XVII

MR. CHITTERWICK se resistía a hablar, no cabía la menor duda de ello. Cuando a la noche siguiente Roger le cedió el uso de la palabra, Chitterwick miró a todos con aire suplicante. Pero el Círculo en pleno mantuvo su expresión glacial. Mr. Chitterwick, parecía decir dicha expresión, se está portando como un viejo tonto.

Mr. Chitterwick tosió dos o tres veces, y, por fin, se decidió a hablar.

—Señor presidente, señoras y señores: comprendo muy bien lo que están pensando, y debo pedirles indulgencia. Lo único que puedo invocar como disculpa de lo que yo mismo considero testarudez de mi parte, es que, a pesar de la convincente exposición de Miss Dammers y de sus sólidas pruebas, no debemos olvidar los argumentos igualmente sólidos presentados con anterioridad en apoyo de otras teorías. En fin, que después de mucho reflexionar he llegado a la conclusión de que la teoría de Miss Dammers no es tan inatacable como podría parecer a primera vista.

Salvado aquel obstáculo enorme, Mr. Chitterwick abrió y cerró los ojos, y a continuación olvidó la segunda oración, tan cuidadosamente preparada.

—Soy la persona en quien ha recaída la responsabilidad, y a la vez la buena suerte de hablar en último término. Confío en que, por lo tanto, no considerarán una libertad de mi parte que resuma las diversas conclusiones formuladas aquí, tan diferentes en sus respectivos métodos y resultados. No deseo perder tiempo volviendo exclusivamente a un camino ya recorrido. Para evitarlo, he preparado un pequeño esquema en el que mostraré las diversas teorías, analogías y presuntos asesinos presentados por ustedes. Creo que les interesará examinarlo.

Con grandes vacilaciones, Mr. Chitterwick sacó el cuadro que había preparado con tanto cuidado, y lo entregó a Mr. Bradley, sentado a su derecha. Mr. Bradley lo tomó con un gesto condescendiente y hasta se dignó ponerlo sobre la mesa para examinarlo con Miss Dammers. Mr. Chitterwick se mostró ingenuamente halagado.

—Como verán ustedes —dijo, algo más seguro de sí mismo—, en términos concretos no hay dos miembros del Círculo que se hayan mostrado de acuerdo en ningún punto de importancia. La divergencia de opiniones y procedimientos es verdaderamente notable. Y a pesar de estas variantes, cada miembro ha sentido que la suya era la verdadera solución. Este cuadro les permitirá apreciar, más que mis propias palabras, la infinidad de posibilidades que presenta este caso, ilustrando además otra de las observaciones de Bradley, es decir, lo increíblemente sencillo que es probar lo que uno desee, mediante un proceso de selección, ya sea éste consciente o inconsciente.

»Miss Dammers, especialmente, encontrará, según creo, este cuadro de particular interés. Aun cuando no soy especialista en psicología, me llamó poderosamente la atención cada una de las soluciones propuestas, por cuanto todas reflejaban la psicología individual del expositor: Sir Charles, por ejemplo, cuya profesión le lleva naturalmente a conceder gran importancia a las pruebas materiales, no tendrá inconveniente en que señale que el ángulo desde el cual encaró el problema era el materialismo, basado en el cui bono, en tanto que la prueba igualmente concreta del papel de cartas era, a su juicio, la característica sobresaliente. En el otro extremo, Miss Dammers ha considerado casi exclusivamente los factores psicológicos, y, por lo tanto, la base de su teoría es el carácter revelado subconscientemente por el asesino.

»Entre estos dos extremos, los demás miembros han prestado atención a las pruebas psicológicas o materiales en proporciones variables. Luego los métodos utilizados para sustentar cada teoría han sido diametralmente diferentes. Algunos de nosotros hemos utilizado casi exclusivamente el método inductivo, otros el deductivo, y otros, como Mr. Sheringham, una combinación de ambos. En resumen, la investigación propuesta por nuestro presidente ha sido una instructiva lección de investigación comparada.

Mr. Chitterwick tosió, sonrió nerviosamente, y prosiguió.

—Podría haber preparado otro cuadro que no habría sido menos instructivo que éste. Se trata de un cuadro sobre las diferentes deducciones hechas por cada uno de ustedes, partiendo de los elementos concretos que presentaba el caso. En su condición de autor de novelas policiales, Mr. Bradley habría hallado este cuadro particularmente interesante.

»Con frecuencia he observado —se disculpó Mr. Chitterwick ante los autores de novelas policiales en conjunto— que en los libros de este género se supone de antemano que un hecho admite solamente una determinada solución, que es invariablemente la correcta. Nadie, con excepción del detective favorito del autor, es capaz de llegar a dicha solución, y cuando la descubre, me refiero a los libros en que el detective es capaz de hacerlo, que desgraciadamente constituyen una minoría, invariablemente tiene razón. Ya Miss Dammers dijo algo al respecto cuando presentó su ejemplo de las dos botellas de tinta.

»Como ejemplo de lo que acontece en la realidad, me referiré a la hoja de papel de la casa Mason que aparece en nuestro caso. Partiendo de este elemento de juicio, en una u otra oportunidad se formularon las siguientes conclusiones:

1 - Que el asesino estaba empleado o había estado empleado en la casa Mason.

2 - Que el asesino era cliente de la casa Mason.

3 - Que el asesino era un impresor o bien tenía acceso a una imprenta.

4 - Que el asesino era un abogado, empleado por la casa Mason.

5 - Que el asesino era un pariente de un exempleado de la casa Mason.

6 - Que el asesino era un cliente de la casa impresora Webster.

»Del mismo elemento de juicio surgieron muchas otras deducciones, por ejemplo, que la posesión casual del papel había determinado el método del crimen, pero sólo deseo destacar las conclusiones que señalaban directamente la identidad del asesino. Son por lo menos seis, como ven ustedes, todas contradictorias entre sí.

—Pienso dedicarle mi próximo libro, Mr. Chitterwick —dijo Mr. Bradley—. Del problema planteado, mi detective derivará seis conclusiones contradictorias. Probablemente terminará por arrestar a setenta y dos personas por el delito de asesinato, y finalmente se suicidará, cuando descubra que él mismo es el autor del crimen.

—Recordaré su promesa —dijo ingenuamente Mr. Chitterwick—. En verdad, una obra así se asemejaría mucho a lo que ha sucedido en este caso. Por ejemplo, yo sólo les llamé la atención sobre el papel de cartas. Pero además del papel estaban el veneno, la máquina de escribir, el sello postal, la dosificación del nitrobenceno, y muchos otros factores. Y de cada uno de ellos sería posible formular por lo menos seis o siete conclusiones más, aparte de las señaladas por ustedes.

»Lo que ocurrió —decidió Mr. Chitterwick— es que las diferentes conclusiones obtenidas por cada uno de los miembros determinaron las diferentes soluciones propuestas.

—Pensándolo bien —dijo Mr. Bradley—, en el futuro mis detectives nunca formularán conclusiones. Será mucho más fácil para mí.

—Con estos breves comentarios sobre las soluciones propuestas hasta ahora —resumió Mr. Chitterwick—, y que espero ustedes disculparán, me apresuraré a explicar por qué pedí a Mr. Sheringham con tanta insistencia que postergase su visita a Scotland Yard.

En medio del silencio general, los miembros del Círculo expresaron en sus rostros que ya era hora de oír la explicación de Mr. Chitterwick. Éste, como si adivinase los pensamientos de los oyentes, inmediatamente perdió algo de su aplomo.

—Me ocuparé muy someramente de la acusación contra Sir Eustace presentada anoche por Miss Dammers. Sin desear menoscabarla en lo más mínimo, debo señalar, empero, que sus dos razones para atribuir el crimen a Sir Eustace eran, si mal no recuerdo, las siguientes: primera, Sir Eustace es el tipo de hombre cuya imagen coincide con la que ella se había formado del asesino, y segunda, Sir Eustace mantuvo una relación clandestina con Mrs. Bendix y tenía, sin duda, motivos poderosos para desear deshacerse de ella. Pero estas dos condiciones se cumplían solamente, e insisto en este término, solamente si el cuadro de las mutuas relaciones de la pareja presentado por Miss Dammers era el correcto.

—Pero ¿y la máquina, Mr. Chitterwick? —exclamó Mrs. Fielder-Flemming, siempre leal a su sexo.

Mr. Chitterwick se sobresaltó.

—¡Ah, sí! La máquina. Ya me referiré a ella. Pero antes de hacerla, deseo mencionar dos puntos que, según Miss Dammers, constituyen pruebas concretas de la culpabilidad de Sir Eustace. Que él acostumbra comprar bombones de la marca Mason para regalar a sus amistades femeninas, no me parece ni siquiera significativo. Si todos los que tienen este hábito cayesen bajo sospecha, Londres estaría lleno de sospechosos. Y es indiscutible que aun un asesino tan falto de imaginación como Sir Eustace habría adoptado la precaución elemental de elegir otro vehículo para el veneno, un artículo que la gente no relacionase con sus hábitos. Por último, quiero aventurar la opinión de que Sir Eustace no es tan tonto como Miss Dammers supone.

»En segundo término comentaré el hecho de que la vendedora de la casa Webster haya reconocido e identificado a Sir Eustace por una fotografía. Tampoco esto me parece, con el perdón de Miss Dammers, tan significativo como ella señala. He comprobado —añadió Mr. Chitterwick con gran orgullo, pues estaba por probar su capacidad de actuar como los detectives de la vida real—, que Sir Eustace adquiere su papel de cartas en la casa Webster desde hace muchos años. Hace un mes estuvo allí a encargar una buena cantidad. Teniendo en cuenta su posición en la alta sociedad, sería raro que la vendedora que lo atendió no lo recuerde; en consecuencia, el hecho mencionado tampoco tiene importancia —terminó diciendo Mr. Chitterwick con firmeza.

»Aparte de la máquina de escribir, y tal vez del ejemplar de la obra de criminología, el caso presentado por Miss Dammers no está basado en pruebas materiales. Hasta la coartada que ella dice haber destruido podría mantenerse en pie. No quiero ser injusto, pero creo tener justificativo al afirmar que la acusación de Miss Dammers contra Sir Eustace descansa exclusivamente en la prueba material de la máquina de escribir.

Mrs. Fielder-Flemming acudió rápidamente en defensa de su amiga.

—Pero usted no puede ignorar semejante prueba —dijo con impaciencia.

Mr. Chitterwick pareció contrariado.

—No creo que ignorar sea el término apropiado.

No estoy tratando de refutar la teoría de Miss Dammers por divertirme, o por simple malicia. Mi único deseo, y les ruego a ustedes que crean en mi sinceridad, es señalar al verdadero culpable. Considerado este fin, creo poder ofrecerles una explicación sobre la máquina de escribir, con la cual Sir Eustace queda definitivamente eliminado como sospechoso.

Mr. Chitterwick parecía tan deprimido ante lo que suponía una actitud incrédula por parte de los miembros del Círculo, que Roger se sintió en la obligación de dirigirse a él amablemente.

—Estoy seguro de que podrá usted probar su teoría —dijo suavemente, como quien anima a una hija pequeña a dibujar una vaca que, aunque no se asemeje a ese animal; recuerde a cualquier otro mamífero—. Lo que ha dicho hasta ahora nos interesa mucho, Mr. Chitterwick. Esperamos ansiosamente su interpretación.

Mr. Chitterwick reaccionó inmediatamente ante la bondad de Roger.

—Pero ¿no lo han advertido ustedes? ¿Ninguno de ustedes? ¿A pesar de que yo contemplé la posibilidad desde el comienzo de la investigación? ¡Bueno, bueno! —Mr. Chitterwick se colocó los lentes y miró sonriendo a su alrededor, con su rostro redondo resplandeciente de orgullo.

—Pues bien, ¿cuál es la explicación, Mr. Chitterwick? —preguntó Miss Dammers con su impaciencia habitual.

—Es verdad que debo comenzar de una vez. Bien, le diré a usted Miss Dammers, que estaba equivocada, y a usted, Sheringham, que estaba en lo cierto, en cuanto a sus respectivas apreciaciones sobre la capacidad del asesino. Detrás de este crimen se oculta en realidad una mentalidad capaz y sumamente imaginativa. Las tentativas de Miss Dammers de probar lo contrario no resisten el análisis. Y una de las formas en que se evidencia esa capacidad es la disposición de las pruebas de tal manera que, en caso de aparecer un sospechoso, éste sería Sir Eustace. La prueba de la máquina de escribir y las obras de criminología que aparecieron en el domicilio de Sir Eustace fueron puestas allí ex profeso por el asesino.

Todos hicieron un brusco movimiento en sus asientos. Instantáneamente la corriente de opiniones se había vuelto favorable a Mr. Chitterwick, puesto que éste estaba presentando una teoría sumamente factible.

Mr. Bradley fue el primero en ponerse a la altura de las circunstancias, y cuando habló, su tono no era tan condescendiente como de costumbre.

—¡Muy bien, Mr. Chitterwick, muy bien! Pero ¿puede usted probar lo que afirma?

—Sí, creo que sí —respondió Mr. Chitterwick, solazándose en los rayos de admiración que por fin le eran dispensados.

—Apuesto a que nos va a decir en seguida quién es el asesino —dijo Roger sonriendo.

—¡En verdad sé quién es! —repuso Mr. Chitterwick con otra sonrisa.

—¿Cómo? —dijeron cinco voces a coro.

—Lo sé, por cierto. Ustedes mismos me lo han señalado. Como me correspondió el último turno, mi tarea ha sido relativamente sencilla. Todo lo que hice fue clasificar lo falso y lo verídico en las teorías de cada uno de ustedes, y de allí…, ¡surgió la verdad!

Ante la sorpresa de todos, Chitterwick se dispuso a hablar, adoptando un tono pausado.

—Es el momento de que confiese con toda honradez que cuando nuestro presidente propuso el problema que debíamos resolver, me sentí sumamente alarmado. Carecía de toda experiencia práctica, y no sabía ni por dónde comenzar, no viendo ni un posible punto de partida. Transcurrió una semana, y yo me encontraba en la misma situación. Pero la tarde que habló Sir Charles, su exposición me convenció totalmente. Al día siguiente, la exposición de Mrs. Fielder-Flemming también me convenció.

»Mr. Bradley no logró convencerme de que él era el asesino, pero, de haber mencionado a otra persona, me habría convencido igualmente. Comprendí, empero, que su teoría de…, de la amante repudiada debía de ser la correcta. Ésta era la única idea que tenía. El crimen debía de ser obra de una de las…, las amantes abandonadas por Sir Eustace. Pero al día siguiente, Mr. Sheringham me convenció de que Mr. Bendix era el asesino. Sólo anoche, cuando Miss Dammers expuso su teoría, comencé a vislumbrar la verdad.

—¿De modo que fui yo la única que no le convenció, Mr. Chitterwick? —preguntó Miss Dammers sonriendo.

—Así es…, Miss Dammers —Mr. Chitterwick vaciló unos instantes, y luego prosiguió.

»Es notable, verdaderamente notable, el hecho de que cada uno de ustedes haya descubierto en parte la verdad. Ni uno de ustedes dejó de presentar por lo menos un hecho de importancia o una deducción correcta. Afortunadamente, cuando advertí que las respectivas soluciones serían tan diversas, preparé extensas notas de todo lo dicho, que mantuve al día diariamente al regresar a casa. Obtuve así un resumen de los resultados obtenidos por cada uno de ustedes, cuyas mentalidades son tan superiores a la mía.

—¡No, no! —protestó Mr. Bradley.

—Anoche permanecí levantado hasta muy tarde, estudiando mi resumen, separando lo verdadero de lo falso. Tal vez les interese conocer mis conclusiones al respecto —Mr. Chitterwick lanzó esta iniciativa con su acostumbrada timidez.

Todos le aseguraron que tendrían el mayor placer e interés en conocer la forma en que inadvertidamente había descubierto la verdad.