Por su parte, el gobernador civil de Granada, Mariano Muñoz Castellanos, fue destituido a instancias de los terratenientes locales debido a sus esfuerzos tras la huelga para que se cumpliera la poca legislación laboral que aún seguía en vigor[63]. Lo cierto es que, en todo el campo español, el reloj había vuelto a la década de 1920, por obra y gracia de Salazar Alonso. Se acabaron los sindicatos rurales, la legislación social o la autoridad municipal que pusiera coto a la dominación de los caciques. La CEDA no podía estar más satisfecha, al tiempo que Salazar Alonso se convertía en uno de los hombres más odiados de España[64].
La decisión de Salazar Alonso, al calificar como revolucionaria una huelga de aspiraciones materiales tan modestas, justificaba los ataques contra los ayuntamientos socialistas. Como ya se ha señalado anteriormente, terminado el conflicto, el ministro de la Gobernación ofreció la cifra oficial de 193 consistorios sustituidos, si bien el número real era mucho más alto. Solo en Granada, durante el período en que los radicales ostentaron el poder, se desmantelaron 127 ayuntamientos, mientras que en Badajoz el número se acercaba a los 150[65]. La salvaje represión con que el ministro de la Gobernación respondió a la huelga campesina supuso un golpe durísimo al principal sindicato rural integrado en la UGT y dejó en el sur un legado de odio imposible de aplacar. Los terratenientes no tardaron en imponer una vez más unas condiciones casi feudales a los trabajadores, a quienes consideraban sus siervos, recortando drásticamente los salarios y dando trabajo solo a los «leales», es decir, los que no pertenecían a ningún sindicato.
Poco después de su llegada al Ministerio de la Gobernación, Salazar Alonso aplastó las huelgas en los sectores del metal, la construcción y la prensa, sobre la base de sus implicaciones políticas. Desoyó las súplicas de los representantes de los trabajadores, que aseguraban que todos aquellos conflictos tenían un origen económico y social y no eran huelgas revolucionarias frente a la amenaza del fascismo, y prefirió atender la retórica más exaltada[66]. Llegado el verano de 1934, Salazar Alonso había logrado derrotar la huelga en el campo y aniquilar a la FNTT. A pesar de este éxito, seguía estando muy lejos de alcanzar su objetivo a largo plazo, que era el de aniquilar cualquier elemento que, a su juicio, representara una amenaza para el gobierno.
Así se desprendía de una carta que a finales de julio le escribió a su amiga, Amparo:
Ya te imaginas cuáles son los momentos que paso. Pudiera decirse que son los preliminares de un movimiento revolucionario de más trascendencia que los espíritus frívolos pueden suponer. Y estoy entregado, consciente de las enormes responsabilidades que pesan sobre mí, a la tarea de tratar de aplastar esos intentos. Es verdad que la campaña contra mí arrecia. Pintan por ahí letreros diciendo: «A Salazar Alonso como Dollfuss». Los periódicos extremistas me atacan, me insultan, incitan al asesinato. Yo estoy sereno como nunca. Trabajo sin descanso. Organizo. Hoy he recibido al Jefe Superior de Policía, Director de Seguridad, Jefe de Guardias de Asalto, Inspector de la Guardia Civil. Lo preparo todo concienzudamente, técnicamente como el General en Jefe de un Estado Mayor. Ni que decir tiene que no duermo. Aun acostado sigo planeando mi organización antirrevolucionaria. Las gentes confían en mí. La opinión reacciona a mi favor, vuelven a mi desmedrada figura sus ojos y me consideran un hombre providencial que ha de salvarles[67].
Salazar Alonso se refería a sí mismo como el «Caudillo» y a Amparo como su musa. Para ella pintó el autorretrato de un brillante general dispuesto a lanzarse a la batalla contra un poderoso enemigo. La realidad era que el único preparativo revolucionario hecho por el comité conjunto del PSOE, la UGT y la FJS establecido por Largo Caballero fue la elaboración de un amplio índice con los nombres de los individuos que podrían estar preparados para «tomar las calles». La aquiescencia de Largo Caballero mientras el movimiento sindical se erosionaba en una sucesión de huelgas desastrosas demostró que no existía una coordinación central. Las Juventudes Socialistas participaron en excursiones dominicales para practicar maniobras militares en la madrileña Casa de Campo, equipadas con más entusiasmo que armas y ofreciendo a la Policía la posibilidad de controlar fácilmente sus actividades. Sus torpes incursiones en el mercado del armamento los llevaron a perder buena parte de sus escasos fondos en tratos con traficantes sin escrúpulos, de los que no sacaron más que unos pocos revólveres y fusiles. La Policía, informada de las adquisiciones por sus espías o por los propios traficantes, irrumpía a menudo en las casas del pueblo y en los hogares de los socialistas, provista de información exacta sobre las armas escondidas detrás de paredes falsas, debajo de las tablas del suelo o en pozos. El único intento por realizar una compra de armas a gran escala, llevado a cabo por Prieto, fracasó de la manera más absurda. Solo en Asturias, donde se robaron armas pequeñas en las fábricas y dinamita en las minas, los trabajadores contaban con un arsenal significativo[68].
El 10 de junio, mientras se desarrollaban las huelgas campesinas, la Falange de Sangre de Ansaldo provocó violentos incidentes en Madrid. Un grupo de falangistas atacó a las Juventudes Socialistas, que habían salido de excursión a El Pardo, en las afueras de la capital, y un joven falangista murió en los enfrentamientos. Sin esperar la autorización de José Antonio, Ansaldo requisó el coche de Alfonso Merry del Val y salió a vengarse sin pérdida de tiempo. En el camino se cruzaron con un grupo de socialistas que regresaban a Madrid, dispararon y mataron a Juanita Rico, además de herir gravemente a otros dos[69]. El 4 de julio de 1934, Margarita Nelken acusó a Salazar Alonso de ocultar este asesinato, y el de otro socialista, a sabiendas de que los autores eran las brigadas del terror falangistas[70]. A lo largo del verano, Ansaldo planeó dinamitar la sede de los socialistas madrileños, para lo cual se robaron 50 kilos de dinamita y se cavó un túnel desde las alcantarillas hasta el sótano del edificio de la casa del pueblo. Los hombres de Ansaldo mataron a un miembro de su propia brigada, del que sospechaban que era informador de la Policía. El 10 de julio, antes de que el dispositivo estuviera listo, la Policía descubrió grandes cantidades de armas, munición, dinamita y bombas en la sede de la Falange. Ochenta militantes, en su mayoría jonsistas y hombres de Ansaldo, fueron detenidos y encarcelados durante tres semanas[71]. Aunque José Antonio expulsó a Ansaldo en el mes de julio, las brigadas continuaron sus ataques contra la izquierda con la misma frecuencia y la misma eficacia, y Ansaldo siguió trabajando con la Falange de Sangre.
La ofensiva de las milicias de Falange Española y de las JONS era irrelevante para Gil Robles y Salazar Alonso, a quienes la hueca amenaza revolucionaria de los socialistas les venía como anillo al dedo. La prontitud con que aprovecharon la retórica socialista para alterar el equilibrio de fuerzas en favor de la derecha quedó brutalmente ilustrada con motivo de las huelgas de impresores y campesinos. Gil Robles era consciente de que la dirección socialista de Largo Caballero vinculaba concretamente su amenaza de revolución a la entrada de la CEDA en el gobierno. Sabía también que, gracias a Salazar Alonso, la izquierda no estaba en posición de secundar ninguna sublevación revolucionaria. La intensa actividad policial desmanteló en el curso del verano la mayor parte de los preparativos de un comité revolucionario descoordinado y requisó la mayoría de las armas que la izquierda había logrado reunir. Gil Robles reconoció más tarde que esperaba con impaciencia su entrada en el gobierno, precisamente por la reacción de los socialistas. «Más pronto o más tarde habíamos de enfrentarnos con un golpe revolucionario. Siempre sería preferible hacerle frente desde el poder, antes de que el adversario se hallara más preparado»[72]. A finales del verano de 1934, y en el marco de esta estrategia, Gil Robles amplió las milicias de la Juventud de Acción Popular bajo la enseña de Movilización Civil. El objetivo de esta sección, con las miras puestas en el futuro enfrentamiento revolucionario, era romper las huelgas mediante acciones paramilitares bien coordinadas, mientras las milicias garantizaban el funcionamiento de los servicios públicos esenciales[73]. El hombre elegido por Gil Robles para organizar la movilización y formar a las unidades paramilitares fue Lisardo Doval, el oficial de la Guardia Civil expulsado del servicio por su participación en el intento de golpe de Estado liderado por Sanjurjo en agosto de 1932[74].
En el verano de 1934, la tensión política se intensificó a raíz de un conflicto surgido en Cataluña que Gil Robles supo manipular hábilmente para provocar a la izquierda. El 8 de junio, con gran deleite de los terratenientes, el Tribunal de Garantías Constitucionales derogó una ley aprobada por el Parlamento catalán que ampliaba las tierras en arrendamiento para los pequeños agricultores, la llamada Llei de Contractes de Conreu. El 12 de junio, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, presentó a las Cortes catalanas la ley sin modificar, y aseguró que la decisión del Tribunal era un nuevo intento centralista para reducir la autonomía de la región: «La agresión, dentro de la República, de los lacayos de la Monarquía y de las huestes fascistas monárquicas»[75].
Salazar Alonso se opuso a quienes, en el gobierno, abogaban por una solución de compromiso. Cataluña era para los republicanos de izquierdas y para muchos socialistas el último bastión de la «auténtica» República. Las consignas anticatalanas lanzadas por la CEDA dejaron muy pocas dudas del peligro que corría la autonomía catalana si la CEDA se incorporaba al gobierno de la nación. El 8 de septiembre, Gil Robles ofreció un discurso sembrado de provocaciones en una asamblea organizada en Madrid por la Federación de Terratenientes Catalanes. No sin muchas reticencias, a la vista de sus recientes derrotas, los socialistas anunciaron una nueva huelga general. El Bloque Patronal, que poco antes había manifestado su determinación de aplastar a los sindicatos, elaboró una serie de instrucciones detalladas con el fin de romper la huelga y castigar a los huelguistas. A la asamblea habían asistido representantes de los principales grupos de presión de la oligarquía rural: la Asociación General de Ganaderos, la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas, la Asociación de Olivareros, la Confederación Española Patronal Agrícola, y otras muchas organizaciones regionales. La Policía se preparó para la reunión con el cierre de la casa del pueblo y la sede de la UGT en Madrid y la detención de numerosos socialistas e izquierdistas en general. La asamblea, como otras celebradas por la oligarquía agraria de la CEDA, propuso la restricción de los derechos sindicales, el fortalecimiento de la autoridad y el aplastamiento de la rebelión de la Generalitat[76].
Al día siguiente, la Juventud de Acción Popular celebró un mitin al estilo fascista en Asturias, y eligió para el acto el emblemático escenario de Covadonga, donde en el año 732 se había librado la batalla considerada como el comienzo de la Reconquista. La asimilación simbólica de la causa de la derecha con los valores españoles tradicionales, así como la equiparación de la clase trabajadora a los moros invasores, resultó la estrategia idónea para consolidar las simpatías del Ejército. Los socialistas asturianos convocaron una huelga general y trataron de bloquear las carreteras a Covadonga, pero la intervención de la Guardia Civil garantizó que el mitin se celebrara según lo previsto. Subrayando el simbolismo del acto, el líder asturiano de Acción Popular, José María Fernández Ladreda, se refirió a la Reconquista de España. El propio Gil Robles, en un tono beligerante, señaló la necesidad de aplastar la «rebelión separatista» de los nacionalistas vascos y catalanes[77]. El astuto Gil Robles sabía muy bien que este tipo de manifestaciones, que amenazaban los logros alcanzados por la coalición republicano-socialista durante sus dos años de gobierno, 1931-1933, reforzarían la determinación de la izquierda para impedir la llegada de la CEDA al poder.
También Salazar Alonso era consciente de que la incorporación de la CEDA al gobierno sería el detonante de la acción revolucionaria en las filas socialistas y justificaría la represión que asestara al socialismo el golpe definitivo. Llevaba ya algún tiempo defendiendo este argumento en el seno del gabinete en términos cada vez más explícitos. El 11 de septiembre, cuando surgieron importantes diferencias en el Consejo de Ministros, Salazar Alonso propuso declarar el estado de guerra con el objetivo de provocar el estallido de la huelga revolucionaria. Tanto el primer ministro, Ricardo Samper, como el ministro de Agricultura, Cirilo del Río Rodríguez, se opusieron a semejante exhibición de irresponsabilidad y de cinismo. El ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, solicitó la dimisión de Salazar Alonso. Esa noche, Salazar Alonso volvía a escribir a Amparo, dándole cuenta de lo ocurrido en la reunión ministerial. En esta carta revelaba inequívocamente el propósito de provocar a la izquierda para poder aplastarla.
Expuse todo el plan revolucionario. Hice examen de la cuestión catalana, señalando objetiva y sinceramente todas las circunstancias, todas las posibilidades y todas las consecuencias de nuestras determinaciones. En efecto: Cataluña ha llegado a un límite inaceptable en materia de orden público. Creía yo que había llegado el momento de intervenir en su mantenimiento. Pero el hecho es grave. No podía aceptar yo ligerezas, impremeditaciones. Tenía que pensar en que para ello pudiera requerirse la declaración de Estado de Guerra y era obligatorio examinar la gravedad de esa declaración. Por eso había convocado a la Junta de Seguridad. Esperaba que [fuera] un trámite dilatorio, pero prudente. Y además, invitaba al Consejo de ministros a pensar sobre la situación política actual. El Gobierno, combatido por las izquierdas revolucionariamente, no tenía asistencia de los grupos parlamentarios que le apoyaban. El Gobierno, en una palabra, aparecía como un emplazado. ¿Era este el Gobierno con autoridad para provocar de un modo definitivo el movimiento revolucionario[78]?
La crónica que Salazar Alonso publicó sobre su participación en estos hechos decía así: «El problema era nada menos que iniciar la ofensiva contrarrevolucionaria, para acabar con el mal». No se trataba únicamente de aplastar la inmediata tentativa revolucionaria, sino de asegurarse de que la izquierda no volviera a levantar cabeza[79].
Poco después, Gil Robles admitió que era consciente de las intenciones de provocación de Salazar Alonso y que además las compartía. Sabía que los socialistas reaccionarían con violencia ante lo que considerarían un intento por instaurar una dictadura al estilo de Dollfuss. Y sabía, igual que Salazar Alonso, que las posibilidades de que la revolución triunfara eran muy remotas. En el mes de diciembre, en la sede de Acción Popular, recordó con complacencia:
Yo tenía la seguridad de que la llegada nuestra al poder desencadenaría inmediatamente un movimiento revolucionario … y en aquellos momentos en que veía la sangre que se iba a derramar me hice esta pregunta: «Yo puedo dar a España tres meses de aparente tranquilidad si no entro en el gobierno. ¡Ah!, ¿pero entrando estalla la revolución? Pues que estalle antes de que esté bien preparada, antes de que nos ahogue». Esto fue lo que hizo Acción Popular: precipitar el movimiento, salir al paso de él; imponer desde el gobierno el aplastamiento implacable de la revolución[80].
El ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, terminó por acercarse a la postura de Gil Robles y Salazar Alonso. A finales de septiembre desplegó maniobras militares a gran escala en León, en una zona limítrofe y de idéntica orografía a la de Asturias, donde tenía razones para sospechar que estallaría el primer foco revolucionario. No cabía la menor duda de que Hidalgo esperaba una posible insurrección izquierdista en Asturias[81]. Cuando en el Consejo de Ministros se habló de cancelar las maniobras, Hidalgo aseguró que la inminente amenaza revolucionaria las hacía necesarias. Lo cierto es que, al estallar la huelga revolucionaria en Asturias, en el mes de octubre, la asombrosa celeridad con que la Legión Extranjera se trasladó desde África al lugar del conflicto indicaba que el problema se había considerado con anterioridad. El propio Hidalgo reconoció en las Cortes, tres días después de que se iniciaran las maniobras, que había dado orden al 3.er Regimiento de Oviedo de que no participara en la operación: debía quedarse en la capital asturiana, puesto que se esperaba un estallido revolucionario[82]. En todo caso, Gil Robles contaba con información confidencial de altos mandos militares y sabía que el Ejército se hallaba en condiciones de aplastar cualquier sublevación izquierdista ante la entrada de la CEDA en el gobierno[83].
El 26 de septiembre, Gil Robles pasó a la acción al emitir un comunicado en el que declaraba que, a la vista de la «debilidad» con que el gobierno afrontaba los problemas sociales, y con independencia de cuáles fueran las consecuencias, era preciso formar un gobierno sólido con la participación de la CEDA. En un sinuoso discurso pronunciado en las Cortes el 1 de octubre, con la pretensión retórica de estar motivado por el deseo de estabilidad nacional, Gil Robles lanzó una amenaza inconfundible: «Nosotros tenemos conciencia de nuestra fuerza, aquí y fuera de aquí». Tras la inevitable dimisión del gabinete, el presidente Alcalá Zamora confió a Lerroux la tarea de formar un nuevo gobierno y reconoció que la participación de la CEDA era ineludible, si bien confiaba en que su representación gubernamental se limitara a un solo Ministerio. Gil Robles insistió en que fueran tres, a sabiendas de la provocación que entrañaban sus exigencias[84].
Esta maniobra estaba perfectamente calculada. El 4 de octubre hizo públicos los nombres de los elegidos: José Oriol y Anguera de Sojo (Trabajo), Rafael Aizpún (Justicia) y Manuel Giménez Fernández (Agricultura). Anguera de Sojo era un católico integrista (incluso se había propuesto la canonización de su madre en el Vaticano), además de experto en derecho canónico y abogado del monasterio benedictino de Montserrat. Había dirigido la acusación pública en cientos de confiscaciones y numerosas multas impuestas contra El Socialista. En su condición de antiguo miembro de la Lliga Regionalista, y alineado con el ala más radical del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro, era asimismo un enemigo acérrimo de Esquerra Republicana de Catalunya, el partido que gobernaba la Generalitat. La implacable dureza con que ejerció el cargo de gobernador civil de Barcelona en 1931 y sus políticas intransigentes contra las huelgas aceleraron el paso de la CNT al insurreccionismo. La elección de Anguera era una ofensa consciente, toda vez que Esquerra había solicitado a Alcalá Zamora su exclusión del gabinete. Gil Robles se negó rotundamente a escuchar las sugerencias del presidente[85]. Aizpún, diputado de la CEDA por Pamplona, tenía muy poco de republicano y estaba muy próximo a los carlistas. De Giménez Fernández, diputado por Badajoz, se esperaba tanto celo en la defensa de los agresivos terratenientes de la provincia como el que había mostrado Salazar Alonso, y mayor represión que la ya ejercida contra los campesinos tras la huelga de la cosecha. Mientras que las expectativas sobre el nuevo ministro de Agricultura resultaron infundadas, pues se trataba de un democristiano moderado, la oligarquía de Badajoz cumplió las suyas: los terratenientes rechazaron en 1936 como candidato provincial a Giménez Fernández, por sus políticas relativamente liberales, y este tuvo que presentarse a las elecciones en las listas de Segovia[86].
Los socialistas tenían sobradas razones para temer que el nuevo gabinete pudiera reforzar la determinación de Salazar Alonso de imponer un régimen reaccionario. Téngase en cuenta que durante 222 de los 315 días de gobierno radical, hasta finales de julio, el país había vivido bajo la declaración de estado de alarma, lo que implicaba la suspensión de las garantías constitucionales. De los 93 días en que hubo normalidad constitucional, 60 correspondieron al período electoral de finales de 1933. La censura, las multas y los secuestros de publicaciones, la limitación del derecho de reunión y asociación, la declaración de la mayoría de las huelgas como ilegales, la protección de las actividades fascistas y monárquicas, el recorte de los salarios y el desmantelamiento de los ayuntamientos socialistas libremente elegidos se percibieron como un «régimen de terror blanco». Tales eran las políticas que Gil Robles, en su discurso del 1 de octubre, había calificado de débiles. Resultaba imposible no colegir que su intención era imponer medidas aún más represivas[87].
En los últimos días de septiembre, todavía con la esperanza de persuadir al presidente para que resolviera la crisis convocando elecciones, la prensa socialista recurrió a amenazas desesperadas. El Socialista insinuó que los preparativos de la acción revolucionaria estaban muy avanzados:
Las nubes van cargadas camino de octubre: repetimos lo que dijimos hace unos meses: ¡atención al disco rojo! El mes próximo puede ser nuestro Octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y de sus cabezas puede ser enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado. Y nuestra política internacional. Y nuestros planes de socialización[88].
A finales de mes, el editorial del periódico formulaba la siguiente pregunta retórica:
¿Será menester que digamos ahora, como si descubriéramos un Mediterráneo, que todo retroceso, que todo intento de volver a formar políticas ya superadas, encontrará inevitablemente la resistencia de los socialistas? … Se nos habla —es cierto— de reconquistar la República para situarla de nuevo en el 14 de abril. Ninguna garantía tenemos de que puestas las cosas en su comienzo no tendrán un desarrollo idéntico al que tuvieron. No nos interesa un nuevo ensayo. Lo hicimos una vez y nos salió mal. Quienes lo frustraron son los llamados en todo caso al arrepentimiento … Nuestras relaciones con la República no pueden tener más que un significado: el de superarla y poseerla[89].
Julián Zugazagoitia, el ponderado editor de El Socialista, era muy consciente de que el movimiento socialista no estaba en absoluto preparado para una confrontación revolucionaria con el estado. Si sus editoriales no eran una irresponsabilidad sin sentido —y Zugazagoitia era un fiel defensor de la línea moderada de Prieto, no era un extremista—, deben entenderse como una última y desesperada amenaza al presidente.
Convencido de que las bravatas revolucionarias disuadirían a Alcalá Zamora de invitar a la CEDA a incorporarse al gobierno, el comité revolucionario de Largo Caballero no se preparó para tomar el poder. Las magras «milicias revolucionarias» carecían de liderazgo nacional y de organización local. Justo antes de la medianoche del 3 de octubre, cuando llegaron rumores al comité de que la CEDA se había sumado al gobierno, Largo Caballero se negó a creerlos e insistió en que no debían emprender la acción revolucionaria. Cuando la veracidad de la noticia no pudo seguir ignorándose, Largo concluyó, muy a su pesar, que debía poner en marcha la anunciada revolución[90].
A lo largo de 1934, los líderes del PSOE y de la CEDA se habían enzarzado en una guerra táctica. Gil Robles, con el respaldo de Salazar Alonso, disfrutó de la posición más sólida y supo explotarla con habilidad y paciencia. Los socialistas, por su relativa debilidad, empezaron lanzando amenazas de revolución y terminaron abocados a llevarlas a cabo. Los resultados fueron catastróficos.
Las intenciones de los socialistas con los sucesos que comenzaron la mañana del 4 de octubre de 1934 eran limitadas y defensivas. Su objetivo era defender el concepto de República desarrollado entre 1931 y 1933 frente a lo que percibían como ambiciones corporativistas de la CEDA. La entrada de la CEDA en el gobierno fue seguida de una proclamación de República independiente en Cataluña que duró diez horas, de una desganada huelga general en Madrid y del establecimiento de una comuna obrera en Asturias. Con la excepción de la revuelta asturiana, que resistió por espacio de dos semanas los violentos combates con las Fuerzas Armadas gracias al terreno montañoso y a la pericia de los mineros, la tónica dominante del «Octubre» español fue su falta de entusiasmo. Ninguno de los hechos ocurridos a lo largo de ese mes, ni siquiera los de Asturias, indicaba que la izquierda hubiese preparado la sublevación a conciencia. Lo cierto es que, en tanto se lograba resolver la crisis, los líderes socialistas se esforzaron por contener el ardor revolucionario de sus seguidores[91].
El 4 de octubre, con el fin de dar tiempo al presidente para cambiar de opinión, los líderes de la UGT convocaron en Madrid una huelga general pacífica con veinticuatro horas de antelación. Los ofrecimientos de movilización revolucionaria por parte de anarquistas y trotskistas fueron rechazados rotundamente. El nuevo gobierno no tuvo dificultades para detener a los líderes sindicales y a los miembros sospechosos de la Policía y del Ejército. A falta de indicaciones en sentido contrario, los socialistas y anarquistas de Madrid se limitaron a no acudir a su puesto de trabajo, sin ofrecer ninguna demostración de fuerza en las calles. El Ejército se hizo cargo de los servicios básicos —tras seleccionar a los soldados de acuerdo con sus ocupaciones en tiempo de paz—, y las panaderías, la prensa de derechas y el transporte público funcionaron casi con normalidad. Los líderes socialistas que lograron eludir las detenciones se escondieron, como Largo Caballero, o se exiliaron, como Prieto. Sus seguidores quedaron desorientados en las calles, a la espera de instrucciones, y en el plazo de una semana la huelga se había extinguido. Tanto ruido acerca de la toma del poder por parte de las milicias revolucionarias acabó en nada. Las esperanzas de colaboración de simpatizantes dentro del Ejército no se materializaron, y los pocos militantes que tomaron las armas no tardaron en abandonarlas. La guerra revolucionaria en la capital se saldó finalmente con algunos tiroteos aislados y un gran número de detenidos[92].
En Cataluña, donde los anarquistas y otros grupos de izquierdas se unieron en la Alianza Obrera, los sucesos fueron bastante más dramáticos. Los comités locales tomaron los pueblos y aguardaron instrucciones de Barcelona, que nunca llegaron[93].
Desprevenido y a regañadientes, Companys proclamó en Barcelona la independencia de Cataluña «dentro de la República Federal de España», en protesta por lo que veía como una traición de la República. Los motivos que subyacían a este gesto heroico eran complejos y contradictorios. Estaba ciertamente alarmado por lo ocurrido en Madrid, a la vez que recibía importantes presiones de los nacionalistas catalanes más radicales para satisfacer las exigencias populares de acción contra el gobierno central; sin embargo, quería evitar la revolución a toda costa. En consecuencia, no movilizó a las fuerzas de la Generalitat contra el general Domingo Batet, comandante de la región militar catalana, y negó las armas a los trabajadores. De esta manera, Batet, después de pasear los cañones por las calles, pudo negociar la rendición de la Generalitat tras diez horas de independencia, en la madrugada del 7 de octubre[94]. La derecha en general y Franco en particular nunca perdonaron a Batet que se abstuviera de dar un escarmiento a los catalanes con un baño de sangre[95].
La situación fue distinta en Asturias. Cuando llegó a las cuencas mineras la noticia de la entrada de la CEDA en el gobierno, a última hora de la tarde del 4 de octubre, los trabajadores tomaron la iniciativa. En esta región la solidaridad de los mineros superaba las diferencias partidistas, y la UGT, la CNT y, en menor medida, el Partido Comunista se unieron en la Alianza Obrera. Un ejemplo de que los líderes socialistas nunca contemplaron en serio la acción revolucionaria es que, incluso en Asturias, la movilización no comenzó en Oviedo, bastión de la burocracia del partido, sino que se impuso desde la periferia: Mieres, Sama de Langreo y Pola de Lena. También en el País Vasco los trabajadores tomaron el poder, aunque solo en pequeños municipios como Eibar y Mondragón. Un destacado industrial católico, Marcelino Oreja Elósegui, fue asesinado en Mondragón junto con dos empleados de su fábrica. Oreja, amigo íntimo tanto de Ángel Herrera como de José Antonio Aguirre, era carlista y a la vez un apasionado defensor de los fueros vascos. Lo acusaron de negarse a dar trabajo a miembros de la UGT. No obstante, Mondragón fue la excepción, ya que en la capital, Bilbao, los militantes de base aguardaron en vano las instrucciones de sus líderes. El presidente del sindicato de los mineros asturianos, Amador Fernández, se quedó en Madrid mientras la sublevación se extendía por la provincia, y el 14 de octubre, sin conocimiento de sus afiliados, intentó negociar una rendición pacífica[96].
La vacilación que demostraron los líderes socialistas contrastaba vivamente con la determinación de Gil Robles. Lo cierto es que su comportamiento, tanto mientras duró la revuelta de octubre como en fechas inmediatamente posteriores, confirmó, como él mismo reconoció más tarde, que había provocado a la izquierda deliberadamente. Cuando el 5 de octubre los socialistas propusieron un acuerdo, el nuevo gobierno radical-cedista dejó bien claro que no tenía ningún deseo de conciliación y solo buscaba aplastar a la izquierda. En una reunión que mantuvo con sus tres ministros, Gil Robles manifestó sin rodeos que no confiaba en el jefe del Estado Mayor, el general Carlos Masquelet, a quien tenía por un liberal peligroso, y tampoco en el general Eduardo López Ochoa, sobre quien pesaba la obligación de restablecer el orden en Asturias. Sin embargo, en la reunión del gabinete celebrada el 6 de octubre, los ministros de la CEDA no lograron que se aprobara su propuesta de enviar a Franco a dirigir las operaciones en Asturias, y se impuso la opinión de Alcalá Zamora, Lerroux y los miembros más liberales del gobierno[97]. No obstante, al final Franco logró desempeñar un papel que garantizó una represión brutal de la sublevación.
Gil Robles exigía la mayor dureza contra los rebeldes. El 9 de octubre tomó la palabra en las Cortes para expresar su apoyo al gobierno y hacer la conveniente propuesta de que se cerrara el Parlamento hasta que la represión hubiera concluido. De esta manera, el aplastamiento de la revolución se llevaría a cabo en silencio. No se pudieron hacer preguntas en el Parlamento y se impuso una censura total sobre la prensa de izquierdas, mientras los periódicos de derechas daban cuenta de truculentos actos —nunca confirmados— de barbarie izquierdista. El nuevo ministro de Agricultura, Manuel Giménez Fernández, uno de los pocos católicos sociales auténticos en el seno de la CEDA, puso la nota discordante el 12 de octubre, al comunicar al personal de su Ministerio: «Las alteraciones que se han producido contra el Estado no tienen origen en la acera de los revoltosos sino en la nuestra, porque muchos enemigos se los ha creado el Estado mismo por reiterada desatención de sus deberes para con todos los ciudadanos»[98]. La violencia desatada por ambas partes en los sucesos de octubre y la brutal persecución de la izquierda tras su aplastante derrota ahondaron los odios sociales mucho más de lo que nadie podía imaginar.
En un primer momento, debido a la fama de africanista feroz que tenía Franco, Alcalá Zamora rechazó la propuesta de ponerlo formalmente al mando de las tropas en Asturias. Sin embargo, la insistencia del ministro de la Guerra, el radical Diego Hidalgo, terminó por imponerse. Hidalgo le entregó a Franco el control informal de las operaciones al nombrarlo asesor técnico personal, pese a que con ello marginaba a su propio Estado Mayor, y se limitó a firmar servilmente las órdenes redactadas por Franco[99]. La decisión del ministro, sumamente irregular, era de todos modos comprensible. Franco conocía Asturias a la perfección: su geografía, sus comunicaciones y su organización militar. Había estado destinado en la región y había tomado parte en la represión de la huelga general de 1917, y visitaba la zona con frecuencia desde que se había casado con una asturiana, Carmen Polo. Tal como se temía Alcalá Zamora, y para satisfacción de la derecha, Franco respondió a la rebelión de los mineros en Asturias del mismo modo que se enfrentaba a las tribus marroquíes.
Su manera de abordar la represión en Asturias respondió al convencimiento, alimentado por los boletines regulares que recibía de la Entente anticomunista de Ginebra, de que la sublevación de los obreros «había sido concienzudamente preparada por los agentes de Moscú» y de que los socialistas, «con la experiencia y dirección técnica comunista, creían [que] iban a poder instalar una dictadura»[100]. Esta creencia justificaba para Franco, y para muchos en la extrema derecha, el uso del Ejército contra civiles españoles como si de un enemigo extranjero se tratara.
Con una pequeña unidad de mando establecida en la sala de telegrafía del Ministerio de la Guerra, Franco controló el movimiento de las tropas, los barcos y los trenes que se emplearían en la operación para aplastar la revuelta[101]. Ajeno a las consideraciones humanitarias que hacían vacilar a los mandos militares más liberales en cuanto al uso de las Fuerzas Armadas contra la población civil, Franco hizo frente al problema con la crueldad glacial que había sido el sostén de sus éxitos en las guerras coloniales. Una de sus primeras decisiones fue la de bombardear los barrios obreros de las ciudades mineras. Sin dejarse conmover por el simbolismo que para la derecha tenía la Reconquista, no dudó en enviar a mercenarios marroquíes a combatir en Asturias, la única zona de España que los musulmanes nunca llegaron a invadir. No veía ninguna contradicción en el hecho de recurrir a las fuerzas moras, puesto que los trabajadores de izquierdas le inspiraban el mismo desprecio que las tropas mercenarias (los Regulares) a las que había reclutado en Marruecos contra las tribus del Rif. En su visita a Oviedo, una vez sofocada la rebelión, habló con un periodista en un tono que evocaba los sentimientos de Onésimo Redondo: «La guerra de Marruecos, con los Regulares y el Tercio, tenía cierto aire romántico, un aire de reconquista. Pero esta guerra es una guerra de fronteras, y los frentes son el socialismo, el comunismo y todas cuantas formas atacan la civilización para reemplazarla por la barbarie»[102]. Sin ironía aparente, a pesar del empleo de las fuerzas coloniales en el norte de España, la prensa de derechas retrató a los mineros asturianos como títeres de la conspiración judeomasónica y bolchevique[103].
Los métodos empleados por el Ejército colonial, como había ocurrido anteriormente en Marruecos, se proponían paralizar al enemigo civil mediante el uso del terror. El Ejército africano desplegó contra los rebeldes asturianos una brutalidad más similar a sus prácticas habituales al arrasar las aldeas marroquíes que la que requería la resistencia de los mineros. Los soldados utilizaron a los izquierdistas que tomaban prisioneros como escudos humanos para cubrir su avance. Hombres, mujeres y niños inocentes fueron fusilados al azar por las unidades marroquíes al mando de uno de los principales compinches de Franco, el teniente coronel Juan Yagüe Blanco, lo que contribuyó a desmoralizar todavía más a los revolucionarios prácticamente desarmados. Más de 50 hombres y mujeres prisioneros, algunos de ellos heridos, fueron interrogados y asesinados a continuación en el patio del hospital de Oviedo, y sus cuerpos fueron incinerados en el horno crematorio. A otros los ejecutaron sin juicio alguno en el cuartel de Pelayo, a algunos los torturaron y a muchas de las mujeres las violaron. En la localidad minera de Carbayín se enterraron 20 cadáveres para ocultar las señales de tortura. Los soldados saquearon hogares y comercios, de los que se llevaban relojes, joyas y ropa, y lo que no podían saquear, lo destruían[104].
Los abusos cometidos por las unidades coloniales provocaron serias fricciones entre el general López Ochoa, por un lado, y Franco y Yagüe, por otro. El austero López Ochoa estaba al mando de las operaciones militares en Asturias y pensaba, con razón, que era un error dejar en manos de Franco (un oficial de rango inferior al suyo) la represión de las revueltas de 1934 solo por su amistad con Diego Hidalgo. A Franco y a Yagüe, como a muchos otros en la derecha, les preocupaba que López Ochoa, por ser republicano y masón, tratara de sofocar la sublevación con el menor derramamiento de sangre posible. Sus sospechas estaban justificadas. Aunque López Ochoa consintió el uso de camiones cargados de prisioneros para cubrir el avance de las tropas, en general dirigió sus operaciones con comedimiento. Yagüe envió un emisario a Madrid para quejarse ante Franco y Gil Robles por el trato humanitario que se daba a los mineros. Los tres estaban furiosos por el pacto al que había llegado López Ochoa con el líder de los mineros, Belarmino Tomás, que permitió una rendición ordenada y pacífica a cambio de retirar a los legionarios y a los Regulares[105]. La desconfianza de Franco hacia López Ochoa era tan grande como su confianza en Yagüe y su aprobación de las ejecuciones sumarias de los detenidos en Oviedo y Gijón[106].
En una ocasión, Yagüe amenazó a López Ochoa con una pistola[107]. Meses más tarde, López Ochoa habló con Juan-Simeón Vidarte, el vicesecretario general del PSOE, acerca de los problemas que tuvo para contener los actos criminales de la Legión:
Una noche, los legionarios se llevaron en una camioneta a veintisiete trabajadores, sacados de la cárcel de Sama. Sólo fusilaron a tres o cuatro porque, como resonaban los tiros en la montaña, pensaron que iban a salir guerrilleros de todos aquellos parajes y ellos correrían gran peligro. Entonces procedieron más cruelmente, decapitaron o ahorcaron a los presos, y les cortaron los pies, manos, orejas, lenguas, ¡hasta los órganos genitales! A los pocos días, uno de mis oficiales, hombre de toda mi confianza, me comunicó que unos legionarios se paseaban luciendo orejas ensartadas en alambres, a manera de collar, que serían de las víctimas de Carbayín. Inmediatamente, le mandé que detuviera y fusilase a aquellos legionarios, y él lo hizo así. Este fue el motivo de mi altercado con Yagüe. Le ordené, además, que sacara a sus hombres de la cuenca minera y los concentrase en Oviedo, bajo mi vigilancia, y le hice responsable de cualquier crimen que pudiera ocurrir. Para juzgar a los rebeldes estaban los tribunales de justicia. También me llegaron las hazañas de los Regulares del tabor de Ceuta: violaciones, asesinatos, saqueos. Mandé fusilar a seis moros. Tuve problemas, el Ministro de la Guerra me pidió explicaciones, muy exaltado: «¿Cómo se atreve usted a mandar fusilar a nadie sin la formación de un Consejo de Guerra?». Yo le contesté: «Los he sometido al mismo Consejo al que ellos sometieron a sus víctimas»[108].
Los sucesos de octubre de 1934 agravaron las hostilidades entre la izquierda y algunos sectores del Ejército y las fuerzas del orden, particularmente la Guardia Civil. Los rebeldes asturianos sabían que para controlar las cuencas mineras tenían que derrotar a la Guardia Civil, de ahí que organizaran el asalto de algunos cuarteles para neutralizar de antemano la represión en Oviedo. Estos incidentes fueron violentos y prolongados. Los más sangrientos tuvieron lugar en Sama de Langreo y en Campomanes. En Sama, la batalla duró treinta y seis horas, y en ella perdieron la vida 38 guardias civiles. En Campomanes, 12 de los guardias civiles resultaron muertos y 7, heridos[109]. El número total de bajas en la Guardia Civil en Asturias fue de 86 muertos y 77 heridos. En la Guardia de Asalto se contaron 58 muertos y 54 heridos, mientras que el Ejército perdió a 88 hombres y el número de heridos en sus filas se elevó a 475. En otras fuerzas de seguridad las pérdidas fueron de 24 muertos y 33 heridos. Estas cifras pueden compararse con los cerca de 2000 civiles muertos, en su mayoría de clase trabajadora[110].
Algunos guardias civiles murieron en los enfrentamientos que estallaron en otras zonas del país. En la provincia de Albacete, tanto en Villarrobledo como en Tarazona de la Mancha, fueron asaltados los ayuntamientos y otros edificios públicos. En Villarrobledo, cuatro civiles perdieron la vida como consecuencia de la intervención de la Guardia Civil, que no sufrió ninguna baja. A principios del verano, el alcalde socialista de Tarazona de la Mancha había sido destituido del cargo por el gobernador civil de la provincia, el radical José Aparicio Albiñana. Su sucesor, Gabino Arroca, nombrado por la derecha, resultó gravemente herido en los disturbios. Aparicio Albiñana respondió enviando refuerzos a la Guardia Civil. Un guardia civil y varios policías municipales murieron en la defensa del ayuntamiento. El resto de la provincia apenas se vio afectada por el movimiento revolucionario, si bien un guardia civil resultó muerto en Caudete, una pequeña localidad limítrofe con Alicante[111].
En Zaragoza, donde la CNT no secundó el llamamiento a la huelga general, la convocatoria fue un fracaso. Hubo, sin embargo, graves disturbios en Mallén, Ejea de los Caballeros, Tauste y Uncastillo, en la zona conocida como las Cinco Villas, una de las zonas de Aragón donde se vivieron los conflictos sociales más duros en los años de la República. Se trataba de una comarca de enormes latifundios destinada al cultivo del cereal, donde la supervivencia de los jornaleros dependía del acceso a las tierras comunales ocupadas por los terratenientes en el siglo XIX. La inquina que presidió la campaña electoral de noviembre de 1933 y la huelga de la cosecha en el mes de junio contribuyeron a intensificar los odios de clase, tal como reflejan las revueltas de los días 5 y 6 de octubre[112]. En Mallén perdieron la vida un guardia civil y un vecino del pueblo, y otro guardia civil resultó herido. En Ejea hubo un guardia civil y un vecino heridos. En Tauste un comité revolucionario tomó el pueblo y asaltó el cuartel de la Guardia Civil. Los rebeldes fueron aplastados por un regimiento del Ejército, que abrió fuego con ametralladoras y material de artillería, causando la muerte de seis vecinos[113].
Los sucesos más violentos ocurrieron en Uncastillo, una localidad aislada de apenas 3000 habitantes. En las primeras horas de la mañana del viernes 5 de octubre, unos emisarios de la UGT llegaron de Zaragoza con instrucciones para la huelga general revolucionaria. El alcalde socialista de Uncastillo, Antonio Plano Aznárez, un hombre de carácter afable, les señaló que aquello era una locura. Plano no era un alcalde revolucionario: más bien era un hombre cultivado con habilidad para manejar los complicados mecanismos administrativos de la reforma agraria. Se había granjeado el odio de los terratenientes por su éxito al introducir un reparto equitativo del trabajo, establecer unas bases de trabajo razonables, recuperar algunas tierras comunales arrebatadas al municipio mediante subterfugios legales en el siglo anterior y mejorar la escuela local. Las exhortaciones de los sindicalistas llegados de Zaragoza, que desoyeron su consejo, fueron acogidas con entusiasmo por muchos de los trabajadores en paro, cuyas familias se morían de hambre.
A las seis de la mañana, cuando un representante de los huelguistas exigió la rendición de la Guardia Civil, el oficial de mando, el sargento Victorino Quiñones, se negó en redondo. El propio Plano acudió a hablar con Quiñones, quien le dijo que la casa-cuartel era leal a la República, pero no se rendiría. La conversación entre ambos transcurrió con cordialidad, y Plano, con pocas esperanzas de conseguirlo, trató de disuadir a los vecinos. En el momento en que el alcalde abandonaba la casacuartel, los huelguistas que rodeaban el edificio abrieron fuego y, en el subsiguiente tiroteo, murieron dos de los siete guardias civiles, el sargento Quiñones y otro de sus efectivos resultaron heridos, y un tercer guardia civil quedó ciego. Los dos guardias restantes resistieron hasta que llegaron los refuerzos. Antonio Plano salió de su casa con una bandera blanca y trató de hablar con ellos, pero al ver que disparaban corrió a refugiarse en los campos. En el curso de la batalla se asaltó la vivienda de Antonio Mola, uno de los terratenientes más poderosos, al negarse este a entregar sus armas a un grupo de huelguistas. En la escaramuza posterior su sobrina resultó herida y Mola abatió de un disparo a uno de los asaltantes que había quemado su garaje y destruido su coche. Los demás intentaban quemarlo vivo cuando la Guardia Civil llegó para impedirlo. Uno de los numerosos huelguistas heridos falleció el 8 de octubre[114].
El número de guardias civiles muertos en toda España mientras combatían la insurrección de octubre de 1934 fue de 111 y el número de heridos, 182, principalmente en Asturias[115]. El recuerdo de estos sucesos sin duda influyó en el papel que más tarde desempeñaría la Guardia Civil al estallar la guerra. Su consecuencia más inmediata fue la dureza con que se castigó a los revolucionarios. Tras la rendición de los mineros asturianos, la represión quedó al mando del comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval Bravo, un hombre de cuarenta y cuatro años con antecedentes de furibunda hostilidad a la izquierda en Asturias. De hecho, en los círculos de la Guardia Civil se lo tenía por un experto en lo relacionado con la subversión de la izquierda asturiana. Había servido en Oviedo entre 1917 y 1922 y, tras alcanzar el rango de capitán, pasó a dirigir la guarnición de Gijón entre 1926 y 1931, donde alcanzó notoriedad por la fiereza con que respondía a las huelgas y los desórdenes. El 15 de diciembre de 1930, durante la fallida huelga general con la que se pretendía derrocar la dictadura del general Berenguer, Lisardo Doval Bravo participó en un sangriento incidente en Gijón. Los huelguistas intentaron desmontar de la fachada de una iglesia jesuita una placa en honor del dictador, el general Miguel Primo de Rivera. Un trabajador resultó muerto y otro herido como consecuencia de los disparos de los jesuitas. Doval encabezó una carga de caballería contra los trabajadores y más tarde autorizó que se apaleara salvajemente a los huelguistas para identificar a los cabecillas. En abril de 1931 se defendió de un ataque de los trabajadores contra su cuartel con una batería de ametralladoras. Un hombre que lo conocía bien, el republicano conservador Antonio Oliveros, editor del periódico de Gijón, El Noroeste, escribió lo siguiente: «Tengo para mí que Doval es un hombre de facultades excepcionales para el servicio del Estado. Valiente hasta la temeridad, su concepto del deber le lleva a las mayores exageraciones de la función, y a eso deben obedecer las extralimitaciones que se le atribuyen con los presuntos delincuentes en la obtención de las pruebas de culpabilidad»[116].
Posteriormente, Doval participaría en el abortado golpe de Estado liderado por Sanjurjo en Sevilla, en agosto de 1932. Aunque fue suspendido por su implicación en estos hechos, se benefició de la amnistía concedida a los conspiradores el 24 de abril de 1934. Hasta el 19 de septiembre de 1934, fecha en que fue destinado a Tetuán, se ocupó del entrenamiento de la milicia de las JAP. El 1 de noviembre de 1934 fue nombrado delegado especial para el orden público del Ministerio de la Guerra en las provincias de Asturias y León. Fue Diego Hidalgo quien lo designó para el cargo por recomendación expresa de Franco, muy consciente de los métodos de Doval y de su fama de torturador. Doval y Franco se conocieron de niños en El Ferrol, y más tarde coincidieron en la Academia de Infantería de Toledo y en Asturias, en 1917[117]. Con una autorización firmada por el propio Hidalgo, Doval recibió carta blanca para sortear cualquier obstáculo judicial, burocrático o militar que limitara sus actividades en Asturias. Su fama de cruzado contra la izquierda le hizo inmensamente popular entre las clases media y alta de la región.
Tal como esperaba Franco, Doval desempeñó su tarea con una brutalidad que causó horror en la prensa internacional[118]. No tardaron en aparecer informes sobre los abusos de Doval. El director general de Seguridad, el conservador acérrimo José Valdivia Garci-Borrón, presionó para que se relevara a Doval del cargo y, el 15 de noviembre, envió a uno de sus subordinados, el inspector Adrover, con la misión de abrir una investigación. Doval lo despachó de malas maneras. A la vista de lo ocurrido, y del torrente de información sobre los excesos del delegado especial de orden público, el capitán Valdivia solicitó una reunión con el ministro de la Gobernación, el radical Eloy Vaquero, y en ella exigió la destitución de Doval. El 8 de diciembre se revocaron todos sus poderes especiales y cinco días más tarde era enviado a Tetuán[119].
La represión también fue dura en otras regiones. En Aragón, por ejemplo, los días que siguieron a la represión de la revuelta en Uncastillo, el alcalde fugitivo, Antonio Plano, fue detenido y brutalmente apaleado por la Guardia Civil. Otros 110 vecinos sufrieron torturas antes de su traslado a Zaragoza para ser juzgados[120]. Se derogaron todas las medidas tomadas por Plano durante el tiempo que ocupó la alcaldía. Alrededor de un año más tarde, la Guardia Civil actuó en Uncastillo con extrema brutalidad. El elevado número de detenciones y de palizas, con el pretexto más nimio, llevó al nuevo alcalde de derechas a presentar una queja oficial. Nada de extraño tiene que la investigación iniciada por la Guardia Civil no hallara ninguna base para la queja. El juicio de los 110 vecinos acusados de participar en los disturbios del 5-6 de octubre se celebró en los meses de febrero y marzo de 1935. Debido a las presiones de la oligarquía local, el fallo fue favorable a la Guardia Civil y el cacique del pueblo, Antonio Mola. El objetivo de la acusación era trasladar toda la responsabilidad de los hechos al alcalde Antonio Plano, para lo cual se describió al respetado, tolerante y conciliador Plano como instigador del odio y traidor a la República. La defensa de Plano señaló que, si la Guardia Civil no había podido evitar la revuelta, era absurdo esperar que el alcalde pudiera lograrlo solo con sus manos.
Pese a todo, el 29 de marzo de 1935, el tribunal determinó que Plano había sido el cabecilla y por lo tanto era culpable de «rebelión militar». En consecuencia, fue condenado a muerte. Además, 14 vecinos, entre los que figuraba el vicealcalde, Manuel Lasilla, fueron condenados a cadena perpetua. La sentencia para los demás acusados fue de veinticinco años de prisión para 6 de ellos, veinte años de prisión para 14 de ellos, quince años para otros 10, doce años para 18 acusados, y seis meses y un día para otros 3. Los 44 restantes fueron declarados no culpables. Tras conocerse las sentencias se desencadenó una sucesión de choques cada vez más violentos entre los vecinos y la Guardia Civil. Antonio Plano y los demás condenados fueron amnistiados tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Plano recuperó la alcaldía, con Lasilla como vicealcalde, y juntos restablecieron todas las medidas que habían sido derogadas, con especial énfasis en la recuperación de las tierras comunales. Se negociaron unas nuevas bases de trabajo que estipulaban la jornada de ocho horas y un reparto equitativo del empleo[121]. La rabia de los caciques fue inmensa, tal como demostraría más tarde su venganza.