—ME AVENTURO a creer —resumió Sir Charles— que muchos de ustedes han de haber llegado a la misma conclusión que yo respecto de la identidad del asesino. El caso ofrece una semejanza tan sorprendente con uno de los asesinatos clásicos en los anales, que no ha de pasar inadvertida a nadie. Me refiero, como ustedes habrán adivinado, al caso de Marie Lafarge.
—¿Cómo? —dijo Roger, sorprendido, pues, en lo que a él se refería, hasta aquel momento no había advertido tal semejanza.
Ahora que pensaba en ello, el paralelo era evidente. Roger se movió en su sillón, sintiéndose muy incómodo.
—En este caso aparece asimismo una mujer acusada de haber enviado un artículo envenenado a su esposo. No viene al caso que dicho artículo haya sido una torta, o una caja de bombones. Tal vez no convenga…
—Pero nadie que esté en sus cabales continúa creyendo en la culpabilidad de Marie Lafarge —interrumpió Alicia Dammers con inusitado calor—. Ha quedado virtualmente demostrado que la torta fue enviada por el capataz, o quienquiera que fuese el hombre. ¿No se llamaba Dennis? Además, su motivo era mucho más grave que el de ella.
Sir Charles miró a Alicia severamente.
—Creo haber dicho «acusada» de haber enviado el artículo. Me estaba refiriendo a un hecho consumado, no a una opinión personal.
—Perdóneme usted —murmuró Miss Dammers, sin mostrarse muy arrepentida.
—De cualquier manera, he mencionado la coincidencia por si a alguien puede interesarle. Volvamos a nuestro caso en el punto en que lo dejamos. Hace un momento se formuló la pregunta de si Lady Pennefather puede haber tenido o no un cómplice voluntario. Pensé en esta posibilidad, pero posteriormente comprobé que no era así. Lady Pennefather planeó y llevó a cabo este asesinato por sí sola.
Era evidente que la pausa de Sir Charles estaba destinada a que se le hiciese la pregunta inevitable. Y Roger cumplió el requisito.
—¿Cómo es posible, Sir Charles? Todos sabemos que Lady Pennefather estaba en el sur de Francia cuando se cometió el hecho. La policía investigó cuidadosamente este punto, de modo que ella tiene una coartada perfecta.
Sir Charles sonrió abiertamente.
—Tenía una coartada perfecta. Yo la he destruido. He aquí lo que sucedió. Tres días antes de ser despachada la encomienda, Lady Pennefather abandonó a Mentón para pasar una semana en Aviñón. Al cabo de esa semana, regresó a Mentón. Su firma aparece en el registro del hotel de Aviñón, tiene el recibo de los días de su permanencia en él, y todo está en regla. La única circunstancia curiosa es que, aparentemente, no llevó consigo a su doncella, una muchacha muy inteligente y de muy buen aspecto y modales, puesto que el recibo del hotel de Aviñón está extendido a nombre de una persona solamente. Sin embargo, la doncella no estuvo en Aviñón. ¿Es posible que haya desaparecido misteriosamente durante ese período?
—¡Ah! —comentó Ambrose Chitterwick, que escuchaba atentamente—. Comprendo. ¡Qué ingenioso!
—Sumamente ingenioso —repuso Sir Charles con complacencia, atribuyéndose a sí mismo la inteligencia de Lady Pennefather—. La doncella tomó el lugar de su ama, mientras ésta hacía un viaje de incógnito a Inglaterra. He verificado este hecho hasta el extremo de que ya no cabe duda alguna de su exactitud. Uno de mis agentes, obedeciendo a mis instrucciones enviadas telegráficamente, mostró al propietario del hotel de Aviñón una fotografía de Lady Pennefather, y le preguntó si aquella persona se había alojado allí; el hombre aseguró no haberla visto nunca. Pero cuando le fue mostrada una fotografía de la doncella, la identificó inmediatamente como Lady Pennefather. Otra de mis suposiciones ha resultado totalmente correcta. Sir Charles se arrellanó en su sillón y agitó sus lentes, en un homenaje silencioso a su propia astucia.
—¡Entonces, Lady Pennefather tenía un cómplice! —murmuró Bradley con el aire de quien relata un cuento de hadas a un niño de cuatro años.
—Un cómplice inocente —repuso Sir Charles—. Mi agente interrogó a la doncella con mucha discreción, y averiguó que su ama le había dicho que ciertos asuntos reclamaban urgentemente su presencia en Inglaterra, pero como ya había pasado los primeros seis meses de aquel año en su país, tendría que pagar su impuesto a los réditos en su totalidad, si llegaba a poner los pies en su patria durante el mismo año. Como se trataba de una suma considerable, Lady Pennefather utilizó esta argucia para salvar la dificultad de un viaje de incógnito, y recompensó ampliamente a la muchacha. No es de extrañar que la oferta haya sido aceptada. ¡Muy ingenioso! ¡Sumamente ingenioso! —Sir Charles sonrió una vez más y miró en torno de sí, como esperando elogios.
—¡Qué inteligente es usted, Sir Charles! —murmuró Alicia, por decir algo.
—No tengo pruebas concretas de su permanencia en este país —se lamentó Sir Charles—, de modo que, desde el punto de vista legal, el caso contra Lady Pennefather está incompleto, pero la policía podrá establecer estos pormenores. En todos sus demás aspectos, debo señalar que la evidencia es demoledora. Lamento infinitamente tener que hacer esta declaración, pero no tengo alternativa: Lady Pennefather es la asesina de Mrs. Bendix.
Cuando Sir Charles hubo terminado de hablar, se produjo un silencio cargado de interrogantes. Las preguntas flotaban en el ambiente, pero nadie parecía dispuesto a formularlas en primer término. Roger miraba el espacio, como buscando el rastro desvanecido de la presa que persiguiera antes de que hablase Sir Charles. No había duda, tal como se presentaban las cosas hasta entonces, de que éste había probado su teoría.
Por fin, Mr. Ambrose Chitterwick se atrevió a romper el silencio.
—Debemos felicitarle, Sir Charles. Su solución es tan brillante como original. Las únicas preguntas que se me ocurre formular son las siguientes: ¿Cuál ha sido el móvil del crimen? ¿Por qué deseaba Lady Pennefather la muerte de su esposo, cuando se hallaba en pleno trámite de divorcio? ¿Tenía algún motivo para sospechar que el divorcio sería acordado en favor de él?
—Absolutamente —respondió Sir Charles—. Era justamente porque estaba segura de que el divorcio sería acordado que deseaba la muerte de Sir Eustace.
—La verdad es que no comprendo —dijo Mr. Chitterwick, perplejo.
Sir Charles dejó que persistiese la curiosidad general durante unos instantes más, antes de condescender a explicarse. Tenía el instinto dramático de todos los oradores.
—Al principio de mi exposición hice alusión a un dato que obtuve accidentalmente y que me ayudó considerablemente a llegar a una solución. Estoy preparado para revelarlo ahora, no sin antes solicitar que se guarde el más completo silencio sobre él.
»Ya saben ustedes que hace un tiempo corrieron rumores acerca del compromiso matrimonial entre Sir Eustace y mi hija. No creo incurrir en la divulgación indebida de un secreto de confesionario cuando les diga que, no hace muchas semanas, Sir Eustace se dirigió a mí, pidiendo mi consentimiento para contraer matrimonio con mi hija tan pronto como se concediese el divorcio solicitado por su esposa.
»No necesito comentar el resultado de esta entrevista. Lo que es pertinente a nuestra investigación es que Sir Eustace me informó categóricamente que su esposa se había resistido mucho a concederle el divorcio, y que accedió sólo después de que Sir Eustace hizo testamento a su favor, en el cual incluyó su propiedad de Worcestershire. Lady Pennefather tenía una pequeña renta propia, que Sir Eustace estaba dispuesto a complementar en la forma más generosa posible. Pero como los intereses de la hipoteca sobre su propiedad importaban casi la totalidad de la renta derivada de la misma, no podía pasar mucho dinero a su mujer. Tenía, en cambio, seguros de vida por elevadas sumas, conforme al contrato matrimonial previo a su casamiento con Lady Pennefather. La hipoteca sobre su propiedad tiene carácter de póliza dotal, y caduca con su muerte. Sir Eustace tenía, pues, como lo admitió con la mayor franqueza, muy poco que ofrecer a mi hija.
»Como a mí —dijo Sir Charles, tratando de impresionar—, no puede pasarles inadvertida la importancia de todo esto. De acuerdo con el testamento, a la muerte de Sir Eustace, Lady Pennefather se convertiría en una mujer relativamente rica. Pero he aquí que le llegan rumores de que su marido contempla un nuevo matrimonio tan pronto como se efectúe el divorcio. ¿No es probable que en tal eventualidad se redacte un nuevo testamento?
»El carácter de Lady Pennefather queda demostrado por su disposición a aceptar el soborno del testamento como condición previa al divorcio. Evidentemente se trata de una mujer codiciosa, ávida de dinero. Para una mujer de esta clase, el asesinato es tan sólo un medio, y, en el caso de Lady Pennefather, su única esperanza. No creo necesario —terminó diciendo Sir Charles— entrar en mayores detalles.
—La teoría es sumamente convincente —dijo Roger con un suspiro—. ¿Piensa usted entregar todo este testimonio a la policía, Sir Charles?
—Considero que el no hacerla significaría una flagrante evasión de mis deberes como ciudadano —replicó Sir Charles, con una pomposidad que no ocultaba la alta satisfacción que de sí mismo sentía.
—¡Hum! —murmuró Mr. Bradley, que, evidentemente, no compartía el entusiasmo de Sir Charles—. ¿Y los bombones? ¿Opina usted que los preparó aquí, o que los trajo ya preparados desde Francia?
Sir Charles hizo un gesto con la mano.
—¿Le parece a usted muy importante ese punto?
—Yo diría que es de gran importancia relacionar a Lady Pennefather con el veneno, por lo menos.
—¿Con el nitrobenceno? Sería tan fácil como establecer una relación entre Lady Pennefather y la compra de los bombones. Nadie podría tener dificultad alguna en obtenerlos. En realidad, considero la elección del veneno como totalmente de acuerdo con el ingenio que desplegó al planear los detalles del crimen.
—Comprendo —Mr. Bradley acarició su bigotillo y miró a Sir Charles con aire combativo—. Ahora que pienso en ello, Sir Charles, usted no ha probado realmente la culpabilidad de Lady Pennefather. Lo único que ha establecido es el móvil y la oportunidad.
Inesperadamente apareció otro aliado de Bradley.
—¡Exactamente! —exclamó Mrs. Fielder-Flemming—. Es lo que iba a señalar yo misma. Si usted entrega las pruebas que ha reunido, Sir Charles, no creo que la policía se lo agradezca. Como dice Mr. Bradley, no ha probado que Lady Pennefather es culpable, ni nada que se le aproxime. Hasta me atrevo a afirmar que está usted completamente equivocado.
Sir Charles se sintió tan desconcertado, que durante unos instantes sólo pudo mirarla fijamente.
—¿Equivocado? —repitió por fin. Aquella posibilidad no se le había ocurrido en ningún momento.
—Bueno, tal vez deba decir que está usted en la pista equivocada —repuso Mrs. Fielder-Flemming bruscamente.
—Pero, mi querida señora… —Por esta vez las palabras faltaron a Sir Charles. —Pero ¿por qué? —preguntó por fin.
—Porque estoy segura de ello —respondió Mrs. Fielder-Flemming, sin que su respuesta aclarase mucho las cosas.
Roger escuchó este diálogo con un sentimiento de satisfacción creciente. Luego de haber caído bajo el sortilegio del poder de persuasión de Sir Charles, hasta convencerse casi de la exactitud de su teoría, estaba pasando gradualmente al otro extremo. Era innegable que sólo Bradley había mantenido una actitud objetiva. Y tenía razón. En la teoría de Sir Charles había muchos puntos débiles que el abogado mismo, de haber sido nombrado defensor de Lady Pennefather, no habría vacilado en aprovechar ampliamente.
—Sin duda —dijo con aire pensativo— el hecho de que antes de ausentarse al extranjero Lady Pennefather haya tenido una cuenta corriente en Mason e Hijos no constituye una prueba. Tampoco lo es que Mason e Hijo acostumbre enviar notas de agradecimiento con sus recibos. Como lo ha dicho el mismo Sir Charles, muchas firmas antiguas de buena reputación lo hacen. Y el hecho de que la hoja de papel en que fue escrita la carta haya sido usada anteriormente para tal fin no sólo no es sorprendente, sino que resulta obvio, si nos detenemos a pensar en ello. Quienquiera que haya sido el asesino, el problema de obtener la hoja de papel habría sido el mismo. En consecuencia, las tres preguntas iniciales de Sir Charles han tenido respuestas afirmativas por una simple casualidad.
Sir Charles se volvió hacia su nuevo antagonista con la furia de un toro herido.
—¡Pero las probabilidades están en contra de tal coincidencia! —exclamó—. Si se trata de una coincidencia, es la más increíble que he encontrado en todo el curso de mi experiencia jurídica.
—Lo que sucede, Sir Charles, es que usted ha tenido ideas preconcebidas —observó Mr. Bradley suavemente—. Además, exagera usted mucho. Según su cálculo, las probabilidades son de un millón contra uno. Yo, en cambio, diría que son de seis contra uno. Como usted no lo ignora, hay aquello de la ley de transposiciones y combinaciones.
—¡Al diablo con sus transposiciones, Bradley! —explotó Sir Charles—. ¡Y con sus combinaciones!
Mr. Bradley se dirigió a Roger.
—Señor presidente, ¿está permitido a un miembro del Círculo hacer alusiones a la ropa interior de otro miembro? Además, Sir Charles —agregó, dirigiéndose a aquel paladín de la justicia— nunca llevó combinaciones, por lo menos desde que tenía uno o dos años.
Dada la dignidad de su investidura, Roger no se hizo eco de las risas ahogadas que se oyeron de todos lados. Era necesario, por la conservación de la integridad del Círculo, verter aceite sobre aguas tan revueltas.
—Bradley, me parece que está usted fuera de la cuestión. No es mi deseo echar por tierra su teoría, Sir Charles, o menoscabar en modo alguno la forma brillante en que la ha defendido; pero, para que permanezca en pie, debe resistir todos los argumentos que le opongamos. Eso es todo. La verdad es que me inclino a pensar que usted atribuye una importancia un tanto exagerada a las respuestas a sus tres preguntas. ¿Qué opina usted, Miss Dammers?
—Estoy de acuerdo —respondió Miss Dammers lacónicamente—. La forma en que Sir Charles ha subrayado la importancia de esas respuestas me recuerda un procedimiento favorito de los autores de novelas policiales. Sir Charles dijo, si mal no recuerdo, que si las preguntas tenían respuestas afirmativas, sabría que la persona de quien sospecha es culpable, con tanta certeza como si la hubiese visto, con sus propios ojos, poniendo el veneno en los bombones, ya que las probabilidades de una coincidencia en la respuesta afirmativa eran muy lejanas. En otros términos, se limitó a hacer una afirmación categórica, sin apoyarla en pruebas o argumentos.
—¿Y es esto lo que hacen los escritores de novelas policiales, Miss Dammers? —preguntó con sorna Mr. Bradley.
—Invariablemente, Mr. Bradley. Con frecuencia lo he observado en sus libros. Usted afirma un hecho tan terminantemente, que al lector no se le ocurre poner en duda su exactitud. «He aquí —dice el detective— una botella de tinta roja y otra de tinta azul. Si resulta que el contenido de ambas botellas es tinta, sabemos que fueron adquiridas para llenar los tinteros de la biblioteca, con tanta certeza como si hubiésemos leído los pensamientos de la víctima». Entretanto, la tinta roja podría haber sido comprada por una de las mucamas para teñir una tricota, y la tinta azul, por la secretaria para llenar su estilográfica. Y así podríamos dar muchas otras explicaciones. Pero siempre el lector olvida estas posibilidades. ¿No es exacto lo que afirmo?
—Absolutamente exacto —respondió Bradley sin inmutarse—. No perder el tiempo en detalles triviales. Basta decir al lector lo que debe pensar, para que lo piense sin vacilaciones. Ha comprendido usted la técnica perfectamente. ¿Por qué no intenta escribir una novela policial? Le aseguro que es un negocio muy lucrativo.
—Puede que lo haga algún día. De cualquier manera, debo admitir, Mr. Bradley, que los detectives de sus novelas descubren cosas. No se limitan a quedarse quietos esperando a que otra persona les diga quién cometió el asesinato, como lo hacen los llamados detectives de otras novelas que he leído.
—Muchas gracias —dijo Mr. Bradley—. Entonces, ¿es verdad que lee usted novelas policiales?
—Desde luego —respondió Miss Dammers—: ¿Por qué no?
Con la misma rapidez con que había respondido al desafío de Bradley, Alicia Dammers desvió su atención del novelista, y desde aquel momento lo ignoró totalmente.
—¿Y la carta, Sir Charles? —preguntó—. Me refiero a la escritura a máquina. ¿No atribuye usted ninguna importancia a esto?
—Como detalle, debe ser tenido en cuenta, sin duda; yo me he limitado a delinear el caso a grandes rasgos. —Sir Charles había depuesto su actitud agresiva—. Entiendo que la policía es la encargada de estudiar pruebas tan materiales como ésa.
—Creo que tendrá alguna dificultad en relacionar a Pauline Pennefather con la máquina utilizada para escribir la carta —observó Mrs. Fielder-Flemming intencionadamente.
Gradualmente, la corriente de opiniones se estaba volviendo contra Sir Charles.
—Pero ¿y el móvil? —insistió; era un espectáculo patético verlo ahora en la posición defensiva—. Deben admitir ustedes que el móvil es innegable.
—Usted no conoce a Pauline, a Lady Pennefather, ¿no es verdad, Sir Charles?
—No, no la conozco.
—¿No está usted de acuerdo con la teoría de Sir Charles, Miss Dammers? —se aventuró a preguntar Mr. Chitterwick.
—No —dijo aquélla categóricamente.
—¿Podría preguntarle por qué razón? —volvió a preguntar Mr. Chitterwick.
—Ciertamente que sí. Y me temo que sea concluyente, Sir Charles. En la época del asesinato yo estaba en París, y, aproximadamente a la hora en que fue despachada la encomienda, estuve conversando con Pauline Pennefather en uno de los salones de la Opera.
—¿Cómo? —exclamó desolado Sir Charles, viendo derrumbarse con estrépito los restos de su hermosa teoría.
—Debo disculparme por no haber mencionado este dato con anterioridad —dijo Miss Dammers con la mayor calma—, pero quería saber qué clase de argumentos podía usted invocar en favor de su teoría. En verdad le felicito, porque ha presentado usted un notable ejemplo de razonamiento inductivo. Si no hubiese sabido de antemano que estaba basado en una falacia, me habría convencido.
—Pero…, pero ¿por qué el secreto?… Y… ¿por qué se hizo personificar por la doncella, si su visita a Inglaterra era inocente? —tartamudeó Sir Chirles, pensando desesperadamente en aeroplanos particulares, y en el tiempo en que éstos podrían cubrir la distancia entre la plaza de la Opera y la de Trafalgar.
—Yo no dije que fuese una visita inocente —respondió Miss Dammers con displicencia—. Sir Eustace no es el único que espera el divorcio para volver a casarse. Y mientras tanto, Pauline, con toda razón, no ve por qué ha de perder un tiempo precioso. No olvidemos que ya no es tan joven. Por último, tampoco debemos olvidar a ese siniestro funcionario llamado el Procurador del Rey que nos llama a rendir cuentas cada vez que olvidamos pagar nuestros impuestos.
Al instante, el presidente del Círculo debió apresurarse a clausurar la sesión. Y lo hizo porque no quería que uno de sus miembros muriese de apoplejía en sus brazos.