COMO de costumbre, Sir Charles aprovechó el primer intervalo para abandonar su asiento. Esta sensación de no poder permanecer sentados por más tiempo suele hacerse sumamente aguda al llegar el entreacto, por lo menos cuando no se trata de una obra teatral de Mrs. Fielder-Flemming.
—Señor presidente —dijo Sir Charles con voz de trueno—, aclaremos este punto. Entiendo que Mrs. Fielder-Flemming ha hecho la ridícula acusación de que algún amigo de mi hija es culpable de este crimen. ¿No es así?
El presidente miró algo perplejo la altísima figura que se levantaba ante él y deseó ser cualquier cosa menos presidente del Círculo.
—En verdad, no lo sé, Sir Charles —repuso, lo cual, además de una evasión, era inexacto.
Pero su ansiedad era infundada, pues Mrs. Fielder-Flemming se sentía ya completamente capaz de hablar sin ayuda de nadie.
—Todavía no he acusado a nadie, Sir Charles —dijo con una fría dignidad, malograda sólo por el hecho de que su sombrero, habiendo compartido todas las emociones de su dueña, estaba insólitamente inclinado sobre una de sus orejas—. Hasta ahora me he limitado a desarrollar una hipótesis.
Si se hubiese tratado de Mr. Bradley, Sir Charles le habría replicado con un olímpico desdén, digno de Samuel Johnson: «¡Al diablo con su hipótesis, Bradley!». Pero restringida como estaba su franqueza por la puerilidad de las convenciones sociales sobre la etiqueta entre personas del sexo opuesto, lo único que pudo utilizar fue su mirada fulminante.
Con la falta de caballerosidad frecuente en miembros de su sexo, Mrs. Fielder-Flemming no vaciló en aprovechar la ventaja.
—Además —señaló—, todavía no he acabado de hablar.
Sir Charles tomó asiento nuevamente, murmurando algo sospechosamente violento. Era la imagen de la ira reprimida.
Mr. Bradley, por su parte, apenas pudo dominar el impulso de palmear a Mr. Chitterwick en la espalda y golpearle bajo el mentón, para expresar de alguna manera su incontenible regocijo.
Con una serenidad tan natural que evidentemente era fingida, Mrs. Fielder-Flemming procedió a dar por terminado el intervalo, y levantó el telón del segundo acto.
—He dado a ustedes el procedimiento por el cual llegué a identificar al tercer miembro del triángulo, en otros términos, el asesino, de modo que pasaré ahora a las pruebas, y mostraré cómo dichas pruebas sostienen mis conclusiones. ¿He dicho «sostienen»? Lo que he querido decir es «confirman sin lugar a dudas».
—Pero ¿cuáles son sus conclusiones, Mrs. Fielder-Flemming? —preguntó Bradley con un desgano que dejaba entrever su interés—. Todavía no las ha concretado. Sólo insinuó que el asesino es un rival de Sir Eustace en el afecto de Miss Wildman.
—Es verdad, Mabel —dijo Alicia Dammers—. ¡Aunque por ahora no desees darnos el nombre del asesino, podrías delinearlo más concretamente!
A Miss Dammers le desagradaba la vaguedad. Asociaba este defecto a la idea de andar en chancletas, lo que detestaba por sobre todas las cosas. Además, tenía verdadero interés en saber sobre quién había recaída la elección de Mrs. Fielder-Flemming. Estaba de acuerdo con la mayoría en que Mabel podía parecer tonta, hablar como una tonta, y comportarse como otra tonta. A pesar de ello, no lo era en lo más mínimo.
Pero Mabel estaba empeñada en coquetear con el tema.
—Temo no poder hacerla todavía. Por ciertas razones, debo probar mi caso primero. Más tarde comprenderán mi posición.
—Muy bien —dijo Alicia suspirando—. Pero, por favor, suprimamos esta atmósfera de novela policial. Lo único que deseamos es resolver un caso difícil, no intrigarnos mutuamente.
—Tengo mis razones, Alicia —observó Mrs. Fielder-Flemming gravemente, y a continuación procedió a retomar el hilo de su exposición.
»¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Las pruebas. Les diré que este punto es muy interesante. He logrado obtener dos elementos de juicio importantísimos, que nadie ha señalado hasta ahora.
»El primero es que Sir Eustace no estaba enamorado de… —Mrs. Fielder-Flemming vaciló; luego, como Mr. Bradley había establecido un precedente de intrepidez, decidió llegar al máximo de la franqueza—… de Miss Wildman. Pensaba casarse con ella por su dinero, o mejor dicho, por lo que esperaba obtener del dinero de su padre. Espero, Sir Charles —agregó en tono glacial—, que no considerará como calumnia el hecho de que mencione que es usted un hombre sumamente rico. Este punto tiene una importancia esencial para mi hipótesis.
Sir Charles inclinó su sólida y hermosa cabeza.
—No es cuestión de calumnia, señora, sino simplemente de buen gusto, que está fuera de la esfera de mi actividad profesional. Temo que sería una pérdida de tiempo aconsejarla sobre ese aspecto de la conducta en sociedad.
—¡Qué interesante, Mrs. Fielder-Flemming! —interpuso rápidamente Roger, a fin de interrumpir aquel duelo verbal—. ¿Cómo lo descubrió usted?
—Me informó el criado de Sir Eustace, Mr. Sheringham —respondió ella, no sin orgullo—. Le he interrogado. Sir Eustace no guardaba secreto alguno sobre sus intenciones, y aparentemente confiaba en este hombre. Parece que esperaba poder pagar todas sus deudas, comprar uno o dos caballos de carrera, pagar la pensión de la actual Lady Pennefather, y, en general, comenzar de nuevo. Hasta le había prometido a Baker, pues éste es el nombre del criado, regalarle cien libras el día que «llevase a la chiquilla al altar», según sus propios términos. Lamento herir sus sentimientos, Sir Charles, pero me veo obligada a señalar hechos, y los sentimientos deben supeditarse a los hechos. Mediante el pago de diez libras logré obtener los datos que buscaba. Datos muy interesantes, como ven ustedes. —Mrs. Fielder-Flemming miró en torno con aire de triunfo.
—¿No cree usted —preguntó tímidamente Mr. Chitterwick, como disculpándose por hablar fuera de turno— que datos provenientes de fuentes tan objetables pueden no ser absolutamente exactos? ¡La fuente me parece tan, pero tan objetable! Verdaderamente, yo no creo que mi sirviente me vendiera por diez libras.
—A tal amo, tal criado —dijo Mrs. Fielder-Flemming sentenciosamente—. Sus datos son perfectamente exactos. He podido corroborar casi todo lo que me dijo, de modo que creo tener derecho a aceptar lo que resta como igualmente verídico.
»Quisiera citar otra de las confidencias de Sir Eustace. No es muy agradable, pero sí muy revelador. En una ocasión intentó seducir a Miss Wildman en una habitación reservada del restaurante Pug Dog, aparentemente con el objeto de asegurar el matrimonio que buscaba, hecho que corroboré más tarde. Lamento hablar así, Sir Charles, pero los hechos deben ser revelados. Creo mi deber aclarar inmediatamente que la tentativa de seducción no tuvo éxito. Aquella noche Sir Eustace dijo a su criado, nada menos que a su criado, no lo olviden: “Se puede llevar a esta chiquilla al altar, pero es imposible embriagarla”. Esto, creo, les demostrará mejor que nada de lo que pueda agregar qué clase de hombre es Sir Eustace. También demuestra cuán increíblemente poderoso era el móvil del hombre que verdaderamente la amaba, para haber intentado salvarla para siempre de las garras de semejante miserable.
»Y con esto llego al segundo elemento de juicio. Se trata de la piedra fundamental de toda mi estructura, de la base sobre la cual, desde el punto de vista del asesino, existía la necesidad de matar, y al mismo tiempo, la base de mi propia reconstrucción del crimen. Miss Wildman estaba desesperada, irrazonable, irrevocablemente embobada con Sir Eustace Pennefather.
Experta en efectos teatrales, Mrs. Fielder-Flemming guardó silencio durante un instante, a fin de que la importancia de lo que acababa de revelar quedase profundamente grabada en la mente de los oyentes. Pero Sir Charles estaba tan afectado que no prestó atención, malogrando el efecto.
—Y, ¿podría preguntarle cómo averiguó eso, señora? —inquirió con sarcasmo—. ¿Por la doncella de mi hija, tal vez?
—Por la doncella de su hija —respondió Mrs. Fielder-Flemming sin inmutarse—. El oficio de detective es, según he comprobado, sumamente caro, pero no hay que lamentar el gasto de dinero por causas justificadas.
Roger suspiró. Era evidente que una vez que su proyecto de investigación sucumbiese de muerte violenta, el Círculo, si para entonces no se había convertido en algo informe, no contaría con la presencia simultánea de Mrs. Fielder-Flemming y Sir Charles entre sus miembros. Roger sabía perfectamente quién quedaría. Era una lástima. Sir Charles, además de ser un colaborador eficaz por su experiencia profesional, era el único, con excepción de Mr. Chitterwick, que contrarrestaba la preponderancia del elemento literario. Y Roger, que en su juventud había concurrido a innumerables peñas literarias, estaba tan escarmentado de ellas que sentía que nunca podría concurrir a este género de reuniones.
En fin, que Mrs. Fielder-Flemming era demasiado implacable. Al fin y al cabo, se trataba de la hija de Sir Charles.
—He establecido, pues, la existencia de un incentivo poderoso para que el hombre en quien pienso eliminase a Sir Eustace. En verdad, para él la única salida de una situación intolerable tiene que haber sido el asesinato. Voy a relacionar ahora a esta persona con los pocos indicios dejados por el asesino.
»Cuando la noche anterior el Inspector Moresby nos permitió examinar la carta de Mason e Hijos, la estudié detenidamente, pues me precio de conocer algo acerca de máquinas de escribir. La carta fue escrita en una máquina Hamilton. El hombre a quien me refiero tiene una máquina Hamilton en su oficina. Dirán ustedes que es una coincidencia, ya que esta máquina es de uso tan general. Es posible; pero cuando se reúnen muchas coincidencias, dejan de ser tales para convertirse en pruebas.
»Tenemos luego la coincidencia del papel utilizado. Esta persona tuvo una relación directa con Mason e Hijos. Como ustedes recordarán, hace dos o tres años la casa estuvo envuelta en un juicio, cuyos detalles he olvidado, pero creo que se relacionaba con una firma rival. Tal vez usted lo recuerde, Sir Charles.
—¿Cómo no recordarlo? —repuso éste—. Era contra la Compañía Fearnley, por uso de marcas registradas por Mason en uno de sus avisos publicitarios. Yo intervine en nombre de Mason.
—Muchas gracias. Sí, yo sabía que se trataba de algo semejante. Muy bien, pues. Esta persona tuvo relación con el caso, pues era uno de los asesores legales de la firma, y por lo tanto debe de haber tenido libre acceso a las oficinas de la fábrica. Sus oportunidades para apoderarse de una hoja de papel de cartas tienen que haber sido innumerables. También lo son las probabilidades de que tres años más tarde se haya hallado en posesión de dicho papel. El papel tenía los bordes amarillentos; por lo tanto, tiene que ser viejo. Ha sido borrado. Los rastros, me permito señalar, podrían corresponder a alguna breve nota escrita rápidamente sobre una hoja de papel en blanco, mientras el asesino estaba en las oficinas de Mason. El hecho es obvio, y todo concuerda con él.
»Veamos ahora la cuestión del sello postal. Estoy de acuerdo con Sir Charles en que el asesino, si bien es astuto, por ansioso que hubiera estado de tener una coartada, no habría confiado el envío de la encomienda fatal a ninguna otra persona. Además de la participación de una persona ajena al plan, sería muy peligroso. El nombre de Sir Eustace Pennefather nunca podría escapar de ser visto, y la conexión sería establecida más tarde. El asesino, seguro en su convicción de que la sospecha jamás recaería sobre él, como ha sucedido a otros, renunció a una posible coartada para eludir un riesgo seguro, despachando la encomienda él mismo. Es conveniente, pues, para completar el testimonio contra el asesino, relacionarlo con las inmediaciones del Strand entre las ocho y media y las nueve y media de aquella noche.
»Esta tarea, que había imaginado la más difícil de todas, resultó la más sencilla. El hombre a quien me refiero asistió a una comida en el Hotel Cecil, un banquete en el que se reunían todos sus antiguos condiscípulos. No necesito recordarles que el Hotel Cecil está casi frente a la calle Southampton. La oficina de correos de esta calle es la más cercana al hotel. ¿No habría sido muy fácil para el asesino salir del banquete durante cinco minutos, el tiempo necesario, y volver antes de que sus vecinos de mesa advirtiesen su ausencia?
—Nada más fácil —murmuró el absorto Mr. Bradley.
—Señalaré, por último, dos puntos. Recordarán ustedes que al señalar la semejanza entre este caso y el de Molineux, observé que esta característica era algo más que sorprendente. Me explicaré. Quise decir que el paralelo era demasiado notable para que debamos considerarlo como simple coincidencia. El caso Bendix es una copia deliberada del otro. Y si lo es, la deducción es inevitable. El asesinato es obra de un criminólogo. El hombre en quien estoy pensando es un criminólogo.
»El último punto que deseo mencionar se refiere a la refutación por parte de la prensa de los rumores de un compromiso entre Sir Eustace Pennefather y Miss Wildman. Por intermedio de su criado, me enteré de que Sir Eustace no había enviado dicha refutación. Tampoco lo hizo Miss Wildman. Sir Eustace estaba furioso cuando la leyó. La refutación fue enviada, por su propia iniciativa, y sin consultar a ninguno de los dos interesados, por el hombre a quien acuso de haber cometido el crimen.
Mr. Bradley renunció por unos instantes a seguir divirtiéndose por anticipado, para preguntar:
—¿Y el nitrobenceno? ¿Pudo usted establecer alguna relación entre el sospechoso y el veneno?
»Éste es uno de los puntos en que estoy enteramente de acuerdo con Sir Charles. No creo que sea necesario, ni posible, establecer una relación entre el asesino y una sustancia de uso tan común que puede ser adquirida en cualquier parte sin la menor dificultad o sospecha.
Mrs. Fielder-Flemming se estaba conteniendo con gran esfuerzo. Sus palabras, que parecen tan medidas e imparciales en estas líneas, habían sido formuladas hasta aquel momento con el extremo cuidado de mantener una absoluta objetividad. Pero con cada frase, la tarea resultaba más difícil. Evidentemente, Mrs. Fielder-Flemming estaba excitándose tanto que parecía que si pronunciaba unas palabras más se ahogaría, aunque, para los demás, tal intensidad de sensaciones resultaba algo exagerada. Estaba aproximándose al punto culminante de su exposición, desde luego, pero aun esto no excusaba que su rostro tuviese un tinte tan purpúreo, que su sombrero, colocado en aquel punto en la parte posterior de su cabeza, oscilase tan violentamente, como compenetrado de las emociones de su dueña.
—Eso es todo —dijo por fin—. Sostengo haber probado mi teoría. Ese hombre es el asesino.
Se produjo un silencio.
—¿Y bien? —dijo Alicia Dammers con impaciencia—. ¿Quién es, entonces?
Sir Charles, que había estado contemplando a Mrs. Fielder-Flemming con un gesto más y más amenazador a medida que transcurría cada instante, golpeó violentamente la mesa.
—Precisamente —dijo—. Hablemos con claridad. ¿Contra quién están dirigidas esas ridículas acusaciones, señora?
De estas palabras cabe inferir que Sir Charles no estaba de acuerdo con las conclusiones de Mrs. Fielder-Flemming, aun antes de conocerlas.
—¿Acusaciones, Sir Charles? —exclamó Mrs. Fielder-Flemming—. ¿Me…, me va usted a decir que no lo sabe?
—La verdad, señora —repuso Sir Charles con gran dignidad—, es que no tengo la menor idea.
Fue en ese punto que Mrs. Fielder-Flemming se entregó a un dramatismo deplorable. Lentamente se puso de pie, con el ademán de una reina de tragedia. Salvo que las reinas de tragedia no llevan sombreros oscilando en la punta de la cabeza, y que, si sus rostros tienden a enrojecer con la emoción, disimulan el hecho bajo afeites apropiados. Su sillón cayó detrás de ella con un ruido sordo, semejante a una campanada fatal. Por fin, señalando con un dedo tembloroso el otro lado de la mesa, hizo frente a Sir Charles con toda la dignidad de su metro y medio de estatura.
—¡Usted! —gritó con voz estridente—. ¡Usted es el hombre!
Su dedo extendido se agitaba violentamente como una cinta adherida a un ventilador eléctrico.
—¡La marca de Caín está sobre su frente! ¡Asesino!
En el silencio de estático horror que siguió, Mr. Bradley se aferró, delirante, al brazo de Mr. Chitterwick.
Por fin Sir Charles recuperó el habla, que parecía haber perdido indefinidamente.
—¡Esta mujer está loca! —exclamó.
Cuando Mrs. Fielder-Flemming advirtió que su acusación no le había costado la vida, ni siquiera una destrucción parcial por el rayo azul de la mirada de Sir Charles, procedió a extenderse en detalles de su hipótesis.
—No, no estoy loca, Sir Charles. Estoy muy, pero muy cuerda. Usted quería a su hija, y la quería con el amor doblemente intenso de un hombre que ha perdido a su esposa, y que por lo tanto, se aferra a lo único femenino que le queda. Usted pensó que cualquier extremo estaba justificado, antes que dejar que su hija cayese en manos de Sir Eustace Pennefather, antes de que su juventud, su inocencia, su fe, fuesen defraudadas por semejante bribón.
»Sus propias palabras le han condenado. Usted mismo dijo que no era necesario mencionar todo lo que tuvo lugar durante la entrevista con Sir Eustace. De haberlo hecho, tendría que haber revelado que usted le informó que le mataría con sus propias manos antes que verle casado con su hija. Y cuando frente a la pasión de ella, y a la determinación de Sir Eustace de aprovechar este sentimiento, se convenció de que ningún otro medio podría impedir una catástrofe, usted no vaciló en matar. ¡Sir Charles Wildman, que Dios lo juzgue a usted, porque yo no puedo hacerlo!
Mrs. Fielder-Flemming levantó su caído sillón y tomó asiento, respirando agitadamente.
—Bien, Sir Charles —observó Mr. Bradley, cuyo regocijo amenazaba ahogarle si permanecía callado un instante más—. ¡Nunca lo hubiera pensado de usted! ¡Asesino…! ¡Vaya, vaya! ¡Muy perverso; muy, muy perverso!
Por una vez, Sir Charles no prestó atención a su implacable tábano. Hasta es dudoso que le oyera. Lo que había penetrado lentamente en su conciencia era que Mrs. Fielder-Flemming le acusaba seriamente, y que no era la víctima de un ataque pasajero de locura. Parecía también próximo a ahogarse; el tinte purpúreo del rostro de Mrs. Fielder-Flemming había pasado al suyo, y además, estaba tan inflamado de furia, que recordaba al sapo de la fábula que quiso volar.
Roger, que al oír la inesperada acusación se había sentido en un estado de confusión y desconcierto indescriptibles, empezó a temer por la vida de Sir Charles. Pero éste halló la válvula de escape de la palabra en el momento más oportuno.
—Señor presidente —estalló—. Si, como creo, no se trata de una broma por parte de esta señora, aunque de serlo, se trataría de una broma del peor gusto, ¿debo tomar este disparate seriamente?
Roger miró de soslayo a Mrs. Fielder-Flemming, cuyo rostro parecía tallado en piedra, y tragó con dificultad. A pesar de todo, y por ridícula que Sir Charles considerase la acusación, el caso estaba bien planteado, y no parecía apoyado en hechos triviales ni de fácil refutación.
—Creo, Sir Charles —dijo, eligiendo las palabras con gran cuidado—, que si se hubiese tratado de cualquier otra persona, usted estaría de acuerdo en que una acusación de esta clase, cuando hay pruebas que la sostienen, debe ser considerada seriamente, por lo menos en el sentido de intentar refutarla.
—Siempre que sea posible refutarla —observó Mr. Bradley—. Por mi parte, debo admitir que estoy casi convencido, y que Mrs. Fielder-Flemming ha presentado su hipótesis en forma brillante. ¿Quiere usted que vaya a telefonear a la policía, Mr. Sheringham?
Al decir esto, adoptó el aire comedido de un buen ciudadano decidido a cumplir con su deber, por ingrato que ello le resulte.
Sir Charles, fijos los ojos en él, parecía haber perdido nuevamente el habla.
—Todavía no —dijo Roger suavemente—. Todavía no hemos oído lo que tiene que decir Sir Charles.
—En fin, supongo que no hay mal alguno en escucharle —dijo Bradley, resignado.
Inmediatamente cinco pares de ojos se concentraron sobre Sir Charles, y cinco pares de oídos se dispusieron a escuchar.
Pero Sir Charles permanecía silencioso, mientras libraba una violenta lucha consigo mismo.
—Como lo esperaba —dijo Mr. Bradley—. No hay defensa. Hasta Sir Charles, que ha salvado a tantos asesinos de la horca, no tiene nada que decir frente a tan abrumadora acusación. Es una lástima.
A juzgar por la mirada que Sir Charles lanzó a su torturador, hubiese tenido mucho que decirle, de haber estado los dos solos. Pero en las circunstancias, sólo pudo gruñir algo ininteligible.
—Señor presidente —dijo Alicia Dammers, con el espíritu práctico que la caracterizaba—. Tengo que hacer una proposición. Sir Charles parece admitir su culpabilidad con su silencio, y Mr. Bradley, como buen ciudadano que es, desea entregarlo a la policía.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo el buen ciudadano.
—Personalmente, lamentaría mucho hacer eso. Creo que hay mucho que alegar en favor de Sir Charles. El asesinato, según se nos ha enseñado, es invariablemente antisocial. Pero ¿lo es? Yo opino que la intención de Sir Charles, la de librar al mundo, y de paso, a su propia hija, de Sir Eustace Pennefather, servía completamente a los mejores intereses de la sociedad. El hecho de que su intención haya tenido tan malas consecuencias, y una víctima inocente haya sido sacrificada, es algo que no viene al caso. Hasta Mrs. Fielder-Flemming parece dudar de si Sir Charles debería ser condenado, aun cuando un jurado pudiese hacerlo en la práctica. No olviden ustedes que ella misma señaló que no se sentía calificada para constituirse en su juez.
»No estoy de acuerdo con ella. Soy, según creo, una persona de relativa inteligencia, y por lo tanto me siento perfectamente capacitada para juzgar a Sir Charles. Más aún, considero que los cinco estamos en iguales condiciones. Mrs. Fielder-Flemming podría actuar como fiscal. Otro de nosotros, y yo propongo a Mr. Bradley, puede ser el defensor, y los cinco podemos constituirnos en jurado, llegando a un fallo por mayoría. Nos comprometeríamos a respetar el fallo y, en caso de que sea contra Sir Charles, a entregarle a la policía. En caso de no hallarle culpable, nos comprometeríamos a no decir jamás una palabra de su culpabilidad fuera de esta habitación. Presento la moción.
Roger la miró con desaprobación. Sabía perfectamente que no creía en la culpabilidad de Sir Charles y que se estaba divirtiendo a costa del pomposo magistrado. Era un poco cruel, en verdad, pero sin duda ella creía que le haría bien. Miss Dammers creía entusiastamente en la necesidad de colocarse en la posición del prójimo, y sostenía que sería muy bueno para el gato verse perseguido alguna vez por el ratón. Sería saludable, pues, para un hombre que había acusado a tantos otros en casos de vida o muerte, encontrarse ocupando el banquillo del acusado para hacer frente a un cargo tan terrible. Por otra parte, Mr. Bradley, si bien tampoco creía, obviamente, en la culpabilidad de Sir Charles, se divertía a costa de él, no sólo por principio, sino porque en aquella forma creía resarcirse en algo del hecho de que Sir Charles había alcanzado mayor éxito en la vida que él mismo.
No creía Roger que Mr. Chitterwick llegase a creer seriamente en la posibilidad de que Sir Charles fuese culpable, si bien en aquel momento estaba tan inmóvil, considerando la temeridad de Mrs. Fielder-Flemming con una expresión tal de alarma, que era casi imposible adivinar lo que estaba pensando. En resumen, Roger estaba completamente seguro de que ninguno de los presentes alimentaba la menor sospecha sobre la inocencia de Sir Charles, excepto Mrs. Fielder-Flemming, y quizás, a juzgar por la expresión de su rostro, el propio Sir Charles. Como lo señalara aquel indignado personaje, semejante idea, considerada con frialdad, era absurda. Sir Charles no podía ser culpable porque…, pues bien, porque era quien era, y porque cosas semejantes no suceden jamás, y porque…, en fin, porque era obvio que no podía ser culpable.
Pero he aquí que Mrs. Fielder-Flemming había probado con gran habilidad que lo era. Y hasta aquel momento, Sir Charles no había intentado defenderse siquiera.
Una vez más Roger deseó, y con mucho anhelo, que alguien que no fuese él estuviese presidiendo la sesión.
—Propongo —dijo—, que antes de que adoptemos medida alguna escuchemos lo que tiene que alegar Sir Charles. Estoy seguro —agregó bondadosamente, recordando la frase de rigor—, de que tendrá una respuesta para cada uno de los cargos formulados por Mrs. Fielder-Flemming.
Dicho esto, miró al acusado con aire de expectativa. Sir Charles salió del letargo que, paradójicamente, le había provocado su furor.
—¿En verdad esperan ustedes que me defienda contra esta…, esta locura? —preguntó—. Muy bien. Admito ser un criminólogo, hecho que Mrs. Fielder-Flemming encuentra tan condenatorio. Admito que asistí a una comida en el Hotel Cecil la noche anterior al crimen, hecho que parece ser suficiente para ponerme la soga al cuello. Admito, ya que mis asuntos privados tienen que ser ventilados públicamente, sin tener en cuenta el decoro ni el buen gusto, que antes hubiera estrangulado a Sir Eustace con mis propias manos que permitirle contraer matrimonio con mi hija.
Aquí hizo una pausa, y con un gesto fatigado pasó una mano por su ancha frente. Ya no era un hombre que inspirara respeto y temor, sino un anciano perplejo y lleno de incertidumbre. Roger sintió una gran compasión; pero Mrs. Fielder-Flemming había planteado su acusación demasiado hábilmente como para que Sir Charles escapase con facilidad.
—Admito todo esto, pero nada constituye testimonio que tenga algún peso en una corte de justicia. Si ustedes pretenden que pruebe que no envié los bombones, ¿qué puedo decirles? Podría hacer comparecer a mis vecinos de mesa, quienes jurarían que nunca abandoné mi asiento hasta las diez de la noche aproximadamente. Puedo probar por medio de otros testigos que mi hija, luego de haberme escuchado, desistió de su matrimonio con Sir Eustace, y por su propia voluntad fue a pasar una temporada con unos parientes en el Devonshire. Pero en este punto, debo admitir que todo esto ha tenido lugar después de haber sido enviados los bombones.
»En resumen, Mrs. Fielder-Flemming ha conseguido, y con gran habilidad, debo reconocerlo, elaborar un caso prima facie contra mí, si bien basado en una hipótesis inicial inexacta. Quiero decir que un abogado defensor no acostumbra salir y entrar constantemente de las oficinas de sus clientes, sino que habitualmente los entrevista en presencia de un procurador, y por lo general, en sus propias oficinas. De cualquier manera, estoy dispuesto a que se investigue este punto, si ustedes lo juzgan conveniente. Más aún, insisto en esta investigación, en vista de la mancha que se ha intentado arrojar sobre mi buen nombre. Señor presidente, pido a usted que, como representante del Círculo en conjunto, adopte las medidas que considere convenientes.
Roger se aventuró cautelosamente por el camino que creía indicado.
—Hablando en mi propio nombre, Sir Charles, creo que el razonamiento de Mrs. Fielder-Flemming, aunque ingenioso, está basado en un error, como usted lo ha dicho, y en realidad, como materia de mera probabilidad. Yo no puedo imaginar a un padre que envíe bombones envenenados al presunto novio de su propia hija. Un momento de reflexión sería suficiente para señalarle la posibilidad de que los bombones llegasen eventualmente a manos de su propia hija. Yo tengo mi opinión personal acerca de este crimen, pero, aparte de ello, abrigo la completa convicción de que el caso contra Sir Charles no ha sido probado ni mucho menos.
—Señor presidente —interrumpió Mrs. Fielder-Flemming con tono agitado—, usted podrá decir lo que quiera, pero en nombre de los intereses de…
—Estoy de acuerdo, señor presidente —interpuso Miss Dammers rápidamente—. Es inconcebible que Sir Charles haya enviado los bombones.
—¡Hum! —murmuró Bradley, que se resistía a que su diversión terminase tan pronto.
—¡Atención! ¡Atención! —dijo Mr. Chitterwick con sorprendente decisión.
—Por otra parte —prosiguió Roger—, comprendo que Mrs. Fielder-Flemming esté en todo el derecho de exigir la investigación oficial que solicita el mismo Sir Charles. Estoy de acuerdo con él en que Mrs. Fielder-Flemming ha elaborado un caso prima facie. Pero una vez más, desearía subrayar que hasta ahora han hablado sólo dos de los miembros del Círculo, y que no deja de ser posible que, cuando todos hayamos hablado, se hayan producido tales acontecimientos que los cargos que ahora consideramos no tengan ninguna solidez. No digo que ello sea seguro, pero sí que es una posibilidad.
—¡Ah! —murmuró Mr. Bradley—. ¿Qué nos tendrá preparado nuestro presidente?
—Quiero, pues, formular la iniciativa —terminó diciendo Roger, tratando de ignorar las miradas airadas de Mrs. Fielder-Flemming—, de que archivemos el caso contra Sir Charles, dejando el debate para dentro de una semana, al cabo de la cual, cualquier miembro que desee considerarlo, podrá hacerlo. En caso de que nadie haga la correspondiente moción, pasará al olvido definitivamente. ¿Votamos, señoras y señores? ¿Quiénes votan a favor?
La iniciativa de Roger fue aprobada unánimemente. Mrs. Fielder-Flemming hubiera deseado votar en contra, pero hasta entonces nunca había pertenecido a ninguna comisión en la cual todas las mociones no fuesen aceptadas o rechazadas unánimemente, y la fuerza del hábito era demasiado poderosa en ella.
La reunión fue luego levantada en medio de una vaga sensación de malestar.