XVI

—DESDE el comienzo de esta investigación —prosiguió Miss Dammers, imperturbable como de costumbre— tuve la convicción de que el rastro más importante era de tal naturaleza que el asesino nunca tuvo conciencia de haberlo dejado. Me refiero a su psicología peculiar. Esto, tomando los hechos tales como aparecían, y no suponiendo de antemano la existencia de otros, como lo hizo Mr. Sheringham para probar su teoría sobre la mentalidad excepcional del asesino.

—¿Cree usted que yo señalé hechos que no podía verificar? —Roger se sintió obligado a sostener la mirada de Miss Dammers.

—Sin duda lo hizo usted. Por ejemplo, dio por establecido que la máquina de escribir en que se redactó la carta fue arrojada al Támesis. Esto no ocurrió en realidad, y con ello se corrobora mi propia interpretación. Tomando los hechos concretos, tales como yo los encontré en aquel punto, pude formarme sin dificultades la imagen del asesino que acabo de delinearles. Pero tuve cuidado de no buscar a alguien que se asemejase a mi imagen y luego construir el testimonio contra él. Me limité a colgar la imagen en mi mente, por así decirlo, a fin de compararla con cualquier persona que posteriormente cayese dentro de mis sospechas.

»Bien, una vez que hube establecido los motivos de la llegada de Mr. Bendix al club a una hora tan desusada, quedaba por aclarar un punto sin importancia aparente, pero hacia el cual nadie hasta entonces había llamado la atención. Me refiero al compromiso de Sir Eustace para la hora del almuerzo en el día del crimen, que posteriormente fuera cancelado. No sé cómo descubrió esto Mr. Bradley, pero estoy dispuesta a revelar cómo lo descubrí yo. Me lo dijo el mismo criado comedido que proporcionó otros datos a Mrs. Fielder-Flemming.

»Reconozco tener ciertas ventajas sobre el resto de ustedes en cuanto se refiere a investigar hechos relacionados con Sir Eustace, pues no solamente conozco bien a éste, sino también a su criado. Bien podrán imaginar ustedes que si Mrs. Fielder-Flemming logró obtener tanta información mediante el pago de una cantidad de dinero, yo, por este medio y aprovechando la ventaja de conocer al criado desde hace mucho tiempo, estaba en posición de obtener mucho más. De todas maneras, no transcurrió mucho tiempo antes de que el hombre mencionara, sin advertir la importancia de su revelación, que cuatro días antes del crimen Sir Eustace le había mandado que llamase al Hotel Fellows de la calle Jermyn y reservase una habitación para la hora del almuerzo del día en que tuvo lugar el crimen.

»Había aquí algunos puntos obscuros que me pareció conveniente investigar. ¿Con quién debía almorzar Sir Eustace aquel día? Evidentemente, con una mujer; pero ¿cuál de sus innumerables amigas? El criado no supo informarme al respecto. Dentro de su conocimiento, Sir Eustace no tenía ninguna relación permanente en aquel momento, tan dedicado estaba al asedio de Miss Wildman, y, con el perdón de Sir Charles, de su mano y su fortuna. ¿Era tal vez Miss Wildman? Pronto pude establecer que no era ella.

»¿No advierten ustedes que el compromiso de Sir Eustace recuerda claramente otra cita cancelada? Yo no reparé en ello en un principio, pero la asociación no tardó en producirse. Aquel día, Mrs. Bendix había tenido a su vez un compromiso para el almuerzo que, por razones ignoradas, fue cancelado la tarde anterior.

—¡Mrs. Bendix! —dijo Mrs. Fielder-Flemming. Aquél era un triángulo jugoso.

Miss Dammers sonrió imperceptiblemente.

—Sí, no quiero tenerte sobre ascuas, Mabel. Por lo que nos dijo Sir Charles, yo sabía que por lo menos Mrs. Bendix y Sir Eustace no eran totalmente extraños entre sí, y por fin pude establecer la relación que los unía. Aquel día, Mrs. Bendix debía almorzar con Sir Eustace en una habitación privada del Hotel Fellows, cuya reputación ustedes conocen.

—¿Para discutir los defectos de su esposo, tal vez? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming con un espíritu más caritativo que sus esperanzas.

—Posiblemente, entre otras cosas —dijo Miss Dammers sin inmutarse—. Pero la razón principal, sin duda, es que ella era su amante. —Miss Dammers dejó caer esta bomba con tanta impasibilidad como si hubiese hecho notar que en aquella oportunidad Mrs. Bendix llevaba un vestido verde.

—¿Puede usted probar esa… afirmación? —preguntó Sir Charles, que fue el primero en recobrarse.

Miss Dammers elevó los perfectos arcos de sus cejas.

—Por cierto. No acostumbro hacer afirmaciones que no pueda probar. Mrs. Bendix acostumbraba almorzar por lo menos dos veces por semana, y a veces a cenar con Sir Eustace en el Hotel Fellows, siempre en la misma habitación. Solían tomar grandes precauciones, y siempre llegaban separados, no sólo al hotel, sino a la habitación. Nunca se los vio juntos fuera de ella. Pero el camarero que los atendía, que también era siempre el mismo, ha firmado una declaración en la que reconoce a Mrs. Bendix, por las fotografías publicadas después de su muerte, como la mujer que acostumbraba frecuentar el hotel acompañada por Sir Eustace Pennefather.

—Firmó una declaración, ¿eh? —murmuró Mr. Bradley—. También usted ha de encontrar que la tarea de detective es una afición costosa, Miss Dammers.

—Creo poder costearme ese lujo, Mr. Bradley.

—Pero el hecho de que haya almorzado con él… —Una vez más Mrs. Fielder-Flemming habló impulsada por su espíritu tolerante—. ¡Quiero decir que ello no significa necesariamente que fuera su amante! No es que tenga peor opinión de ella si lo ha sido —agregó rápidamente, recordando la actitud oficial.

—Junto a la habitación donde comían hay un dormitorio —replicó Miss Dammers con voz helada—. Invariablemente, cuando habían partido, me informó el camarero, encontraba las ropas de la cama en desorden. Yo diría que esto es prueba suficiente de adulterio, ¿no lo cree usted, Sir Charles?

—Indudablemente, indudablemente —dijo Sir Charles, muy molesto por el giro de la exposición. Sir Charles siempre se sentía incómodo cuando una mujer utilizaba términos como «adulterio» «perversiones sexuales» y aun «amante» fuera de las horas de oficina. Sir Charles era lamentablemente anticuado.

—Sir Eustace, por su parte, no tenía nada que temer de otro juicio de divorcio —comentó secamente Miss Dammers.

Mientras todos trataban de acostumbrarse al inesperado giro de la investigación, Miss Dammers bebió otro sorbo de agua, y luego procedió a iluminarles con los poderosos rayos de su antorcha psicológica.

—Han de haber formado una curiosa pareja, ambos, con sus escalas de valores tan opuestas, el contraste de sus respectivas reacciones frente a las circunstancias que los habían unido, y la posibilidad de que aun dentro de la pasión que los dominaba nunca pudiesen coincidir en el plano espiritual. Deseo que examinen ustedes la situación tan detenidamente como puedan, porque el asesinato es fruto de la psicología oculta detrás de la situación.

»No sé qué puede haber inducido a Mrs. Bendix a convertirse en la amante de Sir Eustace. Pero no incurriré en el lugar común de decir que no puedo imaginarlo, pues soy capaz de imaginar infinidad de circunstancias en que ello puede haber sucedido. La maldad de un hombre como Sir Eustace puede ser una fuente de atracción poderosa para una mujer buena, pero estúpida. Si posee algunas de las características de los redentores, como la mayoría de las mujeres, muy pronto ha de haberse sentido obsesionada por el fútil deseo de salvarle de sí mismo. Y en siete casos de cada diez, el primer paso para ello consiste en descender al nivel de quien se aspira a salvar.

»No creo que en un principio haya creído que descendía en lo más mínimo; una mujer buena suele creer que, haga lo que haga, su tipo peculiar de honestidad nunca puede ser mancillado. Puede compartir el lecho de un réprobo, esperando llegar por este medio a influir sobre él espiritualmente y convencerle de abandonar su vida licenciosa: la crudeza de la relación inicial no disminuye nunca su propia pureza. Ésta es una observación harto conocida, pero debo insistir en ella una vez más: las mujeres honradas tienen una sorprendente capacidad para engañarse a sí mismas.

»En verdad considero que Mrs. Bendix era una mujer honesta antes de haber conocido a Sir Eustace. Su dificultad residió en que se creía mucho mejor de lo que era. Sus constantes alusiones al honor y a la lealtad, que citara Mr. Sheringham, son una prueba de ello. Estaba enamorada de su propia honestidad. También lo estaba Sir Eustace, que probablemente nunca había gozado antes de los favores de una mujer de esta clase. La seducción de Mrs. Bendix, probablemente muy difícil, ha de haberle divertido enormemente. Tiene que haber soportado, hora tras hora, sermones sobre honor, enmienda y espiritualidad, pero estoy segura de que todo lo soportó pensando en su exquisita recompensa. Las dos primeras citas en el Hotel Fellows tienen que haberle encantado.

»Pero después tiene que haber resultado menos divertido. Mrs. Bendix descubrió tal vez que su propia honra no estaba tan inmaculada como había imaginado. Puede que haya empezado a aburrirle con sus eternos reproches contra sí misma, y llevándole a un hastío total. Sir Eustace continuó encontrándose con ella en el hotel, porque para un hombre de su tipo, una mujer es siempre una mujer, y posteriormente ella ya no le dejó optar. Me imagino exactamente cómo sucedió lo inevitable. Mrs. Bendix comenzó a abrigar sentimientos morbosos de culpabilidad, perdiendo de vista su entusiasmo inicial por reformar a Sir Eustace.

»Continúan unidos porque el lugar donde se citan es propicio para ello, y parece una lástima no aprovecharlo; pero ella ha destruido el placer de ambos. Su lamentación eterna es que debe ponerse en paz con su conciencia, ya sea huyendo con él, o bien confesándole todo a su esposo, pidiéndole el divorcio, lo cual probablemente él nunca le perdonará, y casándose con Sir Eustace tan pronto como éste recupere su libertad. De cualquier manera, aunque ahora ella casi le aborrece, no puede contemplar otra solución que su unión definitiva con el seductor. ¡Conozco tan bien esa mentalidad!

»Naturalmente, para Sir Eustace, que está trabajando tan asiduamente para enmendar su fortuna mediante un matrimonio por dinero, este plan ofrece pocos atractivos. Comienza por maldecirse a sí mismo por haber seducido a esta mujer, y luego a ella por haberse dejado seducir. Y cuanto más insiste ella, más la odia. Por fin, es posible que Mrs. Bendix haya llevado las cosas a una crisis. Tal vez oyó hablar del asunto de Miss Wildman. Eso no debe seguir. Le anuncia a Sir Eustace que si él no interrumpe esa relación, lo hará ella. Sir Eustace imagina la publicidad de todo el asunto, su propia aparición en otro juicio de divorcio, y la desaparición de todas sus esperanzas respecto de Miss Wildman y su fortuna. Es necesario hacer algo. Pero ¿qué? Nada que no sea la muerte va a contener la lengua de esta malhadada mujer. Y ya es hora de que alguien la mate, de todos modos.

»Me encuentro aquí pisando terreno menos seguro, pero mis suposiciones me parecen lógicas, puesto que puedo presentar pruebas suficientes en su apoyo. Sir Eustace decide deshacerse de su amante. Lo piensa todo cuidadosamente, recuerda haber leído acerca de un caso, de varios casos, en alguna obra de criminología, cada uno de los cuales fracasó por un ínfimo error. Combinados los casos, suprimidos los errores y, sobre todo, merced al hecho de que sus relaciones con Mrs. Bendix son ignoradas por todos, no hay posibilidad de que nadie le descubra. Esto puede parecer una teoría arriesgada, pero presentaré mis pruebas.

»Cuando me dediqué a estudiarle, di a Sir Eustace todas las oportunidades para que desplegase todas sus artes de conquistador. Uno de sus métodos consiste en profesar un profundo interés por todo lo que agrada a la mujer que corteja en el momento. Es explicable, pues, que muy pronto descubriese en sí mismo un profundo interés, si bien latente hasta entonces, por la criminología. Le presté varios de mis libros y estoy segura de que los leyó. Entre los que tuvo en sus manos se encuentra una obra norteamericana sobre envenenamientos famosos. En ella aparecen todos los casos presentados como paralelos por miembros del Círculo, salvo lo de Marie Lafarge y Christina Edmonds.

»Hace seis semanas, aproximadamente, cuando llegué a casa una noche, mi doncella me dijo que Sir Eustace había ido a visitarme, luego de una ausencia de meses; después de esperar unos minutos en la sala, se había marchado. Poco después del asesinato, al advertir la semejanza entre el caso Bendix y uno o dos de los norteamericanos, fui a mi biblioteca para consultar la obra que mencioné. El libro había desaparecido. Tampoco estaba allí el ejemplar de Taylor, Mr. Bradley. Pero el día que sostuve mi prolongada entrevista con el criado, vi ambos libros en la biblioteca de Sir Eustace.

Miss Dammers se detuvo, como a la espera de comentarios.

—Entonces, el hombre merece la suerte que le espera —dijo Bradley pausadamente.

—Ya les he dicho que este crimen no es obra de un genio —dijo Miss Dammers.

»Bien, completaré la reconstrucción del asesinato. Sir Eustace decide librarse de su carga, y planea lo que considera el método perfecto para lograr este fin. El nitrobenceno, que tanto parece preocupar a Mr. Bradley, tiene una explicación muy simple. Sir Eustace decide que el instrumento del crimen será una caja de bombones de chocolate, o mejor dicho, de bombones de licor, eligiendo instintivamente los de Mason, su marca favorita. Es un hecho significativo que recientemente haya comprado varias cajas de una libra. Luego busca un veneno cuyo sabor se mezcle bien con el de los licores. Es inevitable que pronto descubra el aceite de almendras amargas, ya que esta substancia es usada en la elaboración de golosinas, y del aceite pasa al nitrobenceno, que es más común, más fácil de obtener, y cuyo origen es prácticamente imposible de localizar.

»Dispone encontrar a Mrs. Bendix a la hora del almuerzo, a fin de entregarle la caja de bombones que le llegaron por correo esa misma mañana, lo cual es perfectamente natural. Tendrá el testimonio del portero sobre la forma inocente en que los obtuvo. Pero en el último momento descubre una grave falla en su plan. Si le entrega los bombones personalmente, y en el hotel Fellows, se descubrirá su intimidad con ella. Rápidamente piensa en otro medio, y descubre uno mucho mejor. Comunicándose con Mrs. Bendix le cuenta un chisme relativo a su esposo y a Vera Delorme.

»Conforme con su psicología, Mrs. Bendix deja de ver su propia situación al enterarse de esta falta menor de su esposo, e inmediatamente acepta la idea de Sir Eustace de que llame por teléfono a Mr. Bendix, desfigurando su voz y haciéndose pasar por Miss Delorme, a fin de comprobar por sí misma si él acepta la oportunidad de un almuerzo íntimo con la actriz al día siguiente.

»Sir Eustace le aconseja que diga a su esposo que le telefoneará al Rainbow al día siguiente de diez y media a once. Si Bendix va al Rainbow, ella tendrá la comprobación de que éste está pendiente de Miss Delorme a cualquier hora del día. Ella sigue la iniciativa. Sir Eustace asegura así la presencia de Bendix en el club para el día siguiente a las diez y media. ¿Quién podrá afirmar que Bendix no estaba en el club por pura casualidad cuando Sir Eustace comenzó a abrir el paquete que acababa de recibir?

»En cuanto a la apuesta, el factor decisivo en la entrega de los bombones, no puedo creer que haya sido simplemente una circunstancia afortunada para Sir Eustace. Me parece demasiado perfecto para ser casual. De alguna manera, estoy segura, aunque no intentaré demostrar cómo, Sir Eustace planeó esta apuesta de antemano. Y si lo hizo, el hecho no está en contradicción con la deducción que yo hice en un principio de que Mrs. Bendix no era tan honesta como pretendía, pues haya sido planeada de antemano o no, siempre resta el hecho de que es deshonesto hacer una apuesta cuyo resultado ya se conoce.

»Por último, seguiré el precedente establecido por los oradores anteriores, y citaré el caso que constituye el paralelo perfecto de éste, según mi teoría. En mi opinión, es el caso de John Tawell, que administró ácido prúsico en una botella de cerveza a su amante, Sarah Hart, cuando se cansó de ella.

El Círculo miró a Miss Dammers con admiración. Todos sentían que por fin estaban llegando a la clave del misterio.

Sir Charles expresó el sentimiento general.

—Si usted tiene un testimonio concreto para probar su teoría, Miss Dammers… —Su tono dio a entender que, en caso afirmativo, la soga estaba ya rodeando el grueso cuello de Sir Eustace.

—¿Quiere usted decir que las pruebas que he presentado no son bastante sólidas desde el punto de vista legal? —preguntó Miss Dammers sin inmutarse.

—Las reconstrucciones psicológicas no tienen en verdad mucho peso para un jurado. —Sir Charles se refugió detrás del jurado en cuestión.

—Creo haber establecido la relación entre Sir Eustace y el papel de cartas —señaló Miss Dammers.

—Me temo que frente a ese único elemento de juicio, se acordaría a Sir Eustace el beneficio de la duda. —Aparentemente Sir Charles estaba tratando de justificar con su jerga jurídica el espíritu carente de toda intuición psicológica de su jurado imaginario.

—He demostrado la existencia de un móvil poderoso, y he establecido su relación con un libro sobre casos similares y con un libro sobre venenos.

—Sí, es verdad. Pero lo que quiero saber es si usted tiene pruebas concretas que establezcan en forma inequívoca una relación entre Sir Eustace, la carta, los bombones y la envoltura.

—Sir Eustace tiene una estilográfica Onix, y el tintero de su escritorio estaba siempre lleno de tinta Harfield —dijo Miss Dammers sonriendo—. Estoy segura de que todavía lo está. Se supone que estuvo en el Rainbow toda la tarde y la noche anteriores al crimen, pero he descubierto que hay un período de media hora durante el cual nadie lo vio en el club. Abandonó el comedor a las nueve, y a las nueve y media un camarero le llevó un whisky con soda al salón. Durante el intervalo nadie sabe dónde estuvo. No estaba en el salón. ¿Dónde estaba? El portero asegura que no le vio salir ni volver a entrar. Pero hay una puerta trasera que pudo haber utilizado sin ser visto, como sucedió en efecto. Yo misma se lo pregunté, pretendiendo bromear, y me dijo que después de comer había ido a la biblioteca a consultar una obra sobre caza mayor. No supo mencionar los nombres de ningún otro socio del club que hubiese estado en la biblioteca. Agregó que desde que era socio del Rainbow nunca había visto a nadie en la biblioteca.

»En otras palabras, Sir Eustace afirma que estuvo en la biblioteca, porque sabe que nunca hay allí nadie que pueda corroborar su afirmación. Lo que en realidad hizo durante esa media hora fue deslizarse por la puerta trasera, dirigirse apresuradamente al Strand a despachar el paquete, justamente cuando Mr. Sheringham vio a Mr. Bendix marchando en esa dirección, entrar nuevamente en el club, correr a la biblioteca a cerciorarse de que no había nadie allí, y, por último, volver al salón y pedir su whisky con soda para probar su presencia allí más tarde. ¿No cree usted que ésta es una versión más factible que la que usted dio sobre Mr. Bendix, Mr. Sheringham?

—Debo reconocer que lo es —repuso Roger.

—¿Entonces usted no tiene pruebas concretas de todo? —se lamentó Sir Charles—. ¿Nada que sirva para presentar ante un jurado?

—Sí, tengo pruebas —dijo Miss Dammers tranquilamente—. Las he estado reservando hasta el fin, porque deseaba probar mi teoría, como creo haberlo hecho, sin utilizarlas. Pero esta prueba es definitiva e irrefutable. Ruego a ustedes que la examinen.

Miss Dammers extrajo de su cartera un pequeño paquete envuelto en papel castaño. Lo desenvolvió y mostró una fotografía y una hoja de papel de tamaño mediano, que parecía una carta escrita a máquina.

—La fotografía —explicó— la obtuve del Inspector Moresby hace unos días, sin decirle para qué la necesitaba. Es una copia fotostática de la carta fraguada, en tamaño natural. Deseo que todos la comparen con esta copia escrita a máquina de la carta. Comencemos por usted, Mr. Sheringham. Sírvase pasarla a los demás. Observe particularmente la «ese» ligeramente inclinada y la pequeña rotura en la «hache» mayúscula.

En un silencio de muerte, Roger examinó detenidamente ambas copias. Los dos minutos que dedicó a ello se le antojaron dos horas a los demás. Luego las pasó a Sir Charles, sentado a su derecha.

—No hay la menor duda de que las dos fueron escritas en la misma máquina —dijo en voz baja.

Miss Dammers no evidenció ni más ni menos emoción que anteriormente. Su voz conservaba la misma inflexión impersonal. Podría haber estado anunciando el descubrimiento de una semejanza entre dos telas para vestidos. Por su voz, nadie habría imaginado que la vida de un hombre pendía de sus palabras, tanto o más que de la soga que habría de colgarlo.

—Encontrarán la máquina de escribir en las habitaciones de Sir Eustace —dijo por fin.

Hasta Mr. Bradley se mostró impresionado.

—Entonces, como dije, merece la suerte que le espera —dijo en un tono tan displicente, que hasta pareció ahogar un bostezo—. ¡Qué torpeza ha demostrado!

Sir Charles pasó las pruebas a su vecino.

—Miss Dammers —dijo solemnemente—, usted ha prestado un incalculable servicio a la sociedad. La felicito.

—Gracias, Sir Charles —replicó Miss Dammers tranquilamente—, mas la idea fue de Mr. Sheringham. —¡Mr. Sheringham sembró semillas cuyos frutos han sido mayores de lo que supuso!

Roger, que había esperado acrecentar su fama resolviendo el misterio él mismo, sonrió con un gesto algo forzado.

Mrs. Fielder-Flemming creyó necesario hacer su aporte al elogio unánime.

—Así se hace la historia —dijo con un gesto dramático—. Donde fracasó todo el mecanismo policial de una gran nación como la nuestra, una mujer ha descubierto el obscuro misterio. Alicia, este día pasará a la posteridad, no sólo para ti, sino para el Círculo y para la Mujer.

—Gracias, Mabel —dijo Miss Dammers lacónicamente.

Lentamente las pruebas recorrieron el trayecto en torno de la mesa y por fin volvieron a manos de Miss Dammers. Ésta entregó ambos papeles a Roger.

—Mr. Sheringham, creo conveniente que usted se haga cargo de estas pruebas. Dejo librado el asunto a su decisión. Usted sabe tanto como yo. Como se imaginará, me resultaría muy desagradable informar personalmente a la policía. Deseo que mi nombre sea omitido de toda comunicación que usted trasmita.

Roger se frotó la barbilla.

—Creo que es factible hacerlo. Puedo entregar estos artículos al Inspector Jefe, e informarle sobre la máquina de escribir, dejando que Scotland Yard se haga cargo de todos los trámites. Lo único que interesará a la policía son estas pruebas, el móvil y el testimonio del camarero del Hotel Fellows. ¡Hum! Es mejor que vea a Moresby esta misma noche. ¿Quiere usted acompañarme, Sir Charles? La cosa pesaría más así.

—Encantado, encantado —dijo Sir Charles rápidamente.

Todo el mundo adquirió una expresión solemne.

—Me imagino —dijo Mr. Chitterwick en medio de tanta solemnidad y en tono sumamente tímido—, me imagino que habría inconvenientes en postergar esta gestión durante veinticuatro horas, ¿verdad?

Roger le miró sorprendido.

—Pero ¿por qué?

—Pues… porque… —Mr. Chitterwick se movió en su asiento—, pues porque yo no he hablado todavía… Usted sabe.

Los otros cinco miembros del Círculo lo miraron sorprendidos.

Mr. Chitterwick se ruborizó intensamente.

—¡Es verdad! ¿Cómo no lo pensé antes? —dijo Roger, tratando de mostrar el mayor tacto posible—. Y… usted desea hablar, ¿no es eso?

—Tengo una teoría —dijo Mr. Chitterwick modestamente—. Yo…, yo… no quisiera hablar. Pero la verdad es que tengo mi teoría.

—Creo que no hay inconveniente en escucharla —dijo Roger, mirando a Sir Charles.

Sir Charles acudió a salvar la situación.

—Tenga la seguridad de que deseamos oír su teoría, Mr. Chitterwick —dijo Sir Charles—. Tenemos sumo interés en ello. Pero ¿por qué no escucharla ahora mismo, Mr. Chitterwick?

—Todavía no está completa —respondió Mr. Chitterwick, con una actitud tímida y a la vez resuelta—. Necesito veinticuatro horas para aclarar uno o dos puntos.

Sir Charles tuvo una inspiración.

—Sin duda, sin duda. Debemos reunirnos mañana y escuchar lo que va a decirnos Mr. Chitterwick. Entretanto, Mr. Sheringham y yo podemos ir a Scotland Yard.

—Preferiría que no lo hicieran —dijo Mr. Chitterwick—. Les ruego que me escuchen primero.

—Bien, supongo que veinticuatro horas no es mucho esperar, después de tanto tiempo —dijo Roger.

—No lo es, en verdad —insistió Mr. Chitterwick.

—No, no importa mucho —dijo Sir Charles, intrigado.

—Entonces, ¿cuento con su palabra, señor presidente? —preguntó Mr. Chitterwick, melancólicamente.

—Si usted lo desea —dijo Roger fríamente.

La sesión quedó levantada, y todos se retiraron algo perplejos.