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Los comienzos de la guerra social:

1931-1933

Un terrateniente de la provincia de Salamanca, según su propia versión, al recibir noticia del alzamiento militar en Marruecos en julio de 1936 ordenó a sus braceros que formaran en fila, seleccionó a seis de ellos y los fusiló para que los demás escarmentaran. Era Gonzalo de Aguilera y Munro, oficial retirado del Ejército, y así se lo contó al menos a dos personas en el curso de la Guerra Civil[1]. Su finca, conocida como la Dehesa del Carrascal de Sanchiricones, se encontraba entre Vecinos y Matilla de los Caños, dos localidades situadas, respectivamente, a 30 y 35 kilómetros al sudoeste de Salamanca. Si bien esta presunta atrocidad supone una excepción extrema, los sentimientos que pone de manifiesto eran bastante representativos de los odios incubados lentamente en la España rural durante los veinte años anteriores al alzamiento militar de 1936. La fría y calculada violencia de Aguilera reflejaba la creencia, muy extendida entre las clases altas del medio rural, de que los campesinos sin tierra eran una especie infrahumana. Esta idea se había generalizado entre los grandes terratenientes de los latifundios españoles desde que habían estallado los duros conflictos sociales de los años comprendidos entre 1918 y 1921, el llamado «trienio bolchevique». Las revueltas periódicas de los jornaleros en esos años fueron sofocadas por los defensores tradicionales de la oligarquía rural, la Guardia Civil y el Ejército. Hasta entonces se había vivido una calma tensa, en el curso de la cual la miseria de los campesinos sin tierra se veía aliviada de vez en cuando por la condescendencia de los amos, que hacían la vista gorda a la caza furtiva de conejos y a la recolección de los frutos caídos de los árboles, o que incluso regalaban comida. La violencia del trienio indignó a los terratenientes, que jamás perdonaron la insubordinación de los braceros, a quienes tenían por una especie inferior. Así las cosas, ese paternalismo, que paliaba en parte las brutales condiciones de vida de los peones agrícolas, concluyó sin previo aviso de la noche a la mañana.

La oligarquía agraria, en desigual asociación con la burguesía industrial y financiera, había sido la fuerza dominante tradicional del capitalismo español. El doloroso y desequilibrado proceso de industrialización empezaba a desafiar su monopolio. La prosperidad alcanzada por la España neutral mientras en Europa se libraba la Primera Guerra Mundial animó a industriales y banqueros a disputar el poder político a los grandes terratenientes, pese a lo cual, ante el peligro que representaba un proletariado industrial y militante, no tardaron en restablecer una alianza defensiva. En agosto de 1917, la débil amenaza de la izquierda fue aplastada sangrientamente por el Ejército, que en apenas tres días acabó con la huelga general revolucionaria. Desde entonces, y hasta 1923, cuando el Ejército intervino por segunda vez, el descontento social cobró visos de guerra civil no declarada. En el sur se produjeron las sublevaciones rurales del llamado «trienio bolchevique», de 1918 a 1921. En el norte, los industriales de Cataluña, el País Vasco y Asturias, que intentaron sortear con despidos y recortes salariales la recesión inmediatamente posterior a la guerra en Europa, se enfrentaron a violentas huelgas, al tiempo que Barcelona se veía sumida en una violenta espiral de provocaciones y represalias.

Este clima de incertidumbre e inquietud hizo que la clase media se mostrara receptiva a las ideas diseminadas desde antiguo por los católicos de extrema derecha, que aseguraban la existencia de una conspiración secreta entre judíos, masones y las internacionales de la clase obrera ideada con el fin de destruir la Europa cristiana y que tenía a España como principal objetivo. La noción de esta conjura diabólica concebida para la destrucción de la cristiandad se remontaba a la temprana Edad Media en la España católica. A lo largo del siglo XIX, la extrema derecha española se sirvió de dicha creencia con el propósito de desacreditar a los liberales, a quienes consideraba responsables de unos cambios sociales muy dañinos para sus intereses. Se relacionaba a los liberales con los masones (que eran relativamente pocos en España) y se los describía como instrumento de los judíos (que eran casi inexistentes). De acuerdo con esta fantasía paranoica, tan siniestra alianza tenía por objetivo instaurar la tiranía judía sobre el mundo cristiano. A medida que el siglo XIX tocaba a su fin, estas opiniones empezaron a expresarse con creciente vehemencia, como reacción a los caleidoscópicos procesos de rápido crecimiento económico, convulsión social, agitación regionalista, un movimiento reformista burgués y el surgimiento de los sindicatos y partidos de izquierdas. Tan singular y alarmante manera de explicar el desmoronamiento de las certezas relativas de una sociedad predominantemente rural, así como la desestabilización de la sociedad española, tuvo no obstante un efecto tranquilizador, al trasladar la culpa a un enemigo extranjero sin identificar. Se argumentaba que, sirviéndose de la intermediación voluntaria de los masones, los judíos controlaban la economía, la política, la prensa, la literatura y el mundo del espectáculo, que utilizaban para propagar la inmoralidad y la brutalización de las masas. Esta era la visión que fomentaba desde hacía tiempo el diario carlista El Siglo Futuro. En 1912, José Ignacio de Urbina, con el respaldo de 22 obispos españoles, fundó la Liga Nacional Antimasónica y Antisemita. El obispo de Almería escribió: «Todo está preparado para la batalla decisiva que ha de librarse entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, entre el catolicismo y el judaísmo, entre Cristo y Belial»[2]. Una vez presentada la situación en estos términos, no se juzgó necesario ofrecer pruebas fehacientes. No podía esperarse una prueba fehaciente de un enemigo de naturaleza y poder tan formidables, puesto que se trataba del mismísimo Maligno. Era demasiado hábil para dejar rastro.

En España, como en otros países europeos, el antisemitismo se intensificó a partir de 1917. Se estableció como axioma que el socialismo era una creación judía y que la Revolución rusa se había financiado con capital judío, y la idea cobró una credibilidad espuria en razón de los orígenes judíos de destacados bolcheviques, como Trotsky, Martov y Dan. Las clases medias y altas españolas reaccionaron con indignación y espanto a los diversos estallidos revolucionarios que amenazaron sus posiciones entre 1917 y 1923. Los temores de la élite se apaciguaron temporalmente en 1923, cuando el Ejército volvió a intervenir y se instauró la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Como capitán general de Barcelona, Primo de Rivera era íntimo de los barones catalanes de la industria textil y comprendía que se sintieran atacados, y como procedía de una adinerada familia de terratenientes de Jerez, también comprendía los temores de los latifundistas. Era, por tanto, el guardia pretoriano ideal para la coalición reaccionaria de industriales y terratenientes que se consolidó a partir de 1917. Mientras permaneciera en el poder, Primo de Rivera ofrecería seguridad a las clases medias y altas. Aun así, y pese a cierta colaboración del régimen con el PSOE y la UGT, sus ideólogos se esforzaron con ahínco en construir la noción de que, en España, dos grupos políticos y sociales, incluso morales, estaban abocados a librar un combate a muerte, movidos por una mutua e implacable hostilidad. Concretamente, y como anticipo de la función que más tarde desempeñarían para Franco, estos propagandistas pusieron todo su empeño en advertir de los peligros que representaban judíos, masones e izquierdistas.

Esas ideas deslegitimaban en lo esencial a todo el espectro de la izquierda, desde los liberales de clase media, hasta los anarquistas y los comunistas, pasando por los socialistas y los nacionalistas. Para ello se borraron las diferencias que los separaban y se les negó el derecho a ser considerados españoles. Las denuncias contra esta «anti-España» se voceaban en los periódicos de la derecha, en el partido único del régimen, Unión Patriótica, así como en las organizaciones cívicas y en el sistema educativo. Tales iniciativas generaron gran satisfacción con la dictadura, que se convertía en un baluarte contra la supuesta amenaza bolchevique. Sobre la premisa de que el mundo se dividía en «alianzas nacionales y alianzas soviéticas», el influyente poeta de la derecha, José María Pemán, declaró: «Es tiempo de escoger definitivamente entre Jesús y Barrabás». Proclamó igualmente que las masas «o son cristianas o son anárquicas y demoledoras» y que el país se hallaba dividido entre una anti-España integrada por valores heterodoxos y extranjeros, y la España real con sus valores religiosos y monárquicos tradicionales[3].

Otro veterano propagandista del régimen de Primo de Rivera, José Pemartín, relacionado como su primo Pemán con la extrema derecha de Sevilla, también sostenía que España estaba amenazada por una conspiración internacional urdida por la masonería, «eterna enemiga de todos los gobiernos de orden del mundo». Despreciaba a los izquierdistas, a quienes tildaba de «dogmáticos alucinados por lo que ellos creen ser las ideas modernas, democráticas y europeas: sufragio universal, Parlamento soberano, etc., etc. Estos no tienen remedio, están enfermos mentalmente por la peor de las tiranías: la ideocracia, o tiranía de ciertas ideas». El Ejército tenía el deber de defender a la nación de estos ataques[4].

Pese al éxito temporal en su intento por anestesiar el desasosiego de las clases medias y dirigentes, la dictadura de Primo de Rivera fue relativamente breve. Su benevolente tentativa de atemperar el autoritarismo con paternalismo terminó por distanciar, sin proponérselo, a los terratenientes, los industriales, la jerarquía eclesiástica y algunos de los cuerpos de élite del Ejército. Su proyecto de reforma de los procedimientos de promoción militar propició que el Ejército se quedara al margen cuando, tras su dimisión en enero de 1930 y los breves gobiernos de Berenguer y AznarCabañas, una gran coalición de socialistas y republicanos de clase media llegó al poder el 14 de abril de 1931 y se proclamó la Segunda República. Tras la salida del dictador, fue el doctor José María Albiñana, un excéntrico neurólogo valenciano y fanático admirador de Primo de Rivera, quien abanderó la defensa de los intereses de las clases privilegiadas.

Albiñana, autor de más de veinte novelas y libros sobre neurastenia, religión, historia y filosofía de la medicina, y política española, junto a algunos volúmenes sobre México de corte levemente imperialista, estaba convencido de la existencia de una alianza secreta que trabajaba en la oscuridad, fuera del país, con el propósito de destruir España. En febrero de 1930 distribuyó diez mil ejemplares de su «Manifiesto por el Honor de España», en el que declaraba: «Existe un soviet masónico encargado de deshonrar a España ante el mundo resucitando la leyenda negra y otras infamias fraguadas por los eternos y escondidos enemigos de nuestra Patria. Ese soviet, de gentes desalmadas, cuenta con la colaboración de políticos despechados que, para vengar agravios partidistas, salen al extranjero a vomitar injurias contra España». Se refería a los republicanos exiliados por la dictadura. Dos meses más tarde lanzó su Partido Nacionalista Español, que describió como «un partido exclusivamente españolista, inspirado en un nacionalismo patriótico y combativo», con el objetivo de aniquilar «a los enemigos interiores de la Patria que son aliados de sus enemigos exteriores». La imagen fascista se la proporcionaron las camisas azules y el saludo romano de sus Legionarios de España, «un voluntariado ciudadano con intervención directa, fulminante y expeditivo en todo acto atentatorio o depresivo para el prestigio de la Patria»[5].

Albiñana no fue más que uno de los primeros en señalar que la caída de la monarquía había sido el primer paso en la conjura judeomasónica y bolchevique para apoderarse de España. Estas ideas alimentaron la paranoia con que la extrema derecha recibió el advenimiento de la Segunda República. La transferencia del poder al Partido Socialista y sus aliados de las clases medias, abogados e intelectuales de distintos partidos republicanos, estremeció a la derecha española.

La coalición republicano-socialista se proponía emplear la cuota de poder inesperadamente conquistada para construir una España moderna, destruir la influencia reaccionaria de la Iglesia, erradicar el militarismo y emprender una reforma agraria con el fin de mejorar las penosas condiciones de vida de los jornaleros.

Fue inevitable que esta ambiciosa agenda despertara las expectativas del proletariado urbano y rural, al tiempo que generaba temor y hostilidad en la Iglesia, las Fuerzas Armadas y la oligarquía terrateniente e industrial. Los odios larvados entre 1917 y 1923, que culminaron en un estallido de violencia generalizado en 1936, formaban parte de un proceso largo y complejo que se aceleró radicalmente en la primavera de 1931. El miedo y el odio de los ricos encontraron, como siempre, su primera línea de defensa en la Guardia Civil. Sin embargo, cuando los terratenientes bloquearon los intentos de reforma, las esperanzas frustradas de los jornaleros hambrientos solo pudieron contenerse con una creciente brutalidad.

Fueron muchos los que, en la derecha, interpretaron la instauración de la República como prueba de que España era el segundo frente de batalla en la guerra contra la revolución mundial, una creencia alimentada por los frecuentes choques entre trabajadores anarcosindicalistas y las fuerzas del orden. La decidida actuación contra la extrema izquierda por parte del ministro de la Gobernación, Miguel Maura, no impidió que el periódico carlista El Siglo Futuro atacara al gobierno o proclamara que la legislación progresista de la República se había dictado desde el extranjero. En junio de 1931, este diario declaró que tres de los ministros más conservadores, Niceto Alcalá Zamora, el citado Miguel Maura y el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos Urruti, eran judíos, y que la propia República era la consecuencia de una conspiración judía. La prensa católica en general aludía con frecuencia al contubernio judeomasónico y bolchevique. El Debate, un diario de tirada masiva y de tendencia católica más moderada, se refería a De los Ríos como «el rabino». La Editorial Católica, propietaria de un importante conglomerado de publicaciones periódicas entre las que figuraba El Debate, no tardó en lanzar dos revistas profundamente antisemitas y antimasónicas conocidas como Gracia y Justicia y Los Hijos del Pueblo. El director de la satírica y difamatoria Gracia y Justicia sería Manuel Delgado Barreto, antiguo colaborador del dictador Primo de Rivera, amigo de su hijo José Antonio y temprano patrocinador de la Falange. La revista llegó a alcanzar una tirada semanal de 200 000 ejemplares[6].

La República iba a encontrar de partida una violenta resistencia no solo en la extrema derecha sino también en la extrema izquierda. El sindicato anarquista, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), reconoció que muchos de sus militantes habían votado por la coalición republicano-socialista en las elecciones municipales del 12 de abril, cuya victoria había alimentado la esperanza del pueblo. En palabras de un líder anarquista, se sentían como niños con zapatos nuevos. La CNT, que no esperaba cambios reales de la República, aspiraba a contar con mayor libertad para difundir sus objetivos revolucionarios y seguir alimentando su encarnizada rivalidad con el sindicato socialista, la Unión General de Trabajadores (UGT), al que los miembros de la CNT consideraban un sindicato esquirol por su colaboración con el régimen de Primo de Rivera. En una época de paro masivo, cuando un gran número de emigrantes regresaron de América y los obreros de la construcción perdieron el trabajo al concluir las grandes obras públicas emprendidas por la dictadura, el mercado laboral era un auténtico polvorín. La Federación Anarquista Ibérica (FAI), el ala más dura de la izquierda, supo explotar la situación al afirmar que la República, como la monarquía, era tan solo un instrumento al servicio de la burguesía. La breve luna de miel concluyó apenas dos semanas después de las elecciones, con la brutal represión policial de las manifestaciones del 1 de mayo convocadas por CNT-FAI[7].

A finales de mayo, cerca de un millar de huelguistas del puerto de Pasajes llegaron a San Sebastián con la aparente intención de saquear los adinerados barrios comerciales. Previamente alertado, el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, desplegó a la Guardia Civil a la entrada de la ciudad. Los enfrentamientos arrojaron un saldo de ocho muertos y numerosos heridos.

A principios de julio, la CNT convocó una huelga general en el sistema telefónico nacional, principalmente con la intención de desafiar al gobierno. Sin embargo, la huelga fracasó tanto por no recibir el apoyo de la UGT, que la consideraba una lucha estéril, como por la contundencia de las medidas policiales.

El director general de Seguridad, el atildado e imponente Ángel Galarza Gago, del Partido Radical Socialista, ordenó que se disparara a matar a todo aquel a quien se sorprendiera atacando las instalaciones de la compañía telefónica. Era comprensible que Maura y Galarza trataran de preservar la confianza de las clases medias, y fue inevitable que dicha actitud consolidara la violenta hostilidad de la CNT tanto hacia la República como hacia la UGT[8].

Según el gabinete republicano-socialista, las actividades subversivas de la CNT constituían un acto de rebelión. Según la CNT, las huelgas y las manifestaciones legítimas se sofocaban con los mismos métodos dictatoriales empleados por la monarquía. El 21 de julio de 1931, el gobierno acordó la necesidad de «un remedio urgente y severo». Maura redactó una propuesta para desarrollar «un instrumento jurídico de represión». El ministro de Trabajo socialista, Francisco Largo Caballero, propuso un decreto para declarar ilegales las huelgas. Ambos decretos terminaron por fundirse el 22 de octubre de 1931 en la Ley de Defensa de la República, una medida que fue acogida con entusiasmo por los miembros socialistas del gobierno, sobre todo porque se percibía como directamente contraria a los intereses de sus rivales de la CNT[9]. De poco sirvió. La derecha siguió atribuyendo las acciones violentas de los anarquistas al conjunto de la izquierda, incluidos los socialistas —a pesar de que las denunciaron públicamente—, y a la propia República.

El hecho de que la República empleara el mismo aparato represivo y los mismos métodos que la monarquía no bastó para apaciguar a la derecha. Lo que esta buscaba era que la Guardia Civil y el Ejército intervinieran contra los anarquistas en defensa del orden económico vigente. Por tradición, el grueso de los oficiales del Ejército veía como una de sus principales funciones la prevención de cualquier cambio político o económico. La República trató de emprender una reforma que permitiera la adaptación de las Fuerzas Armadas, tanto en su presupuesto como en su mentalidad, a las nuevas circunstancias del país. Uno de los ejes del proyecto era la racionalización del cuerpo de oficiales, excesivamente numeroso. Los más afectados serían los duros e intransigentes oficiales de las colonias, los llamados «africanistas», que se habían beneficiado de una serie de ascensos tan vertiginosos como irregulares por sus méritos en combate. Su oposición a las reformas republicanas inauguró un proceso en virtud del cual la violencia de la reciente historia colonial española halló el camino de vuelta a la metrópoli. El rigor y los horrores de las guerras tribales en Marruecos habían endurecido a estos hombres y los habían convencido de que, tras su compromiso por combatir en defensa de la colonia, solo a ellos concernía el destino de la patria. Mucho antes de 1931 esta convicción ya había generado en los africanistas un profundo desprecio tanto por los políticos profesionales como por las masas pacifistas de la izquierda, a quienes percibían como un obstáculo para el éxito de su misión patriótica.

La acción represiva del Ejército y la Guardia Civil en el largo proceso de conflictos sociales, principalmente en las zonas rurales, se veía como una pieza central de dicho deber patriótico. Sin embargo, entre 1931 y 1936 varios factores se combinaron para ofrecer a los militares unos argumentos convincentes en favor del uso de la violencia contra la izquierda. El primero fue el intento, por parte de la República, de quebrar el poder de la Iglesia católica. El 13 de octubre de 1931, Manuel Azaña, ministro de la Guerra, y posteriormente presidente del país, afirmó que «España ha dejado de ser católica»[10]. Aun suponiendo que esto fuera cierto, eran muchos los católicos devotos y sinceros. Así, la legislación anticlerical de la República proporcionó una aparente justificación para la acendrada hostilidad de quienes ya tenían abundantes motivos para buscar su destrucción. Sin pérdida de tiempo, la prensa empezó a lanzar la biliosa retórica de la conspiración judeomasónica y bolchevique. Por otro lado, la naturaleza gratuita de algunas medidas anticlericales favoreció el reclutamiento de muchos católicos de a pie para la causa de los poderosos.

La cuestión religiosa alimentó asimismo un segundo factor decisivo para estimular la violencia de la derecha, como fue el enorme éxito en la propagación de las teorías de que izquierdistas y liberales no eran españoles ni casi humanos, elementos que suponían una amenaza para la existencia de la nación y que, por tanto, debían ser exterminados. Libros que vendieron decenas de miles de ejemplares, diarios y semanarios machacaron hasta la saciedad la idea de que la Segunda República era una creación extranjera y siniestra, y había que destruirla. Este concepto, que halló un terreno abonado en el miedo de la derecha, se basaba en la opinión de que la República era fruto de una conspiración planeada y organizada por los judíos y llevada a cabo por los masones con ayuda de los lacayos de la izquierda. La creencia en esta poderosa conspiración internacional o «contubernio», una de las palabras favoritas de Franco, justificaba el uso de cualquier medio que garantizara la supervivencia nacional. Los intelectuales y sacerdotes que contribuyeron a esa propaganda lograron sintonizar con el odio a los jornaleros de los latifundistas y el miedo a los parados de la burguesía urbana. Gonzalo de Aguilera, como tantos otros militares y sacerdotes, era un lector voraz de esta clase de libros y de la prensa de derechas[11].

Otro de los factores que fomentaron la violencia fue la reacción de los terratenientes a los diversos intentos de reforma agraria emprendidos por la Segunda República. En la provincia de Salamanca, los líderes del Bloque Agrario, Ernesto Castaño y José Lamamié de Clairac, incitaron a los terratenientes a no pagar sus impuestos ni sembrar sus tierras. La intransigencia radicalizó la postura de los jornaleros[12]. En los latifundios del sur de España las leyes agrarias se desobedecieron sistemáticamente. A pesar del decreto del 7 de mayo de 1931, que imponía el laboreo forzoso, los jornaleros sindicados se encontraron con un cierre patronal, que o bien dejaba la tierra sin cultivar, o bien les negaba el trabajo al grito de: «¡Comed República!». Y a pesar del decreto del 1 de julio de 1931, que imponía una jornada de ocho horas en el campo, los braceros trabajaban dieciséis horas, de sol a sol, sin cobrar por las horas extra. Lo cierto es que recibían salarios de miseria. Aunque los jornaleros en paro se contaban por decenas de miles, los terratenientes proclamaron que el desempleo era una invención de la República[13]. La recogida de bellotas, normalmente comidas por los cerdos, o de aceitunas caídas de los olivos, o de leña, o incluso de agua para abrevar a los animales, se denunciaron en Jaén como actos de «cleptomanía colectiva»[14]. Los campesinos hambrientos a los que se sorprendía in fraganti eran brutalmente apaleados por la Guardia Civil o los guardas armados de las fincas[15].

Con las expectativas que despertó la llegada del nuevo régimen, los campesinos sin tierra abandonaron la apatía y el fatalismo que habían marcado sus vidas hasta entonces. A medida que iban viendo cómo se frustraban sus esperanzas por las tácticas obstruccionistas de los terratenientes, la desesperación de los peones hambrientos solo pudo contenerse intensificando la represión de la Guardia Civil. Los propios guardias a menudo recurrían a las armas llevados por el pánico a ser aplastados por la muchedumbre enfurecida. La prensa de derechas daba cuenta con indignación de incidentes relacionados con la caza furtiva o el robo de cosechas, y con la misma indignación informaba la prensa de izquierdas del número de campesinos muertos. En Corral de Almaguer (Toledo), el 22 de septiembre los braceros hambrientos trataron de boicotear un cierre patronal invadiendo las fincas para trabajar la tierra. La Guardia Civil, que intervino en apoyo de los amos, mató a 5 jornaleros e hirió a otros 7. Cinco días más tarde, en Palacios Rubios, cerca de Peñaranda de Bracamonte, en la provincia de Salamanca, la Guardia Civil abrió fuego contra un grupo de hombres, mujeres y niños que celebraban el éxito de una huelga. Los guardias empezaron a disparar cuando los vecinos se pusieron a bailar delante de la casa del cura. Dos trabajadores murieron en el acto y otro dos, poco después[16]. El caso desató la ira de los trabajadores. En julio de 1933, el editor del periódico sindical Tierra y Trabajo, José Andrés y Mansó, presentó una denuncia en nombre de la delegación salmantina de la Federación de Trabajadores de la Tierra (de la UGT) contra un cabo de la Guardia Civil, Francisco Jiménez Cuesta, por cuatro delitos de homicidio y otros tres de lesiones. Jiménez Cuesta fue defendido con éxito por José María Gil Robles, líder del partido católico autoritario Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Andrés y Mansó fue asesinado más tarde por los falangistas, a finales de julio de 1936[17].

En Salamanca y otros lugares se perpetraron actos violentos contra los afiliados a los sindicatos y los terratenientes: un anciano de setenta años murió apaleado a culatazos por la Guardia Civil en Burgos, y un terrateniente resultó gravemente herido en Villanueva de Córdoba. A menudo, estos incidentes, que no se limitaron al centro y sur del país, sino que proliferaron también en las tres provincias de Aragón, comenzaban con invasiones de fincas. Grupos de campesinos sin tierra acudían al señor en busca de trabajo o a veces desempeñaban por su propia iniciativa algunas tareas agrícolas y luego exigían el pago de las mismas. En la mayoría de los casos eran expulsados por la Guardia Civil o por los guardas armados de las fincas[18].

En realidad, la actitud de los terratenientes era solo un elemento de la evidente hostilidad de las fuerzas de la derecha hacia el nuevo régimen. Ocupaban la primera línea de defensa contra las ambiciones reformistas de la República, pero había respuestas igual de vehementes a la legislación sobre la Iglesia y el Ejército. De hecho, las tres cuestiones se presentaban con frecuencia entrelazadas, pues eran muchos los militares que procedían de familias católicas y latifundistas. Todos estos elementos hallaron una forma de expresión en diferentes formaciones políticas de nuevo cuño. Entre las más extremistas y más abiertamente comprometidas con la destrucción de la República en el menor tiempo posible figuraban dos organizaciones monárquicas: la carlista Comunión Tradicionalista, y Acción Española, fundada por partidarios del exiliado Alfonso XIII como «una escuela contrarrevolucionaria de pensamiento moderno». A las pocas horas de proclamarse la República, los conspiradores monárquicos comenzaron a recaudar fondos con el fin de crear un periódico que propagara la legitimidad del alzamiento contra la República, instilar en el Ejército el espíritu de rebelión y constituir un partido político legal desde el que urdir la conspiración contra el régimen y organizar el levantamiento armado. Dicho diario, Acción Española, alimentaría asimismo la noción de la siniestra alianza entre judíos, masones e izquierdistas. En el plazo de un mes sus fundadores lograron recaudar una suma sustancial para la proyectada sublevación. Su primera tentativa fue el golpe militar del 10 de agosto de 1932, la llamada «Sanjurjada», cuyo fracaso fortaleció la determinación de que el segundo intento estuviera mejor financiado y triunfara sin paliativos[19]. Algo más moderada era la formación monárquica conocida como Acción Nacional y posteriormente rebautizada como Acción Popular, cuyo objetivo consistía en defender los intereses de la derecha en el marco legal republicano. Extremistas o «catastrofistas» y «moderados» compartían en todo caso muchas de las mismas ideas. Sin embargo, tras el fallido golpe militar de agosto de 1932, estos grupos se separaron por sus discrepancias sobre la eficacia de la conspiración armada contra la República. Acción Española constituyó su propio partido político, Renovación Española, y otro tanto hizo Acción Popular, reuniendo a diversas formaciones de ideología afín en la CEDA[20]. Un año más tarde las filas de los «catastrofistas» crecían con la aparición de distintas organizaciones fascistas. Lo que tenían en común todas ellas era que se negaban a aceptar que la instauración de la República fuera el resultado incruento de un plebiscito democrático. Pese a su fachada en apariencia leal a la República, tanto los líderes de Acción Popular como los de la CEDA proclamaban a menudo y sin restricciones que la violencia contra el régimen republicano era completamente legítima.

Apenas tres semanas después de la proclamación del nuevo régimen, cuyo gobierno se distinguía principalmente por su timidez a la hora de afrontar los problemas sociales, Acción Nacional se constituía legalmente como «una organización de defensa social». Su creador fue Ángel Herrera Oria, editor del diario El Debate, una publicación de corte católico militante y hasta la fecha monárquica. Herrera, que era un estratega de notable inteligencia, fue el cerebro en la sombra del catolicismo político en los primeros años de la Segunda República. Acción Nacional aglutinó a las dos organizaciones de la derecha que habían combatido contra el creciente poder de las clases trabajadoras urbanas y rurales durante los veinte años precedentes. Su liderazgo se apoyó en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), una élite de influencia jesuita integrada por cerca de 500 prominentes y talentosos católicos de derechas con influencia en la prensa, la judicatura y las profesiones liberales. Esta organización encontró un apoyo masivo en la Confederación Nacional Católico-Agraria (CNCA), una importante formación política que proclamaba su «sumisión completa a las autoridades eclesiásticas». La CNCA gozó de un apoyo considerable entre los propietarios de pequeños minifundios del norte y el centro de España y, a semejanza de otros grupos europeos, se estableció durante la Primera Guerra Mundial como parte de una iniciativa destinada a combatir la pujanza de las organizaciones de izquierdas[21].

El manifiesto de Acción Nacional proclamaba que «las avanzadas del comunismo soviético» ya empezaban a escalar las ruinas de la monarquía. Tachaba a los respetables políticos burgueses de la Segunda República de débiles e incapaces de controlar a las masas: «Es la masa que niega a Dios, y, por ende, los principios de la moral cristiana; que proclama, frente a la santidad de la familia, las veleidades del amor libre; que sustituye a la propiedad individual, base y motor del bienestar de cada uno y de la riqueza colectiva, por un proletariado universal a las órdenes del Estado». Señalaba igualmente la «insensatez ultranacionalista, anhelosa, sean las que fueren las cordiales palabras de ahora, de romper la unidad nacional». Acción Nacional se presentaba inequívocamente como la negación de todo aquello sobre lo que, a su juicio, se asentaba la República. Al grito de: «Religión, patria, familia, orden, trabajo y propiedad», declaró «la batalla social que se libra en nuestro tiempo para decidir el triunfo o el exterminio de esos principios imperecederos. En verdad, ello no se ha de decidir en un solo combate; es una guerra, y larga, la desencadenada en España»[22].

En 1933, cuando Acción Popular se había transformado en la CEDA, sus análisis empezaron a ser todavía menos comedidos: «Las turbas, siempre irresponsables por razón de su incoherencia, se adueñaron de los resortes de gobierno». Incluso para la organización de Herrera, leal al régimen, la República era consecuencia de la revolución desatada cuando «la locura contagiosa de los más exaltados prendió como chispas en el material combustible de los desalmados, de los perversos, de los rebeldes, de los insensatos». En ello iba implícito que los defensores de la República eran seres infrahumanos y por tanto había que eliminarlos como a bichos pestilentes. «Las cloacas abrieron sus esclusas y los detritus sociales inundaron las calles y las plazas, se agitaron y revolvieron como en epilepsia»[23]. En toda Europa, las élites amenazadas y sus masas de seguidores expresaban el temor a la izquierda mediante el uso del término «extranjero», y lo describían como una enfermedad que ponía en peligro a la nación y exigía de sus ciudadanos una profunda tarea de purificación nacional.

Tanto en ese momento como en fechas posteriores, la continua reiteración de la derecha de su propósito de aniquilar a la República se justificó por los artículos anticlericales que se incluyeron en la Constitución. Sin embargo, el enfrentamiento era muy anterior al debate sobre los apartados religiosos del borrador constitucional. La animadversión de la derecha católica por la democracia ya había quedado ampliamente demostrada en el entusiasta apoyo que prestó a la dictadura de Primo de Rivera. La derecha odiaba a la República por ser democrática mucho antes de que tuviera la oportunidad de denunciar su anticlericalismo. Además, quienes se oponían a la República por razones religiosas, lo hacían también por razones sociales, económicas y políticas, especialmente por centralismo en este último caso[24].

De todos modos, la cuestión religiosa ofreció una buena excusa para elevar la temperatura del conflicto en el plano verbal y material. El domingo 10 de mayo de 1931, la reunión inaugural del Círculo Monárquico Independiente, en la calle de Alcalá, se clausuró con una provocativa emisión del himno nacional a través de altavoces colocados en la vía pública. La provocación indignó a las multitudes republicanas que volvían de un concierto vespertino en el madrileño parque del Retiro. Hubo disturbios, se quemaron coches y se asaltaron las oficinas del diario ABC en la vecina calle de Serrano. La feroz reacción popular desencadenó la famosa quema de iglesias que tuvo lugar en Madrid, Málaga, Sevilla, Cádiz y Alicante entre el 10 y el 12 de mayo. La respuesta de la muchedumbre puso de manifiesto hasta qué punto la gente identificaba a la Iglesia con la monarquía y los políticos de derechas. La prensa republicana afirmó que los incendios eran obra de provocadores de la organización esquirol antiobrera Sindicatos Libres, en un intento por desacreditar al nuevo régimen. Incluso se dijo que los jóvenes monárquicos de la Conferencia Monárquica Internacional (CMI) habían distribuido panfletos en los que se incitaba a las masas a atacar las iglesias[25].

No obstante, eran muchos los que, en la izquierda, estaban convencidos de que la Iglesia era parte integrante de la política reaccionaria en España, y no cabe duda de que en algunos lugares los ataques contra sus sedes fueron liderados por los más exaltados de entre ellos. Para la derecha, la identidad de los verdaderos culpables carecía de importancia. La quema de las iglesias sirvió para confirmar y justificar los odios que ya existían antes de la proclamación de la República. Pese a todo, el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, manifestó con pesar que «los católicos madrileños no consideraron ni un solo instante obligado, ni siquiera oportuno, hacer acto de presencia en la calle en defensa de lo que para ellos debía ser sagrado». Aunque hubiera agentes provocadores en los atentados contra las iglesias ocurridos entre el 10 y el 12 de mayo, es razonable suponer que estos actos fueron también demostraciones de la animosidad popular contra aquellos a quienes se percibía como enemigos de la República. En muchos pueblos se produjeron graves enfrentamientos cuando los fieles salieron a proteger las iglesias de los grupos que intentaban profanarlas. Poco después, ese mismo mes de mayo, cuando el gobierno provisional decretó el fin de la educación religiosa obligatoria, se firmaron numerosas peticiones en señal de protesta y en los pueblos más pequeños del sur del país se apedreó a los curas[26].

Aunque la mayor parte de España seguía en calma, en los latifundios del sur y otras zonas dominadas por la CNT se percibía un clima de guerra civil no declarada desde los primeros días de la proclamación de la República. Miguel Maura declaró que, en los cinco meses transcurridos desde mediados de mayo de 1931 hasta la fecha de su dimisión, en el mes de octubre, tuvo que enfrentarse a 508 huelgas revolucionarias. La CNT lo acusó de haber causado la muerte de 108 personas con sus medidas represivas[27]. El ejemplo más gráfico fue la sangrienta y profética culminación de un período de agitación anarquista en Sevilla. Tras una serie de huelgas revolucionarias, el sindicato CNT hizo un llamamiento a la huelga general el 18 de julio de 1931. La convocatoria iba dirigida no solo a los patronos locales sino también a la UGT, el sindicato rival de la CNT en la ciudad sevillana. Hubo violentos enfrentamientos entre huelguistas anarquistas y comunistas, por un lado, y esquiroles y la Guardia Civil, por otro. En la reunión del Consejo de Ministros del 21 de julio, el ministro de Trabajo, el socialista Francisco Largo Caballero, exigió a Miguel Maura que actuara con energía para poner fin a los desórdenes, pues estaban dañando la imagen de la República. Cuando el presidente, Niceto Alcalá Zamora, preguntó si todos estaban de acuerdo en que se tomaran medidas enérgicas contra la CNT, la respuesta del gabinete fue unánime. Maura le dijo a Azaña que ordenaría la demolición, con fuego de artillería, de una casa en la que los anarquistas se habían refugiado en su huida de las fuerzas del orden[28].

Entretanto, la noche del 22 al 23 de julio de 1931, se permitió que extremistas de derecha se aprovecharan de la situación, actuando como voluntarios en la represión de las huelgas en Sevilla. Convencido de que las fuerzas del orden no estaban en condiciones de afrontar el problema, el gobernador civil de la ciudad, José Bastos Ansart, invitó a los miembros de dos asociaciones de terratenientes, el Círculo de Labradores y la Unión Comercial, a constituir un grupo paramilitar conocido como la Guardia Cívica. Dicha invitación fue acogida con entusiasmo por los derechistas más destacados de la ciudad, Javier Parladé Ybarra, Tomás Murube Turmo, Pedro Parias González, teniente coronel de Caballería retirado y propietario de grandes fincas, y José García Carranza, el célebre torero conocido como «Pepe el Algabeño». Se recabaron armas, y la Guardia Cívica quedó al mando de un africanista brutal, el capitán Manuel Díaz Criado, conocido como «Criadillas». La noche del 22 de julio, estos grupos paramilitares asesinaron a tiros en el parque de María Luisa a cuatro prisioneros en el momento en que los trasladaban de la sede del gobernador civil a una prisión militar. La tarde del 23 de julio se destruyó con fuego de artillería, tal como Maura le prometiera a Azaña, la Casa Cornelio, un café del barrio de La Macarena donde acostumbraban a reunirse los trabajadores.

La violenta represión de los anarcosindicalistas supuso una gran victoria para la derecha sevillana. La inmediata reacción de Azaña consistió en declarar que los acontecimientos ocurridos en el parque tenían «la apariencia de una aplicación de la ley de fugas» (el pretexto que permitía disparar contra los prisioneros si estos intentaban huir), y en acusar directamente a Maura, de quien dijo que «primero dispara y después apunta». Es muy posible que estas declaraciones obedecieran a la circunstancia de que Maura había agredido a Azaña cuando este había lanzado contra él la errónea acusación de haber revelado a la prensa secretos del gabinete. En todo caso, Azaña había reconocido su error en aquella ocasión anterior. Dos semanas después, Azaña supo que la aplicación a sangre fría de la Ley de Fugas fue obra de la Guardia Cívica por orden de Díaz Criado[29]. Los asesinatos del parque de María Luisa y el lanzamiento de granadas contra Casa Cornelio fueron un anticipo de las acciones que la extrema derecha sevillana emprendería en 1936. Díaz Criado y los miembros del grupo implicados en los asesinatos terminarían por desempeñar un papel decisivo tanto en el fallido golpe militar de agosto de 1932 como en la salvaje represión que siguió al alzamiento militar en 1936. En otros puntos de la provincia, principalmente en tres pequeñas localidades situadas al sur de la capital, Coria del Río, Utrera y Dos Hermanas, la Guardia Civil reprimió con inusitada violencia diversas convocatorias de huelga. Cuando los huelguistas lanzaron piedras contra la Central Telefónica en Dos Hermanas, se envió un camión lleno de guardias civiles desde Sevilla. Las fuerzas del orden abrieron fuego en un mercado abarrotado de gente e hirieron a algunos vecinos, dos de los cuales murieron poco después. Un total de 17 personas perdieron la vida en distintos enfrentamientos a lo largo y ancho de la provincia[30].

Los sucesos de Sevilla y la huelga telefónica revelaron que también en la España urbana había choques entre las fuerzas del orden y la CNT. En Barcelona, al conflicto en el servicio telefónico se sumó en el mes de agosto una huelga en la industria metalúrgica, en la que participaron 40 000 obreros. Buena parte de la actitud militante de los trabajadores era consecuencia de las frustraciones acumuladas durante la dictadura de Primo de Rivera y agravadas posteriormente por la intransigencia de los patronos. El odio a la UGT se debía a que, el 8 de abril de 1931, el ministro de Trabajo socialista, Francisco Largo Caballero, había establecido los jurados mixtos o comisiones arbitrales, originalmente introducidos por Primo de Rivera como instrumento legal para la resolución de los conflictos laborales. Las condiciones fijadas para el derecho a la huelga dejaron a la CNT virtualmente fuera de la ley, habida cuenta de su compromiso con la acción directa. En la crónica del movimiento anarquista se calificaba el decreto por el cual se legalizaban los jurados mixtos como «una flecha apuntada al corazón de la CNT y a sus tácticas de acción directa»[31].

Esta medida de Largo Caballero, combinada con las tácticas represivas de Miguel Maura, fomentó la hostilidad de los anarquistas contra el régimen republicano. Para empeorar las cosas, en oposición al sector de la CNT abanderado por Ángel Pestaña, que se preparaba para trabajar en el marco legal de la República, la FAI abogaba por la insurrección. El objetivo de la FAI era sustituir la República burguesa por un régimen comunista libertario. La acción paramilitar en las calles dirigida contra la Policía y la Guardia Civil se convirtió en el núcleo de lo que el destacado dirigente de la FAI Juan García Oliver definió como «gimnasia revolucionaria». Impulsadas asimismo por la progresiva hostilidad hacia la UGT, las tácticas de la FAI condujeron inevitablemente a sangrientos combates con las fuerzas del orden. La violencia alcanzó especial intensidad en las ciudades donde la CNT era el sindicato más fuerte —como Barcelona, Sevilla, Valencia y Zaragoza—, pero también en Madrid, tradicional bastión de la UGT. Las acciones de los obreros de la construcción y los trabajadores portuarios afiliados a la CNT provocaron disturbios considerables en todas estas ciudades[32].

La inquietud que las huelgas generaron en las clases medias se consolidó entre los católicos por el anticlericalismo de la República. No se hacían apenas distinciones entre la ambición de la coalición republicano-socialista de romper el monopolio de la Iglesia en el ámbito de la educación y de limitar su influencia a la esfera estrictamente religiosa, y la ferocidad anticlerical de los anarquistas iconoclastas. Las huelgas y el anticlericalismo desagradaban a muchos, pero para la extrema derecha demostraban que la República era el régimen de la chusma, de una chusma controlada por una siniestra confabulación de judíos, masones y comunistas.

Esta idea resonó con mayor insistencia conforme la derecha empezaba a movilizarse plenamente, con el apoyo del clero, tras el debate parlamentario sobre el proyecto de Constitución republicana. El texto establecía la separación entre la Iglesia y el Estado, e introducía el matrimonio civil y el divorcio. Limitaba las ayudas estatales al clero y terminaba con el monopolio religioso en el ámbito de la educación, no solo secularizando el sistema de enseñanza oficial sino también impidiendo la docencia a las órdenes religiosas. Estas iniciativas, al menos sobre el papel, suponían un revés económico de enorme magnitud. La Iglesia estaba pagando el precio por su alianza con los ricos y los poderosos, con la monarquía y la dictadura. Para los católicos, la Iglesia era el guardián de la esencia y la identidad de España, de ahí que reaccionara con indignación al decreto por el que la institución quedaba reducida a una asociación de voluntarios financiada por quienes quisieran contribuir libremente. La prensa católica calificó las reformas propuestas de impío, tiránico y ateo intento de destruir a la familia[33]. La reacción de un cura de Castellón de la Plana no fue un hecho aislado. En un sermón dijo a sus feligreses: «Hay que escupir y negar hasta el saludo a los republicanos. Debemos llegar a la guerra civil antes de consentir la separación de la Iglesia y el Estado. Las escuelas normales sin la enseñanza religiosa no forjarán hombres, sino salvajes»[34].

No cabe duda de que una parte de la legislación anticlerical de la República fue en el mejor de los casos incauta y en el peor, irresponsable. Ciertas medidas eran la consecuencia lógica del proyecto de secularización del régimen, pero la disolución de la Compañía de Jesús y la prohibición del sistema de educación privada y religiosa suponía un ataque a las libertades básicas que casaba mal con los principios liberales de la Constitución. En todo caso, no fue difícil sortear estas medidas. En la práctica, los colegios dirigidos por congregaciones religiosas siguieron funcionando como de costumbre, limitándose a cambiar de nombre, trasladar a algunos profesores a otros centros escolares y pedir a los clérigos que adoptaran la indumentaria seglar. Muchos de estos colegios, especialmente los dirigidos por jesuitas, solo estaban al alcance de las clases altas. Pese a todo, la derecha percibía estas medidas en favor del laicismo como fruto del odio azuzado por los masones. No existía un término medio. La determinación de la izquierda de limitar el poder eclesiástico estaba motivada por la larga historia de aversión católica a la democracia y las reformas sociales. La Iglesia, resuelta a defender sus propiedades e indiferente a los problemas sociales, se alineó inevitablemente con la extrema derecha. Los republicanos creyeron que para crear una sociedad igualitaria, el nuevo régimen tenía que destruir el poder de la Iglesia en el sistema educativo y sustituirlo por escuelas laicas. Incluso en las obras de caridad del clero se veía una labor espuria de proselitismo intolerante[35].

La derecha cosechó un importante apoyo popular en su oposición a los planes de cambio de la Segunda República durante la llamada «campaña revisionista en contra de la Constitución». El rotundo rechazo derechista a la Constitución refrendada el 13 de octubre de 1931 no se circunscribía a las propuestas relacionadas con la religión, sino que mostraba la misma intransigencia con los planes previstos para desarrollar la autonomía de Cataluña y llevar a cabo una reforma agraria[36]. Pero fue la Ley del Divorcio y la disolución de las órdenes religiosas contenida en el artículo 26 lo que desató las iras de la jerarquía católica, que atribuía estas medidas a un complot urdido por los masones. Esta afirmación sustentaba su falsa legitimidad en el hecho de que el presidente de la comisión jurídica asesora encargada de la redacción del texto constitucional, el socialista Luis Jiménez de Asúa, fuera masón[37]. En el curso del debate celebrado el 13 de octubre de 1931, el líder parlamentario de Acción Popular, José María Gil Robles, declaró ante la mayoría republicana de las Cortes: «Hoy, frente a la Constitución se coloca la España católica … vosotros seréis los responsables de la guerra espiritual que se va a desencadenar en España». Cinco días más tarde, el 18 de octubre de 1931, en la plaza de toros de Ledesma, Gil Robles hizo un llamamiento para una cruzada contra la República[38].

En el marco de la misma campaña, un grupo de tradicionalistas vascos constituyó la Asociación de Familiares y Amigos de Religiosos (AFAR). La AFAR cosechó importantes apoyos en Salamanca y Valladolid, ciudades que se distinguieron notablemente por la ferocidad de la represión durante la Guerra Civil. La citada AFAR publicaba un boletín antirrepublicano titulado Defensa, y numerosos panfletos de corte similar. Fundó asimismo una revista violentamente antimasónica y antijudía llamada Los Hijos del Pueblo dirigida por Francisco de Luis, quien más tarde pasó a dirigir El Debate en sustitución de Ángel Herrera. De Luis defendía con fervor la teoría de que la República española era un juguete en manos de una conspiración judeomasónica y bolchevique[39]. Otro de los principales colaboradores de Los Hijos del Pueblo fue el integrista jesuita Enrique Herrera Oria, hermano de Ángel. La amplia difusión de la revista obedecía en buena parte a la popularidad alcanzada por sus viñetas satíricas, en las que se atacaba a la Segunda República. Desde sus páginas se acusaba con regularidad a destacados políticos republicanos de ser masones y estar por tanto al servicio de una conspiración internacional contra España y el catolicismo. Fue así como entre sus numerosos lectores arraigó la creencia de que había que destruir aquel «contubernio» extranjero[40].

La idea de que izquierdistas y liberales no eran verdaderos españoles prendió con rapidez entre las filas de la derecha. A principios de noviembre de 1931, el líder monárquico Antonio Goicoechea declaró ante un entusiasmado auditorio madrileño que la nación debía librar un combate a muerte con el socialismo. Largo Caballero protestó por la virulencia de los ataques contra su partido[41]. El 8 de noviembre, Joaquín Beunza, líder del grupo parlamentario vasco-navarro, que ni mucho menos podía contarse entre los carlistas más radicales, arengó a una multitud de 22 000 personas en Palencia.

¿Somos hombres o no? Quien no está dispuesto a darlo todo en estos momentos de persecución descarada, no merece el nombre de católico. Hay que estar dispuesto a defenderse por todos los medios, y no digo por los medios legales, porque a la hora de la defensa todos los medios son buenos … Estamos gobernados por unos cuantos masones. Y yo digo que contra ellos todos los medios, los legales y los ilegales, son lícitos.

En ese mismo acto público, Gil Robles declaró que la persecución a la que se veía sometida la Iglesia por parte del gobierno era «el resultado de un compromiso contraído en las logias masónicas»[42]. La identificación que la derecha establecía entre República y masonería se intensificó en febrero de 1932, con la apertura del debate parlamentario sobre el decreto de disolución de la Compañía de Jesús. Los jesuitas eran por tradición los principales perseguidores de la masonería. Beunza se limitó a expresar una visión ampliamente generalizada cuando afirmó que los jesuitas estaban siendo víctimas de la venganza masónica[43].

La incitación a la violencia contra la República y sus seguidores no se limitaba a la extrema derecha. Los discursos del legalista católico Gil Robles eran tan beligerantes y provocadores como los de los monárquicos, los carlistas y, más tarde, los falangistas. En Molina de Segura (Murcia), el día de Año Nuevo de 1932, Gil Robles manifestó: «En este año de 1932 hemos de imponernos con la fuerza de nuestra razón y con otras fuerzas si no bastara. La cobardía de las derechas ha permitido que los que en las charcas nefandas se agitaban hayan sabido aprovecharlo para ponerse al frente de los destinos de nuestra patria»[44]. La intransigencia de los sectores más moderados de la derecha española se plasmó en el manifiesto lanzado con motivo de la fundación de la Juventud de Acción Popular, en el que se proclamaba: «Somos hombres de derechas … Acatamos las órdenes legítimas de la autoridad, pero no aguantaremos las imposiciones de la chusma irresponsable. No nos faltará nunca el valor para que se nos respete. Declaramos la guerra al comunismo así como a la masonería». El «comunismo», a ojos de la derecha, incluía al Partido Socialista, mientras que la masonería estaba representada por los republicanos de izquierdas[45].

Esta furibunda e indiscriminada enemistad contra la República tenía su origen en los intentos del régimen por secularizar la sociedad. Causó malestar que, según el artículo 26 de la Constitución, se prohibiera a las autoridades municipales financiar las festividades religiosas. Cuando se celebraba alguna procesión, era frecuente que acabara tropezando con nuevas fiestas o desfiles laicos. En enero de 1932, los cementerios religiosos quedaron bajo la jurisdicción de los municipios. En lo sucesivo, el estado solo reconocía los matrimonios civiles, de tal suerte que quienes se casaban por la Iglesia estaban obligados a pasar también por el Registro Civil. Los entierros no podían tener carácter religioso, a menos que el fallecido fuera mayor de veinte años y hubiera manifestado expresamente su voluntad en este sentido, requisito que exigía numerosos y complicados trámites burocráticos[46].

Así, proliferaron provocaciones absurdas. En mayo de 1932, el día de la festividad de San Pedro Mártir en Burbáguena (Teruel), una banda de música se puso a tocar en la plaza del pueblo para interferir deliberadamente con la música religiosa que se cantaba en la iglesia en honor del santo. En Libros (Teruel) se organizó un baile en la puerta de la parroquia mientras se celebraba una misa en honor de la Virgen del Pilar[47]. La prohibición de las procesiones en bastantes localidades también fue una provocación gratuita. En Sevilla, el miedo a una agresión llevó a más de 40 cofradías tradicionales a retirarse de la procesión de Semana Santa. Los miembros de estas hermandades eran en su mayoría militantes de Acción Popular y de Comunión Tradicionalista. Este gesto popularizó la expresión «Sevilla la mártir», a pesar de los esfuerzos de las autoridades republicanas para que las procesiones pudieran celebrarse con normalidad. El incidente se utilizó políticamente para avivar el odio a la República, creando la impresión de persecución religiosa. Las quejas más airadas procedieron de destacados miembros de las organizaciones de empresarios y terratenientes. Finalmente solo salió a la calle una cofradía, que se convirtió en blanco de los insultos y las pedradas. Unos días más tarde, el 7 de abril de 1932, se quemó y destruyó la iglesia de San Julián[48].

Algunos ayuntamientos retiraron los crucifijos de las escuelas y las estatuas religiosas de los hospitales públicos, al tiempo que se prohibía que repicaran las campanas de las iglesias, aunque esto no era la política del gobierno, que solo exigía una autorización para llevar a cabo ceremonias públicas. Todas estas medidas se percibieron como una persecución abierta y llevaron a los católicos de a pie a considerar la República como un enemigo.

En muchos pueblos de la provincia de Salamanca hubo protestas en las calles, y los padres dejaron de llevar a sus hijos al colegio hasta que volvieran a colgarse los crucifijos. Los católicos se sintieron muy dolidos cuando, a finales de septiembre de 1932, en Béjar se prohibió tocar las campanas para llamar a misa o celebrar una boda o un funeral. No fue este el último caso. En muchas otras localidades, los alcaldes de izquierdas impusieron una tasa local por tocar las campanas, con la intención de obligar a la Iglesia, histórica aliada de la derecha, a contribuir al bienestar social[49]. En Talavera de la Reina (Toledo), el alcalde multaba a las mujeres que llevaban crucifijos. En la provincia de Badajoz, cuna de frecuentes conflictos sociales, se produjeron numerosos incidentes que contribuyeron a acrecentar los odios larvados. El alcalde de Fuente de Cantos impuso un impuesto de 10 pesetas por tocar las campanas los primeros cinco minutos y de 2 pesetas por cada minuto adicional. El alcalde de Fregenal de la Sierra prohibió por completo tocar las campanas y gravó con un impuesto los funerales católicos. Se quemaron iglesias en Peñalsordo, Campanario, Orellana de la Sierra y Casas de Don Pedro. Se prohibieron los cortejos fúnebres. En Villafranca de los Barros, la mayoría socialista del ayuntamiento aprobó en abril de 1932 la retirada de la estatua del Sagrado Corazón de la plaza del Altozano[50].

Las fricciones religiosas, a escala tanto local como nacional, generaron un clima que los políticos de derecha supieron aprovechar rápidamente. Las procesiones se convirtieron en manifestaciones, las peregrinaciones en marchas de protesta y los sermones dominicales en mítines que a menudo provocaban reacciones anticlericales a veces violentas[51]. Solo quedaba un peldaño por subir para pasar de la retórica de la persecución y el sufrimiento a la defensa de la violencia contra las reformas republicanas, que se presentaban como obra de un siniestro complot extranjero, judeomasónico y bolchevique. José María Gil Robles declaró en las oficinas de Acción Popular el 15 de junio de 1932 que «cuando cayó la Dictadura, aprovechándose del caos generalizado, las logias masónicas, junto con la masa rencorosa e irresponsable, centraron sus ataques en la Monarquía».

En años posteriores, Gil Robles reconocería públicamente que había empujado deliberadamente a sus seguidores en la escalada del conflicto con las autoridades. El 15 de junio de 1932, por ejemplo, declaró en la sede de Acción Popular: «Al caer la Dictadura, y en vista del desconcierto existente, las logias masónicas, unidas a los despechados y a los elementos inconscientes, centraron sus ataques contra la Monarquía»[52]. También lo hizo cuando la República empezaba a dar sus primeros pasos, con enorme vacilación, por la senda de una reforma agraria limitada. En abril de 1937, cuando Acción Popular se disolvió para integrarse en el partido único del nuevo Estado franquista, Gil Robles proclamó con orgullo que las reservas de beligerancia derechista que él había acumulado en los años de la República habían hecho posible la victoria de la derecha en la Guerra Civil. Veía esta «espléndida cosecha» como fruto de sus esfuerzos propagandísticos. Aún se enorgullecía de su hazaña cuando escribió sus memorias en 1968[53].

La retórica empleada por Gil Robles durante la República reflejaba los sentimientos y los temores de sus defensores más poderosos: los latifundistas. La indignación de los terratenientes por el descaro con que sus jornaleros osaron tomar parte en las revueltas del trienio bolchevique era un claro ejemplo de sus sentimientos de superioridad social, cultural, incluso racial, frente a los que trabajaban sus tierras. La iniciativa anunciada diez años más tarde por la coalición republicano-socialista para mejorar las durísimas condiciones de los jornaleros se interpretó como una grave amenaza para las estructuras del poder rural. El profundo malestar de los terratenientes con el nuevo régimen se manifestó primero en la determinación de bloquear las reformas republicanas por todos los medios posibles, incluida la violencia sin freno. Alimentado por la retórica de la conspiración judeomasónica y bolchevique, el odio de los latifundistas hacia sus braceros encontró su más plena expresión en los primeros meses de la Guerra Civil, cuando los propietarios de las fincas apoyaron con entusiasmo a las columnas africanas de Franco que sembraron el terror en todo el sudoeste de España. En zonas como Segovia, Ávila, Soria y otras provincias castellanas, donde la amenaza de la izquierda era mínima, la represión fue igualmente feroz. El desprecio de los terratenientes por los campesinos sin tierra y sus familias era comparable al que sentían los oficiales del Ejército colonial por los indígenas, a cuya represión se dedicaban.

Los intentos de la República por racionalizar el cuerpo de oficiales del Ejército habían suscitado malestar en muchos de ellos, especialmente entre los africanistas. Uno de los más destacados fue el general José Sanjurjo, quien en su condición de director general de la Guardia Civil estaba en el eje central del descontento pretoriano con el nuevo régimen. Poco puede sorprender que Sanjurjo figurara entre los primeros militares españoles que compararon a las tribus marroquíes con la izquierda española, trasladando con ello los prejuicios raciales que facilitaron la salvaje actuación del Ejército de África al curso de la Guerra Civil. En este sentido, Sanjurjo ofreció un influyente discurso a raíz de las atrocidades cometidas en la remota y empobrecida localidad de Castilblanco, en Badajoz, cuando los vecinos asesinaron a cuatro guardias civiles en un estallido de violencia colectiva, en venganza por la prolongada y sistemática opresión que estaban padeciendo. La Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, el sindicato de jornaleros socialista, había convocado una huelga de cuarenta y ocho horas en la provincia, con el propósito de denunciar la aquiescencia del gobernador civil con las continuas infracciones de la legislación social republicana por parte de los terratenientes. El 31 de diciembre de 1931, por orden del alcalde de Castilblanco, la Guardia Civil abrió fuego contra una manifestación pacífica de los huelguistas, y el tiroteo se saldó con un muerto y dos heridos. Aterrados y enfurecidos por el suceso, los huelguistas se enfrentaron a los cuatro guardias y los mataron a palos. Para la izquierda, los sucesos de Castilblanco solo podían interpretarse en el contexto de la larga historia de privaciones económicas en la región. Una diputada socialista por Badajoz, la intelectual judía Margarita Nelken, atribuyó el incidente a la brutalidad de las relaciones sociales en el municipio[54].

El general Sanjurjo se indignó al saber que por la obligación de ir a Castilblanco no podría participar en un gran acto social en Zaragoza, donde debía figurar entre los testigos de la novia en la boda de la hija del vizconde de Escoriaza[55]. El 2 de enero, cuando Sanjurjo llegó al pueblo, ocupado por un numeroso destacamento de guardias civiles, el oficial de mando señaló a los cerca de 100 prisioneros con estas palabras: «Vea usted aquí a los criminales; ¡mire usted qué cara tienen!». A lo que Sanjurjo respondió: «¿Pero no los han matado?». Trataron a los prisioneros con inconcebible brutalidad. Los tuvieron siete días y siete noches, desnudos de cintura para arriba, a una temperatura por debajo de cero grados, y los obligaron a permanecer de pie con los brazos en alto. Si caían al suelo la emprendían con ellos a culatazos. Algunos murieron de neumonía.

Al hablar con los periodistas durante el funeral de los guardias asesinados, Sanjurjo acusó de todo lo ocurrido a Margarita Nelken. Lamentó que se le hubiera permitido ser diputada parlamentaria «siendo extranjera y judía, circunstancia esta que le daba una particular calidad como espía». A continuación comparó a los trabajadores de Castilblanco con las tribus de moros contra las que había combatido en Marruecos, y señaló: «En un rincón de la provincia de Badajoz hay un foco rifeño». Proclamó mendazmente que, desde el desastre de Anual, ocurrido en julio de 1921, en el que 9000 soldados perdieron la vida, «ni en Monte Arruit, en la época del derrumbamiento de la Comandancia de Melilla, los cadáveres de los cristianos fueron mutilados con un salvajismo semejante»[56].

De esa idea tan descabellada y falsa se hizo eco la prensa nacional y extremeña a través de periodistas que nunca habían estado en Castilblanco ni en el Rif, y que se limitaron a airear sus prejuicios. El periódico ABC señaló: «Los rifeños menos civilizados no hicieron más»[57]. La prensa de derechas local se refirió a los campesinos de Extremadura como «estos rifeños sin Rif» o como «rifeños, cabilas, salvajes, bestias sedientas de sangre, hordas marxistas». En términos generales, las crónicas que la prensa de derechas local ofreció de los sucesos de Castilblanco reflejaban las actitudes racistas y beligerantes de la élite rural. Presentaron a los vecinos de Castilblanco, y por extensión al proletariado rural en su conjunto, como una raza inferior, como un atroz ejemplo de degeneración de la especie. Era común que se refirieran a ellos como seres infrahumanos y anormales. Estas descripciones desmesuradamente subidas de tono halagaban y reforzaban los miedos ancestrales de las clases respetables: la acusación de que una mujer había bailado encima de los cadáveres evocaba el aquelarre[58]. La conclusión a menudo explícita fue que había que disciplinar al proletariado rural con los mismos métodos empleados para derrotar al enemigo colonial en Marruecos. Así, se exigió que se reforzaran los medios de la Guardia Civil, se dotara al cuerpo de unidades de asalto motorizadas y se fortificaran sus puestos a la manera de los blocaos de la colonia marroquí[59].

En razón de sus orígenes judíos, Margarita Nelken se convirtió en blanco de los insultos de la derecha. Nelken había participado activamente en la provincia de Badajoz como portavoz de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, pero jamás había estado en Castilblanco, un pueblo al que solo podía accederse yendo en coche hasta Herrera del Duque y continuando desde allí por una senda estrecha, a pie o en mula[60]. Otra feminista socialista, Regina García, que más tarde renegó de sus creencias y buscó la redención abrazando la causa del franquismo, quiso congraciarse con sus nuevos amos retratando a Margarita como pieza de la «conspiración judeo-bolchevique». Aseguró que Nelken, «judía de familia y de religión, sentía aversión a la Guardia Civil por no sabemos qué oscuro complejo de venalidades raciales»[61]. Rafael Salazar Alonso, diputado de la derecha radical y principal oponente de Margarita Nelken en Badajoz, también la despreciaba por ser judía. Con respecto a la afirmación de que no debería habérsele permitido obtener un escaño en el Parlamento, pues a pesar de que había nacido en España y residía en este país, sus padres eran alemanes, Salazar Alonso escribió: «A mí la nacionalidad de la señora Nelken me es indiferente. Sé muy bien que por su origen racial puede tenerlas todas»[62].

La Guardia Civil desempeñó un papel esencial en la construcción del ambiente de violencia que se extendía progresivamente por España, siempre alineada en el bando de los terratenientes. La sangrienta venganza institucional que se desató la semana siguiente a los sucesos de Castilblanco causó 18 muertes. Tres días después de lo ocurrido en Castilblanco fueron 2 los muertos y 3 los heridos en Zalamea de la Serena (Badajoz). Dos días más tarde, un huelguista murió a consecuencia de un disparo y otro resultó herido en Calzada de Calatrava, al tiempo que un tercero era abatido a tiros en Puertollano (ambas localidades de Ciudad Real); otros 2 perdieron la vida en Épila (Zaragoza), donde el número de heridos se elevó a 11, y 2 más fueron asesinados en Jeresa (Valencia), donde se contaron 15 heridos, 9 de ellos graves. El 5 de enero se produjo la más escalofriante de estas acciones cuando 28 guardias civiles cargaron contra una manifestación pacífica en Arnedo, una pequeña localidad de la provincia de Logroño, en la parte norte de Castilla la Vieja.

Una de las principales fuentes de empleo de Arnedo era una fábrica de calzado, propiedad de Faustino Muro, hombre de convicciones derechistas radicales. Hacia finales de 1931, despidió a varios trabajadores porque no habían votado por los candidatos monárquicos en las elecciones del mes de abril y a otros porque pertenecían a la UGT. El caso se llevó al jurado mixto, que resolvió a favor de los trabajadores, pero Muro se negó a readmitirles en sus puestos de trabajo. Hubo una concentración de protesta frente al ayuntamiento, donde, sin motivo aparente, la intervención de la Guardia Civil causó la muerte de un trabajador y de 4 mujeres transeúntes, una de ellas embarazada, de veintiséis años, acompañada de su hijo de dos años, que también perdió la vida. Cincuenta vecinos resultaron heridos de bala, entre ellos muchas mujeres y niños, algunas con bebés en los brazos. Otros 5 heridos murieron en los días posteriores y muchos sufrieron amputaciones, como fue el caso de un niño de cinco años y una viuda con seis hijos[63]. Los vecinos de Arnedo padecieron grandes penalidades en los primeros meses de la Guerra Civil. Entre finales de julio y principios de octubre de 1936, 46 fueron asesinados y entre los muertos figuraban algunos de los heridos en 1932[64].

Azaña consignó en su diario que la opinión pública española se encontraba dividida entre los que odiaban a la Guardia Civil y los que la veneraban como la última trinchera en la defensa del orden social. Esta situación era el reflejo de viejas actitudes de la izquierda y la derecha, pero fue la llegada de la Segunda República y sus desafíos al orden social existente lo que acrecentó más que nunca el odio en ambos bandos[65]. Tras los sucesos de Arnedo, Sanjurjo declaró que la Guardia Civil se interponía entre España y la imposición del comunismo soviético, y que las víctimas formaban parte de la chusma analfabeta engañada por agitadores malignos[66]. Sus palabras tras lo ocurrido en Castilblanco y la venganza posterior de la Guardia Civil dan una idea clara del grado de violencia social soterrada, a la vez que ponen de manifiesto hasta qué punto la crueldad y la barbarie de las guerras marroquíes se trasladaron a España y se utilizaron contra la clase trabajadora. Sin embargo, Sanjurjo no fue el primero en señalar este vínculo. El líder de los mineros asturianos, Manuel Llaneza, ya había hablado del «odio africano» con que las columnas militares asesinaron y apalearon a los trabajadores, además de destruir y saquear sus hogares, durante la represión de la huelga general revolucionaria de 1917[67].

Para desgracia de la coalición republicano-socialista, crecía el número de españoles de clase media que consideraban que los excesos del Ejército y de la Guardia Civil quedaban justificados por los excesos de la CNT. El 18 de enero de 1932 se produjo una revuelta de mineros, que tomaron la ciudad de Fígols, al norte de Barcelona. El movimiento se extendió por toda la región del Alt Llobregat, y la CNT hizo una inmediata convocatoria a la huelga solidaria. El único punto fuera de Cataluña donde la convocatoria tuvo una respuesta significativa fue Sevilla. Allí, la CNT, con el respaldo del Partido Comunista, convocó una huelga general para los días 25 y 26 de enero. El paro tuvo un seguimiento absoluto los dos días señalados, y la Guardia Civil se ocupó de garantizar el funcionamiento de los servicios públicos. Los actos de violencia que acompañaron a la protesta convencieron a los socialistas de que había elementos subversivos en el movimiento anarquista y de que el objetivo de la huelga era demostrar que el gobierno era incapaz de mantener el orden. El 21 de enero, Azaña declaró en las Cortes que la extrema derecha también estaba manipulando a los anarquistas, y aseguró que quienes ocuparan las fábricas, asaltaran los ayuntamientos, sabotearan las líneas férreas, cortaran las líneas telefónicas o atacaran a las fuerzas del orden serían tratados como rebeldes. La respuesta del gobierno consistió en movilizar al Ejército, aplicar la Ley de Defensa de la República, prohibir la prensa anarquista y deportar a los líderes huelguistas de Cataluña y Sevilla. La enemistad de la CNT con la República y la UGT se convirtió casi en una guerra abierta[68].

En los meses que siguieron a los sucesos de Arnedo hubo nuevas intervenciones de la Guardia Civil que provocaron muertes. En el marco de las celebraciones del 1 de mayo de 1932, se convocó en la localidad de Salvaleón (Badajoz) una reunión de la FNTT a la que asistieron miembros de Badajoz, Barcarrota, Salvaleón y otros pueblos de la provincia, en una finca cercana llamada Monte Porrino. Tras los discursos del diputado socialista por Zaragoza, Manuel Alba, y destacados representantes del grupo socialista de Badajoz, como Pedro Rubio Heredia, Margarita Nelken o Nicolás de Pablo, el coro de la casa consistorial de Barcarrota cantó «La Internacional» y «La Marsellesa». La multitud se dispersó y muchos acudieron a un baile que se había organizado en Salvaleón. Terminado el baile, y antes de regresar a Barcarrota, el coro fue a cantar al pie de la ventana del alcalde socialista de Salvaleón, Juan Vázquez, conocido como el «Tío Juan el de los pollos». Este último homenaje nocturno enfureció al cabo comandante de la Guardia Civil, cuyos hombres abrieron fuego y causaron la muerte de dos hombres y una mujer, además de algunos heridos. Después, y para justificar su acción, el cabo aseguró que alguien había disparado desde la multitud. Entre los detenidos figuraban Nicolás de Pablo y el propio Juan Vázquez, el alcalde de Salvaleón. Pedro Rubio fue asesinado en junio de 1935, Nicolás de Pablo a finales de agosto de 1936 y Juan Vázquez en octubre de 1936, en Llerena[69].

En enero de 1932, Sanjurjo fue relevado del mando de la Guardia Civil. En su entrevista con el ministro de la Guerra, Manuel Azaña, Sanjurjo calificó a los concejales socialistas de Extremadura de unos indeseables que incitaban al desorden, aterrorizaban a los terratenientes y buscaban el enfrentamiento con la Guardia Civil. Azaña, por su parte, manifestó que el traslado de Sanjurjo al cargo de director general de los Carabineros no guardaba ninguna relación con la postura adoptada por este después de los sucesos de Castilblanco, pero tanto el cesado como otros muchos lo entendieron como un castigo[70]. Esto granjeó a Sanjurjo las simpatías de la extrema derecha y le animó a encabezar el fallido golpe militar del 10 de agosto de 1932, ya mencionado. El golpe solo triunfó brevemente en Sevilla, donde fue respaldado con entusiasmo por la derecha local. Durante la Sanjurjada, los golpistas detuvieron a los principales republicanos de Sevilla, entre ellos al alcalde, José González Fernández de Labandera, al coronel Ildefonso Puigdengolas (posterior defensor de Badajoz) y a Hermenegildo Casas Jiménez, elegido alcalde de la capital sevillana el 14 de abril de 1931, cargo que no tardó en abandonar para convertirse en diputado socialista por Sevilla. Nada más enterarse del golpe, Labandera se fue directo al ayuntamiento y convocó a todos los concejales de la ciudad, junto a los dirigentes de partidos y sindicatos. Ya había constituido un Comité de Salvación Pública cuando el comandante Eleuterio Sánchez Rubio Dávila llegó a la ciudad enviado por Sanjurjo para ocupar la alcaldía. Labandera se negó a cederle el cargo y Sánchez Rubio Dávila se retiró muy perplejo. No tardó en regresar con una unidad de guardias de asalto para arrestar a Labandera. Mientras los guardias se lo llevaban, el alcalde gritó: «Último decreto de la Alcaldía: queda declarada la huelga general de todos los servicios públicos». Hubo rumores de que a Labandera lo habían matado junto al resto de los detenidos en el Cuartel del Carmen. En realidad, el decreto de la huelga general garantizó el fracaso del golpe y probablemente salvó la vida del alcalde, pero la derecha local se cobró su venganza en 1936 y Labandera fue fusilado otro 10 de agosto.

Muchos de los civiles que participaron en la sublevación ya habían formado parte de la Guardia Cívica, responsable de los asesinatos en el parque de María Luisa en julio de 1931. Algunos de ellos, junto con los cabecillas militares, también tuvieron un papel destacado en los acontecimientos del verano de 1936. Pedro Parias González (que más tarde sería nombrado por Queipo de Llano gobernador civil de Sevilla), Pepe el Algabeño (José García Carranza) y un comandante retirado, Luis Redondo García, fueron piezas fundamentales de la represión que siguió al levantamiento militar. Los tenientes coroneles José Enrique Varela Iglesias y Felipe Acedo Colunga, el comandante Alfonso Gómez Cobián y el capitán Lisardo Doval Bravo de la Guardia Civil ocuparon importantes posiciones en la trama golpista. El principal de todos ellos fue el comandante del Estado Mayor José Cuesta Monereo, cuya participación en el golpe de 1936 resultó decisiva[71].

El 25 de agosto, Sanjurjo fue juzgado por traición en la Sala Militar o Sala Sexta del Tribunal Supremo. El presidente en funciones del tribunal, Mariano Gómez González, no tuvo otra opción que condenarlo a muerte, aunque recomendó la conmutación de la pena capital por su expulsión del Ejército[72]. El presidente de México, Plutarco Elías Calles, envió un mensaje a Azaña por medio del embajador español, Julio Álvarez del Vayo, en el que le decía: «Si quieres evitar un derramamiento de sangre en todo el país y garantizar la supervivencia de la República, ejecuta a Sanjurjo». Sin embargo, en la reunión del gabinete ministerial, Azaña defendió con éxito la recomendación de Mariano Gómez. Anotó en su diario: «Fusilar a Sanjurjo nos obligaría a fusilar a otros seis u ocho que están incursos en el mismo delito, y también a los de Castilblanco. Serían demasiados cadáveres en el camino de la República». Así pues, Sanjurjo fue encarcelado y liberado poco después[73]. Pese a las públicas protestas y denuncias por la excesiva dureza de las penas de prisión impuestas a los golpistas, lo cierto es que la relativa levedad del castigo animó a la derecha a seguir adelante con los preparativos para una nueva y exitosa intentona[74]. El régimen carcelario no pudo ser más benigno. El hombre designado para liderar el golpe de Sanjurjo en Cádiz fue el coronel José Enrique Varela, el oficial más condecorado del Ejército. La precaria planificación del golpe hizo que Varela no llegara a intervenir de facto, si bien su participación en la trama le valió una condena en la misma cárcel donde se encontraban recluidos los principales carlistas involucrados en la sublevación, Manuel Delgado Brackembury y Luis Redondo García, líder de la exaltada milicia Requeté de la ciudad. Fueron estos dos hombres, junto con el líder carlista Manuel Fal Conde, que visitaba frecuentemente a Varela en la prisión, quienes lo embelesaron con sus planes de violencia popular organizada contra el régimen. Tras su traslado a la cárcel de Guadalajara, en compañía de Redondo, Varela se convirtió en un carlista convencido[75].

La izquierda se equivocó ingenuamente al considerar la Sanjurjada como un fenómeno equivalente al intento de golpe militar liderado por Kapp en marzo de 1920 en Berlín. Dado que Sanjurjo, igual que Kapp, había sido derrotado por una huelga general, muchos creyeron que el fracaso de la Sanjurjada habría fortalecido la República igual que el fracaso de Kapp había fortalecido la de Weimar. Nada se hizo para reestructurar las unidades culpables. Por el contrario, del fracaso de Sanjurjo la derecha sí extrajo lecciones importantes, entre ellas la de que un golpe militar no podía triunfar sin el apoyo de la Guardia Civil y la Guardia de Asalto. A raíz del intento fallido de Sevilla, los conspiradores aprendieron una lección en particular que más tarde aplicarían en 1936: la necesidad de silenciar de inmediato a las autoridades municipales republicanas y a los líderes sindicales.

En un sentido más amplio, la derecha golpista, tanto civil como militar, comprendió que no podía fracasar de nuevo por culpa de una mala planificación. A finales de septiembre de 1932, se constituyó un comité conspirador integrado por Eugenio Vegas Latapié, el marqués de Eliseda, miembro del grupo de extrema derecha Acción Española, y el capitán del Estado Mayor, Jorge Vigón, a quienes se confiaron los preparativos para el éxito de la nueva tentativa. De la legitimidad teológica, moral y política del levantamiento contra la República se hizo cargo el periódico monárquico Acción Española. El grupo operaba desde la residencia en Biarritz del aviador y playboy carlista Juan Antonio Ansaldo. Se recaudaron importantes sumas de dinero entre los simpatizantes de la derecha con el fin de comprar armas y financiar la desestabilización política, para lo cual se contó con la colaboración a sueldo de ciertos elementos anónimos de la CNT-FAI. Asimismo, se destinó una cuantía sustancial al pago de los servicios mensuales de un inspector de policía, Santiago Martín Báguenas, que había sido un estrecho colaborador del general Mola en la época en que este ocupó el cargo de director general de Seguridad, durante los últimos meses de la monarquía. Los conspiradores contrataron a Martín Báguenas para liderar su servicio de inteligencia, y este, a su vez, contrató a otro de los compinches de Mola, un policía más corrupto si cabe llamado Julián Mauricio Carlavilla. Entre los principales objetivos del nuevo comité figuraba la creación de células subversivas en el seno del propio Ejército, tarea que se encomendó al teniente coronel del Estado Mayor Valentín Galarza Morante[76].

Galarza Morante había participado en la Sanjurjada, pero no había pruebas de su implicación. Azaña lo tenía por uno de los conspiradores militares más peligrosos, por los conocimientos adquiridos a lo largo de los años que había pasado «mangoneando» en el Ministerio de la Guerra[77]. Galarza fue el enlace entre los conspiradores monárquicos y la asociación clandestina de oficiales del Ejército, la Unión Militar Española (UME), creada a finales de 1933 por el coronel retirado Emilio Rodríguez Tarduchy, íntimo amigo del general Sanjurjo y uno de los primeros miembros de Falange Española. Los militares de la UME fueron una pieza fundamental en la rebelión militar de 1936[78]. Tarduchy fue sustituido al poco tiempo por un capitán del Estado Mayor, Bartolomé Barba Hernández, un africanista amigo de Franco, quien le había designado profesor en la Academia Militar General de Zaragoza en 1928[79].

La derrota de Sanjurjo no fue suficiente para aplacar el odio social en el sur, y la actuación de la Guardia Civil hizo mucho por fomentarlo. A finales de 1932, la Guardia Civil interrumpió una reunión que se celebraba en los campos cercanos a Fuente de Cantos, al sur de Badajoz, y detuvo al líder anarcosindicalista local, Julián Alarcón. Con intención de darle un escarmiento, lo enterraron hasta el cuello y allí lo dejaron hasta que sus compañeros volvieron a rescatarlo[80]. A mediados de diciembre de 1932, en Castellar de Santiago, provincia de Ciudad Real, la Guardia Civil presenció impasible los disturbios organizados por los terratenientes y sus criados. La principal fuente de empleo local era la recogida de la aceituna. Había pocas fincas de gran tamaño y los dueños de los olivares más pequeños tenían dificultades para pagar a sus jornaleros un salario digno, así que preferían contratar a mujeres, a quienes tradicionalmente se les pagaba menos, o a trabajadores de fuera de la provincia. La casa del pueblo denunció que a sus miembros se les negaba el trabajo sistemáticamente por su pertenencia a la FNTT. Habían llegado a un acuerdo con los terratenientes para que no se contratara a mujeres ni a trabajadores llegados de fuera mientras los hombres de la localidad no tuvieran trabajo. Alentados por la patronal de los terratenientes, la Asociación de Propietarios de Fincas Rústicas, los olivareros locales se unieron para hacer frente a lo que percibían como la temeridad de los braceros y pasaron por alto el acuerdo. El alcalde, presionado por los terratenientes, no hizo nada para exigir el cumplimiento de los compromisos adquiridos y se ausentó del pueblo, yéndose a Valdepeñas.

El 12 de diciembre de 1932, un grupo de jornaleros en paro detuvo el coche del alcalde y le exigió que regresara y cumpliera con sus obligaciones. Uno de sus acompañantes abrió fuego: una bala alcanzó a Aurelio Franco, el vocal contador del ayuntamiento, y comenzó una pelea. Los jornaleros lanzaron piedras y el alcalde resultó herido. Los terratenientes y sus guardias armados desataron una espiral de violencia. Irrumpieron en las casas de los trabajadores, destrozaron los muebles y amenazaron a sus mujeres y a sus hijos. A Aurelio Franco y otros dos dirigentes de la casa consistorial los sacaron de sus casas y los mataron a tiros delante de sus familias. La Guardia Civil presenció los incidentes sin intervenir. El periódico de la FNTT, El Obrero de la Tierra, señaló que lo ocurrido en Castellar de Santiago «representa el máximo de barbarie de una clase adinerada que se cree dueña de vidas y haciendas. La turba caciquil, desmandada, puso en su verdadero lugar a la clase que representa, porque convirtió aquella localidad en un rincón africano». Emilio Antonio Cabrera Tova, uno de los diputados socialistas por Ciudad Real, calificó los sucesos de Castellar como «la primera intervención violenta y organizada de la clase patronal para contrarrestar las conquistas de la clase trabajadora». Se llamó a la huelga general en la provincia, y la convocatoria fue un éxito completo. Sin embargo, los terratenientes siguieron haciendo caso omiso de los acuerdos, y la Guardia Civil de Castellar no recibió ningún castigo por su negligencia en el cumplimiento del deber[81].

Los sucesos de Castellar de Santiago eran un ejemplo claro del creciente apoyo de la Guardia Civil a los terratenientes en su determinación de socavar la legislación de la República. Alrededor de un mes más tarde tuvieron la ocasión de demostrarlo inequívocamente. El movimiento anarquista, dominado para entonces por la FAI, lanzó una apresurada sublevación el 8 de enero de 1933. La revuelta se sofocó sin dificultad en Cataluña, Zaragoza, Valencia, Sevilla y Madrid, pero en la pequeña localidad gaditana de Casas Viejas la represión fue brutal. Los vecinos de Casas Viejas vivían en situación de desempleo casi crónico, pasaban hambre y sufrían una tuberculosis endémica. Las mejores tierras del municipio se destinaban a la cría de toros de lidia, mientras los pobres enloquecían de hambre como perros callejeros, en palabras del escritor Ramón Sender. Cuando la declaración de comunismo libertario lanzada por la FAI llegó al Centro Obrero de Casas Viejas, los vecinos siguieron, no sin cierta vacilación, las órdenes de Barcelona. Estaban convencidos de que toda la provincia de Cádiz se había sumado al llamamiento revolucionario y no esperaban un baño de sangre. Incurrieron en la ingenuidad de ofrecer a los terratenientes y a la Guardia Civil la oportunidad de sumarse a su nueva empresa colectiva. Para su perplejidad, la Guardia Civil respondió al ofrecimiento abriendo fuego. Muchos huyeron del pueblo, pero algunos se refugiaron en la choza del septuagenario Curro Cruz, conocido como «Seisdedos». Con el anciano se encontraban su yerno, dos de sus hijos, su primo, su hija, su nuera y dos nietos. No contaban con más armas que escopetas de perdigones. Una compañía de guardias de asalto al mando del capitán Manuel Rojas Feijespan llegó a la choza. Tras una noche de asedio, en la que varios de los ocupantes de la vivienda perdieron la vida al atravesar la munición de las ametralladoras las paredes de barro, Rojas ordenó a la Guardia Civil y a los guardias de asalto que prendieran fuego a la choza de Seisdedos. A los que intentaron escapar los abatieron a tiros. Otros 12 vecinos fueron tiroteados a sangre fría[82].

La reacción inmediata de la prensa de derechas fue relativamente favorable, en sintonía con su habitual elogio de la represión del proletariado rural por parte de la Guardia Civil[83]. Al comprenderse no obstante que la tragedia podía tener cierta rentabilidad política, los grupos de la derecha derramaron lágrimas de cocodrilo y se hicieron eco de la indignación de los anarquistas. Antes de que pudieran conocerse los detalles de lo ocurrido, tres ministros socialistas, con Prieto a la cabeza, ya habían dado su apoyo a Azaña respecto de la represión de la sublevación anarquista. Largo Caballero exigió medidas enérgicas en tanto se prolongaran los disturbios[84]. Pero los socialistas, a pesar de su enemistad con los anarquistas, no podían aprobar la brutalidad gratuita desplegada por las fuerzas del orden. Para colmo de males, los responsables de la matanza mintieron y alegaron que habían actuado por orden de sus superiores. El futuro líder de la Unión Militar Española les apoyó, con consecuencias devastadoras. El capitán Barba Hernández estaba de guardia la noche del 8 de enero de 1933. Al conocerse el escándalo, defendió a su amigo Rojas, principal responsable de la matanza, contando la inverosímil historia de que el propio Azaña había ordenado personalmente que dispararan «tiros a la barriga». Esta invención, en manos de la prensa de derechas, causó un daño enorme a la coalición republicano-socialista[85]. Las repercusiones que alcanzaron los sucesos de Casas Viejas hicieron que los socialistas vieran el coste de su participación en el gobierno. Se radicalizaron al comprender que su defensa de la República burguesa frente a los anarquistas estaba minando su credibilidad entre las masas socialistas.

Nuevos actos de violencia acompañaron la campaña de las elecciones municipales de abril de 1933. Las elecciones anteriores celebradas el 12 de abril de 1931, que provocaron la caída de la monarquía, se habían desarrollado al amparo de la Ley Electoral Monárquica de 1907, que entonces aún seguía en vigor. Según el artículo 29 de dicha norma, cuando en un distrito cualquiera hubiese menos candidatos que escaños, los candidatos serían elegidos sin necesidad de que se emitiera voto alguno. A la vista de lo fácil que resultaba intimidar a los candidatos de la izquierda para que no se presentaran a las elecciones, este sistema gozó de la simpatía de los caciques. El 12 de abril de 1931, 29 804 candidatos, es decir, el 37 por ciento del número total de concejales, fueron elegidos por este procedimiento, lo que dejó al 20,3 por ciento de los electores sin posibilidad de ejercer su derecho al voto. Dicha situación se concentró principalmente en las provincias conservadoras de las dos Castillas, así como en León, Aragón y Navarra. El 23 de abril de 1933 fue la fecha designada para la elección de 16 000 concejales, una pequeña parte de los cuales correspondía a pueblos del sur de España. Se celebraron elecciones en 21 municipios de la provincia de Badajoz, entre los cuales, Hornachos fue el más importante de todos.

El día de las elecciones, el alcalde de Zafra, José González Barrero, encabezó en Hornachos una manifestación a la que asistieron 300 socialistas y comunistas. Los participantes ondearon banderas rojas y entonaron cánticos revolucionarios. En un primer momento la Guardia Civil no intervino, por orden del gobernador civil, pero los miembros de la derecha local, que se presentaban a las elecciones agrupados en la Coalición Antimarxista, acudieron a Rafael Salazar Alonso, uno de los diputados provinciales del Partido Radical, que ese día se encontraba en Hornachos. Como en el pueblo no había teléfono, Salazar Alonso fue en coche a la localidad vecina de Villafranca de los Barros y desde allí telefoneó al ministro de la Gobernación para pedirle que diera permiso a la Guardia Civil para abrir fuego. Según Salazar, aún estaba en Villafranca en el momento en que esto ocurrió, pero otras fuentes insinúan que estaba presente cuando, después de que los manifestantes lanzaran piedras y se oyera un disparo, la Guardia Civil abrió fuego contra los manifestantes. Murieron 4 hombres y una mujer, y otras 14 personas resultaron heridas. Se detuvo a 40 trabajadores y algunos sufrieron brutales palizas[86]. En opinión de Margarita Nelken y otros miembros de la izquierda, Salazar Alonso fue responsable de tal actuación de la Guardia Civil en Hornachos[87].

Según su amigo, el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, el provocativo y pugnaz Salazar Alonso era un hombre dado a entusiasmos extremos quien antes de 1931 había destacado por su anticlericalismo feroz y su republicanismo, pero que dio un giro radical al caer bajo el hechizo de la aristocracia terrateniente de Badajoz. En consecuencia, según Alcalá Zamora, Salazar Alonso pasó a defender los intereses reaccionarios con el celo propio del converso. A raíz de su conversión desempeñó un papel esencial en la génesis de la violencia en el sur de España. La verdad es que Alcalá Zamora acertaba al señalar el cambio en las opiniones políticas de Salazar Alonso, pero se equivocaba en los detalles de su conversión. Según Pedro Vallina, un famoso médico de creencias anarquistas, Salazar Alonso era un hombre de ambiciones desmedidas que había abrazado la causa anticlerical como medio para medrar en el Partido Radical. Nació y se crio en Madrid. En la localidad pacense de Siruela, pueblo natal de su padre, se casó con la hija de un rico terrateniente. Inició su carrera defendiendo ideas radicales, pero, una vez que se hubo asegurado un escaño en el Parlamento, vio rápidamente a la derecha. Durante su paso fugaz por Villafranca de los Barros, el 23 de abril de 1933, conoció a una mujer casada con un terrateniente mucho mayor que ella y aún más rico que su suegro. Abandonó a su esposa y a sus hijos y comenzó una relación con esta dama, que empezó a visitarlo en Madrid. Todo esto confirmaba la creencia del austero e idealista doctor Vallina, para quien Salazar Alonso era «uno de los hombres más sinvergüenzas y cínicos que he conocido». Incluso el presidente del Partido Radical, el corrupto Alejandro Lerroux, señaló con nostalgia que Salazar Alonso «frecuentaba palacios donde yo no he estado nunca sino protocolariamente»[88]. Más tarde, por causa de su relación adúltera con aquella mujer, llamada Amparo, y a pesar de la misma, Salazar Alonso abandonó la masonería y se convirtió en un católico devoto[89].

A lo largo de la primavera y el verano de 1933 se hizo del todo patente que los jurados mixtos y las diferentes leyes sociales eran pasados por alto sistemáticamente. Se soslayaban los intercambios laborales oficiales y solo se ofrecía trabajo a quienes se avenían a romper su carnet sindical. Se dejaron de cultivar las tierras. Se multiplicaron los casos de terratenientes que abrían fuego contra grupos de trabajadores. Uno de los principales temas de debate en la larga reunión del Comité Nacional de la UGT, celebrada del 16 al 18 de junio, fue la deriva de sus miembros hacia organizaciones anarquistas y comunistas, en respuesta a los esfuerzos de los socialistas por mantener la disciplina de los obreros frente a las provocaciones[90].

La negativa de los patronos a cumplir con la legislación social forzó a los trabajadores, especialmente en las zonas rurales, a adoptar una actitud cada vez más beligerante. Mientras los socialistas continuaban ocupando cargos en el gobierno y ofreciendo perspectivas de reformas sociales, los sindicatos llamaban a sus afiliados a la paciencia y la disciplina. Sin embargo, Alcalá Zamora llevaba algún tiempo buscando la oportunidad de desalojar del poder a la mitad socialista de la coalición. Esto obedecía en parte a su incomodidad con los socialistas y en parte a su incompatibilidad personal con Manuel Azaña. Llegado el mes de agosto, la minoría agraria, con la complicidad del Partido Radical, consiguió mutilar el Proyecto de Ley de Reforma Agraria redactado por Marcelino Domingo. Así se puso de manifiesto la falsedad de la tan cacareada preocupación de los agrarios por los pequeños propietarios de fincas[91]. A principios de septiembre, y pese al voto de confianza que el Parlamento le había otorgado a Azaña, el presidente se valió de la victoria de los conservadores en las elecciones al Tribunal de Garantías Constitucionales para justificar su decisión de encomendar la responsabilidad del gobierno al líder corrupto del Partido Radical, Alejandro Lerroux. Aunque Lerroux nombró un nuevo gabinete el 11 de septiembre, no podía enfrentarse a la cámara sin sufrir una derrota. Así las cosas, gobernó con las Cortes cerradas. Los terratenientes se mostraron encantados por la actitud complaciente de los nuevos ministros de Agricultura y Trabajo, respectivamente: Ramón Feced Gresa (miembro conservador del Partido Socialista Radical y registrador de la propiedad de profesión) y Ricardo Samper (miembro del Partido Radical de Valencia). El ministro de la Gobernación, Manuel Rico Avello, decidió nombrar gobernadores civiles a distintos reaccionarios que permitieron que se hiciera caso omiso de buena parte de la legislación social de la República. La Ley de Términos Municipales (aprobada en 1931 para impedir la contratación de mano de obra barata procedente de otros municipios mientras los trabajadores locales estuvieran en paro) quedó así neutralizada. Para ello se recurrió al ardid de aplicarla no a los municipios individuales sino a provincias enteras o, en el caso de Extremadura, a regiones enteras. La mano de obra barata que llegaba al sur de España desde Galicia dejaba sin trabajo a los trabajadores locales, y las infracciones de la ley no se castigaban[92]. La consecuencia inevitable de esta situación fue que los socialistas perdieron la fe en la democracia burguesa. Las atroces condiciones de vida en la campiña del sur de España fueron denunciadas por la famosa escritora y dramaturga María Lejárraga tras una visita a Castilla la Nueva. A su llegada a la región, comprobó que los socialistas no habían logrado encontrar una sala en la que reunirse. Tras numerosas negociaciones, consiguieron convencer a un agricultor para que les prestara su corral. Después de ahuyentar a las gallinas y a los cerdos, comenzó la reunión a la luz de una triste lamparilla de acetileno. En primera fila se sentaron las mujeres, todas ellas cargadas con uno o más hijos:

La cabeza disforme unida por el cuello ahilado al cuerpo esquelético, los vientres hinchados, las piernecillas retorcidas en curvas inverosímiles como las de los muñecos de trapo; las boquitas abiertas bebiendo con ansia el aire a falta de mejor alimento … ¡Esta España encontramos al nacer la República! Detrás de las mujeres flacas y envejecidas —¿quién sabe nunca si una mujer del campo castellano o andaluz tiene veinticinco años o dos siglos y medio?— los hombres en pie, los más viejos apoyados para sustentar su flaqueza en las tapias del corral[93].

Durante los dos primeros años de la República, la izquierda se mostró horrorizada por la vehemencia con que desde la oposición se atacaba lo que para la coalición gubernamental era una legislación humanitaria elemental. Sin embargo, tras las elecciones de noviembre de 1933, los débiles cimientos de una República progresista en lo social fueron destruidos sin piedad al servirse la derecha de su victoria para restablecer las relaciones de opresión anteriores a 1931.

Que la derecha tuviera la oportunidad de obrar de esta manera fue un motivo de honda desazón para los socialistas. La culpa era en buena parte suya, puesto que habían cometido el tremendo error de rechazar una alianza electoral con las fuerzas republicanas de la izquierda, perdiendo así la ventaja que el sistema electoral habría podido ofrecerles. Llegaron a creer que las elecciones carecían de validez real. Los socialistas obtuvieron 1 627 472 votos, sin duda más de lo que ninguna otra formación política en solitario habría podido obtener. Con este número de sufragios consiguieron 58 diputados, frente a los 116 que poseían en 1931, mientras que el Partido Radical, con solo 806 340 votos, obtuvo 104 escaños. Según cálculos de la Secretaría del PSOE, la derecha unida contaba con un total de 212 escaños y 3 345 504 votos, mientras que la izquierda fragmentada había obtenido 99 escaños con 3 375 432 votos[94]. Era muy difícil digerir que a la derecha le bastaran poco más de 16 000 votos para obtener un escaño en el Parlamento, mientras que a la izquierda cada escaño le costaba más de 34 000. Pero esto no alteraba el hecho de que el factor determinante del resultado fuera un error táctico de los socialistas, que no supieron aprovecharse de un sistema electoral que favorecía claramente a las coaliciones.

Aun así, los socialistas tenían razones de más peso para rechazar la validez de las elecciones. Estaban convencidos de que en el sur se había producido un fraude electoral. En los pequeños municipios, donde la única fuente de empleo estaba en manos de uno o dos hombres, era relativamente fácil obtener votos mediante promesas de trabajo o amenazas de despido. Muchos trabajadores al borde de la indigencia vendían su voto por comida o por una manta. En Almendralejo (Badajoz), el marqués de la Encomienda distribuyó pan, aceite de oliva y chorizo entre los vecinos. En numerosos pueblos de Granada y Badajoz, quienes asistían a los mítines de la izquierda eran apaleados por los guardias de las fincas bajo la mirada impasible de la Guardia Civil. Los nuevos gobernadores civiles nombrados por los radicales de Lerroux dejaban el control del «orden público» en manos de matones a sueldo de los terratenientes. A veces con la colaboración activa de la Guardia Civil, otras veces con su simple aquiescencia, lograban intimidar a la izquierda. En la provincia de Granada, la campaña de Fernando de los Ríos y otros candidatos tuvo que soportar violentas agresiones. En Huéscar fue recibido por una descarga de fusilería, mientras que en Moclín un grupo de derechistas apedreó su coche. Los caciques locales de Jerez del Marquesado contrataron a matones, los armaron y los emborracharon. Fernando de los Ríos tuvo que cancelar el mitin allí previsto al ser advertido de la existencia de un plan para atentar contra su vida. En la remota localidad de Castril, cerca de Huéscar, el acto público en el que participaban María Lejárraga y Fernando de los Ríos se vio interrumpido por el sencillo procedimiento de empujar entre los asistentes a varias mulas cargadas de leña. En Guadix, las palabras del candidato quedaron sofocadas por el persistente repique de las campanas de la iglesia. En la provincia de Córdoba, el gobernador civil disolvió el ayuntamiento de Espejo, de izquierdas. En Bujalance, la Guardia Civil arrancó los carteles de propaganda izquierdista. En Montemayor, Encinas Reales, Puente Genil y Villanueva del Rey, la Guardia Civil impidió a los candidatos socialistas y comunistas que pronunciaran sus discursos electorales. La víspera de las elecciones hubo un atentado contra el líder socialista moderado Manuel Cordero. En Quintanilla de Abajo (Valladolid), los trabajadores se manifestaron en contra de un mitin fascista; la Guardia Civil los registró y, cuando uno de ellos declaró que sus únicas armas eran sus manos, le rompieron los dos brazos a culatazos[95].

En la provincia de Badajoz, donde la tasa de paro rozaba el 40 por ciento y muchos de sus habitantes casi se morían de hambre, fue imposible evitar que la campaña electoral estuviera marcada por la violencia. En un plazo relativamente breve, la diputada socialista Margarita Nelken había cosechado una inmensa popularidad al expresar con rotundidad su honda preocupación por los trabajadores y sus familias, lo que la convirtió en blanco de los ataques de la derecha. Sus discursos en la provincia de Badajoz, siempre apasionados y recibidos con calurosas ovaciones, eran suspendidos por la autoridad local o interrumpidos por los alborotadores. El principal oponente de Nelken, el radical Rafael Salazar Alonso, más entregado que nunca a la defensa de los intereses de los terratenientes, salpicaba de insultos sexuales los ataques a la diputada socialista. No tenía ningún pudor en arremeter contra ella, a pesar de su propia y dudosa conducta sexual o precisamente por ello. Un matón conocido como «Bocanegra» fue liberado de prisión, supuestamente a instancias de Salazar Alonso, para apalear a Nelken, a otro candidato socialista, Juan Simeón Vidarte, y a Pedro Vallina, el médico anarquista exiliado en Siruela, al norte de la provincia, y muy querido por el pueblo. Vidarte fue víctima de otros dos intentos de asesinato, uno de ellos en Fuente de Cantos y el otro en las afueras de Arroyo de San Serván (Badajoz). En Hornachuelos (Córdoba), la Guardia Civil ordenó formar a las mujeres a punta de pistola y las amenazó para que no votaran. En Zalamea de la Sierra (Badajoz), los derechistas abrieron fuego contra la casa del pueblo al grito de «¡Viva el Fascio!», y mataron a varios trabajadores[96].

El día siguiente a las elecciones, Margarita Nelken envió un telegrama al ministro de Trabajo, Carles Pi Sunyer, en el que le decía.

Mis presentimientos tuvieron triste confirmación. Ayer durante elección que hubo de suspenderse alcalde radical de Aljucén con varios matones agredió grupos obreros a tiros resultando un muerto dos heridos gravísimos y cuatro o seis más. La jornada electoral con la coacción de la fuerza pública atemorizó al pueblo favoreciendo con su presencia delitos electorales [que] cometían beatas, señoritos y matones alardeando de su impunidad. Constituye una gran vergüenza para República. La democracia española ha hecho quiebra definitivamente[97].

La propia Nelken fue agredida a punta de pistola tras pronunciar un discurso en la casa consistorial de Aljucén. En los colegios electorales los guardias civiles obligaban a los trabajadores a cambiar sus papeletas de voto por otras previamente marcadas con el nombre de los candidatos de la derecha. El fraude fue significativo: votos comprados, intimidación de los votantes, votos repetidos por simpatizantes de la derecha que llegaban en camiones abarrotados, y «extravío» de urnas en las localidades favorables a la izquierda. La consecuencia fue que el PSOE solo obtuvo los tres escaños asignados al bloque minoritario en la provincia: los de Margarita Nelken y sus compañeros socialistas Pedro Rubio Heredia y Juan Simeón Vidarte[98].

El uso de urnas de cristal, sumado a la amenazadora presencia de los matones contratados por los caciques, impidió el secreto del voto en todos los municipios del sur. En algunas provincias, principalmente en Badajoz, Málaga y Córdoba, el ajustado margen de la victoria derechista justificaba las sospechas de irregularidades en el proceso electoral. Por otro lado, en nueve pequeños municipios granadinos el triunfo de la derecha ascendió a un inverosímil ciento por ciento, mientras que en dos alcanzó el 99 por ciento y en otros veintiún pueblos, osciló entre el 84 y el 97 por ciento. El ministro de Justicia, Juan Botella Asensi, presentó su dimisión después de las elecciones en protesta por el fraude electoral[99]. Pero los terratenientes del sur lograron restablecer las relaciones de dependencia casi feudales que constituían la norma antes de 1931.