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La larga guerra de aniquilación de Franco

En las zonas del norte donde apenas hubo resistencia al golpe militar, Galicia, Castilla, León y Navarra, la eliminación de las bases republicanas se llevó a cabo sin piedad. Entretanto, las tropas africanas de Franco y las columnas creadas por militares y terratenientes se encargaban de llevar a cabo una sangrienta purga de izquierdistas, sindicalistas y presuntos defensores de la República en las áreas rurales del sur. Eso dejaba en manos republicanas el País Vasco, Santander, Asturias, la mayor parte de Aragón y el Levante peninsular. El golpe militar había fracasado en casi toda Guipúzcoa y los partidos del Frente Popular crearon una Junta de Defensa en San Sebastián, dominada por los socialistas y comunistas, al igual que ocurría en las juntas de municipios más pequeños. La participación de los nacionalistas vascos no se dirigía tanto a la lucha militar, como a la cuestión del orden público, puesto que su prioridad era evitar ejecuciones por parte de los comunistas[1].

La sublevación militar en una provincia tan profundamente conservadora como Álava corrió a cargo de Camilo Alonso Vega, un viejo amigo de Franco, y, salvo en el norte, halló poca resistencia. El conato de huelga general fue aplastado con rapidez y en Vitoria, la capital de la provincia, se concentraron gran número de carlistas armados y unos pocos falangistas. Cientos de miembros de la CNT fueron arrestados, algunos republicanos y nacionalistas vascos fueron tomados como «rehenes», y hubo una purga de funcionarios municipales y maestros de escuela. El día 22 de julio, un avión procedente de Vitoria bombardeó la plaza del pueblo de Otxandio, al sur de Vizcaya, y mató a 84 personas, 45 de las cuales eran niños, y mutiló a otras 113. A modo de justificación, el alto mando de Vitoria anunció que «la aviación ha infligido un duro golpe a grupos de rebeldes que se hallaban concentrados a retaguardia de la villa de Otxandio». La represión, dirigida por los militares, básicamente fue obra de carlistas y falangistas. Las ejecuciones en los pueblos y aldeas de la zona corrieron a cargo de los carlistas de las provincias vecinas de Navarra, Logroño y Burgos, que se atuvieron a las listas proporcionadas por los derechistas de la zona. La jerarquía eclesiástica sustituyó a los curas que creía simpatizantes con el nacionalismo vasco, e incluso algunos de ellos fueron encarcelados. Normalmente, en los lugares donde había un párroco carlista, poca compasión podían esperar los vecinos nacionalistas vascos o de izquierdas, aunque hubo honrosas excepciones. El resto del clero vasco hizo mucho por salvar vidas: a pesar de los esfuerzos recientes por inflar las cifras de la represión en Álava, la sólida investigación de Javier Ugarte ha determinado que hubo 170 ejecuciones en la provincia, a las que hay que sumar alrededor de 30 alaveses asesinados en las zonas vecinas. Más de la mitad de las víctimas corresponden a asesinatos extrajudiciales[2].

En el resto del País Vasco, que seguía bajo control republicano, la violencia contra el clero se mantuvo relativamente controlada: en total murieron 69 curas a manos de los izquierdistas, la mayoría en Vizcaya. En la provincia de Guipúzcoa, por ejemplo, fueron asesinados 4 sacerdotes, significativamente menos que en muchas provincias de la zona republicana, consecuencia de la ausencia de un anticlericalismo exacerbado, de la menor influencia de la CNT y del esfuerzo de nacionalistas vascos, republicanos y socialistas moderados para evitar el derramamiento de sangre. No hubo asaltos a iglesias ni se interrumpieron las prácticas religiosas. Sin embargo, los derechistas corrían peligro. En Rentería, el municipio industrial próximo a San Sebastián, el cabecilla carlista fue arrestado y ejecutado; hubo un total de tres muertes en el pueblo. En Tolosa, al sur de la provincia, los derechistas involucrados en la conspiración militar fueron ejecutados, y 13 carlistas corrieron el mismo destino después de que los trasladaran a San Sebastián. Como en casi todas partes, se crearon comités revolucionarios que arrestaban a los veraneantes ricos y a miembros de la burguesía local. Los socialistas moderados y los nacionalistas vascos trabajaron con denuedo para impedir que los asesinaran, y en buena medida lograron su propósito. La excepción más cruenta fue la capital de la provincia, donde fueron ejecutadas 183 personas, cerca de dos tercios de las 343 asesinadas en toda Guipúzcoa mientras la zona estuvo bajo control republicano[3].

El incidente más notable se produjo el 29 de julio, con el arresto y posterior traslado a la Diputación Provincial de 86 oficiales del Ejército y policías partidarios de los rebeldes. El presidente de la Junta de Defensa de San Sebastián se dirigió a la multitud iracunda y anunció que los prisioneros serían juzgados con las garantías correspondientes. Jesús Larrañaga, consejero de Guerra de la Junta y líder comunista local, exigió «justicia» sumaria. Los militantes comunistas asaltaron el edificio de la Diputación con la intención de apresar al gobernador civil que había encabezado el alzamiento, el coronel León Carrasco Amilibia, y ejecutarlo. El republicano católico Manuel de Irujo impidió la iniciativa, por lo que Larrañaga lo acusó de fascista. El segundo intento de hacerse con Carrasco culminó con su ejecución junto a una vía del tren aquella misma noche. A continuación, Larrañaga dio orden de ejecutar a los detenidos en la cárcel provincial de la playa de Ondarreta, entre los que había tanto oficiales rebeldes como policías responsables de la represión de las huelgas en años anteriores. Al amanecer del día siguiente, nacionalistas vascos católicos y socialistas moderados intentaron impedir la matanza; aun así, la cárcel fue asaltada y murieron 41 oficiales rebeldes y 12 civiles adeptos. Muchos de quienes perpetraron la matanza eran milicianos gallegos que querían vengarse por la violencia de la represión en La Coruña y El Ferrol[4].

Seis días antes, el 23 de julio, ya habían entrado en Guipúzcoa tropas carlistas navarras, por Cegama y Segura. Aunque no encontraron resistencia, en esas dos poblaciones saquearon las sedes de los partidos republicanos y los batzoki del Partido Nacionalista Vasco. Sus principales objetivos eran los nacionalistas vascos, a los que detuvieron y maltrataron; muchos fueron ejecutados, y a otros tantos les impusieron multas arbitrarias[5]. A principios de agosto, Mola inició una campaña para aislar al País Vasco de la frontera francesa. Las tropas Requetés partieron de Navarra hacia Irún y San Sebastián a las órdenes de dos carlistas, el coronel José Solchaga Zala y el coronel y comandante de la Guardia Civil en Navarra Alfonso Beorleguí y Canet. Por lo que se dice, Beorleguí era un gigante temerario, aunque un tanto pueril. Cuando bombardearon su columna, se limitó a abrir su paraguas[6]. Irún y Fuenterrabía soportaban los bombardeos de los buques de guerra y los ataques diarios de los aviones alemanes e italianos. Los rebeldes dejaban caer panfletos en los que amenazaban con castigar a la población igual que en Badajoz. San Sebastián sufría también intensos bombardeos desde el mar, y 8 derechistas civiles y 5 oficiales del Ejército fueron ejecutados en represalia[7]. Los milicianos que defendían Irún, pobremente armados y sin preparación, lucharon con valentía, pero acabaron arrollados el 3 de septiembre. Miles de refugiados huyeron, presa del pánico, por el puente internacional que cruzaba el río Bidasoa y comunicaba con Francia. Los últimos defensores de la región, en su mayoría anarquistas enfurecidos por la falta de munición, ejecutaron en Fuenterrabía a varios prisioneros derechistas e incendiaron partes de Irún[8].

El País Vasco, Santander y Asturias quedaron entonces aislados de Francia y del resto de la España republicana. Las tropas rebeldes y carlistas ocuparon San Sebastián el domingo 13 de septiembre de 1936, demasiado tarde para impedir el asesinato de varios destacados derechistas, como el ideólogo carlista Víctor Pradera y su hijo Javier. Era la primera capital provincial que conquistaban las tropas rebeldes en combate, y a finales de ese mes prácticamente toda Guipúzcoa estaba bajo el control de Mola[9]. Continuaba el éxodo de los refugiados, bien a Vizcaya por tierra, bien a Francia por mar; posiblemente la mitad de la población de la ciudad, de 80 000 habitantes, había huido. Sin embargo, el número de ejecuciones llevadas a cabo por los rebeldes en San Sebastián fue el más elevado de todo el País Vasco. Enseguida se practicaron detenciones masivas, empezando por los heridos republicanos cuya gravedad había impedido evacuarlos del Hospital Militar. Las cárceles de Ondarreta y Zapatari, las oficinas de la Falange del centro de la ciudad, el hospicio de San José y el cine Kursaal pronto estuvieron atestados de detenidos. Existen muchas dudas acerca de la cifra de ejecuciones tras la ocupación de la ciudad por las tropas de Mola. Es imposible saber cuántas personas fueron asesinadas en los paseos que organizaban los requetés o los falangistas. Entre 1936 y 1943, hubo 485 ejecuciones tras los simulacros de juicios organizados por el Ejército. De entre las víctimas, 47 eran mujeres, casi todas pertenecientes a la CNT. Según las exhaustivas investigaciones de Pedro Barruso Barés y de Mikel Aizpuru y su equipo, si se incluyen los paseos, es probable que la cifra total de los primeros meses supere ampliamente las 600[10].

Las ejecuciones más infames del bando rebelde en Guipúzcoa fueron las de 13 curas vascos, asesinados a instancias de los carlistas. A mediados de septiembre, Manuel Fal Conde, el líder carlista, protestó ante el general Cabanellas, presidente de la Junta de Burgos, por la «debilidad» de la represión militar en Guipúzcoa, en contraste con lo acontecido en el sur de España. La preocupación del jefe carlista era que «en especial esa lenidad es grande con el clero. Los militares tienen miedo a “tropezar con la Iglesia”». Repitió estas quejas ante el cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de España, así como ante su reaccionario predecesor, el cardenal en el exilio Pedro Segura. Instó a que se aplicara el bando de guerra a los nacionalistas vascos, incluidos los curas, aunque en su caso propuso hacerles un simulacro de Consejo de Guerra, a diferencia de la práctica militar de evitar problemas con la Iglesia a fuerza de simples ejecuciones extrajudiciales. El hecho de que Fal Conde imaginara que la jerarquía eclesiástica aprobaría por escrito la ejecución de miembros del sacerdocio da buena muestra del extremismo carlista[11].

Los rebeldes asesinaron a un total de 16 curas en el País Vasco, y encarcelaron y torturaron a muchos más. A uno de los ejecutados, Celestino Onaindía Zuloaga, lo eligieron porque su hermano menor, Alberto, canónigo de la catedral de Valladolid, era amigo y una suerte de embajador itinerante del presidente vasco, José Antonio Aguirre. Otro, el padre Joaquín Iturricastillo, fue ejecutado el 8 de noviembre, acusado de ser un nacionalista peligroso por haber dicho que el vals agarrado iba en contra de las tradiciones vascas. En general, eran los carlistas de Pamplona quienes elaboraban las listas negras con los nombres de las víctimas. Hasta Franco llegaron las protestas del cardenal Gomá por las ejecuciones de eclesiásticos. No obstante, Gomá las justificaba ante el Vaticano achacándolas a las actividades políticas en las que los curas se habían metido. Cuando el padre Alberto Onaindía tuvo noticia del asesinato de su hermano, dijo que «si así se portaban los militares con el clero, ¡qué sería con la población civil!»[12].

El 20 de enero de 1937, el gobernador militar de Guipúzcoa, Alfonso Velarde, escribió al vicario general de Vitoria exigiendo el «castigo enérgico» de los párrocos nacionalistas. De acuerdo con cierta lógica retorcida, los consideraba responsables del asalto a las cárceles de Bilbao que se había producido en respuesta al bombardeo de dos semanas antes. La carta iba acompañada de una lista de 189 curas, a los que había dividido en tres categorías: «exaltados, nacionalistas y simpatizantes». En otra lista se enumeraba a 90 sacerdotes que presuntamente pertenecían al Partido Nacionalista Vasco. Tras algunas disputas entre las autoridades militares y eclesiásticas, se acordó una purga del clero guipuzcoano, en la que 24 curas debían ser expulsados de la provincia, 31 exiliados de España, 13 trasladados y 44 encarcelados[13].

Las memorias de Jean Pelletier plasman el odio visceral que subyacía a la represión que los carlistas y los militares impulsaron en el País Vasco. Pelletier era un fabricante de juguetes francés que viajaba a Bilbao para regalar planeadores a los niños. El 15 de octubre de 1936 salió de Bayona en el pesquero Galerna, que había sido requisado por el gobierno vasco para llevar el correo a Bilbao. El barco fue apresado, probablemente con la connivencia del capitán, por seis bous con rebeldes armados procedentes de Pasajes, el puerto de San Sebastián. Los bous, aunque tripulados por pescadores vascos, iban comandados por carlistas. Puesto que Pelletier había servido como piloto en las fuerzas aéreas francesas durante la Primera Guerra Mundial y llevaba en su equipaje los planeadores de juguete, supusieron que viajaba para acordar con el gobierno vasco la entrega de aviones, por lo que lo sometieron a brutales torturas. Diecinueve de los pasajeros que viajaban con él, la mayoría ajenos al activismo político, fueron ejecutados la noche del 18 de octubre. Entre ellos, una chica de dieciocho años y un muchacho de dieciséis, varios ancianos y el escritor Aitzol (pseudónimo del padre José Ariztimuño), a quien antes apalearon y torturaron. En el último momento, Pelletier fue apartado del grupo que aguardaba el traslado en autobús al cementerio de Hernani, donde los fusilaron. A otros los mataron más tarde.

Cuando a mediados de noviembre se anunció en Guipúzcoa la falsa noticia de que había caído Madrid, muchos empresarios y comerciantes fueron arrestados, y les requisaron su dinero y sus bienes, por no haber dado muestras de fervor patriótico. Lo mismo les ocurrió a varios curas, a quienes por añadidura humillaron despojándolos de las sotanas. Pelletier seguía en prisión, porque las autoridades franquistas no querían que se conociera la historia de los pasajeros del Galerna, e intentaban además que el gobierno francés pagara por él un elevado rescate, equivalente a un cargamento de comestibles. Tras seis meses en prisión, Pelletier quedó en libertad el 22 de abril de 1937, después de que el gobierno vasco accediera a canjearlo por un piloto alemán[14].

Mientras el asalto a Madrid constituyó la principal preocupación de los rebeldes, hasta finales de marzo de 1937, apenas hubo movimientos en el frente vasco. Aun antes de la caída de San Sebastián, Mola había entablado negociaciones clandestinas con el Partido Nacionalista Vasco. Mola esperaba la rendición pacífica de Vizcaya, a cambio de comprometerse a no destruir Bilbao y a que no habría represión. Sin embargo, a la luz de lo ocurrido tras la toma de Irún y San Sebastián, la cúpula del PNV desconfiaba de las garantías de Mola. Alberto Onaindía era el principal emisario del PNV en los tratos con el representante de Mola. En el curso de las negociaciones, se hicieron llamamientos para que Mola no bombardeara Bilbao, advirtiéndole de que tal cosa provocaría represalias contra los 2500 derechistas encarcelados en la ciudad[15]. El 25 y 26 de septiembre, los ataques aéreos sobre Bilbao causaron decenas de muertes y mutilaciones, en muchos casos a mujeres y niños.

Como se había predicho, esto desencadenó la ira de la población hambrienta. A pesar de los esfuerzos de las fuerzas de orden público, los anarquistas asaltaron dos barcos-prisión, el Cabo-Quilates y el Altuna-Mendi, y asesinaron a 60 derechistas detenidos, entre ellos 2 curas. Los esfuerzos por impedir desmanes izquierdistas se redoblaron después de la formación de un gobierno vasco el 7 de octubre, tras la concesión de autonomía regional por la República el día anterior. Aunque los bombardeos esporádicos continuaron, nada hacía prever la escalada de violencia que vivió la ciudad el día 4 de enero, cuando en represalia se llevó a cabo una incursión aún más sanguinaria en las cuatro cárceles de la ciudad. Fueron asesinados 224 derechistas, incluidos varios sacerdotes, la mayoría carlistas pero también algunos nacionalistas vascos. Los principales culpables fueron anarquistas, pero un destacamento de milicianos de UGT enviado a detener la masacre acabó participando también en el asalto a una de las prisiones. Corriendo un riesgo considerable, miembros del gobierno vasco acudieron y consiguieron controlar la carnicería antes de que alcanzase a todos los reclusos[16]. En contraste con la represión que se ejercía en Madrid, y aún más con la de la zona rebelde, el gobierno vasco permitió que las familias de los fallecidos celebraran funerales públicos y asumió la responsabilidad de las atrocidades. Se iniciaron procesos para llevar a los culpables ante la justicia, si bien no llegaron a concluirse antes de la caída de Bilbao. Los prisioneros supervivientes recibieron un buen trato y fueron liberados sanos y salvos antes de que los nacionales ocuparan Vizcaya. El Tribunal Popular de Bilbao, que empezó a funcionar en octubre de 1936, celebró 457 juicios y dictó 156 penas de muerte, de las que 19 se cumplieron[17].

A finales de marzo de 1937, Mola había reunido a casi 40 000 soldados para la ofensiva final sobre Vizcaya. Abrió su campaña con una amenaza, difundida tanto por radio como por medio de miles de octavillas lanzadas sobre las principales ciudades: «Si vuestra sumisión no es inmediata arrasaré Vizcaya, empezando por las industrias de Guerra. Tengo medios sobrados para ello»[18]. El 31 de marzo llegó a Vitoria para dar los últimos retoques al ataque que lanzaría al día siguiente y, con la idea de seguir minando la moral del enemigo, ordenó la ejecución de 16 prisioneros. El hecho de que entre ellos hubiera varias figuras de primera línea, incluido el alcalde, Teodoro González de Zárate, levantó las protestas de la derecha local[19]. A este acto de violencia gratuita lo siguieron cuatro días de intensos bombardeos de la artillería y la aviación sobre el este de Vizcaya, en los que quedó destruido el pintoresco pueblecito rural de Durango. En el ataque murieron 127 civiles, y otros 131 perecieron poco después a consecuencia de las heridas. Entre los fallecidos había 14 monjas y 2 sacerdotes[20]. Cuatro días después del bombardeo de Durango, Franco se reunió con el embajador italiano, Roberto Cantalupo, y le explicó las razones de la barbarie. «Tal vez otros piensen que cuando mis aviones bombardean las ciudades rojas estoy haciendo una guerra como cualquier otra, pero no es así». Al referirse a «las ciudades y las zonas rurales que ya he ocupado pero que todavía no se han redimido», declaró en tono ominoso: «Debemos llevar a cabo la tarea, por fuerza lenta, de redimir y pacificar, sin la cual, la ocupación militar sería en gran medida inútil». Siguió diciendo: «No estoy interesado en el territorio, sino en los habitantes. La reconquista del territorio es el medio, la redención de los habitantes es el fin»[21].

En las misiones aéreas, Mola contaba cada vez más con el apoyo de la Legión Cóndor alemana, cuyo jefe de Estado Mayor y luego líder era el teniente coronel Wolfram von Richthofen, que más tarde planeó y organizó la Blitzkrieg sobre Polonia. Durango fue el comienzo de los experimentos de Richthofen con los bombardeos del terror, destinados a abatir la moral de la población civil y destruir las comunicaciones por carretera a su paso por los núcleos urbanos. La noche del 25 de abril, al parecer siguiendo instrucciones de Mola, la emisora rebelde de Salamanca emitió la siguiente advertencia al pueblo vasco: «Franco se dispone a propinar un fuerte golpe contra el que es inútil cualquier resistencia. ¡Vascos! Rendíos ahora y se os perdonará la vida»[22]. El golpe consistió en la destrucción de Guernica a lo largo de una infernal tarde de bombardeos incesantes. El día después del ataque, un testigo ocular, el padre Alberto Onaindía, escribió una sentida carta al cardenal Gomá:

Llego de Bilbao con el alma destrozada después de haber presenciado personalmente el horrendo crimen que se ha perpetrado contra la pacífica villa de Guernica, símbolo de las tradiciones seculares del pueblo vasco … tres horas de espanto y de escenas dantescas. Niños y madres hundidos en las cunetas, madres que rezaban en alta voz, un pueblo creyente asesinado por criminales que no sienten el menor alarde de humanidad. Señor Cardenal, por dignidad, por honor al evangelio, por las entrañas de misericordia de Cristo no se puede cometer semejante crimen horrendo, inaudito, apocalíptico, dantesco.

Describiendo las escenas de los enfermos quemados vivos, de los heridos enterrados bajo montones de cenizas, el canónigo Onaindía pidió a Gomá que intercediera, recordándole la legislación internacional y otra ley, «una ley eterna, la de Dios, que impide matar, asesinar al inocente. Todo eso se pisoteó el lunes en Guernica. ¿Quién será el cruel personaje que en frío y en el gabinete de estudio ha planeado ese crimen espantoso de incendiar y matar a toda una población pacífica?».

La carta de Onaindía acababa con una súplica para que el cardenal tratara de evitar que se pusieran en práctica las amenazas que los rebeldes habían lanzado por radio, según las cuales después le tocaría el turno a Bilbao. La displicente respuesta de Gomá fue una constatación escalofriante del apoyo oficial de la Iglesia a la campaña de exterminio de Franco: «Lamento como el que más lo que ocurre en Vizcaya. Hace meses sufro por ello, Dios es testigo. Especialmente lamento la destrucción de sus villas, donde tuvieron su asiento otros tiempos la fe y el patriotismo más puros. Pero no se necesitaba ser profeta para predecir lo que ocurre». En una airada alusión a la lealtad del pueblo vasco al gobierno de Madrid, Gomá replicaba fulminante: «Los pueblos pagan sus pactos con el mal y su protervia en mantenerlos». A continuación, aprobaba impasible las amenazas de Mola: «Me permito responder a su angustiosa carta con un simple consejo: que se rinda Bilbao, que hoy no tiene más solución. Puede hacerlo con honor, como pudo hacerlo hace dos meses. Cualquiera que sea el bando autor de la destrucción de Guernica, es un terrible aviso para la gran ciudad»[23].

Cuando los nacionales pusieron pie en los restos calcinados de Guernica, el 29 de abril, el carlista Jaime del Burgo le preguntó a un teniente coronel del Estado Mayor de Mola: «¿Era necesario hacer esto?». A lo que el oficial le espetó: «Esto hay que hacer con toda Vizcaya y con toda Cataluña»[24]. Aunque el Servicio de Propaganda del Caudillo hizo cuanto pudo por negar que Guernica había sido bombardeado, no cabe duda de que Mola y Franco compartían la responsabilidad última, y que a ambos les satisfizo el resultado[25].

Euskadi padecería otras seis semanas de bombardeos continuados, puesto que los defensores apenas disponían de cobertura aérea. Sin embargo, la obstinada defensa en las montañas consiguió retrasar el avance del enemigo. A medida que el Ejército rebelde se apoderaba de cada vez más pueblos, ejercía una represión implacable. En Amorebieta, el 16 de mayo, el padre superior del monasterio de los Carmelitas «aita Román», (sobrenombre de León Urtiaga Elezburu) intentó negociar con los rebeldes para limitar la violencia de la represión. Lo fusilaron, acusándolo de nacionalista, y le robaron una sustancial suma de dinero. En la prensa, los rebeldes anunciaron que lo habían matado los rojo-separatistas, al tiempo que informaron a la Orden Carmelita de que era un espía[26].

El terror que provocaron los bombardeos aéreos y de la artillería, así como las divisiones políticas en las filas republicanas, garantizaron el progresivo desmoronamiento de la resistencia vasca. La muerte de Mola en un accidente de avión el 3 de junio no cambió nada. El Ejército del Norte, ahora a las órdenes del general Fidel Dávila, continuó su marcha sobre Bilbao. Cuando la ciudad cayó, el 19 de junio de 1937, 200 000 personas fueron evacuadas hacia el oeste, a Santander, primero en barcos de pesca, y luego, cuando los franquistas tomaron el puerto, los refugiados huyeron en coches, camiones, carretas o a pie. La Legión Cóndor no dejó de bombardearlos y ametrallarlos en su éxodo[27]. Quince mujeres fueron asesinadas a tiros, pero sus muertes se presentaron como suicidios[28]. Hubo saqueos en los comercios, y los falangistas de Valladolid tuvieron carta blanca para campar a sus anchas. La represión se puso en práctica sobre la base pseudolegal de los «consejos de guerra sumarísimos de urgencia», que habían sustituido la aplicación del bando de guerra desde la toma de Málaga, en febrero. Cerca de 8000 personas fueron encarceladas en castigo a sus ambiciones nacionalistas; muchas fueron a parar a batallones de trabajos forzados. Cuando en diciembre, tras los primeros juicios, empezaron las ejecuciones, hubo cientos de fusilamientos, y al menos 30 víctimas murieron por el garrote vil[29]. Sin embargo, la represión en el País Vasco fue, según el veterano fiscal militar Felipe Acedo Colunga, notablemente menos severa que en el resto del país. Dos posibles razones que lo explican son la necesidad que el bando rebelde tenía de mano de obra cualificada para mantener en funcionamiento las industrias vascas, y el hecho de que la Iglesia no necesitaba aplicar una política de venganza en una provincia mayoritariamente católica[30]. Hay cifras sumamente dispares sobre el número de ejecuciones en Vizcaya; la estimación más fidedigna hasta la fecha, del doctor Barruso Barés, asciende a 916[31].

Sin embargo, la prensa carlista de Navarra no se cansaba de pedir el exterminio de los nacionalistas vascos. José María de Areilza, falangista vasco que acababa de ser nombrado alcalde de Bilbao, se regodeó en la victoria del Ejército rebelde en su declaración del 8 de julio de 1937: «Ha caído vencida, aniquilada para siempre esa horrible pesadilla siniestra y atroz, que se llamaba Euskadi … Para siempre has caído tú [Aguirre], rastacueros del nacionalismo vasco, mezquino, rencoroso, torcido y ruin que jugaste a personaje durante los once meses de crimen y robo en que te encaramaste al poder, mientras los pobres gudaris cazados a lazo como cuadrúpedos en las aldeas se dejaban la piel en las montañas de Vizcaya»[32]. Areilza desempeñó un papel activo en la represión, denunciando a muchos individuos que acabaron encarcelados.

El Ejército vasco se retiró hacia Santander y estabilizó el frente siguiendo la línea que iba desde Ontón, en la costa, hacia el sur. Las fuerzas rebeldes, por su parte, se afianzaron en Bilbao y no persiguieron a las tropas en retirada, perdiendo así la oportunidad de llevar a cabo una rápida conquista del norte, mientras Franco titubeaba acerca de la siguiente etapa de su campaña bélica. Finalmente optó por una incursión en Santander a través del oeste de Vizcaya, pero antes de poder lanzarla, la República hizo una maniobra de distracción con el ataque de Brunete, en el frente de Madrid, que acaparó por un tiempo la atención de los nacionales. Franco suspendió la ofensiva en el norte y mandó a la capital dos brigadas navarras, además de la Legión Cóndor y la Aviazione Legionaria italiana. A pesar de la relativa insignificancia estratégica de Brunete, Franco invirtió una ingente superioridad numérica y tecnológica para hacer el mayor daño posible a las tropas republicanas. En una cruenta guerra de desgaste, solo Brunete costó la vida de 20 000 de los mejores soldados de la República y una cantidad ingente de material valioso; y apenas retrasó cinco semanas la caída de Santander[33].

La defensa de Santander se preveía ardua. El golpe militar había fracasado en la provincia por la mala planificación y la pobre puesta en práctica. Sin embargo, pese a la existencia de áreas industriales como Torrelavega, Polanco, Astillero, Reinosa y Castro Urdiales, tanto la provincia como la capital eran sumamente conservadoras[34]. Santander capital apenas había padecido las consecuencias de la guerra. Los restaurantes y las cafeterías seguían abiertos y la escasez aún no se dejaba notar[35]. Sin embargo, mientras la provincia estuvo bajo control republicano, cerca de 1300 derechistas fueron asesinados. Buena parte de la responsabilidad fue del jefe de Policía Manuel Neila Martín, un extraño nombramiento por parte del gobernador civil, Juan Ruiz Olazarán. Neila pronto pasó a dirigir la checa más notoria de la ciudad. Anteriormente tendero y campeón de tiro, Neila fue célebre por su crueldad y sus corruptelas. Se deleitaba en la tortura de los prisioneros, a quienes robaba, por lo que acabó amasando una fortuna nada desdeñable. El 27 de diciembre de 1936, los prolongados bombardeos alemanes sobre el barrio obrero del Rey acabaron con la vida de 47 mujeres, 11 niños y 9 hombres, e hirieron de gravedad a otras 50 personas. Una multitud con sed de venganza se reunió en el puerto junto al buque-prisión Alfonso Pérez, en el que había retenidos 980 prisioneros derechistas. Los milicianos lanzaron granadas de mano dentro de las bodegas del barco. A continuación, bajo la supervisión de Ruiz Olazarán y Neila Martín, se celebraron juicios sumarios en la cubierta. Los que fueron identificados como oficiales del Ejército, curas o militantes de grupos de derechas, fueron ejecutados. Aquella noche murieron un total de 156 falangistas y derechistas de otros signos[36].

La tensión ya se había apoderado de la ciudad cuando la llegada de cerca de 170 000 refugiados complicó enormemente el panorama, pues la escasez de alimentos y el hecho de ver a miles de vascos durmiendo en la calle, entre ellos soldados heridos y mutilados, generó el resentimiento de la población. Varios vascos fueron asesinados por la checa de Neila, a lo que los gudaris respondieron con ataques en represalia. Un grupo de unos 40 sacerdotes vascos se salvó de morir a manos de los anarquistas solo tras el pago de un elevado rescate. Hubo enfrentamientos entre vascos y otros republicanos de Santander. La defensa de la provincia no solo sufrió los efectos de estas divisiones, sino también la falta de compromiso en la tarea por parte de las tropas vascas y las asturianas. Por añadidura, el segundo al mando de estas fuerzas dispares, el coronel Adolfo Prada Vaquero, informó a Azaña de que el 85 por ciento de las tropas de Santander eran reclutas de dudosa lealtad. El 14 de agosto, un ejército de 60 000 soldados bien pertrechados con equipamiento y armas italianas, apoyado por la Legión Cóndor y el Corpo di Truppe Volontarie, empezó a rodear Santander. En un día resplandeciente, el apoyo de la aviación y la artillería, y la superioridad numérica garantizaron una victoria triunfal sobre las desorganizadas fuerzas republicanas y los restos del Ejército vasco. Prada dijo que la falta de resistencia quedó de manifiesto con el ágil avance de las fuerzas rebeldes, más rápido que de maniobras. La ciudad de Santander cayó el 26 de agosto. El general Mariano Gámir Ulibarri, al mando de las tropas del frente norte, demoró la orden de evacuación, por lo que fueron relativamente pocos los que pudieron escapar. El alcalde, que se quedó para entregar la ciudad, fue fusilado sin dilación[37].

La represión posterior fue mucho más dura que en el País Vasco. Una de las ejecuciones más relevantes fue la del coronel José Pérez y García Argüelles, que el 18 de julio ocupaba el cargo de gobernador militar de Santander y que, por su implicación en el golpe, había sido condenado a muerte por un Tribunal Popular, aunque la sentencia se había conmutado por una pena de cárcel. Con la llegada de los rebeldes fue detenido, al considerar que su actitud vacilante entre el 18 y el 20 de julio de 1936 había contribuido a que el golpe fracasara. El 25 de octubre lo juzgaron y lo condenaron a muerte. Fue ejecutado el 18 de noviembre. En total se juzgó a más de 1300 personas, de las que 1267 fueron sentenciadas a muerte. Otras 739 murieron asesinadas en los paseos extrajudiciales, y por lo menos otras 389 murieron a causa de los malos tratos recibidos en prisión[38].

Entretanto, las tropas vascas, una vez abandonada la lucha, se congregaron en Santoña, al este de Santander. El llamado Pacto de Santoña, negociado por el gobierno vasco con las fuerzas italianas, les llevó a pensar que serían evacuadas a Francia, pues confiaban en la oferta que el hermano de Franco, Nicolás, había hecho el 23 de julio, según la cual no habría represalias y se darían facilidades para la evacuación de las principales figuras si los vascos se rendían. Tras largas demoras que les hubieran permitido organizar una evacuación más temprana, los vascos finalmente accedieron a entregarse a los italianos en Santoña, el 26 de agosto. En cumplimiento del acuerdo alcanzado, 473 dirigentes políticos y militares vascos embarcaron en dos buques británicos, el Seven Seas Spray y el Bobie, bajo protección italiana. Al día siguiente, por orden de Franco, barcos de guerra del Ejército nacional bloquearon el puerto, y Dávila pidió a los italianos que desembarcaran a los refugiados. Durante cuatro días los aliados se negaron y mantuvieron retenidos a los prisioneros, hasta que el 31 de agosto Franco ordenó personalmente a los italianos que los entregaran[39]. Tras recibir garantías de que se respetarían las condiciones de la rendición, el 4 de septiembre los italianos cedieron a los cautivos. Para su consternación, se iniciaron de inmediato los juicios sumarios y se dictaron cientos de penas de muerte. Entre las víctimas estaba la cúpula militar del Ejército vasco en pleno. Los prisioneros juzgados en Santoña fueron trasladados a Bilbao en diciembre de 1937 para su ejecución[40].

Además de las ejecuciones, la represión en el País Vasco se llevó a cabo también a base de multas y confiscaciones. Se retiró la licencia profesional a muchos médicos, abogados, arquitectos e ingenieros; al igual que en las demás regiones, los maestros fueron un objetivo prioritario. Al lehendakari, José Antonio Aguirre, se le impuso una multa de 20 millones de pesetas y se le requisaron las propiedades. En 1939, los rebeldes impusieron una multa de 100 millones de pesetas al magnate naviero y político nacionalista sir Ramón de la Sota, fallecido tres años antes. Su familia fue despojada de todos sus negocios y propiedades, entre las que había cuarenta barcos que se habían utilizado en la evacuación de Bilbao. Otro caso emblemático fue el de la familia Abando. El empresario Julián de Abando y Oxinaga, de setenta y siete años, fue arrestado, a pesar de sus graves problemas de salud, y castigado con una multa de más de un millón de pesetas. Dos de sus hijos acabaron detenidos también y fueron condenados a largas penas de cárcel. Uno de ellos, el distinguido ginecólogo Juan Blas de Abando y Urrexola, vio confiscada su clínica[41].

La represión se dirigió también contra la lengua vasca. En el célebre discurso que pronunció al asumir la alcaldía de Bilbao, José María de Areilza declaró que «la gran vergüenza del clero separatista se acaba para siempre». La primera medida fue atacar la estrecha relación entre el clero vasco y el pueblo mediante la prohibición del euskera en todas las actividades eclesiásticas, ya fuera la oración colectiva, los sermones o la enseñanza del catecismo. Si bien las autoridades de la Iglesia permitían el uso del idioma autóctono, el general Severino Martínez Anido, jefe de Seguridad y Orden Público de Franco, las desautorizó, y los curas que hablaban a sus feligreses en su lengua materna fueron castigados con multas severas[42].

Así pues, no es de extrañar que entre los prisioneros apresados en Santoña hubiera 81 sacerdotes del Cuerpo de Capellanes de la Armada Vasca, un organismo único entre las fuerzas republicanas, dedicado a administrar la misa y los sacramentos en el frente. Tres de ellos fueron condenados a muerte, aunque con posterioridad se les conmutaron las penas. A los otros les cayeron sentencias de entre seis y treinta años de cárcel. Victoriano Gondra y Muruaga, uno de los capellanes de los gudaris, era conocido con el sobrenombre de «aita Patxi», nombre que adoptó inspirado en Francisco de la Pasión al unirse a la Orden Pasionista. Encarcelado junto a otros gudaris en el campo de concentración de San Pedro de Cardeña, cerca de Burgos, fue condenado a trabajos forzados. Al enterarse de que Esteban Plágaro, un comunista asturiano que había sido condenado a muerte por tratar de escapar, estaba casado y era padre de cinco hijos, «aita Patxi» se ofreció a que lo ejecutaran en su lugar. Para poner a prueba su entereza, le dijeron que su petición había sido aceptada y lo colocaron ante el pelotón de fusilamiento; entonces le informaron de que, en vista de su requerimiento, habían indultado al asturiano. Volvió a su barracón, para enterarse al día siguiente de que Plágaro había sido ejecutado al amanecer[43].

En Asturias, el legado de la represión tras los sucesos de octubre de 1934 garantizaba una lucha encarnizada. Al principio del conflicto, el golpe militar fracasó, salvo en los dos puestos de avanzada que los rebeldes tenían en el cuartel de Simancas, en Gijón, y en la ciudad de Oviedo, tomada a raíz de la duplicidad del coronel Antonio Aranda, que tras declararse leal a la República, llegó incluso a convencer a las autoridades locales de que estaba dispuesto a distribuir armas entre los obreros. Luego anunció que en Oviedo no había suficientes armas ni municiones, pero había conseguido nuevos suministros en León. Por tanto, el domingo 19 de julio, cerca de 3500 mineros y obreros siderúrgicos desarmados partieron confiados hacia León, unos en tren, otros en una caravana de camiones. Una vez allí, alrededor de 300 consiguieron armas obsoletas con munición inadecuada, y el grupo continuó hacia el sur, hasta la localidad zamorana de Benavente. Mientras tanto, en Oviedo, Aranda se declaró a favor de los rebeldes, y los obreros que aguardaban las armas en la ciudad fueron masacrados. En Benavente, el 20 de julio, la expedición de milicianos tuvo noticia de la traición de Aranda y decidieron volver a Oviedo. Los que habían viajado en tren se vieron obligados a regresar por Ponferrada, una ciudad ya en manos de la Guardia Civil. La milicia luchó con arrojo a pesar de la escasez de armas, pero hubo muchas bajas y los combatientes se replegaron hacia Asturias, muchos a pie. El 21 de julio, los mineros que viajaban en camiones volvieron para sitiar Oviedo. El Comité del Frente Popular, presidido por Belarmino Tomás, estableció su cuartel general en Sama de Langreo[44].

En Gijón, el golpe había fracasado en buena medida por la indecisión del comandante del cuartel de Simancas, el coronel Antonio Pinilla Barceló. Sitiado en el cuartel por los anarquistas, que eran mayoría en el comité local, Pinilla había supervisado por radio el cruento bombardeo de la ciudad, que se llevó a cabo desde el buque de combate rebelde Almirante Cervera. Solo el 14 de agosto, los ataques aéreos y la artillería naval hicieron blanco en la estación de ferrocarril y el hospital, dejando 54 muertos y 78 heridos graves. Amparados por la ira popular tras la matanza, un grupo de milicianos de la FAI, acompañados de algunos comunistas, se dirigieron a la iglesia de San José, donde permanecían retenidos 200 derechistas. Eligieron a los más prominentes y los asesinaron. Un segundo grupo de milicianos llegó más tarde y se llevó a otro puñado de prisioneros, entre los que había 26 sacerdotes y religiosos. Hubo más ejecuciones durante la noche. En total, mataron a 106 derechistas[45]. Entre el 19 y el 21 de agosto, los milicianos asaltaron el cuartel tratando de tomarlo; Pinilla, haciendo frente a la derrota, rechazó el ofrecimiento de rendirse a cambio de que se respetaran las vidas de los defensores, y pidió que el buque rebelde destruyera el edificio. Imaginando que el mensaje era una trampa, el capitán del Almirante Cervera rehusó abrir fuego. El cuartel fue invadido, y Pinilla y sus hombres murieron ejecutados en las ruinas[46].

El sitio de Oviedo se prolongó otros dos meses más. Dentro de la ciudad, Aranda luchaba contra lo que consideraba su enemigo interior, pues aseguraba que la mitad de los habitantes de la ciudad eran partidarios de los republicanos; uno de sus ayudantes elevó la cifra a tres cuartas partes de la población[47]. Aranda también le dijo a Webb Miller, de United Press, que había 700 presos retenidos como rehenes[48]. Las fuentes republicanas elevaban a más de un millar el número de prisioneros; entre ellos había esposas de líderes sindicales y diputados por Asturias, de muchos de los cuales nunca más se supo. Poco después de que Aranda se hiciera con la ciudad, había lanzado un eficaz ataque contra el cuartel de Santa Clara, ocupado por la Guardia de Asalto, leal a la República. Tras el combate, 25 milicianos y 2 guardias de asalto fueron ejecutados. Se ha sugerido que la represión no alcanzó proporciones mayores por los temores de los rebeldes a represalias si la ciudad caía en manos de los sitiadores. Aunque, ciertamente, el propio Aranda guardó cierta distancia con la represión, su delegado de Orden Público, el comandante Gerardo Caballero, que había destacado en las represalias tras los sucesos de octubre de 1934, se encargó de mantener vivo el clima de terror. Por orden suya, los escuadrones falangistas salían de noche a apresar izquierdistas, y con frecuencia aparecían cadáveres en las calles. Más de 60 personas no identificadas, entre ellas 12 mujeres, acabaron en los cementerios públicos. En las acciones militares se utilizaba a los prisioneros a modo de escudos humanos[49].

No cabía duda de que la relativa contención de la violencia cambiaría si la columna de apoyo procedente de Galicia conseguía liberar la ciudad; los 19 000 hombres de dicha columna contaban, desde finales de septiembre, con el refuerzo de una Bandera de la Legión (500 hombres) y ocho Tabores de Regulares (2000 hombres más). Por el camino ejecutaban a todos los milicianos que caían prisioneros. Además, a medida que la columna tomaba los pueblos por los que pasaba, iba matando a gran número de maestros de escuela, mujeres incluidas, así como a otros presuntos adeptos republicanos, sin que mediara juicio alguno. Tras el paso de las tropas, escuadrones de falangistas acometían la sangrienta tarea de «limpieza», como la llamaban. Un grupo que operaba en pueblos pequeños como Luarca, Boal, Castropol y Navia, cometió numerosos asesinatos, entre otros, el de varias mujeres jóvenes. Era un escuadrón célebre por utilizar el «cangrejo», un camión militar en el que transportaban a sus víctimas a lugares remotos, donde luego las asesinaban. Además de las muchas ejecuciones extrajudiciales, celebraron rapidísimos juicios sumarios en los que sentenciaron a muerte a multitud de personas por «rebelión militar»[50].

La suerte de cientos de rehenes que permanecían retenidos en la capital asturiana quedó sellada con la llegada, el 17 de octubre de 1936, de la columna rebelde gallega, justo cuando la ciudad de Oviedo, acuciada por la falta de víveres y electricidad, estaba a punto de rendirse al sitio de los mineros. El jubiloso comentario que apareció al día siguiente en el ABC de Sevilla revelaba el tenor de los avances rebeldes: «Ayer entraron en Oviedo victoriosas las columnas nacionales tras de hacer una verdadera carnicería a los mineros rojos que la asediaban»[51]. Hasta 370 prisioneros fueron ejecutados sin juicio alguno, muchos de ellos durante el presunto traslado a prisiones más al oeste. Dos expediciones, una con 45 prisioneros a finales de octubre, y otra con 46 en diciembre, no llegaron nunca a destino. Al mismo tiempo, continuaba la farsa de los juicios militares. Tras brevísimos procesos, las ejecuciones se llevaban a cabo de inmediato; entre ellas, las de los guardias de asalto que se habían mantenido leales a la República, la del gobernador civil Isidro Liarte Lausín, la del director del Orfanato Minero, la del líder de los mineros y diputado del PSOE Graciano Antuña, y la del rector de la universidad, Leopoldo Alas Argüelles. Este último era el hijo del novelista Leopoldo Alas «Clarín», cuya novela La Regenta era una disección demoledora del provincianismo y la hipocresía de la alta sociedad ovetense. Distinguido abogado, el hijo del novelista había sido subsecretario de Educación y diputado parlamentario en las Cortes Constituyentes. Tras un juicio grotesco, Leopoldo Alas, hijo, fue fusilado el 20 de febrero de 1937. En la ciudad corrió la creencia de que no lo mataron por sus políticas moderadas, sino para satisfacer el deseo de venganza de la burguesía local contra la figura de su padre[52].

Tras la llegada de la columna de relevo gallega, las tropas republicanas trataron de reconquistar Oviedo. Aunque seguían dominando el sur y el este de la provincia, sus esfuerzos fueron en vano. Una vez cayó Santander, Asturias pasó a estar en el punto de mira de Franco y, para retrasar el ataque, el general Vicente Rojo hizo un intento feroz de tomar Zaragoza. Las fuerzas republicanas atacaron el pueblo de Belchite, pero esta vez Franco no mordió el anzuelo como en el asalto a Brunete, sino que el 2 de septiembre lanzó un gran ataque por tres flancos contra una Asturias ya rodeada. A las órdenes del general Dávila y capitaneadas en el campo de batalla por los generales Antonio Aranda y José Solchaga, las tropas avanzaron con rapidez por las montañas, barridas por el viento y la lluvia. Deseoso de poner fin a la campaña antes del invierno, Franco imbuyó al Estado Mayor de una urgencia mayor de la habitual. La acometida de los nacionales supo aprovechar el hecho de que los republicanos carecieran prácticamente de cobertura aérea. Aunque Asturias era, por sus condiciones geográficas, un reducto defensivo natural, también estaba bloqueada por la flota rebelde y fue bombardeada sin piedad desde el aire. La moral de los defensores quedó minada a medida que los alemanes perfeccionaban sus técnicas de ataque a tierra con incursiones contra los valles, utilizando una combinación de bombas incendiarias y gasolina para crear una forma rudimentaria de napalm[53].

Después de la caída de Santander, los asturianos formaron un gobierno independiente, apartaron al general Gamir y nombraron al coronel Prada comandante de las fuerzas militares. En Gijón se había ejercido una dura represión sobre la derecha local, a menudo incurriendo en una violencia gratuita, con el cierre de pequeños negocios y la confiscación de comercios, así como el encarcelamiento de niños y adolescentes porque sus padres habían sido acusados de fascistas. Los prisioneros fueron trasladados a un barco-prisión amarrado en el puerto de El Musel, al oeste de Gijón. A medida que la campaña bélica se desintegraba, aumentaron las sacas y un número significativo de prisioneros fueron ejecutados, sobre todo cerca de Oviedo, y, con el avance de los rebeldes desde Santander, también en el este de la región, en Cangas de Onís y en la playa de La Franca, en Ribadedeva[54]. De hecho, se calcula que en el curso de la guerra fueron asesinados en Asturias cerca de 2000 derechistas. Cuando los rebeldes ocuparon la provincia, las represalias se cobraron la vida de casi 6000 republicanos[55].

Tras la derrota del frente, el 21 de octubre, la población huyó en coches, autocares, camiones o a pie hasta El Musel, donde quienes pudieron se apretujaron en barcos de pesca y tomaron rumbo a Francia. Algunos bous consiguieron llegar a destino, pero otros fueron interceptados por la flota rebelde y obligados a atracar en Galicia, donde los nacionales hacinaron a los pasajeros en los campos de concentración de Rianjo, Muros de Noya, Cedeira y Camposancos. Grupos de falangistas acudieron en busca de víctimas, que trasladaban a Gijón u Oviedo para juzgarlas. Algunas fueron asesinadas allí mismo; a otras les dieron la oportunidad de alistarse en batallones de trabajo. En Camposancos se celebraron muchos juicios, si bien, como de costumbre, eran breves y el acusado tenía poca o ninguna ocasión de hablar[56].

Volviendo a Gijón, el padre Alejandro Martínez quedó sumamente consternado ante la fiereza de la represión, que describió como «un rigor innecesario, como si una especie de humanos debiera ser liquidada. Las tropas arrasaron y saquearon Gijón como si fuera una ciudad extranjera». Los regulares y los legionarios, como de costumbre, saqueaban y violaban a su antojo y, alimentados por el odio que persistía desde 1934, lo hicieron con especial vehemencia. Los quintacolumnistas que habían permanecido escondidos durante el período de dominación republicana salieron de sus guaridas ávidos de venganza. El coronel José Franco Mussió, simpatizante de los rebeldes, se había quedado en Asturias con la esperanza de salvar a prisioneros derechistas, y había preferido quedarse en Gijón a huir a la zona republicana. Lo juzgaron inmediatamente, junto a otros siete oficiales republicanos, y lo fusilaron el 14 de noviembre. Al menos una veintena de maestros de escuela fueron ejecutados, y muchos más acabaron en la cárcel. En los valles mineros, los aldeanos padecieron palizas o fueron asesinados. Los rebeldes quemaron los almiares de las granjas para atrapar a los fugitivos. Muchas mujeres fueron víctimas de paseos, abusos sexuales e incluso mutilaciones[57]. De las muchas atrocidades cometidas, una de las más cruentas tuvo lugar en el monasterio de Valdediós, cerca de Villaviciosa. El edificio había sido requisado tras la evacuación del Hospital Psiquiátrico de Oviedo, en octubre de 1936. El 27 de octubre de 1937 llegaron al lugar tropas de las Brigadas de Navarra, que sin motivo alguno mataron a 6 hombres y 11 mujeres del personal. Fueron enterrados en una gran fosa común, una de las sesenta que existen en Asturias[58].

La violencia institucionalizada se acusó especialmente en los valles mineros. En Pola de Lena fueron asesinadas más de 200 personas, muchas de ellas obligadas a cavar antes su propia tumba; tras la matanza, los asesinos montaron una juerga y se emborracharon. Cuando los rebeldes entraron en Sama de Langreo, metieron a los milicianos heridos en camiones, los llevaron a las trincheras que habían servido para el sitio de Oviedo, y allí mismo los mataron y los enterraron. En la pequeña localidad minera de San Martín del Rey Aurelio, en el valle de Turón, al este de Langreo, al menos 261 personas fueron ejecutadas. En ese mismo valle, 200 cadáveres fueron arrojados en el Pozo del Rincón[59]. Aplastados los sindicatos, quienes escaparon a las ejecuciones o a la cárcel fueron obligados a incorporarse en batallones penitenciarios para llevar a cabo trabajos forzados en las minas. Algunos lograron esconderse, o bien se sumaron a los grupos esporádicos de guerrilleros, uniéndose a menudo con fugitivos procedentes de Galicia, y fueron perseguidos durante años por patrullas falangistas y por la Guardia Civil.

Uno de los apresados fue Pascual López, de la localidad coruñesa de Sobrado dos Monxes, de quien no tuvieron noticias su esposa y sus seis hijos desde que huyera al estallar la guerra, hasta que en junio de 1939 un hombre que había servido en las filas franquistas volvió al pueblo y dijo haberlo visto en un campo de concentración próximo a Oviedo. La mujer de Pascual preparó un hatillo con comida y ropa, y mandó a su hijo Pascualín, de trece años, en su busca. El muchacho tardó dos semanas en llegar a pie a Oviedo, y otra semana en localizar el campo en cuestión. Aunque su padre le dijo que volviera a casa, Pascualín se quedó; de día robaba comida y de noche se colaba en el campo para dormir, al raso, junto a Pascual. A principios de octubre, un grupo de falangistas llegó y se llevó a los prisioneros gallegos para ejecutarlos en Gijón; los falangistas iban a caballo, los reos a pie. En contra de las órdenes de su padre, Pascualín siguió la expedición durante doce días, sin que lo descubrieran. Por el camino, asesinaron a los más viejos, demasiado débiles para seguir la marcha. Cuando llegaron a El Musel, los soldados pusieron a los prisioneros en una fila sobre un espigón y les dispararon. El falangista más joven, al ver que varios seguían con vida, preguntó por qué les habían ordenado apuntar a las piernas de los rojos. El cabecilla, llamándole «novato», le explicó: «Porque así tardan más tiempo en desangrarse». Pascual no estaba muerto, y su hijo consiguió sacarlo del agua y llevarlo hasta las montañas, donde le extrajo la bala de la pierna con un cuchillo. Cuando se recuperó, mandó a Pascualín de vuelta a casa y él volvió a unirse a la guerrilla; murió poco después[60].

En Oviedo, además de los asesinatos extrajudiciales que los falangistas llevaron a cabo entre noviembre de 1937 y abril de 1938, hubo 742 personas sentenciadas a muerte. Solo en el mes de mayo de 1938, fueron 654 las personas juzgadas, y 260 las sentenciadas a muerte. Cuando en enero de 1939 los tribunales militares abandonaron Asturias para iniciar la represión en Cataluña, el juez responsable alabó a la Policía de Oviedo por la celeridad con que habían ejecutado las sentencias. En total se dictaron 1339, y todas las víctimas fueron fusiladas, a excepción de 15 presos, a quienes se les aplicó el garrote vil. Para ser enterrado en el cementerio, se obligaba al prisionero a confesarse con un sacerdote y reconciliarse con la Iglesia. Únicamente 200 presos se confesaron, aunque otros 102 recibieron sepultura tras el pago de una cuota especial por parte de sus familias. Al margen de las ejecuciones que se llevaron a cabo después de un juicio, 257 personas más murieron en la cárcel por malos tratos o desnutrición. Aproximadamente un tercio de los fallecidos eran mineros. Tampoco se debe olvidar la represión que sufrieron las mujeres, las violaciones y las palizas para que revelaran el paradero de los hombres de su familia, las cabezas rapadas, el encarcelamiento de muchas y la ejecución de, por lo menos, nueve de ellas[61].

Puesto que Gijón había centralizado el grueso de la Administración republicana, la dirección de los partidos y los sindicatos de izquierdas, y la cúpula militar, fue allí donde más se dejó notar la represión. La cárcel de El Coto, con capacidad para 200 presos, pronto albergó a cerca de 2500. En doce meses a partir del 9 de noviembre de 1937, 903 prisioneros fueron juzgados y ejecutados. Hubo muchos casos de asesinados en las sacas de los falangistas de los que no existe registro. Además, las palizas y la tortura eran moneda corriente. La plaza de toros, así como las antiguas fábricas de El Cerillero y La Algodonera, sirvieron de prisiones improvisadas. Todos los que tuvieran que ver con actividades políticas o sindicales fueron eliminados. El fiscal militar de Gijón pidió tantas penas de muerte en tan poco tiempo que lo apodaron «Metralleta». Hubo 98 ejecuciones en los dos últimos meses de 1937, y otras 849 en 1938. Por añadidura, estaban los asesinatos extrajudiciales. El director del cementerio del Sucu (en Ceares) declaró que muchos días se descargaban entre 70 y 80 cadáveres. Un monumento inaugurado recientemente en El Sucu lleva los nombres de 1882 hombres y 52 mujeres que fueron enterrados en la fosa común entre el 21 de octubre de 1937 y 1951. Entre ellos hay más de 1245 ejecutados en El Coto tras pasar por consejos de guerra; 84 personas que murieron a causa de palizas, torturas y enfermedades provocadas por la desnutrición, el hacinamiento y las pésimas condiciones sanitarias; otros fallecidos en El Cerillero, y los paseados cuyos nombres se conocen. El 70 por ciento de los ejecutados eran obreros[62].

Tras la conquista del norte, el 1 de octubre de 1937 se celebró en toda la España nacional el aniversario del nombramiento de Franco como jefe de Estado, consagrado a partir de entonces como «Día del Caudillo». En la localidad soriana de San Leonardo, Yagüe, vestido con la camisa azul de la Falange, pronunció un discurso que arrancó el aplauso general al hablar de la clase trabajadora en estos términos: «Ellos no son malos, los auténticos malvados son esos dirigentes que les engañaron con doradas promesas. Contra ellos hay que ir hasta exterminarlos por completo». A continuación, describió el nuevo orden falangista y provocó risas y más aplausos al declarar:

Y al que resista, ya sabéis lo que tenéis que hacer: a la cárcel o al paredón, lo mismo da. Nosotros nos hemos propuesto redimiros y os redimiremos, queráis o no queráis. Necesitaros, no os necesitamos para nada; elecciones, no volverá a haber jamás, ¿para qué queremos vuestros votos? Primero vamos a redimir los del otro lado; vamos a imponerles nuestra civilización, ya que no quieren por las buenas, por las malas, venciéndoles de la misma manera que vencimos a los moros, cuando se resistían a aceptar nuestras carreteras, nuestros médicos y nuestras vacunas, nuestra civilización, en una palabra[63].

El discurso de Yagüe era un recordatorio, caso de que hiciera falta, de lo que ocurriría si caían en manos de los rebeldes nuevos territorios. Imaginando que la siguiente iniciativa de Franco sería atacar Madrid, el alto mando republicano decidió emprender un asalto preventivo contra Teruel, capital de la más inhóspita de las provincias aragonesas. Las líneas nacionales mantenían una resistencia débil y la ciudad estaba prácticamente rodeada por las fuerzas republicanas. Bajo un clima gélido que registró las temperaturas más bajas del siglo, una lucha salvaje puerta a puerta permitió a los republicanos capturar la plaza de los nacionales el 8 de enero. Sin embargo, dotado de una enorme superioridad de medios, Franco respondió con un contraataque feroz. Los republicanos, debilitados tras la defensa de sus posiciones, tuvieron que retirarse el 21 de febrero de 1938, antes de que Teruel fuera sitiada. Entonces, a principios de mayo, Franco lanzó una gran ofensiva hacia el este. A mediados de abril, sus tropas habían llegado al Mediterráneo, dividiendo así en dos la zona republicana y ocupando todo Aragón.

De hecho, buena parte de la región llevaba tiempo en manos de los rebeldes y había sufrido una represión brutal. El golpe militar había conquistado buena parte de la provincia de Zaragoza, salvo la franja estrecha entre Huesca y Teruel. Antes de que la ofensiva franquista conquistara ese territorio, en marzo de 1938, la represión había alcanzado elevadas cotas de violencia en la provincia[64]. Las dos primeras semanas vieron el arresto y la ejecución de unos 80 líderes sindicales, dirigentes de partidos políticos y funcionarios republicanos. Después, una oleada de terror expandió la violencia a gran escala, con 730 ejecuciones solo en el mes de agosto. Los paseos nocturnos a cargo de las «patrullas de vigilancia», capitaneadas por falangistas y carlistas, contribuían a las actividades de la Policía (más formales) en esta purga de «indeseables», ocupándose de las ejecuciones extrajudiciales. Sin embargo, las matanzas no disminuyeron cuando, a partir de septiembre, se establecieron tribunales militares, pues en los cuatro meses siguientes morían a diario un promedio de 13 personas, alcanzando un total de 2578 muertes antes del final de 1936. La ferocidad de la represión respondía, obviamente, a un plan previo de exterminio, que en parte se intensificó a causa del temor que despertaba la presión de las columnas anarquistas en el este de la provincia. Aun así, los civiles que participaron en las matanzas de Zaragoza actuaban movidos, como en el resto de los lugares, por el mero deseo de matar, por la voluntad de ocultar un pasado izquierdista y buscar el favor del nuevo régimen, por la envidia o por resentimientos enconados[65].

La proximidad de las columnas anarquistas tal vez explique una ejecución masiva que tuvo lugar en Zaragoza a principios del mes de octubre. A finales de agosto, la emisora rebelde de Zaragoza había anunciado el reclutamiento para formar una nueva unidad del Tercio de Extranjeros, bajo el nombre «Bandera de la Legión General Sanjurjo». En Navarra, los puestos de la Guardia Civil recibieron órdenes de obligar a los sospechosos de simpatizar con la izquierda a personarse en los banderines de enganche; cuando acudían al cuartel, se les daba a escoger entre «el Tercio o la cuneta». En la provincia de Logroño se publicaron llamamientos similares en la prensa local pero, para alcanzar el número de reclutas requerido, a los jóvenes se les ofreció también la disyuntiva entre ser paseados o unirse a la Bandera de la Legión Sanjurjo. Entre el 2 y el 10 de septiembre, varios centenares de muchachos se trasladaron a Zaragoza para recibir la instrucción. El 27 de septiembre les tomaron juramento y el 1 de octubre los mandaron al frente de Almudévar, en la zona sur de Huesca. Sin embargo, antes de entrar en acción contra las columnas anarquistas catalanas, les ordenaron volver a Zaragoza, donde los desarmaron, pues las autoridades militares sospechaban que muchos planeaban desertar. Entre el 2 y el 10 de octubre, los fueron llevando en grupos pequeños a un campo tras la Academia Militar de Zaragoza, donde los ejecutaban. Los cadáveres acabaron enterrados en una enorme fosa común del cementerio de Torrero. De los más de 300 asesinados, 218 eran navarros[66].

Las rencillas y las animadversiones personales desempeñaron un papel mucho más crucial en Uncastillo, un pueblo situado en el extremo norte de la provincia de Zaragoza, a medio camino entre Pamplona y Huesca, donde se perpetró un acto de venganza por los sucesos de octubre de 1934 mencionados en el capítulo 3. En esa aldea remota fueron asesinadas 180 personas. Del mismo modo que ocurrió en otras zonas del Aragón rural bajo control rebelde, irrumpieron en Uncastillo varios grupos de falangistas y requetés, que, con la colaboración de los guardias civiles, entraron en las casas, se llevaron los bienes y detuvieron a los miembros de organizaciones y sindicatos de izquierdas, así como a sus amigos y familiares. Las detenciones se basaron en documentos incautados, rumores o denuncias de los derechistas locales, que a menudo nacían de rencillas personales ocasionadas por conflictos económicos o sentimentales. A las detenciones de hombres, mujeres y adolescentes, se sucedían las salvajes palizas y, con frecuencia, la muerte. Por el «crimen» de haber bordado una bandera republicana, dos hermanas, Rosario y Lourdes Malón Pueyo, de veinticuatro y veinte años, fueron violadas y luego asesinadas; los responsables quemaron sus cadáveres. En este caso, los hechos tuvieron lugar fuera de la aldea, pero muchas ejecuciones se hacían en público y se obligaba a todo el pueblo a estar presente.

Muchas veces, los arrestos y los asesinatos se llevaban a cabo por recomendación del párroco. En el caso de una joven de diecinueve años, embarazada de gemelos, el doctor del pueblo pidió que se le perdonara la vida, y la Guardia Civil aceptó su razonamiento; a regañadientes, los falangistas también accedieron; pero el cura allí presente exclamó «Muerto el animal, muerta la rabia», y finalmente fue ejecutada[67].

La víctima más prominente fue el alcalde, Antonio Plano Aznárez, quien, cabe recordar, se había granjeado el odio de los terratenientes de la zona por haber mejorado las condiciones laborales de los jornaleros. También se le hizo responsable, aunque injustamente, de los actos revolucionarios que habían tenido lugar entre el 5 y el 6 de octubre de 1935. En un principio lo mantuvieron arrestado en Zaragoza; a partir del 30 de julio, su esposa, Benita, y sus hijos, Antonio y María, fueron encarcelados en el cuartel de la Guardia Civil.

A principios de octubre, llevaron a Antonio Plano de Zaragoza a Uncastillo para ejecutarlo en coincidencia con el segundo aniversario de los sucesos de octubre de 1934. No fue solo un acto de venganza por el pasado, sino también un escarmiento de cara al futuro. Plano representaba en la región todo lo que la República ofrecía en términos de justicia social y educación; por ello, no se conformaron con matarlo, sino que lo sometieron a la forma más brutal de humillación, tanto antes como después de su muerte. Lo sacaron del cuartel de la Guardia Civil chorreando sangre como consecuencia de las palizas recibidas. La Guardia Civil y los falangistas obligaron a los demás aldeanos a presenciar la barbarie. Le habían obligado a tomar una botella de aceite de ricino, así que cubierto de sangre y de sus propios excrementos, tuvieron que sujetarlo a un tablón de madera a fin de mantenerlo erguido. Frente a la iglesia lo fusilaron, para regocijo y aplauso de los derechistas allí presentes. A continuación, siguieron maltratando su cuerpo, hasta que uno de los falangistas lo mutiló con un hacha. Un año después de su muerte, Plano fue penalizado con una colosal multa de 25 000 pesetas, y su esposa con otra de 1000. Para poder cobrarlas, las autoridades confiscaron el domicilio familiar y los bienes que contenía. Hubo muchos casos similares, que ponían en bandeja una excusa para robar las propiedades de los asesinados. En Uncastillo murieron en total 140 izquierdistas. Buena parte de los 110 lugareños juzgados por los sucesos de 1934 habían huido, pero 44 de los que seguían en el pueblo fueron ejecutados[68].

En Teruel, la provincia española con menor densidad de población, la pequeñísima guarnición rebelde rápidamente se hizo con el poder. A pesar de no tratarse de una zona caracterizada por los conflictos sociales, las detenciones comenzaron de inmediato. Las primeras víctimas fueron, como en el resto del país, sindicalistas, políticos y funcionarios republicanos. Una segunda oleada de violencia se inició en marzo de 1937, con la entrada de las tropas rebeldes en los municipios del este de la provincia que habían estado bajo control republicano. Uno de los incidentes más cruentos tuvo lugar en el pueblo de Calanda, donde alrededor de 50 personas fueron asesinadas, entre ellas una mujer a la que apalearon hasta la muerte, y donde se produjeron también numerosas violaciones. Al final de la guerra, los que escaparon de la provincia de Teruel durante la toma franquista tuvieron que elegir entre el exilio o volver a casa. Creyendo que, al no haber cometido ningún crimen, no tendrían problemas, muchos regresaron a sus hogares. Quienes volvieron a Calanda fueron apresados al apearse del autocar. El jefe local de la Falange, Miguel Gascón Mas, y el secretario del ayuntamiento, José Román Rodríguez Sanz, organizaron las torturas, palizas, agresiones sexuales y asesinatos que siguieron. Tal escándalo causaron los sucesos que el gobernador civil de la provincia dio parte a las autoridades del Ejército y, a raíz de la denuncia, los que habían perpetrado las tropelías fueron juzgados y condenados a ocho años de cárcel[69]. En ninguno de estos estallidos represores se registraron formalmente todas las muertes. Sin embargo, se conocen los nombres de 1030 personas ejecutadas en Teruel, 889 en el curso de la guerra y otras 141 después. A esta cifra cabe añadir 258 prisioneros trasladados a Zaragoza para su ejecución. Hay muchos otros que no constan en el Registro Civil o no fueron enterrados en cementerios. A sus asesinos no les interesaba que se supiera demasiado y, por consiguiente, las autoridades franquistas hicieron un esfuerzo coordinado para ocultar la magnitud de la violencia en Teruel[70].

La escala de la represión en Teruel refleja una combinación del plan básico de exterminio de los golpistas con el miedo de las exiguas tropas rebeldes en una provincia muy vulnerable al ataque republicano. Entre los primeros arrestados tras el 20 de julio de 1936 estaban el alcalde, el secretario de la sede provincial del Partido Socialista, los directores del instituto de enseñanza media y los maestros de la escuela normal. Las esposas y los familiares de los que habían huido a la zona republicana fueron detenidos; en el caso de la mujer y la hija de diecisiete años del concejal socialista Ángel Sánchez Batea, las arrestaron y finalmente las ejecutaron. Recluyeron a todos los detenidos en el seminario de la ciudad, donde vivieron hacinados y en pésimas condiciones hasta que los mataron. Hasta el 13 de agosto, cuando empezaron las ejecuciones, hombres y mujeres hicieron trabajos forzosos arreglando las carreteras. A partir de esa fecha, los sacaban al despuntar el alba en las llamadas «camionetas del amanecer», «de la muerte» o «del medio viaje»[71].

Uno de los destinos era el pueblo de Concud, a unos 4 kilómetros de la capital. En un foso de 2 metros de ancho y más de 70 metros de profundidad, conocido como «Los Pozos de Caudé», fueron arrojados cientos de cadáveres de hombres y mujeres, entre ellos los de un buen número de adolescentes. Pocos militaban en política: su crimen consistía simplemente en haberse mostrado críticos con el golpe militar, en guardar relación con un prófugo, en tener una radio, o en haber leído la prensa liberal antes de la guerra. Durante la dictadura, nadie se acercaba al foso por miedo, aunque de vez en cuando había quien, por la noche, dejaba ramos de flores en las proximidades. En 1959 llevaron al mausoleo de Franco en el Valle de los Caídos un camión con restos mortales recuperados en el pozo. Hasta que los socialistas llegaron al poder, ya en la democracia, la gente no empezó a hacer ofrendas florales sin temor. En 1983, un campesino de la zona se presentó ante las autoridades y mostró un cuaderno donde se había dedicado a anotar el número de disparos que había oído cada noche durante la guerra, los cuales ascendían a 1005. Entre las muertes no registradas había tanto prisioneros republicanos como habitantes de las aldeas vecinas. En 2005, las obras para la instalación de un conducto de gas subterráneo llevaron a la exhumación de los restos de 15 cadáveres. Caudé es solo uno de los lugares de la provincia con esta clase de fosas comunes[72].

Al menos dos curas fueron ejecutados por las autoridades militares en la provincia de Teruel. José Julve Hernández era el párroco de Torralba de los Sisones; lo arrestaron el 25 de julio de 1936 y, por su parentesco con un alcalde del Frente Popular, lo llevaron a la cárcel de Teruel y lo ejecutaron. El segundo fue Francisco Jaime-Cantín, párroco carlista de Calamocha. En agosto de 1936, un grupo de falangistas y guardias arrestó a su hermano, Castro Pedro, que fue fusilado el 27 de septiembre en la carretera a Teruel. Al conocer la noticia, el padre Jaime-Cantín fue a informarse al cuartel de la Guardia Civil, por lo que lo arrestaron, lo trasladaron a Teruel y acabó ejecutado el 12 de diciembre de 1936. Estas muertes, sin embargo, se debieron a rencillas personales. Antes de la guerra, el terrateniente Castro Pedro se había visto envuelto en una disputa con la FNTT local por tratar de expulsar a los arrendatarios de las tierras, y perdió el juicio. Tras el golpe militar, Vicente Martínez Alfambra, el juez que había llevado el caso, fue denunciado por Castro Pedro y su hermano cura, que lo acusaron de rojo peligroso, y fue fusilado el 12 de septiembre. Sin embargo, un hermano de Martínez Alfambra era oficial del bando rebelde, y al descubrir en Calamocha que el terrateniente y el cura habían utilizado pruebas falsas contra el juez, hizo ejecutar a los dos[73].

Cuesta creer que los fusilamientos de sacerdotes no contaran con la aprobación tácita de monseñor Anselmo Polanco, obispo de la zona de Teruel-Albarracín, un clérigo pío, austero y conservador, dado a repartir limosnas entre los pobres. Antes de la guerra había establecido un fuerte vínculo con la derecha y, previamente a las elecciones de febrero de 1936, escribió una circular destinada a todos los párrocos de su región, en la que afirmaba que la lucha se dirimía entre «los defensores de la religión, de la propiedad y de la familia» y «los voceros de la impiedad, del marxismo y del amor libre»; en definitiva, entre «las dos ciudades enemigas de que habla San Agustín: los bandos opuestos del bien y del mal»[74]. No era la clase de mensaje con que ganarse el cariño de los condenados de la Tierra.

Cuando empezó la Guerra Civil, Polanco se decantó abiertamente por los rebeldes, y no solo por razones religiosas. En el ámbito local, frecuentaba a las autoridades militares, a pesar de que el comandante de la región fuera el general Miguel Cabanellas, conocido republicano y masón. El 31 de julio de 1936, Polanco se refirió en su pastoral al «levantamiento de nuestro glorioso Ejército Nacional para la salvación de España». El 14 de marzo de 1937, denunciando el anticlericalismo en términos furibundos, habló de «las hordas marxistas que a mansalva cometieron toda clase de atropellos y crímenes, habiendo sido las personas y cosas sagradas el blanco principal de su furor», y apostilló: «El odio satánico de los revolucionarios ateos ha sembrado por todas partes la desolación amontonando escombros y ruinas» y «el vandalismo soviético»[75].

Denunciaba las propuestas para mediar entre los dos bandos, arguyendo que el único fin deseable de la guerra era la victoria absoluta de Franco. No es de extrañar, por tanto, que no hiciera ninguna declaración pública acerca de la represión brutal que sufrió su propia diócesis, por más que existen testimonios de su aflicción íntima ante las ejecuciones. Trató de salvar, aunque sin éxito, a algunos parroquianos del área proletaria y pobre de Teruel conocida como «El Arrabal». De hecho, cuando en una ocasión intercedió ante las autoridades militares a favor de un prisionero, un conocido falangista le dijo: «Como siga viniendo por aquí, a quien vamos a fusilar será a usted»[76].

Fueran cuales fuesen los sentimientos íntimos de Polanco, no llegaron a pesar más que el entusiasmo que mostraba en público por la causa rebelde. Entre los más de 1000 asesinatos cometidos por los fascistas en Teruel durante la guerra, dos de los incidentes más tristemente célebres ocurrieron en la plaza del Torico. El primero tuvo lugar el 26 o 27 de agosto de 1936 cuando llegaron dos camiones, que aparcaron en la plaza. Del primero bajó una banda de música y empezó a tocar. Cuando alrededor de la orquesta se había reunido una pequeña multitud, los falangistas cerraron las salidas y sacaron a 13 prisioneros del segundo camión, entre los que había una chica de veinte años y el director de la escuela pública, José Soler. Los hicieron desfilar por la plaza, insultándolos y ridiculizándolos, y luego los ejecutaron. Una vez retirados los cadáveres, los músicos siguieron tocando, mientras los espectadores bailaban en medio de charcos de sangre: una combinación no infrecuente de fiesta y horror[77]. Al parecer, el obispo estuvo presente, pues existen pruebas de que protestó ante las autoridades por el baile[78].

El segundo incidente guarda relación con un desfile que la Bandera Palafox —el batallón legionario perteneciente al Tercio Sanjurjo— hizo a principios de agosto de 1937. Los legionarios pasaron por delante del Palacio Episcopal exhibiendo restos humanos ensartados en sus bayonetas, pertenecientes a las 78 víctimas de la batalla por el control de la zona próxima a Campillo y Bezas, al oeste de Teruel y al sur de Albarracín. La Bandera iba encabezada por un tal comandante Peñarredonda, y la integraban los republicanos de Zaragoza que se habían alistado en la Legión para salvar la vida y habían sobrevivido a la masacre de octubre de 1936. Bezas había caído el 1 de agosto[79]. Los prisioneros fueron desnudados en la plaza del pueblo, luego ametrallados y, por último, mutilados. En el desfile había también un prisionero cargado con mantas y atado a un cabestro, como si fuera una bestia de carga. Según Indalecio Prieto, Polanco presidía el desfile. Tal vez no lo hiciera formalmente, pero poca duda cabe de que presenció el acto. El gobernador general de Aragón, José Ignacio Mantecón, habló sobre este asunto largo y tendido con Anselmo Polanco cuando las tropas republicanas lo detuvieron tras la toma de Teruel. El obispo le contó, «impasible, cómo había presenciado desde el balcón del Palacio Episcopal el desfile del Tercio de Sanjurjo por la ciudad con los soldados llevando en la punta de sus bayonetas, orejas, testículos y otros miembros de un centenar de rojos hechos prisioneros en Bezas y que previamente dejados en pelota fueron fusilados con ametralladora en la plaza del pueblo, calificando el hecho como naturales excesos de toda guerra…»[80].

Tres curas interrogados por oficiales republicanos declararon que el obispo se había quejado ante las autoridades militares rebeldes, tanto por los sucesos de la plaza del Torico como por el obsceno espectáculo de la Legión. Los tres habían sido detenidos el 8 de enero de 1938 en el seminario de Teruel, tras la toma de la ciudad por los republicanos, con los cañones de sus fusiles todavía calientes por los disparos. El ambiente distendido del interrogatorio puede deducirse del ingenuo comentario que hicieron: «El señor Obispo no protestó del resto de los fusilamientos hechos en Teruel (unos 2000) por considerarlo inútil y además porque el escándalo de las conciencias no era tan grave como en los celebrados públicamente»[81].

De hecho, la actitud de Polanco ante la represión se infiere también a partir de las instrucciones que mandó a los párrocos de su diócesis el 3 de agosto de 1937. En caso de que el libro de defunciones de la parroquia hubiera sido destruido o extraviado, ordenó que se obtuviera uno nuevo y que a partir de entonces las entradas se atuvieran a las cuatro categorías siguientes: «de muerte natural; asesinado por los revolucionarios; en el frente de batalla; fusilado por orden de la autoridad militar». También es digno de mención que, además de los tres sacerdotes armados con fusiles apresados en el seminario, cuatro de sus párrocos diocesanos sirvieran en el frente, con la aprobación explícita de Polanco, aunque no en calidad de capellanes, sino de combatientes[82].

Cuando el propio Polanco fue capturado tras la caída de Teruel, el entonces ministro de Defensa, Indalecio Prieto, intervino para evitar que los milicianos lo fusilaran. El padre Alberto Onaindía fue a ver a Prieto para interceder por Polanco y le hicieron una crónica del interrogatorio del obispo. El principal cargo contra él era haber firmado la Carta Colectiva del 1 de julio de 1937, la cual se consideraba una incitación a la sublevación militar y una justificación de la misma. Al preguntarle si tenía conocimiento de dicha carta, Polanco contestó que, puesto que era uno de los firmantes, difícilmente podía negarlo. Al preguntarle luego si cambiaría alguna cosa de dicho documento, repuso: «La fecha. Debiéramos de haberla escrito antes». Ante su respuesta, el oficial puso fin al interrogatorio diciendo: «Usted, señor Obispo, es un español ejemplar. Sus palabras indican carácter y hombría. Aquí todos somos españoles, y lo triste es que Ud. se encuentra en un campo y nosotros en otro». Con permiso de Prieto, Onaindía visitó a Polanco en la cárcel y lo encontró animado, consideró que estaba tratado con respeto y, en general, bien atendido. Cuando Onaindía le habló de la represión franquista en el País Vasco, mencionando las ejecuciones de curas, Polanco escuchó impertérrito, pero a todas luces no quería saber nada de todo aquello[83]. Al fin y al cabo, como hemos visto, dos sacerdotes de su diócesis, los párrocos de Torralba de los Sisones y Calamocha, habían sido ejecutados por los rebeldes, presumiblemente con su consentimiento. Varios meses después, gracias a la intervención de Julián Zugazagoitia y Manuel Irujo, Polanco obtuvo permiso para celebrar la misa diaria, aunque él mismo optó por hacerlo solo en domingos y fiestas de guardar[84].

A pesar de que el alzamiento militar triunfó en dos de las tres principales ciudades de Huesca, la capital y Jaca, al principio los rebeldes controlaban solo un tercio de la provincia. La sensación de vulnerabilidad ante un ataque de los republicanos garantizó, por tanto, una represión especialmente severa, que acabó rozando las 1500 víctimas; una cifra comparable a la represión de los anarquistas en la parte de la provincia bajo control republicano. En la capital, el mando del Ejército estaba en manos del general Gregorio de Benito, estrechamente vinculado a Mola, pues había servido a sus órdenes en África. Como era de esperar, exigió la ejecución inmediata de varios masones, entre ellos el alcalde, Mariano Carderera Riva, y el arresto de los demás funcionarios republicanos. La huelga general se atajó de raíz, con la detención de miembros liberales de la clase media, en especial médicos y maestros, miembros de UGT (el sindicato mayoritario tanto en Jaca como en Huesca), y esposas y familiares de los que habían huido. Hubo 74 mujeres ejecutadas por ser esposas o madres de prófugos o ajusticiados. Después de que el general De Benito tomara el mando de Zaragoza, la represión en Huesca pasó a ser responsabilidad de otro africanista, el coronel Luis Solans Labedán[85].

En la capital de la provincia, el Escuadrón de la Muerte llevó a cabo detenciones y se encargó también de las sacas de la cárcel y los paseos. La elección de las víctimas iba más relacionada con los resentimientos personales que con la política en sí. Tal vez la víctima más célebre fue el artista y profesor Ramón Acín Aquilué, un miembro de la CNT conocido por sus ideas pacifistas. Era amigo de Federico García Lorca y de Luis Buñuel, a quien ayudó en la realización de la película Tierra sin pan. Fue ejecutado el 6 de agosto, y puede decirse que en Huesca su muerte fue un equivalente local a la de Lorca. La esposa de Acín, Concha Monrás, murió ejecutada el 23 de agosto junto a otros 94 republicanos, entre los que había una mujer embarazada. En los hijos pequeños de los fusilados ni siquiera se pensaba; a lo más que podían aspirar los huérfanos era a que los acogiesen parientes o amigos de sus padres, que con ello también corrían el riesgo de que los denunciaran[86]. La purga de la izquierda en pueblos y aldeas corrió a cargo de falangistas recién reclutados, cuyas víctimas elegían con frecuencia los terratenientes locales. Además de los que acababan asesinados por razones políticas obvias, ya hemos apuntado que a menudo existían motivos de venganza personal, resentimientos o envidia.

La represión fue especialmente brutal en Jaca, bajo las órdenes del comandante Dionisio Pareja Arenilla, que desde Zaragoza había recibido instrucciones de «depurar de una vez y para siempre los elementos indeseables». Juan Villar Sanz, el corpulento obispo de Jaca, era una nulidad que dio rienda suelta a una camarilla de sacerdotes reaccionarios. Se recopilaron listas negras con la ayuda de los capitostes de Jaca y pueblos vecinos, como Sabiñánigo, Ansó, Canfranc o Biescas. No se celebraron juicios. Las columnas del Ejército, ayudadas por los falangistas, emprendieron cientos de detenciones; los fusilamientos empezaron el 27 de julio, y se prolongaron a lo largo del otoño y los meses siguientes.

Uno de los crímenes más infames tuvo lugar el 6 de agosto de 1936. Un capitán del Ejército, dos falangistas y un monje capuchino, el padre Hermenegildo de Fustiñana, sacaron de la cárcel a dos mujeres, las llevaron a campo abierto y las mataron. Una de ellas, Pilar Vizcarra, de veintiocho años y embarazada, era la esposa de un hombre al que habían ejecutado apenas una semana antes; la otra, Desideria Giménez, pertenecía a la FJS y tenía dieciséis años. El alto y adusto padre De Fustiñana presenció el crimen. Capellán de los requetés locales, iba por las calles cargando ostentosamente una escopeta. Los detenidos temían sus visitas a la cárcel, pues lo consideraban un «pajarraco agorero». Justificaba las ejecuciones y se dice que disfrutaba presenciándolas; desde luego, asistía a la mayoría de ellas, ofreciendo la confesión y la extremaunción a los reos. Después visitaba, con los zapatos cubiertos de sangre seca, a las familias de los pocos que aceptaban. Llevaba una lista de todos los ejecutados, donde anotaba los que se habían confesado.

En Jaca y los pueblos aledaños hubo más de 400 ejecuciones[87]. Entre ellas se cuentan los asesinatos de Loscorrales, al noroeste de Huesca. Uno de los fusilados fue el párroco José Pascual Duaso, el tercer sacerdote que murió en Aragón a manos de los rebeldes. Durante la República habían existido tiranteces en el pueblo entre el cura y la izquierda local. El extremista más anticlerical de todos era el alcalde, Antonio Ordás Borderías, miembro del Partido Radical Socialista, cuyos esfuerzos para imponer medidas secularizadoras con relación al toque de campanas, las bodas religiosas y los funerales, toparon con la firme oposición del sacerdote. Sin embargo, el padre Pascual era un liberal muy respetado en varios aspectos, y entre otras de sus acciones se contaban haber llevado víveres a los soldados que se ocultaban en Jaca tras el golpe republicano frustrado de 1931 y haber apoyado a los jornaleros en las disputas sobre las tierras comunales con los terratenientes ricos. Gozaba también de la amistad de muchos republicanos locales, como el secretario anarquista del ayuntamiento. Ordás perdió la alcaldía tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936.

En julio de 1936, Loscorrales cayó en manos de los rebeldes y arrestaron al nuevo alcalde socialista. Aunque lo liberaron después de que el padre Pascual respondiera por él, finalmente fue ejecutado en octubre. A Ordás, que para entonces se había unido a la Falange, se le restituyó la alcaldía, pero por haber pertenecido al Partido Radical Socialista y por sus actividades anticlericales, fue encarcelado en Huesca. Se salvó de la ejecución porque una prima suya estaba casada con un sargento mayor de las fuerzas del general Gustavo Urrutia Fernández, quien al parecer tenía una influencia considerable en su superior. Puesto que Urrutia era falangista, Ordás se congració con él ofreciéndole fundar una sede del partido en el pueblo; luego aprovechó la oportunidad para deshacerse de todos aquellos con los que tenía cuentas pendientes. Uno de ellos fue Félix Lacambra Ferrer, que había sido alcalde durante la dictadura de Primo de Rivera. Ordás odiaba a Lacambra porque había pedido a su hija Sacramento que lo rechazara como pretendiente. El 15 de septiembre de 1936, tras la denuncia de Ordás, Lacambra fue arrestado y fusilado dos días después.

Ordás odiaba aún más al padre Pascual, pues veía en él a un enemigo especialmente peligroso, ya que conocía su pasado izquierdista y sospechaba, erróneamente, que había intervenido en su detención. Primero en un informe dirigido a la Falange provincial, Ordás denunció al padre Pascual como subversivo, lo que llevó a pedir su traslado, aunque sin éxito, al obispo de Huesca. A continuación, en una misa celebrada a mediados de noviembre para conmemorar el nombramiento de Ordás como jefe de la Falange local, el cura no ocultó su rechazo a las atrocidades de los falangistas en la región. Puesto que las autoridades no tomaron medidas, Ordás decidió acelerar el curso de los acontecimientos. El 21 de diciembre organizó un registro en el almiar del alcalde, recientemente asesinado, y «descubrió» una pistola y un documento incriminatorio, que en realidad había escrito él mismo. Quería hacerlo pasar por un plan de la federación de campesinos socialistas para llevar a cabo una purga de la derecha. Se decía que el cura aprobaba plenamente el proyecto «para limpiar de canallas» la zona. A resultas del presunto hallazgo, las autoridades militares dictaron una orden para detener al párroco. A Ordás y dos de sus cómplices se les encomendó la tarea de detenerlo, pero en lugar de eso ejecutaron al cura en su casa, el 22 de diciembre de 1936. Se llevó a cabo una somera investigación, tras la que Ordás quedó exculpado al declarar que el padre Pascual le había atacado. El párroco del vecino pueblo de Ayerbe fue arrestado por intentar mandar un telegrama al obispo de Huesca denunciando lo ocurrido. En diciembre de 1939, sin embargo, los amigos y familiares de las víctimas de Ordás consiguieron que las autoridades militares abrieran una investigación más seria acerca de la muerte del padre Pascual. Ordás y sus dos cómplices fueron arrestados el 11 de diciembre, y permanecieron presos hasta que terminaron las indagaciones, el 14 de febrero de 1942. La Falange los respaldó y, con escasas posibilidades de que se celebrara un juicio, finalmente quedaron en libertad, si bien Ordás nunca se atrevió a volver a Loscorrales[88].

La ofensiva rebelde dirigida por Yagüe que alcanzó el Mediterráneo en marzo de 1938 no solo conquistó el territorio aragonés en manos de los republicanos, sino que también hizo avances significativos en Cataluña. Los ataques aéreos sostenidos sobre Barcelona el 16, 17 y 18 de marzo dejaron cerca de 1000 muertos y 3000 heridos. Los barrios obreros donde se apiñaban los refugiados sufrieron especialmente los bombardeos, en los que murieron mujeres y niños. Según el embajador alemán, el objetivo no era tanto militar como sembrar el terror entre la población civil[89]. Sigue sin dilucidarse si estos ataques se hicieron por orden de Franco o de Mussolini; comoquiera que fuese, tras las protestas de los gobiernos británico, francés y estadounidense, así como del Vaticano, se suspendieron los bombardeos sobre la capital catalana[90]. Sin embargo, a medida que las fuerzas de Franco, muy superiores numéricamente, atravesaban las líneas de los desorganizados y desmoralizados republicanos que se replegaban hacia Cataluña, los avances rebeldes iban precedidos por intensos bombardeos de objetivos civiles por parte de la Legión Cóndor.

El 26 de marzo, 50 personas murieron en el pueblo de Fraga. Al día siguiente le tocó el turno a Lérida, abarrotada de refugiados aragoneses. La ciudad ya había sufrido numerosos bombardeos anteriormente, el peor de ellos el 2 de noviembre de 1937; pero ese día, conmemorado en una de las fotografías más famosas de la guerra (tomada por Agustí Centelles, de la esposa de Josep Pernau llorando sobre su cadáver), murieron casi 300 personas. El Liceu Escolar fue alcanzado por las bombas; de una clase de 63 niños, solo 2 sobrevivieron. Sorprendentemente no hubo represalias, gracias a la rápida intervención de las autoridades militares republicanas, donde destacó el comunicado radiofónico del comandante Sebastià Zamora Medina, una de cuyas hijas había fallecido en el ataque y otra se encontraba herida de gravedad. A lo largo de los últimos días de marzo, la Legión Cóndor continuó su campaña de Blitzkrieg, dirigida a provocar la huida de la población civil y facilitar el avance de las columnas de Yagüe. El domingo 27 de marzo, un bombardeo de dos horas con aviones Heinkel 51 dejó 400 muertos. Muchos cadáveres no pudieron recuperarse, dado el peligroso estado de los edificios, y el hedor dejó el centro de la ciudad inhabitable durante varios meses[91].

Hubo más bombardeos aéreos durante los tres últimos días de marzo y los dos primeros de abril. A pesar de la valiente defensa de la 46.ª División, capitaneada por Valentín González, «el Campesino», Lérida fue ocupada al día siguiente. Las fuerzas de Franco hallaron una ciudad fantasma; de los 40 000 habitantes, apenas quedaban 2000 para recibir a sus conquistadores. La Generalitat había organizado una evacuación masiva de refugiados y del grueso de la población. Un periódico franquista alardeó: «Sólo unos rojos que no pudieron huir se han refugiado en algunas casas, y no tardarán en quedar aniquilados». Se saquearon comercios y viviendas. Uno de los primeros actos de las fuerzas ocupantes fue eliminar los registros de los fallecidos en los bombardeos aéreos. En Lérida, Gandesa y las localidades de la ribera derecha del Ebro, Corbera, Móra d’Ebre y muchas otras, empezaron los juicios sumarios y las ejecuciones. Uno de los sentenciados a muerte en la capital de la provincia fue el director de uno de los hospitales de la ciudad; su crimen fue evacuar su centro, a pesar de que la Quinta Columna le había ordenado entregarlo a los rebeldes con todos los soldados heridos. El director de otro hospital, que obedeció la orden, fue despedido de su puesto porque estaba empleado por la Generalitat de Catalunya[92].

El profundo sentimiento anticatalán que se había generado en el bando rebelde se reflejó, inevitablemente, en la represión posterior. La entrada de los ocupantes en cualquier ciudad o pueblo iba seguida inmediatamente por la prohibición de la lengua autóctona, a pesar de que muchos de los habitantes no hablaran otra. El veto del idioma se extendió, al igual que había ocurrido en Euskadi, a todas las actividades públicas del clero[93]. El alcance de un odio con tintes casi racistas queda ilustrado en el caso de Manuel Carrasco i Formiguera, un católico beato y miembro veterano del partido cristiano Unió Democràtica de Catalunya. Denunciado en Barcelona por la FAI a causa de sus ideas conservadoras y católicas, Carrasco se vio obligado a abandonar su amada Cataluña porque la Generalitat no podía garantizar su seguridad. Josep Tarradellas quería que siguiera trabajando en sus informes legales desde Francia, pero Carrasco prefirió trabajar para la Generalitat en el País Vasco. Tras una visita inicial a Bilbao, donde fue recibido como si fuera un embajador, volvió a Barcelona para recoger a su familia. El 2 de marzo de 1937, partió con su mujer y seis de sus ocho hijos. Tras atravesar Francia, el tramo final del viaje a Bilbao era desde Bayona por mar. El buque Galdames, en el que viajaban, fue atacado y luego apresado por el crucero franquista Canarias; toda la familia fue encarcelada y repartida en cuatro prisiones distintas.

Cinco meses después, el 28 de agosto de 1937, Carrasco i Formiguera fue juzgado, acusado de rebeldía ante el Ejército. Varios catalanes prominentes del círculo de Franco, hombres cuyas vidas y fortunas salvó en Barcelona la intervención de Carrasco, tuvieron demasiado miedo para hablar en su defensa. Ni siquiera el futuro alcalde de Barcelona, Mateu i Pla, que trabajaba en la Secretaría de Franco en Burgos, hizo nada por ayudarle. En una atmósfera vengativa, cargada de prejuicio contra el pueblo catalán, no se tuvo en cuenta ni siquiera el hecho de que hubiera defendido a la Iglesia durante los debates constitucionales de 1931. De hecho, dada la insistencia del tribunal en la celeridad del proceso, apenas hubo tiempo para su defensa. En cualquier caso, a su abogado, un capitán del cuerpo de médicos sin formación judicial, el tribunal le dijo que la sentencia de muerte se había decidido de antemano. Carrasco, que padecía graves problemas cardíacos, pasó casi siete meses y medio en una gélida celda. A pesar de los esfuerzos de José Giral y Manuel Irujo, y de destacados miembros del clero, como el cardenal arzobispo de París, que trataron a toda costa de conseguir un canje de prisioneros, Franco se mostró inamovible. Uno de los colaboradores más antiguos del Caudillo comentó: «Sé perfectamente que Carrasco es un cristiano ejemplar, pero sus políticas son criminales. ¡Tiene que morir!». Carrasco i Formiguera fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento el 9 de abril de 1938, sábado de Pascua, acusado de ser republicano y catalanista. Franco eligió el momento en que sus tropas empezaban a ocupar Cataluña para lanzar un mensaje a la población[94].

Los días posteriores a la ocupación de Lérida, la prensa de la zona rebelde dio rienda suelta a una clamorosa retórica, regocijándose en el aplastamiento de la «hidra separatista» por parte de las tropas africanas de Yagüe. Los prisioneros republicanos catalanes fueron ejecutados sin juicio previo; de hecho, cualquiera que hablara catalán corría un grave riesgo de acabar en la cárcel. La brutalidad arbitraria de la represión contra los catalanes alcanzó tales proporciones que el propio Franco se sintió obligado a ordenar que se evitaran errores que pudieran lamentarse en el futuro[95]. El gran número de ejecuciones que se llevaron a cabo inmediatamente después de la ocupación de la zona oriental de Lérida no quedó registrado, con lo que la cuantificación de los «desaparecidos» entre el 5 de abril y el 31 de mayo de 1938 ha sido una tarea prácticamente imposible para los historiadores. Entre las víctimas identificadas hay 18 mujeres, 2 de ellas embarazadas, y por lo menos otras 2 fueron violadas. En Almacelles, al nordeste de Lérida, el 20 de abril fueron ejecutados 17 hombres y 5 mujeres. En la aldea de Santa Linya, a mitad de camino entre la capital y Tremp, todos los hombres en edad militar fueron arrestados, 20 en total. Los interrogaron con preguntas como: «¿A cuántos curas has matado?». Se llevaron a nueve de los presuntos catalanistas, de los cuales no volvió a tenerse noticia. Al resto los metieron en un campo de concentración vallisoletano, donde tres murieron muy poco después. Un alto porcentaje de las ejecuciones tuvieron lugar durante las «evacuaciones», o en el supuesto traslado de los detenidos a la cárcel de Barbastro[96].

El carácter salvaje y gratuito de la represión se plasmó con especial virulencia en el norte, cerca de los Pirineos, en la comarca del Pallars Sobirà. La zona fue ocupada por la 62.a División, al mando del general Antonio Sagardia, que ubicó su cuartel general en el pueblo de Sort. Con la excusa de la proximidad del frente de batalla, Sagardia dedicó tres compañías de guardias civiles, ayudados por falangistas, al «servicio de vigilancia y limpieza» y a la evacuación de los «habitantes sospechosos»[97], cuyas labores se cobraron la vida, entre el 15 de abril y finales de mayo, de 69 civiles de aldeas a las que prácticamente no había llegado la guerra, y a los que se ejecutó sin que mediara juicio. Las primeras víctimas pertenecían a los municipios de Valencia d’Aneu, Borén (9 hombres), Isavarre y Llavorsí (5 hombres y una mujer). El 14 de mayo fueron ejecutados 9 habitantes de Escaló, 4 hombres y 5 mujeres, incluidas una madre y su hija. Al día siguiente se fusiló a 11 hombres de Rialb, a pesar de que el párroco y los derechistas locales respondieron por ellos; su crimen era haber pertenecido a la CNT. El 24 de mayo, 9 personas murieron en Unarre, después de que presuntamente las detuvieran para interrogarlas. Entre los 5 hombres ajusticiados había un anciano de setenta y cuatro años, al que mataron porque no pudieron dar con su hijo; ejecutaron también a un joven de dieciocho años en el lugar de su padre. Tres de las mujeres fueron asesinadas porque sus maridos habían huido. Una de ellas estaba embarazada de ocho meses. Otra era su cuñada, cuya hija de diecisiete años pidió permiso para hacerle de intérprete, puesto que no hablaba castellano; la obligaron a presenciar la ejecución de su madre y luego la violaron en grupo antes de matarla a ella también. Muchos de los prisioneros recibían palizas de muerte previas a la ejecución, y las mujeres más jóvenes fueron objeto de múltiples agresiones sexuales[98].

Desde el sur de Cataluña, las fuerzas marroquíes del coronel Mohammed ben Mizzian capturaron Batea, Pinell de Brai y Gandesa el 2 de abril. En esos pueblos, al igual que en los que siguen la ribera derecha del Ebro y atraviesan la Terra Alta, como Arnes, Corbera, Móra d’Ebre, Ascó, Flix, Tortosa, Amposta y otros muchos, las tropas encontraron las calles desiertas y las casas cerradas a cal y canto; la mayoría de la población había huido. Sin embargo, hubo tanto ejecuciones extrajudiciales como juicios sumarios. Tras la entrada de las columnas africanas, los saqueos y las violaciones de mujeres siguieron la práctica habitual[99].

A pesar de que Cataluña estaba a su merced, Franco ordenó a Yagüe adentrarse por la ribera del Segre, para frustración y desconcierto de buena parte del Estado Mayor. Una ofensiva contra Cataluña, donde se ubicaban los restos de la industria bélica de la República, habría precipitado el fin de la guerra; pero Franco no tenía ningún interés en la caída abrupta de las fuerzas republicanas, que habría dejado aún a cientos de miles de enemigos armados en el centro y el sur de España. Tampoco quería volverse hacia Madrid, puesto que una debacle rápida en la capital habría dejado a su vez numerosas fuerzas republicanas en Cataluña y el sudeste. Ambas opciones hubieran desembocado en un armisticio, que habría supuesto hacer ciertas concesiones a los vencidos. Franco se proponía, como ya había explicado claramente a los italianos, la aniquilación gradual pero absoluta de la República y sus defensores[100].

Con tal fin, en julio lanzó un ataque de grandes proporciones sobre Valencia. Al igual que en ocasiones anteriores, pretendía escribir lentamente el mensaje de su invencibilidad con sangre republicana. En esta ocasión, sin embargo, tuvo que pagar un precio considerable en su propio bando. A medida que sus ejércitos avanzaban por el Maestrazgo y se adentraban en Castellón, una hábil defensa republicana hizo estragos en las tropas franquistas, a cambio de sufrir relativamente pocas bajas. No obstante, el avance de los rebeldes, aunque dolorosamente lento, fue inexorable. Castellón, Burriana y Nules fueron ocupados en julio, tras intensos bombardeos. La entrada de los rebeldes por el sur de Tarragona y la provincia de Castellón estuvo acompañada por una represión de magnitud similar. En Vinarós, por ejemplo, la iglesia de San Francisco fue requisada por los militares y convertida en prisión. El párroco interino Vicente Enrique y Tarancón, posteriormente cardenal-arzobispo, quedó consternado ante las condiciones de hacinamiento e insalubridad; más aún le horrorizó la frecuencia de las ejecuciones. Cuando comentó que a los acusados en los juicios militares no se les permitía defenderse y que su culpabilidad se daba por hecha, le dijeron que en tiempos de guerra no había tiempo para sutilezas legales[101]. Los bombardeos se extendieron a las ciudades portuarias de la costa de Levante: Valencia, Gandía, Alcoy y Alicante. El 23 de julio de 1938, con los nacionales a menos de 40 kilómetros, Valencia vivía bajo la amenaza de un ataque inminente. Si Valencia caía, a efectos prácticos la guerra habría terminado.

Cuanto más inevitable parecía la derrota, mayor ahínco mostraba el presidente del Gobierno republicano, Juan Negrín, para seguir luchando. Negrín creía que capitular simplemente abriría las puertas a una carnicería masiva. Cuando una figura veterana de la República —Azaña con toda probabilidad—, sugirió que con los rebeldes llegar a un acuerdo era de imperiosa necesidad, Negrín contestó: «¿Pactar? Pero ¿y el pobre soldado de Medellín?». En ese momento, Medellín, aldea cercana a Don Benito, era el punto más alejado del frente de Extremadura. Puesto que Franco exigía la rendición incondicional, Negrín sabía que, a lo sumo, una paz mediada garantizaría la huida de cientos, tal vez miles, de figuras políticas, pero que el Ejército y la gran mayoría de republicanos de a pie quedarían a merced de los franquistas, que serían implacables[102]. El 25 de julio de 1938, Medellín y toda la zona de La Serena, en la provincia de Badajoz, cayeron a manos de los nacionales. A lo largo de las semanas siguientes, un elevado número de personas de los pueblos aledaños fue trasladado a Medellín para su ejecución, y muchas más fueron transportadas al campo de concentración de Castuera, donde imperaba la brutalidad bajo la supervisión del infame comandante Ernesto Navarrete Alcal. Los prisioneros sufrieron el hambre, el hacinamiento, los trabajos forzados, las palizas y las sacas frecuentes[103].

Así pues, con los nacionales a menos de 40 kilómetros de Valencia, la República organizó una distracción estratégica. En un intento por restablecer el contacto entre Cataluña y el resto de la España republicana, un poderoso ejército de 80 000 hombres cruzó el río Ebro. El avance, trazando la gran curva que sigue el Ebro desde Flix, al norte, hasta Miravet, al sur, sorprendió a las líneas nacionales, apenas protegidas. Negrín confiaba en que, si la República conseguía luchar un año más, hallara la salvación en una guerra de mayor alcance, que creía inevitable. Al cabo de una semana, los republicanos habían avanzado 40 kilómetros hasta Gandesa, pero quedaron estancados cuando Franco mandó una oleada masiva de refuerzos. Sabedor de que Franco no contemplaría la posibilidad de un armisticio, Negrín se negó a contemplar la posibilidad de una rendición incondicional. El 7 de agosto le dijo a su amigo Juan-Simeón Vidarte: «Yo no entrego indefensos a centenares de españoles, que se están batiendo heroicamente por la República, para que Franco se dé el placer de fusilarlos como ha hecho en su tierra, en Andalucía, en las Vascongadas, en cuantos pueblos ha puesto su pezuña el caballo de Atila»[104].

A pesar de la irrelevancia estratégica del territorio tomado, Franco aprovechó la oportunidad para tender una trampa a los republicanos, rodearlos y destruirlos. Podría haber contenido el avance republicano y seguido adelante luego hacia una Barcelona poco menos que indefensa. En lugar de eso, prefirió convertir la fértil Terra Alta en el cementerio del Ejército republicano. Con casi un millón de hombres en sus filas, podía permitirse malbaratar sus vidas. A medida que la campaña se le ponía de cara, el 7 de noviembre anunció al presidente de United Press, James Miller: «No habrá mediación. No habrá mediación porque los delincuentes y sus víctimas no pueden vivir juntos». Luego añadió, amenazador: «Tenemos en nuestro archivo más de dos millones de nombres catalogados con las pruebas de sus crímenes»[105]. Se refería a los historiales políticos y a los documentos incautados en todos los pueblos que habían caído a manos de los insurrectos. El archivo de Salamanca, donde se guardaban todos ellos, proporcionaba un ingente fichero de los miembros de partidos políticos, sindicatos y logias masónicas, de donde a su vez saldría la información para llevar a cabo una política de terror institucionalizado[106].

A mediados de noviembre, con un coste de cerca de 15 000 vidas y 110 000 heridos o mutilados, los franquistas lograron expulsar a los republicanos del territorio conquistado en julio. La República había perdido su Ejército; las tropas franquistas no tardarían en avanzar por el sur de Cataluña. La guerra se había prolongado en conformidad con la esperanza de Negrín de ver cómo las democracias se alzaban ante las agresivas ambiciones del Eje, pero los Acuerdos de Munich convirtieron la batalla del Ebro en una rotunda derrota. Tras una breve tregua para que sus fuerzas descansaran y se reagruparan, a finales de noviembre Franco empezó a reunir a un enorme ejército en la línea que rodeaba el resto de la Cataluña republicana desde el Mediterráneo hasta el Ebro y los Pirineos. Con cierto retraso a causa de unas lluvias torrenciales que azotaron la zona, y a pesar de los ruegos del nuncio papal para que se respetara la Navidad, el 23 de diciembre se lanzó la ofensiva final[107]. Franco contaba con equipamiento alemán nuevo en abundancia, total superioridad aérea y suficientes reservas españolas e italianas para poder relevar sus tropas cada dos días. La fuerza de ataque constaba de cinco Cuerpos del Ejército español, a los que se sumaban cuatro Divisiones italianas. Una intensa descarga de artillería precedió la acometida. El frente republicano, hecho pedazos, apenas pudo oponer una resistencia simbólica[108].

Durante los avances, muchos de los republicanos que los nacionales apresaban a su paso morían ejecutados de inmediato. Se cometieron también incontables atrocidades contra la población civil; hubo casos de campesinos asesinados sin otra razón aparente que el simple hecho de hablar catalán. El día de Nochebuena de 1938, cuando Maials, una localidad del extremo sur de Lérida, fue capturada por los Regulares, al menos cuatro mujeres fueron violadas; una de ellas tuvo que soportarlo delante de su marido y su hijo de siete años, obligados a punta de pistola a presenciar el acto; el padre de otra de ellas fue ejecutado por protestar ante la violación de su hija. En una masía aislada, una joven que había sido violada murió apuñalada luego con una bayoneta. Quince minutos después, violaron a su madre y la mataron. En Vilella Baixa, en el Priorat, un hombre murió al tratar de evitar que violaran a una mujer. En otra masía a las afueras de Callús, en la provincia de Barcelona, un hombre que vivía con su esposa, su hija y la prima de esta, fue ejecutado por unos regulares, que violaron a las tres mujeres y luego las mataron a punta de bayoneta. En la aldea cercana de Marganell, dos mujeres fueron violadas por regulares, que las mataron después colocándoles granadas entre las piernas[109].

Cuando el miedo a los moros hizo que las carreteras quedaran bloqueadas de refugiados, Franco anunció sus planes para los vencidos en una entrevista concedida a Manuel Aznar el 31 de diciembre de 1938. En primer lugar, hizo una distinción entre los «criminales empedernidos» y los que habían sido engañados por sus dirigentes y eran capaces de arrepentirse. No habría amnistía ni reconciliación posible para los republicanos derrotados, únicamente el castigo y el arrepentimiento abrirían el camino a la «redención». Las cárceles y los campos de trabajo serían el purgatorio necesario para los culpables de «crímenes» menores. A otros, en cambio, no les aguardaría una suerte mejor que la muerte o el exilio[110]. Buen ejemplo de lo que la redención significaba realmente para Franco pudo verse en la experiencia que sufrió Cataluña tras la ocupación de Tarragona, el 15 de enero de 1939. La ciudad quedó desierta, mientras que los refugiados desfilaban en gran número por las carreteras, hacia el norte. En la catedral se celebró una pomposa ceremonia, en la que participó una Compañía de Infantería; el sacerdote que la ofició, canónigo de la catedral de Salamanca, José Artero, se entusiasmó hasta tal punto que durante el sermón gritó: «¡Perros catalanes! No sois dignos del sol que os alumbra»[111].

En Tarragona, tras la ocupación de la ciudad, tuvieron lugar las inevitables ejecuciones. El éxodo masivo hacia el norte redujo la masacre potencial, pero aun así empezó la oleada de denuncias y se llevaron a cabo muchos arrestos. Los juicios militares formales se iniciaron el 16 de febrero de 1939. Sin embargo, siguiendo la práctica habitual de los rebeldes, eran breves, carecían de toda garantía jurídica y se celebraban en público, previo anuncio del lugar y la hora. El nuevo alcalde franquista quedó desconcertado cuando la población no reaccionó con el entusiasmo esperado a ese entretenimiento gratuito, e hizo llamamientos públicos al patriotismo a fin de conseguir que los tribunales se llenaran. Las ejecuciones se celebraron también en público; hubo muchas a lo largo de 1939: 23 ejecuciones el 22 de abril, 31 el 15 de julio, 43 el 20 de octubre y 40 el 15 de noviembre. Un médico certificaba luego las muertes por «hemorragia interna»[112]. La represión en la zona del Alt Camp alcanzó cotas similares; los juicios y las posteriores ejecuciones tenían lugar en Valls. El 17 de julio fueron ejecutadas 41 personas; otras 40 el 8 de agosto, y 44 el 19 de octubre[113].

Cuando el 23 de enero llegó a Barcelona la noticia de que los nacionales habían alcanzado el río Llobregat, apenas unos kilómetros al sur de la ciudad, dio comienzo un éxodo colosal. La noche del 25 de enero, el gobierno republicano huyó hacia el norte, a Gerona. El presidente de la Generalitat catalana, Lluís Companys, atravesó en coche por última vez el centro de una ciudad desierta, en cuyas calles revoloteaban todavía octavillas que llamaban a resistir y carnés de militancia de partidos y sindicatos[114]. A la mañana siguiente, esas mismas calles se llenaron del humo de las quemas de documentos en ministerios, sedes políticas y obreras. La joven comunista Teresa Pàmies presenció, el 26 de enero, escenas horrendas que nacían del miedo a la proximidad de los nacionales:

De la huida de Barcelona el 26 de enero de 1939 no olvidaré nunca una cosa: los heridos que salían del hospital de Vallcarca y, mutilados, vendados, casi desnudos a pesar del frío, bajaban a las carreteras pidiendo a gritos que no los dejásemos a merced de los vencedores. Todos los demás detalles de aquel día memorable se han borrado o atenuado por la visión de aquellos combatientes indefensos … La certeza de que los republicanos salimos de Barcelona dejando a aquellos hombres nos avergonzará siempre. Los que habían perdido una pierna se arrastraban por el suelo; los mancos alzaban su único puño; lloraban de miedo los más jóvenes, enloquecían de rabia los más viejos; se aferraban a los camiones cargados de muebles, de jaulas, de colchones, de mujeres de boca cerrada, de viejos indiferentes, de niños aterrorizados; gritaban, aullaban, renegaban, maldecían a los que huíamos y los abandonábamos.

En Barcelona había alrededor de 20 000 heridos; sus lesiones y sus miembros amputados eran la prueba de que habían luchado, y garantizaban también que serían víctimas de las represalias[115].

Un total de 450 000 personas aterrorizadas, entre ellas mujeres, niños, ancianos y soldados vencidos, emprendieron el camino hacia Francia. En cifras y sufrimiento humano, el éxodo superó incluso los horrores presenciados por Norman Bethune en la carretera que unía Málaga con Almería. Los que podían se apiñaban en cualquier medio de transporte que pueda imaginarse. A través del clima gélido y la nieve, en carreteras bombardeadas y destruidas por la aviación rebelde, muchos otros iban a pie, envueltos en mantas y aferrados a sus escasas pertenencias, algunos con criaturas a cuestas. Las mujeres parían al borde de los caminos. Hubo bebés que murieron de frío, niños arrollados por la turbamulta. Un hombre resumió así el espanto de aquella tristísima caravana: «Al lado de la carretera había un hombre colgado de un árbol. Un pie llevaba una alpargata y el otro estaba descalzo; bajo aquel hombre colgado había una maleta abierta con un crío que había muerto de frío durante la noche». No se sabe cuántos fallecieron en las carreteras camino a Francia[116].

Quienes huían se enfrentaban a un futuro lóbrego, pero lo preferían a ser «liberados» por las fuerzas de Franco. Desde el 28 de enero, el gobierno francés permitió, aunque a regañadientes, que los miles de exiliados cruzaran la frontera. Al principio, los refugiados hambrientos durmieron en las calles de Figueres, la última población española antes de la frontera. Muchos murieron en los incesantes bombardeos que el Ejército rebelde descargó sobre la ciudad[117]. Herbert Matthews, corresponsal de The New York Times, fue testigo de escenas desgarradoras, en las que los enfermos y heridos atravesaban penosamente la frontera, para acabar arrojados en campos de concentración rápidamente improvisados, donde imperaban unas condiciones completamente precarias[118]. A los republicanos derrotados los recibía la Guard Mobile francesa, como si fueran criminales. A las mujeres, los niños y los ancianos los conducían a campos de tránsito. Los soldados fueron desarmados y escoltados a los campos de la costa, que se improvisaron rápidamente delimitando zonas de la playa con alambre de púas. Bajo la mirada impasible de los guardias senegaleses, los refugiados excavaron madrigueras en la arena mojada del campo de St. Cyprien, pocos kilómetros al sudeste de Perpiñán, en las que guarecerse.

Entretanto, los rebeldes desfilaron en su entrada formal a una Barcelona desierta, casi fantasmagórica. Presidía la formación el Cuerpo del Ejército de Navarra, al mando del general Andrés Solchaga. Según un oficial británico agregado al cuartel general de Franco, se les concedió este honor «no por haber luchado mejor, sino porque odiaban como nadie. Es decir, cuando el objeto de su odio es Cataluña o cualquier catalán»[119]. Un amigo íntimo de Franco, Víctor Ruiz Albéniz («el Tebib Arrumi»), publicó un artículo comentando que muchos franquistas estaban convencidos de que Cataluña requería «un castigo bíblico (Sodoma, Gomorra) para purificar la ciudad roja, la sede del anarquismo y del separatismo … como único remedio para extirpar esos dos cánceres por el termocauterio implacable». Ninguno de los generales o falangistas que conquistaron la ciudad hicieron referencia alguna a la extinción del marxismo o el anarquismo; todo su discurso giraba en torno a la conquista española de Cataluña. Su retórica, sin embargo, fue algo más conciliadora que la del oficial que declaró a un periodista portugués que la única solución al «problema catalán» era «matar a los catalanes. Es sólo una cuestión de tiempo»[120].

Sin embargo, una de las primeras actuaciones de las fuerzas de ocupación fue prohibir el uso del catalán en público. Para Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y ministro del Interior, el nacionalismo catalán era una enfermedad que debía erradicarse. Declaró al periódico nazi Völkischer Beobachter que en Cataluña «el pueblo está enfermo moral y políticamente». Wenceslao González Oliveros, nombrado gobernador civil de Barcelona, revirtiendo el famoso dicho de Unamuno, dijo que las fuerzas de Franco habían venido «a salvar a los buenos españoles y a vencer, pero no a convencer, a los enemigos de España»; para González Oliveros, los catalanes eran los enemigos de España. Proclamó que «España se alzó, con tanta o mayor fiereza, contra los Estatutos desmembradores, que contra el comunismo», y que la menor tolerancia de la forma más tibia de nacionalismo desembocaría una vez más en «el mismo proceso de putrefacción que acabamos de extirpar quirúrgicamente»[121].

A principios de febrero estaba ya en funcionamiento el Servicio de Información y Policía Militar. Anuncios en la prensa convocaban a reclutas, con preferencia por antiguos prisioneros del SIM republicano. Las denuncias también eran bien recibidas; largas colas de deseosos denunciantes se formaban a las puertas del Servicio de Ocupación. En consecuencia, 22 700 sospechosos fueron arrestados en los ocho meses que siguieron a la ocupación[122]. Precisamente por la huida de las figuras más relevantes de la política y el Ejército, la cifra de los asesinados a manos de los rebeldes en Cataluña fue quizá ligeramente inferior a la que se temía. Sumando los asesinados por las tropas nacionales y los que fueron juzgados y ejecutados más tarde —en fusilamientos o por el garrote vil—, hubo más de 1700 ejecuciones en Barcelona, 750 en Lérida, 703 en Tarragona y 500 en Gerona. Estas cifras no incluyen a quienes fallecieron en prisión por malos tratos[123].

En Cataluña, al igual que en otras partes de España ocupadas por los rebeldes, la represión adoptó muchas formas, y el mero hecho de seguir con vida devino un logro mayúsculo para muchos republicanos. Quienes no fueron ejecutados o encarcelados, o se marcharon al exilio, vivían en un clima de perpetuo terror. La vida cotidiana de los vencidos consistía en combatir el hambre, la enfermedad y el temor de ser arrestado o denunciado por un vecino o un cura. Los párrocos rurales fueron especialmente activos en delatar a sus feligreses; su contribución a exacerbar las divisiones sociales apuntaba más a un deseo de venganza que al compromiso cristiano con el perdón y la reconciliación. La miserable existencia que aguardaba a los derrotados en la España de Franco explica el aumento notable del índice de suicidios. Las mujeres fueron objeto de actos de crueldad considerable bajo el amparo de la retórica franquista de «redención»: confiscación de bienes, prisión en represalia al comportamiento de un hijo o un esposo. Las viudas y las mujeres de los prisioneros padecieron violaciones; a muchas no les quedó más remedio que vivir en la más absoluta pobreza y con frecuencia, por desesperación, cayeron en la prostitución para subsistir. El aumento de la prostitución benefició a los franquistas en un doble sentido, pues al tiempo que aplacaba su lujuria, les confirmaba que las «rojas» eran una fuente de suciedad y corrupción. Los soldados alojados en casas de familias pobres solían aprovecharse de las mujeres indefensas. Muchos curas defendían el honor de los parroquianos varones, denunciando a las mujeres violadas de ser «rojas»[124].

Incluso tras la ocupación de Cataluña, aún cerca del 30 por ciento del territorio español seguía en manos de la República. Negrín albergaba todavía un atisbo de esperanza de seguir luchando hasta que estallara la guerra en Europa y las democracias tomaran conciencia de que la batalla de la República contra el fascismo había sido también su causa. Franco no tenía ninguna prisa por reemprender la contienda: por una parte, organizar la campaña de represión era una prioridad mayor; por otra, tenía razones para creer que la República se abocaba a divisiones fundamentales que acaso le ahorraran la molestia de combatir en el centro de España. Tal era su confianza que, el 13 de febrero de 1939, hizo pública la Ley de Responsabilidades Políticas, y truncó las esperanzas de los republicanos no comunistas dispuestos a traicionar a Negrín en un intento por llegar a una paz negociada. Con efectos retroactivos a octubre de 1934, la ley declaraba a los republicanos culpables de sublevarse ante el Ejército. En diciembre de 1938 se había creado una comisión para demostrar la ilegitimidad de la República. La Ley de Responsabilidades Políticas era en esencia un mecanismo para justificar la expropiación masiva de los vencidos[125].

El 4 de marzo, el coronel Segismundo Casado, al mando del Ejército Republicano del Centro, formó una Junta de Defensa Nacional en contra de Negrín, con la esperanza de llegar a un acuerdo con Franco, y con ello desencadenó lo que a efectos prácticos sería una segunda guerra civil dentro de la zona republicana. Aunque derrotó a las fuerzas comunistas, no hubo posibilidad de negociación con Franco. En toda la línea de combate, las tropas se rendían o volvían a casa. El 26 de marzo se lanzó una ofensiva gigantesca que abarcaba un amplio frente y que apenas halló oposición. El 27 de marzo, las fuerzas de Franco se limitaron a ocupar las posiciones desiertas y entraron en Madrid, sobre la que pesaba un silencio sobrecogedor. Decenas de miles de republicanos se encaminaron hacia la costa mediterránea, con la vana esperanza de ser evacuados. La guerra había terminado, pero no habría reconciliación. Por el contrario, en las regiones que acababan de caer bajo el control de Franco, como Valencia, Alicante, Murcia y Albacete, Almería y la Andalucía oriental, así como el este de Castilla la Nueva, la oleada de detenciones políticas, juicios, ejecuciones y encarcelamientos era inminente.