V

SIR CHARLES Wildman, como hemos señalado ya, sentía mayor interés por los hechos concretos que por las especulaciones psicológicas.

Los hechos eran algo sagrado para Sir Charles. Más aún, eran su pan de cada día. Sus ingresos, que alcanzaban a unas treinta mil libras anuales, provenían totalmente de la forma magistral en que sabía manipular hechos concretos. No había nadie en el foro capaz de deformar tan convincentemente un hecho comprometedor, hasta darle un significado enteramente distinto del que cualquiera, por ejemplo, la acusación, le hubiese atribuido. Sir Charles tomaba un hecho, lo miraba de frente, descubría un mensaje oculto en su parte posterior, lo retorcía, lo daba vuelta, hallaba nuevas implicaciones en sus entrañas, danzaba triunfalmente sobre su cadáver, lo pulverizaba del todo, lo reconstruía hasta darle una forma totalmente distinta, y por fin, si el hecho inicial tenía todavía la temeridad de conservar un vestigio de su aspecto original, lo atacaba con gritos aterradores. Y cuando estos recursos fracasaban, no vacilaba en llorar abiertamente en presencia de todo el jurado.

No debemos sorprendemos de que Sir Charles Wildman, Consejero del Rey, recibiese anualmente semejantes honorarios por su capacidad de transformar hechos comprometedores para sus clientes en otras tantas palomas que arrullaban la inmaculada inocencia de los mismos. Si al lector le interesa la estadística, podríamos agregar que el número de asesinos salvados de la horca por Sir Charles en el curso de su larga carrera, formaría una larga procesión si fuesen puestos uno detrás del otro.

Rara vez Sir Charles había tornado la parte acusadora. No está bien visto que un fiscal vocifere, ni tampoco que llore. Las armas más poderosas de este famoso abogado eran los gritos y las lágrimas. Pertenecía a la escuela tradicional en el derecho, y era en verdad uno de sus últimos exponentes. La escuela tradicional compensaba ampliamente su lealtad.

Por consiguiente, cuando miró en torno de sí al Círculo reunido al cabo del plazo propuesto por Roger, y se puso los lentes sobre su voluminosa nariz, los demás miembros no abrigaban duda alguna de la calidad de entretenimientos que les aguardaba. En resumen iban a disfrutar de un espectáculo igual a los que solían costar unas cinco mil libras a la acusación.

Sir Charles consultó el legajo que tenía delante y se aclaró la voz. No había otro abogado capaz de aclararse la voz en forma tan amenazadora como Sir Charles.

—Señoras y señores —comenzó diciendo—. No les sorprenderá que me haya ocupado de este crimen con particular interés, por razones personales que tal vez no hayan escapado a algunos de los presentes. En efecto, el nombre de Sir Eustace Pennefather ha estado ligado por los rumores al de mi hija, y si bien el anuncio de su compromiso fue no sólo prematuro, sino carente de fundamento, es inevitable que me sienta afectado, aunque indirectamente, por esta tentativa de asesinar a un hombre que ha sido mencionado alguna vez como mi presunto yerno.

»No subrayaré el aspecto personal del caso, puesto que en otros sentidos he tratado de mantener una actitud tan imparcial como en cualquier otro de los que he tenido oportunidad de estudiar. He mencionado dicho aspecto personal más bien a modo de excusa, ya que me ha permitido encarar el problema planteado por nuestro presidente con un conocimiento más íntimo de las personas implicadas en él, que el que pueda tener el resto de ustedes. Debo agregar, a pesar mío, que poseo información capaz de contribuir en buena parte a la solución del misterio.

»Reconozco que me habría correspondido poner esta información a disposición de los miembros del Círculo, hace una semana, y les pido a todos me disculpen por no haberlo hecho. La verdad es que en aquel momento no advertí que los datos que poseía tuviesen relación alguna con el crimen, o pudiesen contribuir en algo a su solución. Sólo cuando comencé a meditar sobre las circunstancias del hecho, con el objeto de desentrañar el misterio, comprendí la importancia vital de la información a que me refiero. —Sir Charles hizo una pausa y esperó a que muriesen los ecos de su voz tonante en los ámbitos del salón.

—Ahora, con ayuda de estos datos —dijo por fin, mirando severamente los rostros que le rodeaban—, tengo la convicción de haber resuelto el jeroglífico.

Entre los miembros del Círculo se advirtió un rumor de expectativa, no menos genuino por cuanto había sido cuidadosamente calculado por Sir Charles.

Éste se quitó los lentes y los agitó, con un gesto característico, desde la cinta negra de la cual pendían.

—Sí, creo, o mejor dicho, estoy seguro, de que estoy en vías de aclarar este intrincado misterio. Es por este motivo que lamento que me haya tocado en suerte hablar en primer término. Tal vez hubiera sido más interesante examinar algunas de las otras hipótesis primero, y demostrar su falsedad, antes de analizar la verdadera solución. Es decir, suponiendo que haya otras hipótesis que examinar.

»No me sorprendería, empero, descubrir que todos ustedes han llegado a la misma conclusión que yo. No pretendo poseer facultades extraordinarias al dejar que los hechos hablen por sí mismos; tampoco me jacto de una intuición sobrehumana, por haber podido ver más profundamente que los investigadores oficiales y desentrañadores de misterios tradicionales: la policía. Muy por el contrario, soy tan sólo un ser humano, dotado de las mismas facultades que mis semejantes. No podría sorprenderme, pues, que alguno de los presentes me informe que no he hecho más que seguir los pasos de otros investigadores del Círculo al señalar como culpable al individuo que cometió, como he de probarlo inmediatamente, este abominable crimen.

Mencionada la contingencia, muy poco probable, desde su punto de vista, de que algún otro miembro del Círculo fuese tan inteligente como él, Sir Charles dejó a un lado los preliminares para entrar en los hechos concretos.

—Comencé a estudiar el asunto con una pregunta, sólo una pregunta en la mente; una pregunta cuya respuesta ha sido la guía segura que me ha conducido hasta el culpable en casi todos los crímenes cometidos hasta el presente; una pregunta a la cual rara vez puede escapar un criminal; una pregunta cuya respuesta sirve invariablemente para condenarle: «Cui bono»? —Sir Charles hizo una pausa significativa—. ¿Quién fue el beneficiado? ¿Quién —repitió, ante la eventualidad de que hubiese algunos deficientes mentales en su auditorio— saldría ganando con la muerte de Sir Eustace Pennefather?

Por debajo de sus espesas cejas, dirigió rápidas miradas interrogantes a todos los presentes; éstos fingieron seguir su juego, y por lo tanto nadie intentó informarle prematuramente sobre este punto.

Sir Charles tenía demasiada experiencia como orador para informarles él mismo. Dejando la pregunta como un inmenso signo de interrogación en la mente de todos, se desvió por otro camino.

—Veamos ahora: el crimen ofrecía, a mi juicio, sólo tres pistas concretas —prosiguió diciendo con tono tranquilo—. Me refiero a la carta fraguada, a la envoltura y a los bombones. De estos tres artículos, la envoltura tenía utilidad sólo desde el punto de vista de su sello postal. Inmediatamente deseché como inútil la dirección manuscrita, ya que podía haber sido escrita por cualquiera y en cualquier momento. Desde un principio vi que no conduciría a nada. Tampoco veía qué utilidad podían tener como pruebas los bombones o la caja. Tal vez me equivoque, pero no lo creo. Se trata de artículos de marca conocida, de venta en centenares de comercios; sería, pues, infructuoso tratar de localizar a su comprador. Además, cualquier pista relacionada con ellos hubiera sido estudiada por la policía. Quedaban, en resumen, dos elementos de juicio concretos, la carta y el sello postal de la envoltura, sobre los cuales era necesario edificar toda la estructura de pruebas condenatorias.

Sir Charles hizo una pausa, a fin de dar a su auditorio una idea de la magnitud de la tarea; aparentemente, había olvidado el hecho de que el problema planteado no era ignorado por ninguno de los presentes. Roger, que se había mantenido silencioso con grandes dificultades hasta aquel momento, le interrumpió con una pregunta:

—¿Había usted decidido ya quién era el criminal, Sir Charles?

—Había respondido a mi entera satisfacción a la pregunta que me había formulado, y de la cual hice mención hace unos minutos —repuso Sir Charles con dignidad.

—Comprendo. Entonces, ya había decidido quién era el criminal —insistió Roger—. Sería interesante aclarar este punto, a fin de que podamos seguir mejor su método de encarar la evidencia. ¿Utilizó usted el método inductivo?

—Es posible, es posible —replicó Sir Charles, algo incomodado. No le agradaba que le pusiesen en apuros con preguntas intempestivas.

Durante unos instantes permaneció silencioso, con el entrecejo fruncido, tratando de recobrarse.

—La tarea, como lo advertí inmediatamente —prosiguió diciendo con voz aún más grave—, no iba a ser fácil. El plazo de que disponía era sumamente breve, eran necesarias extensas pesquisas, y el tiempo que yo podía dedicar a ellas no me permitía hacerlo personalmente. Luego de reflexionar sobre el asunto, decidí que la única forma en que podría llegar a una conclusión sería considerando las circunstancias del hecho con suficiente detenimiento como para elaborar una teoría inatacable, haciendo luego una cuidadosa lista de hechos que, aunque fuera de mi conocimiento, debían existir si mi teoría era la correcta. Estos puntos podrían ser investigados por personas de mi confianza, y en caso de ser corroborados, mi hipótesis quedaría definitivamente probada.

Sir Charles se detuvo para cobrar aliento.

—En otros términos —susurró Roger con una sonrisa, dirigiéndose a Miss Dammers—, decidió aplicar el método inductivo. —Habló en voz tan baja que sólo Miss Dammers le oyó.

Miss Dammers sonrió apreciativamente. Es difícil reproducir por escrito el tono de la palabra oral.

—Elaboré mi teoría —anunció Sir Charles— con una simplicidad sorprendente. —Todavía no había recobrado el aliento—. Elaboré mi teoría. Necesariamente, gran parte de ella estaba basada en suposiciones. Me permitiré dar un ejemplo. El hecho de que el criminal poseyera una hoja de papel de la casa Mason e Hijos me había intrigado más que nada. No era un artículo que el individuo de quien sospechaba pudiera tener, ni mucho menos adquirir. No se me ocurría ningún método por el cual, una vez elegido el procedimiento para consumar el hecho, y establecida la necesidad de utilizar el papel, pudiera serle posible a este individuo obtenerlo sin despertar sospechas.

»Llegué a la inevitable conclusión de que el motivo por el cual se empleó papel de la casa Mason era la posibilidad para el criminal de obtener dicho papel con facilidad.

Sir Charles miró triunfante a su auditorio, como esperando algún comentario.

Roger fue quien lo formuló, no sin vacilar, pues suponía con razón que el punto señalado por Sir Charles era tan evidente para todos que no requería comentarios.

—Es una conclusión tan interesante como ingeniosa, Sir Charles.

Sir Charles hizo un gesto de complacencia.

—Reconozco que era simplemente una suposición, pero dicha, suposición fue confirmada por los resultados obtenidos posteriormente. —Sir Charles estaba tan absorto en la admiración de su propia perspicacia, que comenzaba a olvidar su afición por las oraciones largas, intercaladas por innumerables frases subordinadas. Su maciza cabeza parecía querer saltar de sus hombros—. En primer término, reflexioné sobre la forma en que sería posible obtener una hoja del papel en cuestión, y, luego, si la posesión de la misma podría ser verificada más tarde. Se me ocurrió en seguida que muchas firmas comerciales acostumbran enviar adjunta al recibo de sus facturas, una hoja de papel con las palabras «Agradecen su atención» o algo por el estilo, escritas a máquina. De aquí surgieron otras tres preguntas. ¿Acostumbraba hacer esto la casa Mason e Hijos? ¿Tenía el individuo de quien sospechaba una cuenta corriente en Mason e Hijos, o, mejor dicho, para explicar los bordes amarillentos del papel, había tenido una cuenta corriente en el pasado? ¿Había rastros en el papel de que una frase escrita a máquina había sido borrada?

»Señoras y señores —dijo Sir Charles, rojo de entusiasmo—, estas tres preguntas tuvieron respuestas afirmativas.

La oratoria es un instrumento poderoso. Roger sabía perfectamente que Sir Charles, por simple fuerza de hábito, estaba aplicando sobre el Círculo todas las tretas habituales y trilladas en el medio forense. Roger sentía que sólo con grandes dificultades Sir Charles lograba abstenerse de agregar «del jurado» a la frase «señoras y señores». Pero todo ello no resultaba inesperado. Sir Charles tenía un buen relato que hacer, un relato en el cual creía firmemente, y lo desarrollaba en la forma en que, después de tantos años de experiencia, le resultaba más natural. No era esto lo que fastidiaba a Roger.

Lo que le hacía sentir aprensión era que él había estado siguiendo un rastro completamente distinto y que, a pesar de haber estado convencido en un principio de que era el correcto, había comenzado por sentirse ligeramente divertido cuando Sir Charles rondó su propia presa; pero gradualmente se había dejado influir por la dialéctica del abogado, a pesar de reconocerla de calidad inferior. Ahora llegaba a preguntarse si Sir Charles no tendría razón.

Pero ¿era sólo la retórica lo que le había hecho comenzar a dudar? Sir Charles decía poseer datos muy concretos como apoyo de la frágil estructura de su teoría. Y, a pesar de ser un hombre presuntuoso y fatuo, no era tonto ni mucho menos. Roger se sentía muy inquieto, pues su propia pista, debía reconocerlo, era sumamente tenue.

Cuando Sir Charles procedió a desarrollar su hipótesis, la inquietud de Roger se convirtió en franca desazón.

—No hay la menor duda de ello. Por medio de un agente establecí que la casa Mason, una firma de procedimientos tradicionales, invariablemente agradece el pago de cuentas corrientes de su clientela particular, pues el noventa por ciento de sus transacciones es al por mayor, con una breve nota escrita en el centro de una hoja de papel de cartas. Establecí que la persona en quien pensaba había tenido cuenta corriente en la casa cinco meses atrás; es decir, que había cancelado su cuenta en aquella época mediante el envío de un cheque, y no había hecho otros pedidos desde entonces.

»Además, me hice de tiempo para concurrir personalmente a Scotland Yard, a fin de examinar nuevamente la carta. Observando el dorso, comprobé la existencia de rastros inequívocos, si bien indescifrables, de que habían sido escritas algunas palabras en el centro de la hoja. Estas palabras aparecían entre dos líneas de la carta actual, lo cual prueba que no fueron borradas al escribir dicha carta, sino con anterioridad; por su longitud, corresponden a la frase que yo mencioné; y, por último, presentan rastros de que se trató, por los medios más cuidadosos, como raspar, alisar, y volver a levantar la superficie del papel alisado, de hacer desaparecer no sólo la tinta, sino también las hendiduras causadas por los tipos de la máquina.

»Tenía con esto la prueba incontrovertible de que mi teoría era la correcta, de modo que inmediatamente me dediqué a aclarar otros puntos obscuros que se me planteaban. El tiempo era limitado, y debí recurrir a los servicios de no menos de cuatro agencias particulares de investigaciones, entre las cuales distribuí la tarea de obtener los datos que buscaba. Ello significó no sólo un considerable ahorro de tiempo, sino que tuvo la ventaja de no poner el conjunto de datos obtenidos en otras manos que las mías. En verdad, hice cuanto me fue posible para distribuir las gestiones en forma tal que ninguna de las agencias pudiese ni siquiera adivinar cuál era mi objetivo; en este sentido, creo poder afirmar que he tenido éxito.

»A continuación, me ocupé del sello postal. Para apoyar mi teoría era necesario probar que el sospechoso estuvo en las inmediaciones del Strand a la hora en cuestión. Ustedes dirán —dijo Sir Charles escudriñando los rostros interesados a su alrededor, y decidiendo aparentemente que Mr. Morton Harrogate Bradley iba a hacer la absurda objeción—, ustedes dirán —repitió severamente dirigiéndose a Bradley—, que ello no era necesario. El paquete podría haber sido despachado con la mayor inocencia por algún cómplice involuntario a quien le hubiese sido entregado, a fin de tener el criminal una perfecta coartada para cubrir este período. Luego, debemos considerar el hecho de que la persona a quien me refiero no estaba en el país. Hubiese sido fácil para esa persona encomendar el despacho del paquete a algún amigo que viajase a Inglaterra, a fin de ahorrar con ello el franqueo desde el extranjero, que nunca es elevado, de todos modos, para esta clase de encomiendas.

»Pues yo no estoy de acuerdo —dijo Sir Charles a Bradley con tono todavía más severo—. He considerado esta posibilidad, y no creo que la persona en quien pienso hubiese corrido tan grave riesgo, pues el amigo a quien recurriese inevitablemente recordaría el hecho al leer los periódicos más tarde.

»No —concluyó Sir Charles, dando el golpe decisivo a las supuestas objeciones de Bradley—. Estoy convencido de que el asesino comprendió desde un principio que la encomienda no debía salir de sus manos hasta ser entregada en el correo.

—Desde luego —dijo Mr. Bradley con tono displicente—. Lady Pennefather puede haber tenido un cómplice voluntario, ya que no involuntario. ¡Sin duda usted ha considerado esa posibilidad! ¿No es cierto?

Bradley logró insinuar en su tono que el asunto no tenía mayor importancia, pero que, como Sir Charles le había dirigido todas sus palabras, era un rasgo de cortesía hacer algún comentario apropiado.

Sir Charles enrojeció visiblemente. Se había estado vanagloriando mentalmente de la habilidad con que mantenía secreto el nombre del asesino, a fin de lanzarlo como una bomba al final de su exposición, tal como ocurre en las buenas novelas policiales. Y ahora aquel malhadado borroneador de folletines le había arruinado el juego.

—Caballero —dijo con tono pedante, digno de un enciclopedista de la talla de Samuel Johnson—, quisiera llamar su atención sobre el hecho de que yo no he mencionado nombre alguno. Haberlo hecho, sería una gran imprudencia. ¿Es posible que necesite recordarle que existe una ley contra las injurias?

Morton Harrogate sonrió con aquella exasperante sonrisa de superioridad que le caracterizaba. En realidad, era un joven bastante insufrible.

—¿Qué me dice usted, Sir Charles? —se mofó, acariciando el bigotillo casi invisible que adornaba su labio superior—. No tengo la menor intención de escribir una novela sobre la tentativa de asesinato de Lady Pennefather contra su esposo, si es eso lo que desea advertirme. ¿O será posible que haya querido referirse a la ley contra las calumnias?

Sir Charles, que se había propuesto esto último, fulminó a Bradley con una mirada iracunda.

Roger se apresuró a separar a los contrincantes. Le parecía estar frente a un toro y un tábano, y el tipo de lucha que suele entablarse en estos casos resulta sumamente regocijante. Pero el objeto del Círculo del Crimen era investigar crímenes cometidos fuera de él, y no crear oportunidades para que se realizasen otros nuevos. Roger no abrigaba especial simpatía por el toro, ni tampoco por el tábano, pero ambos le divertían en diferente forma; por otra parte, tampoco le resultaban antipáticos. Mr. Bradley, en cambio, sentía antipatía por Roger y por Sir Charles, especialmente por el primero, porque era un caballero y fingía no serlo, mientras que él, Bradley, no lo era y trataba de parecerlo. Esto suele ser motivo para no estimar a una persona.

—Me alegro que haya mencionado ese punto, Sir Charles —dijo Roger con suavidad—. Es un factor que debemos tener presente. Por mi parte, no veo cómo hemos de tener éxito en la investigación si no llegamos a un acuerdo previo sobre la ley de calumnias. ¿Qué opina usted?

Sir Charles se mostró un tanto aplacado.

—Ése es un punto difícil —convino, anteponiendo sus intereses de abogado a sus emociones personales. El abogado que ama su profesión es capaz de olvidarlo todo, inclusive el juicio que está siguiendo, con tal de establecer un punto de importancia jurídica, en la misma forma en que una mujer verdaderamente femenina se pondrá sus mejores ropas y se empolvará la nariz antes de introducirla en el horno de la cocina de gas para suicidarse.

—Creo —dijo Roger pausadamente, deseoso de no herir susceptibilidades, puesto que estaba por hacer una proposición muy atrevida para una persona ajena a la profesión—, que no corresponde tener en cuenta esa ley en particular. Quiero decir —agregó rápidamente, al advertir el gesto de protesta de Sir Charles ante semejante proposición de violar la lex intangenda—, quiero decir, que debemos llegar a algún acuerdo mutuo, en el sentido de que cualquier cosa que se diga en esta habitación será considerada sin prejuicio, mejor dicho, como entre amigos, quiero decir, no dentro del espíritu de la ley, o como quiera que se diga en el lenguaje legal. —La exposición de Roger no había sido muy elocuente.

Pero no era probable que Sir Charles la hubiese oído. Sus ojos habían adquirido una expresión soñadora, tal como la que se ve en un camarista cuando diserta sobre algún aspecto de la burocracia legal.

—La calumnia —comenzó a decir con voz pausada— consiste en la murmuración maliciosa de juicios tales, que ponen a quien los formula en presencia de terceros, en posición de ser acreedor a una demanda por parte de la persona a quien se ha referido en dichos juicios. En este caso, tratándose de la imputación de un crimen o delito punibles en forma concreta, no sería necesario probar daños de orden pecuniario, y, siendo la acusación de carácter difamatorio, su falsedad sería establecida, quedando la responsabilidad de probar la veracidad de su imputación a cargo del demandante. Estaríamos, por lo tanto, frente a la interesante situación de que el demandado en un juicio por calumnias se convierta, en esencia, en el demandante en el juicio civil por asesinato. La verdad es que —dijo por último Sir Charles en tono perplejo—, no sé qué sucedería en esta eventualidad.

—Lo que quisiéramos saber es en qué casos rige la impunidad para la infracción de la ley de calumnias —dijo Roger en voz baja.

—Naturalmente —dijo Sir Charles, ignorando la interrupción—, en la declaración sería necesario dejar constancia de las palabras textuales pronunciadas, no simplemente de su significado e implicaciones generales, y el hecho de no poder probar que fueron pronunciadas en la forma declarada, daría lugar al sobreseimiento del demandado. Por consiguiente, a menos que en el transcurso de nuestras reuniones se tomase nota de lo dicho, y alguien de los presentes firmase dichas notas en calidad de testigo, no veo la posibilidad de que nadie entable juicio por calumnias.

—¿Y la impunidad? —insistió Roger.

—Por último, abrigo la convicción —dijo Sir Charles animándose— de que la presente podría ser considerada como una de las ocasiones en que las declaraciones, por calumniosas que sean en esencia, y aun cuando fueren falsas, pueden ser hechas con móviles perfectamente legítimos y con la convicción absoluta de su exactitud. En ese caso, la imputación inicial quedaría revertida, y correspondería al demandante probar a satisfacción del jurado que el demandado ha actuado con malicia y premeditación. Yo diría que, en tales circunstancias, la corte se guiaría por consideraciones de interés público exclusivamente, lo cual significaría tal vez que…

—¡Insisto en la cuestión de nuestra impunidad! —exclamó Roger.

Sir Charles volvió hacia él unos ojos tan furiosos que parecían dibujados con tinta roja. Pero esta vez no pudo ignorar la objeción.

—Estaba por referirme a ese punto —dijo—. En nuestro caso, no creo que la invocación de la impunidad de que goza toda reunión pública sea aceptable. En cuanto a la impunidad privada, es sumamente difícil delimitar sus alcances. No sería fácil alegar con éxito que todas las declaraciones hechas aquí se refieren al fuero privado exclusivamente, ya que ello depende de que nuestro Círculo constituya, en realidad, una asamblea privada o una pública. Es posible —señaló—, sostener ambas posiciones. Hasta puede discutirse si se trata de un organismo privado reunido en público, o viceversa, de un organismo público reunido en privado. El punto es muy debatible.

Sir Charles agitó sus lentes por un momento con el objeto de subrayar el carácter en extremo discutible de dicho punto.

—Considerados todos los factores, me siento inclinado a aventurar la opinión —y por fin se lanzó a emitir la esperada opinión— de que en general se justificaría invocar un caso de impunidad especial en el nuestro, puesto que se trataría de declaraciones hechas no con animus injuriandi, sino en el cumplimiento de un deber no necesariamente legal, sino moral y social, y cualquier declaración hecha en este concepto está protegida por el recurso de veritas convinci, hecho dentro de los límites aceptables, por personas que actúan bona fide en interés propio y del público. Debo decir, empero —Sir Charles vaciló, como horrorizado por haber tenido que pronunciarse al fin—, que no se trata de una cuestión de absoluta certeza, y que sería una política más sensata evitar el mencionar nombres, aun cuando nos reservemos el derecho de indicar, mediante algún método apropiado, como signos, o bien otra forma de representación o pantomima, al individuo a quien nos referimos conjuntamente.

—Pero, en términos generales —insistió el presidente del Círculo, en voz baja, pero firme—, ¿cree usted que esta ocasión en particular debe ser considerada dentro de las de impunidad, o bien podemos seguir adelante y mencionar los nombres que nos venga en gana?

Los lentes de Sir Charles describieron un círculo completo, posiblemente simbólico.

—Creo —respondió por fin, en tono sumamente trascendental, y después de todo, la opinión que estaba por emitir justificaba dicho tono, pues si hubiera hablado en presencia del foro le hubiese costado al Círculo una bonita suma—, creo —repitió— que podemos correr el riesgo.

—¡Muy bien! —exclamó el presidente con alivio.