—SIEMPRE he pensado —prosiguió Bradley, ya repuesto—, siempre he pensado que los asesinatos pueden ser clasificados en dos grupos: abiertos y cerrados. Por asesinato cerrado se entiende el crimen cometido dentro de un círculo limitado de personas, por ejemplo, una familia y sus huéspedes, en el cual se sabe que el culpable se encuentra entre los miembros de un grupo determinado. Éste es el tipo más común en la literatura detectivesca. Un asesinato abierto es aquél en que el asesino no se encuentra dentro de ningún grupo en particular, sino que podría ser cualquier persona. Esto es, sin duda, lo que sucede casi invariablemente en la vida real.
»El caso que estamos estudiando ofrece la peculiaridad de que no es posible situarlo definidamente en ninguna de las dos categorías mencionadas. La policía opina que se trata de un asesinato abierto; los dos oradores que me precedieron lo consideran un asesinato cerrado.
»Todo depende del móvil. Si estamos de acuerdo con la policía en que es obra de algún fanático o criminal insano, indudablemente se trata de un asesinato abierto. Cualquiera que no tenga la correspondiente coartada en nuestra ciudad, podría ser sospechado de haber enviado el paquete. Si, en cambio, pensamos que el móvil ha sido personal, relacionado directamente con Sir Eustace, el criminal tiene que encontrarse dentro del círculo limitado de personas que han tenido relación con Sir Eustace en una u otra circunstancia.
»Y al referirme al envío del paquete, debo hacer una disquisición para relatarles algo de verdadero interés. ¡Dentro de lo que creo saber, es probable que yo haya visto al asesino con mis propios ojos en el momento de introducir el paquete en el buzón! La casualidad quiso que aquella noche yo pasase por la calle Southampton a las nueve menos cuarto. Mal pude adivinar entonces, como diría Edgar Wallace, que el primer acto de este drama trágico estaba tal vez desenvolviéndose delante de mis inocentes ojos. En ningún momento me llevó a detenerme el presentimiento de un desastre. Evidentemente, la Providencia escatimaba los presentimientos aquella noche. Pero si sólo mis instintos perezosos me lo hubiesen advertido, ¡cuántas dificultades habría ahorrado a todo el Círculo! En fin —agregó Bradley melancólicamente—, así es la vida.
»Pero todo esto tiene poco que ver con lo que pensaba decirles. Estábamos hablando de asesinatos abiertos y cerrados.
»Tenía la determinación de no formarme juicios definitivos en ningún sentido, de modo que, para no arriesgar ninguna conclusión prematura, encaré este caso como un asesinato abierto. Estaba, pues, en la posición de que cualquier persona podía caer bajo sospecha. Para limitar algo este campo de acción, me dediqué a reconstruir mentalmente la personalidad del asesino que lo había cometido en realidad, utilizando para ello los pocos indicios que dejó tras sí.
»Mis conclusiones sobre la elección del nitrobenceno estaban hechas, como he señalado ya. Pero, como corolario de la conclusión referente a una buena educación, agregué el comentario: buena educación, pero no en los internados tradicionales de Inglaterra, ni en la Universidad. ¿No está usted de acuerdo, Sir Charles? La verdad es que nadie proveniente de esos ambientes podría haber cometido este crimen.
—Hombres educados en nuestros internados han cometido asesinatos antes de ahora —señaló Sir Charles, sin comprender.
—Tiene usted razón, pero no con un método tan poco caballeresco como éste. El código de nuestros colegios tradicionales tiene seguramente algún significado. Por lo menos, mucha gente que ha recibido esa educación me lo ha señalado más de una vez. Este asesinato no ha sido perpetrado por un caballero. Cuando un caballero se decide a cometer un acto tan poco convencional, utiliza un hacha o un revólver, o cualquier arma que le permita enfrentarse con su víctima. Nunca asesina a otro hombre por la espalda, por así decirlo. Estoy seguro de ello.
»Además, otra conclusión obvia es que se trata de una persona de gran destreza manual. Desenvolver los bombones, vaciados, llenarlos nuevamente, obturarlos con chocolate fundido y envolverlos de nuevo, evitando que parezcan haber sido tocados, no es fácil, les aseguro. Y no olviden que el asesino trabajó con guantes.
»Primero pensé que esta extraordinaria limpieza indicaba que el asesino era una mujer. Pero posteriormente hice una experiencia con una docena de personas amigas, hombres y mujeres, haciéndoles repetir el proceso, y de todos, sólo yo, debo señalarlo con orgullo, logré hacerlo sin dejar rastros en los bombones. En consecuencia, no fue necesariamente una mujer. Pero, sea quien fuere, se trata de una persona de gran destreza manual.
»Veamos ahora el punto referente a la exacta dosificación del veneno. Me parece muy revelador, pues indica un espíritu metódico, con fuerte tendencia a la simetría. Hay personas así, que no pueden soportar que dos cuadros estén colgados asimétricamente. Sé lo que digo, porque yo soy un poco así. En mi opinión, la simetría es sinónimo de orden. Comprendo muy bien que el asesino haya llenado los bombones como lo hizo. Es lo que yo habría hecho inconscientemente.
»Creo que debemos atribuirle una inteligencia creadora. Un crimen como éste no se realiza siguiendo un impulso, sino que se planea, paso a paso, escena por escena, exactamente como una obra teatral. ¿No lo cree usted, Mrs. Fielder-Flemming?
—No se me había ocurrido, pero es posible.
—Le aseguro que lo es. El asesino debió dedicar mucho tiempo y reflexión a llevar a cabo el crimen. No creo que debamos detenernos mucho en la posibilidad de un plagio de otros crímenes. Las inteligencias más fecundas suelen no tener a menos adaptar ideas ajenas a sus fines. Yo mismo suelo hacerlo. Supongo que usted también, Mr. Sheringham; usted también, sin duda, Miss Dammers; y usted, Mrs. Fielder-Flemming. ¡Vamos, seamos sinceros!
Un murmullo afirmativo sirvió para expresar que de vez en cuando se producían casos como el citado por Bradley.
—Lo suponía. Recuerden ustedes que Sullivan acostumbraba adaptar música religiosa, y llegó a convertir un canto gregoriano en Un Par de Ojos Resplandecientes, o algo igualmente frívolo. El recurso es, pues, aceptable. Bien, tenemos todos estos elementos que aportar al retrato de nuestro asesino. Por último, su psicología debe presentar esa característica de inhumanidad fría e implacable del envenenador. Creo que esto es todo. Pero es bastante. Cualquiera podría reconocer al criminal si se encontrase frente a una persona con características tan peculiares.
»¡Ah! Hay otro punto que no debo omitir. Me refiero al crimen que a mi juicio ofrece un perfecto paralelo con éste. Me sorprende que nadie lo haya mencionado, ya que ofrece una notable semejanza con el caso que nos ocupa. No es un caso muy divulgado, pero posiblemente todos ustedes lo conocen. Me refiero al asesinato del doctor Wilson en Filadelfia, hace exactamente veinte años.
»Lo esbozaré brevemente. Una mañana, el doctor Wilson recibió lo que parecía ser una botella de cerveza y, adjunta a ella, una carta, escrita aparentemente en papel de la cervecería. Wilson bebió la cerveza durante el almuerzo y murió. La cerveza estaba saturada de cianuro de potasio.
»Pronto se estableció que la cerveza no provenía de la fábrica, que nunca enviaba muestras a particulares. Había sido despachada por la oficina de correos local. Lo único que se logró averiguar fue que había sido entregada para su envío por un desconocido. La etiqueta impresa y la carta eran falsificadas, impresas expresamente.
»El misterio nunca fue resuelto. No fue posible localizar la imprenta, a pesar de que la policía recorrió todos los talleres gráficos del país. Tampoco se pudo establecer el móvil del crimen. He aquí un típico asesinato abierto. La botella llegó de no sabemos dónde, y allí permaneció el asesino.
»No les pasará inadvertida la semejanza con el caso Bendix, particularmente en cuanto al uso de una muestra como instrumento del crimen. Como dijo Mrs. Fielder-Flemming, la semejanza es demasiado estrecha para ser casual. Nuestro asesino tiene que haber conocido el caso Wilson, y el éxito obtenido por su autor. La verdad es que puede haber existido un móvil poderoso. Wilson se dedicaba a provocar abortos, y alguien ha de haber deseado castigarle. Un caso de conciencia, me imagino. Hay personas que la tienen. En este factor reside la segunda analogía con nuestro crimen. Sir Eustace era reconocidamente un peligro para la sociedad. Y ello va en apoyo de la teoría policial sobre un fanático anónimo. En mi opinión, tal punto de vista es muy defendible. Pero debo seguir con mi exposición.
»Alcanzada esta etapa, preparé una tabla de mis conclusiones e hice una lista de las condiciones que debía llenar el criminal. Estas condiciones son tantas y tan diversas, Sir Charles, que, si fuese posible hallar a alguien que las llenase, las probabilidades de que fuese el culpable serían no ya de un millón, sino de varios millones contra uno. No es ésta una afirmación ligera, sino un hecho matemáticamente establecido.
»He anotado doce condiciones, y las probabilidades matemáticas de que se cumplan en un solo individuo son, según mis cálculos, de cuatrocientos setenta y nueve millones mil seiscientas contra una. Y esto sería, no lo olviden ustedes, siempre que las probabilidades fuesen parejas. Pero no lo son. Por ejemplo, que el asesino tenga nociones de criminología es una probabilidad de diez contra una. En cambio, que tenga oportunidades de obtener papel de escribir de la casa Mason es de ciento contra una.
»Bueno, en conjunto —afirmó Bradley—, yo diría que las probabilidades son aproximadamente de cuatro billones setecientos noventa mil millones quinientas dieciséis mil cuatrocientas cincuenta y ocho contra una. En otros términos, es una imposibilidad. ¿No lo creen ustedes?
Todos estaban demasiado anonadados por las cifras astronómicas citadas por Bradley para mostrarse en desacuerdo.
—Muy bien, estamos todos de acuerdo, pues —dijo Mr. Bradley alegremente—. Leeré mi lista.
Luego de buscar en su libreta, comenzó a leer lo que sigue:
«Condiciones que debe llenar el criminal».
1 - Debe tener por lo menos conocimientos elementales de química.
2 - Debe tener por lo menos conocimientos elementales de criminología.
3 - Debe tener una buena educación, aunque no necesariamente proveniente de internados particulares ni de universidades.
4 - Debe poseer papel de la casa Mason, o haber tenido acceso a él.
5 - Debe poseer una máquina de escribir Hamilton 4, o haber tenido acceso a ella.
6 - Debe haber estado en las inmediaciones de la calle Southampton, en el barrio del Strand, durante la hora crítica, es decir, entre las 8.30 y las 9.30 de la noche anterior al crimen.
7 - Debe poseer una estilográfica Onix con pluma mediana, o haber tenido acceso a ella.
8 - Debe poseer un frasco de tinta Harfield, o haber tenido acceso a él.
9 - Debe poseer una mentalidad creadora, pero no tener a menos adaptar ideas ajenas.
10 - Debe tener una destreza manual superior a la habitual.
11 - Debe ser una persona de hábitos metódicos, probablemente con fuerte tendencia a la simetría.
12 - Debe poseer la inhumana frialdad del envenenador.
—Como ven ustedes —dijo Mr. Bradley, guardando su libreta—, también yo estoy de acuerdo con Sir Charles en que el asesino nunca habría confiado el despacho del paquete a otra persona. No quiero dejar de señalar otro punto, con fines de referencia. Si alguno de ustedes desea ver una estilográfica Onix, con pluma mediana, puede examinar la mía. Y, por una casualidad, la he llenado con tinta Harfield.
La estilográfica de Bradley circuló lentamente en torno de la mesa, mientras éste, arrellanado en su sillón, vigilaba su trayecto con una sonrisa paternal.
—Y eso es todo —dijo, cuando le hubieron devuelto la estilográfica.
A Roger le pareció vislumbrar la explicación en el resplandor que aparecía de vez en cuando en los ojos de Bradley.
—¿Quiere usted decir —dijo— que el problema está todavía sin resolver? En otros términos, ¿que los cuatro billones de probabilidades han sido demasiadas para usted? ¿No le fue posible hallar a nadie que cumpliese sus condiciones?
—Pues bien —dijo Bradley, con inusitada reticencia—, ya que insisten en saberlo, debo decirles que he hallado una persona.
—¡Muy bien! ¡Quién! ¿Quién es?
—¡Ah! Me ponen ustedes en aprietos —respondió Bradley—. En verdad me cuesta decirlo. ¡Es tan ridículo!
Un coro de quejas, ruegos y exhortaciones se dejó oír inmediatamente. Nunca se había visto Bradley rodeado de tanta popularidad.
—Se van a reír de mí si lo digo.
Era evidente que cualquiera de los presentes preferiría sufrir las torturas de la Inquisición antes que reírse de Mr. Bradley. Nunca hubo personas menos dispuestas a alegrarse a costa de Mr. Bradley que las que estaban allí reunidas.
Mr. Bradley cobró ánimo.
—Bueno, es muy difícil expresarlo. Verdaderamente, no sé cómo empezar. Si yo les demuestro que la persona que voy a señalar no sólo llena mis condiciones, sino que además tenía un cierto interés, aunque indirecto, en enviar los bombones a Sir Eustace, ¿me promete usted, Mr. Sheringham, que los presentes me darán sus valiosos consejos acerca de cuál es mi deber?
—¡Sí, hombre, sí! —convino Roger rápidamente y con incontenible interés. Una vez más, había estado casi seguro de tener la solución, pero ahora sentía que él y Bradley no habían llegado al mismo resultado. Y Bradley estaba por señalar al culpable…
—¡Gran Dios! ¡Sí! —repitió.
Mr. Bradley miró por turno a los circunstantes con aire preocupado.
—Pero ¿es posible que no sepan a quién me refiero? ¡Y yo que creí haberlo insinuado en cada una de mis frases!
Nadie comprendió a quién se refería.
—La única persona, dentro de lo que he podido establecer, que llena las doce condiciones —dijo Bradley lentamente, mientras pasaba la mano por sus cabellos cuidadosamente aplastados—, pues bien, lo diré de una vez… No es mi hermana…, sino…, sino… ¡Yo!
Se produjo un silencio de estupefacción.
—¿Dijo usted…, usted? —preguntó finalmente Mr. Chitterwick.
Mr. Bradley le miró con ojos melancólicos.
—Es evidente. Yo tengo conocimientos más que elementales de química. Sé hacer nitrobenceno, y lo he preparado con frecuencia. Yo soy criminólogo. Yo he tenido una educación más o menos sólida, aunque no he concurrido a internados particulares ni a la universidad. Yo he tenido acceso al papel de cartas de la casa Mason. Yo poseo una máquina de escribir Hamilton. Yo estuve en la calle Southampton durante la hora crítica. Yo tengo una estilográfica Onix, con pluma mediana, llena con tinta Harfield. Yo tengo lo que podría llamarse un espíritu creador, pero no desdeño adaptar ideas ajenas. Yo tengo una destreza manual algo más que mediana. Yo soy una persona de hábitos metódicos, con una fuerte inclinación hacia la simetría. Y, aparentemente, yo tengo la inhumana frialdad del envenenador.
»Así es —suspiró Bradley—. No hay que hacerle. Yo envié los bombones a Sir Eustace.
»No pudo ser otro. Lo he probado en forma definitiva. Y lo extraordinario es que no recuerdo nada del hecho. Supongo que lo hice mientras estaba pensando en otra cosa. He notado que mi distracción aumenta día a día.
Roger luchaba contra un deseo incontenible de reír a carcajadas. A pesar de ello, logró mantener la gravedad propia de su investidura.
—¿Y cuál cree usted que ha sido su móvil, Bradley?
Bradley pareció salir de su abatimiento.
—Comprendo que aquí se hallaba la dificultad. Durante mucho tiempo no logré determinar mis móviles para el crimen, ni siquiera establecer relación alguna entre Sir Eustace y yo. He oído hablar de él, sin duda, como cualquiera que haya concurrido al Rainbow. Sabía que es un individuo objetable. Pero no tenía ningún resentimiento personal contra el hombre. Por lo que a mí se refiere, puede ser todo lo objetable que quiera. Tampoco creo haberle visto nunca. Sí, el móvil constituía un verdadero obstáculo, porque, indudablemente, tenía que haber un móvil. De otro modo, ¿por qué habría de haber intentado matarle?
—¿Y encontró usted el móvil?
—Creo que sí —dijo Bradley con orgullo—. Luego de devanarme los sesos durante muchos días, recordé que una vez me había sorprendido diciendo a un amigo, durante una conversación sobre temas policiales, que la ambición de mi vida era cometer un asesinato, pues estaba seguro de poder hacerla impunemente. Señalé luego que la sensación de peligro debía de ser estupenda, y que ningún juego de azar podría proporcionar sensaciones como aquélla. En realidad, el asesino hace una apuesta con la policía, ofreciendo como prendas la vida propia y la de la víctima. Si sale impune, gana ambas. Si es castigado, las pierde. Para un hombre como yo, que tengo la desgracia de sentirme perpetuamente hastiado de las diversiones habituales, el asesinato sería la diversiónpar excellence.
—¡Ah! —comentó Roger.
—Cuando recordé esta conversación —prosiguió Bradley con gran seriedad—, me pareció significativa en extremo. Inmediatamente fui a ver a mi amigo, y le pregunté si la recordaba y si estaría dispuesto a jurar que en efecto había tenido lugar. Mi amigo estaba dispuesto a ello. Además, pudo agregar otros detalles tan comprometedores, que tomé su declaración por escrito.
»Para ilustrar mi idea, mi amigo me dijo que procedí a desarrollar un posible método para llevar a cabo un crimen. Lo obvio, dije, era elegir una figura cuya supresión significase un beneficio para el mundo, no necesariamente un político, puesto que a la vez debía eludir lo excesivamente obvio, y asesinarla a la distancia. Para aumentar el interés del juego, debía dejar uno o dos rastros más o menos confusos. Aparentemente, dejé más de los que pensaba.
»Mi amigo terminó diciendo que, cuando me separé de él aquella noche, expresé la más firme intención de cometer mi asesinato en la primera oportunidad. No sólo sería para mí la diversión ideal, sino que la experiencia me sería de enorme valor como escritor de novelas policiales.
»Con esto —dijo Mr. Bradley con dignidad—, creo dejar establecido el móvil.
—El asesinato experimental —observó Roger—. Sería una nueva categoría. ¡Qué interesante!
—No, asesinato por depravados buscadores de sensaciones —le corrigió Mr. Bradley—. Hay un precedente, como usted recordará. «Loeb y Leopold».[4] Pues bien, he probado mi caso.
—Lo ha probado usted definitivamente, por lo que puedo juzgar. No veo ni un punto débil en sus argumentos.
—Me he esmerado en elaborar una teoría mucho más sólida que las que acostumbro presentar en mis libros. Usted podría hacerme condenar fácilmente con semejante evidencia, ¿no es verdad, Sir Charles?
—Me gustaría estudiarla más detenidamente, Bradley, pero, a primera vista, yo diría que, dentro de las limitaciones de la evidencia circunstancial, que, por otra parte, para mí es fundamental, no veo ningún motivo para dudar de que usted envió los bombones a Sir Eustace.
—¿Y si yo le dijese aquí mismo que los envié en realidad? —preguntó Bradley.
—Yo no tendría por qué no creerle.
—Pues, le diré a usted: no los envié. Pero si se me concede tiempo, estoy dispuesto a probar en forma igualmente convincente que el culpable es el arzobispo de Canterbury o Sybil Thorndike, o Mrs. Robinson-Smythe, de «Los Laureles», Acacia Road, Upper Tooting, o el presidente de los Estados Unidos, o quienquiera en este mundo cuyo nombre les interese.
»Esto, en cuanto se refiere a las pruebas. Elaboré todo el caso contra mí mismo sobre una coincidencia, la de que mi hermana tenía en su poder unas hojas de papel de Mason e Hijos. No he dicho nada que no sea verdad. Pero no he dicho toda la verdad. El testimonio artístico, como todo testimonio, es simplemente una cuestión de selección. Si sabemos qué incluir y qué omitir, es posible probar lo que se quiera en términos totalmente convincentes. Yo lo hago en todos mis libros, y ningún crítico me ha atacado hasta ahora por mis argumentos poco sólidos o ilógicos. Aunque, en verdad —agregó Bradley modestamente—, no creo que ningún crítico lea mis libros.
—Es muy ingeniosa su teoría —comentó Alicia Dammers—, además de ser altamente instructiva.
—Muchas gracias —murmuró Mr. Bradley, halagado.
—En fin, en resumen —declaró Mrs. Fielder-Flemming bruscamente—, usted no tiene la menor idea de quién es el asesino.
—Sí, la tengo —repuso Bradley lánguidamente—, pero no puedo probarlo. De modo que es inútil que se lo diga.
Inmediatamente todo el mundo prestó atención.
—¿Ha descubierto usted al culpable, a pesar de todas las probabilidades en contra que mencionó? —preguntó Sir Charles.
—Sí, la mujer en quien pienso llena todas mis condiciones. Tiene que llenarlas, puesto que cometió el crimen. Pero desgraciadamente, no he podido corroborar todos los datos.
—¡La mujer! —exclamó Mr. Chitterwick.
—¡Ah, sí! Es una mujer. Esto es lo más evidente de todo el caso. Y, dicho sea de paso, es uno de los puntos que omití señalar hace un rato. En verdad me sorprende que nadie haya hecho la observación hasta ahora. Si algo resulta evidente en este asunto, es que se trata de la obra de una mujer. Nunca se le ocurriría a un hombre enviar bombones a otro. Enviaría una navaja envenenada, o whisky, o cerveza, como el asesino del infortunado doctor Wilson. Evidentemente se trata de una mujer.
—No estoy seguro de ello —murmuró Roger. Mr. Bradley le dirigió una mirada.
—¿No está usted de acuerdo, Mr. Sheringham?
—Sólo expresé una duda. Me parece un punto muy discutible.
—Irrebatible, diría yo —dijo Bradley con fingida indiferencia.
—Pues bien —dijo Miss Dammers, impaciente ante estos rodeos—. ¿Nos va a decir usted quién fue, Mr. Bradley?
Éste la miró irónicamente.
—Pero, ya les dije que era inútil, puesto que no puedo probarlo. Además, media el honor de la interesada.
—¿Va usted a mencionar la ley sobre calumnias, a fin de salir del paso?
—No, en modo alguno. No tengo el menor inconveniente en señalarla como asesina, pero hay algo mucho más importante. Esta mujer ha sido amante de Sir Eustace en una época, y hay un código sobre la reserva a guardar en estos casos.
—¡Ah! —observó Mr. Chitterwick.
—¿Iba a decir usted algo? —preguntó Bradley.
—No, no. Me estaba preguntando si usted habrá seguido el mismo camino de investigación que yo.
—¿Se refiere usted a la hipótesis de una amante repudiada?
—Pues bien —dijo Mr. Chitterwick, muy incómodo—, sí.
—Comprendo. ¿De modo que descubrió usted ese camino, Mr. Chitterwick? —El tono de Mr. Bradley era el de un maestro benévolo cuando palmea la cabeza de un alumno precoz—. Evidentemente es el verdadero. Considerando el crimen en conjunto, y examinado el carácter de Sir Eustace, una amante des pechada, ciega de celos, se destaca como un fanal. He aquí otro de los puntos que omití cuidadosamente en mi lista de condiciones. Número 13, el criminal debe ser una mujer. Y volviendo al testimonio artístico, tanto Sir Charles como Mrs. Fielder-Flemming lo utilizaron cuando omitieron establecer una relación entre el nitrobenceno y sus respectivos asesinos, si bien tal relación es esencial en ambos casos.
—Entonces, ¿usted cree verdaderamente que el móvil del crimen han sido los celos? —preguntó Mr. Chitterwick.
—Estoy plenamente convencido de ello —respondió Mr. Bradley—. Pero les diré algo más, de lo cual no estoy tan seguro. Esto es, de que la víctima elegida haya sido Sir Eustace.
—¿Que no haya sido la víctima elegida? —preguntó Roger con tono aprensivo—. ¿Y cómo llegó usted a esa suposición?
—Pues bien, he descubierto que Sir Eustace tenía un compromiso para el almuerzo el día del crimen. Parece haber guardado gran secreto acerca de él, y sin duda era con una mujer, no sólo con una mujer, sino con una mujer en la cual Sir Eustace estaba algo más que interesado. No creo que haya sido Miss Wildman, sino más bien alguien cuya existencia Sir Eustace quería que ésta ignorase. Pero mi opinión es que la mujer que envió los bombones sabía de esta proyectada cita. La cita fue cancelada, pero es posible que, en cambio, haya ignorado esta cancelación.
»Mi idea, y es tan sólo una idea que de ninguna manera puedo probar, aunque ella hace de los bombones un instrumento más lógico aún, es que éstos estaban destinados no a Sir Eustace, sino a la rival de quien los envió.
—¡Ah! —murmuró Mrs. Fielder-Flemming.
—Ésta es una idea totalmente nueva —gruñó Sir Charles.
Roger había recorrido mentalmente los nombres de las innumerables amistades femeninas de Sir Eustace. Hasta entonces no había logrado relacionar a ninguna de ellas con el crimen, ni tampoco podía hacerla ahora. Con todo, no creía que se le hubiera escapado el nombre de ninguna.
—Si la mujer a que usted se refiere, Bradley, era en realidad la amante de Sir Eustace, no creo que deban preocuparle las convenciones de honor. Es seguro que su nombre está en boca de todos los socios del Rainbow, si no en la de todos los socios de todos los clubs de Londres. Sir Eustace no es un hombre reservado.
—Puedo asegurar a Mr. Bradley —dijo Miss Dammers con ironía— que el código de honor de Sir Eustace es mucho menos rígido que el suyo propio.
—En este caso —repuso Bradley—, no lo creo.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que estoy seguro de que, aparte de mi informante involuntario, de Sir Eustace y de mí mismo, nadie conoce esta relación. Salvo la mujer en cuestión —agregó Bradley delicadamente—. Naturalmente, a ella no puede habérsele escapado.
—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Miss Dammers.
—Eso —replicó Bradley tranquilamente— es algo que no puedo decir.
Roger se acarició el mentón. Era posible que hubiese otra mujer de la cual no había oído nada. En tal caso, ¿cómo podría mantenerse en pie su propia teoría?
—¡Su paralelo, tan exacto, queda destruido, pues! —dijo Mrs. Fielder-Flemming.
—No, pero aun en ese caso, tengo otro igualmente bueno. El caso de Cristina Edmonds. Tiene las mismas características, salvo el factor de insania que aparece en el de Edmonds. Celos, bombones envenenados. ¿Qué puede ser mejor?
—¡Hum! El fundamento principal de su teoría anterior —dijo Sir Charles—, o por lo menos, del punto de partida, era el nitrobenceno. Supongo que éste y las conclusiones que derivó usted de él tienen igual importancia en esta hipótesis. Debemos suponer, pues, que la mujer de que tratamos es aficionada a la química y tiene un ejemplar de Taylor en su biblioteca.
Bradley esbozó una sonrisa.
—Ése era, como usted lo ha señalado, Sir Charles, el fundamento principal de mi hipótesis. Pero no lo es de ésta. Temo que mis consideraciones sobre la elección del veneno hayan sido algo artificiales. Mi objeto era llevarles hasta una determinada persona y, por consiguiente, saqué las conclusiones que convenían a aquella persona en particular. A pesar de ello, hay mucho de verdad en todo lo que dije entonces, si bien no diría ahora que sus probabilidades de ser absolutamente exacto sean las mismas. Estoy casi dispuesto a creer que el nitrobenceno fue utilizado simplemente porque era fácil obtenerlo. Aunque es verdad, por otra parte, que la substancia es apenas conocida como veneno.
—¿Entonces no utiliza usted dicho factor en su presente hipótesis?
—Sí. Sigo pensando que el hecho importante de que el asesino no lo utilizaba para su trabajo, sino que más bien conocía sus usos, es perfectamente válido. Creo que sería posible establecer el origen de esta familiaridad con el nitrobenceno. Antes señalé como motivo la posesión de un ejemplar de la obra de Taylor, y lo hago una vez más en este caso. La mujer de quien hablo tiene un ejemplar de Taylor.
—¿Es una criminóloga, pues? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming.
Mr. Bradley se arrellanó en su asiento y contempló el cielo raso.
—Este punto está librado a la especulación. Francamente, me intriga el asunto de la criminología. Por mi parte, no puedo imaginar a esta mujer como una «ista» de ninguna clase. Su función en la vida resulta perfectamente obvia, la que realizaba para Sir Eustace, y no la supondría capaz de ninguna otra. Salvo la de empolvarse la nariz con mucha gracia, y tener un aspecto muy decorativo. Pero todo ello es parte de su esencial raison d’être. No, no creo que sea una criminóloga, o criminalista, ni mucho menos, más de lo que podría serlo un canario. Pero la verdad es que ha de tener algunas nociones de la materia, porque en su departamento he visto un anaquel lleno de libros sobre el tema.
—¿Entonces es una amiga personal suya? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming fingiendo desinterés.
—No, sólo la he visto una vez. Fue cuando concurrí a su departamento con un ejemplar de una obra sobre asesinatos famosos, apareciendo como un corredor. Le pregunté si podría incluir su nombre en mi lista de pedidos. La obra había aparecido hacía unos pocos días, pero con gran orgullo ella me mostró un ejemplar flamante en su biblioteca. En verdad, le encantaba la obra; los asesinatos eran algo subyugante. Creo que éstos son datos interesantes.
—Yo tengo la impresión de que es una tonta —observó Sir Charles.
—Tiene aspecto de tonta —convino Mr. Bradley—. Habla como una tonta. Y si uno la encuentra en un té de señoras, diría que es completamente tonta. Y sin embargo, ha llevado a cabo un asesinato perfectamente planeado, de modo que no veo cómo puede ser tan tonta.
—¿No ha pensado usted —preguntó Miss Dammers—, que puede ser inocente?
—En verdad, no —confesó Mr. Bradley—. No lo pensé en ningún momento. Se trata de una examante de Sir Eustace, abandonada por él hace poco tiempo, no más de tres años. La esperanza es lo último que se pierde; ella tiene un alto concepto de sí misma, y encuentra el asesinato algo subyugante. ¿Qué quiere usted que le diga, Miss Dammers?
»De paso, si desean ustedes pruebas de que fue amante de Sir Eustace, puedo agregar que vi una fotografía de él en su departamento. Estaba colocada en un marco muy ancho, que dejaba ver tan sólo la palabra «tu», no «tuyo». Creo lógico suponer que a continuación seguía algún calificativo bastante íntimo, oculto bajo el marco.
—He oído de los propios labios de Sir Eustace que cambia de amores como de sombreros —señaló Miss Dammers—. ¿No es posible, pues, que haya más de una mujer que haya sufrido el complejo de los celos?
—Sí, pero no que además tenga un ejemplar de Taylor —respondió Mr. Bradley.
—El factor relativo a los conocimientos criminológicos parece haber tomado en este caso el lugar del nitrobenceno en el anterior —reflexionó Mr. Chitterwick—. ¿Es exacto lo que afirmo?
—Completamente —le tranquilizó Mr. Bradley—. En él reside la pista principal. Como ustedes ven, se destaca nítidamente. Aparece desde dos ángulos, la elección del veneno y las reminiscencias del caso. En verdad, surge reiteradamente, en todo momento.
—¡Bien! ¡Bien! —murmuró Mr. Chitterwick, como reprochándose por haber estado frente a un hecho todo el tiempo, sin haberlo advertido.
Se produjo un breve silencio, que Mr. Chitterwick atribuyó, sin fundamento alguno, a la desaprobación que había merecido su falta de perspicacia.
—Volvamos a su lista de condiciones. —Miss Dammers reanudó el ataque—. Usted dijo que no había podido corroborarlas todas. ¿Cuáles aparecen cumplidas en esa mujer? ¿Cuáles no ha podido usted comprobar?
Mr. Bradley adoptó una actitud de alerta.
—Primero, ignoro si tiene conocimientos de química. Segundo, no sé si tiene los conocimientos más elementales de criminología. Tercero, es casi seguro que haya tenido una buena educación, aunque dudo que haya aprovechado nada de ella. Creo que debemos suponer que nunca concurrió a un internado para varones. Cuarto, no he logrado establecer una relación entre ella y el papel de la casa Mason, aparte de que tenía cuenta corriente allí; y si este hecho fue suficiente para comprometer a Sir Charles, también lo es en este caso. Quinto, no he podido establecer ninguna relación entre ella y la máquina Hamilton 4. La explicación sería sencilla ya que es muy probable que alguna de sus amistades tenga una. Sexto, puede haber estado en las inmediaciones de la calle Southampton. Trató de establecer una coartada, pero lo echó todo a perder. Es una coartada absurda. Dice haber estado en el teatro, pero no llegó allí hasta después de las nueve. Séptimo, vi una estilográfica Onix en su escritorio. Octavo, vi asimismo un frasco de tinta Harfield en una de las gavetas del escritorio. Noveno, yo nunca habría dicho que tiene una mentalidad creadora, más aún, nunca habría afirmado que tiene mentalidad de ninguna clase. Pero aparentemente debemos suponer que la tiene. Décimo, a juzgar por su rostro, yo diría que tiene una gran habilidad manual. Undécimo, si es una persona de hábitos metódicos, debe pensar que es una característica comprometedora, pues lo disimula muy bien. Duodécimo, yo diría, introduciendo un cambio, que tiene la absoluta falta de imaginación del envenenador. Eso es todo.
—Ya lo veo —dijo Miss Dammers—. Hay muchos puntos débiles.
—Es cierto —repuso Mr. Bradley sin inmutarse—. Yo sé que esta mujer tiene que haber cometido el crimen, porque no puede ser de otra manera. Pero no puedo creerlo.
—¡Ah! —dijo Mrs. Fielder-Flemming, condensando en su exclamación el sentimiento general.
—De paso, Mr. Sheringham —señaló Bradley—, usted conoce a esa mala señora.
—¿La conozco, yo? —dijo Roger, como saliendo de un trance—. Me parece que sí. Dígame usted, Bradley, si escribo su nombre en un papel, ¿me dirá si estoy equivocado o no?
—Escriba usted —repuso el amable Mr. Bradley—. Estaba por proponerle algo parecido. Como presidente del Círculo, usted ha de saber a quién me refiero, por si hay alguna duda de ello.
Roger dobló el papel y lo entregó a Mr. Bradley.
—Es esta persona, supongo…
—La misma.
—¿Y usted basa su caso en las razones que tiene ella para interesarse por la criminología?
—Por así decirlo —concedió Bradley.
A pesar suyo, Roger se ruborizó levemente. Tenía razones concretas para saber por qué Mrs. Verreker-le-Mesurer profesaba tal interés por la criminología. Dejando a un lado los circunloquios, las razones se le habían hecho obvias en toda forma.
—En tal caso, está usted totalmente equivocado, Bradley, —dijo sin vacilar—. Absolutamente equivocado.
—¿Está usted seguro?
—Absolutamente seguro.
—¿Sabe usted, Mr. Sheringham? Nunca creí que fuese ella —comentó el filosófico Mr. Bradley.