XII

ROGER estaba ocupado. Sin tener en cuenta las horas, ni el tiempo, se trasladaba en taxímetro de un lado a otro, tratando febrilmente de completar los detalles de su teoría antes de la noche. Si Mrs. Verreker-le-Mesurer, aquella criminóloga inconsciente, le hubiese visto, sus actividades le habrían parecido no sólo desconcertantes, sino sin objeto.

Por ejemplo, la tarde anterior a la noche en que debía hablar, Roger tomó su primer taxímetro, que le condujo a la Biblioteca Pública de Holborn, y una vez allí, pidió un libro de consulta sobre un tema altamente especializado. A continuación se dirigió a las oficinas de Weall y Wilson, conocida firma cuya función es proteger los intereses comerciales de sus suscriptores y proporcionarles informes estrictamente confidenciales sobre la estabilidad de cualquier empresa en la cual deseen invertir dinero.

Roger se presentó como un posible accionista por elevadas sumas, registró su nombre como suscriptor, llenó una serie de cuestionarios encabezados con el título de «Estrictamente Confidencial», y se negó a retirarse hasta que los señores Weall y Wilson prometieron, en consideración a ciertos pagos suplementarios, obtener los datos que solicitaba dentro de las veinticuatro horas subsiguientes.

Luego compró un diario y se encaminó a Scotland Yard donde buscó a Moresby.

—Moresby —le dijo sin mayores preámbulos—, deseo que me haga un gran favor. ¿Sería usted capaz de localizar a un conductor de taxímetro que recogió a un pasajero en Piccadilly Circus o sus inmediaciones alrededor de las diez de la noche anterior al asesinato de Mrs. Bendix, dejándole cerca del Strand, al final de Southampton Street? Búsqueme además otro taxímetro que recogió a un pasajero en el Strand, cerca de la calle Southampton, a las nueve y cuarto aproximadamente, dejándole cerca de Piccadilly Circus o en sus inmediaciones. El que más me interesa es el segundo; no estoy muy seguro del primero. También es probable que se haya utilizado el mismo taxímetro para ambos viajes, pero lo dudo. ¿Cree usted que podrá hacerlo?

—No creo que obtengamos resultados, al cabo de tanto tiempo —dijo Moresby, en tono de duda—. ¿Es realmente muy importante?

—Muy importante.

—Bien; haré la prueba, naturalmente, si usted lo quiere, Mr. Sheringham. Sé que puedo aceptar su palabra de que es importante. Pero no lo haría por ningún otro.

—Muchas gracias —dijo Roger efusivamente—. Trate de apresurar la gestión, por favor. Si llega a localizar al hombre, puede usted telefonearme al Albany mañana a la hora del té.

—¿Qué se propone usted?

—Estoy tratando de destruir una coartada muy ingeniosa.

Luego de separarse de Moresby, regresó a su alojamiento a comer.

Después de la comida estuvo demasiado ocupado, meditando, como para poder hacer otra cosa que salir a caminar. Al salir del Albany, anduvo sin objetivo fijo en dirección a Piccadilly. Recorrió el Circus, pensando todo el tiempo, y se detuvo un instante, por costumbre, a mirar distraídamente las fotografías de la nueva revista que se exhibían en la fachada del Pavilion. Cuando salió de su abstracción, se encontró frente al Haymarket, y luego dio un largo rodeo hasta la calle Jermyn, donde se detuvo frente al teatro Imperial, en medio de un tránsito alucinante, observando ociosamente a los últimos concurrentes que entraban apresuradamente en la sala.

Los anuncios de El cráneo crujiente le informaron que la terrible cosa comenzaba a las ocho y media. Miró su reloj, y vio que eran casi las nueve.

Tenía toda la noche por delante, y decidió entrar. A la mañana siguiente, muy temprano para Roger, es decir, a las diez y media, en un paraje desolado, en algún lugar más allá de los confines de la civilización, en suma, en Acton, se encontró conversando con una joven en la oficinas de la Compañía Anglo-Oriental de Perfumes. La joven estaba atrincherada detrás de una mampara, junto a la entrada principal, y sólo se comunicaba con el mundo exterior a través de una pequeña ventanilla con vidrios esmerilados. Si se golpeaba o llamaba con suficiente energía, la joven condescendía a abrir esa ventanilla lo suficiente como para poder responder con frases lacónicas a los importunos visitantes, cerrándola luego con un golpe brusco, para expresar que, a su entender, la entrevista había terminado.

—Buenos días —dijo Roger cortésmente, luego de que su tercer golpe hubo sacado a la joven de su fortaleza—. Venía a…

—Corredores, martes y viernes por la mañana de diez a once —dijo la joven, cerrando la ventanilla con uno de sus golpes más bruscos. Ello le enseñaría a insistir en negociar con una respetable firma inglesa los jueves por la mañana. «Me hace gracia», pareció decir el golpe.

Roger se quedó contemplando la ventanilla cerrada. Entonces comprendió que había algún error. Una vez más, golpeó la ventanilla. Al cuarto golpe, ésta se abrió como si algo hubiese estallado tras ella.

—Ya le he dicho —dijo la joven indignada— que atendemos a los corredores…

—Yo no soy corredor —dijo Roger rápidamente—. Por lo menos —agregó con precisión, recordando los inhospitalarios desiertos que había recorrido antes de llegar a aquel oasis—, no soy un corredor comercial.

—¿No desea usted vender nada? —preguntó la joven suspicazmente. Educada en la mejor tradición del método comercial inglés, era natural que contemplase con la mayor desconfianza a cualquiera que tuviese la intención de vender algo a su firma.

—Nada —repuso Roger con la mayor seriedad, impresionado a la vez por la repulsiva vulgaridad de semejante materialismo.

En aquel punto pareció que la joven, aunque lejos de estar dispuesta a hacer amistad con él, consentiría en tolerar su presencia durante algunos minutos.

—Bueno, ¿qué desea usted? —preguntó en tono de fatiga noblemente sobrellevada. Aparentemente eran pocas las personas que se aproximaban a aquella ventanilla con otra intención que la de hacer negocios con la casa. ¡Nada menos que hacer negocios!

—Soy abogado —le digo Roger—, y estoy estudiando el asunto referente a un tal Joseph Lea Hardwick, que estuvo empleado aquí. Lamento decir que…

—Lo siento mucho, pero nunca he oído hablar de ese señor —dijo la joven bruscamente, e insinuó por su vía habitual que la entrevista se había prolongado demasiado.

Una vez más Roger recurrió al puño de su bastón.

Después de repetidos golpes fue recompensado por una nueva aparición de la indignada joven.

—Ya le dije una y otra vez que…

Pero Roger estaba preparado.

—Bien, señorita, ahora le diré yo una cosa. Si se niega a responder a mis preguntas, le advierto que se va a encontrar en dificultades. ¿Ha oído hablar del desacato a la autoridad?

En ciertas ocasiones se puede utilizar la verdad algo inescrupulosamente. A veces hasta se justifican unos golpes de bastón. Aquélla era una de esas ocasiones.

La joven no pareció sentir temor, pero se mostró impresionada.

—Bueno, ¿qué desea usted saber? —preguntó resignada.

—Ese hombre, Joseph Lea Hardwick…

—¡Le he dicho ya que no le conozco!

Como la existencia de tal caballero databa de sólo dos o tres minutos, siendo, además, una existencia imaginaria en la mente de Roger, su creador estaba preparado para responder.

—Es posible que usted le conozca bajo otro nombre —dijo con aire misterioso.

Inmediatamente se despertó el interés de la joven. Estaba visiblemente alarmada y, cuando habló, su voz era estridente.

—Si se trata de un divorcio, le advierto que a mí no me va a complicar en nada. Yo no sabía siquiera que era casado. Además, no es el caso de que hubiese una causa. Quiero decir que…, bueno, por lo menos… son todas mentiras, de todos modos. Yo nunca…

—No se trata de un divorcio —se apresuró a aclarar Roger, a fin de contener el torrente de confidencias, y un tanto alarmado por aquellas revelaciones.

—No…, no tiene nada que ver con su vida privada. Se refiere a un hombre que traba jaba aquí…

—¡Ah! —El alivio de la falsa doncella se transformó en indignación—. ¡Pues, habérmelo dicho antes!

—… que estaba empleado aquí —prosiguió Roger firmemente—. En la sección nitrobenceno. Ustedes tienen una sección nitrobenceno, ¿no es verdad?

—Yo no la conozco.

Roger hizo un ruido que generalmente se transcribe como «¡Tch!».

—Usted sabe muy bien lo que quiero decir. La sección que manipula el nitrobenceno utilizado en la fábrica. ¡No me va a negar que se utiliza nitrobenceno en la fábrica! ¡Y en grandes cantidades!

—¿Qué hay de malo en ello?

—La firma que represento ha recibido información de que ese hombre murió a consecuencia de no haber sido advertido el personal acerca de los peligros de la sustancia. Me gustaría…

—¿Cómo? ¿Murió uno de los empleados? ¡No lo creo! Habría sido la primera en saberlo si…

—Han tratado de ocultarlo —interrumpió Roger—. Deseo que me muestre usted una copia de los avisos distribuidos en la fábrica sobre los peligros del nitrobenceno.

—Lo siento mucho, pero no puedo complacerle.

—¿Quiere usted decir —dijo Roger, sumamente indignado—, que no hay tales avisos? ¿Ni siquiera les han advertido que se trata de una substancia tóxica?

—Yo no he dicho eso. Naturalmente que saben que es tóxica. Todo el mundo lo sabe, y se manipula con mucho cuidado. Estoy segura de ello. Lo que sucede es que no tenemos avisos colgados en las paredes. En fin, si desea saber algo más, vaya a ver a uno de los directores. Yo…

—Muchas gracias —dijo Roger—. Me he enterado de todo lo que deseaba saber. —Y esta vez dijo la verdad—. ¡Buenos días!

Lleno de júbilo, emprendió el regreso a la ciudad, dirigiéndose luego a la imprenta de Webster en un taxímetro.

La imprenta de Webster es para el oficio lo que Montecarlo para la Riviera. La imprenta de Webster es, en efecto, la imprenta más importante de Londres. Era, pues, natural que Roger se dirigiese allí a encargar un papel impreso en forma especial.

A la joven apostada detrás del mostrador le explicó con muchos detalles lo que deseaba exactamente. La joven le entregó un libro-muestrario, pidiéndole que lo examinase para ver si encontraba allí algo de su agrado. Mientras Roger lo hojeaba, se dedicó a atender a otro cliente. A decir verdad, estaba ya algo fatigada de Roger y de sus explicaciones.

Aparentemente Roger no halló un estilo de su gusto, pues, dejando el libro, se deslizó lentamente a lo largo del mostrador, hasta encontrarse en el territorio dominado por otra vendedora. Una vez más procedió a especificar detalladamente lo que deseaba, y otra vez recibió un muestrario. Como éste era otro ejemplar de la misma edición, no podía resultar sorprendente que Roger no hallase nada en él.

Por tercera vez se deslizó a lo largo del mostrador, y por tercera vez recitó su «saga» a una tercera vendedora. Ésta conocía ya su juego, y, sin decir una palabra, le entregó su muestrario. Por fin Roger tuvo su recompensa. El muestrario era de la misma edición, pero no una copia exacta.

—Estoy seguro de que ustedes tienen lo que necesito —observó fastidiado, mientras hojeaba el muestrario—. Me recomendó esta casa un amigo mío que es sumamente exigente. ¡Sumamente exigente!

—¡Qué interesante! —comentó la joven, tratando de demostrar interés. Era una empleada muy joven, lo suficientemente joven como para tomar al pie de la letra la técnica de ventas que estudiaba en sus horas libres. Y una de las reglas fundamentales que debe observar un buen vendedor, según había aprendido, era acoger el comentario más trivial de un presunto comprador con la misma respetuosa admiración con que se escuchan los vaticinios de un adivino, cuando éste nos dice que un desconocido de allende los mares nos enviará una carta legándonos su fortuna.

»¡Es verdad! —dijo, recordando todas las recomendaciones de sus textos—. Algunas personas son muy exigentes, hay que reconocerlo.

—¡Válgame Dios! —Roger pareció sumamente sorprendido—. ¿Sabe usted? Creo que tengo una fotografía de mi amigo en la cartera. ¡Qué extraordinaria casualidad!

—¡Extraordinaria! —dijo la diligente vendedora. Roger sacó la providencial fotografía y la puso sobre el mostrador.

—¡Aquí está! ¿Lo reconoce usted?

La joven tomó la fotografía y la examinó detenidamente.

—¿Ése es su amigo? ¡Pues sí que es extraordinario! ¡Sin duda lo reconozco! ¡Qué casualidad!, ¿no?

—Creo que mi amigo estuvo aquí por última vez hace unos quince días —dijo Roger—. ¿Recuerda usted?

La joven reflexionó.

—Sí, hace quince días aproximadamente. Sí, más o menos. Ésta es una clase que estamos vendiendo mucho de un tiempo a esta parte.

Roger adquirió una enorme cantidad de papel de cartas que no necesitaba para nada, simplemente para manifestar de algún modo su satisfacción. Y como en realidad la vendedora era muy simpática, era una vergüenza aprovecharse de su buena fe.

Luego regresó a su casa a almorzar.

Pasó gran parte de la tarde tratando aparentemente de adquirir una máquina de escribir de segunda mano. Insistía en que debía ser una Hamilton 4. Cuando los vendedores le ofrecían otra marca o modelo, la rechazaba, diciendo que un amigo había comprado una Hamilton hacía unos tres meses y se la recomendaba insistentemente. A continuación, observaba que, tal vez su amigo la había adquirido en aquel mismo comercio. Parecía que casi ningún comercio había vendido máquinas de esa marca en los últimos dos meses, lo cual era muy raro para Roger. Pero en uno habían vendido una recientemente, lo cual le pareció aún más extraño.

El complaciente vendedor buscó la factura de la compra, comprobando que había tenido lugar hacía un mes. Roger descubrió que tenía una fotografía de su amigo, y el vendedor convino inmediatamente en que él y su comprador eran una misma persona. Como también podía ofrecer a Roger otra Hamilton 4 en perfectas condiciones, éste la adquirió, no atreviéndose a rechazarla.

También Roger estaba comprobando que, para una persona que no cuenta con el apoyo oficial, el oficio de detective es singularmente costoso. Pero, como Mrs. Fielder-Flemming, nunca escatimaba el dinero invertido en una buena causa.

Tomó el té en su departamento y luego permaneció allí, esperando el llamado de Moresby, lo único que le restaba por hacer. El llamado se produjo cuando menos lo esperaba.

—¿Es usted, Mr. Sheringham? Tengo aquí catorce conductores de taxímetros amontonados en mi oficina —dijo Moresby ofensivamente—. Todos condujeron pasajeros de Piccadilly Circus al Strand o viceversa, a la hora que usted señaló. ¿Qué hago con ellos?

—Reténgalos allí hasta que yo llegue —repuso Roger con dignidad, y tomó apresuradamente su sombrero. No había esperado reunir más de tres, pero no tenía intención de permitir que Moresby lo sospechase.

La entrevista con los catorce hombres fue inesperadamente breve. Roger mostró la fotografía a cada uno de ellos, sosteniéndola de modo que Moresby no la viese. Ninguno de los conductores pudo identificarla, pero todos sonreían con expresión de mofa, lo que le hizo sospechar que antes de su llegada, Moresby les había hecho algunos comentarios jocosos sobre sus métodos detectivescos.

Moresby despidió a los conductores con una amplia sonrisa.

—Es una lástima, Mr. Sheringham. Esto significará un obstáculo para la teoría que está tratando de elaborar. ¿No es verdad?

Roger sonrió con aire de superioridad.

—Al contrario, mi querido Moresby, me ha servido para completarla.

—¿Le ha servido para qué?… —preguntó Moresby, tan sorprendido que olvidó su sintaxis—. ¿Qué está tramando usted, Mr. Sheringham?

—¡Pero, yo creí que usted lo sabía! ¿Acaso no nos están vigilando?

—Sí, pero… —Moresby parecía algo contrariado—. A decir verdad, Mr. Sheringham, su gente está siguiendo pistas tan diversas, que ordené suspender la vigilancia. No valía la pena continuarla.

—¡Querido amigo…! —dijo Roger gentilmente—. ¡Muy amable! Bien; es un pequeño mundo, ¿no es cierto?

—¿Qué pista ha seguido usted, Mr. Sheringham? ¡Supongo que no tendrá inconveniente en decirme eso, por lo menos!…

—Ninguno, Moresby. Estuve realizando el trabajo que les correspondía a ustedes. ¿Le interesa a usted saber que he descubierto quién envió los bombones a Sir Eustace?

Moresby lo observó un instante.

—Me interesa sobremanera, Mr. Sheringham. Esto es, siempre que sea la persona que buscamos.

—Pues, lo he descubierto —dijo Roger con una displicencia que hubiese hecho honor a Mr. Bradley—. Le entregaré un informe tan pronto como tenga ordenados mis datos. Ha sido un caso interesante —agregó conteniendo un bostezo.

—¿Cree usted, Mr. Sheringham? —dijo Moresby, sin lograr ocultar su curiosidad.

—Fue interesante en muchos aspectos. Pero absurdamente simple, una vez que descubrí el factor esencial del crimen. De una sencillez ridícula. Bueno, le enviaré el informe uno de estos días. ¡Hasta pronto! —y salió de la oficina.

Debe reconocerse que Roger tenía la habilidad de ser exasperante cuando le llegaba el momento.