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Los teóricos del exterminio

La actitud de los oficiales africanistas y los guardias civiles no fue sino la dimensión más violenta de la hostilidad que la derecha manifestaba hacia la Segunda República y la izquierda en general. Alentaban y justificaban esta clase de comportamiento los furibundos ataques impulsados desde una serie de revistas y periódicos. En concreto, varios individuos influyentes se servían de una retórica que instaba a la erradicación de la izquierda como deber patriótico. Insinuaban la inferioridad racial de sus enemigos de izquierdas y liberales con los mismos lugares comunes que cimentaron la teoría de la conspiración judeomasónica y bolchevique. Las leyes a favor de la laicización despertaron recelos latentes. La Ley de Congregaciones, presentada a principios de 1933, hizo efectiva la prohibición de que las órdenes religiosas gestionaran las escuelas, tal como recogía la Constitución. El 30 de enero de 1933, en una reunión en el madrileño cine Monumental, el terrateniente carlista José María Lamamié de Clairac, diputado por Salamanca, denunció la propuesta por considerarla una trama satánica de los masones para destruir la Iglesia católica[1]. La ley se aprobó el 18 de mayo. Sin embargo, el 4 de junio, Cándido Casanueva, diputado por Salamanca al igual que Lamamié, instruyó así a la Asociación Femenina de Educación Ciudadana: «Tenéis la obligación ineludible de verter todos los días una gota de odio en el corazón de vuestros hijos contra la Ley de Congregaciones y sus autores. ¡Ay de vosotros si no lo hacéis!»[2]. Al día siguiente, Gil Robles declaró que «esa masonería que ha traído a España la Ley de Congregaciones es política extranjera, como lo son las sectas y las internacionales»[3].

La idea de una conspiración maléfica de origen judío para acabar con el mundo cristiano adoptó en España un giro moderno por medio de la difusión, a partir de 1932, de la obra más influyente del género: Los protocolos de los sabios de Sión. Inspirándose en mitos galos, germánicos y rusos, esta fantasía delirante plantea la hipótesis de un gobierno judío secreto formado por los sabios de Sión, que conspira para dominar el mundo tras aniquilar a toda la cristiandad[4]. La primera traducción española de Los protocolos… se había publicado en Leipzig en 1930. En 1932, una editorial jesuita de Barcelona encargó una segunda traducción y la publicó por entregas en una de sus revistas. A la difusión y el crédito que se le concedieron a Los protocolos… contribuyó en buena medida la enorme popularidad de la obra del sacerdote catalán Juan Tusquets Terrats (1901-1998), autor del éxito de ventas Orígenes de la revolución española. Tusquets nació el 31 de marzo de 1901 en el seno de una familia pudiente de Barcelona con negocios en la banca. Su padre, descendiente de banqueros judíos, fue un catalanista comprometido y amigo de Francesc Cambó. Su madre pertenecía a la familia Milà, exorbitantemente rica y mecenas de Gaudí. Tusquets también había militado en el nacionalismo catalán durante la adolescencia y, cuando se produjeron los disturbios revolucionarios de 1917, se echó a la calle con sus compañeros de colegio a corear consignas catalanistas. Cursó los estudios secundarios en un centro jesuita, y continuó su formación en la Universidad Católica de Lovaina y la Universidad Pontificia de Tarragona, donde hizo el doctorado. Se ordenó en 1926. Descrito por uno de sus mentores en el ámbito eclesiástico como «esbelto, flexible, nervioso», el joven erudito era una de las promesas más brillantes de la filosofía catalana, conocido por su piedad y su inmensa cultura. Empezó a dar clases en el seminario de la capital catalana, donde le encargaron escribir un libro acerca de las teorías teosóficas de madame Blavatsky. Tras el éxito que cosechó esta obra, Tusquets cultivó un interés obsesivo por las sociedades secretas[5].

A pesar de sus remotos orígenes judíos, o puede que precisamente a causa de ellos, para cuando se instauró la Segunda República las investigaciones de Tusquets acerca de las sociedades secretas habían tomado un feroz sesgo antisemita y destilaban un odio aún más furibundo hacia la masonería. En una nueva muestra de rechazo hacia sus antecedentes familiares, se volvió radicalmente en contra del catalanismo y adquirió gran notoriedad al acusar falsamente al líder catalán Francesc Macià de ser masón[6]. En colaboración con Joaquim Guiu Bonastre, también sacerdote, construyó una red de lo que consideraba sus «informantes», esto es, masones que le hablaban de las reuniones en la logia. A pesar de su ostentosa devoción, Tusquets no descartaba métodos como el espionaje o incluso el robo. Una de las principales logias de Barcelona estaba ubicada en la calle de Avinyó, junto a una farmacia. Valiéndose de que su tía vivía en la parte trasera del comercio, Tusquets y el padre Guiu espiaron a los masones desde su piso. En una ocasión entraron en otra logia, provocaron un incendio y aprovecharon la confusión resultante para sustraer una serie de documentos. Estas «investigaciones» sirvieron de base para los vehementes artículos antimasónicos que con regularidad publicaba en el periódico carlista El Correo Catalán, así como para su libro, Orígenes de la revolución española. Esta obra tan difundida destacó tanto por popularizar la idea de que la República era fruto de una conspiración judeomasónica como por publicar los nombres de quienes consideraba sus artífices más siniestros. Más adelante, Tusquets declararía que los masones habían intentado asesinarlo en dos ocasiones, en represalia por sus escritos. Por la versión que dio, no parece que lo intentaran con mucho ahínco. La primera vez burló a la muerte por el sencillo método de meterse en un taxi. La segunda, curiosamente, aseguraba que lo había salvado un escolta que le proporcionó el periódico anarcosindicalista Solidaridad Obrera. Tanto más curiosa la supuesta benevolencia por parte de los anarquistas si se tiene en cuenta su ferviente anticlericalismo[7].

Tusquets utilizó Los protocolos… como prueba «documental» de su tesis fundamental: que los judíos pretendían la destrucción de la civilización cristiana, sirviéndose de masones y socialistas, que hacían el trabajo sucio a través de la revolución, las catástrofes económicas, la propaganda impía y pornográfica, y un liberalismo sin límites. En España, sostuvo que la Segunda República era hija de la masonería y acusó al presidente, el católico Niceto Alcalá Zamora, de ser miembro de esta secta y judío por añadidura[8]. El mensaje estaba claro: España y la Iglesia católica solo quedarían a salvo con la erradicación de judíos, masones y socialistas; en otras palabras, la izquierda del espectro político al completo. El libro publicado por Tusquets provocó una acalorada polémica nacional, que dio aún mayor difusión a sus teorías. La idea central, que la República era una dictadura en manos de «la masonería judaica» se siguió difundiendo a través de sus muchos artículos en El Correo Catalán y una serie de quince libros (Las Sectas), que tuvo una magnífica acogida popular, donde atacaba las lacras de la masonería, el comunismo y el judaísmo. El segundo volumen de Las Sectas incluía la traducción íntegra de Los protocolos… y repetía también las difamaciones sobre Macià. En el apartado titulado «Su aplicación a España», escrito por Jesús Lizárraga, se afirmaba que el ataque de los judíos a España no solo podía verse en la persecución de la religión por parte de la República, sino también en el movimiento por la reforma agraria y la redistribución de los grandes latifundios[9]. Tan grande fue el impacto de sus aportaciones, que en 1933 Tusquets fue invitado por la Asociación Antimasónica Internacional a visitar el campo de concentración de Dachau, recién creado. Comentó que «lo hicieron para enseñarnos lo que teníamos que hacer en España». Dachau se fundó con el propósito de albergar a varios grupos que los nazis deseaban poner en cuarentena: presos políticos (masones, comunistas, socialistas y liberales, católicos y monárquicos contrarios al régimen) y todos aquellos que cayeran bajo la etiqueta de «asociales» o «invertidos» (homosexuales, gitanos, vagabundos). A pesar de los comentarios favorables que hizo entonces, cincuenta años después Tusquets aseguraría que lo que allí había visto le había impactado mucho. Desde luego, la visita no contribuyó a refrenar sus vehementes publicaciones antisemitas y antimasónicas[10].

Tusquets acabaría ejerciendo una enorme influencia dentro de la derecha española en general, y de manera específica en el general Franco, que devoraba con entusiasmo sus diatribas contra los masones y los judíos. Publicó un opúsculo sobre la masonería que se distribuyó entre los altos mandos del Ejército, y Ramón Serrano Suñer alabaría más adelante su contribución a «la formación del ambiente precursor del Alzamiento Nacional»[11]. Sin embargo, Tusquets hizo algo más que desarrollar las ideas que justificaban la violencia. Estuvo implicado en la trama militar contra la República, a través de sus vínculos con los carlistas catalanes. Participó también, junto a su amigo y colega Joaquim Guiu, en las intrigas conspiradoras de la Unión Militar Española, poderosa en Barcelona. A finales de mayo de 1936, se puso en contacto con Joaquim Maria de Nadal, secretario personal del plutócrata catalán Francesc Cambó, y le pidió apoyo financiero para el golpe de Estado que pronto se produciría, envalentonado porque Cambó, amigo de su padre, le había escrito para felicitarle por el éxito de Orígenes de la revolución española. Al parecer, dicho apoyo no llegó a concretarse[12].

Desde comienzos de los años treinta, con la ayuda de Joaquim Guiu, Tusquets había ido recabando listas de judíos y masones, en parte basadas en la información que le daba la red de sus «fieles y audaces informadores», como los llamaba. La búsqueda del enemigo se extendió a asociaciones nudistas, vegetarianas, espiritualistas y entusiastas del esperanto. Cuando Tusquets acabó convertido en colaborador de Franco en Burgos durante la Guerra Civil, sus informes sobre presuntos masones se convirtieron en una pieza importante de la infraestructura organizativa de la represión[13].

El aval de Los protocolos… llegó también de mano del marqués de Quintanar (y también conde de Santibáñez del Río), fundador de la revista monárquica ultraderechista Acción Española. En una velada que dieron en su honor los miembros de la sociedad del mismo nombre en el Ritz, declaró que el desastre de la caída de la monarquía se produjo porque «la gran conspiración mundial judeo-masónica inyectó el virus de la democracia en las Monarquías autocráticas para vencerlas, después de convertirlas en Monarquías liberales»[14]. Julián Cortés Cavanillas, perteneciente también al grupo de presión de Acción Española, citó Los protocolos… como prueba de que, a través de destacados masones, los judíos controlaban a las hordas anarquistas, socialistas y comunistas. La masonería era el «maléfico engendro de Israel». Que en el nuevo gobierno republicano-socialista hubiera masones, socialistas y presuntos judíos constituía para buena parte de la extrema derecha una evidencia en toda regla de que la alianza de Marx y Rothschild había establecido una cabeza de puente en España[15]. Al reseñar con total seriedad una edición francesa de Los protocolos… como si se tratara de una obra basada en hechos verídicos, el marqués de la Eliseda consiguió dar a entender, con una referencia velada a Margarita Nelken, que los sucesos de Castilblanco eran el resultado de la participación de los judíos, «verdaderos parásitos que explotan lo que son incapaces de producir»[16].

Entre otras figuras influyentes que publicaban en Acción Española estaban el teólogo laico Marcial Solana y el padre Aniceto de Castro Albarrán, canónigo magistral de la catedral de Salamanca. Ambos expusieron justificaciones teológicas del afán de la derecha por acabar con la República por medio de la violencia. En julio de 1933, Pablo León Murciego había escrito acerca del deber de resistirse a la tiranía, arguyendo que si el poder público estaba en desacuerdo con las leyes divinas y naturales (pues así ocurría con la República a ojos de los monárquicos), la resistencia no suponía sedición ni rebelión, sino un deber. Una manifestación más directa de esta idea llegó quince días después, en el primero de una serie de cuatro artículos firmados por Solana que fundaba su visión de la resistencia en Tomás de Aquino y los exégetas del Siglo de Oro. Solana esbozaba abiertamente la relevancia de sus ideas en la contemporaneidad: el tirano venía encarnado por cualquier gobierno opresivo o injusto. Puesto que en última instancia el poder residía en Dios, una Constitución anticlerical convertía a todas luces la República en tiranía[17].

En 1932, De Castro Albarrán, entonces rector de la Universidad Jesuita de Comillas, había escrito El derecho a la rebeldía. Sin embargo, la obra no vio la luz pública hasta 1934. Acción Española reprodujo un extracto donde se reforzaban las incitaciones de Solana a la rebelión y se atacaba de manera específica el legalismo de El Debate. Albarrán fue más allá, al convertirse, a través de sus artículos y sermones, en el principal defensor del alzamiento militar desde un punto de vista teológico. Más adelante agruparía sus ideas en su obra de 1938 Guerra santa[18].

Tanto él como Solana y otros políticos defendían que la violencia contra la República estaba justificada porque constituía una guerra santa contra la tiranía, la anarquía y el ateísmo de inspiración moscovita. En 1932, el padre Antonio de Pildain Zapiain, diputado por Guipúzcoa y canónigo de la catedral de Vitoria, declaró en las Cortes que la doctrina católica permitía la resistencia armada a las leyes injustas. Argumentos similares sustentaron un controvertido libro publicado en 1933 por el padre José Cirera y Prat[19].

Los textos de De Castro Albarrán y de Cirera horrorizaron a los clérigos moderados, como el cardenal Eustaquio Ilundain Esteban de Sevilla y el cardenal Vidal i Barraquer de Tarragona. Vidal no veía con buenos ojos la arrogancia con la que De Castro Albarrán presentaba como si fueran doctrina católica sus ideas radicales, que además contradecían abiertamente la política vaticana de coexistencia con la República. Vidal protestó ante el cardenal Pacelli, el secretario de Estado del Vaticano, quien ordenó la eliminación del nihil obstat (sello de la aprobación eclesiástica) e intentó que la obra se retirara de circulación. No obstante, el libro se reimprimió en la prensa carlista y el recién nombrado primado de toda España, el arzobispo de Toledo Isidro Gomá, expresó su aprobación ante los intelectuales que dirigían Acción Española[20]. El predecesor de Gomá en Toledo, el cardenal Pedro Segura y Sáenz, exiliado en Roma, fue retratado en el periódico carlista El Siglo Futuro como el modelo a seguir en la intransigencia católica hacia la República. Más adelante, cuando los líderes carlistas entrenaban a sus requetés para una insurrección contra la República, el cardenal Segura les animaría con gran entusiasmo[21].

El general Franco era suscriptor de Acción Española y un firme creyente en el llamado «contubernio» judeomasónico y bolchevique. No deja de ser significativo que, entre otras figuras veteranas del Ejército que compartían esas opiniones, estuviera el general Emilio Mola, futuro «director» del golpe militar de 1936. Mola, alto y con gafas, tenía el aire de un erudito monacal, pero su trayectoria destacaba por el empeño en el cumplimiento del deber en las guerras africanas. Nacido en Cuba en 1887, hijo de un capitán de la Guardia Civil y conocido por saber imponer una disciplina férrea, alcanzó un lugar destacado en el Ejército sirviendo en África con los Regulares Indígenas. Lo ascendieron a general de brigada por su papel en la defensa del fuerte de Dar Akoba en septiembre de 1924. Sus memorias de la campaña, donde se regodeaba en las descripciones de cráneos machacados e intestinos desparramados, sugieren que sus experiencias en África lo habían embrutecido por completo[22]. El 13 de febrero de 1930, tras la caída de la dictadura, el general Dámaso Berenguer, sucesor de Primo de Rivera, nombró a Mola director general de Seguridad. Dicha elección fue sorprendente, puesto que Mola carecía de experiencia en el trabajo policial. Hasta el desmoronamiento de la monarquía, catorce meses después, se dedicó a aplastar la subversión obrera y estudiantil del mismo modo que lo había hecho con la rebelión tribal en Marruecos[23]. A este fin creó una brigada antidisturbios de primer orden, con personal adecuadamente entrenado y armado. A pesar de que tenía pocos contactos previos en Madrid y de que apenas conocía la capital, era eficiente y trabajaba con denuedo. Se las ingeniaba para estar siempre muy bien informado de las actividades de la oposición republicana, gracias a un complejo sistema de espionaje al que denominó Sección de Investigación Comunista, cuyo éxito radicaba en el uso de policías secretos infiltrados en grupos de izquierdas que luego actuaban como agitadores. Esa misma red seguía esencialmente intacta cuando, en 1936, Mola la utilizó para sus propias intrigas en la preparación del alzamiento militar[24].

Mola sobreestimaba la amenaza del minúsculo Partido Comunista Español, que consideraba un instrumento de siniestras maquinaciones judeomasónicas, reflejo del crédito que concedía a los enfebrecidos informes de sus agentes, en particular a los elaborados por Santiago Martín Báguenas y el corrupto y obsesivo Julián Mauricio Carlavilla del Barrio. Las opiniones de Mola sobre los judíos, los comunistas y los masones estaban también mediatizadas por la información que recibía de la organización de las fuerzas de la Rusia Blanca en el exilio, la ROVS (Russkii Obshche-Voinskii Soiuz —Unión Militar Rusa—), con sede en París. A partir de entonces, aun después de perder su puesto, mantuvo un estrecho contacto con el líder de la ROVS, el teniente general Evgenii Karlovitch Miller. Pese a que su antisemitismo era menos virulento que el de algunos de sus colegas, el general Miller era, al igual que el ideólogo nazi Alfred Rosenberg, un alemán del Báltico. Sus opiniones sobre el comunismo mostraban que ambos atribuían a la revolución bolchevique el haber perdido a sus familias, sus propiedades, sus medios de vida y su patria. Se aferraban a la idea de que los judíos habían planeado y organizado la revolución, y debía evitarse a toda costa que hicieran lo mismo en Europa Occidental[25].

Cuando se instauró la República, convencido de que lo arrestarían por su labor en la defensa del orden anterior, Mola pasó una semana escondido, hasta que el 21 de abril se entregó al ministro de la Guerra, Manuel Azaña. Cuatro días antes, el general Berenguer era detenido por su papel en las guerras marroquíes como primer ministro y después ministro de la Guerra durante el juicio sumario y la ejecución de dos capitanes rebeldes prorrepublicanos, Fermín Galán y Ángel García Hernández. Con estos arrestos, la derecha alimentó la idea de que la República actuaba movida por la sed de venganza[26]. Desde la perspectiva de los africanistas, la persecución a Berenguer se debía al papel que había desempeñado en una guerra donde todos ellos habían arriesgado la vida, tan solo por seguir las ordenanzas militares al formar consejo de guerra a los amotinados Galán y García Hernández. Asimismo, en Mola veían a un héroe de la guerra de África que, como director general de Seguridad, solo había cumplido con su obligación al controlar la subversión. Los africanistas se indignaron ante la persecución de oficiales a los que consideraban valerosos y competentes, mientras que los que habían conspirado contra el dictador eran recompensados. Estas detenciones sirvieron a africanistas como Luis Orgaz, Manuel Goded, Joaquín Fanjul, Mola y Franco para justificar la hostilidad instintiva que sentían hacia la República. A los oficiales ascendidos tras el cambio de régimen los tildaron de lacayos de los judíos, los masones y los comunistas, y de peleles que seguían el juego al populacho.

En espera de que lo juzgaran por reprimir una manifestación estudiantil el 25 de marzo con un uso desproporcionado de la fuerza, Mola fue encarcelado en una celda militar «húmeda y maloliente»[27]. El 5 de agosto, Azaña dispuso sustituir la prisión por el arresto domiciliario, pero como era de esperar, al ver que individuos a los que hacía poco había perseguido ocupaban de repente cargos en el poder, Mola alimentó el rencor que sentía hacia la República y lo proyectó sobre todo en la persona de Azaña. Influido por los informes paranoicos que recibía de Carlavilla y los dossiers que le suministraba la ROVS, acabó por creer que el triunfo del régimen democrático era obra de judíos y masones. A finales de 1931, en el primer volumen de sus memorias explicó que había tomado conciencia de la amenaza masónica gracias a un panfleto que le llegó de Francia: «Cuando, por imperiosa obligación de mi cargo, estudié la intervención de las logias en la vida política de España, me di cuenta de la enorme fuerza que representaban, no por ellas en sí, sino por los poderosos elementos que las movían desde el extranjero, los judíos». Acción Española celebró la aparición del libro con una arrebatada reseña de nueve páginas que firmaba Eugenio Vegas Latapié, uno de los fundadores de la publicación y acérrimo partidario de la violencia contra la República[28].

Cuando Mola acometió el segundo volumen de sus memorias, Tempestad, calma, intriga y crisis, fue más explícito en los ataques a masones y judíos. No tuvo reparos en reconocer que su odio procedía, además de los informes del general Miller, de la lectura de Los protocolos de los sabios de Sión difundido por el padre Tusquets.

Las conmociones de España han obedecido siempre a sugestiones exteriores, las más de las veces íntimamente ligadas a la política internacional del momento. Esta, sin embargo, no ha tenido arte ni parte en la presente ocasión en nuestras cosas; mas ello no es óbice para que también haya existido la causa externa: el odio de una raza, transmitido a través de una organización hábilmente manejada. Me refiero concretamente a los judíos y la masonería. Ello es lo básico; todo lo demás ha sido circunstancial. Lo que acabo de decir, hace algunos años hubiera producido hilaridad; hoy es posible que se tome en serio, pues se ha escrito mucho sobre el particular, y se lee más. ¿Qué motivos racionales existen para que los españoles concitemos el odio de los descendientes de Israel? Tres fundamentales, a saber: la envidia que les produce todo pueblo con patria propia; nuestra religión, por la que sienten aborrecimiento inextinguible, ya que a ella atribuyen su dispersión por el mundo; el recuerdo de su expulsión, que no fue, como se afirma, por el capricho de un rey —hay que decirlo claro—, sino por la imposición popular. ¡He aquí los tres vértices [del] triángulo masónico de las logias españolas[29]!

En diciembre de 1933, Mola acabó de redactar El pasado, Azaña y el porvenir, obra que generó una agria polémica y en la que se daba voz a la extendida animadversión de los militares hacia la República en general, y Azaña en particular. El antimilitarismo antipatriótico que achacaba a la izquierda le parecía deleznable y bochornoso, y lo atribuía a varias causas, sobre todo al hecho de que

los pueblos decadentes son víctimas predilectas de la vida parasitaria de organizaciones internacionales, y estas, a su vez, elementos utilizados por las grandes potencias en beneficio propio, aprovechándose de la circunstancia [de] que es precisamente en las naciones débiles donde la acción de tales organizaciones adquiere un desarrollo más intenso, como son las naturalezas enfermizas el campo más abonado para que crezcan y se multipliquen con la máxima virulencia los gérmenes patológicos … Es significativo, además, que todas suelen estar mediatizadas cuando no dirigidas por los judíos …

Las organizaciones a que vengo aludiendo constituyen el más temible enemigo que tiene el sentimiento nacionalista de los pueblos…

Conocido el verdadero objeto de las organizaciones de que vengo hablando, no ha de extrañar que su acción más intensa la ejerzan contra las instituciones militares, pues consideran a estas como constitutivas del sector social donde más arraigado puede encontrarse el ideal nacionalista. No importa a los judíos —tenaces propulsores de estas campañas— hundir un pueblo, ni diez, ni el mundo entero, porque ellos, sobre tener la excepcional habilidad de sacar provecho de las mayores catástrofes, cumplen su programa. El caso de lo ocurrido en Rusia es un ejemplo de gran actualidad, que ha tenido muy presente Hitler: el canciller alemán —nacionalista fanático— está convencido de que su pueblo no puede resurgir en tanto subsistan enquistados en la nación los judíos y las organizaciones internacionales parasitarias por ellos alentadas o dirigidas; por eso persigue a unos y otras sin darles tregua ni cuartel[30].

Taciturno y tímido, Mola no había destacado anteriormente por su popularidad. Con este éxito de ventas se vio convertido en objeto de admiración entre los africanistas reaccionarios[31].

Desde 1927, Mola y Franco eran lectores ávidos de una publicación contraria a la Internacional Comunista que se editaba en Ginebra, el Bulletin de l’Entente Internationale contre la Troisième Internationale. En calidad de director general de Seguridad, Mola pasaba información a través de su red de agentes a la Entente, con sede en Ginebra, donde se incorporaba al boletín que luego se mandaba, entre otros, a Franco. La Entente había sido fundada por el ultraderechista suizo Théodore Aubert y uno de los muchos emigrados de la Rusia zarista al país neutral, Georges Lodygensky, que dio a las publicaciones un giro marcadamente antisemita y antibolchevique, y recibía los avances del fascismo y las dictaduras militares como si se tratara de baluartes contra el comunismo. Estrechamente vinculado al Antikomintern, un organismo gestionado desde el Ministerio de Información de Josef Goebbels, la Entente seleccionaba hábilmente a personas influyentes que estuvieran convencidas de la necesidad de prestarse para la lucha contra el comunismo y luego las ponía en contacto, al tiempo que ofrecía a los suscriptores de la publicación informes que supuestamente revelaban los planes de próximas ofensivas comunistas. El material del boletín de la Entente que devoraban Franco, Mola y otros altos mandos retrataba la Segunda República como un Caballo de Troya para los comunistas y los masones, decididos a lanzar las hordas impías de Moscú contra España y todas sus grandes tradiciones[32]. Para la extrema derecha española, así como para muchos de sus aliados en el exterior, la Segunda República era el puesto de avanzada de los sabios de Sión[33].

Uno de los líderes más destacados del movimiento fascista español, Onésimo Redondo Ortega, tenía fe ciega en Los protocolos… Redondo, que había estudiado en Alemania, mantenía también estrechos lazos con los jesuitas. Ejerció en él mucha influencia Enrique Herrera Oria, hermano del fundador de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y editor de El Debate, Ángel Herrera. El padre Herrera había alentado a Redondo en la creencia de que el comunismo, la masonería y el judaísmo estaban conspirando para destruir la religión y a la madre patria, y le recomendó leer el tratado de Léon de Poncins, Las fuerzas secretas de la Revolución, donde se vertían virulentos ataques contra judíos y comunistas. Así fue como Onésimo conoció la existencia de Los protocolos…, de los que tradujo y publicó una edición abreviada en la vallisoletana Libertad, versión que más tarde reeditaría con notas donde se relacionaban de manera explícita sus acusaciones generalizadas con las circunstancias específicas de la Segunda República[34].

La prensa de la ultraderecha en bloque consideraba Los protocolos… un estudio sociológico serio. Teniendo en cuenta los pocos judíos que había en España, difícilmente podía existir un «problema judío»; en cualquier caso, el antisemitismo español no apuntaba a los judíos reales, sino que era una construcción abstracta de una supuesta amenaza internacional difusa. Estas ideas eran fundamentales para el catolicismo integrista y se remontaban a la traición de Judas Iscariote a Jesucristo, así como a los mitos y temores medievales sobre asesinatos rituales de niños por parte de los judíos. Sin embargo, cobraron una relevancia candente merced al miedo a la revolución. La idea de que todos los miembros de los partidos de izquierdas eran títeres de los judíos fue avalada por las referencias a la cantidad de izquierdistas y judíos que, huyendo del nazismo, recibieron el amparo de la Segunda República. Por lo que respectaba a la prensa carlista, los judíos que llegaban eran la avanzadilla de la revolución mundial y trataban de envenenar a la sociedad española con la pornografía y la prostitución[35]. Contrarios al urbanismo y la industrialización, al liberalismo y el capitalismo, todo ello asociado a judíos y masones, los carlistas aspiraban a acabar con la República por medio de la insurrección armada e imponer una suerte de teocracia arcádica rural[36].

Los intelectuales conservadores sostenían que, a través de varias estratagemas subversivas, los judíos habían esclavizado a la clase trabajadora española. Una consecuencia de esa presunta subyugación era que los propios trabajadores acabaron por tener cualidades orientales. La derecha radical española empezó a identificar aspectos traicioneros y bárbaros que achacaban a los judíos y los musulmanes en la clase trabajadora. El más acérrimo defensor de estos planteamientos fue el ideólogo carlista de finales del siglo XIX, Juan Vázquez de Mella, que sostenía que el capital judío había financiado las revoluciones liberales y estaba detrás de la inminente revolución comunista que, aunada al peligro amarillo y los musulmanes, se proponía destruir la civilización cristiana e imponer una tiranía judaica en el mundo entero. Incluso el rey Alfonso XIII creyó que la rebelión tribal en el Rif era «el comienzo de una sublevación general de todo el mundo musulmán por instigación de Moscú y del judaísmo internacional»[37]. Los carlistas se apropiaron de tales ideas y las llevaron al extremo. Uno de sus ideólogos afirmó que «los cuatro jinetes del Apocalipsis, el judaísmo, el comunismo, la masonería y la muerte», controlaban ya Gran Bretaña, Francia y Australia, en tanto que España no tardaría en caer también bajo su dominio. Otro constató «la inferioridad —racial— de prácticamente todos los pueblos orientales de hoy en día … Chinos, indios, árabes, abisinios y soviéticos»[38].

El coronel José Enrique Varela devoró los libros de Vázquez de Mella y de otros ideólogos carlistas durante la temporada que pasó en prisión tras los sucesos de la Sanjurjada. Al contrastar el éxito del golpe de Primo de Rivera en 1923 y el fracaso de Sanjurjo en 1932, el dinámico y valiente Varela vio claro que un alzamiento militar precisaba de un apoyo civil sustancial para llegar a buen fin y se convenció de que dicho apoyo podía encontrarse en la temible milicia carlista, el Requeté. Aunque se resistió a las llamadas para liderar un alzamiento de signo exclusivamente carlista con el argumento de que el papel le correspondía a alguien de mayor veteranía, como Franco, Varela aceptó la responsabilidad de convertir el Requeté en un ejército civil eficaz y supervisar la instrucción militar del mismo. Para sus viajes clandestinos a Navarra adoptó el alias de «don Pepe». La organización del día a día venía de la mano del inspector nacional del Requeté, el teniente coronel retirado Ricardo de Rada, que también instruiría a la milicia falangista[39]. Asimismo, en 1934, otro de los oficiales implicados en la Sanjurjada, el capitán de la Guardia Civil Lisardo Doval, entrenaría a los escuadrones paramilitares de la Juventud de Acción Popular.

Los carlistas y el general Mola se contaban entre cierto número de figuras influyentes que, a través de sus escritos y sus discursos, avivaron el clima de odio social y racial. Algo parecido podría decirse de Onésimo Redondo. Su caso merece atención porque su ciudad natal, Valladolid, experimentó un mayor grado de violencia política que otras capitales de provincia castellanas, debido en buena medida a la divulgación de sus ideas. Siendo un joven abogado, Onésimo Redondo formó parte de Acción Nacional (que más tarde pasaría a llamarse Acción Popular), el grupo político católico fundado el 26 de abril por Ángel Herrera y apoyado principalmente por campesinos castellanos. A principios de mayo de 1931, había creado el organismo provincial en Valladolid y capitaneaba la campaña de propaganda para las elecciones parlamentarias, que se celebrarían el 28 de junio del mismo año. El 13 de junio, Onésimo sacó en Valladolid el primer número de la publicación quincenal, que más tarde sería semanal, Libertad. Después de que la coalición republicanosocialista obtuviera una mayoría aplastante, Onésimo rechazó la democracia, cortó sus vínculos con Acción Nacional y, en agosto de 1931, fundó un partido fascista, las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica (JCAH)[40].

El 10 de agosto de 1931, Libertad publicó una furibunda soflama de Onésimo Redondo donde se revelaba su compromiso apasionado con los valores rurales tradicionales de Castilla la Vieja, con la justicia social y la violencia. Escribió: «El momento histórico, jóvenes paisanos, nos obliga a tomar las armas. Sepamos usarlas en defensa de lo nuestro y no al servicio de los políticos. Salga de Castilla la voz de la sensatez racial que se imponga sobre el magno desconcierto del momento: use de su fuerza unificadora para establecer la justicia y el orden en la nueva España». Esta defensa de la violencia marcó el tono general de su partido. Para él, «el nacionalismo es un movimiento de lucha; debe llegar incluso a las actuaciones guerreras, de violencia, en servicio de España contra los traidores de dentro de ella»[41]. Desde luego, Onésimo Redondo y las JCAH inyectaron un tono de confrontación brutal en una ciudad que previamente se había destacado por la tranquilidad en las relaciones laborales[42]. En uno de sus llamamientos dijo que bastaban «en cada provincia unos centenares de jóvenes guerreros, disciplinados, idealistas, para dar en polvo con ese sucio fantasma de la amenaza roja», tras lo cual sus reclutas se armaron rápidamente para emprender batallas callejeras con la clase trabajadora de Valladolid, donde predominaban los socialistas. Escribió acerca de la necesidad de «cultivar el espíritu de una moral de violencia, de choque militar». Las reuniones de las JCAH se celebraban en la práctica clandestinidad. En pocos años, el entusiasmo de Onésimo Redondo por la violencia cobró un tono cada vez más estridente[43].

Dada la debilidad numérica de las JCAH, Onésimo se apresuró también a buscar vínculos con grupos de ideología similar. En consecuencia, se fijó en el primer grupo que se declaraba en España abiertamente fascista, la minúscula La Conquista del Estado, que encabezaba Ramiro Ledesma Ramos[44]. Funcionario de correos en Zamora y divulgador entusiasta de la filosofía alemana, Ledesma Ramos había fundado su grupo en febrero de 1931, tras la reunión de diez hombres en una habitación escuálida de un edificio de oficinas en Madrid. No había electricidad y el único mobiliario era una mesa. Firmaron el manifiesto redactado por Ledesma Ramos bajo el título La Conquista del Estado. El 14 de marzo empezó a editarse un periódico con el mismo nombre, que se publicó a lo largo del año siguiente, a pesar de la indiferencia popular y el acoso policial[45]. En el primer número de Libertad, Onésimo Redondo había hecho una alusión favorable a la publicación de Ramiro Ledesma Ramos: «Nos parece bien el ardor combativo y el anhelo de La Conquista del Estado; pero echamos de menos la actividad antisemita que ese movimiento precisa para ser eficaz y certero. No nos cansaremos de repetírselo»[46]. El antisemitismo de Redondo se derivaba más del nacionalismo castellano del siglo XV que de modelos nazis; sin embargo, cabe recordar que fue el traductor del Mein Kampf de Hitler y que el antisemitismo aparecería de manera recurrente en sus escritos. A finales de 1931, por ejemplo, describió las escuelas mixtas introducidas por la Segunda República como «un capítulo de la acción judía contra las naciones libres. Un delito contra la salud del pueblo, que debe penar con su cabeza a los traidores responsables»[47].

En octubre de 1931, Onésimo Redondo conoció a Ramiro Ledesma Ramos en Madrid. Fue la primera de varias reuniones celebradas entre la capital y Valladolid, y que culminarían en la fusión libre de los dos grupos para formar las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), el 30 de noviembre de 1931. La nueva formación adoptó los colores rojo y negro de la anarcosindicalista CNT y como insignia tomó el emblema de los Reyes Católicos, el yugo y las flechas. Se declaraban contrarios a la democracia e imperialistas, exigían Gibraltar, Marruecos y Argelia para España y aspiraban al «exterminio, disolución de los partidos marxistas, antinacionales». Para tratar de cumplir sus ambiciones, debían crearse milicias nacionalsindicalistas, a fin de «oponer la violencia nacionalista a la violencia roja». Sus «escuadras» llevaron a cabo actuaciones por la fuerza contra estudiantes de izquierdas y, en junio de 1933, saquearon las oficinas de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, en Madrid[48]. Poco después, Ledesma Ramos legitimó el uso de la violencia política y defendió la creación de milicias armadas en la línea de los squadri fascistas italianos. La meta debía ser la insurrección o el golpe de Estado, para lo que se requerían una instrucción y una práctica constantes[49].

En Valladolid, Onésimo dedicaba cada vez más tiempo a formar a sus 40 o 50 seguidores como combatientes de las que había bautizado «milicias regulares anticomunistas», y que pronto se involucrarían en enfrentamientos sangrientos con estudiantes de izquierdas y obreros en la universidad y las calles de la ciudad. A pesar del enorme gasto que suponía, se adquirieron distintas armas y se dedicó un tiempo considerable a la instrucción. Ya en la primavera de 1932, Onésimo Redondo anunció una guerra civil: «La Guerra se avecina, pues; la situación de violencia es inevitable. No sirve que nos neguemos a aceptarla, porque nos la impondrán. Es necio rehuir la Guerra cuando con toda seguridad nos la han de hacer. Lo importante es prepararla, para vencer. Y, para vencer, será preciso incluso tomar la iniciativa en el ataque». La propaganda se tornó más virulenta en reacción a la propuesta del estatuto catalán de autonomía. El 3 de mayo de 1932, se libró una batalla campal con la izquierda en la plaza Mayor de Valladolid, tras la cual una veintena de personas acabaron hospitalizadas. A Onésimo lo condenaron a dos meses de prisión por los excesos de Libertad[50].

El encarcelamiento no contribuyó a moderar a Onésimo Redondo. En un artículo que escribió para el boletín mensual de las JONS en mayo de 1933, reflejaba la virulencia cada vez más exacerbada de su pensamiento y se hacía eco de la identificación de la clase obrera española con los árabes que Sanjurjo había propuesto en su momento:

La traza más concreta de nuestra posición mental y combativa es, como se sabe, la oposición al marxismo, porque sólo nosotros venimos al mundo político con la tarea de aniquilarle … El marxismo es la muerte de la civilización; toda revolución marxista es un conato de regreso a la barbarie … El marxismo, con sus utopías mahometanas, con la verdad de su hierro dictatorial y con el lujo despiadado de sus sádicos magnates, renueva de repente el eclipse de Cultura y libertades que una moderna invasión sarracena pudiera producir … Con el marxismo, una parte del pueblo vota por la barbarie; se quiebra la supuesta inclinación de la colectividad hacia el bien y la justicia. Muchos, en la colectividad, vuelven las espaldas con entusiasmo a la civilización y pugnan realmente por una progresiva «africanización» de la vida … Este peligro cierto, de la africanización en nombre del Progreso, tiene en España una evidente exteriorización. Podemos asegurar que nuestros Marxistas son los más africanos de toda Europa … Somos históricamente una «zona de frotamiento» entre lo civilizado y lo africano, entre lo ario y lo semita. Por eso las generaciones que hicieron la Patria, las que nos libraron de ser una prolongación eterna del continente oscuro, armaron su hierro, y nunca le envainaron, contra los asaltos del Sur … Por eso la grande Isabel ordenó a los españoles mirar permanentemente al África, para vencerla siempre, y nunca dejarnos invadir de ella nuevamente. ¿Quedó la Península enteramente desafricanizada? ¿No habrá peligro de un nuevo predominio del factor africano, aquí dónde tantas raíces del espíritu moro quedaron en el carácter de una raza, vanguardia de Europa? Nosotros nos hacemos serenamente esta pregunta grave, y la contrarrestamos a continuación, señalando el evidente, el redivivo peligro de la nueva africanización, el «marxismo». Si en todo el mundo es esta la conjura judía —«semita»— contra la civilización occidental, en España presenta más delicadas y rápidas coincidencias con lo semita, con lo africano. Vedle florecer con toda su lozanía de primitivismo en las provincias del Sur, donde la sangre mora perdura en el subsuelo de la raza. Las propagandas sanguinarias y materialistas participan allí del fuego meridional de «la guerra santa». El secuaz del marxismo español, y más andaluz, toma pronto la tea incendiaria, penetra en los cortijos y en las dehesas, impelido por la subconsciencia bandolera, alentada por los semitas de Madrid; quiere el pan sin ganarlo, desea holgar y ser rico, tener placeres y ejercer venganza … Y la victoria definitiva del marxismo sería la reafricanización de España, la victoria conjunta de los elementos semitas —judíos y moriscos, aristocráticos y plebeyos—, conservados étnica y espiritualmente en la Península y en Europa[51].

Al sostener que el marxismo era una invención judía e insinuar la presunta «reafricanización» de España, Redondo identificaba el arquetipo de «los otros» —judíos y moros— con el nuevo enemigo de la derecha, la izquierda. Por si fuera poco, la sofistería no se circunscribía a los comunistas que guardaban lealtad a la Unión Soviética, sino a la izquierda en su sentido más amplio. Su conclusión, de la que participaban muchos correligionarios, era que hacía falta una nueva Reconquista para impedir que España cayera en manos del enemigo moderno. Sus opiniones sobre la legitimidad de la violencia estaban en sintonía con las de la extrema derecha católica, ejemplificadas en los textos de De Castro Albarrán[52].

La mayor parte de la derecha española compartía el sentimiento antisemita. En algunos casos se trataba de una vaga animosidad, fruto de las posturas católicas tradicionales, pero en otros casos era una peligrosa justificación de la violencia contra la izquierda. Curiosamente, la virulencia de Onésimo Redondo era un caso extremo. De hecho, casi constituía una excepción dentro del incipiente movimiento fascista español. Ramiro Ledesma Ramos consideraba que el antisemitismo solo tenía relevancia en Alemania[53]. El líder de la Falange e hijo del dictador anterior, José Antonio Primo de Rivera, mostraba escaso o ningún interés en «la cuestión judía», salvo en lo tocante a la influencia judeomarxista sobre la clase trabajadora. Sin embargo, en el diario falangista Arriba se afirmó que «la internacional judaico-masónica es la creadora de los dos grandes males que han llegado a la humanidad, como son el capitalismo y el marxismo». Los falangistas participaron en ataques a los almacenes SEPU, propiedad de judíos, en la primavera de 1935[54]. Si bien José Antonio Primo de Rivera no era activamente antisemita, compartía con otros derechistas la idea de que el uso de la violencia era legítimo. El día 2 de abril de 1933, escribió a su amigo y compañero Julián Pemartín: «Hasta Santo Tomás, en casos extremos, admitía la rebelión contra el tirano. Así, pues, el usar la violencia contra una secta triunfante, sembradora de la discordia, negadora de la continuidad nacional y obediente a consignas extrañas (Internacional de Amsterdam, masonería, etc.), ¿por qué va a descalificar el sistema que esa violencia implante?»[55].

La identificación de la clase trabajadora con los enemigos extranjeros se basaba en una retorcida lógica, por la cual el bolchevismo era una invención judía, y los judíos eran indistinguibles de los musulmanes, de modo que los izquierdistas se proponían someter a España al dominio de elementos africanos. Este razonamiento tenía la ventaja de presentar la hostilidad hacia la clase obrera española como un acto legítimo de patriotismo. Según otro de los miembros del grupo Acción Española, el otrora liberal y luego convertido en ultraderechista Ramiro de Maeztu, España era una nación que se había forjado en sus luchas contra los judíos («usureros arrogantes») y los moros («salvajes incivilizados»)[56]. En uno de sus artículos, el líder monárquico José Calvo Sotelo sintetizó a la perfección la dimensión racista del discurso contra la izquierda al referirse al líder socialista Francisco Largo Caballero como «un Lenin marroquí»[57]. De hecho, José Antonio Primo de Rivera compartía esta asociación de la izquierda con «los moros». En las reflexiones que escribió en prisión, interpretaba toda la historia española como una lucha interminable entre godos y bereberes. Los primeros representaban valores monárquicos, aristocráticos, religiosos y militares, en tanto que los segundos estaban encarnados por el proletariado rural. Denunciaba que la Segunda República constituía una «nueva invasión bereber», que expresaba la destrucción de la España europea[58].

Gil Robles, aunque de manera menos explícita que Sanjurjo tras los sucesos de Castilblanco, o que la empleada luego por Onésimo Redondo, elaboró también en sus escritos la idea de que la violencia contra la izquierda era legítima dada la inferioridad racial de sus integrantes. El uso reiterado del término «reconquista», que tenía una gran carga histórica, vinculaba la animadversión hacia la izquierda de la década de 1930 con la épica esencial del nacionalismo español, la Reconquista de España durante el dominio musulmán. Coincidiendo con la campaña para las elecciones de noviembre de 1933, el 15 de octubre Gil Robles declaró en el cine Monumental de Madrid sobre el origen y la intuición de la CEDA: «Es necesario ir a la reconquista de España … Se quería dar a España una verdadera unidad, un nuevo espíritu, una política totalitaria … Es necesario, en el momento presente, derrotar implacablemente al socialismo … Para mí sólo hay una táctica por hoy; formar un frente antimarxista, y cuanto más amplio mejor». En este punto pidieron al líder de la ultraderechista Acción Española, Antonio Goicoechea, que se pusiera de pie para recibir una ovación tumultuosa. Gil Robles continuó su discurso en un lenguaje que en nada se distinguía de la derecha conspiradora: «Hay que fundar un nuevo Estado, una nación nueva, dejar la patria depurada de masones judaizantes … Hay que ir al Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa si nos cuesta hasta derramar sangre! … Necesitamos el poder íntegro y eso es lo que pedimos … Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer»[59]. Sus palabras reflejaban las opiniones de su padre, el carlista Enrique Gil Robles que, en 1899, había advertido de que el capitalismo y el liberalismo conducirían sin remedio a una judeocracia[60].

El discurso de Gil Robles en el cine Monumental, que en El Socialista se tachó de «auténtica arenga fascista», se interpretó desde la izquierda como la expresión más cristalina de la ortodoxia de la CEDA. Ciertamente, cada frase fue recibida con un clamoroso aplauso. Fernando de los Ríos, ministro de Educación y Bellas Artes desde octubre de 1931, socialista moderado y prestigioso profesor de Derecho, había suscitado una oleada considerable de improperios antisemitas a raíz de su política de tolerancia para las escuelas judías y sus expresiones de simpatía por la comunidad sefardí de Marruecos. Horrorizado, señaló que la llamada de Gil Robles a una purga de judíos y masones suponía la negación de los postulados jurídicos y políticos de la República[61]. Los carteles electorales de la CEDA declaraban la necesidad de salvar a España de «marxistas, masones, separatistas y judíos». La beligerancia implícita en esas palabras no daba lugar a confusiones. Todas las fuerzas de la izquierda —anarquistas, socialistas, comunistas, republicanos liberales, nacionalistas regionales— fueron acusadas de antiespañolas[62]. Por consiguiente, la violencia contra ellas era un acto legítimo tanto como una perentoria necesidad patriótica.

Los escritos de Onésimo Redondo estaban en consonancia con los de Francisco de Luis, que había sucedido a Ángel Herrera en la dirección de El Debate. De Luis era un propagador enérgico de la teoría del contubernio judeomasónico y bolchevique. Publicó su obra magna sobre la cuestión en 1935, con imprimátur eclesiástico, y en sus páginas, citando con entusiasmo a Tusquets, Los protocolos…, la prensa carlista y al general Mola, defendía que el propósito de la masonería era corromper la civilización cristiana con valores orientales. Su premisa era que «los judíos, padres de la masonería, puesto que no tienen patria, quieren que los demás hombres tampoco la tengan». Tras haber liberado a las masas de impulsos patrióticos y morales, los judíos podían después reclutarlas para el asalto a los valores cristianos. Según esta interpretación, los católicos se enfrentaban a una lucha a muerte, porque «en cada judío va un masón: astucia, secreto doloso, odio a Cristo y su civilización, sed de exterminio. Masones y judíos son los autores y directores del socialismo y el bolchevismo»[63].

Apenas había diferencias entre los planteamientos de Francisco de Luis u Onésimo Redondo y los que esgrimía el agente de policía, amigo y anteriormente subordinado del general Mola, Julián Mauricio Carlavilla del Barrio. Nacido el 13 de febrero de 1896 en el seno de una familia pobre de la Castilla rural, en Valparaíso de Arriba (Cuenca), el joven Carlavilla fue bracero y peón antes de pasar tres años como soldado recluta en Marruecos, «por no poder pagar cuota ni sustituto». A su regreso a España empezó a prepararse para los exámenes del Cuerpo de Policía. Después de ocho semanas de trabajo, aprobó, y el 9 de julio de 1921 se unió al Cuerpo General de Policía en Valencia, donde sirvió durante once meses, antes de que lo trasladaran a Zaragoza por petición del gobernador civil de Valencia al director general de Seguridad. Al parecer, Carlavilla había cometido actos «que desdoran el prestigio del Cuerpo». A partir de ahí, pasó en rápida sucesión por Segovia y Bilbao, antes de acabar en Madrid, en octubre de 1923. En noviembre de 1925 lo destinaron a Marruecos, donde trabó contactos con figuras del Ejército que le serían de gran utilidad en etapas posteriores de su carrera. Sin embargo, apenas había transcurrido un año cuando volvieron a trasladarlo a la Península, después de ser acusado de «inmoralidades cometidas, como son: Imposición arbitraria de multas y tolerancia de la prostitución en provecho propio». A pesar de todo, Carlavilla acabó alcanzando en 1935 el rango de comisario[64]. Inicialmente se especializó en operaciones secretas, infiltrándose en grupos de izquierda donde luego ejercía de agitador. Según él mismo afirmaba, hizo esta clase de trabajo por su cuenta y por propia iniciativa, sin informar a sus superiores. Entre otros logros se contaban la provocación y el posterior desmantelamiento de los asesinatos frustrados de Alfonso XIII y el general Miguel Primo de Rivera durante la inauguración de la Gran Exposición de Sevilla, en mayo de 1929[65]. Cuando el general Mola fue nombrado director general de Seguridad, a principios de 1930, Carlavilla le informó de sus actividades clandestinas, que él mismo describía como «mi acción catalizadora dentro del círculo más exaltado de los revolucionarios»[66]. Por orden de Mola, Carlavilla redactó un informe detallado sobre las presuntas actividades del Partido Comunista en España. Mezcla demencial de fantasía y paranoia, el informe fue enviado a la Entente Internationale contre la Troisième Internationale a finales de 1930. No sería descabellado suponer que el contenido del mismo acabó engrosando los boletines que la Entente mandaba a sus suscriptores, el general Franco entre otros. El informe sirvió como base para el primer libro de Carlavilla, El comunismo en España[67].

Carlavilla participó en el golpe de Estado de Sanjurjo, con el cometido de evitar que la Policía descubriera la conspiración incipiente («se trabajó principalmente en frustrar todos los trabajos de la Policía tendentes a descubrir el Movimiento»)[68]. Entre 1932 y 1936, escribió una serie de éxitos de ventas con el pseudónimo de «Mauricio Karl»[69]. El primero de ellos, El comunismo en España, describía a los diversos elementos socialistas, anarquistas y comunistas que formaban el movimiento obrero como el enemigo de España que debían derrotar. El segundo y el tercero, El enemigo y Asesinos de España, sostenían que el conciliábulo que había organizado a los asesinos izquierdistas de España eran los judíos, pues eran quienes controlaban la masonería, «su primer ejército», así como las Internacionales Socialista y Comunista y el capitalismo mundial. La grandeza española de los siglos XVI y XVII había sido el fruto de la expulsión de los judíos, y sería precisa una nueva expulsión si se quería recuperar el esplendor. Puesto que en España prácticamente no había judíos a los que expulsar, se imponía entonces eliminar a sus lacayos, los masones y la izquierda. La única esperanza de impedir la destrucción de la civilización cristiana y el auge del imperio de Israel pasaba por unirse al nazismo alemán y al fascismo italiano para derrotar a «los sectarios de la judería masónica». Carlavilla llegó a afirmar que el general Primo de Rivera, que había muerto por causas naturales, en realidad había sido envenenado por un masón judío y que el financiero catalán Francesc Cambó era tanto judío como masón.

Cien mil ejemplares de su tercer título, Asesinos de España, se distribuyeron gratuitamente entre los oficiales del Ejército. El libro terminaba planteándoles un desafío provocador. Al describir a los judíos, izquierdistas y masones como buitres revoloteando sobre el cadáver de España, decía: «El Enemigo se ríe a carcajadas mientras las naciones albaceas de Sión se juegan a los dados diplomáticos el suelo de la Muerta. Así puede ser el fin de España, que fue temida por cien naciones. Y así será, porque sus hijos ya no saben morir. Ni matar»[70]. Carlavilla fue expulsado del Cuerpo de Policía en septiembre de 1935 a resultas, según su expediente oficial, de «faltas graves». Posteriormente aseguró que el despido fue en represalia por sus revelaciones contra la masonería[71].

Además de dedicarse a actividades delictivas, Carlavilla era miembro activo del grupo conspirador Unión Militar Española. Al principio, su papel consistía básicamente en la redacción y la distribución de propaganda en apoyo de un golpe militar. En mayo de 1936, sin embargo, participó a las órdenes de la UME en un intento de asesinato de Manuel Azaña, durante los actos de celebración con motivo del aniversario de la fundación de la República, tras lo cual no le quedó más remedio que huir a Portugal. Se creyó que también había estado involucrado en atentados contra la vida de Francisco Largo Caballero y Luis Jiménez Asúa. Se dijo que tales planes de asesinato eran obra del compinche de Mola, el comisario Santiago Martín Báguenas, que desde septiembre de 1932 trabajaba para la conspiración monárquico-militar. En esas maquinaciones frustradas participó también el capitán africanista Manuel Díaz Criado, el mismo que había instigado las ejecuciones del parque de María Luisa en Sevilla en julio de 1931. En Lisboa, Carlavilla entró en contacto con el exiliado general Sanjurjo, y se mantuvo en los márgenes de la conspiración militar. Poco después de que estallara la guerra fue a Burgos, donde pasó a formar parte del círculo de confianza del general Mola. Carlavilla trabajó un tiempo en la base de operaciones de Mola, codo con codo con el padre Juan Tusquets[72].

De manera colectiva, las ideas de Juan Tusquets, Francisco de Luis, Enrique Herrera Oria, Onésimo Redondo, Emilio Mola, Julián Mauricio Carlavilla, la prensa carlista y todos los que creían en la existencia de un contubernio judeomasónico y bolchevique, se sumaron y desembocaron en una teoría que justificaba el exterminio de la izquierda. Tanto las reformas de la República como los violentos ataques que sobre ella vertieron los anarquistas fueron tomados indistintamente como prueba de que la izquierda era una corriente impía y antiespañola. En consecuencia, las conspiraciones militares, las actividades terroristas de los grupos fascistas y la brutalidad de la Guardia Civil al reprimir huelgas y manifestaciones se consideraron siempre esfuerzos legítimos para defender a la verdadera España.