A LA NOCHE siguiente Roger llegó a la sede del Círculo con una sensación de expectativa más intensa que nunca. En lo íntimo de su conciencia no creía que Miss Dammers pudiera destruir su teoría contra Bendix, ni siquiera desvirtuarla parcialmente, pero de todas maneras lo que ella tuviera que decir sería sin duda de enorme interés, aun cuando no alterase en lo más mínimo su propia teoría. Roger había esperado la exposición de Alicia Dammers con mayor interés que ninguna otra.
Miss Dammers era un típico exponente de la época. De haber nacido cincuenta años atrás, es difícil imaginar cómo hubiera podido subsistir. Parecía imposible que pudiera haberse convertido en una de las novelistas más famosas de su tiempo. De acuerdo con la imaginación popular, debería ser una extraña criatura con blancos guantes de algodón, vehemente y apasionada, por no hablar de su histérica inclinación a la ternura del romance, del cual debería excluida su infortunada apariencia. Los guantes de Miss Dammers, como sus ropas, eran de un gusto exquisito, y su cuerpo no había estado en contacto con una prenda de algodón desde los diez años, si es que alguna vez tuvo esa edad. La vehemencia en los gestos era para ella el colmo del mal gusto, y si sabía cómo suspirar, lo ocultaba cuidadosamente. De todo ello se deduce que la pasión y la violencia eran totalmente innecesarias en la vida de Miss Dammers, si bien le interesaban como fenómeno en los simples mortales.
Desde aquel ser extraño con guantes de algodón de la era victoriana, la novelista ha progresado mucho, pasando por la etapa intermedia, representada a maravilla por Mrs. Fielder-Flemming, y llegando por fin a la mariposa seria y reposada, a menudo bella además de pensativa, cuyas artísticas fotografías decoran los semanarios mundanos. Mariposas de frente serena, levemente fruncida por la meditación analítica. Mariposas irónicas, cínicas. Mariposas cirujanas, que acechan las salas de disección de la mente humana, y que, debemos reconocerlo, a veces se detienen allí demasiado tiempo. Mariposas sin pasiones, que vuelan elegantemente de un complejo a otro. En algunos casos, mariposas carentes de todo humorismo, y por lo tanto abrumadoras, cuyo polen suele adquirir tintes sombríos y desgastados.
Al contemplar a Miss Dammers, con su rostro ovalado de líneas clásicas, sus rasgos menudos y delicados, y sus grandes ojos grises; al admirar su figura esbelta y exquisitamente vestida, nadie habría sospechado que era novelista. Y según la opinión de la misma Miss Dammers, este aspecto, combinado con la capacidad de escribir buenos libros, debía ser la aspiración de toda autora que quiera triunfar.
Nadie se había atrevido nunca a preguntarle a Miss Dammers cómo pretendía analizar en el prójimo emociones que nunca había experimentado. Ello se explica, probablemente, porque el posible inquisidor se encontraba siempre ante el hecho de que Miss Dammers sabía analizar emociones, y lo hacía en forma brillante.
—Anoche escuchamos —dijo Miss Dammers, a las nueve y cinco de la noche siguiente—, una exposición sumamente hábil de una teoría no menos interesante acerca del caso de Bendix. Los métodos de Mr. Sheringham, debo decirlo, han sido un modelo para todos nosotros. Partiendo del método deductivo, lo siguió hasta donde fue posible, en este caso, hasta la persona misma del criminal. A continuación utilizó el método inductivo para probar su teoría. En esta forma pudo aprovechar las ventajas de ambos métodos. El hecho de que esta ingeniosa combinación de relaciones haya estado basada en una premisa falsa, por lo cual nunca habría podido conducir a Mr. Sheringham a la solución correcta, es más bien culpa de la mala suerte que suya.
Roger, que todavía no podía creer que su teoría no fuese la verdadera, sonrió ambiguamente.
—La reconstrucción de Mr. Sheringham —prosiguió Miss Dammers con su voz clara y serena— tiene que haber resultado una novedad para muchos de ustedes. No lo ha sido para mí, pero en cambio la encuentro interesante, ya que parte del mismo punto que la teoría que yo he elaborado; es decir, de que el objetivo del crimen se ha cumplido.
Roger aguzó el oído.
—Como lo ha señalado Mr. Chitterwick, toda la teoría de Mr. Sheringham está basada en la apuesta hecha entre Mr. y Mrs. Bendix. Del relato de Mr. Bendix acerca de la apuesta, hace la deducción psicológica de que dicha apuesta nunca existió. Su deducción es interesante, pero inexacta. Mr. Sheringham es demasiado indulgente en su interpretación de la psicología femenina. Yo también partí de la apuesta. Pero la deducción que derivé, conociendo a las mujeres tal vez algo más íntimamente que Mr. Sheringham, es que Mrs. Bendix no era quizás tan completamente honesta como ella se pintaba a sí misma.
—También yo pensé en ello, por cierto —observó Roger—. Pero deseché la idea por motivos puramente lógicos. No hay nada en la vida de Mrs. Bendix que señale que no fuera estrictamente honesta en el sentido más amplio de la palabra, y todo tiende a demostrar que lo era. Y en ausencia de otros elementos de juicio, aparte de la palabra de Bendix, para probar que fue hecha la apuesta…
—Hay otras pruebas —repuso Miss Dammers—. He pasado todo el día de hoy estableciendo ese punto. Sabía que no podría refutar su teoría hasta probar que la apuesta había existido. Permítame sacarle de su incertidumbre, Mr. Sheringham. Tengo pruebas irrefutables de que la apuesta fue hecha.
—¿Tiene usted pruebas? —preguntó Roger, desconcertado.
—Sí. Usted mismo podría haberlas descubierto —reconvino Miss Dammers suavemente—, considerando la importancia que tenían para su teoría. Bueno, tengo dos testigos. Mrs. Bendix mencionó la apuesta a su doncella, cuando fue a su dormitorio a descansar, llegando a decir, como lo señaló usted mismo, Mr. Sheringham, que su violenta indigestión era un castigo bien merecido por haberla hecho. El segundo testigo es una amiga mía, que conoce a los Bendix. Esta señora vio a Mrs. Bendix sentada sola en su palco durante el entreacto, y entró a saludarla. Durante la conversación Mrs. Bendix comentó haber hecho con su marido una apuesta sobre la identidad del villano, mencionando el personaje de quien ella sospechaba. Pero, y ello confirma mi propia teoría, Mrs. Bendix no dijo a mi amiga que había visto la obra con anterioridad.
—¡Ah! —dijo Roger, desalentado.
Miss Dammers lo trató con la mayor suavidad posible.
—De la apuesta era posible formular dos deducciones, y desgraciadamente usted optó por la incorrecta.
—Pero ¿cómo sabía usted —dijo Roger, tratando por última vez de salvar su teoría— que Mrs. Bendix había visto la obra? Yo lo descubrí hace sólo dos días, y ello por una extraordinaria casualidad.
—Yo lo sabía desde un principio —dijo Miss Dammers con displicencia—. Me imagino que a usted se lo dijo Mrs. Verreker-le-Mesurer. No la conozco personalmente, pero tenemos amistades comunes. Cuando usted habló anoche de la sorprendente información que le había llegado inesperadamente, no quise interrumpirle. De haberlo hecho, le habría señalado que las probabilidades de que cualquier cosa sabida por Mrs. Verreker-le-Mesurer, tal como la imagino yo, llegue a conocimiento de todas sus amistades son tantas, que ello es más bien una certeza.
—Comprendo —dijo Roger, y esta vez se dio por vencido definitivamente. Pero en aquel instante recordó un dato que Mrs. Verreker-le-Mesurer había logrado ocultar a sus amigas, aunque tal vez no del todo; y al ver la expresión maliciosa del rostro de Bradley, comprendió que estaban pensando lo mismo. Miss Dammers no era, pues, tan infalible.
—Tenemos —prosiguió Miss Dammers— a Mr. Bendix desplazado de su papel temporario de villano y una vez más en su papel inicial de segunda víctima.
—Pero sin que Sir Eustace haya vuelto al reparto en su papel estelar de primera víctima —terció Mr. Bradley.
Miss Dammers ignoró la interrupción.
—En este punto, creo que Mr. Sheringham encontrará mi teoría tan interesante como yo encontré la suya anoche, pues si bien diferimos notablemente en algunos puntos esenciales, estamos de acuerdo en otros. Y uno de los puntos en que estamos de acuerdo es en que la víctima elegida desde un principio era Mrs. Bendix.
—¿Qué has dicho, Alicia? —exclamó Mrs. Fielder-Flemming—. ¿También tú crees que el plan estaba dirigido desde un principio contra Mrs. Bendix?
—No tengo la menor duda de ello. Pero para probarlo debo destruir primero otra de las conclusiones de Mr. Sheringham.
»Usted señaló, Mr. Sheringham, que las diez y media de la mañana era una hora desusada de llegar al club para Mr. Bendix, y, por lo tanto, altamente significativa. Es verdad. Infortunadamente usted dio una interpretación errónea a este hecho. Su llegada a esa hora no implica necesariamente un móvil tortuoso, como usted supuso. Lo que usted no advirtió, y para ser equitativa señalo que nadie lo hizo, es que si Mrs. Bendix era la víctima elegida y Mr. Bendix no era el asesino, su presencia en el club a aquella hora inusitada podía haber sido planeada por el asesino. De cualquier manera, creo que Mr. Sheringham debió dar a Mr. Bendix una oportunidad de explicarse. Esto es lo que yo hice.
—¿Preguntó usted a Bendix cómo podía explicar su llegada al club a las diez y media de la mañana? —inquirió Mr. Chitterwick admirado. Así actuaba un verdadero detective. Pero desgraciadamente la timidez había impedido a Mr. Chitterwick comportarse como tal.
—Exactamente. Le telefoneé y le interrogué al respecto. Por lo que pude inferir, la policía tampoco había pensado en aclarar este punto. Y si bien Bendix respondió en la forma en que yo esperaba, evidentemente no atribuyó mayor importancia a mis preguntas. Me dijo que había concurrido al club a recibir un llamado telefónico. Ustedes se preguntarán por qué no dispuso que le llamasen a su domicilio. Es la misma pregunta que yo le hice. La razón era que no le interesaba recibir en su casa un mensaje de la naturaleza de éste. Debo admitir que insistí mucho sobre el contenido de este mensaje, y como Mr. Bendix no tenía ninguna idea del objeto de mis preguntas, es probable que haya considerado mi insistencia de pésimo gusto. Pero no podía evitado.
»Finalmente, Mr. Bendix admitió que la tarde anterior le había telefoneado a su oficina una señorita, Vera Delorme, que tiene un papel secundario en la revista “¡Arriba los Talones!”, en el Regency. Bendix la había visto una o dos veces, y en verdad tenía ganas de conocerla mejor. Ella le preguntó si tenía algo importante que hacer durante la mañana del día siguiente, a lo cual Bendix respondió que no, y que estaría encantado de llevarla a almorzar. Ella todavía no estaba segura de tener esa hora disponible, pero convino en llamarle al día siguiente a las diez y media al club Rainbow.
Los demás miembros del Círculo quedaron muy pensativos.
—No veo la importancia de eso —dijo por fin Mrs. Fielder-Flemming.
—¿No? ¿Y si yo les digo que Miss Delorme niega haber telefoneado a Mr. Bendix?
Los cinco miembros hicieron un gesto de sorpresa.
—¡Eso es otra cosa! —dijo Mrs. Fielder-Flemming.
—Por cierto que inmediatamente traté de verificar los datos de Mr. Bendix —dijo Miss Dammers.
Mr. Chitterwick suspiró. Ésa era, sin duda, la forma de desentrañar misterios.
—¿Entonces su asesino tenía un cómplice, Miss Dammers? —preguntó Sir Charles.
—Tenía dos cómplices, ambos involuntarios —repuso Miss Dammers.
—¡Ah, sí! Usted se refiere a Bendix. ¡Y a la mujer que le telefoneó!
—¡Bien! —Miss Dammers miró a su alrededor con su calma habitual—. ¿No les resulta evidente?
Aparentemente no era éste el caso.
—Por lo menos debe resultarles obvio por qué Miss Delorme fue elegida como la persona que telefoneó a Mr. Bendix; éste apenas la conocía, y de ningún modo reconocería su voz por teléfono. En cuanto a la persona que en realidad hizo el llamado… La verdad es que me sorprende que no lo hayan adivinado. —Miss Dammers era la imagen de la ironía ante semejante falta de perspicacia.
—¡Mrs. Bendix! —exclamó de pronto Mrs. Fielder-Flemming, al descubrir la posibilidad de un nuevo triángulo.
—Sin duda, Mrs. Bendix, avisada por alguien acerca de las pequeñas escapadas de su esposo.
—Y ese alguien es el asesino —dijo Mrs. Fielder-Flemming—. Un amigo de Mrs. Bendix. Por lo menos —agregó confusa, al recordar que no se suele asesinar a los amigos—, ella le suponía su amigo. Esto es muy interesante, Alicia.
Miss Dammers esbozó una sonrisa levemente irónica.
—Sí, es un asunto muy íntimo, este crimen. Además llama la atención su trama tan compacta.
»Pero me estoy apresurando demasiado. Antes de exponer mi teoría, es mejor que termine de refutar la de Mr. Sheringham. —Roger dejó escapar un suspiro y miró al cielo raso. Éste le recordó el rostro de Miss Dammers, en vista de lo cual miró otra vez hacia abajo.
»Verdaderamente, Mr. Sheringham, su fe en la naturaleza humana es excesiva. —Miss Dammers se mofó sin piedad—. Usted cree cualquier cosa que le digan. En ningún momento le ha parecido necesario un testigo que corrobore lo dicho por otro. Estoy segura de que si alguien le hubiese visitado en su domicilio para decirle que el rey de Persia inyectó el nitrobenceno en los bombones, usted le habría creído sin vacilar.
—¿Quiere usted insinuar que alguien me ocultó la verdad? —murmuró el acosado Roger.
—Más que eso. Lo probaré. Cuando usted nos dijo anoche que el vendedor de máquinas de escribir identificó positivamente a Mr. Bendix como comprador de la Hamilton 4, me sorprendió mucho. Tomé nota de la dirección del comercio, y esta mañana a primera hora concurrí allí. Le recriminé al hombre el haberle mentido a usted, y él lo admitió con una amplia sonrisa.
»Por lo que él podía juzgar, usted quería simplemente una Hamilton 4, y él tenía una buena máquina en venta. No vio mal alguno en hacerle creer a usted que aquél era el comercio en el cual su amigo había comprado su propia máquina. Y si a usted le tranquilizó que identificase a su amigo por su fotografía, le diré que está dispuesto a satisfacerle tantas veces como fotografías le muestre usted.
—Comprendo —dijo Roger, e inmediatamente pensó en las ocho libras que entregara a aquel simpático vendedor por una Hamilton 4 que no le hacía falta.
—En cuanto a la vendedora de Webster —continuó Miss Dammers implacablemente—, estaba también dispuesta a admitir que tal vez había cometido un error al identificar al amigo de aquel caballero que concurriera a la casa el día anterior, para pedir papel de cartas. Pero la verdad es que el caballero en cuestión se había mostrado tan preocupado por el papel, que le había parecido mal desilusionarle. Y tampoco veía mal alguno en ello, de veras, no lo veía. —La imitación que hizo Miss Dammers del modo de hablar de la vendedora era sumamente fiel, pero la risa de Roger no fue espontánea.
»Lamento haberme ensañado con usted —dijo Miss Dammers.
—No es nada —repuso Roger.
—Ello era esencial para mi propia teoría.
—Sí, ya lo veo.
—Entonces, queda terminado el caso de Mr. Sheringham. No creo que tenga usted más pruebas, ¿no es verdad?
—No.
—Observarán ustedes —continuó diciendo Miss Dammers, asestando el golpe mortal a la teoría de Roger— que estoy siguiendo el método de ocultar hasta el fin el nombre del asesino. Ahora que me ha tocado hablar, comprendo las ventajas de este método. Pero seguramente ustedes han adivinado ya la identidad del asesino, o lo harán tan pronto como haya desarrollado mi hipótesis. Para mí, por lo menos, esta identidad resulta absurdamente evidente. Pero antes de revelado oficialmente, quiero mencionar otros puntos, no relacionados con la evidencia propiamente dicha, sino con las consideraciones hechas por Mr. Sheringham en el curso de su exposición.
»Mr. Sheringham elaboró su teoría en forma muy ingeniosa, tan ingeniosa, que insistió más de una vez en la perfecta lógica que intervino en la construcción del plan, así como en el genio del criminal que llevó a cabo el asesinato. No estoy de acuerdo; mi teoría es mucho más simple. El crimen fue planeado con astucia, pero no con perfección. Dependía casi exclusivamente del azar, es decir, de que una prueba de vital importancia no fuese descubierta. Por último, la mentalidad que planeó el crimen no es excepcional ni mucho menos. Es, en cambio, una mentalidad que, abocada a un problema ajeno a su órbita habitual, actuaría, ciertamente, por imitación.
»Este hecho trae a colación una observación hecha por Mr. Bradley. Estoy de acuerdo con él en que ha sido indispensable un cierto conocimiento de criminología para la consumación del crimen, pero no cuando afirma que el criminal posee una mentalidad creadora. En mi opinión, la característica sobresaliente del hecho es su servil imitación de otros anteriores. De ello deduje el tipo de psicología del asesino. Se trata de una mentalidad carente de originalidad, intensamente rutinaria, por falta de la inteligencia necesaria para acertar ningún progreso o cambio, obstinada, dogmática y práctica, sin ningún sentido de los valores espirituales. Como personalmente sufro de una especie de aversión por todo lo que sea material, tuve la intuición de hallarme frente a mi antítesis.
Todo el mundo se mostró debidamente impresionado. Mr. Chitterwick se limitó a lanzar una exclamación admirada ante deducciones tan sutiles.
—He dado a entender que estoy de acuerdo con otra de las deducciones de Mr. Sheringham, la deducción de que los bombones fueron utilizados como instrumento del crimen porque estaban destinados a una mujer. Podría añadir aquí que en ningún momento se pensó en inferir daño alguno a Mr. Bendix. Sabemos que a Bendix no le agradaban los bombones, y es razonable suponer que el asesino también lo sabía. Nunca creyó que Bendix llegase a comerlos.
»Es curiosa la forma en que Mr. Sheringham logra a menudo dar en el blanco con sus proyectiles menores, pero no con el principal. Tenía razón al afirmar que el papel fue obtenido del muestrario de la casa Webster. La posesión del papel en cuestión me hizo cavilar mucho, y no logré aclarar nada hasta que, felizmente, Sheringham presentó su explicación. Hoy pude desvirtuar su interpretación del hecho de acuerdo con su propia teoría, para incorporarlo luego a la mía. La vendedora que pretendió reconocer la fotografía que le presentó Mr. Sheringham reconoció, esta vez sin mentir, la que yo le llevé. No sólo la reconoció —agregó Miss Dammers, mostrándose complacida por vez primera—, sino que la identificó con nombre y apellido.
—¡Ah! —comentó Mrs. Fielder-Flemming, muy interesada.
—Mr. Sheringham señaló otros puntos de menor importancia que en esta oportunidad me parece conveniente refutar. Del hecho de que la mayoría de las firmas de menor cuantía en que está interesado Mr. Bendix no están en condiciones de floreciente prosperidad, Mr. Sheringham dedujo no sólo que Bendix es un mal hombre de negocios, con lo cual no estoy de acuerdo, sino que, además, necesitaba dinero desesperadamente. Una vez más, Mr. Sheringham desdeñó verificar sus deducciones, y una vez —más debe pagar esa falta reconociendo su error.
»Las fuentes de información más simples le habrían revelado que sólo una pequeña proporción de la fortuna de Mr. Bendix está invertida en esas empresas, que son en realidad los juguetes de un hombre rico. La mayor parte del dinero dejado por su padre está donde lo dejó éste, invertida en acciones del Estado y en empresas industriales de gran solidez, tan importantes que ni Bendix puede aspirar a ocupar nunca una posición directiva en ellas. Y, a juzgar por lo que conozco de él, Mr. Bendix tiene la sensatez de reconocer que no posee la capacidad de su padre, y no piensa gastar en sus juguetes más de lo que le conviene. El motivo que le atribuyó Mr. Sheringham para desear la muerte de su esposa desaparece así totalmente.
Roger inclinó la cabeza. Desde aquel momento, estaba seguro de ello, los criminólogos le señalarían con el índice, con desprecio, como al hombre que no había verificado sus propias deducciones. ¡Qué futuro de ignominia le esperaba!
—Si bien atribuyo menos importancia que él al motivo secundario, estoy inclinada a convenir con Mr. Sheringham que Bendix tiene que haberse cansado de su esposa, puesto que era un hombre normal, con las reacciones y escala de valores de un hombre normal. Yo diría que ella misma le arrojó en brazos de sus coristas, en busca de un poco de alegría y de compañía frívola. No niego que haya estado profundamente enamorado cuando se casó; no hay la menor duda de ello. Y también es probable que entonces haya sentido gran admiración por ella.
»Pero un matrimonio resulta desastroso —dijo la cínica Miss Dammers—, cuando el respeto sobrepasa todos los demás valores. Un hombre necesita un ser humano en su vida conyugal, no un objeto de profunda admiración y respeto. Debo señalar aquí que, si Mrs. Bendix llegó a cansar a su esposo, éste fue lo suficientemente caballeresco como para no demostrarlo nunca. En general, todos consideraban el suyo como un matrimonio ideal.
Miss Dammers hizo una pausa y bebió un sorbo de agua.
—Por último, Mr. Sheringham dijo que la carta y la envoltura no fueron destruidas porque el asesino pensó que le resultarían no sólo inofensivas, sino de gran utilidad. Estoy de acuerdo, pero no hago la misma deducción que Mr. Sheringham. Yo diría más bien que este punto corrobora mi teoría de que el crimen es obra de un hombre de mentalidad mediocre, pues una persona inteligente jamás dejaría rastros que pueden ser fácilmente destruidos, por útiles que los considere, pues sabe que dichos rastros, dejados con el objeto de despistar, pueden acarrearle su propia destrucción. La deducción secundaria sería que el criminal no consideró estos artículos como de utilidad para él, sino que en ellos había algún otro elemento importante. Creo saber cuál es ese elemento. Esto es todo lo que tengo que decir respecto de la teoría de Mr. Sheringham.
Roger levantó la cabeza, y Miss Dammers bebió otro sorbo de agua.
—Acerca del respeto que tenía Mr. Bendix por su esposa —se aventuró a decir Mr. Chitterwick—, ¿no hay una contradicción en ello, Miss Dammers? Hago este comentario porque al principio le oí decir a usted que su deducción de la apuesta es que tal vez Mrs. Bendix no era tan digna de respeto como todos suponíamos. ¿Cambió usted de parecer más tarde?
—No, Mr. Chitterwick, y no hay ninguna contradicción.
—Cuando un hombre no sospecha, respeta —dijo Mrs. Fielder-Flemming rápidamente, antes de que Alicia pudiese hablar.
—¡Ah, el horrible sepulcro bajo la inmaculada pintura blanca! —dijo Mr. Bradley, a quien le desagradaban las frases sentenciosas, aun en boca de autoras famosas—. Aparentemente nos estamos acercando al nudo del problema. ¿Es que existe tal sepulcro, Miss Dammers?
—En efecto —dijo Miss Dammers sin evidenciar la menor emoción—. Y como usted lo ha dicho, Mr. Bradley, nos estamos aproximando a él.
—¡Ah! —Mr. Chitterwick casi saltó de su asiento—. Si la carta y la envoltura pudieron haber sido destruidas por el asesino y Bendix no era el asesino… Y supongo que debemos eliminar al portero del club… ¡Ya comprendo!
—Me estaba preguntando cuándo alguno de ustedes caería en la realidad —dijo Miss Dammers.