Sin perdón: juicios, ejecuciones, cárceles
Franco había demostrado, tanto por la naturaleza de su lenta estrategia militar como por sus numerosas declaraciones en público y en privado, que estaba haciendo una inversión en terror. Así lo había puesto de manifiesto tanto con la naturaleza de su campaña bélica como en las numerosas entrevistas, públicas y privadas, en las que había expuesto ese propósito. Desde que a principios de abril de 1939 tuvo a España entera en sus manos, la guerra contra la República iba a prolongarse por otros medios; no en los frentes de batalla, sino en los tribunales militares, las cárceles, los campos de concentración, los batallones de trabajo, e incluso entre los exiliados. En un primer momento, las principales tareas consistieron en la clasificación y el castigo de los que se habían concentrado en los puertos de Alicante y Valencia, la limpieza de las provincias que acababan de caer bajo el control de los rebeldes y la organización de cientos de miles de prisioneros en batallones de trabajo. A largo plazo, para institucionalizar la victoria de Franco, el objetivo principal era perfeccionar la maquinaria del terror de Estado que iba a proteger y supervisar esa inversión original. Por esa razón, el estado de guerra declarado el 18 de julio de 1936 no se levantó hasta 1948.
Que Franco no pensaba obrar con magnanimidad y que entendía la represión como una empresa a largo plazo quedó claro en su discurso del 19 de mayo de 1939, el día en que presidió el espectacular Desfile de la Victoria: «No nos hagamos ilusiones: el espíritu judaico que permitía la alianza del gran capital con el marxismo, que sabe tanto de pactos con la revolución antiespañola, no se extirpa en un día, y aletea en el fondo de muchas conciencias»[1]. La insinuación de que se había librado una guerra contra la conspiración judeomasónica y bolchevique se reiteró en su mensaje de Fin de Año, el 31 de diciembre de 1939. Franco expresó su aprobación a la legislación alemana antisemita, declarando que la política hacia los judíos adoptada en el siglo XV por los Reyes Católicos había mostrado el camino a los nazis:
Ahora comprenderéis los motivos que han llevado a distintas naciones a combatir y alejar de sus actividades a aquellas razas en que la codicia y el interés es el estigma que les caracteriza, ya que su predominio en la sociedad es causa de perturbación y peligro para el logro de su destino histórico. Nosotros, que por la gracia de Dios y la clara visión de los Reyes Católicos hace siglos nos liberamos de tan pesada carga, no podemos permanecer indiferentes ante esta nueva floración de espíritus codiciosos y egoístas, tan apegados a los bienes terrenos, que con más gusto sacrifican los hijos que sus turbios intereses.
En el mismo discurso, rechazó cualquier consideración de amnistía o reconciliación con los vencidos.
Es preciso liquidar los odios y pasiones de nuestra pasada guerra, pero no al estilo liberal, con sus monstruosas y suicidas amnistías, que encierran más de estafa que de perdón, sino por la redención de la pena por el trabajo, con el arrepentimiento y con la penitencia; quien otra cosa piense, o peca de inconsciencia o de traición. Son tantos los daños ocasionados a la Patria, tan graves los estragos causados en las familias y en la moral, tantas las víctimas que demandan justicia, que ningún español honrado, ningún ser consciente puede apartarse de estos penosos deberes[2].
El sistema judicial represor que entró en vigor a partir del 1 de abril de 1939 no difería de manera significativa del que se aplicaba en el bando nacional antes de esa fecha; tanto la maquinaria administrativa como el marco pseudolegal se habían desarrollado a lo largo de la guerra. El 28 de julio de 1936, en Burgos, la Junta de Defensa Nacional había declarado el estado de guerra en todo el territorio español, estuviera o no ocupado por los rebeldes. Dicho estado de guerra seguiría en vigor hasta marzo de 1948. El decreto proclamaba la determinación de la Junta para castigar a todo aquel que, «cegado por un sectarismo incomprensible, cometiera acciones u omisiones que acusaren perjuicio a los fines que persigue este Movimiento redentor de nuestra Patria». Cualquier infracción de ese tipo sería considerada un delito de rebelión militar y, por tanto, quedaría sujeta a la justicia militar; de hecho, el texto imponía procedimientos judiciales extraordinarios, según los cuales el acusado se enfrentaría a un Consejo de Guerra Sumario. La sofistería que justificaba esta ficción legal era considerar que las autoridades militares hubieran asumido el poder legítimamente el 16 y 17 de julio (es decir, antes del alzamiento) y, por tanto, desde esta perspectiva, la defensa de la República constituía una sublevación armada. Por añadidura, todas las actividades políticas en favor de los partidos de izquierdas o los sindicatos desde comienzos de octubre de 1934 se considerarían retroactivamente actos de adhesión a la rebelión militar, por haber contribuido a los desórdenes que, según el bando vencedor, habían provocado la toma de poder por parte del Ejército[3].
El 15 de agosto de 1936, en Burgos, el general Mola había declarado en la emisora de Radio Castilla: «Va mi palabra a los enemigos, pues es razón y es justo que vayan sabiendo a qué atenerse, siquiera para que llegada la hora de ajustar las cuentas no se acojan al principio de derecho de que “jamás debe aplicarse al delincuente castigo que no esté establecido con anterioridad a la perpetración del delito”, y para ver si de una vez se enteran ellos y quienes les dirigen de cuál es nuestra postura y adónde vamos»[4]. Franco, por su parte, había reiterado el dislate en una entrevista con motivo del primer aniversario del golpe militar: «El Movimiento Nacional no ha sido nunca una sublevación. Los sublevados eran, y son, ellos: los rojos»[5].
El absurdo de estas declaraciones quedó subrayado por uno de los autores de la Constitución republicana, el distinguido jurista y criminalista Luis Jiménez de Asúa, cuando describió la acusación como una «rebelión a la inversa», por cuyo «delito» el acusado recibiría «una sentencia en viceversa». El ministro de la Gobernación de Franco, Ramón Serrano Suñer, la calificaría a posteriori de ser «la justicia al revés». Jiménez de Asúa comentó: «No creemos que sea posible un viceversa más curioso, que sólo podría psicológicamente explicarse por la proyección de culpabilidad»[6].
El decreto promulgado por la Junta de Defensa Nacional el 13 de septiembre de 1936, según el cual se ilegalizaban todos los partidos políticos, sindicatos y organismos sociales que hubieran apoyado al Frente Popular y se hubieran opuesto a las fuerzas del Movimiento Nacional, contribuyó a formalizar los preceptos iniciales de la represión. El decreto ordenaba la confiscación de todos los bienes, efectos y documentos, así como edificios y otras propiedades de dichas entidades, entre las que se contaban no solo los partidos y sindicatos de izquierdas o liberales, sino también las logias masónicas, el Club Rotario y toda clase de asociaciones judías, feministas, vegetarianas, nudistas, esperantistas y homeopáticas, así como las escuelas Montessori y los clubes deportivos. Además, el decreto ordenaba una purga de los empleados públicos, funcionarios y maestros de escuela que hubieran colaborado en las instituciones republicanas. Se establecieron tribunales especiales para determinar quiénes podrían seguir ejerciendo su profesión. El coste humano de esta iniciativa fue colosal; por dar un ejemplo, cuando Cataluña fue ocupada, al final de la guerra, de los 15 860 funcionarios públicos, solo 753 conservaron su empleo[7]. La paranoia que anidaba tras la denuncia potencial de absolutamente todo lo que se apartara de los valores católicos conservadores se debía en buena medida a las campañas antirrepublicanas de la prensa derechista, nutrida con las ideas de Juan Tusquets, Mauricio Carlavilla y Onésimo Redondo. El padre Tusquets, sobre todo, había vinculado todas estas organizaciones periféricas a la conspiración judeomasónica y bolchevique.
La argucia legal según la cual la defensa de la República constituía un delito de rebeldía contra el Ejército fue la base de los Consejos de Guerra Sumarios. Salvo los casos en que los acusados eran personas de notoriedad, a los encausados normalmente se les negaba la posibilidad de defenderse. Los militares elegían al juez, el fiscal y el «abogado» defensor, que siempre era un oficial de menor rango y experiencia. En la práctica, puesto que el Cuerpo Jurídico Militar sencillamente no disponía del personal necesario para atender todas las necesidades de la nueva situación, los juicios solían correr a cargo de oficiales que carecían por completo de cualquier formación legal. Grupos de prisioneros, desconocidos entre sí y acusados de delitos dispares, eran juzgados conjuntamente. No podían acceder a la «causa» que se interponía contra ellos, que, de todos modos, consistía en la lectura en voz alta de las acusaciones, por lo general sin pruebas que las avalaran. Solo de vez en cuando, después de que la fiscalía concluyera su intervención, se permitía al acusado consultar con el oficial defensor y considerar su estrategia. Con suerte, les concedían una hora para preparar el caso, si bien no podían presentar testigos ni pruebas, en el improbable supuesto de que tuvieran alguna a mano. A menudo los acusados no podían escuchar de qué se les acusaba, fuera porque ya los habían ejecutado o porque, en los juicios sumarísimos de urgencia, ni siquiera se les leían los cargos. En ningún caso se permitían apelaciones[8].
Cuando juzgaron a Juan Caba Guijarro, un cenetista de Manzanares, junto a otros 19 reos, el fiscal declaró:
No me importa ni tengo que darme por enterado si sois o no inocentes de los cargos que se os hacen. Tampoco haré caso alguno de los descargos que aleguéis, porque yo he de basar mi acusación, como en todos mis anteriores Consejos de Guerra, en los expedientes ya terminados por los jueces e informados por los denunciantes. Soy el representante de la Justicia para los que se sientan hoy en el banquillo de los acusados. ¡No, yo no soy el que les condeno, son sus pueblos, sus enemigos, sus convecinos! Yo me limito a decir en voz alta lo que otros han hecho en silencio. Mi actitud es cruel y despiadada y parece que sea yo el encargado de alimentar los piquetes de ejecución para que no paren su labor de limpieza social. Pero no, aquí participamos todos los que hemos ganado la guerra y deseamos eliminar toda oposición para imponer nuestro orden. Considerando que en todas las acusaciones hay delitos de sangre, he llegado a la conclusión de que debo pedir y pido para los dieciocho primeros penados que figuran en la lista la última pena, y para los dos restantes, garrote vil. Nada más.
El abogado que defendía a los 20 acusados a la misma vez, sin haber dispuesto de tiempo ni oportunidad para preparar alguna clase de defensa, se puso en pie y dijo: «Después de oídas las graves acusaciones que pesan sobre todos mis defendidos, sólo pido para ellos clemencia. Nada más». A continuación, el juez procedió a sentenciar a los acusados[9].
Era cierto que algunos de los encausados en los innumerables juicios militares habían cometido crímenes en las checas, aunque muchos otros culpables habían escapado, y permanecían en la clandestinidad o estaban en el exilio. La mayoría de los acusados, en cambio, eran hombres y mujeres cuyo delito consistía simplemente en no haber respaldado activamente el golpe militar. Casi todos fueron condenados sobre la base de la presunción de culpabilidad, sin pruebas. Un caso típico fue el de un ferroviario supuestamente implicado en delitos de sangre, a quien condenaron con el argumento de que, «si bien se ignora su intervención directa en saqueos, robos, detenciones y asesinatos, es de suponer haya tomado parte en tales hechos por sus convicciones». La pertenencia al Comité del Frente Popular de un pueblo o una ciudad donde hubieran muerto derechistas por lo general era garantía de pena de muerte, aun cuando el acusado no hubiera participado en los asesinatos, no tuviera conocimiento de los mismos o incluso se hubiera opuesto a ellos. Se condenó a muerte a hombres y mujeres por participar en crímenes, no a partir de pruebas directas, sino porque la acusación extrapolaba de las convicciones republicanas, socialistas, comunistas o anarquistas de un prisionero que había tenido «forzosamente que cooperar»[10].
A medida que el territorio caía bajo el control de los rebeldes, y especialmente cuando acabó la guerra, los prisioneros iban a parar a los campos de concentración, donde recibían palizas y torturas frecuentes, destinadas a que delataran a otros republicanos. Se llevaban a cabo investigaciones en las localidades natales de los prisioneros; si el informe era negativo, los oficiales de los campos por lo general mandaban al prisionero de vuelta a su lugar de origen, donde le aguardaban nuevas acusaciones; celebrar allí los juicios garantizaba que estarían a merced de sus convecinos, que presentarían las denuncias necesarias[11]. El mero hecho de que los ciudadanos «de confianza» declararan que un sospechoso era un indeseable o profesaba convicciones izquierdistas bastaba para llevar a cabo un arresto y, con frecuencia, un juicio. Las autoridades militares contemplaban esas declaraciones, sin posteriores pesquisas, como «pruebas» fidedignas.
Las instrucciones del Ejército para restablecer la vida civil en las «áreas liberadas» invitaban a la población local del territorio ocupado a «promover denuncia sobre los actos criminales o de sangre de que hayan sido víctimas durante el tiempo de ocupación marxista»[12]. Cuando Cataluña fue ocupada, se instó a que «todos los españoles de bien» informaran de cualesquiera crímenes o injusticias cometidos en el período de Companys[13]. En Los Pedroches, al nordeste de Córdoba, el 70 por cierto de los juicios partieron de denuncias de civiles, lo que apunta a que allí, al igual que en otras partes, existía un considerable apoyo social a los franquistas, superior al que razonablemente puede suponerse que existiera en 1936[14]. Esto no era sorprendente dado el terror y la propaganda antirrepublicana llevados a cabo por los vencedores. Que una denuncia fracasara o prosperara solía depender en buena medida de la postura del clero local.
Las denuncias generalizadas partían en buena medida de quienes habían perdido a un familiar en la oleada de violencia que siguió a la derrota del alzamiento militar. Su dolor y su sed de venganza los llevaban a denunciar a personas a las que metían en el mismo saco que a los verdaderos asesinos. Así pues, cualquier izquierdista podía ser tachado de pertenecer a un colectivo tan bárbaro y depravado como impreciso: la «horda roja». Coincidía que muchos de los denunciados habían pertenecido a los sindicatos y los partidos que habían amenazado los privilegios sociales, económicos y políticos de los denunciantes. Asimismo, a los empresarios y terratenientes los movía el afán de resarcirse de las pérdidas económicas que habían sufrido durante el período revolucionario. En el caso de Cataluña, muchos republicanos habían optado por no emprender el éxodo a Francia, precisamente por estar convencidos de que tenían las manos limpias y no había nada que temer. Muchos serían víctimas de acusaciones de segunda o tercera mano[15].
Desde noviembre de 1936, un número cada vez mayor de abogados y jueces civiles, incluso estudiantes de Derecho, habían sido llamados al Cuerpo Jurídico del Ejército. El principal requisito era que pudieran demostrar simpatías por la derecha. Vigilados de cerca por las autoridades militares, y a menudo preocupados por su propia seguridad, incluso los que tenían escrúpulos por lo que estaba ocurriendo debían obrar con dureza a fin de garantizar su propia supervivencia[16]. A comienzos de 1938, el veterano fiscal militar Felipe Acedo Colunga presentó un informe sobre las actividades de la Auditoría de Guerra, creada en noviembre de 1936, cuando los rebeldes pensaron que la toma de Madrid era inminente. Este informe, titulado «Memoria del Fiscal del Ejército de Ocupación», sostenía que los tribunales militares debían trabajar sin misericordia para despejar el terreno y permitir así la creación de un nuevo estado. Acedo dejó claro que no debía permitirse la igualdad de condiciones entre la acusación y la defensa, y que las presuntas intenciones de los acusados eran tan reprensibles como sus acciones reales[17].
El informe de Acedo Colunga da la medida de la magnitud industrial del trabajo desempeñado por la Auditoría de Guerra hasta finales de 1938. Juzgando a varios encausados a la vez, había sido posible procesar, en un total de 6770 juicios, a 30 224 personas, de las cuales 3189 fueron condenadas a muerte[18]. Cuando finalmente cayó la República, los tribunales militares redoblaron su actividad. Continuaron funcionando en las regiones ocupadas desde hacía tiempo, y también empezaron a hacerse cargo de los grandes números de soldados y civiles apresados en las áreas recién conquistadas, además de los que habían evitado los tribunales huyendo ante el avance de las tropas rebeldes. En Granada, por ejemplo, muchos de los que habían huido de la ciudad, tomada por los rebeldes, fueron apresados cuando cayó el este de la provincia; hubo 5500 causas juzgadas en 1939, que resultaron en 400 penas de muerte y más de 1000 cadenas perpetuas. Entre 1939 y 1959, 1001 juicios sumarios en Granada acabaron en ejecución. Un decreto publicado el 8 de noviembre de 1939 multiplicó el número de Consejos de Guerra, incrementó las auditorías (tribunales provisionales) y también el tamaño del Cuerpo Jurídico del Ejército[19].
El golpe de Estado con el que el coronel Segismundo Casado traicionó a la República, el 4 de marzo de 1939, allanó de manera significativa el camino a la represión. Casado, comandante del Ejército Republicano del Centro, con la esperanza de impedir que prosiguiera la matanza, formó un Consejo Nacional de Defensa en oposición a Negrín, apoyado por líderes anarquistas ferozmente anticomunistas como Cipriano Mera, el intelectual socialista Julián Besteiro, o Miaja. Cometieron la insensatez de creer que el golpe llevaría a un armisticio, tal como les aseguraron los quintacolumnistas. Sin embargo, la hambruna y la desmoralización generalizadas dieron a Casado un apoyo amplio e inesperado. En los enfrentamientos que siguieron, una guerra civil en miniatura contra los comunistas, murieron cerca de 2000 personas. Para regocijo de Franco, los republicanos retiraron tropas del frente y las destinaron a esa batalla interior. Casado y Besteiro pecaron de ingenuidad e imprudencia al pensar que Franco contemplaría cualquier posibilidad de armisticio, o al creer la promesa de que los que tuvieran las manos limpias de sangre no tendrían nada que temer[20].
Especialmente en zonas del centro como Madrid y Guadalajara, a muchos comunistas los dejaron en la cárcel, donde luego los encontraban —y ejecutaban— los franquistas. Cabe recordar que en Guadalajara había habido una matanza de 282 presos derechistas, en represalia por el bombardeo rebelde del 6 de diciembre de 1936. En parte en respuesta a aquella masacre, la represión se dejó notar allí con suma dureza. Los comunistas, a los que Mera había dejado en prisión, fueron ejecutados de inmediato. José Cazorla, el gobernador civil, había sido detenido junto con su mujer Aurora Arnaiz y su hijo de pocos meses, que murió en la cárcel. Aurora y Cazaorla lograron escapar junto a Ramón Torrecilla Guijarro, su antiguo jefe de Policía pero no consiguieron embarcarse en Alicante. Aurora consiguió pasar a Francia y los dos volvieron a Madrid, donde trabajaron varios meses intentando establecer las redes clandestinas del PCE. Las fuerzas franquistas los arrestaron el 9 de agosto de 1939, y los interrogaron bajo tortura. Fueron juzgados el 16 de enero de 1940 y sentenciados a muerte. A Cazorla lo ejecutaron el 8 de abril; a Torrecilla, el 2 de julio de 1940[21]. Entretanto, en Guadalajara, una pequeña provincia con apenas 200 000 habitantes, hubo 822 ejecuciones. De un total de 6000 prisioneros (el 3 por ciento de la población, y cerca del 10 por ciento de la población masculina adulta), 143 murieron en prisión debido a las condiciones infrahumanas de hacinamiento, enfermedad e insalubridad. La tortura y los malos tratos provocaron muchos suicidios, si bien algunos de ellos ocultaban en realidad palizas que habían ido demasiado lejos. Los niveles de malnutrición eran tales que los prisioneros que no contaran con la ayuda de su familia estaban condenados a morir de inanición[22].
En Jaén, a cambio de que los comunistas arrestados permanecieran en la cárcel, los altos mandos franquistas acordaron con las autoridades casadistas que las tropas vencedoras entrarían a la ciudad sin derramamiento de sangre y que 200 republicanos y socialistas podrían llegar sin obstáculos a Almería. Aquellos a quienes los funcionarios de la prisión no liberaron por iniciativa propia, fueron ejecutados en el acto. Por otra parte, la caravana de republicanos y socialistas que trataban de llegar a la costa fue emboscada por los falangistas; algunos murieron en el combate, pero la mayoría fueron capturados y trasladados a Granada para su ejecución. Cuatro de los que lograron huir acabaron también detenidos, juzgados y ejecutados en Jaén. A partir de ese momento, según las exhaustivas investigaciones de Luis Miguel Sánchez Tostado, en Jaén murieron ejecutadas 1984 personas tras pasar por un tribunal militar, 425 personas fueron asesinadas extrajudicialmente, y otras 510 personas murieron en la cárcel[23].
Cuando el 11 de abril de 1939 Queipo de Llano visitó Almería, recientemente conquistada, declaró que la ciudad debía «hacer acto de contrición», lo que provocó el asalto a la cárcel provincial por parte de los falangistas y el asesinato de al menos 3 prisioneros. Las ejecuciones formales empezaron dos semanas más tarde, el 25 de abril. En 1939 se juzgó a 1507 personas, a 1412 en 1940 y a 1717 en 1941, hasta un total de 6269 causas entre 1939 y 1945. Sin embargo, el número de ejecutados (375) fue el más bajo de todas las provincias andaluzas; mucha gente de izquierdas había protegido a derechistas de la violencia durante la guerra y, en un gesto infrecuente, estos les correspondieron con el mismo trato. El hacinamiento de más de 6000 prisioneros en una cárcel construida para alojar a 500 provocó inevitablemente unas insoportables condiciones de malnutrición e insalubridad. Aun así, eso solo explica en parte la cifra, notablemente alta, de 227 presos muertos, muchos de ellos jóvenes, que aparecen sospechosamente registrados como víctimas de paros cardíacos[24].
El hacinamiento en centros penitenciarios era común. La cárcel provincial de Ciudad Real, por ejemplo, construida para albergar a 100 reclusos, alojaba en aquellos años entre 1300 y 2200 presos. En total, entre 1939 y 1943, pasaron por allí más de 19 000 personas. Más de 2000 fueron ejecutadas[25]. También en Murcia hubo más de 5000 encarcelamientos y más de 1000 ejecuciones. Además de las privaciones habituales, muchos prisioneros recibían palizas, y los abusos sexuales contra las reclusas fue, como en todas partes, notable[26]. En la cercana ciudad de Albacete, donde 920 derechistas habían hallado la muerte mientras la provincia estuvo bajo control republicano, la venganza franquista dobló esa cifra. Entre 1939 y 1943, más de 1000 republicanos fueron ejecutados tras pasar por un juicio, y por lo menos 573 fueron asesinados extrajudicialmente, en varios casos tras las sacas que los falangistas llevaron a cabo en la cárcel de Villarrobledo y el castillo de Yeste. Otras 291 personas murieron en las abarrotadas prisiones[27]. En las tres provincias de la Comunidad Valenciana, Castellón, Valencia y Alicante, más de 15 000 personas fueron encarceladas, de las cuales, tras los interrogatorios, 7610 seguían todavía entre rejas a finales de 1939. En dichas prisiones murieron 1165 presos después de la ocupación franquista. Junto con las más de 4700 ejecuciones, estas cifras constituyen, en términos porcentuales, una represión cuya escala duplica la de Cataluña. La diferencia se explica por la huida desde Cataluña de cientos de miles de personas hacia Francia a finales de enero de 1939[28].
Muchas de las penalidades que soportaron las áreas recién conquistadas fueron consecuencia directa del golpe de Casado. Cipriano Mera había lanzado la vana amenaza de que sus hombres seguirían combatiendo si el Consejo de Defensa Nacional no garantizaba para ellos una paz honrosa. Sin embargo, mientras los prisioneros eran entregados a los franquistas y otras personas huían hacia Levante, todos los miembros de la Junta de Casado que deseaban escapar fueron evacuados desde Gandía a bordo del destructor británico Galatea, a primera hora de la mañana del 30 de marzo[29]. En cambio, traicionados por el golpe de Casado, decenas de miles de hombres, mujeres y niños republicanos huyeron de Madrid el 28 de marzo de 1939, perseguidos por los falangistas. Se dirigieron a Valencia y Alicante, donde les habían prometido que habría barcos que los llevarían al exilio. En realidad, tal cosa no era posible. La naviera francesa que normalmente prestaba servicio a la República se negó a llevar a cabo las evacuaciones, con el argumento de que solo mantenía tratos con Negrín, no con Casado, y de que se le debía dinero. Además, la flota republicana ya había abandonado España y estaba atracada en Bizerta, Túnez. Por consiguiente, no había protección contra la flota rebelde que bloqueaba los puertos mediterráneos españoles, cumpliendo las órdenes de Franco de cerrar a los refugiados cualquier escapatoria.
Los últimos barcos en zarpar, organizados por la Federación Provincial Socialista de Alicante, fueron los buques de vapor británicos Stanbrook, Maritime, Ronwyn y African Trader, que, junto con algunos pesqueros, se llevaron a un total de 5146 pasajeros. El número más elevado estaba en el Stanbrook, lleno hasta los topes, tanto en las cubiertas como en los camarotes, mientras que en el Maritime viajaron solo 32 políticos de primera línea[30]. El último barco que se marchó de Alicante fue precisamente el Stanbrook, donde viajaban 2638 refugiados en condiciones precarias. La cubierta estaba ocupada hasta el último rincón, al igual que las bodegas, por lo que la línea de flotación estaba muy por debajo del agua. Milagrosamente, el capitán, Archibald Dickson, había conseguido maniobrar a través del cerco de la flota rebelde. El Stanbrook tocó tierra en Orán, Argelia. Durante casi un mes, las autoridades francesas le negaron el permiso para desembarcar a sus pasajeros. Con escasez de alimento y agua, en condiciones de hacinamiento extremo, los franceses solo cedieron cuando hubo riesgo de enfermedades infecciosas, y finalmente trasladaron a los refugiados a campos de internamiento[31].
En los días sucesivos, a los que habían llegado demasiado tarde se les unieron miles de refugiados del resto del territorio republicano. Desesperados, muchos se suicidaron, o tirándose al agua o pegándose un tiro[32]. Se veían algunos barcos en la distancia, pero los capitanes, temerosos de que la armada rebelde los interceptara, se marchaban de vacío o viraban el rumbo en lugar de atracar en Valencia o Alicante. Tras haber reconocido a Franco, ni Londres ni París estaban dispuestos a que sus armadas intervinieran contra la flota rebelde. En Alicante, los refugiados esperaron en vano durante tres días y medio, sin alimento ni agua. El gobierno mexicano se ofreció a acoger a todos los refugiados, pero Franco se negó, declarando que eran prisioneros de guerra y debían hacer frente a las consecuencias. El viernes 31 de marzo, la ciudad fue ocupada por fuerzas italianas, con lo que se produjo una situación similar a la vivida por el Ejército vasco en Santoña. Los italianos se comprometieron a ocuparse de la evacuación si los miles de republicanos allí congregados entregaban sus armas. Los republicanos accedieron, pero Franco volvió a invalidar el compromiso de sus aliados. Las tropas franquistas llegaron en dos navíos y se llevaron a la mayoría de los refugiados aquel mismo día; al resto, a la mañana siguiente[33]. Las familias fueron separadas violentamente; quienes protestaban recibían golpes o eran asesinados allí mismo. A las mujeres y los niños los trasladaron a Alicante, mientras que a los hombres (entre ellos, los niños a partir de doce años) se los llevaron a un gran campo abierto a las afueras de la ciudad, conocido como «Campo de los Almendros»[34].
A medida que las últimas esperanzas de ser evacuados en un barco británico o francés se desvanecían, ante el destino que les esperaba muchos republicanos eligieron suicidarse. Cuando obligaron a los prisioneros a desfilar junto a sus cadáveres, uno de ellos comentó: «Pronto envidiaremos a los muertos». Las tropas que los custodiaban los despojaron de sus objetos de valor, de las chaquetas y abrigos decentes. Al marchar a pie hacia el improvisado campo de concentración, fueron pasando por delante de cadáveres de hombres tiroteados «cuando trataban de escapar»[35]. En el Campo de los Almendros que, como su nombre indica, era un almendral, 45 000 prisioneros pasaron seis días sin apenas agua ni alimento, durmiendo al raso en el barro, expuestos al viento y la lluvia. En esos seis días les dieron de comer dos veces. La primera, tocaron a una lata de sardinas entre cuatro y un mendrugo de pan entre cinco; la segunda, compartieron una lata de lentejas entre cuatro y un mendrugo entre cinco. Los prisioneros arrancaban las almendras, todavía verdes, de los árboles, y luego recurrieron a comerse las hojas y la corteza. Únicamente el hecho de estar rodeados por puestos de ametralladoras evitó una fuga masiva[36].
Durante su estancia allí, llegaron de toda España delegaciones de reaccionarios en busca de izquierdistas destacados de sus localidades. El 7 de abril, los prisioneros fueron divididos, y a 15 000 los repartieron entre la plaza de toros de Alicante y los castillos de San Fernando y Santa Bárbara. A los 30 000 restantes los condujeron en camiones de ganado abarrotados al campo de concentración de Albatera, construido por los republicanos al sudoeste de la provincia. Muchos murieron en el trayecto[37]. La ubicación del campo de Albatera había sido elegida precisamente para que los prisioneros pudieran trabajar en el drenaje de las inhóspitas salinas de los alrededores. Pensado en un principio para albergar a un máximo de 2000 reclusos, durante la República no pasó de la cifra de 1039. Desde su creación hasta el final de la guerra, habían muerto allí 5 prisioneros[38]. Ahora, en cambio, pasó a alojar a casi 30 000 prisioneros, de los que murieron varios centenares, además de los que fueron devueltos a sus lugares de origen para ser fusilados. Otros muchos murieron tiroteados por la noche al tratar de escapar.
Las primeras semanas, la comida y el agua escasearon tanto como en el Campo de los Almendros. Entre el 11 y el 27 de abril, los prisioneros recibieron alimentos solo en cuatro ocasiones (aproximadamente 65 gramos de sardinas y 60 gramos de pan el 11, 15, 20 y 27 de abril). Solo los más jóvenes y fuertes sobrevivieron, aunque convertidos en espectros de sí mismos, escuálidos y prematuramente envejecidos. Cada vez más débiles, los problemas de salud se multiplicaron, sobre todo entre los más ancianos. Además, llovió copiosamente durante las dos primeras semanas; obligados a dormir en el barro, con la ropa empapada, muchos contrajeron fiebres y murieron. Al raso, en el lodo cada vez más profundo con las lluvias, padecieron plagas de mosquitos, pulgas y otros parásitos. Puesto que las condiciones sanitarias eran inexistentes, muchos fallecieron de malaria, tifus y disentería. Había pocas letrinas, y como no se limpiaban, pronto se desbordaron. A pesar de que entre los prisioneros había muchos médicos, no tenían acceso a ninguna clase de medicina. Por añadidura a las humillaciones de la diarrea y el estreñimiento, muchos prisioneros, atormentados por el escorbuto, las chinches y otros parásitos, apenas podían soportar los rituales diarios en los que los mantenían de pie horas y horas. Dos veces al día tenían que cantar los himnos franquistas. Cualquier equivocación en la letra se castigaba con palizas. A diario también, cuando llegaban las comisiones de derechistas en busca de los enemigos de sus localidades de origen, los reclusos pasaban hasta cuatro horas de pie, soportando insultos. A menudo esas comisiones se llevaban a algunos presos y, demasiado impacientes para esperar a llegar a su destino, los mataban en las proximidades[39]. Situaciones como esta se repitieron en toda España.
Entre los que corrían un mayor riesgo ante las autoridades franquistas estaban los políticos, los comisarios políticos de las fuerzas republicanas y los periodistas, pues se los consideraba responsables de haber mantenido vivos los ideales republicanos a lo largo de la guerra. Tal vez los más odiados y perseguidos fueran los policías, en especial los agentes del SIM, aunque lo mismo les ocurría a los miembros de la judicatura o del servicio penitenciario. El otrora jefe del SIM en Madrid, Ángel Pedrero, que estuvo en el Campo de los Almendros con 200 de sus agentes, comentó proféticamente que todos ellos eran hombres marcados, puesto que conocían los entresijos de la Quinta Columna y sus traiciones internas: los alardes de los quintacolumnistas quedarían al descubierto si Pedrero vivía. Para justificar sus exiguos triunfos, habían tenido que exagerar los horribles padecimientos que supuestamente les había impuesto, así que Pedrero pagaría esos horrores ficticios con la muerte. Otras decenas de miles de personas, cuyo único «crimen» había sido respaldar la República o combatir en el Ejército, recibieron idénticos maltratos, y también sus esposas e hijos inocentes[40]. Los que intentaban escapar eran fusilados, mientras los demás prisioneros eran obligados a formar para presenciar las ejecuciones. Muy pocos intentos de fuga culminaron con éxito, y, por lo general, los prófugos eran apresados rápidamente. Uno de los que logró escapar fue Benigno Mancebo, de la CNT, que había supervisado los tribunales del Comité Provincial de Investigación Pública en Madrid. Varios meses después, sin embargo, lo atraparon en la capital y lo ejecutaron. En otras cárceles se organizaban sacas según la fecha: tres asesinados el día 3 de cada mes, siete el día 7, etcétera[41].
Eduardo de Guzmán relató su traslado a Madrid desde Albatera a mediados de junio de 1939, con un grupo integrado también por Ricardo Zabalza, José Rodríguez Vega, secretario general de UGT, y David Antona, quien, en calidad de secretario de la CNT madrileña, trató de poner fin a las sacas y posteriormente fue gobernador civil de Ciudad Real. Los prisioneros eran trasladados a distintas comisarías, algunas de ellas improvisadas, donde los metían con otros 20 o 30 hombres en celdas construidas para dos presos. En condiciones de absoluta insalubridad, los acosaban las chinches y la sarna. Apenas les daban de comer; por la mañana recibían aguachirle de malta, y a mediodía y por la noche, un agua igual de sucia en la que flotaba algún que otro trozo de zanahoria o nabo, que hacía las veces de sopa o guiso. Para sobrevivir dependían de los paquetes de comida que les mandaban sus familias, las cuales, con los hombres de la casa muertos, prófugos o en la cárcel, se habían quedado sin medios para salir adelante. Vilipendiados por rojos, despreciados como la escoria, las oportunidades de conseguir trabajo eran mínimas, así que los parientes solo podían mandar comida a costa de pasar hambre, y a pesar de todo, lo hacían. Puesto que muchos prisioneros no tenían familia en el lugar donde los habían encarcelado, sus compañeros dividían los paquetes a partes iguales.
Esas durísimas condiciones eran el mero trasfondo de la experiencia fundamental para muchos reclusos. En la comisaría de Policía de la calle de Almagro, donde estuvo Eduardo de Guzmán, los prisioneros recibían palizas brutales y reiteradas, como parte de la estrategia para «ablandarlos». Las tundas no corrían a cargo de policías profesionales, sino de jóvenes presuntos quintacolumnistas que decían haber estado infiltrados en las checas. Iban acompañadas de rituales humillantes, como tratar que los prisioneros pelearan entre sí, o la inmersión en inodoros llenos de excrementos. Las palizas se prolongaban durante días, sin que los sometieran siquiera a interrogatorio. A veces los malos tratos iban demasiado lejos y la víctima moría. Hubo casos frecuentes de prisioneros que prefirieron el suicidio a soportar el dolor. Así evitaban el riesgo de no aguantar y acabar confesando cosas que habían hecho o que no; y, peor aún, el riesgo de convertirse en informantes. Algunos de ellos se rindieron. Y al final, casi todos los prisioneros acababan obligados a firmar «declaraciones» y confesiones, sin que se les permitiera siquiera leerlas. Así pues, a cualquiera que resultara ser un vecino de Vallecas podía achacársele haber participado en la masacre de derechistas que llegaron en los trenes de Jaén, igual que a los de Carabanchel se les culpaba del asesinato del general López Ochoa, aun cuando en esas fechas hubieran estado luchando en un frente lejano[42].
En Madrid, Zabalza fue torturado pero no firmó ninguna confesión. Fue juzgado el 2 de febrero de 1940 y fusilado al amanecer del 24 del mismo mes. Una de las principales acusaciones contra él era haber liderado la huelga agraria, totalmente legal, del verano de 1934. Poco antes de enfrentarse al pelotón de fusilamiento, escribió a sus padres:
Cuando leáis estas líneas ya no seré más que un recuerdo. Hombres que se dicen cristianos lo han querido así y yo que nunca hice daño a nadie a sabiendas, me someto a esta prueba con la misma tranquilidad de conciencia que presidió mi vida entera. Vosotros en vuestra sencillez religiosa no os explicaréis como un hombre que ningún crimen cometió —el propio fiscal lo reconoció así en su informe— y sobre el que no existe tampoco acusación de hecho vergonzoso alguno pueda sufrir la muerte que le espera[43].
La confesión del asesino de la FAI, Felipe Sandoval, fue una de las más señaladas de las arrancadas mediante tortura. Aquejado de una tuberculosis avanzada, lo sometieron a varios días de palizas despiadadas. Con huesos del tórax rotos, yacía en el suelo gimiendo de agonía y escupiendo sangre, pero volvían a golpearle hasta que la limpiaba. Finalmente, tras horas de patadas y puñetazos en el pecho y el estómago, empezó a dar los nombres de compañeros prófugos y datos de dónde se les podía encontrar. Bajo la amenaza de posteriores palizas, y apenas capaz de articular palabra, lo obligaron luego a dar la cara ante los demás prisioneros. Repitió mecánicamente las acusaciones que sus torturadores le ordenaron hacer. La mayoría de los compañeros de prisión sentían ya aversión por Sandoval, la cual se tornó en odio cuando descubrieron su traición. La opinión general era que su falta de entereza probaba que, lejos de ser un combatiente en la lucha social, no era más que un ladrón y un asesino. Acordaron convencerlo para que se suicidara. Fuera en respuesta a sus argumentos o a su propio padecimiento, el 4 de julio de 1939 finalmente se tiró por una ventana y murió en el patio del edificio. Otro prisionero de Almagro, un policía republicano llamado Lebrero, murió tras una serie de palizas reiteradas. El mismo destino le esperaba a Amor Nuño, a quien interrogaron en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. Cabe recordar que había sido el responsable del acuerdo entre la CNT y las JSU para la evacuación de presos de Madrid, que culminó en las matanzas de Paracuellos[44].
Cuando Guzmán y otros muchos firmaron al fin sus «confesiones», los trasladaron a la cárcel. El camión en el que viajaba Guzmán visitó nueve prisiones hasta dar con una en la que admitieran a nuevos internos; acabó ingresando en Yeserías, al sur de la ciudad, cerca de Carabanchel. Los alimentos escaseaban. Después de cada comida, obligaban a los reclusos a formar en la galería durante por lo menos una hora y a cantar los himnos falangista, carlista y monárquico: el «Cara al Sol», el «Oriamendi» y la «Marcha Real», con el brazo derecho estirado, a modo de saludo fascista. La ceremonia concluía al grito de: «¡Viva Franco! ¡Viva la Falange!», y el cántico ritual de: «¡España, una, España, grande, España, libre!». Si se consideraba que alguien no ponía el entusiasmo suficiente, lo sacaban y lo castigaban rapándole la cabeza, con palizas, o a veces incluso con la muerte. El castigo más frecuente, sin embargo, era obligarlo a permanecer de pie cantando, con el brazo en alto, durante cuatro o cinco horas. Como en otros lugares, la escasez de las raciones se complementaba con los paquetes de comida que algunos presos recibían, gracias al enorme esfuerzo de sus paupérrimas familias. Prevalecía un espíritu solidario, por el que los más afortunados compartían sus alimentos con quienes no tenían familiares que pudieran prestarles ayuda. La mayoría de las noches había sacas en las que desaparecían los sentenciados a muerte para su ejecución[45].
El juicio de Eduardo de Guzmán fue similar al de Juan Caba Guijarro. Más de 30 prisioneros, acusados de delitos diversos, fueron juzgados a la vez. Arbitrariamente, se asignó a un abogado para la defensa conjunta de todos ellos, aunque a ninguno de los acusados se le permitió hablar con él. El tribunal había decidido de antemano que todos eran culpables de los cargos; dependía, pues, de los acusados demostrar su inocencia, pero por lo general no se les permitía intervenir de ningún modo. En teoría, si los acusaban de haber matado a una víctima concreta en un lugar concreto y si no habían estado en dicho lugar en el momento de los hechos tenían una remota posibilidad de que los escucharan y probar su inocencia. Sin embargo, era común que se les acusara de numerosos asesinatos, sin que se nombrara a las víctimas ni se especificaran las fechas o los lugares de los supuestos crímenes[46].
Los cargos se basaban en declaraciones que habían firmado tras semanas de palizas y torturas, pero que ni siquiera habían podido leer. En consecuencia, las posibilidades de que los declararan inocentes eran escasas. Una de las mujeres le explicó a Guzmán la tortura que la había llevado a firmar una confesión falsa de haber participado en los asesinatos de la checa del cine Europa. Le mostró los pechos, horriblemente deformados, después de que se los quemaran con mecheros y cerillas hasta sajarle las carnes; le habían mutilado los pezones con grapadoras[47].
El día en que juzgaron a Eduardo de Guzmán hubo cuatro procesos multitudinarios donde se decidió la suerte de cerca de 200 hombres y 16 mujeres, y que concluyeron en menos de dos horas. En el juicio de Guzmán la causa empezó con la lectura de los cargos de los 29 acusados por parte del relator, cuya voz, mecánica y monótona, apenas era audible. Sin embargo, solo a los encausados y a sus familias les molestó la falta de inteligibilidad de los cargos (ni los jueces, ni el fiscal ni el defensor dieron muestras de interés alguno), y solo acertaron a descifrar acusaciones disparatadas, que iban desde pertenecer a una checa, hasta haber participado en la quema de una iglesia o ser comisario político, oficial o simplemente voluntario del Ejército republicano. Uno de los procesados era el poeta Miguel Hernández, a quien acusaron de ser un comisario comunista y de haber escrito poemas que injuriaban la causa rebelde. A Guzmán lo acusaron de ser redactor del periódico La Tierra y director de Castilla Libre, de insultar a los dirigentes rebeldes, de exagerar los triunfos republicanos y de ser responsable de los crímenes cometidos por los lectores de ambas publicaciones. Tras la lectura de los cargos, fue el turno de las preguntas del fiscal. Los prisioneros únicamente podían contestar «sí» o «no». No se aportaron testigos. Los miembros del tribunal levantaron la sesión e hicieron un receso. Cuando volvieron, el fiscal pronunció un discurso de veinte minutos, en el que acusó a los prisioneros de ser escoria infrahumana, cobardes, criminales, salvajes iletrados, ladrones y asesinos.
A continuación, los crímenes de todos los encausados se atribuyeron a la inspiración de Hernández y Guzmán, con el argumento de que las páginas de La Tierra y Castilla Libre habían conducido a la victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936, el incendio y la posterior masacre de la cárcel Modelo de Madrid en agosto de 1936 y a la resistencia de noviembre en la capital. El fiscal parecía no saber (o no le importaba) que La Tierra hubiera dejado de publicarse en mayo de 1935 y que Castilla Libre no se hubiera creado hasta febrero de 1937. El abogado de la defensa, al que no le habían permitido hablar con ninguno de los encausados, no había recibido los expedientes de los acusados hasta la noche anterior, cuando le llegaron 50 de distintos juicios, y apenas había podido echarles un vistazo. Se limitó a pedir que rebajaran a todos los acusados la sentencia que pedía el fiscal: cadena perpetua en lugar de pena de muerte, treinta años en lugar de cadena perpetua, etcétera. Cuando tocó hablar a los procesados, los interrumpieron nada más abrir la boca; Guzmán trató de señalar el error del fiscal al acusarle de publicar en periódicos inexistentes, pero le ordenaron que se sentara, diciéndole que el tribunal estaba al corriente de todo lo que pudiera explicarles.
El proceso duró en total menos de dos horas. De hecho, descontando el receso, fueron menos de noventa minutos. En ese tiempo —menos de tres minutos por acusado—, 15 de los 29 hombres fueron sentenciados a muerte, y el resto a cadena perpetua o a treinta años de cárcel. Uno de los encausados, cuyo nombre ni siquiera figuraba en la lista de acusaciones, fue sentenciado a muerte por un crimen no especificado. Uno de los compañeros de prisión de Guzmán, el comunista Narciso Julián, fue juzgado y condenado a muerte junto a otras 16 personas en un Consejo de Guerra que duró once minutos. En Tortosa, el infame Lisardo Doval presidía los juicios. El 10 de agosto de 1939, en dos juicios de 14 y 15 hombres, respectivamente, apenas permitió que el fiscal leyera los cargos. Los acusados no habían visto al abogado defensor hasta el juicio. Todo el proceso no duró ni media hora. En la Auditoría de Tarragona era habitual que se juzgara simultáneamente a 20 y 30 hombres y mujeres[48].
Un factor que contribuyó a recrudecer la situación de terror fue la colaboración, más estrecha que nunca, entre la Dirección General de Seguridad y la Gestapo. Se había iniciado en noviembre de 1937, cuando el gabinete diplomático de la jefatura del Estado pidió al gobierno alemán una comisión de expertos para instruir a la Policía española en los métodos y procedimientos para la erradicación del comunismo. Así pues, se formó un equipo bajo las órdenes de Heinz Jost, coronel de las SS y jefe de la Oficina de Inteligencia Extranjera del Sicherheitsdienst (SD), un hombre que sería sentenciado a muerte en los juicios de Nüremberg por las atrocidades cometidas en Rusia. El equipo de Jost fue enviado a Valladolid a mediados de enero de 1938, donde quedó incorporado al Ministerio de Orden Público, recién creado por Franco y dirigido por el general Severiano Martínez Anido, de setenta y cinco años. Conocido por su impiedad como gobernador civil de Barcelona a principios de los años veinte, cuando se había instaurado la infame Ley de Fugas (el fusilamiento de prisioneros que «trataban de escapar»), Martínez Anido se había ganado la admiración de Franco por la implacabilidad con que había impuesto el orden público durante la dictadura del general Primo de Rivera. Puesto que el mayor afán de Martínez Anido era endurecer la purga de izquierdistas en el territorio capturado por los rebeldes, se mostró encantado de contar con la ayuda de los alemanes en la creación de los instrumentos necesarios para la represión. Jost regresó a Alemania en febrero, pero dejó en España a un equipo de tres hombres del SD, que centró sus actividades en reestructurar la Administración Policial, la Policía Política y el Cuerpo de Policía Criminal franquistas. Uno de sus legados perdurables fue la creación de un enorme almacén de información política en Salamanca, donde poder clasificar la documentación republicana incautada por los rebeldes[49].
No está de más recordar que, desde antes de la guerra, el padre Juan Tusquets se había dedicado febrilmente a elaborar listas de presuntos judíos y masones. En 1937, en parte a instancias suyas y alentado por Franco en persona, el Cuartel General se dedicó a recabar el material requisado en las sedes de los partidos políticos y los sindicatos, las logias masónicas y los domicilios de los izquierdistas, a medida que iba apoderándose del territorio. Estas labores se llevaban a cabo principalmente dentro de la Sección Judeomasónica del Servicio de Información Militar, bajo la dirección del padre Tusquets y el comandante Antonio Palau. Tusquets analizó a fondo la documentación con el fin de engrosar sus listas de presuntos masones. La labor se intensificó el 20 de abril de 1937 con la creación adicional de la Oficina de Investigación y Propaganda Antimarxista, de la que se ocuparían oficiales del Ejército y voluntarios. El objetivo oficial era «recoger, analizar y catalogar todo el material de propaganda de todas las clases que el comunismo y sus organizaciones adláteres hayan utilizado para sus campañas en nuestra patria, con el fin de organizar la correspondiente contrapropaganda, tanto en España como en el extranjero». En consecuencia, se hicieron esfuerzos para incautar todo el material posible en toda suerte de organizaciones izquierdistas, desde las integradas por republicanos conservadores a anarquistas, y pasando por masones, pacifistas y feministas. Se conservaba un número limitado de ejemplares del material impreso, y el resto se destruía. Más importante que el objetivo contrapropagandístico, se escrutaba la correspondencia y las listas de suscriptores para crear un gran índice de izquierdistas a los que arrestar y juzgar.
El 29 de mayo de 1937, en una iniciativa paralela, Franco había nombrado a Marcelino de Ulibarri Eguílaz jefe de la Delegación de Servicios Especiales, cuyo cometido sería «recuperar cuanta documentación relacionada con las sectas y sus actividades en España estuviese en poder de particulares, autoridades y organismos oficiales, guardándola cuidadosamente en lugar alejado de todo peligro, y en el que pudiera ordenarse y clasificarse para llegar a constituir un Archivo que nos permitiera conocer, desenmascarar y sancionar a los enemigos de la patria»[50]. Ulibarri era uno de los carlistas navarros más eminentes, y había conocido a Franco en Zaragoza, siendo este director de la Academia General Militar. Ulibarri había sido también una pieza clave en promocionar la carrera política del cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, en dicha ciudad. Su nombramiento fue una recompensa por contribuir a que el movimiento carlista aceptara dócilmente incorporarse al partido único de Franco, la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, así como un reconocimiento por la obsesión contra los masones que Ulibarri compartía con Franco y, por supuesto, con el padre Tusquets. Ulibarri, admirador de Juan Tusquets desde antiguo, trabó relación con él a resultas de sus visitas frecuentes al Palacio Episcopal de Salamanca. Tan obsesivo era su odio por los masones y los judíos que Ulibarri era conocido entre sus compañeros carlistas como «el martillo de la masonería»[51].
En cuestión de semanas, Ulibarri creó la Oficina de Recuperación de Documentos. Con el País Vasco a punto de caer en manos de los franquistas, el propósito de dicho organismo era la incautación sistemática y posterior clasificación de documentos pertenecientes a los derrotados. Esta tarea fue confiada a un pequeño grupo de guardias civiles especialmente seleccionados. Muy pronto, Ulibarri pidió que su Oficina de Recuperación de Documentos se fusionara con la Oficina de Investigación y Propaganda Antimarxista. Tal fue su empeño por centralizar esa clase de actividades, de hecho, que acabaría enfrentado con Tusquets por su temperamento autoritario y dominante.
Ante la inminente caída de Santander y Asturias tras la toma del País Vasco, Ulibarri exigió que se acelerara la requisación de documentos, para extraer los mayores réditos de la represión que vendría luego. Declaró explícitamente que, tras cada victoria, debían suministrarse a la Policía «las piezas documentales inculpatorias de la culpabilidad de personas que han de ser inmediatamente juzgadas». Después de la victoria franquista en Teruel y la campaña posterior por Aragón hacia el Mediterráneo, se abría un abanico de nuevas oportunidades. La deseada fusión de ambos departamentos quedó formalizada el 26 de abril de 1938, cuando el ministro de la Gobernación, Ramón Serrano Suñer, promulgó el decreto con que se creó la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos (DERD), cuyo objetivo consistiría en recabar, almacenar y clasificar toda la documentación de los partidos políticos, las organizaciones y las personas «hostiles y desafectas al Movimiento Nacional», a fin de facilitar su localización y castigo[52].
La documentación incautada por la Sección Judeomasónica del SIM fue entregada a la DERD inmediatamente después de la fusión. Sin embargo, en sus esfuerzos por centralizar toda la información relativa a los masones, Ulibarri intentó también que Tusquets le entregara su archivo personal y su fichero, que contenía todo el material recopilado bajo los auspicios del SIM. Tusquets contestó negando que él dispusiera de ningún material y afirmando que sus papeles estaban en Barcelona, aunque, al parecer, finalmente el archivo de Tusquets fue puesto a disposición de la DERD. Hasta la ocupación de Cataluña en enero de 1939, Tusquets continuó trabajando en una Sección Judeomasónica muy reducida dentro del SIM. En 1941 hubo una propuesta para recompensarle por sus servicios concediéndole la Medalla de la Campaña con distintivo de retaguardia y la Cruz Roja al Mérito Militar[53].
Uno de los miembros más influyentes del círculo de Ulibarri era el policía Eduardo Comín Colomer. En agosto de 1938, todos los Servicios de Seguridad de la zona franquista se habían unificado bajo la Jefatura del Servicio Nacional de Seguridad, al mando del teniente coronel José Medina. Uno de sus departamentos principales era el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, que a su vez se dividía en varias secciones. Una de ellas, Antimarxismo, se componía de tres subsecciones, Masonería, Judaísmo y Publicaciones. Comín Colomer era el jefe de las dos primeras, al tiempo que se encargaba del Boletín de Información Antimarxista. En enero de 1939 fue trasladado a la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos como ayudante de Ulibarri, donde desempeñaría un papel fundamental en la clasificación y la criba del material incautado como preparación para que la Policía Secreta le sacara el máximo partido[54]. El material que recabó mientras ocupaba ese cargo constituiría la base de su legendaria colección de libros, así como del torrente de libros y panfletos que él mismo publicaría a lo largo de los treinta y cinco años siguientes, destinados siempre a la denuncia de todos los elementos de la izquierda republicana. Durante esta etapa trabajó en colaboración con Mauricio Carlavilla[55].
La DERD organizó equipos de investigación para seguir a las tropas de Franco en su avance por Aragón hasta Cataluña. Barcelona fue ocupada el 26 de enero de 1939 y sometida al estado de guerra el día siguiente. Los equipos de la DERD empezaron a registrar la ciudad el 28 de enero y, para cuando acabaron, el 7 de junio, habían llenado catorce edificios de documentación; 200 toneladas de documentos fueron trasladadas de Cataluña a Salamanca. En total, se reunieron 800 toneladas de lo que había quedado de la zona republicana. Con la ayuda de los especialistas alemanes, este material se convirtió en un índice colosal de 80 000 presuntos masones, a pesar del hecho de que en España, en 1936, la cifra estaba más cerca de los 5000 que de los 10 000, y que después de 1939 quedaran menos de 1000. Estos expedientes facilitarían las purgas que se llevaron a cabo en los años cuarenta a instancias del infame Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, introducido tras la ley del mismo nombre que entró en vigor en febrero de 1940[56]. Ulibarri fue el primero en presidir el Tribunal, el 1 de septiembre de 1940, si bien lo sustituiría poco después el general Andrés Saliquet, que había dirigido la represión en Valladolid. Este archivo devino la base de la actual sección dedicada a la Guerra Civil del Archivo Histórico Nacional que se conserva en Salamanca[57].
El trabajo de Tusquets dio sus frutos: ser considerado masón en la España del Movimiento Nacional equivalía a ser culpable de traición, lo que con frecuencia se traducía en la ejecución sin juicio previo. Antes de que acabara el año 1936, 30 miembros de la logia Helmanti de Salamanca fueron fusilados. Un destino similar aguardaba a 30 miembros de la logia Constancia de Zaragoza; 15 masones murieron en Logroño, 7 en Burgos, 5 en Huesca, 17 en Ceuta, 24 en Algeciras, 12 en La Línea y 54 en Granada. Todos los masones de Vigo, Lugo, La Coruña, Zamora, Cádiz, Melilla, Tetuán y Las Palmas fueron ejecutados. Las exageraciones paranoicas de los expedientes de Salamanca llevaron a que en Huesca, por ejemplo, donde había 5 masones antes de que estallara la guerra, se fusilara a un centenar de hombres tras acusarlos de pertenecer a una logia. En fechas tan tardías como octubre de 1937, 80 hombres fueron fusilados en Málaga acusados de masonería[58].
En abril de 1938, Heinrich Himmler, Reichsführer-SS, estableció contacto con el ministro de Orden Público, el general Martínez Anido, con vistas a ampliar el acuerdo hispano-alemán de cooperación policial. La Gestapo tenía especial interés en repatriar a los judíos, comunistas y socialistas alemanes que habían combatido en las Brigadas Internacionales y habían acabado capturados por las fuerzas de Franco. El acuerdo, firmado el 31 de julio de 1938, dio vía libre al canje de izquierdistas apresados por los Servicios de Seguridad de los respectivos países. Los brigadistas internacionales fueron entregados a los interrogadores de la Gestapo instalados en España, quienes luego los despachaban a Alemania sin siquiera tramitar procesos judiciales mínimos. Los casos individuales de repatriación solo requerían la aprobación de Franco, que nunca negó ninguno. A cambio, Paul Winzer, Sturmbannführer-SS y agregado de la Gestapo en la embajada de Alemania, dirigió un programa de instrucción para la Policía Política de Franco. Martínez Anido murió a finales de 1938, por lo que las funciones de su ministerio se integraron en el Ministerio de la Gobernación, a las órdenes de Ramón Serrano Suñer. En calidad de director general de Seguridad, Serrano Suñer designó a su amigo José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde. A sugerencia de Mayalde, a Himmler le fue concedida la más alta condecoración del régimen franquista, la Gran Cruz de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas, en reconocimiento a sus esfuerzos en la lucha contra los enemigos de la España de Franco[59].
Esa España de Franco obtuvo su recompensa cuando, tras el hundimiento de Francia, miles de exiliados españoles cayeron en manos de los alemanes. El mismo día, 22 de junio de 1940, en que se firmó el armisticio en Compiègne, el subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores español informó al consejero de la embajada francesa en Madrid de que Azaña, Negrín y «otros líderes rojos» habían solicitado visados para abandonar Francia hacia México. Ramón Serrano Suñer pidió al embajador francés, el conde Robert Renom de la Baume, que informara al mariscal Pétain de que España aguardaba con impaciencia que Francia neutralizara a los dirigentes rojos españoles que en ese momento permanecían en el país vecino. El 24 de julio, el gobierno español pidió al conde De la Baume que impidiera la partida a México del exjefe del Gobierno Manuel Portela Valladares, de setenta y cuatro años, y varios miembros del gobierno vasco[60]. El interés del régimen de Franco en la extradición de Portela partía del lugar destacado que ocupaba en las listas del padre Juan Tusquets.
A estas peticiones les sucedió el 27 de agosto la perentoria demanda de extradición sin demora de 636 republicanos de primera línea, a los que el gobierno de Madrid creía establecidos en la Francia de Vichy. Bajo estas exigencias subyacía la amenaza de que, si no los buscaban y los entregaban, España utilizaría su estrecha relación con la Alemania nazi para presionar en sus reivindicaciones territoriales del norte de África francés. El mariscal Pétain despreciaba a los republicanos españoles, pues consideraba que la mayoría eran comunistas; aun así, se mostró renuente a infringir el derecho de asilo y, en consecuencia, para honda irritación de Madrid, Vichy insistió en que las peticiones de extradición pasaran por los tribunales, de acuerdo con el tratado franco-español de extradición de 1877 y a una ley de 1927 que requería que cada caso se juzgara individualmente. Sin embargo, la Policía francesa de Vichy, sirviéndose de los nombres y direcciones suministradas por José Félix de Lequerica, el embajador español, emprendió, con diversos grados de diligencia, redadas contra los republicanos más prominentes, o cuando menos, mantuvo sobre ellos una estrecha vigilancia. A los franceses no les cabía duda de que entregar a estos prisioneros era mandarlos a una muerte segura. Serrano Suñer se indignó porque varios de ellos, entre otros Indalecio Prieto y Juan Negrín, hubieran conseguido escapar, con la connivencia de las autoridades francesas[61].
El 1 de julio de 1940, no obstante, el presidente de México, Lázaro Cárdenas, informó a su ministro plenipotenciario en Francia, Luis Ignacio Rodríguez Taboada, de que su país estaba dispuesto a aceptar a todos los refugiados españoles que en ese momento había en Francia. Además, le dio órdenes de informar al gobierno francés de que, hasta que pudieran ultimarse las condiciones del transporte, todos los republicanos españoles en Francia estaban bajo la protección diplomática de México. El 8 de julio, Rodríguez Taboada fue recibido por el mariscal Pétain en Vichy. Tras advertirle de que los españoles eran indeseables, Pétain accedió en lo fundamental. Se estableció una comisión franco-mexicana para elaborar los detalles y el 23 de agosto ambos gobiernos firmaron un convenio. Muchos funcionarios de Vichy vieron este acuerdo con suspicacia. Además, Vichy y los alemanes cumplieron con las peticiones españolas para impedir que muchos individuos se marcharan de Francia. Sin embargo, la iniciativa mexicana ayudó a miles de republicanos hasta diciembre de 1942, cuando la ocupación alemana de la Francia de Vichy cortó las relaciones diplomáticas entre ambos[62].
Si las autoridades españolas vieron sus intenciones entorpecidas por los escrúpulos judiciales del gobierno de Vichy y los empeños humanitarios de los mexicanos, no hallaron tales cortapisas en relación con los españoles en los territorios franceses ocupados por los alemanes. Los días posteriores a la toma de París, unos grupos de falangistas saquearon las sedes de varias organizaciones españolas republicanas; incautaron sus fondos y sus archivos, y los trasladaron a España. El embajador español, José Félix de Lequerica, entabló rápidamente relaciones cordiales con los alemanes y facilitó la actuación de los policías españoles en la zona ocupada. En consecuencia, las residencias de los exiliados republicanos fueron registradas, sus bienes, dinero y documentos confiscados, y ellos mismos maltratados, aun cuando no los arrestaran o extraditaran.
A finales de agosto de 1940, el conde de Mayalde visitó Berlín para tratar el destino de los refugiados republicanos apresados. Le mostraron las instalaciones y técnicas policiales más recientes, y conoció a Himmler y a otros altos cargos de la Policía y los Servicios de Seguridad alemanes, entre ellos a Reinhard Heydrich, el jefe del Sicherheitsdienst. Durante su encuentro, Himmler propuso que España y Alemania intercambiaran agentes de enlace, a quienes se les concedería la inmunidad diplomática y el derecho a arrestar a ciudadanos de sus respectivos países. De ese modo, Himmler podría ampliar la red de la Gestapo en España para mantener la vigilancia sobre los refugiados alemanes, a la par que los españoles obtendrían un acceso rápido a los exiliados republicanos. Mayalde dijo que debía consultarlo con su ministro, pero que tal vez a Himmler le apeteciera visitar España en persona.
Aun antes de que tuviera lugar la visita, inmediatamente después de la caída de Francia, Franco y Serrano Suñer se apresuraron a aprovechar el acuerdo anterior de Himmler con el general Martínez Anido. Unos oficiales de la Dirección General de Seguridad fueron enviados a París para completar la extradición en la Francia ocupada de un número de líderes republicanos recientemente arrestados. El agregado policial en la embajada de París, Pedro Urraca Rendueles, se encargaba de garantizar que fueran entregados y llevarlos a la frontera con España. Los alemanes procedieron a arrestar a figuras destacadas de las listas que Lequerica les proporcionaba, entre las que estaba Lluís Companys Jover, presidente de la Generalitat catalana. El 10 de julio, en Pyla-sur-Mer, cerca de Arcachon, la Policía alemana, acompañada por un agente español, había arrestado a Cipriano de Rivas Cherif, el cuñado de Azaña, junto a dos amigos íntimos del presidente exiliado, Carlos Montilla Escudero y Miguel Salvador Carreras. Al día siguiente, dos socialistas, Teodomiro Menéndez (uno de los líderes de la insurrección de mineros asturianos de octubre de 1934) y el periodista Francisco Cruz Salido, fueron arrestados por los alemanes en Burdeos. El 27 de julio de 1940, en París, la Gestapo arrestó al antiguo director de El Socialista y ministro de la Gobernación republicano durante la guerra, Julián Zugazagoitia Mendieta. Los prisioneros fueron entregados a la Policía española en Francia y trasladados a Madrid. No hubo procesos judiciales de ningún tipo. Según el propio Franco, los alemanes entregaron a los detenidos «espontáneamente»[63].
Companys había dejado pasar numerosas oportunidades para huir de Francia porque su hijo Lluís se hallaba gravemente enfermo en una clínica parisina. Fue arrestado en La Baule-les-Pins, cerca de Nantes, el 13 de agosto, y llevado a París, donde ingresó en la cárcel de La Santé. Sin embargo, el 26 de agosto, La Santé recibió una orden del conde de Mayalde exigiendo que Companys fuera entregado a Pedro Urraca Rendueles. Lo trasladaron a Madrid a principios de septiembre y lo encarcelaron en el sótano de la Dirección General de Seguridad. Companys pasó cinco semanas en aislamiento, sometido a torturas y palizas. Figuras veteranas del régimen visitaban su celda, lo insultaban y le arrojaban monedas o mendrugos de pan seco. El 3 de octubre, un Companys esposado y con la ropa manchada de sangre fue trasladado nuevamente al castillo de Montjuich, en Barcelona.
Acusado del delito de rebelión militar, lo sometieron a un Consejo de Guerra el 14 de octubre. Mientras el fiscal militar instruía el sumario, Companys permaneció aislado, sin oportunidad de hablar con el oficial designado para su «defensa». Al igual que otros procesados en Consejo de Guerra, no se le permitió preparar su defensa hasta que la fiscalía terminó de instruir su caso, ni tampoco pudo llamar a testigos que lo avalaran. El abogado asignado para defenderlo, el capitán de Artillería Ramón de Colubrí, señaló que Companys había salvado cientos de vidas de derechistas en Cataluña, entre ellos a varios militares rebeldes, incluido él mismo. Después de un juicio que duró menos de una hora, Companys fue sentenciado a muerte. El capitán general de la IV Región Militar, Luis Orgaz, aprobó la sentencia sin dilación. A primera hora del día siguiente, Companys, profundamente católico, oyó misa y tomó la comunión. Tras rehusar que le vendaran los ojos, fue llevado ante un pelotón de fusilamiento de guardias civiles y, al tiempo que disparaban, cayó al grito de «Per Catalunya!». Según el acta de defunción, murió a las seis y media de la mañana del 15 de octubre de 1940. Como causa del fallecimiento constaba una «hemorragia interna traumática», un eufemismo utilizado para encubrir la muerte violenta de miles de víctimas[64].
Al general Orgaz le disgustó tener que firmar la sentencia de muerte; no por consideraciones morales o humanitarias, sino porque le molestaba verse obligado a hacer el trabajo sucio a instancias de los falangistas. Hasta principios de 1940, todas las sentencias de muerte requerían el visto bueno del general Franco, pero había largas demoras antes de que el Generalísimo pudiera revisar el elevado número de casos pendientes. Así pues, para acelerar el proceso, por medio de la orden del 26 de enero se decretó que la firma de Franco dejara de ser imprescindible para dichas sentencias de muerte. Además, en casos en los que los sentenciados hubieran sido ministros del gobierno, diputados parlamentarios, gobernadores civiles, o hubieran ostentado otros puestos de responsabilidad en la Administración republicana, no se permitiría la apelación a Franco en busca de clemencia[65].
Cuatro días después de la muerte de Companys, Heinrich Himmler llegó a España. La invitación inicial del conde de Mayalde había sido reiterada por Serrano Suñer, recién nombrado ministro de Exteriores. En opinión del embajador británico, quería buscar «consejos de expertos en la liquidación de oponentes y la captura de refugiados políticos». Himmler estaba interesado en la colaboración policial, pero su principal objetivo era allanar el camino para que España entrara en la guerra del lado alemán. Llegó el 19 de octubre de 1940 por la mañana y, con una pompa magníficamente orquestada, visitó San Sebastián y Burgos, cuyas calles se habían adornado de esvásticas. El 20 de octubre lo recibieron en la estación de Madrid Serrano Suñer y la cúpula de la Falange. Se alojó en el hotel Ritz, mantuvo una reunión con el ministro en la sede de Asuntos Exteriores, el Palacio de Santa Cruz, antes de dirigirse ambos a El Pardo para encontrarse con Franco. Serrano Suñer se mostró particularmente interesado en el paradero de varios republicanos de primera línea que habían sido capturados, al igual que Himmler se interesó por los exiliados alemanes. Alcanzaron un acuerdo, en virtud del cual la Gestapo establecería una oficina en la embajada de Alemania de Madrid y el Sicherheitsdienst tendría despachos en los principales consulados alemanes de España. Así, los agentes alemanes operarían con total inmunidad diplomática. El mismo privilegio se les aplicaría a los agentes españoles en Alemania y, lo que era más importante, en la Francia ocupada[66].
El conde de Mayalde, a la sazón alcalde de Madrid, organizó una corrida de toros en honor a Himmler, a pesar de que no era temporada, con la plaza de Las Ventas blasonada de esvásticas, y después lo invitó a una cacería en su finca de Toledo. En los días sucesivos, Himmler recorrió el Prado y el Museo Arqueológico de Madrid, los monumentos históricos de Toledo y El Escorial, así como el Monasterio de Montserrat, en Cataluña. Sus visitas al Museo Arqueológico y a Montserrat guardaban relación con su patrocinio de la SS Deutsches Ahnenerbe (la Asociación para el Estudio de la Herencia Ancestral Alemana). Himmler mantenía siempre viva la búsqueda del talismán que diera a los nazis la victoria en la guerra; inspirado en el Parsifal de Wagner, estaba convencido de que Montserrat era Montsalvat, la montaña donde, según Wolfram von Eschenbach y posteriormente Wagner, se conservaba el Santo Grial. En la espléndida biblioteca de Montserrat, pidió ver los archivos relacionados con la ubicación del grial. Cuando le advirtieron de su error, Himmler reivindicó con rudeza el origen germánico y pagano de todo lo que concernía a Montserrat y declaró, entre otras cosas, que Jesucristo no era judío sino ario[67].
Entre las actividades culturales hubo también visitas a cárceles y campos de concentración. Según uno de los más estrechos colaboradores de Serrano Suñer, Ramón Garriga, a Himmler le impactó mucho lo que vio. Le pareció absurdo que cientos de miles de trabajadores permanecieran encerrados en circunstancias lamentables, muchos aguardando la sentencia de muerte, en un momento en que el país requería desesperadamente la reconstrucción de carreteras, edificios y viviendas destruidos durante la Guerra Civil. Al parecer, el trabajo de los exiliados republicanos en los batallones de trabajo franceses le había causado una grata impresión. Dijo a Franco y Serrano Suñer que se estaban desaprovechando unos recursos valiosos y que tenía más sentido incorporar a la clase obrera al nuevo régimen que exterminarlos; en su opinión, las nuevas autoridades deberían haber ejecutado a un pequeño número de los republicanos más destacados, encarcelado a algunos otros, y puesto a los demás en libertad bajo una estrecha vigilancia policial. Para Himmler, distinguir entre enemigos ideológicos y enemigos raciales era de suma importancia. En cambio, no era una distinción que pesara mucho en Franco[68].
Con Himmler aún en España, empezó el juicio a los otros republicanos eminentes que los alemanes habían entregado a finales de julio. Cipriano de Rivas Cherif, Francisco Cruz Salido, Carlos Montilla, Miguel Salvador, Teodomiro Menéndez y Julián Zugazagoitia, acusados de rebelión ante el Ejército, fueron sometidos a un Consejo de Guerra el 21 de octubre. El fiscal reconoció que no habían cometido ningún delito y declaró que no tenía intención de citar hechos concretos o llamar a testigos. En cambio, dijo que era evidente que todos ellos habían contribuido a «inducir a la revolución», lo cual probaban sobradamente los cargos que ocupaban tanto antes como durante la guerra. Según el fiscal, cualquiera que aceptara un puesto en un gobierno que organizaba, toleraba o era impotente para evitar crímenes de sangre, se convertía por extensión en culpable de esos crímenes. El hecho de que Teodomiro Menéndez se hubiera retirado de la política tras los sucesos de octubre de 1934 y, sobre todo, que Ramón Serrano Suñer acudiera a hablar en su defensa, le permitió eludir la pena de muerte y recibir en cambio una condena de treinta años de cárcel. A los demás, por el contrario, se les castigó con la pena capital. Varios franquistas de renombre, entre ellos el escritor Wenceslao Fernández Flórez, el falangista Rafael Sánchez Mazas, la viuda de Julio Ruiz de Alda, Amelia de Azarola, y Antonio Lizarra, líder de los Requetés carlistas, habían testificado que Zugazagoitia, lejos de participar o tolerar los crímenes de sangre, había salvado muchas vidas, en especial de monjas y sacerdotes; pero de nada sirvió. Cruz Salido y Zugazagoitia fueron ejecutados en el cementerio madrileño del Este el 9 de noviembre, junto con otros 14 republicanos. El 21 de diciembre, De Rivas Cherif, Montilla y Salvador supieron que Franco había conmutado sus sentencias por la cadena perpetua[69].
Hubo muchas víctimas de ese mismo razonamiento envenenado: a quien no hubiera podido impedir crímenes de sangre se le consideraría culpable de los mismos, independientemente de cuáles hubieran sido sus intenciones o sus empeños. El 10 de julio de 1940, el que había sido gobernador civil de Málaga desde el principio de la guerra hasta mediados de septiembre de 1936, José Antonio Fernández Vega, fue arrestado en Francia por la Gestapo y trasladado a España junto con Companys, Zugazagoitia, Cruz Salido, Cipriano de Rivas Cherif, Teodomiro Menéndez y otros diputados. Lo juzgaron en Málaga en marzo de 1942, acusado de responsabilidad de todos los asesinatos cometidos mientras estuvo en el cargo. A pesar de la abundancia de testimonios con relación a las miles de vidas que salvó y del hecho de que no hubiera podido contener a los comités anarquistas locales, fue sentenciado a muerte y ejecutado el 18 de mayo[70].
El procedimiento para las extradiciones de la Francia de Vichy empezaba con Blas Pérez González, el veterano fiscal general del Tribunal Supremo, que expedía las órdenes de detención. Estas pasaban primero al Ministerio de Asuntos Exteriores, desde donde se hacía la correspondiente solicitud a Vichy. En noviembre de 1940, Lequerica había entregado una lista de unos 3000 republicanos buscados para ser juzgados en España. La respuesta oficial de Vichy fue tibia e insistió en que los expedientes se estudiarían de manera individual. La mayor parte de las solicitudes de extradición fueron infructuosas.
No es de extrañar, dado lo absurdo de las peticiones. Ventura Gassol había sido conseller de Cultura de la Generalitat y había salvado la vida de muchos derechistas y religiosos amenazados por la extrema izquierda, lo que le acarreó amenazas de muerte por parte de estos grupos, hasta el punto de que, en octubre de 1936, se vio obligado a exiliarse a Francia. Pese a esto, la solicitud de extradición lo acusaba de ser un delincuente común. Gassol estuvo tres meses en la cárcel antes de que su causa llegara a juicio. La petición fue denegada cuando el tribunal francés oyó el testimonio de una de las personas a las que había salvado la vida, Francesc Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, exiliado en Italia[71]. Otra de las extradiciones denegadas fue la de Federica Montseny, antigua ministra de Salud en el gobierno de Largo Caballero[72].
Frustrado por los obstáculos legales, a veces Lequerica se tomaba la ley por su propia mano, como en el caso de la detención en Niza, el 10 de diciembre, de Mariano Ansó, que había sido ministro de Justicia en el gobierno de Negrín. La Policía Local lo arrestó a raíz de las órdenes que al parecer partían de Vichy. El equipo que lo apresó, supuestamente para llevarlo a la sede del gobierno francés, estaba formado por un amigo de Lequerica, un ruso blanco que trabajaba a su servicio, un policía de la ultraderecha francesa llamado Victor Drouillet y el agregado policial de la embajada española, Pedro Urraca Rendueles. El objetivo de este comando era llevarse al detenido ilegalmente a España. Ansó consiguió escapar y, aunque con cierta dificultad, obtuvo la protección del jefe de la Policía en Niza. Pasó un tiempo en la cárcel antes de que en la vista judicial se denegara la petición de extradición que pesaba sobre él. El mismo equipo de Drouillet, Urraca y el sicario ruso, estuvo detrás del arresto del republicano conservador Manuel Portela Valladares. Por lo general, confiscaban el dinero y los bienes de los detenidos, con el pretexto de que los habían robado de España. A Portela lo acusaron de robar artículos que en realidad le pertenecían y había podido rescatar de su casa de Barcelona. Le pegaron para que entregara sus propiedades. Viejo y gravemente enfermo, contempló la posibilidad del suicidio antes que hacer frente a la cárcel, pero sus amigos lo disuadieron. Finalmente su caso fue visto en Aix-en-Provence, el 15 de septiembre de 1941. La extradición fue denegada con el argumento de que la solicitud española no especificaba ninguna fecha, lugar o víctima de los presuntos crímenes. Puesto que Portela vivía en Francia desde el 31 de julio de 1936, el tribunal francés consideró la petición dudosa. Las autoridades españolas presentaron inmediatamente una segunda solicitud de extradición, que también fue rechazada el 25 de noviembre de 1941[73].
Otra muestra de la desesperación de las autoridades españolas fue el intento de extraditar al subsecretario de Justicia de la Generalitat, Eduardo Ragasol i Sarrà. Distinguido abogado barcelonés, se encontraba en Madrid cuando estalló la Guerra Civil y había participado en la defensa de la capital; mientras tanto, los anarquistas desvalijaron su casa de Barcelona. Después de los sucesos de mayo de 1937, fue subsecretario del nuevo conseller de Justícia, el profesor Pere Bosch i Gimpera, y en ese cargo trabajó por el restablecimiento de la ley y el orden, encarcelando a muchos extremistas. Al final de la guerra, se exilió y trabajó con Nicolau d’Olwer en la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles, donde, además de las labores de ayuda a los refugiados, se reclutaban voluntarios para unirse a las fuerzas francesas. Fue arrestado el 7 de julio de 1940, después de que Lequerica lo acusara de estar en posesión de «tesoro republicano», en referencia a los fondos que el gobierno republicano sacó de España para auxiliar a los exiliados. A lo largo del año siguiente fue detenido varias veces por la Policía de Vichy, pero todas ellas lo dejaron en libertad. Finalmente, Blas Pérez preparó una orden de extradición en la que acusaba a Ragasol de estar al mando de una fuerza policial paralela y ser responsable de numerosos asesinatos. Fue un llamativo ejemplo de la hipocresía y el afán de venganza que sustentaban la «justicia» franquista. Blas Pérez, abogado y profesor de Derecho de la Universidad de Barcelona, conocía a Ragasol personalmente, y por si fuera poco, él mismo había podido escapar de la capital catalana gracias a la intervención de la Generalitat. A pesar del hecho de que la acusación no mencionaba nombres, fechas o lugares, ni ofrecía tampoco prueba alguna, el 2 de agosto de 1941, un tribunal francés de Vichy accedió a la petición española. Tras las enérgicas protestas del gobierno mexicano, el gobierno de Vichy decidió no entregar a Ragasol a las autoridades franquistas. Sin embargo, aunque en última instancia no fue extraditado, padeció en su persona humillaciones psicológicas y maltratos físicos considerables. Además, la amenaza de extradición y sus detenciones frecuentes causaron una gran inquietud en la comunidad de los exiliados[74].
En noviembre de 1940, el anarcosindicalista Joan Peiró Belis, que había denunciado los excesos de la FAI en Cataluña y trabajado como ministro de Industria en el gobierno de Francisco Largo Caballero, fue arrestado en Chabris, en el Loira, por la Policía de Vichy. Pasó tres semanas en prisión por cruzar ilegalmente la línea de demarcación; a continuación lo entregaron a la Gestapo y lo llevaron a Alemania. El 19 de febrero de 1941, los alemanes lo devolvieron a España. Permaneció dos meses y medio en los sótanos de la Dirección General de Seguridad en Madrid, sometido a palizas e interrogatorios con el objeto de que revelara el paradero de los fondos que se empleaban para ayudar a los refugiados republicanos en Francia. Los informes policiales de Barcelona confirmaron que Peiró también había salvado muchas vidas durante la guerra. Sin embargo, a pesar de haber combatido a los extremistas en su Mataró natal, lo acusaron de haber cometido delitos anarquistas en dicha localidad. El 8 de abril lo trasladaron a la cárcel provincial de Valencia, donde, a lo largo del año, varios falangistas destacados le ofrecieron la libertad si se unía a los Sindicatos Verticales, la central obrera oficial del régimen. Tras negarse, el 21 de julio de 1942 lo sometieron a un Consejo de Guerra, acusado de robar millones de pesetas y de organizar las checas de Barcelona. Peiró, cosa harto inusual, contó con un abogado dedicado a su defensa, el teniente Luis Serrano Díaz. Además, muchas de las personas a quienes había salvado la vida, entre ellos, veteranos oficiales del Ejército, los directores de dos congregaciones monásticas y Francisco Ruiz Jarabo, director general de Trabajo, declararon a su favor. El fundador de la Falange en Barcelona, Luis Gutiérrez Santa Marina (conocido como Luys Santamarina), habló elocuentemente en su defensa. El juez advirtió a Serrano Díaz que, si hablaba más de treinta minutos, se exponía a un grave castigo; su parlamento duró una hora y cuarto, una defensa sin precedentes en un juicio sumario franquista. No obstante, de nada sirvió. Peiró fue declarado culpable y ejecutado tres días después[75].
Cuando Peiró ingresó en la cárcel de Valencia, uno de sus compañeros presos era el doctor Joan Peset i Aleixandre, ilustre bacteriólogo, también abogado y rector de la Universidad de Valencia desde 1932 hasta 1934. Había sido diputado parlamentario por Izquierda Republicana, el partido de Azaña en las elecciones de febrero de 1936. Durante la guerra había trabajado como médico en hospitales militares. Cuando cayó Valencia, fue uno de los miles de republicanos cuyas esperanzas de evacuación se vieron frustradas, y acabaron ingresando primero en el infame campo de concentración de Albatera, y luego en el de Portaceli. Pese a su naturaleza afable y bondadosa, Peset había desempeñado un papel importante en la contención de los asesinatos por parte de los anarquistas. Aun así, lo juzgaron por las acusaciones de tres rivales envidiosos y, aunque ninguno de ellos pudo presentar prueba alguna de mala conducta, todos afirmaron, en términos sospechosamente similares, que por ser un republicano célebre merecía responder por todos los asesinatos de Valencia y Castellón.
Cierto número de personas, entre quienes había varias monjas y un cura, testificaron sobre los esfuerzos de Peset para impedir las detenciones, los asesinatos y la quema de iglesias por parte de elementos extremistas. En el Consejo de Guerra celebrado el 4 de marzo de 1940, sin embargo, lo hallaron culpable de «adhesión a la rebelión» y lo sentenciaron a muerte, aunque con la recomendación de conmutar la sentencia. A modo de protesta, la Falange presentó un texto académico de psicología aplicada en el que Peset había denunciado, de pasada, el alzamiento militar y hablado del deber de plantarle cara. El tribunal volvió a reunirse el 25 de marzo y reafirmó la pena de muerte, aunque esta vez sin sugerir la conmutación. Así, a Peset lo condenaron no por los crímenes cometidos, puesto que ninguno había, sino por lo que representaba en cuanto a los ideales de la Segunda República. Veintiocho personalidades, entre las que había religiosos, militares e incluso falangistas, pidieron que la sentencia fuera conmutada. Durante los catorce meses que tuvo que esperar a que Franco ratificara la pena, ejerció la medicina en la cárcel Modelo de Valencia. La confirmación llegó el 12 de mayo de 1941; doce días después, lo fusilaron en el cementerio de Paterna[76].
Otro ejemplo del afán vengativo de la «justicia» franquista, que alcanzaba incluso a los que habían trabajado para atajar la represión en la zona republicana, fue el caso de Melchor Rodríguez, cuyos empeños y logros en salvar la vida a un buen número de derechistas en Madrid había llevado a varios de sus compañeros anarquistas a creerle sospechoso de traición. Incluso su esposa acabó convenciéndose de que, por lo menos, se había dejado utilizar ingenuamente por la Quinta Columna, y a principios de 1939 lo abandonó cuando Rodríguez se negó a reconocer tales extremos. Tras aceptar que la Junta de Casado lo nombrara alcalde de Madrid, fue quien entregó la capital a las tropas de Franco. A continuación, el 13 de abril de 1939, fue detenido, y juzgado por un tribunal militar franquista en diciembre de 1939. La enérgica defensa de Ignacio Arenillas de Chaves, un abogado del Ejército sumamente competente, hizo que lo declararan inocente, pero el auditor general de la Región Militar del Centro rechazó el veredicto e insistió en que volviera a ser juzgado.
Melchor Rodríguez fue juzgado otra vez el 11 de mayo de 1940, acusado de un crimen que había tenido lugar en Madrid en un momento en que él estaba en Valencia. Dos días antes del juicio le asignaron a un joven e inexperto abogado para su defensa, quien no pudo reunirse con su cliente ni recibió la documentación del sumario hasta que empezó la vista. El juicio estuvo plagado de falsos testimonios. El fiscal, Leopoldo Huidobro Pardo, era carlista, y además había puesto por escrito los recuerdos de sus espantosas experiencias en Madrid durante la guerra, que daban sobrada medida de su hostilidad hacia los miembros de primera línea de la CNT. Sin embargo, la posibilidad de refugiarse en la embajada de Finlandia le había salvado la vida; una iniciativa facilitada por Melchor Rodríguez. Además, el odio que Huidobro sentía por la izquierda se alimentaba del sufrimiento que le provocó la muerte de su primo, el padre Fernando Huidobro Polanco. Desconocía, claro está, que al sacerdote lo había matado un legionario por la espalda. Así pues, no es de extrañar que acusara a Melchor de pistolero sanguinario y exigiera para él la pena de muerte. Sin embargo, la farsa se vino abajo cuando el general Agustín Muñoz Grandes apareció de improviso para hablar en defensa de Melchor y presentó una lista de cerca de 2000 derechistas a los que había salvado la vida; entre ellos, muchos aristócratas y uno de los fundadores de la Falange, Raimundo Fernández Cuesta. A diferencia de Peiró, Melchor no había sido ministro de la República, y el testigo principal que habló en su defensa era de un rango superior a cualquier otro de los presentes en la sala. La sentencia de muerte prevista fue conmutada por veinte años y un día de cárcel; el 1 de marzo de 1941 ingresó en la cárcel de El Puerto de Santa María. Después, Muñoz Grandes, en calidad de capitán general de la I Región Militar, redujo la sentencia a doce años y un día, y le concedió la posibilidad de gozar de libertad provisional[77].
Melchor Rodríguez no fue el único cargo importante de la Junta de Casado que había permanecido en Madrid con la ingenua convicción de que, al no tener las manos manchadas de sangre, no tenía nada que temer. El más relevante fue el socialista Julián Besteiro, que había sido ministro de Asuntos Exteriores de la Junta de siete miembros. Besteiro no había hecho nada para oponerse al alzamiento militar y, en cambio, había contribuido más que la mayoría a poner fin a la resistencia republicana. Fue el único de los miembros de la Junta de Casado que se quedó en Madrid. Los demás, incluido el cerebro de las checas anarquistas de Madrid, Eduardo Val Bescós, consiguieron escapar con Casado a Inglaterra. Inevitablemente, pues, a Besteiro le tocó afrontar toda la dureza de la represión, ya que era diputado parlamentario, había presidido tanto el Partido Socialista como su movimiento sindicalista, la UGT, y también las Cortes Constituyentes.
Sin embargo, Besteiro se empeñó en ignorar la venganza que se ejercía en las zonas republicanas tomadas, y prefirió creer las garantías de sus contactos quintacolumnistas, que le aseguraban que Franco había garantizado la vida y la libertad de todos los inocentes de delitos comunes. Además, aunque el golpe de Casado había acabado ya con la posibilidad de emprender una evacuación ordenada de los que corrían peligro, Besteiro se negó a conceder recursos del gobierno a las personas que precisaban huir, aplicando el criterio de que los bienes nacionales harían falta para la reconstrucción de España al final de la guerra, y que Franco dispensaría un mejor trato a los que se quedaran en el país por haber salvaguardado así los recursos. Besteiro facilitó la entrega pacífica de la República a los vencedores franquistas, en cooperación con la Falange clandestina y la organización quintacolumnista conocida como «Servicio de Información Militar». Su contribución a acortar la guerra le llevó a creer complacientemente que los franquistas querrían utilizar sus servicios en el proceso de reconstrucción de la posguerra.
A pesar de su esperanza de que su anticomunismo le permitiría convertirse en el instrumento de reconciliación entre los dos bandos, Besteiro, de casi sesenta y nueve años, fue arrestado y sometido a un Consejo de Guerra el 8 de julio de 1939. El hecho de que su caso fuera encomendado al teniente coronel Felipe Acedo Colunga, fiscal de la Auditoría del Ejército de Ocupación, daba la medida de su importancia. Fue acusado de «adhesión a la rebelión militar». Acedo Colunga reconoció que Besteiro era inocente de cualquier delito de sangre, pero, en cualquier caso, pidió la pena de muerte[78]. Finalmente fue condenado a cadena perpetua, en un principio, que luego se le redujo a una pena de treinta años de reclusión mayor. A finales de agosto de 1939, fue enviado a la cárcel de Carmona. Con la salud minada por la falta de una alimentación y una atención médica adecuadas, lo obligaban a llevar a cabo trabajos físicos duros, como fregar suelos o limpiar letrinas, que acabaron provocándole la septicemia que, al no ser tratada, le ocasionó la muerte el 27 de septiembre de 1940[79]. Besteiro tuvo la desgracia de que los franquistas, incapaces de juzgar a Azaña, Prieto, Negrín, Largo Caballero y el resto de la plana mayor en el exilio, descargaran su ira sobre él[80].
Otra víctima de la sed de venganza de los franquistas fue el segundo presidente del Gobierno durante la guerra, Francisco Largo Caballero, que cruzó la frontera francesa el 29 de enero de 1939 y vivió en París hasta dos días antes de la ocupación alemana. A partir de entonces, las autoridades de Vichy lo trasladaron de un sitio a otro y lo mantuvieron siempre bajo vigilancia. Blas Pérez preparó la solicitud para su extradición a finales de mayo de 1941, acusándolo de responsabilidad directa en asesinatos, robo y saqueos. Las autoridades de Vichy tardaron cuatro meses en detenerlo; su arresto tuvo lugar el 9 de octubre de 1941. Con setenta y un años, Largo Caballero fue encarcelado en Limoges, donde soportó las duras condiciones de la prisión. La orden española llegó al tribunal el mismo día que la de Federica Montseny, y ambas fueron rechazadas. Sin embargo, si bien a ella la liberaron, Largo Caballero permaneció recluido en Nyons. Poco después de la ocupación alemana de la Francia de Vichy, el 20 de febrero de 1943, la Policía Política italiana y dos agentes de la Gestapo volvieron a detenerlo. Lo interrogaron en Lyon, antes de encarcelarlo en París. El 8 de julio de 1943 fue enviado a Berlín, y el 31 de julio ingresó en el campo de trabajo de Sachsenhausen, en Oranienburg, donde se vivían unas condiciones extremas. De haberlo extraditado a España, la presión para que lo ejecutaran habría sido inmensa, pero, tras la caída de Mussolini, Franco no quería arriesgarse a un escándalo internacional que a buen seguro alcanzaría proporciones aún mayores que la ejecución de Companys. Largo Caballero creía que las autoridades de Madrid no pedían su traslado a España porque preferían verlo morir en un campo de concentración alemán. En realidad, sobrevivió y fue liberado por las fuerzas soviéticas, aunque con la salud ya muy deteriorada; murió en marzo de 1946[81].
Blas Pérez preparó las peticiones de extradición al gobierno de Vichy a partir del corpus de «pruebas» del que sería uno de los instrumentos fundamentales del proyecto de estado franquista. La «Causa General» había empezado a funcionar tras la conquista del norte del país en 1937, y se formalizó el 26 de abril de 1940, cuando la Fiscalía del Tribunal Supremo recibió la orden de recabar información acerca de presuntos delitos republicanos. El nombre completo del proceso era «Causa General informativa de los hechos delictivos y otros aspectos de la vida en zona roja desde el 18 de julio de 1936 hasta la liberación», un archivo colosal donde fueron a parar las transcripciones de los interrogatorios a los prisioneros, las denuncias de los testigos y los documentos incautados. De ahí se extraían las «pruebas» para enjuiciar a los procesados, al tiempo que sirvió de base para el proceso de autolegitimización del régimen. La versión publicada, para uso interno y externo, fijó la narración maniquea del significado de la Guerra Civil que subyacería a la retórica franquista hasta la muerte del dictador.
La retórica de su mensaje postulaba que los mártires cristianos y heroicos habían sacrificado sus vidas en la lucha contra las depravadas hordas antiespañolas de Moscú. Esta idea procuraba cierto solaz a los partidarios del régimen que habían perdido a seres queridos, a la par que legitimaba el propósito de que los culpables recibieran su merecido. Desde las instancias oficiales se alentó la denuncia entre la población, un factor crucial para engrosar el corpus de pruebas, hasta el punto de que no delatar invitaba a la sospecha. Como declaraba el Diario Montañés de Santander: «Puedes perdonar lo que te hicieron a ti; pero no eres nadie para hurtar a la justicia ningún enemigo de la patria». Cualquier denuncia, por rocambolesca que fuera, desembocaba en arrestos, interrogatorios, tortura y, a menudo, ejecuciones. A las delegaciones que se desplazaron desde muchas localidades a los campos de prisioneros en busca de presuntos criminales las acompañaban con frecuencia hombres y mujeres de luto. A veces se identificaba a los verdaderos culpables de un delito, pero también había gente dispuesta a elegir a víctimas expiatorias, señalando a algún vecino que hubiera pertenecido a un Comité del Frente Popular o a un sindicato de izquierdas. En estas actitudes se reflejaba en la práctica la homogeneización de la culpa, que era el mensaje subyacente de la Causa General: todos los vencidos eran culpables de todos y cada uno de los crímenes cometidos durante la guerra en la zona republicana[82]. Hubo casos de varios individuos ejecutados por crímenes que solo uno de ellos había cometido, y casos de personas ejecutadas por crímenes que en modo alguno podían haber cometido[83]. En general, la «justicia» franquista atribuía todas las muertes de sus partidarios a una política deliberada del gobierno republicano y la Generalitat, lo cual era sencillamente falso, y por añadidura proyectaba las intenciones asesinas de los rebeldes en los republicanos.
La represión sobre los vencidos no se limitó al encarcelamiento y las ejecuciones, sino que los sometieron también a un gran programa de extorsión auspiciado por el estado, basado en la Ley de Responsabilidades Políticas, anunciada en Burgos el 9 de febrero de 1939, cuando la guerra tocaba ya a su fin. Aunque el concepto se había desarrollado en la zona rebelde en el transcurso de la contienda, desde el momento en que se promulgó la ley se zanjó cualquier posibilidad de llegar a una paz negociada. El primer artículo era tan abarcador como alambicada su redacción: «Se declara la responsabilidad política de las personas tanto jurídicas como físicas, que desde el 1 de octubre de 1934 y antes del 18 de julio de 1936, contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas fechas, se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave»[84].
Esa noción de «pasividad grave» garantizaba que ningún republicano quedara sin castigo, al tiempo que iba a justificar la persecución «legal» de cualquier individuo que no hubiera luchado activamente en las tropas rebeldes o hubiera sido quintacolumnista en la zona republicana. Por si fuera poco, además daba vía libre al juicio y castigo de cualquiera que hubiera ejercido sus derechos políticos y sindicalistas bajo la democracia republicana, desde el 1 de octubre de 1934 hasta la ocupación de un territorio por parte de los militares rebeldes. Los castigos implicaban multas astronómicas, así como la confiscación de bienes, que podían ir desde empresas, fábricas, consultas y casas, hasta mobiliario, vajilla y cuberterías, pasando por ahorros bancarios y acciones de bolsa. Al castigo se le añadía la voluntad de que los republicanos pagaran por una guerra que se les había infligido. Esta «monstruosidad jurídica», como se la ha denominado, tenía efecto retroactivo y criminalizaba actividades —la pertenencia a un partido político o el servicio en la Administración republicana, por ejemplo— perfectamente legales en su momento[85].
Se dictaron muchas sentencias contra personas que habían muerto ejecutadas tiempo atrás o que se encontraban en el exilio. En esos casos, las multas recaían en sus viudas u otros familiares. Al abogado exiliado Eduardo Ragasol i Sarrà, por ejemplo, se le interpuso una demanda a raíz de la denuncia de miembros del ayuntamiento de Caldes de Montbui, al norte de Barcelona. Quisieron desahuciar a su madre del domicilio familiar, y el Tribunal de Responsabilidades Políticas confiscó el patrimonio familiar en diciembre de 1939. Sin embargo, en noviembre de 1942, la madre apeló y consiguió que se le devolviera una parte de la propiedad. Recuperó el resto en 1959[86].
Aún llama más la atención el caso de Josep Sunyol i Garriga, presidente del Fútbol Club Barcelona desde 1934, a quien habían ejecutado el 6 de agosto de 1936. Sunyol, acaudalado propietario de azucareras en Logroño, Zaragoza, Málaga y Lérida, había representado a Barcelona como diputado de Esquerra Republicana en las tres Cortes de la República. Los vestuarios del estadio de Les Corts sirvieron para ocultar a muchos religiosos mientras la Generalitat hacía las diligencias correspondientes para evacuarlos. Al principio de la guerra, Sunyol fue enviado a Madrid como enlace con el gobierno de José Giral. El 6 de agosto fue al frente de Guadarrama, al noroeste de la capital, para ver el Alto del León, desde el que la prensa republicana había anunciado por equivocación la expulsión de las tropas de Mola. Su coche se adentró en el territorio de los sublevados, y él y sus acompañantes fueron ejecutados allí mismo, en una cuneta, sin juicio previo. Todas las propiedades de Sunyol en la zona rebelde fueron confiscadas enseguida. El Tribunal de Responsabilidades regional abrió una causa en su contra el 24 de octubre de 1939, acusándolo de comunista y separatista. Puesto que Josep Sunyol no se hallaba en situación de responder por estos cargos, sentenciaron a su padre a pagar una multa de 5 millones de pesetas y la exclusión de cualquier cargo de responsabilidad en el mundo industrial o bancario[87].
No menos extraordinario fue el caso de Camil Companys i Jover, el menor de los tres hermanos del presidente catalán. Aunque ni siquiera había emprendido una carrera política, se había exiliado por precaución cuando los rebeldes ocuparon Barcelona, sin más remedio que dejar a su mujer y su hijo de cinco años, y hacer frente a serios apuros económicos en Francia. Miembro del Partido Socialista catalán antes de la guerra y luego de Esquerra Republicana, había presidido además el comité ejecutivo del Colegio de Abogados de Barcelona. En septiembre de 1939, el Tribunal de Responsabilidades emprendió acciones legales contra él, a pesar de que las investigaciones preliminares habían arrojado el testimonio de su párroco y sus vecinos, confirmando que había protegido a numerosos religiosos durante la guerra. El proceso continuó después de que Camil se suicidara, el 20 de septiembre de 1940, tras recibir la noticia del arresto de su hermano Lluís. La viuda, Josefa Pascual, fue interrogada un mes después de la muerte de su esposo. La sentencia final, del 28 de febrero de 1941, condenó al ya fallecido Camil a quince años de exclusión de las actividades profesionales y a pagar una multa de mil pesetas, por la que tuvo que responder Josefa[88].
Nada ilustraba mejor el espíritu de la ley que el hecho de que Franco eligiera a Enrique Suñer Ordóñez para presidir el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas. Durante la guerra, Suñer, antes catedrático de Pediatría de la Universidad Central, había supervisado la purga de los maestros de escuela como vicepresidente de la Comisión de Educación y Cultura de la Junta Técnica del Estado. En 1937, en un análisis sobre el derramamiento de sangre que provocaba la contienda, distinguió entre la sangre «de conscientes criminales, autores de las hecatombes que padecemos, de viles brutos, con instintos peores que las fieras», y la sangre «de hidalgos pechos españoles militares y milicianos jóvenes generosos, llenos de abnegación y de heroísmo tan inmensos, que sus heridas los elevan a la altura de los semidioses de las leyendas helénicas». A continuación, se preguntaba: «Y toda esta espantosa mortandad ¿ha de quedar sin el justo castigo? Nuestro espíritu se rebela contra una posible impunidad de los despiadados causantes de nuestra tragedia. No es posible que la Providencia y los hombres dejen sin castigar tantos asesinatos, violaciones, crueldades, saqueos y destrucciones de la riqueza artística y de los medios de trabajo. Es menester, con la más santa de las violencias, jurar ante nuestros muertos amados la ejecución de las sanciones merecidas»[89].
Así retrató Suñer a los políticos republicanos:
Estos hombres horrendos, verdaderamente demoníacos. Sádicos y vesánicos unidos a profesionales del hurto, de la estafa, del atraco a mano armada y del homicidio con alevosía, han ocupado carteras de Ministros, Subsecretarías, Consejos, Direcciones Generales y toda clase de puestos importantes … jabalíes y ungulados corriendo por el que fue Congreso de los Diputados, en busca de víctimas propiciatorias de sus colmilladas y de sus golpes de solípedos … Monstruos neronianos, directores de sectas y ejecutores de las mismas, han asesinado a la máxima esperanza de la Patria: Calvo Sotelo … Detrás de ellos quedan los masones, los socialistas, los comunistas, los azañistas, los anarquistas, todos los judíos dirigentes del negro marxismo que tiene por madre a Rusia y por lema la destrucción de la civilización europea. España ha sido y es teatro de un combate épico, ciclópeo, acción de titanes contra monstruos apocalípticos. Los programas expuestos en los «Protocolos de los Sabios de Sión» han empezado a cumplirse[90].
El objeto de la guerra, escribió Suñer, era
la fortaleza de la raza. Para ello hay que huir de toda clase de intolerancias y de sectarismos, inspirándose solamente en la equidad y en el beneficio de todos los ciudadanos … Para que este programa ideal pueda cumplirse, hace falta practicar una extirpación a fondo de nuestros enemigos, de esos intelectuales, en primera línea, productores de la catástrofe[91].
Decidido a eliminar a todos los intelectuales que hubieran contribuido a la cultura liberal de la República, Suñer envió numerosas denuncias al Servicio de Información Militar. A finales de junio de 1937, por ejemplo, denunció a la familia de Ramón Menéndez Pidal, el eminente medievalista, filólogo y presidente de la Real Academia de la Lengua. Menéndez Pidal se había marchado al exilio por miedo a que sus ideas conservadoras lo hicieran víctima de la izquierda. Suñer denunció también a la esposa de Menéndez Pidal, la feminista y filóloga María Goyri, que había sido la primera mujer en España en obtener una licenciatura universitaria (1896) y, posteriormente, un doctorado (1909); Suñer aseguraba que ella había pervertido a su esposo y a sus hijos, y que era una de las personas más peligrosas de España[92].
Pronto, toda la maquinaria del Tribunal se atascó y generó un retraso monumental, en buena medida propiciado por la abierta invitación a la denuncia. Sin embargo, a los delatores los movían con tanta frecuencia la envidia o el resentimiento personal que incluso las autoridades militares implicadas expresaron su disgusto[93]. Incapaz de hacer frente al colapso, Suñer fue sucedido en diciembre de 1940 por el que había sido el primer gobernador civil de Barcelona tras la toma de la ciudad, Wenceslao González Oliveros, un pronazi que se había distinguido por la persecución encarnizada contra la lengua y la cultura catalanas. No le fue fácil lidiar con el enorme retraso burocrático heredado de Suñer, por más que fuera un obstáculo inevitable, dada la magnitud que alcanzó la aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas en el conjunto de la represión. Indefectiblemente, la escasez de personal con formación jurídica dificultaba las contrataciones necesarias por parte del Tribunal, lo que, junto a la ingente cantidad de casos que debían examinarse, paralizó toda la maquinaria. Se abrieron cientos de miles de expedientes, entre ellos las causas contra Negrín, Azaña, Largo Caballero, Dolores Ibárruri y muchos otros republicanos en el exilio. Con el 9,5 por ciento de la población pendiente de juicio, el Tribunal se desmoronó bajo el peso de su propia ambición. El tribunal regional de Albacete había resuelto solo el 9,25 por ciento de los casos abiertos. El tribunal de Madrid había resuelto el 15,51 por ciento de sus casos abiertos, y once veces más estaban pendientes de juicio. En febrero de 1942 se modificó la ley para reducir el número de casos, y en abril de 1945 el régimen declaró que el Tribunal había cumplido con su cometido. No se abrieron más causas, aunque hubiera aún 42 000 pendientes. Tiempo después, en 1966, se anunció un indulto general para los delitos que se consideraban bajo la jurisdicción del Tribunal[94].
La persecución sistemática no cesaría en prácticamente ningún ámbito de la vida cotidiana hasta bien entrada la década de los cincuenta. El grueso de la población republicana se hallaba en la miseria más absoluta. Como ya hemos apuntado, en muchas familias se habían quedado sin el sustento del hombre de la casa, por lo que numerosas mujeres se vieron abocadas a la prostitución; a los obreros no les quedaba más remedio que trabajar por sueldos irrisorios; a los maestros se les prohibió la docencia… Por añadidura, el sistema de racionamiento intensificó la división social. La peor situación era la de la población penitenciaria. El 15 de agosto de 1936, Mola ya le había dicho a su secretario, José María Iribarren: «La cárcel tiene que ser lugar de expiación»[95]. Dos años y medio después de lo dicho por Mola, gracias a la férrea determinación de los franquistas de pasar por alto la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, las cárceles y los campos que alojaban a cientos de miles de republicanos se convirtieron en lo que uno de ellos denominó «cementerios para los vivos»[96]. En el norte de Lugo, la cárcel provincial pronto estuvo tan llena que fue necesario improvisar una prisión en un antiguo convento, semiderruido y abandonado, que se conocería como la Prisión Habilitada de Alfoz, con cabida para más de 500 presos, que en su mayoría eran campesinos. Aunque escapar no era difícil, ni siquiera lo intentaban: debilitados por el hambre, y con la moral rota, en opinión de uno de los reclusos, no se habrían fugado ni aunque las puertas hubieran estado abiertas. A fin de cuentas, la cárcel se extendía más allá de los muros. España entera se había convertido en una enorme prisión[97].
Las cárceles provinciales multiplicaban entre diez y quince veces la capacidad para la que habían sido concebidas; universidades y escuelas, conventos, hospitales y cuarteles se reconvirtieron en prisiones temporales. Para mayor confusión, a algunas, como el hospital de beneficencia del barrio barcelonés de Horta, se las denominó «campos de concentración», una nomenclatura caótica y errónea que el régimen aplicaba a centros de detención o clasificación en instalaciones improvisadas, a menudo repartidas en un área amplia[98]. Estas instalaciones adicionales apenas sirvieron para paliar el problema de la masificación, cuya escala puede deducirse del hecho de que muchos detenidos permanecían un año entero presos antes de un primer interrogatorio. El 6 de mayo de 1940, el coronel Máximo Cuervo Radigales, director general de Prisiones, mandó a Franco un informe quejándose del excesivo número de reclusos. Declaraba que, en números redondos, 103 000 prisioneros ya habían sido juzgados, de los que, desde el 1 de abril de 1939, 40 000 habían obtenido su sentencia en los juicios celebrados desde esa fecha. Estimaba que si seguía el ritmo de juicios y sentencias, se tardaría por los menos tres años en solventar los retrasos, y eso solo en el caso de que no se llevaran a cabo más arrestos. A continuación se lamentaba de que no hubiera en el Cuerpo Jurídico militar jueces suficientes para dar abasto, y que el personal reclutado no cumpliera los requisitos necesarios[99].
La retórica de Franco sobre la necesidad de que los derrotados se redimieran a través del sacrificio trazó un vínculo claro entre la represión y la acumulación de capital que hizo posible el florecimiento económico de los años sesenta. La erradicación de los sindicatos y el sometimiento de la clase obrera generalizaron los sueldos de hambre entre la población, lo que permitió a los bancos, la industria y las clases terratenientes registrar un espectacular incremento de los beneficios. Poca duda cabe de hasta qué punto fue una política deliberada de Franco, si bien es absolutamente obvio en la explotación de los soldados republicanos apresados. Al principio fueron recluidos en «campos» rápidamente improvisados, como los de Castuera, en Badajoz, Nanclares de la Oca, en Álava, o Miranda de Ebro, en Burgos. Después de un rudimentario proceso de clasificación destinado a identificar oficiales y comisarios políticos, a los que se ejecutaba, el resto de los prisioneros, o bien pasaban a engrosar las tropas franquistas, o bien, como en el caso de muchos otros, seguían presos hasta que sus casos se aclarasen[100]. Los aptos para el reciclaje debían volver a prestar el servicio militar y, por lo común, luego los mandaban a hacer trabajos de fortificación, a batallones de castigo o de trabajo[101].
El coste humano del trabajo forzoso, las muertes y el sufrimiento de los condenados y sus familias repercutió directamente en las fortunas que hacían las compañías privadas y las empresas estatales que los explotaron. Los destacamentos penales suministraron mano de obra a las minas, la construcción del ferrocarril y la reconstrucción de las llamadas «regiones devastadas». Se levantaron muros de piedra alrededor de las minas de carbón en Asturias, el País Vasco y León, para poder usar a los presos en la extracción. Muchos murieron de silicosis. Otros tantos fallecieron en las minas de mercurio de Almadén, a raíz de las peligrosas condiciones que padecieron. Antes de la guerra, a los obreros no se les permitía trabajar más de tres horas dos días a la semana; en cambio, ahora estaban obligados a pasar allí cuatro horas y media, tres días por semana. En las minas de pirita de Tharsis y Río Tinto, en Huelva, se alcanzó una productividad superior a la de 1936, aun con varios miles de obreros menos[102].
El Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas fue creado el 8 de septiembre de 1939 para llevar adelante los proyectos de obras públicas como las presas de los ríos Guadiana, Tajo, Guadalquivir y Jarama. De todos ellos, el de mayor envergadura fue el canal del Bajo Guadalquivir, cuyas obras de excavación se extendieron a lo largo de 180 kilómetros y se prolongaron durante veinte años; fue un inmenso canal de riego de regadío que se construyó en interés de los mismos latifundistas que habían respaldado el golpe militar. Empezó a construirse en enero de 1940 y pronto hubo 5000 presos trabajando en el proyecto, entre ellos ingenieros, arquitectos, médicos y contables republicanos, así como carpinteros, electricistas, fontaneros, albañiles y peones[103]. Dos mil prisioneros trabajaron también en la construcción de las carreteras de montaña de los Pirineos en Navarra. Muchos más se emplearon en los canales de regadío, las presas y los pantanos[104]. Las grandes obras públicas lograron proyectarse como un programa de retribución, que a un tiempo perpetuaba y honraba el sacrificio de los mártires en la lucha contra la depravación republicana.
El ejemplo más extremo de la explotación de los presos republicanos fue el capricho personal de Franco, la gigantesca basílica y la imponente cruz del Valle de los Caídos. Trabajaron hasta 20 000 presos —varios murieron, muchos padecieron heridas de gravedad— en la construcción del colosal mausoleo de Franco, un monumento a su victoria cuyo fin era, en palabras del propio dictador, «que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido»[105].
Así pues, la esclavización de los prisioneros era un modo de hacerles pagar los costes de su propio encarcelamiento y de reconstruir la España asolada por la guerra. Para mayor castigo, en los campos de trabajo y las cárceles las condiciones eran insoportables. Durante el riguroso invierno de 1940-1941, muchos prisioneros murieron de hambre y frío en las celdas. Otros muchos sucumbieron a la tuberculosis y el tifus, epidemias que hicieron estragos en España en la primavera de 1941. De hecho, entre la población penitenciaria fueron más las víctimas por enfermedad que por ejecuciones. Solo en la cárcel de Córdoba murieron 502 personas en 1941[106]. Además de utilizar a los reclusos como esclavos, gracias a la pátina teológica del jesuita José Agustín Pérez del Pulgar, nació la idea de la redención de las penas por el trabajo, que permitía a los condenados acortar sus sentencias y, al mismo tiempo, ganar algún dinero para sus familias; este concepto contribuyó también, como es de suponer, a aumentar sustancialmente los fondos del régimen[107]. En octubre de 1938 se creó el Patronato Central para la Redención de las Penas por el Trabajo; el trabajo se consideraba una manera de reparar el daño causado durante la guerra, de la que se culpaba a los prisioneros, a pesar de que en buena medida los destrozos hubieran sido obra de la artillería y los bombardeos aéreos de los rebeldes. De hecho, el Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones, fundado por Serrano Suñer en marzo de 1938, estaba representado en el Patronato para la Redención de las Penas y hacía pleno uso de la reserva de mano de obra[108].
Este plan fue necesario, además, porque el sistema penitenciario se hallaba al borde del colapso. En respuesta a una comisión internacional, en 1954 el Ministerio de Justicia franquista admitió que en 1940 había más de 270 719 reclusos en sus cárceles. De hecho, estas cifras comprendían solo a los prisioneros que ya habían sido sentenciados, pero por lo menos 100 000 más seguían en aquella fecha a la espera de juicio. Tampoco incluían a los que trabajaban en las colonias penitenciarias militarizadas. Poco sorprende, por tanto, que las cárceles recibieran visitas constantes de los curas predicando las ideas de Pérez del Pulgar[109]. A veces se les ofrecía trabajar en los rudimentarios talleres que se organizaban en las propias cárceles, donde se fabricaban ropa, muebles y artículos de toda especie. Las más de las veces, no obstante, se trataba de trabajos peligrosos en minas, en la excavación de túneles ferroviarios y en otras obras públicas de ingeniería, por los que recibían salarios escandalosamente bajos. Muchos prisioneros aceptaban las atroces condiciones para poder contribuir, por poco que fuera, a la manutención de sus mujeres e hijos, y albergando la esperanza de que los trasladaran más cerca de sus familias. Cuando el salario medio diario por un trabajo manual era de diez pesetas al día, a los presos los contrataban las empresas privadas por cinco o seis, de las que el gobierno se quedaba la mitad, y el resto en teoría se les pagaba a los reclusos. Sin embargo, no recibían el dinero que les correspondía, pues se les quitaba una peseta por las pobres raciones de comida, una se colocaba en una cartilla de ahorros que el prisionero cobraría cuando fuera puesto en libertad y la tercera, supuestamente, se destinaba a la familia. En realidad, sin embargo, ese porcentaje del salario se distribuía, en caso de que así fuera, a través del ayuntamiento de la localidad donde residiera la familia, y a menudo no se entregaba. A los sentenciados a muerte, por otro lado, no se les permitía participar de este plan[110].
En las cárceles no se permitía la entrada de periódicos, aunque las únicas publicaciones consentidas en España fueran las de la Prensa del Movimiento, sometida a un control absoluto. La prohibición, por tanto, no perseguía impedir el acceso a las noticias, que pasaban ya por la férrea mano de los censores, sino obligar a los presos a comprar el boletín semanal del Patronato, Redención, escrito por periodistas republicanos encarcelados y que contaba con una tirada superior al millón de ejemplares. Un ejemplar costaba lo mismo que los periódicos de distribución comercial; aunque en teoría ningún preso estaba obligado a comprarlo, con frecuencia la suscripción al boletín era una condición para acceder al régimen de visitas, de manera que se sumaba así otra carga a la precaria economía de las familias[111].
La interpelación a una música británica a la que detuvieron bajo sospecha de espionaje ha acabado siendo la frase icónica para describir la situación que se vivía en las cárceles de mujeres. «Aquí dentro —le dijo la guardiana que le consfiscó sus objetos personales— nada te pertenece, excepto lo que has comido. Y no siempre, porque a lo mejor vomitas»[112]. Esta presa británica no pasó por sufrimientos extremos; la escala de privaciones que padecieron las republicanas vencidas, en cambio, se infiere de un dato: la tercera semana de abril de 1939, en la cárcel de mujeres de Ventas, de Madrid, pensada para albergar a 500 internas, había más de 3500 reclusas; llegaría a alojar a cerca de 14 000, con 12 o más mujeres hacinadas en celdas individuales. Con frecuencia se detenía a las mujeres de la familia cuando las autoridades no daban con los hombres. Se les imputaban cargos tan sonrojantes como lavar ropa o freír huevos para los soldados republicanos, o haber trabajado en la limpieza de un hospital durante la República[113]. Además de las espantosas condiciones que resultaban de la masificación, la enfermedad y la malnutrición, el sufrimiento de las mujeres en las cárceles tuvo dimensiones desconocidas para la población carcelaria masculina. Entre las detenidas había embarazadas, o madres que ingresaban en prisión con sus hijos pequeños; si los hijos eran mayores de tres años no podían llevarlos con ellas, y a veces no podían dejarlos a cargo de sus familiares, puesto que estos también estaban encarcelados, o en el exilio, o habían muerto. Estas madres soportaron la enorme angustia de saber que sus hijos, de cuatro años en adelante, se quedaban solos y desamparados en la calle. A las mujeres de más edad las obligaban a ser testigos de las torturas inflingidas a sus hijos, que en ocasiones terminaban en la muerte[114].
La violación era una práctica frecuente durante los interrogatorios en las comisarías de Policía. El traslado a la cárcel o al campo de concentración no era garantía de estar a salvo; por la noche, los falangistas apresaban a las mujeres jóvenes, las sacaban y las violaban. A veces les marcaban los pechos con el símbolo de la Falange, el yugo y las flechas. Muchas quedaron encinta de sus violadores. Cuando había que ejecutar a una embarazada, a menudo se postergaba la muerte hasta que diera a luz, y su hijo era dado en adopción[115]. Sin embargo, en la cárcel de Zamora fueron fusiladas también numerosas mujeres embarazadas o madres de niños de pecho. El 11 de octubre de 1936, a la mujer de Ramón J. Sender, Amparo Barayón, le dijeron: «Las rojas no tienen derecho a alimentar a sus hijos». Luego le arrancaron de los brazos a su hija de ocho meses, Andrea, y la internaron en un orfelinato católico. Amparo fue ejecutada al día siguiente, completamente destrozada por el dolor[116]. De 1937 a 1941, el fraile franciscano capuchino Gumersindo de Estella fue el capellán de la cárcel de Torrero (Zaragoza), y recordaba la ejecución, en septiembre de 1937, de tres mujeres jóvenes, cuyo delito era haber intentado llegar a la zona republicana; le impresionaron vivamente los gritos de angustia cuando las apartaron de sus bebés. En otra ocasión, en mayo de 1938, solicitó que se suspendiera la ejecución de una muchacha de veintiún años embarazada, a lo que el juez replicó indignado: «¡Si por cada mujer que se hubiera de ajusticiar se había de estar esperando siete meses! Ya comprende Vd. que eso no es posible»[117].
Se administraban palizas brutales, a menudo también a embarazadas, pero las torturas infligidas a las mujeres solían ser más refinadas. Entre otros métodos estaban las descargas eléctricas en los pezones, los genitales y las orejas. Además del dolor y la humillación de estas torturas, la aplicación de descargas eléctricas en las orejas provocaba intensos dolores de cabeza y secuelas psicológicas que se prolongaban durante años. Entre las arrestadas, muchas jóvenes fueron sometidas a palizas, tortura y acoso sexual; además, las chicas de diecisiete y dieciocho años soportaban con frecuencia malos tratos. La madre de Juana Doña tuvo las manos incapacitadas durante dos meses por culpa de la tortura con descargas[118]. A las mujeres acusadas de adherirse a la rebelión se les imponían la pena de muerte o condenas de cárcel, pese a que no les concedieran estatus de presas políticas, sino de delincuentes comunes[119].
El 5 de agosto de 1939, 56 prisioneros fueron ejecutados en Madrid, entre ellos un chico de catorce años y 13 mujeres, varias de ellas menores de veintiún años, y que con el tiempo se conocerían como las «Trece Rosas», un símbolo de la crueldad del régimen de Franco. Pertenecían a las JSU, cuya captura habían facilitado los casadistas en la primavera de 1939 al ceder a los franquistas las listas de afiliados. Para justificar las ejecuciones se esgrimió una trama en realidad inexistente para matar a Franco; pero la verdadera razón era, aunque ambos sucesos no guardaran relación alguna, perpetrar un acto de venganza masiva por la muerte del comandante de la Guardia Civil Isaac Gabaldón el 27 de julio, asesinado junto a su hija de dieciocho años y su chófer por miembros de la resistencia. Todos los ejecutados el 5 de agosto estaban en prisión desde antes de dichos asesinatos. Gabaldón dirigía el Archivo de Masonería y Comunismo creado por Marcelino de Ulibarri. Sin embargo, es poco probable que los hombres que lo mataron conocieran ese detalle, pues el suyo fue uno de los muchos ataques aleatorios que sufrían los vehículos que abandonaban Madrid. Fue tal el escándalo internacional provocado por el fusilamiento de las Trece Rosas que en un juicio posterior, celebrado el 9 de septiembre, donde se ejecutó a 27 personas, a otras 3 mujeres se les conmutó la pena de muerte por condenas de prisión[120].
Otra víctima del golpe de Casado fue una mujer que acababa de dar a luz cuando su esposo, arrestado por los casadistas, fue sentenciado a muerte por los franquistas. Desahuciada de su domicilio, vivió en las calles con su hija recién nacida, durmiendo en los portales y en los escalones del metro. Cuando un abogado le dijo que la sentencia de su marido podía conmutarse si pagaba un soborno de 10 000 pesetas, empezó a robar y acabó en prisión con su bebé[121]. Un ejemplo de la brutalidad infligida sobre las mujeres fue el caso de una madre que, en el momento de ser arrestada por la Policía, llamó a su hijo, que lloraba. Al oír que el nombre del niño era Lenin, los agentes lo agarraron de las piernas y le estamparon la cabeza contra una pared[122].
En la cárcel, las condiciones que sufrían las madres con niños de pecho eran lisa y llanamente espantosas. Sin posibilidad de aseo personal ni de lavar la ropa y los pañales de sus bebés, se veían obligadas a vivir en la inmundicia y a librar una batalla cotidiana con las ratas. En la cárcel de Ventas, el agua de los aseos y las letrinas estaba cortada. Por cada 200 mujeres solo había un inodoro, que se drenaba con el agua sucia que usaban para lavar los suelos y se recogía luego en grandes cubas. Paz Azati, una comunista de Valencia, explicó que «todos los días tú veías por el suelo de la enfermería de Ventas los cadáveres de quince o veinte niños que se habían muerto de meningitis». Otra comunista, Julia Manzanal, acababa de dar a luz a una niña cuando la arrestaron en Madrid, en la primavera de 1939; le conmutaron la pena de muerte por una condena de treinta años de cárcel. Diez meses después, su hija murió de meningitis[123]. Algunas mujeres padecieron la agonía de ver morir a sus criaturas; a otras, en cambio, se las arrancaron de los brazos[124].
Terminada la guerra, el secuestro de los hijos de las prisioneras republicanas, no solo de aquellos que habían sido ejecutados, se convirtió en una acción sistemática. Un total de 12 000 niños fueron internados en instituciones civiles o religiosas donde se les practicó el oportuno lavado de cerebro. Tras presenciar cómo asesinaban a su marido delante de ella, una mujer fue detenida y su hija trasladada a un orfanato. La madre escribía a su hija con regularidad, hasta que un día recibió esta respuesta: «No me hables más de papá, ya sé que mi padre era un criminal, voy a tomar los hábitos». Muchos de los niños separados de sus madres e internados en orfanatos religiosos terminaron acusando a sus padres de asesinos. Andrea, la hija de Amparo Sender, se hizo monja. Pilar Fidalgo señaló que a los huérfanos los obligaban a «cantar las mismas canciones que cantaban los asesinos de su padre, a llevar el uniforme de quienes lo habían ejecutado, a maldecir al difunto y a vituperar su memoria»[125].
En el libro firmado por el capellán de la cárcel de Barcelona, el padre Martín Torrent (cuyo verdadero autor en la sombra era Luis Lucia), se manifiesta un hondo orgullo por el hecho de haber recogido en orfanatos religiosos a 7000 niños indigentes, hijos de prisioneros. Más ufano todavía se mostraba el padre Torrent cuando afirmaba que algunos de ellos habían decidido ordenarse sacerdotes[126].
Hubo casos de niños robados y separados de sus madres en muchas prisiones del país, principalmente en Saturrarán, un penal del País Vasco, y en las cárceles de Madrid. Más de 100 mujeres y alrededor de 50 niños murieron a causa de diversas enfermedades en Saturrarán, bajo la férrea dirección de María Aranzazu, una mujer conocida entre las prisioneras como «la pantera blanca». En Madrid, el régimen de brutalidad impuesto en las improvisadas prisiones para madres con hijos de corta edad perduró gracias a María Topete Fernández, una mujer adinerada que había estado presa en la zona republicana. El trato cruel que dispensaba tanto a las madres como a los niños tal vez fuera fruto de su resentimiento personal. Allí no había más alimento que unas gachas aguadas y mezcladas con bichos y gusanos. Si los niños las vomitaban, María Topete los obligaba a comerse sus propios vómitos. Las madres pasaban buena parte del día y la noche separadas de sus hijos, constantemente aterradas por la idea de que pudieran quitárselos. Cumplidos los tres años, separaban a los niños de sus madres por la fuerza. Hacia 1943 había en los orfanatos religiosos más de 10 000 niños[127].
El jefe de los Servicios Psiquiátricos del Ejército rebelde, el comandante Antonio Vallejo-Nágera, ofreció una justificación a esta política. Obsesionado por la necesidad de limpieza étnica, en 1934 escribió un libro en el que abogaba por la castración de los psicópatas[128]. Había prestado servicio en Marruecos como miembro del Cuerpo de Sanidad Militar y había pasado algún tiempo en Alemania durante la Primera Guerra Mundial, visitando los campos de prisioneros. Allí conoció a psiquiatras como Ernst Kretschmer, Julius Schwalbe y Hans Walter Gruhle, cuyos trabajos dejaron una honda influencia en él. Durante la Guerra Civil fue nombrado jefe de los Servicios Psiquiátricos Militares. El 10 de agosto de 1938 escribió a Franco solicitando permiso para crear el Gabinete de Investigaciones Psicológicas, y dos semanas más tarde recibió la autorización esperada. Su propósito era patologizar las ideas de la izquierda. Los resultados de sus investigaciones proporcionaron al alto mando militar los argumentos «científicos» necesarios para justificar por qué presentaban a sus adversarios como una especie infrahumana, y Vallejo-Nágera fue ascendido a coronel[129].
Para emprender la búsqueda de factores ambientales que pudieran favorecer la aparición del «gen rojo», así como la relación entre marxismo y deficiencia mental, sometía a los prisioneros a distintos tests psicológicos cuando estos se encontraban ya al borde del colapso físico y mental. El equipo de Vallejo-Nágera contaba con dos médicos, un criminólogo y dos asesores científicos alemanes. Seleccionaron a sus sujetos clínicos entre los miembros de las Brigadas Internacionales de San Pedro de Cardeña, y 50 republicanas recluidas en la cárcel de Málaga, 30 de las cuales se encontraban a la espera de ejecución. El estudio de las mujeres, a partir de la premisa de que eran seres degenerados y, por tanto, proclives a la delincuencia marxista, sirvió al psiquiatra para explicar la «criminalidad revolucionaria femenina» en relación con la naturaleza animal de la psique femenina y el «marcado carácter sádico» que se desataba en las hembras cuando las circunstancias políticas les permitían «satisfacer sus apetencias sexuales latentes»[130].
Estas teorías, que se emplearon para justificar el secuestro de niños republicanos, se recopilaron posteriormente en un libro titulado Eugenesia de la hispanidad y regeneración de la raza española[131]. Sus planteamientos, más ambientales que biológicos, postulaban que la raza era el resultado de un conjunto de valores culturales. Los valores que en España contenían los requisitos indispensables para la salud nacional eran jerárquicos, castrenses y patrióticos. Cualquier valor defendido por la República y la izquierda se consideraba hostil y había de erradicarse de inmediato. Obsesionado por lo que él llamaba «esta labor tan trascendente de higienización de nuestra raza», su modelo era la Inquisición que en el pasado había protegido a España de doctrinas envenenadas. Reclamaba «una Inquisición modernizada, con otras orientaciones, fines, medios, y organización; pero Inquisición»[132]. La salud de la raza exigía separar a los niños de sus madres «rojas».
La autorización oficial para desarrollar sus teorías le llegó gracias a los contactos personales que mantenía tanto con Franco (su mujer era amiga de Carmen Polo) como con la Falange[133]. Cultivó su relación con Franco dedicándole su libro sobre la psicopatología de la guerra, al que incorporaba algunos estudios previos sobre la relación entre marxismo y deficiencia mental, «en respetuoso Homenaje de admiración al invicto Caudillo Imperial, Generalísimo de los Ejércitos Españoles de Tierra, Mar y Aire». Vallejo-Nágera mantenía además estrechos vínculos con Auxilio Social, la organización del régimen encargada de atender a los huérfanos de la guerra, a través de su amigo, el psiquiatra Jesús Ercilla Ortega. Ercilla, buen amigo a su vez de Onésimo Redondo, fue uno de los fundadores de las JONS[134]. Era además miembro del Comité Ejecutivo de Auxilio Social, en calidad de asesor médico, y el hombre de enlace con otros grupos del régimen. Terminada la guerra, Ercilla fue nombrado director médico de la clínica psiquiátrica de San José, en Ciempozuelos, un hospital oficialmente dirigido por Vallejo-Nágera[135]. Franco se mostraba entusiasmado con la obra de caridad llevada a cabo con los huérfanos republicanos por Auxilio Social, y la veía como una pieza esencial para la definitiva «redención» de los errores izquierdistas cometidos por el pueblo español[136]. En el marco de esta misión, el 14 de diciembre de 1941 se promulgó la ley que permitía el cambio de nombre de los huérfanos republicanos, de los hijos de prisioneros, que obviamente no podían hacerse cargo de sus hijos, y de los bebés separados de sus madres en las prisiones inmediatamente después de nacer. Lo cierto es que a muchos niños se los llevaron por la fuerza[137].
Las condiciones de todos los presos empeoraron a medida que avanzaba la Segunda Guerra Mundial. En muchos casos fueron obligados a donar sangre para el Ejército alemán, a pesar de su estado de malnutrición[138]. El ejemplo quizá más llamativo de la crueldad con que los franquistas trataban a los republicanos derrotados fue el destino de los exiliados españoles capturados en Francia por los alemanes. Algunos combatían con las tropas francesas, mientras que otros seguían internados en campos de prisioneros. Unos 10 000 exiliados españoles terminaron en los campos de concentración alemanes. No cabe duda de que esto solo fue posible gracias a la aquiescencia del gobierno de Franco al recibir noticia de las capturas. En el mes de julio se enviaron numerosas cartas desde la embajada española en París al Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid, en las que se solicitaba una contestación al ofrecimiento, por parte de los alemanes, de enviar a los presos a España. A la vista de que la respuesta no llegaba, la propia embajada alemana en París estableció contacto con Madrid en el mes de agosto para conocer cuáles eran los deseos del gobierno español en relación con los 100 000 refugiados españoles. La única respuesta de la que se tiene constancia es la lista a la que ya se ha aludido anteriormente, con los nombres de los individuos cuya extradición solicitaban las autoridades españolas. Muchos de los demás, en ausencia de otra contestación, fueron condenados a los campos de prisioneros alemanes. Según lo declarado por el Standartenführer de las SS, August Eigruber, gobernador del Alto Danubio en Austria, «el propio Franco» les dijo a los alemanes que, puesto que aquellos prisioneros habían luchado para instaurar una «España soviética», no podía considerárselos españoles. El comentario es coherente con las declaraciones públicas de Franco sobre los republicanos, a quienes presentaba como criminales irredimibles. Por consiguiente, los prisioneros españoles fueron tratados como apátridas y trasladados desde los campos de prisioneros habilitados en el frente (Stalag) a diferentes campos de concentración. El primer lote, de 392 prisioneros españoles, llegó al campo de Mauthausen, en Austria[139].
El 20 de agosto de 1940, un tren de ganado partió de Angoulême con 927 refugiados españoles a bordo, 490 de los cuales eran hombres, el resto mujeres y niños, todos ellos hacinados en grupos de 40 o 50 en los veinte vagones concebidos para alojar a ocho caballos. Los refugiados creían que los llevaban a Vichy. El viaje duró tres días con sus noches, que los refugiados pasaron de pie, sin comida ni agua. El 24 de agosto llegaron a Mauthausen. A los varones mayores de trece años los separaron de sus familias y los llevaron al campo de exterminio próximo. El comandante del campo, Franz Ziereis, los recibió con el siguiente discurso de bienvenida: «Habéis entrado por la puerta y saldréis por la chimenea del horno crematorio». De los 490 refugiados, 397 murieron en este campo de exterminio[140]. A las mujeres y los niños los enviaron de vuelta a España, los habían subido al tren para que los civiles franceses no vieran que separaban a las familias. No cabe duda de que las autoridades españolas estaban al corriente de lo que ocurría en Mauthausen. A su llegada a España interrogaron a las prisioneras y encarcelaron a las que no tenían quien intercediera por ellas. A los niños los trasladaron a distintos orfanatos, aun cuando había familias republicanas deseosas de acogerlos[141].
Esto fue solo el principio. Los republicanos españoles conocieron toda la gama de horrores posibles en distintos campos de prisioneros nazis, como Buchenwald, Bergen-Belsen, Dachau, Ravensbrück y Sachsenhausen, en Alemania; así como Auschwitz o Treblinka, en Polonia. En Ravensbrück fueron internadas 101 españolas que habían pertenecido a la Resistencia francesa. A la mayoría de los «Combatientes por la España Roja» (Rotspanienkämpfer), alrededor del 90 por ciento, los encerraron en Mauthausen-Gusen, en el Alto Danubio[142]. Mauthausen era un campo de exterminio donde los prisioneros, o bien eran ejecutados a su llegada, o bien realizaban trabajos forzados hasta que morían de puro agotamiento. En las canteras de Mauthausen, una interminable procesión de prisioneros, en filas de cuatro, acarreaban piedras de entre 20 y 40 kilos por una escalera de 186 peldaños[143]. Alrededor de un 60 por ciento de los republicanos españoles internados en campos alemanes perdieron la vida en Mauthausen[144].
La propaganda franquista presentaba las ejecuciones, las prisiones abarrotadas, los campos de concentración, los batallones de trabajos forzados y el destino de los exiliados como la escrupulosa aunque compasiva justicia administrada por un sabio y benevolente Caudillo. A mediados de julio de 1939, el conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini, realizó una visita oficial a España en compañía del ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista. Entre los entretenimientos concebidos para agasajarlo figuraba la exhibición de una cuadrilla de prisioneros republicanos condenados a trabajos forzados. El estado físico de los presos suscitó este amargo comentario por parte de Ciano: «No son prisioneros de guerra, son esclavos de guerra». De vuelta en Roma, el enviado ofreció la siguiente descripción de Franco a uno de sus amigos: «Ese Caudillo es un bicho de lo más raro. Lo he visto en su palacio de Ayete, rodeado de su guardia morisca, entre montañas de archivos de prisioneros condenados a muerte. A la vista de su horario de trabajo, no creo que se ocupe de más de tres expedientes al día, porque le encanta disfrutar de la siesta»[145].
Veinticinco años más tarde, Franco organizó una fastuosa celebración a escala nacional de los «Veinticinco Años de Paz» transcurridos desde el final de la Guerra Civil. Todos los pueblos y ciudades de España se cubrieron de carteles que se felicitaban por las purgas emprendidas en el país contra las hordas de ateos izquierdistas. Las celebraciones comenzaron el 1 de abril de 1964 con un Te Deum en la basílica del Valle de los Caídos. Tanto la misa como la entrevista ofrecida por Franco al diario ABC pusieron de manifiesto que lo que se celebraba no era la paz, sino la victoria[146]. Este extremo se confirmó ocho días más tarde, cuando el Caudillo afirmó ante el Consejo Nacional que los festejos habían sido «una conmemoración de los veinticinco años de la victoria». Y dio muestras de que seguía obsesionado por el contubernio judeomasónico y bolchevique cuando previno a su auditorio de las tramas sectarias que se gestaban en Europa, de «maquinaciones secretas, la acción subversiva y el poder de las fuerzas ocultas»[147]. El mensaje implícito en la celebración era que los esfuerzos por consolidar la inversión en terror se habían visto recompensados con creces.