IX

ROGER estaba sentado sobre el escritorio de Moresby en una oficina de Scotland Yard, agitando las piernas con aire abstraído. Moresby no le ayudaba en nada.

—Ya le he dicho, Mr. Sheringham —dijo el Inspector Jefe con tono paciente—, que es inútil que insista usted en averiguar algo más. Le he comunicado ya todo lo que sabemos. Si pudiese, le ayudaría, como bien lo sabe usted —Roger hizo un gesto de pesimismo—, pero sucede que nos encontramos en un callejón sin salida.

—También yo lo estoy —gruñó Roger—, y no me agrada.

—Ya se acostumbrará usted, Mr. Sheringham —le consoló Moresby—, si emprende a menudo tareas como ésta.

—No puedo avanzar ni un paso más —se lamentó Roger— y la verdad es que no estoy seguro de tener interés en avanzar. Tengo el presentimiento de que he estado siguiendo una pista equivocada. Si la clave del misterio se oculta verdaderamente en la vida privada de Sir Eustace, éste la tiene tan escondida que es inútil buscarla. Pero no creo ya que sea éste el caso.

—¡Hum! —murmuró Moresby, que creía lo contrario.

—He interrogado a todos sus amigos, al punto de que mi sola presencia les produce fatiga. Mediante medios tortuosos, he obtenido cartas de presentación para amigos de sus amigos, y amigos de éstos, a quienes también he interrogado. He asediado el club, y ¿qué he descubierto? Que Sir Eustace no sólo es un mal sujeto, como usted señaló ayer, sino que además es un indiscreto; en suma, el tipo más desagradable dentro del género, y por fortuna menos frecuente de lo que suponen las mujeres, que habla de sus conquistas, mencionando nombres y apellidos. Pero en el caso de Sir Eustace, pienso que lo hace por simple falta de imaginación más bien que por maldad. En fin, usted comprende lo que quiero decir. He apuntado los nombres de innumerables mujeres, y ninguno de ellos conduce a ninguna parte; si hay alguna mujer detrás de todo esto, estoy seguro de que ya habría oído algo acerca de ella. Y hasta ahora, nada.

—¿Y qué hay del caso norteamericano que creíamos ofrecía un paralelo tan extraordinario, Mr. Sheringham?

—Fue mencionado anoche por uno de los presentes —dijo Roger sombríamente—. ¡Y viera usted la ingeniosa conclusión que derivó del paralelo!

—¡Ah, sí! Habrá sido Mrs. Fielder-Flemming, sin duda. Ella cree que el asesino es Sir Charles Wildman, ¿no es eso?

Roger miró a Moresby con sorpresa.

—¿Cómo diablos se enteró usted? ¡Ah, la Vieja bruja! ¿Conque le pasó el dato, eh?

—De ningún modo —respondió Moresby en tono ofendido, como si buena parte de los casos difíciles resueltos por Scotland Yard no fuesen orientados por la pista correcta merced a «datos confidenciales». No nos ha dicho ni una palabra, aunque no he de negar que hubiera sido su deber hacerla. Pero no hay mucho que nosotros ignoremos sobre lo que hacen los miembros del Círculo, ni aun sobre lo que piensan.

—Veo que nos vigilan los pasos —dijo Roger, halagado—. Ahora recuerdo que usted me dijo en un principio que nos vigilarían. Bien, bien. ¿Van a arrestar a Sir Charles?

—Por ahora, no, Mr. Sheringham —repuso Moresby gravemente.

—¿Qué opina usted, pues, de la teoría? Mrs. Fielder-Flemming la presentó en términos muy convincentes.

—Me sorprendería mucho —dijo Moresby con cautela— que alguien lograse convencerme de que Sir Charles Wildman ha empezado a asesinar gente, en lugar de dedicarse, como de costumbre, a impedirnos que colguemos a otros asesinos.

—La nueva actividad le resultaría menos lucrativa, sin duda —convino Roger—. Sí, la verdad es que no puede haber ninguna base sólida en dicha teoría, pero la idea no deja de divertirme.

—¿Y cuál es la teoría que usted piensa presentar, Mr. Sheringham?

—No tengo la menor idea, Moresby. Y lo peor es que debo hablar mañana por la noche. Supongo que inventaré algo para salir del paso, pero es una gran desilusión para mí. —Roger reflexionó un instante—. La dificultad se halla en que mi interés en el caso es simplemente académico. En todos los demás ha sido personal, y ello no sólo proporciona un incentivo mucho más poderoso para llegar al fondo del problema, sino que además puede contribuir a aclarado. Me refiero al mejor empleo de la información obtenida, así como a una visión más íntima de las personas implicadas.

—Bueno, Mr. Sheringham —comentó Moresby con sorna—, tal vez admitirá usted ahora que Scotland Yard, cuyos intereses nunca son personales, en el sentido de considerar un caso desde adentro en lugar de verlo desde afuera, tiene un atenuante por no haber llegado a ningún resultado. Lo cual —agregó con orgullo profesional— sucede raras veces.

—Reconozco mi error —dijo Roger—. Bueno; Moresby, tengo que dedicarme a la ingrata tarea de comprar un sombrero antes de almorzar. ¿Tiene usted ganas de seguirme hasta la calle Bond? Puede que luego almuerce en un restaurante cercano, y me agradaría que usted pudiese seguirme también hasta allí.

—Lo siento, Mr. Sheringham —dijo el Inspector Jefe intencionadamente—, pero yo tengo que trabajar seriamente.

Roger se despidió de Moresby. Se sentía tan deprimido que en lugar de un ómnibus tomó un taxímetro hasta la calle Bond, a fin de animarse un poco. Roger había vivido en Londres ocasionalmente durante los años de la guerra, y recordando los interesantes hábitos cultivados por los conductores de taxímetros durante aquella época, jamás tomaba uno si podía viajar en otros medios de transporte. La memoria del público suele ser frágil, pero los prejuicios, en cambio, suelen durar mucho tiempo.

Tenía motivos para sentirse desanimado. Como le había dicho a Moresby, se hallaba no solamente frente a un callejón sin salida, sino que gradualmente estaba llegando a la convicción de haber trabajado inútilmente. Y la posibilidad de que todas las gestiones que realizara fuesen vanas le causaba una gran depresión. Su interés inicial en el crimen había sido puramente académico, como frente a muchos otros crímenes bien planeados. Pero, a pesar de todas las relaciones entabladas con personas que conocían a los distintos personajes de la tragedia, todavía sentía que estaba en el punto de partida. No había ningún elemento personal que le permitiese llegar al nudo del misterio. Comenzaba a sospechar que se trataba de uno de aquellos crímenes que requieren interminables pesquisas, del género que un individuo no profesional no puede ni quiere realizar, por falta de experiencia y de tiempo, y que, por lo tanto, sólo pueden ser investigados eficazmente por la policía.

Fue el azar, en forma de dos encuentros inesperados, en aquel mismo día, y con un intervalo de una hora entre uno y otro, lo que cambió el estado de ánimo de Roger, transformando por fin aquel interés puramente académico en interés personal.

El primer encuentro se produjo en la calle Bond. Al salir de la sombrerería, con su flamante sombrero colocado en un ángulo impecable, vio acercarse hacia él a Mrs. Verreker-le-Mesurer. Mrs. Verreker-le-Mesurer era menuda, exquisita, rica, relativamente joven, viuda, y tenía puestas sus miras matrimoniales en Roger. Roger mismo, que no estaba exento de su poco de presunción, no sabía por qué, pero lo cierto es que siempre que él le daba oportunidad de ello Mrs. Verreker-le-Mesurer se arrodillaba a sus pies; en un sentido figurado, claro está. Roger no tenía la menor intención de que lo hiciese literalmente, ni de que le contemplase mucho tiempo con sus grandes ojos castaños, húmedos de adoración. Entretanto, Mrs. Verreker-le-Mesurer hablaba. Hablaba y hablaba. Y Roger, que prefería hacerlo él, no podía soportarlo.

Intentó cruzar apresuradamente a la acera opuesta, pero no había ni un espacio entre los vehículos en movimiento. Estaba acorralado. Con una sonrisa agridulce que ocultaba su exasperación, arruinó el ángulo de su hermoso sombrero nuevo.

Mrs. Verreker-le-Mesurer se aferró a él; siempre en sentido figurado.

—¡Mr. Sheringham! Es usted justamente la persona que deseaba ver. Mr. Sheringham, cuénteme usted. En el mayor secreto, se entiende. ¿Es verdad que piensan investigar ustedes el terrible asunto de la pobre Joan Bendix? ¡Ah, no me lo diga…, no me diga que no!

Roger trató de decirle que había esperado investigarlo, pero ella no le dio oportunidad de hablar.

—¡Así que no van a investigarlo! ¡Pero es terrible! Tendrían que hacerlo, ¿sabe usted? Tratar seriamente de descubrir quién envió esos bombones a Sir Eustace Pennefather. ¡Es una maldad de su parte no ocuparse del asunto!

Roger mantenía una sonrisa maquinal. Nuevamente intentó hablar, sin resultado.

—¡Cuando tuve la noticia me sentí horrorizada! ¡Simplemente horrorizada! —Mrs. Verreker-le-Mesurer hizo el correspondiente gesto de horror—. Como usted sabrá, Joan y yo éramos amigas íntimas. ¡Íntimas! Estuvimos juntas en la escuela. ¿Dijo usted algo, Mr. Sheringham?

Roger, que había dejado escapar una especie de gemido, movió la cabeza rápidamente.

—Y lo terrible, lo verdaderamente terrible, es que Joan se lo acarreó ella misma. ¿No le parece espantoso, Mr. Sheringham?

Instantáneamente Roger perdió todo deseo de escapar.

—¿Qué dijo usted?

—Es lo que la gente llama una ironía del destino —prosiguió charlando rápidamente Mrs. Verreker-le-Mesurer—. Por lo menos fue sumamente trágico. Sin duda usted conoce la apuesta que Joan hizo con su esposo, de que éste le regalaría una caja de bombones. Si Bendix no hubiese perdido la apuesta, Sir Eustace no le habría dado los bombones envenenados, sino que los habría comido él mismo, y ahora estaría muerto. Y, según lo que he oído acerca de él, el mundo no perdería nada. Pues bien, Mr. Sheringham —Mrs. Verreker-le-Mesurer bajó la voz hasta darle el tono de una conspiradora, y miró a su alrededor en la forma tradicional en las películas policiales—. Todavía no le he dicho a nadie esto, pero se lo diré a usted, porque sé que le interesará. Usted aprecia la ironía, ¿no es verdad?

—Infinitamente —dijo Roger mecánicamente—. ¿Decía usted?

—Bueno; ¡Joan no estaba haciendo un juego leal!

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Roger, intrigado.

Mrs. Verreker-le-Mesurer evidenció una satisfacción infantil por la sensación que había causado.

—Quiero decir que Joan nunca debió haber hecho esa apuesta. ¡Por eso tuvo su castigo! Un castigo excesivo, es verdad, pero lo terrible es que ella se lo acarreó, en cierto modo. Me desespera pensar en ello. Le aseguro, Mr. Sheringham, que apenas me atrevo a apagar la luz cuando me acuesto, pues me parece ver a Joan contemplándome en la oscuridad. ¡Es terrible!

Durante un instante fugaz, Mrs. Verreker-le-Mesurer reflejó en su rostro la emoción que decía sentir; tenía una expresión verdaderamente aterrorizada.

—¿Por qué no debió hacer la apuesta? —preguntó Roger pacientemente.

—¡Ah! Pues porque ya había visto la obra. Fuimos al teatro la primera semana del estreno. Joan sabía quién era el villano.

—¡Por Júpiter! —Roger estaba tan impresionado como podía haberlo deseado Mrs. Verreker-le-Mesurer—. Otra vez el azar vengador, ¿eh? Parece que nadie está inmunizado contra él.

—¿Se refiere usted a la justicia poética? —preguntó Mrs. Verreker-le-Mesurer, a quien el comentario de Roger le había parecido poco claro.

—Es verdad. En cierto modo lo fue, ¿no? Aunque, en realidad, el castigo estuvo fuera de toda proporción con el crimen. ¡Por Dios! Si toda mujer que hiciera trampa en una apuesta muriese por ello, ¿dónde estaríamos todas nosotras? —preguntó ella con inconsciente franqueza.

—¡Hum! —comentó Roger con gran tacto.

Mrs. Verreker-le-Mesurer miró rápidamente alrededor, humedecióse los labios. Roger tenía la impresión de que hablaba, no como de costumbre, por el placer de hablar, sino para no quedarse callada. Era como si se sintiese más desolada por la muerte de su amiga que lo que quería demostrar, y encontrase algún alivio en hablar sin interrupción. También le interesó a Roger observar que, aunque probablemente ella había querido a la muerta, ahora se sentía impulsada, casi contra su voluntad, a hablar en términos condenatorios al mismo tiempo que la elogiaba. Era, en fin, como si de la muerte de Joan Bendix extrajese un consuelo sutil.

—¡Pero Joan Bendix, tan luego! Eso es lo que no acabo de comprender, Mr. Sheringham. Jamás hubiese pensado que Joan sería capaz de hacer una cosa así. ¡Jean era una mujer tan recta! Un poco interesada, tal vez, en cuestiones de dinero, siendo como era tan rica, pero eso no es un defecto grave. Es cierto que hizo la apuesta por divertirse, por tomarle el pelo a su marido, pero siempre supuse que Joan era tan seria…, si me entiende lo que quiero decir.

—Perfectamente —dijo Roger, que entendía el lenguaje corriente tan bien como la mayoría.

—Quiero decir que, en general, la gente no habla de honor, verdad y lealtad, puesto que todos consideramos esos valores como tácitamente aceptados. Pero Joan siempre hablaba de ello, siempre decía que esto no era honorable, o que aquello no era jugar con limpieza. Bueno, pagó caro el no haber jugado con limpieza ella misma, ¿no? En fin, todo esto prueba la verdad del viejo proverbio.

—¿Qué proverbio? —preguntó Roger, casi hipnotizado por la charla vertiginosa de Mrs. Verreker-le-Mesurer.

—Pues el que dice que aguas tranquilas son aguas profundas. Joan ha de haber sido más profunda de lo que creíamos.

Mrs. Verreker-le-Mesurer suspiró. Evidentemente consideraba un error social ser profunda.

—No voy a decir nada contra ella ahora que está muerta, ¡pobre Joan! Pero…, bueno. Lo que quiero decir es que la psicología es sumamente interesante. ¿No lo cree usted?

—Fascinante —convino Roger gravemente—. Bueno, creo que…

—¿Y qué piensa ese hombre, Sir Eustace Pennefather, de todo el asunto? Después de todo, él es tan responsable como el que más de la muerte de Joan —dijo Mrs. Verreker-le-Mesurer con rencor.

—Permítame usted, señora —Roger no sentía especial cariño por Sir Eustace, pero se sintió obligado a salir en su defensa—. No creo que tenga usted derecho a decir eso.

—No sólo puedo decirlo, sino que lo digo —afirmó Mrs. Verreker-le-Mesurer—. ¿Le conoce usted, Mr. Sheringham? Me dicen que es una malísima persona. ¡Siempre corriendo tras alguna mujer, y cuando se cansa de ella, la abandona sin compasión…, sin un remordimiento! ¿Es verdad?

—No puedo decírselo —repuso Roger fríamente—. No conozco a Sir Eustace.

—Bueno, todo d mundo habla de su conquista actual —replicó Mrs. Verreker-le-Mesurer, acaso ligeramente más sonrosada de lo que los delicados cosméticos de sus mejillas habrían autorizado—. Lo he oído de seis partes, por lo menos. La mujer de Bryce nada menos. Usted sabe, la esposa del magnate del petróleo, o del aceite, o lo que sea…

—Nunca he oído hablar de ella —mintió Roger.

—Empezó hace una semana, dicen —prosiguió charlando la incansable Mrs. Verreker-le-Mesurer—. Tal vez para consolarse de no haber conquistado a Dora Wildman. Bueno, gracias al cielo que Sir Charles actuó con firmeza en ese asunto. Él se opuso, ¿no? Lo oí decir el otro día. ¡Qué hombre repulsivo! ¡Pensar que semejante individuo es responsable de la muerte de Joan! Una tragedia tan grande podría haber moderado algo sus inclinaciones. ¿No lo cree usted? Pero no ha sido así. La verdad es que yo creo que…

—¿Ha ido usted al teatro recientemente? —preguntó Roger en voz muy alta.

Mrs. Verreker-le-Mesurer le miró desconcertada.

—¿Al teatro? Sí, creo que he visto todo lo que están dando. ¿Por qué, Mr. Sheringham?

—Por simple curiosidad. La nueva revista en el Pavilion es muy buena, ¿no es cierto? Bueno, me temo que tengo que…

—¡Ah, no me hable de esa obra! —exclamó Mrs. Verreker-le-Mesurer—. La vi la noche antes de morir Joan.

Roger se preguntó si habría algún tema capaz de desviar la conversación de Mrs. Verreker-le-Mesurer de la muerte de Mrs. Bendix.

—Lady Gavelstoke tenía un palco y me invitó a acompañarla —agregó Mrs. Verreker-le-Mesurer.

—¿Ah sí? —Roger pensó por un instante que lo mejor sería pasar la viuda a otro transeúnte, como se hace con una pelota, y luego lanzarse a la primera brecha que apareciese entre el tránsito—. Muy buena obra —dijo con mal disimulada inquietud, mientras trataba de acercarse al cordón de la acera—. Me gustó especialmente el cuadro llamado El eterno triángulo.

—¿El eterno triángulo? —preguntó Mrs. Verreker-le-Mesurer vagamente.

—Sí, al principio de la obra.

—¡Ah! Entonces es posible que no lo haya visto. Llegué pocos minutos tarde. Lo siento, pero —agregó Mrs. Verreker-le-Mesurer patéticamente— yo siempre llego tarde a todas partes.

Roger anotó mentalmente que los pocos minutos de que hablaba Mrs. Verreker-le-Mesurer eran un eufemismo, como casi todas sus afirmaciones respecto de sí misma. El eterno triángulo no había sido representado, por cierto, hasta la segunda media hora del espectáculo.

—¡Vaya! —dijo Roger, mirando fijamente un ómnibus que se aproximaba—. Tendrá usted que disculparme, señora. Hay un hombre en ese ómnibus que quiere hablar conmigo. ¡Scotland Yard! —silbó en impresionante susurro.

—¡Ah! Entonces…, entonces, ¿quiere decir que usted está investigando la muerte de la pobre Joan? ¡Por favor, cuénteme algo! No se lo diré a nadie.

Roger miró en derredor con aire misterioso y frunció las cejas en gesto teatral.

—¡Sí! —asintió llevando un dedo a los labios—. Pero ni una palabra de esto, Mrs. Verreker-le-Mesurer.

—Seguramente que no. Se lo prometo.

Roger observó con cierta desilusión que la viuda no parecía tan impresionada como él esperara. A juzgar por su expresión, Roger tenía la sospecha de que ella sabía que sus pesquisas habían sido vanas, y, una vez más, lamentó haber asumido una responsabilidad tan grande.

Pero, en aquel momento, el ómnibus se detuvo junto a ellos, y, con un rápido saludo, Roger ascendió en el momento en que reanudaba la marcha. Con grandes gestos de cautela, pues sentía que los grandes ojos castaños de Mrs. Verreker-le-Mesurer estaban fijos en él, trepó los escalones y tomó asiento, luego de un exagerado examen de los demás pasajeros, junto a un perfectamente inofensivo hombrecillo de sombrero hongo. El hombrecillo, que era escribiente de una gran empresa constructora de Tooting, le miró con resentimiento. Estaban rodeados de asientos completamente vacíos. El ómnibus entró en Piccadilly, y Roger se apeó frente al Club Rainbow. Una vez más debía almorzar con uno de sus socios. Había pasado la mayor parte de los últimos días invitando a almorzar a los socios del Rainbow que conocía, por superficial que fuese la relación, con el objeto de que ellos retribuyesen la atención invitándole a su vez al club. Hasta aquel momento no había logrado más que comer, y tampoco esperaba sacar nada en limpio en esta oportunidad.

No era que el socio en cuestión tuviese reparos en hablar de la tragedia. Aparentemente había estado en el mismo colegio que Bendix, y estaba dispuesto a asumir todas las responsabilidades derivadas de su vieja amistad con él, en la misma forma en que lo había hecho Mrs. Verreker-le-Mesurer respecto de Mrs. Bendix. Por otra parte, se sentía orgulloso de saber algo más del asunto que sus amigos. Cuando uno le oía hablar, parecía que su relación con el crimen era más íntima aún que la del propio Sir Eustace. El anfitrión de Roger era esa clase de hombre.

Mientras conversaban, pasó un hombre junto a su mesa, y el amigo de Roger calló bruscamente. El recién llegado hizo un breve ademán de saludo y se dirigió a su mesa.

—Hablando de Bendix, ése no es otro que él. Es la primera vez que le veo por aquí después de la tragedia. ¡Pobre hombre! Está hecho migas. Nunca he visto a un hombre tan enamorado de su mujer. Era el comentario de todos. ¿Se fijó usted en su palidez?

Todo esto fue dicho en un murmullo tan teatral, que si el aludido hubiese estado mirando en aquel momento en su dirección, posiblemente habría adivinado que se referían a él mejor que si hubiesen estado conversando a voz en cuello.

Roger asintió con la cabeza. Había visto fugazmente el rostro de Bendix y, aun antes de saber quién era, le había impresionado su aspecto. Era un rostro pálido, desencajado, surcado por líneas de amargura, prematuramente envejecido. «Hay que hacer algo —pensó conmovido—. Tenemos que hacer algo. Si no se descubre pronto al asesino también este hombre va a morir».

Roger dijo en voz alta, un poco a quemarropa y, por cierto, sin hacer gala de mucho tacto:

—En verdad no fue muy efusivo con usted. ¡Creí que eran amigos íntimos!

Su interlocutor le miró, algo incómodo.

—Bueno, hay que disculparle en estas circunstancias… —explicó—. Además, no éramos amigos tan íntimos. La verdad es que estaba uno o dos años más adelantado que yo, tal vez tres años. Estábamos en distintos dormitorios, y él seguía estudios más prácticos, mientras que yo siempre fui aficionado a las asignaturas clásicas.

—Comprendo —dijo Roger sin pestañear, advirtiendo al punto que la relación de su anfitrión con Bendix se habría limitado, probablemente, a una que otra riña de las habituales entre adolescentes de distinta edad. En vista de ello, decidió no hablar más del asunto.

Durante el resto del almuerzo estuvo algo distraído. Algo se agitaba en su mente, aunque no podía localizarlo. Sentía que en alguna parte, de algún modo, le había sido trasmitida una información vital durante la hora última y él no había comprendido su importancia.

Sólo media hora más tarde, cuando ya se disponía a salir, y luego de haber renunciado a localizar el dato de referencia, éste apareció súbitamente en su conciencia, tal como acontece con exasperante frecuencia.

—¡Por Júpiter! —dijo en voz baja.

—¿Qué sucede, Sheringham? —preguntó su anfitrión, que se sentía muy sociable luego de haber bebido una buena cantidad de Oporto.

—Nada, nada —respondió Roger rápidamente, volviendo a la tierra.

Una vez fuera del club, llamó un taxímetro.

Por primera vez en su vida, tal vez, Mrs. Verreker-le-Mesurer había dado a alguien una idea constructiva.

Durante el resto del día, Roger estuvo sumamente ocupado.