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La respuesta de una ciudad aterrada:

las matanzas de Paracuellos

Franco afirmó en una ocasión que no bombardearía Madrid, pero ya en el mes de septiembre intensificó los ataques aéreos sobre la capital. Anunció, sin embargo, que el barrio de Salamanca, el más selecto de la ciudad, se libraría de los bombardeos, por lo que sus calles estaban abarrotadas y, de noche, la gente que no podía refugiarse en las estaciones del metro dormía en los grandes bulevares de Velázquez, Goya y Príncipe de Vergara. Los bombardeos en el resto de la ciudad, lejos de erosionar la moral de los madrileños, despertaron entre la población un profundo desprecio por los rebeldes y convirtieron a sus supuestos partidarios en el blanco de la ira popular. Los objetivos eran los miembros de la Quinta Columna aún por identificar y los derechistas que ya se encontraban en prisión. En el clima de paranoia que generó el asedio se percibía a todos, sin distinción, como quintacolumnistas.

El odio creció cuando un avión de las fuerzas rebeldes inundó la ciudad de octavillas en las que se comunicaba que, por cada prisionero asesinado en Madrid, diez republicanos serían fusilados. El diario republicano La Voz enconó los ánimos todavía más al advertir que Madrid iba a convertirse en un gigantesco campo de la muerte: «Se calcula que Madrid, si es vencido, será teatro espantoso de cien mil inmolaciones». Tras las barbaridades cometidas en el sur del país por las columnas de Yagüe y Castejón, se generalizó el temor de que todo el que hubiera sido miliciano, miembro de algún partido político o de algún grupo cercano al Frente Popular, quien hubiera ocupado un puesto en el gobierno o estuviera afiliado a algún sindicato sería ejecutado en el acto. «Luego de una orgía final de sangre, consumada la bárbara venganza de los enemigos de la libertad, asesinados en cada ciudad, pueblo o aldea los hombres más representativos de la izquierda burguesa y la izquierda proletaria, veintidós millones de españoles sufrirían la más atroz y denigrante de las esclavitudes»[1]. Otro periódico republicano, el diario Informaciones, se hizo eco de unas declaraciones de Queipo de Llano a un periodista británico, según las cuales la mitad de la población de Madrid sería fusilada por los rebeldes victoriosos. Otra más de las sangrientas amenazas que Queipo lanzaba periódicamente en sus discursos radiofónicos nocturnos desde Sevilla[2].

Sin embargo, nada hizo tanto por propagar el miedo y el odio como lo que ocurrió días más tarde. El 16 de noviembre, los diplomáticos que seguían en Madrid contemplaron el cadáver atrozmente mutilado de un piloto republicano. Su avión había tenido una avería y cayó en zona rebelde, cerca de Segovia. Lo mataron de una brutal paliza y a continuación arrastraron el cuerpo por las calles de la ciudad. Sus captores se tomaron la molestia de desmembrarlo, guardar en una caja las distintas partes del cuerpo, trasladarla a Madrid en avión y lanzarla sobre el aeródromo de Barajas. La caja contenía una nota: «Este regalo es para que el jefe de las Fuerzas Aéreas de los rojos vaya tomando nota de la suerte que le espera a él y a todos sus bolcheviques»[3].

En el claustrofóbico ambiente de la ciudad sitiada, el terror había empezado a desatar desde mucho antes una ira popular que se desfogaba contra los prisioneros. Una poderosa combinación de miedo y resentimiento alimentó inevitablemente las acciones de los numerosos grupos de milicianos que operaban en la capital, ya fueran independientes u «oficiales», como las Milicias de Vigilancia de Retaguardia (MVR), creadas a mediados de septiembre, o las que todavía actuaban al dictado del Comité Provincial de Investigación Pública. La situación se manifestó con brutalidad tanto en los sucesos ocurridos en la cárcel Modelo, el 22 de agosto, como en las posteriores sacas de las prisiones. Ni los ciudadanos de a pie ni los líderes de los distintos grupos políticos establecían una diferencia clara entre la Quinta Columna activa y la posible Quinta Columna que podrían llegar a constituir los cerca de 8000 prisioneros de derechas. En ese momento, la Quinta Columna distaba todavía mucho de ser la red organizada en que llegó a convertirse en 1937, y las acciones de francotiradores y saboteadores eran relativamente aisladas. Sin embargo, muchos de los detenidos entre los oficiales del Ejército, derechistas ricos, clérigos o individuos de firmes creencias católicas eran considerados muy peligrosos.

Así, a medida que las columnas de Franco se acercaban a la capital, un miedo mucho más concreto se sumó al odio genérico contra la derecha. Tanto los milicianos de a pie como los militares profesionales y los políticos encargados de defender la ciudad compartían una honda preocupación por la presencia, en las prisiones de Madrid, de numerosos militares de derechas que ya habían rechazado categóricamente las invitaciones individuales y colectivas a combatir en la defensa de la ciudad, como les obligaba su juramento de lealtad a la República. En este ambiente de máxima tensión, en el filo de la navaja entre la supervivencia y la aniquilación, las autoridades políticas y militares republicanas tomaron la firme decisión de impedir que estos hombres formaran la base de nuevas unidades para las columnas rebeldes. Este fue un factor decisivo para el destino de los prisioneros a lo largo del mes de noviembre.

El 1 de noviembre se discutió el problema en el curso de una encendida reunión del Comisariado de Guerra, un organismo constituido dos semanas antes bajo la presidencia, en calidad de comisario general, del ministro de Estado, el socialista Julio Álvarez del Vayo. La finalidad del Comisariado era evaluar la lealtad política del nuevo Ejército Popular creado cuando «todas las fuerzas armadas y organizadas» quedaron bajo el mando del Ministerio de la Guerra, lo que marcó el comienzo de la militarización de las milicias[4]. Al plantearse en dicha reunión la cuestión de los prisioneros, Álvarez del Vayo abandonó las deliberaciones para pedir consejo a Largo Caballero. Regresó con la noticia de que el primer ministro ordenaba que el ministro de la Gobernación, Ángel Galarza, se ocupara de organizar la evacuación de los presos y su traslado a un lugar lejos del frente[5]. Sin embargo, Galarza apenas hizo nada por cumplir estas órdenes en los cinco días siguientes.

El 2 de noviembre, un grupo de anarquistas se presentó en la cárcel de San Antón, habilitada en un convento situado entre la calle de Hortaleza y la calle de Santa Brígida, y se hizo con los expedientes de los 400 oficiales detenidos en esta prisión. Interrogaron a los más jóvenes y les ofrecieron la oportunidad de cumplir con su juramento de lealtad y combatir en nombre de la República. Todos se negaron, lo que constituía una rebelión militar. El 4 de noviembre cayó el pueblo de Getafe, al sur de la capital, y ese mismo día, entre 30 y 40 oficiales fueron «juzgados» por un Tribunal Popular. Tras haber vuelto a abjurar de su lealtad a la República, al alba del 5 de noviembre, los militares prisioneros fueron sacados de la cárcel y fusilados, casi con toda seguridad, en el cementerio de Rivas Vaciamadrid. Ese mismo día ejecutaron a otros 40 en las afueras de la capital. Al día siguiente evacuaron a 173 en tres grupos. El primero y el tercero, compuestos en ambos casos de 59 prisioneros, llegaron a salvo a Alcalá de Henares. A los 55 prisioneros que integraban el segundo convoy los ejecutaron en Paracuellos. Todas estas sacas se realizaron por orden del director general de Seguridad, Manuel Muñoz, al igual que las practicadas en la cárcel de Ventas entre el 27 de octubre y el 2 de noviembre[6].

El ritmo de las sacas se aceleró a partir de finales de octubre, como resultado de la actuación de los tribunales dirigidos por agentes del Comité Provincial de Investigación Pública. La ilegalidad de estas acciones causó un profundo malestar entre los republicanos más veteranos. Luis Zubillaga, secretario general del Colegio de Abogados, y Mariano Gómez, presidente en funciones del Tribunal Supremo, dieron un paso extraordinario al recabar la ayuda del anarquista Melchor Rodríguez. Los esfuerzos de este hombre por salvar la vida de numerosos derechistas, curas, oficiales y falangistas ya habían despertado para entonces las sospechas de sus camaradas. La incorporación al gobierno, el 4 de noviembre, de cuatro ministros anarquistas —Juan López (Comercio), Federica Montseny (Sanidad), Juan Peiró (Industria) y Juan García Oliver (Justicia)— hizo que Zubillaga y Gómez confiaran en que los esfuerzos humanitarios de Melchor Rodríguez quizá recibieran apoyo oficial. García Oliver era uno de los miembros fundadores de la FAI, junto con Durruti, Ascaso y Jover. Su historial de frecuentes ingresos en prisión por actividades terroristas convertía su elección en un acto insólito. Fue elegido precisamente con la esperanza de que lograra convencer a los líderes y militantes anarquistas de la necesidad de dejar la aplicación de la justicia en manos del estado. Zubillaga y Gómez confiaban en persuadirlo de que nombrara a Melchor Rodríguez director general de Prisiones. Lo cierto es que, ante la grave amenaza que las columnas de Franco y la heterogénea Quinta Columna representaban para Madrid, la protección de los prisioneros no era ni mucho menos prioritaria para García Oliver.

En sus memorias altamente cuestionables, dictadas cuarenta y dos años después de estos sucesos, García Oliver afirmaba que la primera visita que recibió como ministro fue la de Mariano Gómez y Melchor Rodríguez. Supuestamente, Gómez solicitó en ese encuentro su nombramiento permanente como presidente del Tribunal Supremo, mientras que Melchor Rodríguez se postuló para suceder a Clara Campoamor en la Dirección General de Prisiones. Sin embargo, Gómez no necesitaba ninguna confirmación para acceder al cargo. La presidencia del Tribunal Supremo recaía normalmente en el magistrado más veterano y, tras la jubilación forzosa de los jueces que habían respaldado el golpe militar, ese hombre era Gómez. De todos modos, su nombramiento se confirmó oficialmente el 19 de diciembre. García Oliver manifestó que no podía designar a Melchor Rodríguez sin consultar primero con los comités regional y nacional de la CNT, profundamente implicados en la represión y, por tanto, muy recelosos de Rodríguez. Posteriormente, García Oliver eligió a dos incondicionales, Juan Antonio Carnero, como director general de Prisiones, y Jaume Nebot, como inspector general de Prisiones[7]. Mientras que Melchor Rodríguez se proponía impedir las atrocidades en las cárceles, la tarea que García Oliver encomendó a Nebot consistía en localizar y destruir los expedientes judiciales de todos los miembros de la CNT y la FAI que hubieran sido encarcelados en alguna ocasión[8].

El 6 de noviembre tuvo lugar un cambio radical en la situación de la capital como consecuencia del traslado del gobierno a Valencia y la creación de la Junta de Defensa de Madrid. A fin de coordinar la defensa de la ciudad, el 6 de octubre ya se había constituido una Junta de Defensa integrada por líderes de los sindicatos y los partidos políticos locales, bajo la presidencia del propio Largo Caballero. Sin embargo, el primer ministro no llegó a impulsar este organismo, cuyos miembros no tardaron en caer en la cuenta de que Largo Caballero ya solo pensaba en la inminente evacuación del gabinete[9]. Fue entonces cuando la nueva Junta de Defensa asumió los poderes gubernamentales en la capital. Tanto el gobierno como los numerosos funcionarios que huyeron a Valencia creían que la ciudad estaba condenada a la derrota y que la Junta se limitaría a administrar dicho desenlace inevitable. Contra todo pronóstico y bajo una presión difícilmente soportable, la Junta terminó por presidir una victoria casi milagrosa.

Asombrosamente, y pese a los innumerables problemas que planteaba la defensa de una ciudad sitiada y hambrienta, la Junta convirtió en prioridad el control de las checas y asumió la coordinación central de las fuerzas del orden y la seguridad en Madrid. Sus esfuerzos por reconstruir el aparato del estado fueron mucho más allá que las ineficaces medidas adoptadas por el general Pozas y las decisiones escasamente más enérgicas tomadas por Ángel Galarza en el mes de octubre para acabar con la existencia de las checas. No obstante, el mayor número de víctimas mortales entre los partidarios de los rebeldes en Madrid se registró bajo la presidencia de la Junta, en el período comprendido entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre. De hecho, el 97,6 por ciento de las matanzas perpetradas en la capital tuvieron lugar entre el 19 de julio y finales de diciembre de 1936[10]. A partir de entonces se dieron en Madrid muy pocos actos de la violencia indiscriminada que caracterizaron los primeros meses de la guerra. Las fuerzas de seguridad centraron sus miras desde ese momento en quienes creían, con razón o sin ella, que estaban minando el esfuerzo bélico, de ahí que el número de ejecuciones cayera en picado.

Tras avanzar por la Ciudad Universitaria y la Casa de Campo, el 6 de noviembre los rebeldes llegaron a menos de 200 metros de la prisión más grande de la ciudad, la cárcel Modelo del distrito de Argüelles. Los oficiales franquistas afirmaron más tarde que ese día varias unidades avanzadas de Regulares organizaron brigadas de asalto y lograron irrumpir en la prisión para rescatar a algunos prisioneros. Esas incursiones provocaron que unidades de las Brigadas Internacionales se instalaran en dicha cárcel[11]. La mayoría, si no todos, de los cerca de 2000 militares encarcelados ya habían dado muestras de estar dispuestos, si no ansiosos, por sumarse a las tropas que asediaban la ciudad, y su determinación debió de verse fortalecida al ver que algunos de sus camaradas eran liberados con éxito por los rebeldes. De hecho, no ocultaban su alegría ante el desarrollo de la guerra cerca de la prisión, amenazaban a los carceleros y aireaban sus intenciones de sumarse a los rebeldes en cuanto se les presentara la oportunidad[12]. De haberlo conseguido, las tropas franquistas se habrían reforzado significativamente.

Fue esa misma tarde cuando Largo Caballero tomó la necesaria decisión de trasladar el gabinete a Valencia[13]. La disparidad de los testimonios no permite establecer con exactitud la cronología de los acontecimientos. Poco antes de que concluyera la reunión decisiva, probablemente entre las cuatro y las cinco de la tarde, el subsecretario de la Guerra, el general José Asensio Torrado, se reunió con sus homólogos Sebastián Pozas, jefe de operaciones del Ejército del Centro, y José Miaja, jefe de la I División Militar. Tras una larga conversación, entregó a cada uno de los generales un sobre cerrado y estampado con las palabras: «Muy reservado. Para abrirlo a las seis de la mañana». Después de que Asensio partiera para Valencia y ante la extrema urgencia de la situación, ambos generales desobedecieron la orden y descubrieron que cada sobre contenía las instrucciones dirigidas al otro. A Pozas se le ordenaba establecer un nuevo cuartel general del Ejército del Centro en Tarancón, camino de Valencia. Miaja quedaba a cargo de la defensa de la capital, con la misión de constituir una Junta de Defensa dotada de plenos poderes gubernamentales. Si hubieran obedecido la orden de no abrir los sobres hasta la mañana siguiente y hubieran regresado a sus respectivos cuarteles, a muchos kilómetros de distancia el uno del otro, las consecuencias para la defensa de la ciudad habrían sido catastróficas. Quienquiera que hubiese cerrado los sobres probablemente era simpatizante de los rebeldes[14].

Fue así como recayó sobre Miaja la formidable tarea de constituir el gobierno de Madrid y organizar la defensa civil y militar a la vez que la propia administración de la ciudad, lo que significaba proveer de alimento y cobijo tanto a los madrileños como al enjambre de refugiados que abarrotaban las calles, y controlar al mismo tiempo la violencia de las checas y de la Quinta Columna[15]. Los consejeros de la Junta de Defensa y sus segundos serían los representantes de todos los partidos que integraban el gobierno central. Sin embargo, fue en los comunistas en quienes Miaja buscó apoyo en primera instancia. Y ellos estaban preparados y a la espera.

Esa tarde, inmediatamente después de que concluyera la reunión del gabinete ministerial, los dos ministros comunistas, Jesús Hernández y Vicente Uribe, informaron a los jefes del Partido Comunista de España (PCE) de la inminente evacuación del gobierno. Se discutieron las consecuencias que esta decisión comportaría y se empezó a elaborar un plan de acción. Sorprendentemente, entre los participantes en ese encuentro figuraban dos jóvenes líderes de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), Santiago Carrillo Solares y José Cazorla Maure, quienes, al menos en teoría, no eran miembros del Partido Comunista sino del Partido Socialista. Toda vez que Carrillo y Cazorla no solicitaron formalmente su afiliación al PCE hasta el día siguiente, su presencia en esta reunión viene a demostrar que en realidad ya formaban parte de las altas esferas del partido.

Tras la citada reunión, Pedro Checa y Antonio Mije negociaron con Miaja los términos de la participación de los comunistas en la Junta de Defensa. Checa, cuyo apellido nada tiene que ver con los centros de detención de la Policía política, era el secretario de Organización del PCE. Conjuntamente con Mije, asumía la dirección del partido durante las frecuentes ausencias del secretario general José Díaz, gravemente enfermo. Un agradecido Miaja aceptó con entusiasmo la oferta de que el PCE ocupara dos «ministerios» o consejerías en la Junta de Defensa, concretamente las de Guerra y Orden Público. Miaja aceptó asimismo el nombramiento de Antonio Mije como consejero de Guerra, con Isidoro Diéguez Dueñas como viceconsejero, y el de Santiago Carrillo como consejero de Orden Público, con Cazorla como su número dos. Así las cosas, y según recordaría más tarde Carrillo, «en la misma noche del 6 yo empecé a hacerme cargo de mis responsabilidades con Mije y los compañeros citados». Mije, Carrillo y Cazorla fueron entonces a ver al presidente para pedirle que hiciera público un manifiesto en el que se explicara a la población de Madrid la partida del gobierno a Valencia. Largo Caballero negó en un principio que el gobierno fuera a abandonar la ciudad, si bien no pudo explicar la cantidad de maletas amontonadas en la puerta de su despacho. Profundamente decepcionados por las mentiras de su héroe caído, los consejeros regresaron a la sede del Comité Central del PCE[16].

Otras fuentes han confirmado que la Consejería de Orden Público, dirigida por Carrillo, nombró subordinados, les asignó tareas y empezó a funcionar inmediatamente después de esta reunión con Miaja, a última hora de la tarde del 6 de noviembre. Bajo el mando del elegante intelectual de las JSU, Segundo Serrano Poncela, se constituyó un comité conocido como Consejo o Delegación de Orden Público, con la finalidad de administrar las funciones en Madrid de la Dirección General de Seguridad (DGS)[17]. Ramón Torrecilla Guijarro, uno de sus miembros, declaró en 1939 a sus interrogadores franquistas que los nombramientos de Carrillo como consejero de Orden Público y de Segundo Serrano Poncela como delegado de Orden Público tuvieron efecto en la noche del 6 de noviembre. Torrecilla reveló además que él mismo y otros miembros de la Delegación de Orden Público se reunieron para tomar las decisiones pertinentes en las primeras horas de la mañana del 7 de noviembre. Otro de los integrantes de este comité, Arturo García de la Rosa, ha confirmado este dato a Ian Gibson[18]. El anarquista Gregorio Gallego, miembro de la Junta de Defensa saliente constituida por Largo Caballero el 6 de octubre, ha subrayado la habilidad de los comunistas para hacerse de inmediato con el control de la situación: «Comprendimos que la operación estaba demasiado bien preparada y amañada para ser una improvisación»[19].

Eran casi las nueve de la noche cuando Miaja se reunió con su ayuda de campo, el comandante Pérez Martínez, y su secretario, el capitán Antonio López, para abordar la creación de la Junta de Defensa. Mientras seguían barajando los nombres de los posibles consejeros, tras la visita de Mije la delegación comunista ya se había quedado las consejerías de Guerra y Orden Público. Y como ya habían decidido quiénes serían sus responsables, ambas consejerías empezaron a funcionar de inmediato.

Obligado a administrar y a defender la ciudad de la mejor manera posible, Miaja dedicó el resto de la noche del 6 al 7 de noviembre a establecer el número de efectivos y armamento disponible. Cuando Miaja se presentó en el Comisariado de Guerra, a las siete de la mañana del 7 de noviembre, para establecer contacto con otros líderes políticos, comprobó que la mayoría habían huido con el gobierno a Valencia. A lo largo de la mañana consiguió reunir al resto del personal de la Junta. Según lo manifestado por varios testigos presenciales, hasta las once no fue posible completar la lista definitiva, que constaba principalmente de jóvenes representantes de los diversos partidos y organizaciones sindicales[20].

La primera reunión oficial de la Junta de Defensa constituida con tanta precipitación no se celebró hasta última hora de la tarde del 7 de noviembre. No cabe duda, sin embargo, de que la responsabilidad del conjunto de las operaciones relativas a los prisioneros había quedado, desde la noche anterior, en manos de tres hombres: Santiago Carrillo Solares, su viceconsejero José Cazorla Maure y Segundo Serrano Poncela, que efectivamente fue nombrado director general de Seguridad. Las principales decisiones sobre los prisioneros se tomaron en el vacío de poder que medió entre la partida del gobierno, el 6 de noviembre, y la constitución formal de la Junta de Defensa, veinticuatro horas más tarde. No obstante, es inconcebible que tales decisiones fueran tomadas aisladamente por tres políticos tan jóvenes como Carrillo, de veintiún años, Cazorla, de treinta años, y Serrano Poncela, de veinticuatro años. La autorización de sus operaciones, como se verá más adelante, por fuerza tuvo que llegar de individuos más experimentados. Sin duda necesitaron el visto bueno de Checa y de Mije, quienes, a su vez, precisaron la autorización de Miaja y probablemente la de los asesores rusos. En la aterrorizada capital de España, la ayuda facilitada por los rusos y materializada en tanques, aviones, la presencia de las Brigadas Internacionales y experiencia técnica, significaba que los comunistas siempre buscaban su consejo y lo recibían con gratitud. Como también se verá más adelante, el desarrollo de las decisiones operativas exigía, tal como recibió oportunamente, la colaboración tanto del movimiento anarquista como de los asesores rusos en materia de seguridad.

Por tanto, la autorización, la organización y la ejecución de las decisiones relativas a la suerte de los presos fue obra de muchas personas. Ha sido inevitable, sin embargo, que se señalara a Carrillo como único responsable de las matanzas posteriores, por su posición como consejero de Orden Público y su subsiguiente nombramiento como secretario general del Partido Comunista. Aunque la acusación es absurda, no significa que Carrillo no tuviera ninguna responsabilidad en los hechos. Para calibrar exactamente cuál fue su grado de responsabilidad debemos empezar por preguntarnos por qué razón se confió a un miembro de las Juventudes Socialistas de tan solo veintiún años un cargo tan decisivo y poderoso. Lo cierto es que en ese momento Carrillo no era exactamente quien parecía ser. En la madrugada del 6 al 7 de noviembre, tras la ya citada reunión con Miaja, Carrillo se incorporó formalmente al Partido Comunista, junto con Segundo Serrano Poncela, José Cazorla y algunos otros. Su afiliación se realizó en todos los casos sin el rigor que se aplicaba a otros militantes. En una ceremonia que difícilmente puede calificarse de formal, los aspirantes se limitaron a comunicar sus deseos a José Díaz y a Pedro Checa, y su incorporación oficial al partido fue instantánea[21].

La brevedad del trámite señala, de hecho, que Carrillo era un importante «submarino» dentro del Partido Socialista. Tras ser encarcelado a raíz de la revolución de Asturias en octubre de 1934, se convirtió en uno de los principales partidarios de la bolchevización del PSOE. Durante su etapa como secretario general de la Federación de Juventudes Socialistas comenzó a abogar por la fusión de esta organización con la Unión de Juventudes Comunistas, numéricamente inferior. Su trabajo no pasó inadvertido para los agentes del Comintern, que identificaron a Carrillo como alguien a quien deberían intentar reclutar. El agente del Comintern Vittorio Codovila organizó un viaje de Carrillo a Moscú para debatir la posible unificación de ambas organizaciones juveniles. Excarcelado tras las elecciones del 16 de febrero de 1936, Carrillo solicitó sin tardanza un pasaporte para emprender ese viaje a Rusia, una perspectiva sin duda deslumbrante para un militante joven como él. El año que había pasado en prisión junto con Largo Caballero le había llevado al convencimiento, compartido por otros destacados miembros de las Juventudes Socialistas, de que el PSOE era un partido caduco. El liderazgo socialista, encarnado por hombres de mediana edad, si no mayores, rara vez permitía a los militantes más jóvenes ocupar posiciones próximas al poder en sus rígidas estructuras. El 3 de marzo de 1936, Carrillo emprendió su viaje a Moscú como invitado de la KIM, la Internacional Comunista de la Juventud. La KIM se hallaba bajo la estrecha supervisión del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD), y es muy probable que Carrillo, a quien ya se había identificado como una estrella en potencia, fuera rigurosamente investigado y adoctrinado en Moscú. Para postularse como un futuro líder del Comintern, Carrillo por fuerza tuvo que convencer a sus jefes en Moscú de que colaboraría plenamente con el Servicio Secreto soviético.

De vuelta en España, Carrillo participó en una reunión del Comité Central del Partido Comunista el 31 de marzo, en la que propuso la adhesión de las Juventudes Socialistas a la KIM, así como la unión entre PSOE y PCE y su incorporación al Comintern[22]. Es sorprendente que en 1974 alardeara de haber asistido a las reuniones del Comité Central, un privilegio normalmente reservado para los miembros más destacados del partido[23]. Más asombroso aún resulta el hecho de que, en sus memorias, reconociera que a principios de noviembre de 1936, siendo en teoría aún miembro del Partido Socialista, asistiera a las reuniones del Buró Político del PCE, lo que indicaba la importante posición que ocupaba dentro del partido[24]. Con ayuda de Codovila, en abril de 1936, consiguió un principio de acuerdo para la unificación de la Federación de Juventudes Socialistas y las Juventudes Comunistas bajo el nombre de Juventudes Socialistas Unificadas. En algunas zonas de España, aunque no en todas, la unificación fue inmediata. En el mes de septiembre, Carrillo fue nombrado secretario general del nuevo movimiento juvenil, que en determinados lugares era una organización comunista. La creación de las JSU representó un enorme avance para que los comunistas fortalecieran su influencia a expensas del Partido Socialista. Para entonces, Carrillo estaba muy cerca de ser miembro del PCE, aunque formalmente no lo fuera.

Cuando Serrano Poncela comenzó a dirigir la Delegación de Orden Público en las primeras horas de la mañana del 7 de noviembre, pudo utilizar las órdenes para la evacuación de los prisioneros dejadas por el anterior director general de Seguridad, Miguel Muñoz, antes de abandonar Madrid. Se ha insinuado, sin ningún fundamento, que Muñoz firmó estas órdenes presionado por Margarita Nelken. Esta diputada socialista, inteligente y franca, provocaba rechazo por sus políticas feministas tanto entre los líderes de su propio partido como entre los republicanos de mayor edad, de manera que es inconcebible que se le confiara semejante misión[25]. De todos modos, puesto que Muñoz ya había firmado previamente distintas órdenes de liberación de presos, no se entiende que fuera necesario presionarlo para que siguiera las directrices marcadas por su inmediato superior, Ángel Galarza. La mención a Margarita Nelken es fruto de un burdo malentendido nacido de la declaración ofrecida por Francisco Ángel Jiménez Bella, un empleado de la Dirección General de Seguridad. En su comparecencia ante la Causa General, Jiménez Bella declaró que Muñoz había firmado unas órdenes de evacuación tras recibir una visita de Margarita Nelken poco después de la medianoche del 6 de noviembre. Dichas órdenes se usaron para efectuar las sacas de los días 7 y 8 de noviembre.

Fue a raíz de esta falsa causalidad por lo que se le atribuyó a Margarita Nelken la responsabilidad de las matanzas. Manuel Muñoz confirmó en su propia declaración que Margarita Nelken se presentó en la DGS y le dijo: «El Gobierno ha abandonado Madrid y aquí no hay más autoridad que la de usted; usted es quien debe regir los destinos de todos». Muñoz interpretó que le estaba pidiendo que estableciera una dictadura. Fue una extraña interpretación por su parte, puesto que Nelken se refería únicamente a la situación de la seguridad en la capital. Sin embargo, las palabras que Muñoz pone en boca de Nelken indican claramente que ella era ajena tanto a los planes de la Junta de Defensa como a las disposiciones tomadas por el Partido Comunista para hacerse cargo de la seguridad. Esto bastaría por sí solo para aclarar que Nelken carecía por completo de autoridad para dar a Muñoz cualquier clase de instrucciones. Además, este no mencionó en ningún momento que hubiera firmado documento alguno a petición suya. Cuando Muñoz despachó las órdenes de evacuación a las que aludía Jiménez Bella, se limitó a seguir las órdenes dictadas por el gobierno antes de su partida a Valencia esa misma noche[26].

Otra fuente contradice la idea de que Miguel Muñoz firmara las órdenes de evacuación en la madrugada del 7 de noviembre por exigencias de Margarita Nelken. El alemán Felix Schlayer aseguró que el director de la cárcel Modelo le había enseñado la orden de liberación de los prisioneros firmada por Vicente Girauta Linares, el segundo de Muñoz. Declaró además que Girauta había firmado el documento siguiendo instrucciones verbales de Muñoz. Es posible que, en lugar de firmar las órdenes, Muñoz encargara a su subalterno la elaboración del documento necesario. Schlayer afirmó asimismo, aunque esto es menos verosímil, haberse enterado más tarde de que esta acción de Muñoz fue el precio que tuvo que pagar a unos milicianos comunistas que le impedían partir a Valencia con el resto del gobierno[27]. En todo caso, las órdenes de evacuación no se pueden considerar instrucciones concretas para acabar con la vida de los prisioneros, como demuestra el hecho de que algunos llegaran sanos y salvos a sus lugares de destino.

Con independencia de quién firmara las órdenes en cuestión, parecía imposible organizar la evacuación de 8000 prisioneros en semejante clima de colapso, pánico y caos. La tarea recayó en la nueva Consejería de Orden Público[28]. Finalmente, la evacuación se convirtió en una masacre. Este capítulo se propone aclarar, dentro de los límites de las pruebas disponibles, qué sucedió, quién tomó la decisión para que tal cosa ocurriera y quién la llevó a cabo.

Entre quienes presionaron para que se produjera la evacuación —no necesariamente la ejecución— de los prisioneros figuraban algunas autoridades republicanas, como el general Miaja y su jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo, así como el personal ruso presente en Madrid y la jerarquía del Partido Comunista. Habida cuenta de la ayuda crucial que los rusos estaban proporcionando, y de su experiencia durante el cerco de San Petersburgo en su propia guerra civil, era natural que se buscara su consejo. Los militares rusos más experimentados eran los generales Ivan Antonovich Berzin, que ostentaba el mando global de la misión militar soviética, y Vladimir Efinovich Gorev. Berzin se marchó a Valencia con el gobierno junto al resto de los diplomáticos soviéticos, mientras que Gorev, que era oficialmente el agregado militar y también el jefe del Servicio de Inteligencia Militar soviético en Madrid (GRU), se quedó en la capital. Así, en colaboración con Vicente Rojo, Gorev desempeñó un papel decisivo en la defensa de Madrid. También estaba presente Mijaíl Koltsov, el corresponsal del diario Pravda y posiblemente el periodista ruso más poderoso de su época. Koltsov tenía una estrecha relación con el propio Stalin, aunque durante su estancia en Madrid, cuando no estaba ocupado en sus tareas periodísticas, al parecer actuaba bajo las órdenes de Gorev[29].

Otras figuras influyentes en la defensa de la capital fueron dos veteranos miembros del Comintern, el argentino Vittorio Codovila y el italiano Vittorio Vidali, quien, con el pseudónimo de Carlos Contreras, tuvo un papel decisivo en la fundación del Quinto Regimiento, que más tarde se convertiría en el núcleo del Ejército Popular republicano. Vidali fue el comisario político del Quinto Regimiento, y sus numerosos artículos y discursos reflejan su obsesión por eliminar a los partidarios de los rebeldes en Madrid. Al igual que sus camaradas españoles, recibió con alarma los informes en los que se daba cuenta de la euforia de los prisioneros ante su inminente liberación y su deseo de incorporarse a las fuerzas rebeldes. Gorev, Berzin y otros asesores, entre los que también se contaba el propio Vidali, insistieron en que sería un suicidio no evacuar a los prisioneros más peligrosos, una opinión que, a la luz de la desesperada situación del asedio, fue inevitablemente compartida por Vicente Rojo y Miaja[30].

Miaja estableció enseguida una estrecha relación con José Cazorla, uno de los principales artífices de la organización del destino de los prisioneros[31]. El taciturno Cazorla ya era entonces un comunista comprometido y obsesionado con la eliminación de los partidarios de los rebeldes en la zona republicana. Para ello, como se verá más adelante, buscó el consejo del personal de seguridad ruso. El teniente coronel Vicente Rojo, un hombre de cuarenta y dos años recién ascendido en la escala militar, compartía plenamente con Miaja la preocupación por los prisioneros. La Quinta Columna era en su opinión «una columna operativa, con fuerza y poder para actuar por la espalda sobre las tropas organizadas». Así lo reflejó por escrito:

No se trata de simples espías o saboteadores, de agentes desmoralizadores, ni de meros agitadores, sino de una malla fuertemente tejida, que se tiende sobre todas las actividades en las cuales se pueda restringir o anular la capacidad de acción, el poderío de las Columnas combatientes o el de los Comandos. Esa Quinta Columna, que ya estaba montada en Madrid desde antes del comienzo de la guerra, según han revelado sus propios componentes, había fracasado al iniciarse el conflicto y durante los cuatro primeros meses de actividad bélica; pero ahora, cuando se trataba del asalto a Madrid, podía entrar en juego de manera decisiva, haciendo imposible que el gobierno lograra lo que aún podía conseguir: la conservación de la capital. De aquí que, sabiendo la existencia de ese poder oculto, el Mando tuviera que adoptar la decisión de hacerle frente para anularlo si entraba en acción[32].

Estas palabras reflejan sin lugar a dudas una visión en exceso pesimista sobre la capacidad operativa de la Quinta Columna en noviembre de 1936, cuando lo cierto es que dicha unidad militar no alcanzó ese nivel de organización hasta muchos meses después. En todo caso, la visión de Rojo denota el temor que comenzaba a cobrar forma en el bando republicano, y estaba bastante justificada, a la vista de las múltiples ocasiones en que la información secreta acababa en manos rebeldes y del aumento de los francotiradores conforme las fuerzas rebeldes se acercaban a la capital por el oeste.

Se ha especulado mucho sobre el papel crucial de Mijaíl Koltsov en el destino de los prisioneros. Estas especulaciones se basan en la entrada de su diario correspondiente al 7 de noviembre, en la que refiere cómo Pedro Checa tomó la decisión de enviar a los milicianos a las prisiones, presionado por un tal «Miguel Martínez», un supuesto agente hispanoamericano del Comintern con influencia suficiente para tener acceso al más alto nivel. Ese Miguel Martínez, en opinión de muchos, no era otro que el propio Koltsov, puesto que algunas de las actividades que en su diario se atribuyen a este personaje se sabe que fueron obra de Koltsov. Además, en el curso de una reunión celebrada en Moscú en abril de 1937, Stalin se refirió jocosamente a Koltsov como «Don Miguel». Es probable, sin embargo, que Miguel Martínez fuera un personaje inventado por Koltsov e inspirado en una amalgama de individuos reales para incluir en su diario información que no podía atribuir directamente a sus informadores.

Vicente Rojo habla en sus memorias de un comunista extranjero llamado Miguel Martínez que ayudó a Contreras en la organización del Quinto Regimiento. Rojo conocía a Koltsov y no tenía ninguna razón para no llamarlo por su nombre. En este caso, está claro que Miguel Martínez era alguien distinto de Koltsov, casi con toda seguridad hispanohablante, que trabajó con Vidali en el Quinto Regimiento y era conocido como el «camarada Miguel». Dicho individuo era un agente del NKVD llamado Josif Grigulevich[33]. De los menos de diez agentes operativos que integraban la pequeña célula del NKVD en España solo algunos eran «legales», esto es, habían sido formalmente autorizados por el Ministerio de Estado español y tenían cobertura diplomática, mientras que dos o tres actuaban «ilegalmente», en la clandestinidad. Entre los primeros figuraba Lev Lazarevich Nikolsky, jefe del centro de operaciones del NKVD en Madrid, que actuaba bajo el nombre falso de Aleksandr Orlov, y entre los segundos figuraba su subordinado Josif Grigulevich. Nikolsky (Orlov) se encontraba en España para asesorar a los servicios de seguridad y eliminar a los trotskistas extranjeros. Josif Romualdovich Grigulevich era un lituano de veintitrés años que hablaba un español fluido tras haber vivido en Argentina, de donde venía el nombre de «camarada Miguel». Era miembro del Departamento de Misiones Especiales del NKVD dirigido por Yakov Isakovich Serebryansky, y estaba entrenado en asesinatos y secuestros. En España contribuyó a establecer las unidades conocidas como «Brigadas Especiales», además de colaborar con Orlov en la eliminación de los trotskistas. Así, en el diario de Koltsov, Miguel Martínez correspondía unas veces al propio Koltsov, otras veces a Grigulevich, otras al general Gorev, y puede que incluso a alguien más[34]. Gorev se convirtió en el principal oficial ruso en Madrid tras la partida del general Berzin a Valencia en la noche del 6 de noviembre, y durante este período Koltsov en ocasiones actuaba como su mensajero. Más adelante, Gorev informó a Moscú: «Koltsov cumplía al pie de la letra todas las órdenes que yo le daba en relación con la defensa de la ciudad». Esto ha sido confirmado por Arturo Barea, a quien Koltsov puso al mando de la censura de la prensa extranjera en la capital sitiada, una decisión que no pudo haber tomado sin la autorización de Gorev[35].

Es posible que, en el caso de la reunión con Checa, Miguel Martínez fuera Gorev, Grigulevich o el propio Koltsov. Las memorias del cámara ruso Roman Karmen sugieren que podría haber sido Koltsov. El 6 de noviembre Karmen acudió al Ministerio de la Guerra y lo encontró desierto. Tras dar una vuelta por el edificio, sorprendió reunidos en un despacho al líder comunista Antonio Mije, al general Gorev y al jefe del Estado Mayor republicano, Vicente Rojo, tres individuos muy influyentes y preocupados por el problema de los prisioneros. Después de su paso por el ministerio, Karmen se dirigió a la sede del Partido Comunista, donde Koltsov estaba reunido con Checa a puerta cerrada[36]. Este bien podría ser el mismo encuentro que Koltsov refería en su diario entre Checa y Miguel Martínez. Si esto fuera así, significaría que la fecha dada en el diario es errónea. Tendría más sentido que la reunión hubiera ocurrido la noche del día 6. Según la versión de Koltsov, Miguel Martínez habría instado a Checa a proceder a la evacuación de los prisioneros. Koltsov (Miguel Martínez) señaló que no era necesario evacuar a los 8000 sino seleccionar a los elementos más peligrosos y enviarlos a la retaguardia en pequeños grupos[37]. Satisfecho con este argumento, Checa envió a tres hombres a «dos grandes cárceles». Aunque Koltsov no menciona el nombre de estos centros penitenciarios, sin duda tenían que ser la cárcel Modelo y la cárcel de San Antón. «Hicieron salir al patio a los fascistas; los iban llamando por lista. Esto los desconcertó y los aterrorizó. Creyeron que iban a fusilarlos. Los llevaron en dirección a Arganda»[38].

En realidad, es inconcebible que Koltsov tuviera autoridad suficiente para llevar a cabo una intervención tan crucial como esta. Sin embargo, como emisario de Gorev, es posible que se reuniera con Checa para presionar sobre la evacuación de los prisioneros. En tal caso, quedaría establecida la conexión en el proceso de toma de decisiones entre Gorev y el Partido Comunista de España. Ahora bien, si el momento en que los comunistas españoles recibieron instrucciones de Rusia fue esa reunión entre Miguel Martínez (Koltsov) y Checa, entonces es evidente que la fecha de entrada del diario no es correcta. Habida cuenta de que el citado diario de Koltsov no era un diario como tal, sino un libro escrito posteriormente a partir de sus artículos publicados en Pravda, es muy probable que dicha reunión, supuestamente celebrada a primera hora del 7 de noviembre, hubiera tenido lugar poco antes o poco después de la medianoche del día 6.

No cabe duda de que, ya en las últimas horas de la tarde o en las primeras horas de la noche del 6 de noviembre, los dos hombres que dirigían el PCE le habían presentado a Miaja la nueva estructura de Orden Público bajo el mando de Santiago Carrillo. Tampoco hay duda de que la Consejería de Orden Público empezó a funcionar esa misma noche y puso en marcha el proceso de evacuación de los prisioneros. Igualmente está claro que los dos líderes del PCE estaban en contacto con los rusos, como demuestra el hecho de que Karmen presenciara una reunión entre Mije, Gorev y Vicente Rojo, y otra entre Koltsov y Pedro Checa. No se conserva registro de estos encuentros, si bien no es difícil imaginar que en ellos se abordó la cuestión de qué hacer con los prisioneros.

Enrique Castro Delgado, el comandante del Quinto Regimiento, contaba como comisario político y como colaborador más cercano con el ya mencionado Vittorio Vidali, agente del NKVD. Es indudable, como se verá a continuación, que ambos discutieron sobre la posibilidad de ejecutar a los prisioneros. El periodista Herbert Matthews escribió posteriormente sobre la matanza:

Personalmente, creo que las órdenes partieron de los agentes del Comintern en Madrid, pues sé que el siniestro Vittorio Vidali pasó la noche en una prisión interrogando brevemente a los prisioneros que llevaban a su presencia. Una vez se convencía, como siempre, de que eran quintacolumnistas, les pegaba un tiro en la nuca con su revólver. Ernest Hemingway me contó que había oído decir que Vidali disparaba tan a menudo que tenía la piel quemada en los dedos índice y pulgar de la mano derecha[39].

Lo que Hemingway pudiera haber oído y haber contado a Matthews no puede tomarse como prueba irrefutable. Sin embargo, es un hecho que el comunista italiano Vittorio Vidali se encontraba en España enviado por el Comintern con el pseudónimo de «Carlos Contreras», y que también era agente del NKVD. Asimismo, también es cierto que Vidali (cuyo nombre en clave era MARIO) pertenecía al mismo departamento de misiones especiales del NKVD (dedicado a actos de asesinato, terror, sabotaje y secuestros) que Josif Grigulevich (cuyo nombre en clave era MAKS)[40]. Además, Grigulevich asistió personalmente a Vidali en el Quinto Regimiento durante un breve período. Ambos estuvieron involucrados más tarde en el asesinato de Trotsky.

Las memorias de Castro Delgado contienen un pasaje que respalda el comentario de Matthews sobre Vidali (Contreras). Castro relata cómo, la noche del 6 de noviembre, tras debatir con Contreras, se dirigió a alguien a quien se identifica únicamente como «Tomás», jefe de una unidad especial (ITA), y le dijo:

«Comienza la masacre. Sin piedad. La Quinta Columna de que habló Mola debe ser destruida antes de que comience a moverse. ¡No te importe equivocarte! Hay veces que uno se encuentra ante veinte personas. Sabe que entre ellas está un traidor, pero no sabe quién es. Entonces surge un problema de conciencia y un problema de partido. ¿Me entiendes?» Contreras: «Sí». «Ten en cuenta, camarada, que un brote de la Quinta Columna sería mucho para ti y para todos». Contreras: «¿Plena libertad?». «Esta es una de las libertades que el Partido, en momentos como estos, no puede negar a nadie. Y menos a ti». Contreras: «De acuerdo». «Vamos a dormir unas horas. Mañana es 7 de noviembre. El día decisivo. Lo fue para los bolcheviques y lo será para nosotros. ¿Piensas igual que yo, comisario, o hay algo en que no estamos de acuerdo?». Contreras: «Estamos de acuerdo»[41].

Puesto que Vidali tenía mayor categoría, es razonable suponer que eran suyas las instrucciones que Castro transmitía al citado Tomás.

El 12 de noviembre apareció un artículo en el periódico del Quinto Regimiento en el que se insinuaba que las órdenes de Castro Delgado debían cumplirse al pie de la letra:

Todavía quedan en nuestra ciudad restos de los cómplices de Mola, y cuando los pajarracos facciosos descargan sus bombas criminales, asesinando a mujeres y niños indefensos, los elementos fascistas de la quinta columna arrojan bombas de mano y disparan sus pistolas … Sabemos muy bien lo que harían las hordas de moros y el Tercio si lograsen entrar en Madrid. Nosotros no podemos tener compasión con los cómplices de estos salvajes. ¡Hay que exterminar la quinta columna! Los comités de casa deben averiguar dónde se esconde el fascista, el traidor, el sospechoso, y denunciarle. En el plazo de horas ¡exterminémosles![42].

Del encuentro entre Vidali (Contreras) y Castro Delgado se podría sacar la conclusión de que determinados elementos del Quinto Regimiento participaran en la matanza de los prisioneros en el mes de noviembre, y demuestra que el NKVD estuvo implicado en la misma. En el informe de Gorev mencionado unas líneas más arriba, el general hablaba con aprecio de los «vecinos» (en alusión a los miembros del NKVD en Madrid) «dirigidos por el camarada Orlov, que tanto hizo por frustrar un levantamiento desde dentro». Este era precisamente el objetivo de la evacuación de los prisioneros: evitar la posible fuga de los militares detenidos. El informe de Gorev sugiere por tanto que Orlov participó en el proceso de eliminación de los presos, aunque no en la toma de decisiones inicial[43].

En una reveladora entrevista ofrecida en 1986, dos años antes de su muerte, Grigulevich dio cuenta de la estrecha colaboración que mantuvo con Santiago Carrillo durante su estancia en Madrid. Concretamente, dirigía una brigada especial de militantes socialistas en la Dirección General de Seguridad que se ocupaba de hacer el trabajo «sucio» a las órdenes de Carrillo[44]. Este destacamento de élite se amplió a tres brigadas especiales en diciembre de 1936, después de la sustitución de Carrillo por Cazorla. Grigulevich creó la brigada inicial con lo que dio en llamar «elementos de confianza» reclutados entre los milicianos de las Juventudes Socialistas Unificadas que habían formado parte de las fuerzas responsables de la seguridad de la embajada soviética en Madrid a finales de agosto de 1936. La unidad se hallaba oficialmente al mando del policía socialista David Vázquez Baldominos.

Grigulevich llegó a España a finales de septiembre y trabajó para Contreras durante algunas semanas antes de empezar a colaborar con Carrillo a finales de octubre o principios de noviembre. Carrillo, Cazorla y los miembros de la brigada conocían a Grigulevich como «José Escoy», aunque para otros era «José Ocampo». La unidad actuaba a las órdenes de la Dirección General de Seguridad. La afirmación de Grigulevich se ve confirmada por las declaraciones conservadas en el archivo de la Causa General hechas por los miembros de la JSU interrogados en 1939 sobre su trabajo en las brigadas especiales. En el resumen publicado de la Causa General se afirma lo siguiente: «Unos delegados de la GPU, que se hacen llamar camaradas “Coto”, “Pancho” y “Leo”, secundados por un individuo que usaba el nombre de José Ocampo y varias mujeres que hacían de intérpretes, instalados todos ellos en el Hotel Gaylord de la calle de Alfonso XI … orientan durante el año 1937 las actividades de la Policía marxista madrileña»[45].

Terminada la guerra, cuando interrogaron a Tomás Durán González, uno de los miembros de la primera brigada especial, este ofreció descripciones que, pese a no ser del todo exactas, permitieron identificar a todos estos individuos. De Coto dijo que asesoraba en cuestiones de interrogación e investigación. Durán creía que Coto era el jefe del Grupo Técnico de Investigación soviético. Lo describió como «un hombre de unos 35 años, alto, pelo moreno, peinado a raya, frente despejada y completamente afeitado y vestido de paisano». Coto rara vez visitaba Madrid, puesto que tenía establecida su base de operaciones en Barcelona. En consecuencia, cabía identificarlo con certeza como Naum Isakovich Eitingon (Leonid Aleksandrovich Kotov), quien ocupaba el cargo de rezident en la delegación del NKVD del consulado soviético en Barcelona.

A Pancho, otro agente del NKVD, lo describió como un hombre «de unos 45 años, alto, corpulento, de tez encendida, rubio y peinado hacia atrás, con el pelo algo ondulado, con algunas canas». Durán declaró que este individuo también había tomado parte en los interrogatorios y las torturas de los prisioneros. Esta descripción de Pancho encaja con el aspecto físico del comandante de la Seguridad del Estado Grigory Sergeievich Syroyezhkin, tal como demuestran las fotografías que de él se conservaban. En una declaración aparte, el posterior jefe de la principal brigada especial, Fernando Valentí Fernández, se refirió a Pancho como «Pancho Bollasqui». El apellido ruso, vagamente recordado, podía corresponder a Lev Vasilevsky, número dos de Syroyezhkin y compañero habitual de este, puesto que Valentí los veía juntos muy a menudo.

Durán recordaba que el hombre a quien él conocía como «Leo» era el responsable de la seguridad interna de la embajada rusa. «Era alto, fino, de unos 28 años, moreno». De ser exacto este testimonio, es posible que Durán se estuviera refiriendo a Lev Sokolov, quien en efecto se encargaba de la seguridad dentro de la embajada, aunque había otros hombres también llamados «Leo» a los que Durán pudo haber conocido, como Lev Nikolsky (Orlov). A José Ocampo (Grigulevich) lo describe como un hombre de unos treinta y cinco años, «de un metro sesenta, grueso, ojos inyectados de sangre, de nacionalidad argentina, notándose en el acento, pelo ondulado y tez muy pálida, moreno». Desapareció de España tras el asesinato de Andreu Nin, en junio de 1937[46].

José Cazorla confirmó a sus interrogadores franquistas en 1939, cuál había sido la función del NKVD en la creación y el funcionamiento de la brigada especial. De acuerdo con su testimonio, Lev Gaikis, el consejero político de la embajada rusa, le presentó a otro ruso llamado «Alexander», que le ofreció su ayuda y consejo, y que era casi con toda seguridad Orlov, el jefe en funciones del NKVD en España. Cazorla también confesó que él y Vázquez Baldominos colaboraron estrechamente con José Ocampo (Grigulevich) al que conoció a través de Gaikis. Ocampo y Alexander, a quien Cazorla conoció entonces como «Leo» (Lev Nikolsky/Orlov), ofreció asesoramiento técnico sobre asuntos de contraespionaje, es decir, organizó la campaña contra la Quinta Columna. Pancho (Syroyezhkin) también mantenía contacto regular con Cazorla y David Vázquez Baldominos[47].

La principal tarea de Orlov en ese momento era la defensa de la embajada soviética, para lo cual gozaba de notable autonomía. Hay pocas dudas, por no decir ninguna, de que percibía a los prisioneros como una amenaza, de ahí que quizá no hubiera tenido ningún reparo en que Grigulevich colaborara con Carrillo y Cazorla para resolver el problema por la vía de la evacuación y la ejecución.

En el verano de 1937, Orlov le contó a Juan Negrín que «su servicio» cooperaba con el aparato de la seguridad republicana[48]. En un sentido similar, un informe de la policía republicana elaborado en octubre de 1937 aludía a las frecuentes visitas que el consejero de Orden Público, es decir, Carrillo, recibía de los técnicos rusos («técnicos de determinada nación amiga») especializados en cuestiones de seguridad y contraespionaje. El informe también indicaba que dichos técnicos «ofrecieron a la Autoridad máxima de Orden Público en Madrid su colaboración sincera y entusiasta». Ya que esta era una referencia a Miaja, las actividades de Carrillo debían de contar con su aprobación. De todas formas, Carrillo habría colaborado con los rusos, dados sus vínculos con el Partido Comunista. Según el informe, por indicación de Carrillo, la colaboración se articulaba en torno al «jefe y los funcionarios de la Brigada Especial», lo que apuntaba a David Vázquez Baldominos. Este extremo fue confirmado a los interrogadores franquistas por Fernando Valentí: «Aprovechando su experiencia y siguiendo sus orientaciones se logró la máxima perfección en una clase de actividad policial que se iniciaba en España por razón implacable de las circunstancias». El informe señalaba que «la colaboración de los repetidos técnicos fue cada vez más intensa, hasta llegarse a una compenetración de los servicios tan absoluta». En un primer momento, la ayuda se canalizó particularmente hacia la Brigada Especial[49]. Años más tarde, Grigulevich declaró que había sido «la mano derecha de Carrillo» en la Consejería de Orden Público[50]. De acuerdo con los archivos de la KGB, Carrillo llegó a establecer tal amistad con Grigulevich que años después lo eligió para que fuera el «padrino» laico de su hijo. Este último dato parece bastante inverosímil[51].

Es evidente que Miaja, Rojo, Gorev y los principales líderes del Partido Comunista estaban ansiosos por resolver la cuestión de los prisioneros con la máxima urgencia. Esto significa que habrían aprobado la evacuación de los detenidos, pero no necesariamente las ejecuciones, aunque también es posible que lo hicieran. Lo que sí es probable es que, en el curso de las reuniones celebradas inmediatamente después de la creación de la Junta de Defensa, delegaran esta responsabilidad en los dos líderes del PCE. Ellos, que sí aprobaban la ejecución de los prisioneros, delegaron a su vez la organización de las operaciones en Carrillo, Cazorla y Serrano Poncela, quienes, para cumplir con su cometido, se sirvieron de miembros de las JSU a los que situaron en diversos puestos de la Dirección General de Seguridad. Contaban asimismo con la ayuda de Contreras (Vidali) y del Quinto Regimiento, y con la de Grigulevich y la Brigada Especial. Sin embargo, no podían hacer nada sin el beneplácito del movimiento anarquista, que controlaba las carreteras de entrada y salida de Madrid. Teniendo en cuenta que los anarquistas ya habían tomado y asesinado a varios prisioneros, no era muy probable que pusieran obstáculos ni a las evacuaciones ni a las ejecuciones. Pronto se verá que el acuerdo formal de los mandos de las milicias de la CNT no tardó en materializarse.

La sesión inaugural de la Junta de Defensa comenzó a las seis de la tarde del 7 de noviembre. Su presidente, José Miaja Menent, se dirigió a los asistentes para exponer el peligro de la situación, a la vista de la escasez de armas de la que adolecían las columnas todavía operativas y su moral hecha añicos por las continuas retiradas. Apenas había reservas, y el Ministerio de la Guerra se hallaba en una situación cercana al colapso[52]. Poco antes de que comenzara la reunión, alrededor de las cinco y media, Carrillo, que salía del despacho de Miaja en el Ministerio de la Guerra, tropezó con un representante de la Cruz Roja Internacional, el doctor Georges Henny, y con Felix Schlayer, el cónsul de Noruega. Carrillo los invitó a que se reunieran con él en su despacho en cuanto terminara la sesión plenaria. Antes de acudir a este encuentro, Schlayer y el delgado de la Cruz Roja fueron a la cárcel Modelo, donde se enteraron de que varios centenares de presos ya habían sido evacuados. De vuelta en el ministerio fueron amablemente recibidos por Carrillo, quien les aseguró que su determinación era proteger a los prisioneros e impedir cualquier asesinato. Cuando le contaron lo que acababan de saber en la cárcel Modelo, Carrillo respondió que no tenía noticia de ninguna evacuación. Schlayer reflexionó más tarde que, aun cuando esto fuera cierto, no se entiende por qué Carrillo y Miaja, tras ser informados de las evacuaciones, no hicieron nada para impedir que continuaran a lo largo de esa noche y en días sucesivos[53].

Esa misma noche tuvo lugar una reunión entre algunos representantes no identificados de las JSU, que controlaban la recién constituida Consejería de Orden Público, y miembros de la Federación local de la CNT. En ella se discutió el problema de los prisioneros. La colaboración entre ambas formaciones políticas era necesaria, a pesar de la hostilidad que existía entre ellas, porque los comunistas dominaban la ciudad, controlaban a la Policía, las cárceles y los archivos de reclusos, mientras que los anarquistas, a través de las llamadas «Milicias de Etapas», controlaban las rutas de salida de la ciudad. La mañana del 8 de noviembre, en el curso de una reunión del Comité Nacional de la CNT, uno de los hombres que había participado en la discusión de la noche anterior, Amor Nuño Pérez, consejero de Industrias de Guerra en la Junta de Defensa, ofreció un informe detallado de los acuerdos alcanzados con las JSU. El único registro que se conserva de este encuentro JSU-CNT es el informe de Nuño que figura en las actas del Comité Nacional de la CNT, actas que, lamentablemente, no recogen los nombres de los demás participantes en la citada reunión con representantes de las JSU. Es razonable suponer que, puesto que la reunión se celebró inmediatamente después de la sesión plenaria de la Junta de Defensa, la CNT estuviera representada por algunos de sus miembros en la Junta: Amor Nuño; su número dos, Enrique García Pérez; Mariano García Carrascales, consejero de Información, y el viceconsejero, Antonio Oñate, ambos de las Juventudes Libertarias. Es igual de razonable suponer que entre los representantes de las JSU figuraran al menos dos de los siguientes: Santiago Carrillo, José Cazorla o Segundo Serrano Poncela. La gravedad de la cuestión que allí se debatió, y los acuerdos prácticos que se alcanzaron, no permitían una representación de menor nivel. Al margen de quienes fueran los representantes de las JSU, es imposible que Carrillo, como consejero de Orden Público y secretario general de las JSU, no estuviera al corriente de la reunión.

Gregorio Gallego, que también estuvo presente en la reunión de la CNT, describió posteriormente a Amor Nuño, a quien conocía bien, con estas palabras: «Amor Nuño tenía, generalmente, más nervios y emoción que cabeza, y cuando le daba por reflexionar, cosa que ocurría raras veces, no se fiaba de sí mismo». En otra parte, Gallego escribió: «Amor Nuño, con su temperamento de ardilla, no podía permanecer quieto en ninguna parte. Lo suyo era estar al tanto de todo lo que pasaba sin comprometerse a fondo a nada»[54]. El informe de Nuño afirmaba que los representantes de la CNT y las JSU acordaron, la noche del 7 de noviembre, clasificar a los prisioneros en tres grupos. El destino del primer grupo, compuesto de «fascistas y elementos peligrosos», sería la «ejecución inmediata, cubriendo la responsabilidad» (la responsabilidad tanto de quienes tomaron la decisión como de quienes la llevaron a cabo). El segundo grupo de prisioneros, a quienes se tenía por defensores del alzamiento militar, si bien por edad o profesión se consideraban menos peligrosos, sería trasladado a Chinchilla, una localidad próxima a Albacete. Los del tercer grupo, integrado por «elementos no comprometidos», serían puestos en libertad «con toda clase de garantías, sirviéndose de ellos como instrumento para demostrar a las embajadas nuestro humanitarismo». Este último comentario sugiere que quienquiera que representara a las JSU en dicha reunión estaba al corriente del encuentro previo entre Carrillo y Schlayer[55].

La primera remesa de prisioneros ya había salido de Madrid a primera hora de la mañana del 7 de noviembre, presumiblemente siguiendo las órdenes de evacuación dadas por Pedro Checa en respuesta a la petición de Koltsov (Miguel Martínez). Así pues, los presos fueron evacuados y asesinados antes del acuerdo formal con la CNT pactado esa misma noche. No era de sorprender, pues tanto la CNT como la FAI tenían representación dentro de la Delegación de Orden Público de Serrano Poncela. A pesar de todo, el acuerdo con la CNT significaba que los siguientes convoyes no encontrarían problemas en los puestos de control instalados por los anarquistas en las carreteras de salida de la capital, a la vez que podrían contar con ayuda en la siniestra misión de ejecutar a los prisioneros. Los controles más eficaces de la CNT se encontraban en las carreteras de Valencia y Aragón, las que iban a usar los convoyes. Estas comitivas motorizadas, compuestas de autobuses de dos pisos y una flotilla de vehículos más pequeños, no habrían podido abandonar la ciudad sin la autorización, la colaboración o la connivencia de las patrullas de la CNT. Toda vez que Carrillo, Cazorla y Serrano Poncela lo sabían perfectamente, no es creíble que ordenaran la evacuación sin llegar a un acuerdo previo con la CNT-FAI, lo que desacredita plenamente la afirmación posterior de Carrillo de que los convoyes fueron secuestrados por los anarquistas. En cambio, es más que probable que los anarquistas participasen en las matanzas.

Las primeras decisiones adoptadas por Carrillo y sus colaboradores tuvieron dramáticas consecuencias. Jesús de Galíndez escribió más tarde:

El mismo día 6 de noviembre se decide la limpieza de esta quinta columna por las nuevas autoridades que controlaban el Orden Público. La trágica limpieza fue desgraciadamente histórica; no caben paliativos a la verdad. En la noche del 6 de noviembre fueron sumariamente revisadas las fichas de unos seiscientos presos de la Cárcel Modelo y, comprobada su condición de fascistas, fueron ejecutados en el pueblecito de Paracuellos del Jarama. Dos noches después otros 400 presos eran idénticamente ejecutados; en total fueron 1020. En días sucesivos, hasta el 4 de diciembre, la limpieza seguiría, aunque con cifras inferiores, en las demás cárceles provisionales[56].

De hecho, lo que describía Galíndez debió de pasar después de la medianoche del 6 de noviembre y en las primeras horas de la mañana del 7. En algún momento de la mañana de ese 7 de noviembre, varios policías de la Dirección General de Seguridad y miembros de las Milicias de Vigilancia de Retaguardia se presentaron en la cárcel Modelo con órdenes para la evacuación de los prisioneros, firmadas por Manuel Muñoz. Los milicianos actuaban a las órdenes del inspector general de las MVR, Federico Manzano Govantes. Es un error, según figura en el resumen publicado de la Causa General, que estos hechos tuvieran lugar el 6 de noviembre. Ian Gibson ha demostrado que no hubo evacuaciones de prisioneros en esa fecha. Así, señala que los prisioneros que sobrevivieron a la matanza y más tarde escribieron memorias fiables de los sucesos (Antonio Caamaño Cobanela, alias «el Duende Azul», y el padre agustino Carlos Vicuña) no hacen mención a ninguna evacuación el día 6 de noviembre. En la entrada de su diario correspondiente a esta misma fecha, «el preso 831» solo se refiere a una visita de varios milicianos anarquistas que insultaron a los militares y a los curas, pero no se llevaron a nadie[57].

Este dato ha sido confirmado por el importante testimonio de Felix Schlayer. El día 6, cuando visitó la cárcel Modelo con la intención de impedir una posible evacuación, Schlayer no vio nada. Sin embargo, la mañana del 7 de noviembre regresó a la prisión y vio en la puerta muchos autobuses que, según le explicaron, estaban allí para evacuar a los militares a Valencia[58]. Este detalle coincide con la gráfica descripción que Caamaño Cobanela, un preso de la cárcel Modelo, ofrece de los prisioneros obligados a formar a primera hora de la mañana del 7 de noviembre para ser evacuados. Caamaño refiere explícitamente que, tras ser sacados de sus celdas, los prisioneros estuvieron esperando en el patio con todas sus pertenencias, pero pasadas dos horas volvieron a encerrarlos.

Esa misma tarde, según las detalladas descripciones del padre Vicuña, Caamaño y G. Arsenio de Izaga, sacaron a muchos presos de sus celdas en dicha cárcel. Un grupo de milicianos armados acompañaba a dos hombres (¿quizá los envidados por Pedro Checa?) que llevaban las fichas amarillas de la prisión. Fueron nombrando a los presos por un altavoz, y a los que llamaban les ordenaban que recogieran sus pertenencias y esperaran abajo. No parece que la selección respondiera a una pauta calculada, pues entre los nombrados había una mezcla de oficiales, curas y civiles, tanto jóvenes como viejos. Los rumores eran inciertos: lo mismo se decía que iban a trasladarlos a prisiones externas a Madrid como que iban a asesinarlos. Cuando llegaron los autobuses, los hicieron formar en dos grupos, los ataron y los obligaron a dejar sus maletas. Además, los registraron y les requisaron los relojes, el dinero o cualquier objeto de valor[59]. A continuación, los cargaron en autobuses de dos pisos. Los convoyes, escoltados por coches y camiones en los que viajaban los milicianos, no pararon de ir y venir en los dos días siguientes.

Su destino oficial eran los centros penitenciarios situados lejos del frente, en Alcalá de Henares, Chinchilla y Valencia; sin embargo, solo 300 llegaron con vida. El convoy que transportaba al primer grupo de prisioneros, procedente de la cárcel de San Antón, fue detenido a 18 kilómetros de Madrid, en la carretera de Alcalá de Henares, en Paracuellos del Jarama. Allí sacaron violentamente a los prisioneros de los autobuses. Los milicianos, apostados al pie del monte que se alzaba sobre el pueblo, los insultaron primero y los fusilaron a continuación. A primera hora de esa noche, otra remesa de prisioneros, esta vez procedente de la cárcel Modelo, corrió la misma suerte. En la mañana del 8 de noviembre llegó un tercer grupo. El alcalde, Eusebio Aresté Fernández, se vio obligado a ordenar a todos los hombres capaces del pueblo (cuya población total era de 1600 vecinos) a cavar enormes fosas para dar sepultura a los cerca de 800 cadáveres dejados por los milicianos. Cuando Paracuellos se vio desbordado, los convoyes se dirigieron a la localidad cercana de Torrejón de Ardoz, donde un canal de riego en desuso se utilizó para enterrar a cerca de 400 víctimas[60]. Muchos han asegurado que las fosas ya estaban preparadas[61]. El 8 de noviembre se practicaron nuevas sacas en la cárcel Modelo. Para entonces, los prisioneros ya estaban al corriente de los primeros fusilamientos en Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz.

Se sabe con certeza que a partir de las ocho de la mañana del sábado 7 de noviembre, 175 prisioneros fueron evacuados de la cárcel de San Antón, y esa misma tarde más de 900 salieron de la cárcel Modelo. Entre 185 y 200 fueron sacados de la cárcel de Porlier (entre la calle del General Porlier y la calle de Padilla, en el barrio de Salamanca). Entre 190 y 200 fueron evacuados de la cárcel de Ventas. Entre 1450 y 1545 prisioneros salieron ese día de las cuatro prisiones de Madrid. Hubo sacas de prisioneros los días 7, 8, 9, 18, 24, 25, 26, 27, 28, 29 y 30 de noviembre, además del 1 y el 3 de diciembre. La cárcel Modelo fue la que registró el mayor número de víctimas (970), pese a que las sacas se practicaron allí solo en los tres primeros días. El 16 de noviembre, los franquistas estaban tan cerca de Madrid que hubo que evacuar la prisión y trasladar a los presos a otras cárceles, como las de Porlier, Ventas, San Antón y Alcalá de Henares. La Modelo se usó como cuartel general de la columna de Durruti y las Brigadas Internacionales, aunque estaba gravemente afectada por los bombardeos rebeldes. En la cárcel de Porlier hubo sacas los días 7, 8, 9, 18, 24, 25 y 26 de noviembre, y 1 y 3 de diciembre. Un total de 405 prisioneros de esa cárcel fueron asesinados en Paracuellos o en Torrejón. Las sacas de San Antón, realizadas los días 7, 22, 28, 29 y 30 de noviembre, se saldaron con un total de 400 víctimas en Paracuellos o en Torrejón. Otras cinco expediciones de prisioneros evacuados de San Antón, dos de ellas el 7 de noviembre y otras tres los días 27, 28 y 29 del mismo mes, llegaron a salvo a Alcalá de Henares. Las sacas de la cárcel de Ventas, practicadas los días 27, 29, 30 de noviembre, y 1 y 3 de diciembre, concluyeron con unos 200 prisioneros asesinados en Paracuellos o en Torrejón. Si bien no es posible calcular con absoluta exactitud el número de asesinatos cometidos en el curso de esas cuatro semanas, hay pocas dudas de que fueron entre 2200 y 2500[62].

Todas estas sacas se llevaron a cabo con documentación de la Dirección General de Seguridad en la que se indicaba que los prisioneros iban a ser puestos en libertad o trasladados a Chinchilla. En los casos en que se dio la orden de llevarlos a Alcalá de Henares, los prisioneros generalmente llegaron a salvo a su destino, lo que indica que «libertad» y «Chinchilla» eran palabras en clave para ordenar su eliminación[63]. Ninguna de las órdenes específicas para la evacuación de los prisioneros fueron firmadas por Carrillo ni por ninguno de los miembros de la Junta de Defensa. Hasta el 22 de noviembre, dichas órdenes fueron firmadas por el número dos de la Dirección General de Seguridad, el policía Vicente Girauta Linares, quien poco después siguió a Manuel Muñoz hasta Valencia. Posteriormente, de la firma se ocuparon el sucesor de Girauta, Bruno Carreras Villanueva, o el sucesor de Muñoz en Madrid, Segundo Serrano Poncela[64]. En la Causa General figuran varios documentos que llevan la firma de Serrano Poncela, y en su versión publicada se reproducen dos de ellos. El primero, fechado el 26 de noviembre de 1936, dice así: «Le ruego a Vd. Ponga en Libertad a los individuos que se relacionan al dorso», y en él se incluyen 26 nombres. En el segundo, fechado el 27 de noviembre, se solicita: «Sírvase poner en libertad los presos que se mencionan en la hoja adjunta y hoja segunda», y contiene 106 nombres. Todos ellos fueron asesinados[65]. No se han encontrado órdenes explícitas de ejecución, solo de «libertad» o «traslado» de prisioneros.

De acuerdo con la declaración del comunista Ramón Torrecilla Guijarro, reclutado para trabajar en la Delegación de Orden Público la noche del 6 de noviembre, todo el proceso fue dirigido por Segundo Serrano Poncela, supervisado por los miembros de la citada Delegación y llevado a cabo por agentes de la Dirección General de Seguridad. Estos últimos eran los policías y miembros de las Milicias de Vigilancia de Retaguardia encabezados por Federico Manzano Govantes a los que se alude en la Causa General. El propio Torrecilla Guijarro reconoció que tres miembros del Consejo, él mismo, Manuel Rascón Ramírez, de la CNT, y Manuel Ramos Martínez, de la FAI, junto con tres policías llamados Agapito Sainz, Lino Delgado y Andrés Urrésola, se presentaron en la cárcel Modelo pasadas las diez de la noche del 7 de noviembre. Serrano Poncela les había ordenado seleccionar a los presos, así que comenzaron a revisar las fichas y a dividirlos entre militares, profesionales y aristócratas, trabajadores y hombres de profesión desconocida.

En algún momento comprendido entre las tres y las cuatro de la madrugada, cuando estaban en mitad de la tarea, llegó a la cárcel su jefe, Serrano Poncela, quien, dada la urgencia de la situación, ordenó que prepararan a los que ya habían seleccionado para subirlos de inmediato a los autobuses. Al parecer dijo que esto era en cumplimiento de las órdenes que Ángel Galarza le había dado por teléfono desde Tarancón el 6 de noviembre, y acto seguido añadió que quienes se encontraran al cargo de la expedición que se estaba preparando debían saber que se trataba de una «evacuación definitiva», presumiblemente la muerte. Así, el proceso de clasificación quedó abandonado. Una vez más volvieron a atar a los presos por las muñecas, generalmente de dos en dos, y los despojaron de todos sus objetos de valor. Entre las nueve y las diez de la mañana del día siguiente, 8 de noviembre, llegaron entre siete y nueve autobuses de dos pisos y dos de un solo piso. Cargaron a los prisioneros, y el convoy partió escoltado por milicianos armados en compañía de Manuel Rascón Ramírez y los tres policías ya mencionados, Agapito Sainz, Lino Delgado y Andrés Urrésola[66]. En las declaraciones de los hombres que más tarde fueron interrogados por la Policía franquista no se menciona en ningún momento que estos u otros convoyes tuvieran dificultades para sortear los controles de las milicias anarquistas en las carreteras de Madrid, lo que sugiere que el acuerdo alcanzado la noche del 7 de noviembre entre la CNT y las JSU ya se estaba aplicando. La presencia de Rascón Ramírez con la expedición habría agilizado su paso por los controles anarquistas[67].

Lo ocurrido esa mañana del 8 de noviembre en la cárcel Modelo fue al parecer la norma habitual en las sacas subsiguientes. A partir de ese día, Carrillo comenzó a adoptar una serie de medidas que garantizarían el control de las fuerzas de seguridad en la capital por parte de los comunistas y acabarían con la plétora de unidades policiales paralelas. El 9 de noviembre, Carrillo emitió dos decretos que serían un paso decisivo para el control centralizado de la Policía y las fuerzas de seguridad. El primero exigía la entrega de todas las armas que se hallaran en manos no autorizadas. El segundo dejaba claro que «la vigilancia del interior de la capital» quedaría bajo responsabilidad exclusiva de la Consejería de Orden Público. Esto último significaba la disolución de todas las checas, aunque pasó bastante tiempo entre el anuncio del decreto y su implementación total[68]. En todo caso, la situación creada por el asedio rebelde permitió a la Consejería de Orden Público de Carrillo imponer por decreto de emergencia las medidas que el gobierno no había sido capaz de establecer. No obstante, se produjo un lapso considerable entre el anuncio del decreto y su implementación efectiva. Los anarquistas resistieron cuanto pudieron y los comunistas nunca llegaron a cerrar algunas de sus checas.

Poco después de tomar posesión del cargo, Carrillo convocó una reunión con los representantes del Comité Provincial de Investigación Pública para recordarles que dicho organismo, como había dicho Manuel Muñoz cuando fue creado, era una estructura temporal, en tanto se purgara la Dirección General de Seguridad, hecho lo cual algunos de sus miembros se incorporarían al Cuerpo de Policía. Carrillo anunció que ese momento había llegado[69]. Así, mediante un decreto del 9 de noviembre, los servicios de vigilancia e investigación volvían a las manos de la Policía, a la vez que se suprimían todos los demás grupos dirigidos por sindicatos y partidos políticos. El decreto supuso el fin del Comité Provincial de Investigación Pública, también conocido como «Checa de Fomento». Lo cierto es que algunos de sus miembros, como Manuel Rascón Ramírez y Manuel Ramos Martínez, ya estaban trabajando para la Delegación de Orden Público. El tesorero de la Checa de Fomento hizo entrega de 1 750 000 pesetas en metálico, una cantidad de oro por un valor aproximado de 600 000 pesetas y 460 cofres llenos de valiosos enseres, como plata, porcelana, relojes, radios, etc., confiscados a los detenidos y en los registros domiciliarios. Las joyas se habían ido entregando con regularidad a la Dirección General de Seguridad[70].

Estas reformas incluían explícitamente «todo cuanto se relacione con el mantenimiento de detenciones y libertades, así como también con el movimiento, traslado, etc., de los detenidos». En cada una de las doce principales comisarías de Madrid se constituiría un «consejillo» formado por el comisario y otros dos policías. Los doce consejillos quedarían bajo el mando global de la Delegación de Orden Público, en el marco de la Dirección General de Seguridad. Este órgano estaba integrado por ocho delegados y presidido por Segundo Serrano Poncela, mientras que el subdirector general de Seguridad, Vicente Girauta Linares, asumió las funciones de vicepresidente y asesor técnico. Uno de sus ocho delegados, Arturo García de la Rosa, contó a Ian Gibson que la Delegación empezó a funcionar en las primeras horas de la mañana del 7 de noviembre. Así lo confirmó Ramón Torrecilla al ser interrogado en noviembre de 1939, lo que viene a respaldar lo declarado por el propio Carrillo, quien reconoció que su equipo ya estaba operativo antes de ser nombrado oficialmente por Miaja a las once de la mañana, y desde luego antes de que se celebrara la primera reunión de la Junta de Defensa, a última hora de la tarde[71].

Dos semanas después de la creación de la Delegación de Orden Público en la DGS, Vicente Girauta siguió a Miguel Muñoz hasta Valencia y fue sustituido por Bruno Carreras Villanueva, que había sido representante del Partido Sindicalista de Ángel Pestaña en el seno del Comité Provincial de Investigación Pública. Más tarde fue aceptado como policía profesional, y no tardó en ser nombrado comisario de Buenavista, cargo que englobaba el de comisario general, con autoridad sobre el resto de los comisarios, y que de hecho lo convertía en el número dos de la Dirección General de Seguridad[72]. Todo lo anterior señala inequívocamente que Segundo Serrano Poncela era quien controlaba las funciones de la DGS, si bien debe señalarse que este, a su vez, seguía órdenes de Carrillo o de su mano derecha, José Cazorla.

La Delegación presidida por Serrano Poncela absorbió las funciones, y buena parte del personal, del Comité Provincial de Investigación Pública. La vigilancia de las carreteras de acceso a la capital quedó en manos de la Policía, la Guardia de Asalto y las MVR, coordinadas por la Delegación de Orden Público. Además de contar con un delegado en cada comisaría, la Delegación de Orden Público tenía un representante en todas las principales prisiones de Madrid. Según Carrillo, solo la CNT se opuso a estas medidas. De hecho, el cierre de la checa de Sandoval, instalada en el cine Europa, costó tiempo y esfuerzo, y finalmente requirió la intervención de la Guardia de Asalto. Las medidas adoptadas por Carrillo supusieron la institucionalización de la represión bajo el mando del Consejo en el seno de la DGS, dominado por los comunistas pese a la presencia de dos miembros de la CNT-FAI. Sin embargo, muchos antiguos miembros de los grupos que integraban el Comité Provincial de Investigación Pública pasaron a ser policías, en virtud del decreto por el que se constituían las Milicias de Vigilancia de Retaguardia[73]. De este modo el PCE pudo impulsar la reconstrucción del estado republicano, una tarea necesaria desde que el golpe militar hizo añicos el aparato gubernamental.

Las funciones de la Delegación de Serrano Poncela se repartieron entre tres comisiones. La primera se ocupaba de los interrogatorios y propuestas de libertad y estaba presidida por Manuel Rascón Ramírez, de la CNT. Una vez efectuados los interrogatorios, esta comisión formulaba sus recomendaciones a la Delegación, y Carrillo se ocupaba de tomar las decisiones finales. Este procedimiento era enteramente compatible con los acuerdos alcanzados entre las JSU y la CNT en su reunión de la noche del 7 de noviembre. La segunda comisión, presidida por el propio Serrano Poncela, se ocupaba de las cárceles, de los presos y de su traslado. De acuerdo con el testimonio de Manuel Rascón, la comisión se sirvió de la Escuadrilla del Amanecer, así como de pequeños grupos de milicianos constituidos en cada una de las prisiones, para examinar las fichas de los presos. Felipe Sandoval dirigía uno de estos grupos en la cárcel de Porlier. La tercera comisión supervisaba las actividades de la Policía y de otros grupos armados, más o menos oficiales, que actuaban en la retaguardia. Su presidencia recayó sobre otro estrecho colaborador de Cazorla y miembro de las JSU, Santiago Álvarez Santiago, y su misión era la de evaluar la fiabilidad de los miembros de la Policía, además de decidir quiénes de los integrantes de las antiguas checas podían incorporarse al cuerpo policial. Para desempeñar todas estas funciones, la nueva Delegación de Orden Público tenía a su disposición los archivos y al personal de la Sección Técnica de la DGS[74].

Los procedimientos que se aplicarían entre el 18 de noviembre y el 6 de diciembre se establecieron el 10 de noviembre, en una reunión de la Delegación de Orden Público, también conocida como Consejo de la Dirección General de Seguridad. Serrano Poncela dividió sus objetivos en tres grupos: militares con grado de capitán o superior, falangistas y otros derechistas. Esta clasificación coincidía aproximadamente con lo acordado el 7 de noviembre entre los miembros de las JSU y la CNT-FAI, encuentro en el que casi con toda seguridad estuvo presente Serrano Poncela. Rascón Ramírez, de la CNT, y Torrecilla Guijarro, del PCE, se ocuparon de supervisar el proceso y designar a los responsables de seleccionar a los prisioneros para ser ejecutados. Rascón y Torrecilla nombraron a un «responsable» y un segundo de a bordo en cada una de las prisiones, quienes a su vez establecieron varios tribunales compuestos por tres hombres que se encargaban de la selección de los presos. Una vez que estos tribunales confeccionaban sus listas, se las llevaban a Rascón, y este las entregaba a Serrano Poncela, que firmaba las órdenes de «liberación», es decir, de ejecución. Según lo declarado por Torrecilla, los prisioneros que llegaban sanos y salvos a su destino eran los que no figuraban en las listas de ejecución elaboradas por los tribunales de los centros penitenciarios. Serrano Poncela debía dar parte diario del desarrollo del procedimiento a Carrillo en su despacho de la Junta de Defensa (con sede en el palacio de Juan March, en la calle de Núñez de Balboa, del barrio de Salamanca). También Carrillo visitaba a menudo a Serrano Poncela en el despacho de este, sito en la calle de Serrano n.º 37, muy cerca de su propia sede[75].

La declaración de otro policía, Álvaro Marasa Barasa, ha confirmado que era Serrano Poncela quien daba las órdenes. De hecho, los tribunales establecidos a raíz de los sucesos que se vivieron el mes de agosto en la cárcel Modelo ya habían elaborado listas de candidatos a la ejecución, y algunos ya habían sido ejecutados a lo largo de los meses de septiembre y octubre. A partir de noviembre, los agentes se presentaban en las prisiones bien entrada la noche, con una orden general para la liberación de los presos firmada por Serrano Poncela, al dorso de la cual, o en hoja aparte, figuraba la lista de los elegidos. El director de la cárcel entregaba a los detenidos para que los trasladaran a dondequiera que Serrano Poncela hubiese indicado verbalmente a los agentes. La fase posterior del proceso (el transporte y la ejecución de los presos en las primeras horas de la mañana siguiente) se realizaba bajo la supervisión del inspector general de las MVR, Federico Manzano Govantes, o del hombre en quien este hubiera delegado sus funciones ese día. De la tarea se ocupaban distintos grupos de milicianos, a veces anarquistas de las milicias de retaguardia, a veces comunistas de la checa habilitada en la calle del Marqués de Riscal, y a veces hombres del Quinto Regimiento. Obligaban a los prisioneros a desprenderse de todas sus pertenencias, que eran entregadas a Santiago Álvarez Santiago. A continuación, los ataban de dos en dos y los cargaban en los autobuses. Normalmente, Manuel Rascón o Arturo García de la Rosa acompañaban a la expedición y asestaban el tiro de gracia a los prisioneros que no morían por los disparos de los milicianos[76].

El lunes 9 de noviembre, tal como llevaba haciendo desde hacía dos meses, Jesús de Galíndez, del PNV, acudió a la cárcel Modelo en busca de algunos presos vascos cuya liberación había sido aprobada por la DGS. Ese día, sin embargo, advirtió un cambio drástico. La prisión estaba en manos de milicianos que se negaban a aceptar las órdenes de liberación que De Galíndez les mostraba. Tras una enardecida discusión, los milicianos se avinieron a cumplir las órdenes. Sin embargo, cuando Jesús de Galíndez ya se marchaba, su chófer le dijo que, mientras lo esperaba en el coche, había visto llegar un camión cargado de milicianos, a quienes uno de los centinelas había saludado diciendo: «Hoy no os quejaréis, que habéis tenido carne en abundancia». De Galíndez interpretó estas palabras como una alusión a los fusilamientos realizados el sábado, 8 de noviembre[77].

Es inimaginable que, si De Galíndez sabía lo que estaba ocurriendo, Carrillo no lo supiera. Así se demuestra en las actas de la reunión de la Junta de Defensa celebrada la noche del 11 de noviembre de 1936. El consejero de Evacuación, Francisco Caminero Rodríguez (de las Juventudes Libertarias), preguntó si se había evacuado la cárcel Modelo. Carrillo respondió que se habían tomado las medidas necesarias para la evacuación de los presos, si bien la operación había tenido que suspenderse. A esto intervino el comunista Isidoro Diéguez Dueñas, número dos de Antonio Mije en la Consejería de Guerra: «Pide que continúe haciendo la evacuación, por ser un problema grave el número de presos que existe». Carrillo replicó que la suspensión había sido necesaria por las protestas del cuerpo diplomático, en posible alusión a su encuentro con Schlayer. Aunque el acta es muy escueta, puede deducirse de ella que Carrillo expuso las protestas diplomáticas por las matanzas de prisioneros perpetradas en las afueras de Madrid, así como los problemas encontrados con los controles anarquistas en las carreteras, ya que Diéguez, según figura en el acta, tomó la palabra a continuación: «Pide que se acabe con anormalidades tales como la vigilancia ejercida por personas sin autoridad». Insinuó que dichas «anormalidades» eran responsabilidad de la CNT. Carrillo repuso que el problema estaba casi resuelto, al ser sustituidos los milicianos de Vigilancia de Retaguardia por «agentes de la Autoridad». Y manifestó que «estaba dispuesto a proceder con toda energía para cortar abusos y arbitrariedades». Asimismo, afirmó que se estaban requisando las armas a quienes no podían justificar su posesión[78]. Estas últimas declaraciones quedaban en parte confirmadas por los decretos emitidos el día anterior; también demuestran fehacientemente que Carrillo sabía lo que se estaba haciendo con los presos, aunque solo fuera por las quejas de Schlayer. Además, aclaran la ambigua posición de Carrillo y el PCE, que eran a la vez legisladores y violadores de la ley. La centralización tenía el propósito de reconstruir las estructuras de la ley y el orden y acabar con los excesos de los anarquistas y otros grupos incontrolados. Sin embargo, una vez habilitadas estas estructuras, el PCE y las milicias anarquistas se sirvieron de ellas para combatir al enemigo interior.

Tras las ejecuciones en masa de los días 7 y 8 de noviembre, no hubo más sacas hasta el 18 de ese mismo mes, cuando se reanudaron, a menor escala, hasta el 6 de diciembre. Jesús de Galíndez, que estaba en contacto tanto con la DGS como con las distintas cárceles de la ciudad, por sus esfuerzos para conseguir la liberación de presos vascos y miembros del clero, ha descrito cómo se desarrolló el proceso. Su relato coincide ampliamente con los testimonios de Torrecilla Guijarro y Marasa Barasa. Los tribunales examinaban los antecedentes de los prisioneros para decidir si eran peligrosos: a estos los ejecutaban. Quienes contaban con alguien que intercediera por ellos quedaban en libertad. Otros continuaban en prisión. De todos modos, se cometieron errores, como demuestra el hecho de que sobrevivieran notorios enemigos de la República al tiempo que hombres del todo inocentes fueran ejecutados. Entre los supervivientes se encontraba Manuel Valdés Larrañaga, un falangista nombrado más tarde por Franco embajador en la República Dominicana; Agustín Muñoz Grandes, futuro ministro de la Guerra y vicepresidente del gobierno franquista; y Raimundo Fernández Cuesta, uno de los principales líderes falangistas. Fernández Cuesta quedó en libertad más tarde tras realizarse un canje de prisioneros, a cambio de Justino de Azcárate, y también acabó siendo ministro de Franco[79].

Un preso recluido en la cárcel de Porlier declaró que Felipe Sandoval dirigía uno de los tribunales de la prisión, conocido como «tribunal de la muerte». Como sus miembros solían estar borrachos, sus decisiones eran siempre arbitrarias. Lo cierto es que el proceso de selección debería haberse visto facilitado por los exhaustivos archivos que se conservaban en la Sección Técnica de la Dirección General de Seguridad. En ellos se custodiaban los expedientes de todos los detenidos desde el comienzo de la guerra, con los motivos de la detención así como los detalles del destino del detenido: liberación, encarcelamiento, juicio, ejecución. La Sección también tenía los archivos de los grupos de derechas capturados por diversos grupos de milicianos y volcados posteriormente en un gran registro general de la DGS. No había demasiada documentación sobre la Falange, que logró destruir sus archivos, pero sí se conservaban casi íntegramente los archivos de Acción Popular, las organizaciones carlistas y la Unión Militar Española. Tras constituirse la Junta de Defensa, todos los archivos de la Sección Técnica fueron entregados a la Delegación de Orden Público[80].

Las sacas y las ejecuciones, conocidas bajo el nombre genérico de «Paracuellos», constituyeron la mayor atrocidad cometida en territorio republicano durante la Guerra Civil española, y su horror puede explicarse, aunque no justificarse, por las aterradoras condiciones de la capital sitiada. A diferencia de otras sacas anteriores, desatadas por la ira popular tras los bombardeos aéreos o las noticias de la barbarie rebelde que traían consigo los refugiados, estos asesinatos fueron fruto de decisiones político-militares. Era la Consejería de Orden Público la que se encargaba de organizarlas, aunque nunca habrían podido llevarse a cabo sin la ayuda de otros elementos en las milicias de la retaguardia. Poco se supo en su momento de los sucesos ocurridos en Paracuellos y Torrejón, puesto que la prensa no ofreció ninguna información al respecto. Sin embargo, varios miembros del cuerpo diplomático emprendieron una investigación para esclarecer lo ocurrido. Sus impulsores fueron el decano del cuerpo diplomático y embajador de Chile, Aurelio Núñez Morgado; el encargado de negocios de Argentina, Edgardo Pérez Quesada; el cónsul británico, George Ogilvie-Forbes; Felix Schlayer, y el doctor Georges Henny, representante de la Cruz Roja Internacional.

El gobierno recibió un auténtico aluvión de protestas diplomáticas, sobre todo de los dos diplomáticos más abiertamente prorrebeldes, Schlayer y Aurelio Núñez Morgado. Las simpatías del embajador chileno por la causa franquista lo llevaron a cruzar las líneas republicanas en compañía de los representantes de Rumanía y Argentina para dirigirse a los rebeldes en Toledo en nombre del cuerpo diplomático[81]. La posición de Schlayer era extremadamente cuestionable, habida cuenta de su nacionalidad alemana. Ogilvie-Forbes incluso se preguntó: «¿Qué posición ocupa exactamente Schlayer, quién a veces se hace llamar embajador de Noruega?»[82]. Según el testimonio ofrecido por la mujer del corresponsal de la agencia Reuters, Julio Álvarez del Vayo «se ha mostrado de lo más insultante con el noruego Schlayer y ha escrito al gobierno de Noruega para exigir su destitución»[83]. A pesar de su rotunda oposición a la República, las protestas de Schlayer y Núñez Morgado motivaron la intervención del representante de la Cruz Roja, Georges Henny, quien consiguió de la Junta de Defensa una lista con los nombres de los 1600 prisioneros evacuados de la cárcel Modelo, 1300 de los cuales nunca llegaron a Alcalá de Henares[84].

Schlayer se desplazó a Torrejón en compañía de Henny y de Pérez Quesada, donde pudieron comprobar que la tierra estaba removida, y de ella asomaban brazos y piernas[85]. Sir Robert Vansittart, el principal asesor diplomático del Foreign Office, levantó acta del informe oficial sobre los primeros asesinatos enviado por Ogilvie-Forbes: «Se trata de un cuento macabro, interpretado por macabros gángsters, en cuyas manos el mal llamado “gobierno” … es una broma pesada. Supongo que los del otro bando cometerán los mismos horrores»[86].

Lo cierto es que los diplomáticos británicos rara vez reconocían las atrocidades cometidas por los rebeldes y nunca veían las diferencias entre lo que ocurría en una y otra zona. Mientras que las autoridades rebeldes respaldaron activamente los actos de barbarie cometidos durante la guerra y una vez terminada esta, la firme actuación del gobierno republicano puso coto al terror tras los cinco primeros meses de la guerra. Vale la pena citar en este contexto el comentario del periodista neozelandés Geoffrey Cox: «Los focos publicitarios, dirigidos sobre estas ejecuciones no autorizadas, son, irónicamente, un claro reflejo de la oposición del gobierno español a tales acciones. Y es que buena parte de la información ha sido posible gracias a la libertad con que el Gobierno ha discutido el problema con las autoridades extranjeras y las delegaciones de visita en el país»[87].

Tras las sacas masivas de los días 7 y 8 de noviembre se produjo un breve intervalo gracias a la intervención del anarquista Melchor Rodríguez y de Mariano Sánchez Roca, subsecretario del Ministerio de Justicia. Las evacuaciones se realizaron en ausencia del ministro de Justicia, García Oliver, y de su director general de Prisiones, Juan Antonio Carnero, que se marcharon a Valencia con el resto del gabinete. Horrorizados por lo que estaba ocurriendo, el presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, y el secretario general del Colegio de Abogados, Luis Zubillaga, enviaron a García Oliver un telegrama para solicitar una vez más el nombramiento de Melchor Rodríguez como responsable de las cárceles madrileñas. Sánchez Roca consiguió convencer a García Oliver para que nombrara a Melchor Rodríguez inspector especial de Prisiones. Sánchez Roca era un abogado sindicalista que había representado a varios militantes de la CNT, incluido el propio Melchor Rodríguez. Sorprendentemente, García Oliver aceptó la propuesta. Se desconoce si esto tuvo alguna relación con las protestas diplomáticas, aunque, como se verá enseguida, otros miembros del gobierno ya tenían noticia de las sacas y estaban consternados. El 9 de noviembre, antes de que su nombramiento se anunciara formalmente, Melchor Rodríguez pasó a ocupar el cargo. Cinco días más tarde, cuando su designación se hizo pública oficialmente, Rodríguez ya había renunciado[88].

Cuando Melchor Rodríguez asumió de facto el puesto de director general de Prisiones, sus poderes eran sumamente imprecisos, por no decir discutibles. Pese a todo, su primera iniciativa, tomada la noche del 9 de noviembre, resultó decisiva. Juan Batista, jefe de servicios de la cárcel Modelo, le comunicó que se estaba preparando una saca de 400 prisioneros, y Rodríguez se presentó en la cárcel a medianoche para prohibir cualquier evacuación, a la vez que mandó salir a todos los milicianos, que hasta el momento campaban a sus anchas por el recinto penitenciario. Impidió la liberación de presos entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana, con el propósito de evitar que los mataran, e insistió en que acompañaría personalmente a los presos que fueran trasladados a otras cárceles. De este modo garantizó que no se produjera ninguna saca entre el 10 y el 17 de noviembre. Su siguiente objetivo fue sacar a los milicianos de las prisiones para que los funcionarios volvieran a ocupar sus puestos[89]. Explicó sus intenciones a Schlayer y Henny. Schlayer escribió a Melchor Rodríguez, en nombre del cuerpo diplomático, a fin de confirmar lo prometido:

Que usted considera a los presos prisioneros de Guerra y que está decidido a evitar que sean asesinados, excepto como consecuencia de dictamen judicial; que usted va a llevar a cabo la división de los presos en tres categorías, en primer lugar la de aquellos que son considerados enemigos peligrosos y a los que tiene usted la intención de trasladarlos a otras cárceles como Alcalá, Chinchilla y Valencia; en segundo lugar los dudosos, aquellos que han sido juzgados por tribunales; y en tercer lugar los restantes que han de ser puestos inmediatamente en libertad.

La alusión a los tres tipos de prisioneros sin duda reflejaba el hecho de que Melchor Rodríguez había estado presente en la reunión de la CNT donde Amor Nuño informó del acuerdo con las JSU[90].

Melchor Rodríguez seguía teniendo personas escondidas en el palacio de Viana, donde estableció su cuartel general. Esta circunstancia, sumada a su decisiva intervención en las cárceles de la ciudad, estaba provocando tensiones en el seno del Comité de Defensa de la CNT, singularmente implicado en la matanza de prisioneros. Amor Nuño, secretario del comité local, era uno de los líderes anarquistas más hostiles, y había llegado a un acuerdo con la Consejería de Orden Público para la evacuación y la eliminación de los detenidos. García Oliver y Carnero aparecieron inesperadamente en Madrid el 13 de noviembre. En el curso de una tensa discusión, García Oliver comunicó a Melchor que había recibido varios informes sobre sus actividades y sus enfrentamientos con el Comité de Defensa, y dejó muy claro que no aprobaba las iniciativas adoptadas para impedir el asesinato de los prisioneros. Lejos de mostrarse conciliador, Melchor exigió castigo para los responsables de las matanzas. Cuando García Oliver le pidió que fuera razonable, Melchor le lanzó a la cara su carta de dimisión. El nombramiento de Melchor se envió a La Gaceta oficial el 12 de noviembre, pero no se publicó hasta después del enfrentamiento con García Oliver. Las sacas se reanudaron cuando Melchor Rodríguez renunció a su cargo[91]. Hasta que volvió a ocupar el puesto a principios de diciembre, trabajó por su cuenta para impedir las ejecuciones practicadas por los milicianos anarquistas que todavía operaban desde la checa del cine Europa, en claro desafío al decreto de Carrillo del 9 de noviembre[92].

Mientras tanto, el 10 de noviembre, Manuel Irujo, el católico vasco que había sido ministro sin cartera en el gobierno de Largo Caballero, tuvo noticia, a través de su representante en Madrid, Jesús de Galíndez, tanto de los asesinatos cometidos en los días previos como de las iniciativas de Melchor Rodríguez. Al saberlo, envió un teletipo al despacho del general Miaja desde Barcelona, donde se encontraba para reunirse con el presidente Azaña:

He tenido noticias de haberse producido en las cárceles [en] días pasados hechos lamentables, como consecuencia de los cuales han sido fusilados gran número de detenidos, sirviéndose las milicias, para extraerlos de las cárceles, de órdenes de traslado suscritas por la Dirección General de Seguridad, y me interesa conocer el número de víctimas, las cárceles de donde hayan sido extraídos, las personas que hayan autorizado esas extracciones y las medidas de gobierno que hayan sido adoptadas con relación a tales hechos, lo cual me es preciso para informar al Jefe del Estado al que por disposición del Gobierno acompaño en su estancia en esta ciudad.

La contestación del ayudante de Miaja fue que desconocía por completo los hechos denunciados por el ministro. Al día siguiente, el 11 de noviembre, Irujo y José Giral, que era también ministro sin cartera, exigieron explicaciones al ministro de la Gobernación, Ángel Galarza. La vaguedad de su respuesta demostraba a las claras que estaba al corriente de las evacuaciones de los presos, si bien atribuía las muertes a la furia de las familias de las víctimas de los bombardeos aéreos[93].

En los documentos de Azaña figura una anotación interesante en este sentido. Al parecer habló con Irujo sobre la situación en las cárceles de Madrid después de que Irujo y Giral escribieran a Miaja para pedirle explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo. Azaña anotó en su libreta: «Referencias del Consejo de Ministros por Irujo: Dureza de García Oliver que hay que hacer la guerra cruel. El fusilamiento de 80 oficiales después de invitarles a servir a la República. “Y no me arrepiento de lo hecho”, exclama G. según Irujo … Que un inspector de prisiones de la FAI, había impedido nuevas “entregas” de presos»[94]. Esto último era una alusión a Melchor Rodríguez.

El discurso que pronunció Santiago Carrillo el 12 de noviembre desde los micrófonos de Unión Radio cobra mayor significado si tenemos en cuenta que Azaña, Irujo, Giral y Galarza estaban al corriente de las sacas. Carrillo comenzó su alocución con una declaración un tanto curiosa y acaso innecesaria:

Cuando comenzamos la misión encomendada por el Gobierno a la Junta de Defensa de organizar y dirigir la de Madrid, hubo quien creyó que esta Junta había de dedicarse a realizar una serie de desmanes que los enemigos de la República y de las libertades del proletariado esperaban para atacar con más saña los intereses que nosotros representamos. Los días que la Junta lleva trabajando han servido para demostrar que la Junta no ha venido para realizar atropellos ni arbitrariedades.

Esta afirmación, tan extraña como gratuita, fue seguida, y desmentida, por lo que cabe considerar como un reconocimiento de las medidas que se estaban tomando contra los prisioneros:

La resistencia que pudiera ofrecerse desde el interior está garantizado que no se producirá, ¡que no se producirá! Porque todas las medidas, absolutamente todas, están tomadas para que no pueda suceder en Madrid ningún conflicto ni ninguna alteración que pueda favorecer los planes que el enemigo tiene con respecto a nuestra ciudad. La «quinta columna» está camino de ser aplastada, y los restos que de ella quedan en los entresijos de la vida madrileña están siendo perseguidos y acorralados con arreglo a la ley, con arreglo a todas las disposiciones de justicia precisas; pero sobre todo con la energía necesaria para que en ningún momento esa «quinta columna» pued[a] alterar los planes del Gobierno legítimo y de la Junta de Defensa[95].

Dos días después de esta retransmisión radiofónica, la Junta de Defensa hizo pública una declaración que llevaba por título «Para deshacer una vil campaña»:

A la Junta de Defensa de Madrid han llegado noticias de que las emisoras facciosas han lanzado informaciones recogidas de periódicos extranjeros sobre malos tratos a los detenidos fascistas. En vista del conato de campaña que con ella se ha comenzado a realizar, se han visto obligados los consejeros a declarar ante España y ante las naciones extranjeras que cuanto se diga de este asunto es completamente falso. Ni los presos son víctimas de malos tratos, ni menos deben temer por su vida. Todos serán juzgados dentro de la legalidad de cada caso. La Junta de Defensa no ha de tomar ninguna otra medida, y no sólo no permitirá que nadie lo haga, sino que en este aspecto los que en ellos intervienen y han intervenido lo ejecutarán dentro del orden y de las normas establecidas[96].

Tras la reanudación de las sacas, el 18 de noviembre, Henry Helfant, el agregado comercial de la embajada de Rumanía, Schlayer y Núñez Morgado presionaron al gobierno para que restituyera a Melchor Rodríguez en el cargo de delegado de Prisiones. A las presiones se sumaron Luis Zubillaga y Mariano Gómez. Finalmente, el 25 de noviembre García Oliver llamó por teléfono a Melchor Rodríguez y le pidió que se reuniera con él en Valencia. Tres días más tarde, cuando Rodríguez estaba en camino, su coche fue objeto de una emboscada por parte de un grupo de la FAI, pese a lo cual logró llegar a la cita con García Oliver. Las condiciones impuestas por Rodríguez fueron que la dirección de las distintas prisiones quedara en manos de hombres de su absoluta confianza y que se castigara a los culpables de las atrocidades. García Oliver le ofreció el cargo de delegado de Prisiones de Madrid y Alcalá de Henares. Unos días más tarde, Melchor Rodríguez tuvo una entrevista con el ministro de la Gobernación, Ángel Galarza, quien respaldó su nombramiento y lo hizo público el 1 de diciembre. De vuelta en Madrid, Rodríguez impidió nuevamente las sacas, expulsó a los milicianos de las cárceles y los sustituyó por guardias de asalto, y detuvo a algunos hombres acusados de asesinato, extorsión y chantaje. Tuvo la fortuna de contar con el apoyo pleno del subsecretario del Ministerio de Justicia, Mariano Sánchez Roca[97].

El 1 de diciembre de 1936, la Junta de Defensa cambió su nombre por el de Junta Delegada de Defensa de Madrid, por orden de Largo Caballero, profundamente disgustado por la aureola de heroísmo que coronaba a Miaja desde que había comenzado a dirigir la resistencia de la población madrileña contra el asedio de las tropas franquistas. Largo Caballero se proponía con esta medida limitar lo que veía como excesiva independencia de la Junta y subrayar su sometimiento al gobierno en Valencia. Con el reajuste, Amor Nuño pasó al puesto de consejero delegado de Transportes[98]. Se desconoce la fecha exacta en que Serrano Poncela abandonó la Delegación de Orden Público, si bien se sabe que fue a principios de diciembre. Seguía ocupando el cargo de director general de Seguridad en Madrid cuando, el 4 de diciembre, supervisó un asalto contra la embajada finlandesa, donde se habían escondido numerosos quintacolumnistas. José Cazorla pasó a sustituirlo en sus responsabilidades cotidianas.

Al final de la guerra, Serrano Poncela ofreció a Jesús de Galíndez un relato bastante inverosímil de por qué había dejado la Delegación de Orden Público. Afirmó que no tenía la menor idea de que expresiones como «traslado a Chinchilla» o «poner en libertad», que figuraban en las órdenes que había firmado, significaran que los presos en cuestión iban a ser ejecutados. El uso de esta clave podría haber sido la manera de ocultar la responsabilidad de los culpables, tal como sugiere la frase «cubriendo la responsabilidad» que figura en el acta de la reunión celebrada la noche del 7 de noviembre. Serrano Poncela le dijo a De Galíndez que las órdenes se las daba Santiago Carrillo y que él se limitaba a firmarlas. Si decía la verdad, no se entiende por qué supervisó la saca de la cárcel Modelo los días 7 y 8 de noviembre. Serrano Poncela añadió que, en cuanto se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, renunció a su cargo y poco después abandonó el Partido Comunista[99]. Esto no es del todo cierto, puesto que siguió ocupando el importante puesto de secretario de Propaganda de las JSU hasta bien entrado 1938. En una asombrosa carta que envió al Comité Central, en marzo de 1939, Serrano Poncela aseguraba que no abandonó el partido hasta que se encontró en Francia, en febrero de 1939, con lo que daba a entender que si no lo hizo antes fue porque temía por su vida. En la misma misiva manifestaba el malestar que le producía su pasado en el PCE y señalaba que el partido le había impedido emigrar a México porque sabía demasiado[100].

Posteriormente, y en venganza por haber abandonado el partido, Carrillo denunció a Serrano Poncela. En el curso de una entrevista con Ian Gibson, Carrillo aseguró que no había tenido nada que ver con las actividades de la Delegación de Orden Público que, bajo la dirección de Serrano Poncela, había pasado a desempeñar las funciones de la Dirección General de Seguridad en Madrid. Y alegó: «La única intervención que tengo es que, a los quince días, tengo la impresión de que Segundo Serrano Poncela está haciendo cosas feas. Y le destituí». Al parecer, a finales de noviembre Carrillo descubrió que «se están cometiendo arbitrariedades y que este hombre es un ladrón». Afirmó además que Serrano Poncela se hallaba en posesión de joyas robadas a los detenidos y que se contempló la posibilidad de ejecutarlo[101]. La destacada posición que Serrano Poncela siguió ocupando en el seno de las JSU desmiente rotundamente este enfoque.

Carrillo repite la misma historia en sus memorias, redactadas en 1993, en las que confunde la Delegación de Orden Público con su Subcomité de Prisiones y Presos. En ellas asevera que la clasificación de los prisioneros quedó enteramente en manos de la Delegación, bajo la dirección de Serrano Poncela, y manifiesta que la Delegación no decidía las sentencias de muerte, sino que se limitaba a dirimir quiénes eran enviados a los Tribunales Populares y quiénes quedaban en libertad. Su relato es breve, vago y equívoco, puesto que no menciona las penas de muerte e insinúa que lo peor que les sucedió a los presos considerados peligrosos fue que los enviaran a batallones de castigo y los obligaran a construir fortificaciones. La única declaración inequívoca que Carrillo ofrece en este relato es que jamás participó en ninguna reunión de la Delegación[102]. Sin embargo, puesto que Manuel Irujo y José Giral tuvieron noticia de las matanzas estando en Valencia, y que en Madrid tanto Melchor Rodríguez como el embajador de Argentina, el encargado de negocios británico y Felix Schlayer también estaban al corriente de los hechos, es increíble que Carrillo, que era la principal autoridad en materia de orden público, desconociera lo que estaba ocurriendo. A fin de cuentas, y pese a lo declarado más tarde, Carrillo recibía informes diarios de Serrano Poncela[103].

La toma de posesión de Cazorla como director general de Seguridad de Madrid plantea la cuestión de cuáles fueron sus actividades a partir del 6 de noviembre, fecha en que fue nombrado viceconsejero de Orden Público a las órdenes de Carrillo. En el expediente de Cazorla que se recoge en la Causa General se le acusa de tener funciones tanto operativas como de supervisión de las sacas practicadas en diversas cárceles. Se alega que, en colaboración con Arturo García de la Rosa, dirigió una checa en la calle de Zurbano, y se afirma además que dio órdenes a los consejillos de todas las comisarías para que procedieran de inmediato a la ejecución de los presos sospechosos. En su propia declaración ante sus interrogadores, Cazorla confesó que tenía pleno conocimiento de las sacas y las matanzas, «siendo firmadas las órdenes ficticias de traslados o libertades por Serrano Poncela o Bruno Carreras, que eran quienes tenían facultades para ello». Carreras contó con la ayuda de Benigno Mancebo, que previamente había dirigido la Checa de Fomento[104].

Una de las primeras medidas adoptadas por Cazorla como director general de Seguridad fue la sustitución del comisario general de Serrano Poncela, Bruno Carreras, por un hombre de su confianza. Se trataba de David Vázquez Baldominos, quien hasta ese momento había dirigido la Brigada Especial conjuntamente con Grigulevich. La sustitución de Serrano Poncela por Cazorla a principios de diciembre coincide curiosamente con el regreso de Melchor Rodríguez como delegado de Prisiones, así como con el fin de las sacas. Cazorla declaró ante sus interrogadores que, en el momento de asumir el control de la DGS, el organismo estaba sumido en el caos y las distintas milicias que desempeñaban las funciones propias de la Policía obedecían más las directrices de su partido que las de la Junta de Defensa. Por consiguiente, Cazorla se encargó de aplicar las medidas adoptadas por Carrillo. Se endureció entonces la investigación y el castigo de los sospechosos de pertenecer a la Quinta Columna. La Brigada Especial, a las órdenes de Santiago Álvarez Santiago, recibió el mandato de facilitar información completa de los detenidos que iban a ser juzgados por los Tribunales Populares. Concluyeron las sacas masivas de prisioneros y la represión pasó a centrarse en objetivos mucho más concretos. Melchor Rodríguez declaró ante sus interrogadores que las sacas anteriores habían sido ordenadas por la Dirección General de Seguridad, lo que apuntaba como responsable a Serrano Poncela. Otro hombre detenido e interrogado por la Causa General, Eloy de la Figuera González, manifestó que había oído a Manuel Rascón, miembro de la CNT, despotricar violentamente en el Consejo de Investigación de la DGS por los obstáculos que Melchor Rodríguez ponía en el camino de las sacas[105].

La descripción ofrecida por Jesús de Galíndez del funcionamiento de los Tribunales Populares o Tribunales de Urgencia viene a confirmar esta selección más rigurosa de los quintacolumnistas. Los citados tribunales desarrollaban su misión bajo la presidencia de un juez y un jurado integrado por dos miembros de cada uno de los partidos del Frente Popular. Se asignaba al acusado un abogado de oficio y se le permitía llamar a los testigos necesarios para su defensa. La mayoría de los acusados debían responder al cargo de «desafección al régimen», lo que significaba no solo ser de derechas sino ser considerado peligroso por una u otra razón. La condena máxima era de cinco años de prisión. Los miembros de la Falange eran condenados a tres años, mientras que a los de Acción Popular generalmente se les imponía una multa, salvo que el acusado hubiera participado en actividades de agitación o comerciado en el mercado negro. Los implicados en delitos más graves, como espionaje o sabotaje, eran juzgados por el Tribunal de Traición y Espionaje o derivados a los tribunales militares[106]. El 22 de diciembre, el gobierno creó los primeros campos de trabajo para internar a los presos declarados culpables de sedición, rebelión y desafección[107]. Esta última palabra siempre estaba en boca de Cazorla.

La última intervención pública de Serrano Poncela como director general de Seguridad fue el incidente ocurrido en la delegación diplomática finlandesa el 4 de diciembre y provocado por un abuso del derecho de asilo. George Arvid Winckelman, el embajador de Finlandia, estaba acreditado tanto en Lisboa como en Madrid, si bien comprensiblemente prefirió quedarse en Portugal. En su ausencia, un empleado español de la embajada, Francisco Cachero, se autonombró cónsul. Cachero alquiló gran cantidad de casas en la ciudad en las que daba refugio a muchos quintacolumnistas a cambio de dinero. En el curso de la reunión de la Junta de Defensa celebrada el 14 de noviembre, José Carreño, el consejero de Comunicaciones, aseguró que en dichas viviendas se escondían 2500 fascistas armados con pistolas y metralletas. El 19 de noviembre, la Junta decidió registrar la embajada finlandesa y proceder al arresto del individuo responsable de diversos incidentes. Toda vez que en el acta de la reunión no figura el nombre de dicho individuo, no está claro si se refiere a Cachero o a un francotirador.

A principios de diciembre, y aprovechando un ataque de la aviación rebelde, se lanzaron bombas de fabricación casera contra un cuartel de las milicias próximo a la embajada, a la vez que un número indeterminado de francotiradores acababa con la vida de un grupo de milicianos. El 3 de diciembre, la DGS informó a todas las embajadas de que se tomarían las medidas necesarias para impedir que tales hechos pudieran repetirse en el futuro. Sirviéndose como pretexto de la ilegalidad que constituía el improvisado ofrecimiento de asilo, al día siguiente se organizó un ataque policial sobre las casas donde se ocultaban los fascistas (no sobre la propia embajada finlandesa), ideado por José Cazorla y Serrano Poncela, de cuya ejecución se ocupó la Brigada Especial bajo el mando de David Vázquez Baldominos. Las fuerzas de seguridad republicanas fueron recibidas con disparos desde el interior de las viviendas y, cuando finalmente lograron entrar en ellas, encontraron diversos mapas en los que se señalaban los objetivos de futuros ataques, además de un arsenal de armas y granadas de mano. La Junta Delegada de Defensa de Madrid fue informada de que en el curso de la operación se había descubierto a numerosos defensores de los rebeldes armados y se había detenido a 387 hombres y mujeres. Enrique Líster, que ostentaba el mando del Quinto Regimiento, lo consignó así en sus memorias: «Fue descubierto un Batallón de 400 hombres, perfectamente armados con bombas de mano, fusiles y ametralladoras»[108]. Según fuentes oficiales soviéticas, Grigulevich participó en la organización de este ataque, lo que confirma sus vínculos con la Brigada Especial[109].

Schlayer y Helfant acudieron a Melchor Rodríguez para que impidiera las ejecuciones de los detenidos tras el registro de la delegación finlandesa. Rodríguez y Helfant se reunieron con Serrano Poncela en su despacho de la calle de Serrano n.º 86. Tras una tensa discusión, Serrano Poncela aceptó que los presos quedaran en manos de Melchor Rodríguez[110]. Con el fin de encontrar dónde alojarlos, dado que las cárceles de Madrid estaban abarrotadas, el 8 de diciembre Rodríguez fue a visitar la cárcel de Alcalá de Henares.

Por otra parte, el 6 de diciembre la cárcel de Guadalajara había sido atacada por una multitud que acabó con la vida de 282 prisioneros[111]. Entre los asaltantes había casi un centenar de milicianos que actuaban a las órdenes de Valentín González, «el Campesino». Dos días después, en Alcalá de Henares, una muchedumbre enfurecida se concentró para vengar a los muertos y los mutilados en un bombardeo aéreo. Su objetivo eran los prisioneros evacuados de la cárcel Modelo y recluidos en la prisión local. Figuraban entre los presos más famosos el líder falangista Raimundo Fernández Cuesta; el fundador de la Guardia de Asalto, el coronel Agustín Muñoz Grandes; el secretario de la CEDA, Javier Martín Artajo, y el popular locutor de radio Bobby Deglané. Melchor Rodríguez iba camino de Alcalá de Henares para comprobar si podía trasladar allí a los detenidos en la delegación finlandesa. A su llegada demostró mucho más valor que los funcionarios de la prisión, que habían huido, y se enfrentó a la multitud. Desafiando insultos, amenazas y acusaciones de fascista, argumentó que los presos no eran responsables del ataque aéreo y que asesinar a hombres indefensos solo serviría para desacreditar a la República. Ronco de tanto gritar para hacerse oír en medio del tumulto, dejó muy claro que tendrían que matarlo para entrar en las galerías, y amenazó con armar a los prisioneros. Un tal comandante Coca, que estaba al mando de las milicias del Campesino, se llevó a sus hombres, y los demás se dispersaron tras ellos. Sospechando que Coca se proponía regresar, Rodríguez se presentó en su cuartel para exigirle, en una violenta confrontación, que garantizara la seguridad de los presos. Con ello salvó cerca de 1500 vidas[112].

Sin embargo, a su regreso a Madrid, la noche del 8 de diciembre, Melchor Rodríguez fue llamado a comparecer ante el Comité de Defensa de la CNT-FAI y recibió duras críticas de su secretario, Eduardo Val. Finalmente logró apaciguar a sus detractores, que pese a todo se mostraron recelosos cuando les aseguró que podría llegar a un acuerdo con los rebeldes para acabar con los bombardeos sobre Madrid, a cambio de poner fin a las matanzas de presos[113]. En pocos días, a partir del 12 de diciembre, la situación dio un nuevo giro decisivo. La Junta Delegada de Defensa decretó la militarización de todas las milicias, cuyas funciones quedaron bajo el control del nuevo director general de Seguridad, José Cazorla. Con la conformidad de Cazorla se dispuso que se daría a elegir a los prisioneros más jóvenes entre su reclutamiento forzoso en el Ejército republicano o su traslado a los batallones de castigo que se ocupaban de construir fortificaciones. Posteriormente se afirmó que algunos de los «liberados» o «transferidos» terminaron en las checas controladas por Cazorla. Lo cierto es que Cazorla y Melchor Rodríguez acordaron la liberación de los detenidos sobre los que no pesaba ninguna acusación, así como la de las mujeres mayores de sesenta años. Además, Melchor Rodríguez tomó las medidas necesarias para mejorar la alimentación en las prisiones y creó una oficina de información para dar parte a las familias de los presos del paradero de sus familiares y de su estado de salud. Con ayuda de la Cruz Roja, puso en marcha un servicio hospitalario que terminó usándose como centro de los quintacolumnistas. Incluso organizó una recepción en la embajada de Rumanía para celebrar la liberación de algunos presos[114]. Pese a las sospechas posteriores sobre sus lazos con la Quinta Columna, el éxito de Melchor Rodríguez al detener las sacas arroja algunas dudas sobre Santiago Carrillo.

La propaganda nacional utilizó las atrocidades cometidas en Paracuellos para presentar a la República como un régimen criminal, dominado por los comunistas y responsable de la barbarie roja. Los franquistas han llegado a afirmar que el número de víctimas de esta matanza ascendió a 12 000[115]. Aunque Santiago Carrillo solo fue uno de los principales participantes en la toma de la decisión y en la organización de las ejecuciones, el régimen de Franco y la derecha española nunca pasaron por alto la ocasión de utilizar los sucesos de Paracuellos para denigrarlo tanto durante los casi treinta años en que ocupó la Secretaría General del Partido Comunista (1956-1985) como en fechas posteriores. El propio Carrillo, involuntariamente, ha contribuido a centrar la atención sobre su persona al empeñarse en negar todo conocimiento de los hechos y en insistir en que no tuvo responsabilidad alguna en la matanza. Sin embargo, el peso de otra prueba confirmada por algunas de sus propias revelaciones parciales demuestra que estuvo plenamente implicado[116].

En más de una entrevista ofrecida en 1977, Carrillo afirmó que, en el momento de asumir su responsabilidad en la Consejería de Orden Público, en el marco de la Junta de Defensa, la operación de traslado de prisioneros de Madrid a Valencia «está ya en su conclusión y yo no hice más que, con el general Miaja, ordenar el traslado de los últimos presos». Es cierto que hubo sacas antes del 7 de noviembre, pero el mayor número de víctimas se produjo con posterioridad a esta fecha, durante el período en que Carrillo ocupó el puesto de consejero de Orden Público. El propio Carrillo ha reconocido que ordenó traslados de presos después del 7 de noviembre, lo que lo convierte claramente en uno de los responsables de los hechos[117]. Asimismo, ha afirmado que, tras decidir alguna evacuación, los vehículos sufrieron una emboscada y los presos fueron asesinados por individuos desconocidos, aunque ha insinuado abiertamente que los asesinos eran anarquistas[118]. Ninguna de estas excusas sirve para explicar el hecho cierto de que, en los casi diez días que siguieron al 23 de noviembre, cuando Franco suspendió los ataques contra Madrid, las sacas continuaran bajo la jurisdicción de Santiago Carrillo. Entre el 28 y el 30 de noviembre se ejecutó a 950 prisioneros[119]. Otros 800 fueron ajusticiados entre los días 3 y 4 de diciembre[120].

Recientemente, en octubre de 2005, Carrillo se negó a hacer comentarios sobre el documento descubierto por Jorge Martínez Reverte, en el que se revelaba el acuerdo alcanzado entre las JSU y la CNT-FAI para eliminar a los detenidos. Carrillo se limitó a repetir su opinión de que los asesinatos fueron obra de elementos incontrolados:

Lo que sí había en Madrid y fuera de la ciudad era mucho odio a los fascistas; miles de refugiados de Extremadura y Toledo que acampaban como podían a sus alrededores y que ardían en deseos de venganza. Y había también fuerzas incontroladas como la columna del Rosal o la columna de Hierro, que no se diferenciaban mucho de los que en guerras actuales son denominados «los señores de la guerra» por su total autonomía y ninguna disciplina respecto a las autoridades oficiales. Yo no puedo asumir otra responsabilidad que esa; no haberlo podido evitar[121].

Esta declaración resultaría ingenua en cualquier circunstancia, pero todavía más a la luz del documento aportado por Reverte.

Todos los desmentidos ofrecidos por Carrillo sobre su conocimiento de la matanza en Paracuellos a partir de 1974 quedan refutados por la satisfacción con que los hechos se acogieron en su momento. Entre los días 6 y 8 de marzo de 1937, el PCE celebró un pleno ampliado del Comité Central en Valencia, en el que Francisco Antón afirmó: «Es difícil asegurar que en Madrid está aniquilada la quinta columna, pero lo que sí es cierto es que allí se han dado los golpes más fuertes … Y esto —hay que proclamarlo, muy alto— se debe a la preocupación del Partido y al trabajo abnegado, constante, de dos camaradas nuevos, pero tan queridos por nosotros como si fueran viejos militantes de nuestro Partido, el camarada Carrillo cuando fue consejero de Orden Público y el camarada Cazorla que lo es ahora. (Grandes aplausos)». Cuando cesaron los aplausos, Carrillo se levantó para elogiar «la gloria de que los combatientes de las JSU luchan con la garantía de una retaguardia cubierta, de una retaguardia limpia y libre de traidores. No es un crimen, no es una maniobra sino un deber exigir una tal depuración»[122].

Hay muy pocas dudas, a raíz de los diversos comentarios ofrecidos en la época y en fechas posteriores por comunistas españoles como la Pasionaria y Francisco Antón, así como por agentes del Comintern, por Gorev y por otros, de que no se establecía ninguna distinción entre prisioneros y quintacolumnistas, y todos alabaron a Carrillo por haberlos eliminado. El 30 de julio de 1937, en un informe a Georgi Dimitrov, secretario general del Comintern, el búlgaro Stoyán Mínev, alias «Boris Stepanov», que desde abril de ese año ocupaba el puesto de delegado de esa organización en España, aireaba su indignación por el hecho de que «el jesuita y fascista Irujo» había intentado detener a Carrillo después de que este diera «la orden de fusilar a varios oficiales fascistas detenidos»[123]. Y en su último informe a Stalin, una vez terminada la guerra, Stepanov se refería a las declaraciones de Mola sobre sus hombres de la Quinta Columna; a continuación, Stepanov describía con orgullo cómo los comunistas advirtieron las implicaciones contenidas en tales declaraciones y «en un par de días llevaron a cabo todas las operaciones necesarias para limpiar Madrid de quintacolumnistas». Stepanov aportaba más detalles sobre la causa de su indignación contra Irujo. En julio de 1937, poco después de ser nombrado ministro de Justicia, Manuel Irujo emprendió ciertas investigaciones sobre lo ocurrido en Paracuellos, incluso llegó a abrir diligencias judiciales para aclarar cuál había sido el papel de Carrillo en los hechos[124]. Lamentablemente, no se conservan pruebas de esta investigación, por lo que cabe suponer que los documentos se destruyeron en la quema de los archivos ordenada por los servicios de seguridad, dominados por los comunistas, al final de la contienda[125].

Tanto lo manifestado por el mismo Carrillo en su discurso difundido a través de Unión Radio como lo reflejado por Stepanov en su informe a Stalin se recogió años más tarde en la historia oficial del papel desempeñado por el Partido Comunista durante la Guerra Civil española, publicada en Moscú mientras Carrillo ocupaba el puesto de secretario general del PCE. En ella se proclama con orgullo que «el consejero Santiago Carrillo y su adjunto Cazorla tomaron las medidas necesarias para mantener el orden en la retaguardia, lo cual no era menos importante que la lucha en el frente. En dos o tres días se asestó un serio golpe a los pacos y quintacolumnistas»[126].

Lo que aquí se ha referido, como todo lo que se ha escrito sobre Paracuellos, está inevitablemente distorsionado por el desequilibrio de los materiales correspondientes a las tres fases de los sucesos: su autorización, su organización y su ejecución. Se sabe de la existencia de reuniones en las que casi con toda seguridad se discutió sobre la evacuación y la eliminación de los presos, y casi con toda seguridad se autorizó el procedimiento. Se trata de las reuniones que tuvieron lugar el 6 de noviembre entre José Miaja, Pedro Checa y Antonio Mije; Mijaíl Koltsov y Checa; y Mije, Vladimir Gorev y Vicente Rojo. Sin embargo, apenas queda registro de estas conversaciones, si es que queda. Por el contrario, en los archivos de la Causa General se conservan numerosos documentos sobre la organización administrativa de las sacas y sobre lo que sucedía en las prisiones cuando los milicianos llegaban para cargar a los prisioneros en autobuses. Tampoco hay apenas material sobre el papel específico que tuvieron en la matanza los anarquistas, el Quinto Regimiento o la Brigada Especial, creada con el asesoramiento de Orlov y algunos técnicos del NKVD, entre ellos Grigulevich. En consecuencia, es inevitable que siga existiendo un elemento de deducción, si no de pura especulación, en lo que se refiere a la responsabilidad colectiva.