CUANDO disminuyó algo la sensación provocada por la revolucionaria exposición de Roger, éste procedió a fundamentar su teoría con mayores detalles.
—He sido el primero en sorprenderme ante la idea de que Bendix sea el astuto asesino de su propia esposa, pero, en realidad, una vez que logramos despojarnos de todo prejuicio, no veo la posibilidad de eludir semejante conclusión. Todos los elementos de juicio, inclusive los más triviales, contribuyen a apoyarla.
—Pero ¿y el motivo? —exclamó Mrs. Fielder-Flemming.
—¿El motivo? Tenía motivos poderosos para desear su muerte, sin duda. En primer lugar, estaba francamente…, no, francamente no; secretamente cansado de ella. Recordemos lo que se ha dicho sobre el carácter de Bendix. Su juventud fue bastante agitada. Aparentemente, todavía le atraían las diversiones, puesto que su nombre ha sido asociado al de varias mujeres después de su casamiento, por lo general, y conforme a la tradición, artistas. Bendix no era, pues, un marido modelo ni mucho menos. Le agradaba divertirse, su esposa, según creo, era la última persona en el mundo que podría haber disculpado tales inclinaciones.
»No es que no la amase cuando se casó con ella. Es muy posible que sí, si bien lo que buscaba aun entonces era su dinero. Pero muy pronto se cansó de ella. Y la verdad es —agregó Roger imparcialmente— que no podemos culparle por ello. Cualquier mujer, por encantadora que sea en otros aspectos, termina por hastiar a un hombre normal, cuando no hace otra cosa que hablar constantemente de honor, sacrificio y lealtad. Según tengo entendido, el tema era uno de los favoritos de Mrs. Bendix.
»Veamos la organización de esta familia desde este nuevo punto de vista. La esposa no perdonaba ni la menor transgresión. La más mínima falta le era recriminada a Bendix durante largo tiempo. Todo lo que ella hacía estaba bien, lo que hacía él, mal. Su inmaculada rectitud era contrastada continuamente con la vileza del marido. Es posible que haya llegado a esos extremos de semidemencia de ciertas mujeres que pasan su vida recriminando a su marido por las mujeres que han conocido aun antes de haber tenido la desgracia de casarse con ellas. No crean ustedes que trato de presentar el carácter de Mrs. Bendix como peor de lo que era. Lo que deseo señalar es lo intolerable que tiene que haber sido la vida a su lado.
»Pero éste es tan sólo un motivo secundario. El verdadero motivo surge de que ella era excesivamente tacaña con su dinero, y de esto tengo también pruebas. Con lo cual Mrs. Bendix firmó su propia sentencia de muerte. Bendix necesitaba su dinero, o parte de él, con la mayor premura. Después de todo, se había casado con ella para obtenerlo, y ella se negaba a dárselo.
»Una de las primeras gestiones que hice fue consultar la Guía de Directores de Industrias, haciendo una lista de las empresas en que Bendix tiene intereses, a fin de obtener un informe confidencial sobre el estado financiero de las mismas. El informe me fue enviado poco antes de salir de casa. En él me enteré exactamente de lo que sospechaba. Todas esas empresas están en mala situación, cuando no al borde de la quiebra. Todas necesitan dinero para salvarse. Es evidente: Bendix había agotado todo su dinero y necesitaba más. Me hice de tiempo para hacer una rápida visita a Somerset House, donde descubrí lo que esperaba. El testamento es a favor de Bendix. Debo subrayar en este punto que Bendix no es un buen hombre de negocios. Por el contrario, es sumamente inepto, y medio millón… ¿Qué más puedo decirles?
—El motivo parece en verdad poderoso.
—Aceptado ese motivo —dijo Bradley—. ¿Qué hay del nitrobenceno? Usted dijo, según creo, que Bendix tenía algunos conocimientos de química.
Roger rio.
—Me recuerda usted una ópera de Wagner, Bradley. El motif del nitrobenceno aparece con regularidad cada vez que se menciona a un posible criminal. Pero en este caso creo que podré satisfacerle. El nitrobenceno es utilizado en perfumería, como usted sabrá. En la nómina de los intereses comerciales de Bendix aparece la Compañía Anglo-Oriental de Perfumes. Yo hice un viaje expresamente, un viaje terrible, hasta Acton, para averiguar si dicha compañía utiliza nitrobenceno en la fábrica, y, en caso afirmativo, si las propiedades tóxicas de la substancia son reconocidas. No cabe duda alguna, pues, de que Bendix conoce el nitrobenceno como tóxico.
»Podría haber obtenido el nitrobenceno en la fábrica sin la menor dificultad, pero me inclino a dudarlo. Es demasiado inteligente para haber hecho eso. Probablemente lo preparó él mismo, ya que el procedimiento es tan sencillo como ha señalado Bradley. Me he enterado de que en Selchester, el internado al cual concurrió, seguía estudios de ciencias, lo cual implica la adquisición de nociones por lo menos elementales de química. ¿Aprueba usted mi razonamiento, Bradley?
—Aprobado, amigo nitrobenceno —concedió Mr. Bradley.
Roger golpeó la mesa pensativamente.
—Es un crimen muy bien planeado —reflexionó—, ¡y su reconstrucción es tan simple! Bendix creyó haber previsto todas las contingencias, y en verdad poco le faltó para ello. Salvo por ese pequeño grano de arena que suele introducirse en el engranaje de los crímenes más perfectos. No sabía que su esposa ya había visto la obra teatral. Decidió utilizar la coartada de su presencia en el teatro, como verán ustedes, en la eventualidad de que surgiesen sospechas contra él, y sin duda subrayó sus deseos de ver la obra y llevar a su esposa. Para no desilusionarle, es lógico que ella haya ocultado generosamente el hecho de que ya la había visto y que no tenía ganas de verla nuevamente. Este rasgo de Mrs. Bendix fue la ruina del asesino. Afirmo esto, porque es inconcebible que ella haya aprovechado esta circunstancia para ganar la apuesta que él dice haber hecho.
»Bendix abandonó el teatro seguramente durante el primer intervalo y se apresuró a despachar el paquete lo más lejos posible. Anoche yo mismo soporté esa espantosa obra a fin de establecer a qué horas tienen lugar los entreactos. El primero coincide con la hora en que fue despachado el paquete. Primero pensé que tal vez tomó un taxímetro a la ida o el regreso, ya que disponía de poco tiempo, pero, si lo hizo, ninguno de los conductores que hicieron el trayecto a esa hora ha podido identificarle. Por otra parte, es posible que todavía no haya aparecido el conductor. Solicité a Scotland Yard que investigase ese punto. Pero la verdad es que, dada la astucia demostrada por el asesino en todos los detalles, lo más probable es que se haya trasladado en ómnibus o en subterráneo. Seguramente recordó que los taxímetros pueden ser localizados con relativa facilidad. Si no utilizó uno, tuvo que apresurarse bastante, y no me sorprendería que haya llegado a su palco unos minutos tarde. La policía podrá establecer este punto.
—Creo que hemos cometido un error al rechazar a Bendix como miembro del Círculo. ¿Recuerdan ustedes que decidimos que sus conocimientos de criminología no eran muy sólidos? —comentó Bradley—. ¡Qué interesante!
—Lo que ignorábamos era que tenía más condiciones como criminólogo práctico que como teórico —repuso Roger sonriendo—. Fue un error, sin embargo. Habría sido interesante incluirle entre nuestros miembros.
—Debo confesar que en un momento yo creí estar en presencia de uno —dijo Mrs. Fielder-Flemming, decidiéndose por fin a firmar la paz—. Sir Charles, pido a usted disculpas en forma incondicional.
Sir Charles inclinó la cabeza cortésmente.
—No piense más en ello, señora. De cualquier manera, la experiencia ha sido altamente provechosa.
—Puede que me haya confundido el caso que cité —dijo Mrs. Fielder-Flemming con cierto sentimiento—. ¡Pero el paralelo era tan extrañamente ajustado!
—El primer paralelo que se me ocurrió a mí fue el caso Molineux, citado por usted —dijo Roger—, y lo estudié detenidamente, esperando descubrir alguna pista. Pero, si se me pidiese un paralelo, yo citaría inmediatamente el caso de Carlyle Harris. ¿Lo recuerdan ustedes? El joven estudiante de medicina que envió una píldora con morfina a una muchacha llamada Helen Potts, con quien estaba casado secretamente desde hacía un año, según se descubrió posteriormente. Harris era un hombre disipado y vicioso. Como ustedes recordarán, hay una gran novela inspirada en ese caso, de modo que ¿por qué no un gran crimen?
—Entonces, Mr. Sheringham, ¿por qué cree usted que Mr. Bendix corrió el riesgo de no destruir la carta fraguada y la envoltura cuando podía haberlo hecho? —preguntó Miss Dammers.
—Tuvo gran cuidado de abstenerse de ello —replicó rápidamente Roger—, porque la carta fraguada y la envoltura tenían por objeto desviar las sospechas de su persona, dirigiéndolas hacia otras, un empleado de la casa Mason, por ejemplo, o un demente anónimo. Y esto es exactamente lo que consiguió.
—¿Pero no era correr un grave riesgo enviar bombones a Sir Eustace en aquella forma? —preguntó tímidamente Mr. Chitterwick—: Quiero decir que Sir Eustace pudo haber estado enfermo a la mañana siguiente, o bien no haber entregado los bombones a Mr. Bendix. ¡Supongamos que los hubiese entregado a otra persona!
Roger procedió a explicar su razonamiento con tal despliegue de lógica, que Chitterwick tuvo motivo para sentirse más apocado aún. Roger estaba orgulloso de Bendix, y no permitía que nadie dudase de su genio.
—¡Mr. Chitterwick! Debemos reconocer a nuestro hombre los méritos que tiene. No es un atolondrado. Si Sir Eustace hubiese estado enfermo a la mañana siguiente, si hubiese comido los bombones él mismo, o le hubiesen sido robados en el trayecto y comidos por la novia del cartero, las consecuencias no habrían sido fatales para nadie. ¡Vamos, Mr. Chitterwick! ¡No creo que usted suponga que Bendix envió los bombones envenenados por correo! Envió bombones inofensivos, y los cambió por los envenenados durante el trayecto a su domicilio. ¡Está bien claro! Bendix jamás habría dejado semejante contingencia librada al azar.
—¡Ah! Ahora comprendo —dijo Mr. Chitterwick humildemente.
—Se trata de un gran criminal —dijo Roger con menos severidad—. Su genio es evidente desde todo punto de vista. Consideremos la llegada al club, por ejemplo. Esa llegada a una hora temprana, contra su costumbre habitual. ¿Por qué llega tan temprano al club, si no es el asesino? Bendix no espera afuera la entrada de un cómplice involuntario. No. Elige a Sir Eustace, porque sabe que éste acostumbra llegar al club a las diez y media en punto todas las mañanas. Tanto se jacta y enorgullece de este hábito Sir Eustace, que hasta llega a esforzarse por no contrariarlo. Por lo tanto, Bendix llega a las diez y treinta y cinco, y todo sale a pedir de boca. Desde el principio de la investigación me ha intrigado el hecho de que los bombones fuesen enviados al club, y no al domicilio de Sir Eustace. Ahora la razón resulta obvia.
—No estaba tan equivocado yo cuando escribí mi lista de condiciones —se consoló Bradley—. Pero ¿por qué no está usted de acuerdo con mi sutil observación de que el asesino no es un hombre educado en colegios particulares ni en la universidad? ¿Por el simple hecho de que Bendix concurrió a Selchester y a Oxford?
—No. Le explicaré a usted por qué. Si bien el código de un hombre educado dentro de la tradición podría influir sobre el procedimiento elegido para asesinar a otro hombre, dicho código no rige cuando la víctima elegida es una mujer. Estoy de acuerdo en que si Bendix hubiese deseado deshacerse de Sir Eustace, probablemente le habría matado frente a frente. Pero cuando se trata de una mujer no se actúa en forma rápida y franca, ni es frecuente matarla de un hachazo o algo por el estilo. El instrumento más apropiado es, a mi juicio, el veneno, y una dosis elevada de nitrobenceno no significa sufrimiento alguno, ya que muy pronto sobreviene la pérdida del conocimiento.
—Puede ser —admitió Mr. Bradley—. Su observación es demasiado sutil para mi escasa intuición psicológica.
—Creo haber mencionado ya las demás condiciones. En cuanto a los hábitos metódicos deducidos de la minuciosa dosificación del veneno en cada bombón, mi teoría es que las dosis eran exactamente iguales a fin de que Bendix pudiese tomar dos de cualquiera de ellos, y tener la seguridad de que la cantidad ingerida, si bien produciría síntomas, no le resultaría fatal. El hecho de que él mismo haya ingerido el veneno es un detalle maestro. Y luego es natural que un hombre nunca coma tantos bombones como las mujeres. Es indudable que Bendix exageró mucho los síntomas, pero el efecto obtenido fue magistral.
»Deben de recordar ustedes, en este punto, que sólo tenemos su palabra sobre la conversación sostenida en la sala, cuando el matrimonio comió los bombones, así como sólo sabemos por él de la apuesta que dice haber existido. Gran parte de la conversación tuvo lugar, pues Bendix es un artista demasiado hábil para no haber aprovechado hasta el máximo todos los elementos verídicos del episodio. Pero estoy seguro de que no la dejó sola aquella tarde hasta que ella ingirió, o fue obligada a ingerir, por lo menos seis de los bombones, es decir, los necesarios para llegar a la dosis mortal del veneno. He aquí otra ventaja de haber dosificado el veneno con tanta exactitud.
—En fin —resumió Mr. Bradley—, que este tío Bendix es un gran hombre.
—Estoy convencido de ello —afirmó Roger solemnemente.
—¿Usted no abriga la menor duda de que él es el criminal? —preguntó Alicia Dammers.
—Ninguna —dijo Roger, sorprendido.
—¡Hum! —dijo Miss Dammers.
—¿Por qué? ¿Usted la tiene?
—¡Hum! —repitió Miss Dammers.
En aquel punto la conversación decayó.
—Bueno —dijo Bradley—, ¿qué opinan ustedes si entre todos demostramos a Sheringham que está equivocado?
Mrs. Fielder-Flemming estaba roja de emoción.
—Me temo que su teoría es perfectamente correcta —dijo en voz baja—, perfectamente correcta.
Pero Mr. Bradley no se mostró desalentado.
—No lo crea, Mrs. Fielder-Flemming. Estoy seguro de poder señalar uno o dos puntos atacables. Usted parece atribuir una importancia exagerada al motivo, Sheringham. ¿No cree usted que exagera? Cuando uno se aburre de la esposa, no la envenena, la abandona. Y en verdad, me cuesta creer, primero, que Bendix haya estado tan necesitado de dinero para invertir en sus negocios que haya llegado al asesinato a fin de obtenerlo, y segundo, que Mrs. Bendix haya sido tan tacaña como para negarse a acudir en ayuda de su esposo si éste necesitaba de ella tan urgentemente.
—En este caso, usted no conoce bien los respectivos caracteres de la pareja —dijo Roger—. Ambos eran obstinados como el que más. Fue Mrs. Bendix, no su marido, quien advirtió que los negocios de él eran un vaciadero inagotable de dinero. Yo podría darle una lista interminable de asesinatos cometidos por motivos menos poderosos que el que tenía Bendix.
—Aceptemos, pues, el motivo. Ustedes recordarán que Mrs. Bendix tenía un compromiso para el almuerzo el día de su muerte, que luego fue cancelado. ¿Acaso Bendix no lo sabía? Pues si lo sabía, ¿habría elegido para la entrega de los bombones un día en que su mujer no almorzaba en casa?
—Es el punto que yo estaba por señalar a Mr. Sheringham —observó Miss Dammers.
Roger pareció desconcertarse algo.
—Ese punto no me parece importante. De todas maneras, ¿por qué debía entregarle necesariamente los bombones durante el almuerzo?
—Por dos razones —repuso Bradley animadamente—. Primera, porque es lógico que haya deseado que cumpliesen su cometido lo más pronto posible, y segunda, porque siendo su esposa la única persona que podía contradecir su afirmación acerca de la apuesta, evidentemente deseaba silenciarla con la mayor rapidez.
—Está usted jugando con palabras —dijo Roger—, y me niego a caer en la trampa. En este caso, no veo por qué Bendix tenía que saber de su compromiso para el almuerzo. Constantemente ambos comían afuera, y no creo que hayan cuidado de informarse invariablemente de antemano.
—¡Hum! —dijo Bradley acariciando su bigote. Mr. Chitterwick se aventuró a levantar su abatida cabeza.
—En suma, usted basa toda su teoría en la apuesta, ¿no es eso, Mr. Sheringham?
—Y en la deducción psicológica que derivé de ella. Así es, enteramente.
—¿De modo que si fuese posible probar que la apuesta tuvo lugar, su caso se vería totalmente desvirtuado?
—¡Qué! ¿Tiene usted alguna prueba de que la apuesta tuvo lugar? —preguntó Roger, alarmado.
—¡No, no! ¡De ningún modo! Estaba pensando simplemente que, si alguien quisiese refutar su teoría, como lo propuso Bradley, sería necesario concentrar los argumentos sobre la existencia de la apuesta.
—¿Quiere usted decir que las digresiones alrededor del motivo, el compromiso para almorzar, y otros detalles menores, no vienen al caso? —preguntó Bradley amablemente—. ¡Ah! ¡Estoy de acuerdo! Pero sólo estaba tratando de poner a prueba los argumentos de Mr. Sheringham, no de refutar su teoría. ¿Y por qué? Porque pienso que su teoría es la correcta. El Misterio de los Bombones Envenenados, por lo que a mí se refiere, está resuelto.
—Muchas gracias, Mr. Bradley —dijo Roger.
—Por consiguiente, tres vítores por nuestro incomparable sabueso presidente —prosiguió Bradley con gran cordialidad—, y también por el ilustre Graham Reynard Bendix por la excepcional diversión que nos ha proporcionado. ¡«Hip, hip, hip, hurra»!
—¿Dice usted haber probado definitivamente la compra de la máquina de escribir y la relación de Bendix con el muestrario de la casa Webster, Mr. Sheringham? —preguntó Alicia Dammers, que aparentemente había estado absorbida en sus propios pensamientos.
—Sí, Miss Dammers —repuso Roger con gran complacencia.
—¿Podría darme el nombre del comercio que vendió la máquina?
—Se lo daré inmediatamente. —Roger arrancó una página de su libreta y copió el nombre y dirección del comercio.
—Gracias. Ahora ¿podría usted darme una descripción de la vendedora de la casa Webster que identificó la fotografía de Mr. Bendix?
Roger la miró algo incómodo. Ella le devolvió la mirada con su serenidad habitual. La aprensión de Roger aumentó; pero, a pesar de ello, hizo una descripción tan completa como le fue posible de la vendedora. Miss Dammers le agradeció los datos.
—Bueno. ¿Qué debemos hacer ahora? —insistió Mr. Bradley, a quien le agradaba aparentemente el papel de maestro de ceremonias—. Podríamos enviar una delegación a Scotland Yard, integrada por Sheringham y yo, a fin de informarle que sus preocupaciones han terminado.
—¿Cree usted que todos están de acuerdo con Mr. Sheringham?
—Naturalmente.
—¿No es costumbre someter a votación una cuestión de esta naturaleza? —sugirió Miss Dammers fríamente.
—«¡Lo sostendremos de común acuerdo!» —citó Mr. Bradley—. Sí, sigamos el procedimiento correcto. Bien, Mr. Sheringham propone que el Círculo acepte su solución del Misterio de los Bombones Envenenados, y envíe una delegación integrada por él mismo y por Mr. Bradley a Scotland Yard, a fin de conversar seriamente con la policía. Yo secundo la moción. Los que estén por la afirmativa… ¿Mrs. Fielder-Flemming?
Mrs. Fielder-Flemming trató en vano de ocultar su desaprobación de Mr. Bradley y su desaprobación de la idea propuesta por él.
—Tengo la impresión de que Mr. Sheringham ha probado su teoría —dijo vacilando.
—¿Sir Charles?
—Estoy de acuerdo —dijo Sir Charles severamente, desaprobando a su vez la frivolidad de Mr. Bradley.
—¿Chitterwick?
—También yo estoy de acuerdo.
Tal vez fue la imaginación de Roger, pero le pareció advertir una imperceptible vacilación en Chitterwick, antes de que emitiese su voto. Era como si tuviese algunas reservas mentales que no podía expresar. Roger decidió que se había equivocado.
—¿Y Miss Dammers? —concluyó Mr. Bradley. Miss Dammers miró a los circunstantes.
—No estoy de acuerdo. La exposición de Mr. Sheringham me parece sumamente ingeniosa, y en todo conforme con la reputación de que él goza. Pero, al mismo tiempo, la encuentro totalmente errónea. Mañana espero poder probar a ustedes quién es el autor del crimen.
El Círculo miró a Miss Dammers respetuosamente. Roger no podía dar crédito a sus oídos. Cuando intentó hablar, descubrió que le faltaba la voz. Lo único que emitió fue un sonido inarticulado.
Mr. Bradley fue el primero en recobrarse.
—La moción ha sido aprobada, aunque no unánimemente, señor presidente. Creo que esta situación tiene precedentes. ¿Puede decirme alguno de ustedes qué sucede cuando una moción no es aprobada por unanimidad?
Frente a la incapacitación temporaria del presidente, Miss Dammers tomó la atribución de decidir por sí misma.
—Creo que queda levantada la sesión —dijo. Y la sesión quedó levantada.