IV

EL CÍRCULO permaneció reunido durante algún tiempo después de la partida de Moresby. Había mucho que discutir, y todo el mundo tenía puntos de vista y teorías que exponer.

Un hecho surgía con singular claridad: la policía había seguido un camino equivocado. No se trataba de un asesinato vulgar, cometido por un maniático cualquiera. Alguien, impulsado por móviles concretos, se había dedicado en forma metódica a planear y llevar a cabo el asesinato de Sir Eustace. Como en todos los asesinatos, en suma, se trataba en este caso de chercher le motif.[2]

Durante la exposición y debate de las teorías formuladas por los miembros del Círculo, Roger dirigió enérgicamente la discusión. El objeto principal de la prueba era, como lo señalara más de una vez, que cada cual trabajase independientemente, sin ideas preconcebidas o sugeridas por los demás, formulando su teoría individual y llegando a probada por sus propios medios.

—¿No cree usted, Sheringham, que convendría hacer un acopio común de todos los elementos de juicio reunidos? —preguntó Sir Charles—. Yo sugeriría que sigamos nuestras pesquisas independientemente, pero que cada hecho concreto que descubramos sea puesto a disposición de todos. El ejercicio debe ser intelectual, más bien que un concurso de investigación vulgar.

—Lo que usted sugiere tendría sus ventajas, Sir Charles —replicó Roger—. Ya he pensado detenidamente en ello. Sin embargo, creo más conveniente que cada cual reserve para sí los datos que recoja a partir de esta noche. Como ya se sabe, poseemos todos los recogidos hasta ahora por la policía, y no creo que los que aparezcan en el futuro ofrezcan una pista segura que nos lleve directamente hasta el asesino. Serán más bien hechos pequeños, insignificantes en sí, pero de valor para fundamentar una hipótesis.

Sir Charles murmuró algo, sin mostrarse muy convencido.

—Propongo que se someta a votación la iniciativa de Sir Charles —dijo Roger.

Cuando se hizo la votación, Sir Charles y Mrs. Fielder-Flemming se pronunciaron en favor de que todos los datos fuesen revelados al conjunto, mientras que Mr. Bradley, Alicia Dammers, Mr. Chitterwick, éste no sin grandes vacilaciones, y por último Roger, lo hicieron en contra.

—Mantendremos en secreto los datos que descubramos —dijo Roger, y mentalmente anotó quiénes habían votado por cada una de las dos alternativas. Consideraba que esta votación indicaba ya quiénes se conformarían con la simple especulación teórica, y quiénes estaban dispuestos a entrar tan de lleno en la prueba como para ponerse en actividad. En todo caso serviría para señalar quiénes tenían ya una hipótesis y quiénes no.

Sir Charles aceptó el resultado con resignación.

—Empezamos todos en condiciones idénticas —dijo.

—Desde el momento en que abandonemos esta habitación —corrigió Morton Harrogate Bradley arreglando el nudo de su corbata—. Debo señalar que estoy de acuerdo en parte con la proposición de Sir Charles, en el sentido de que cualquiera que en este momento tenga algo que agregar a las declaraciones del Inspector Jefe, debe hacerla antes de retirarse.

—Pero ¿hay quién pueda agregar nada? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming.

—Sir Charles conoce a Mr. y Mrs. Bendix —señaló Alicia Dammers con tono imparcial—, y también a Sir Eustace. Yo conozco a este último.

Roger sonrió. Ésta era una afirmación típica en Miss Dammers. Todo el mundo sabía que Alicia había sido la única mujer que había derrotado a Sir Eustace con sus propias armas, o por lo menos, así corría el rumor. Sir Eustace se había empeñado en agregar a sus trofeos el corazón de una intelectual, tal vez para realzar con ello el conjunto de los que tenía ya en su colección, y que no pertenecían, precisamente, a mujeres del tipo de Miss Dammers. Alicia Dammers, con su elegante belleza, su figura alta y esbelta y sus gustos irreprochablemente aristocráticos, llenaba todos los requisitos que demandaba el exigente gusto de Sir Eustace. En vista de ello, se había dedicado resueltamente a conquistarla.

El resultado había sido observado con regocijo no disimulado por el extenso círculo de amistades de Miss Dammers. Aparentemente, Alicia se encontraba ampliamente dispuesta a ser conquistada. Parecía que de un momento a otro caería en las redes que le tendía el hábil Sir Eustace. Se les veía juntos incesantemente, almorzando, comiendo, haciendo visitas y paseos. Sir Eustace, entusiasmado por la perspectiva inminente de un rendimiento incondicional, había estrechado el cerco, utilizando todas sus artes.

Fue entonces que Miss Dammers se escabulló con la mayor serenidad, y pocos meses más tarde publicó un libro en el cual Sir Eustace Pennefather, disecado con la crueldad más refinada, aparecía ante los ojos del mundo en toda su desnuda simpleza psicológica. Miss Dammers, que era en realidad una escritora brillante, nunca hacía alusión a su arte, pero era indudable que sostenía la teoría de que todo debe ser sacrificado a él, inclusive los sentimientos de Sir Eustace Pennefather y de quienes se le asemejan.

—No hay duda de que desde el punto de vista del asesino, Mr. y Mrs. Bendix aparecen en el crimen en forma completamente accidental —señaló Bradley, con el tono paciente de quien enseña a un niño que dos y dos son cuatro—. Dentro de nuestro conocimiento, su única relación con Sir Eustace es el hecho de que tanto Bendix como él eran miembros del Rainbow.

—No creo necesario dar a ustedes mi opinión sobre Sir Eustace —observó Miss Dammers—. Los que hayan leído Demonio y Carne saben cómo le veía yo, y no tengo motivos para suponer que haya cambiado desde que tuve oportunidad de estudiarlo. Con todo, no pretendo ser infalible, y me interesaría saber si la opinión de Sir Charles coincide con la mía.

Sir Charles, que no había leído Demonio y Carne, se sintió algo incómodo.

—No creo poder agregar nada de interés a la imagen presentada por el Inspector Jefe. No conozco bien a Sir Eustace, y la verdad es que tampoco tengo interés en conocerlo mejor.

Todos los presentes adquirieron una expresión inocente. Se había comentado insistentemente la posibilidad de un compromiso matrimonial entre Sir Eustace y la hija de Sir Charles, y se decía que éste no había visto la perspectiva con buenos ojos. Más aún: el compromiso había sido prematuramente anunciado, y terminantemente desmentido al día siguiente.

Sir Charles trató de mostrar un semblante tan tranquilo como el resto de los comensales.

—Como lo diera a entender el Inspector Jefe, Sir Eustace no es una buena persona. Hasta podría aventurarme a afirmar que es un canalla. Me refiero a su actitud con las mujeres —agregó Sir Charles sin más ambages—. Además, bebe con exceso. —Evidentemente Sir Charles no abrigaba la menor simpatía hacia Sir Eustace.

—Podría señalar un punto, insignificante, tal vez, pero de valor psicológico, pues serviría para demostrar la torpeza de las reacciones de Sir Eustace —dijo Alicia Dammers—. En el breve tiempo transcurrido desde la tragedia, los rumores están asociando ya el nombre de Sir Eustace al de una nueva conquista. Ello me ha sorprendido un poco, pues, a pesar de conocerle, le hubiera supuesto más sensible y más dispuesto a mostrar cierto pesar por el terrible error del que resultara víctima inocente Mrs. Bendix, aun cuando ésta le fuese totalmente desconocida.

—Permítame que corrija una impresión creada anteriormente, Miss Dammers —observó Sir Charles—. Mrs. Bendix no era una desconocida para Sir Eustace, si bien es probable que él no recuerde haberle sido presentado alguna vez. Pero la conocía. Una noche estaba yo conversando con Mrs. Bendix durante el intervalo de un estreno teatral, no recuerdo cuál, cuando Sir Eustace se aproximó a nosotros. Luego de presentarlos mutuamente, comenté algo de que Bendix era también miembro del Rainbow. Había olvidado este detalle.

—Entonces, me he equivocado totalmente respecto a Sir Eustace —dijo Alicia Dammers con tono desilusionado—. He sido demasiado indulgente al juzgarle capaz de algún sentimiento. —Ser demasiado indulgente en la sala de di secciones era, a juicio de Miss Dammers, un crimen mucho más grave que ser demasiado despiadadas.

—En cuanto a Bendix —dijo Sir Charles—, no creo que pueda agregar nada a lo que todos ustedes saben de él. Entiendo que es un hombre honesto, digno del mayor respeto, y que, a pesar de todo el dinero que tiene, no ha perdido la cabeza. Su esposa era también una mujer encantadora, aunque tal vez excesivamente seria. Era el tipo de mujer aficionada a formar parte de comisiones directivas. No quiero decir con ello que esta afición la desmerezca en lo más mínimo.

—Yo diría lo contrario —observó Miss Dammers, que era muy afecta a ser miembro de comisiones directivas.

—Exactamente, tiene usted razón —se disculpó Sir Charles, recordando las curiosas predilecciones de Miss Dammers—. Y evidentemente no era tan seria como para negarse a hacer una apuesta, si bien en este caso se trataba de una apuesta trivial.

—Tenía otra apuesta con el azar, aunque ella lo ignoraba —dijo con tono solemne Mrs. Fielder-Flemming, quien estaba ya estudiando mentalmente las posibilidades dramáticas de la situación—. Ésta no era una apuesta trivial: era una apuesta trágica. Era una apuesta con la muerte, y la perdió. —Era lamentable la inclinación de Mrs. Fielder-Flemming a llevar su sentido de lo dramático a las circunstancias más vulgares de la vida. Tal inclinación no estaba de acuerdo con su aspecto de cocinera.

Cuando hubo pronunciado su lugar común, miró a hurtadillas a Alicia Dammers, mientras se preguntaba si le sería posible estrenar una obra teatral antes de que aquélla le quitase el material publicando un libro.

Como presidente del Círculo, Roger debió adoptar medidas para volver el debate al terreno práctico.

—Así es, ¡pobre señora! Pero después de todo, no debemos confundir las cosas. Es difícil tener siempre presente que la víctima no tenía nada que ver con el crimen, por así decirlo, pero el hecho sigue en pie; por un accidente, murió la persona que no debía morir; es, pues, de Sir Eustace, la persona que debía morir, de quien debemos ocuparnos. Veamos ahora, ¿hay alguna otra persona presente que conozca a Sir Eustace, sepa algo de su vida, o pueda aportar otros datos relacionados con el crimen?

Nadie respondió.

—Estamos, pues, todos en idénticas condiciones. Me referiré ahora a nuestra próxima reunión. Propongo un plazo de una semana para formular nuestras teorías y llevar a cabo las pesquisas que juzguemos necesarias, y que al cabo de dicho plazo nos reunamos todas las noches, comenzando el lunes próximo. A fin de establecer el orden en que expondremos nuestras teorías y conclusiones, propongo que tiremos a la suerte. Pero tal vez alguno de ustedes opine que debe hablar más de una persona cada noche.

Luego de breves deliberaciones se decidió realizar una nueva reunión el lunes siguiente; y, con el objeto de permitir a cada orador hablar extensamente, destinar una reunión a cada uno de los miembros. Tirada la suerte, el turno de oradores fue el siguiente: 1.º Sir Charles Wildman, 2.º Mrs. Fielder-Flemming, 3.º Mr. Morton Harrogate Bradley, 4.º Roger Sheringham, 5.º Alicia Dammers y 6º Mr. Ambrose Chitterwick.

Mr. Chitterwick pareció animarse mucho cuando su nombre fue leído en último término.

—Para entonces —dijo confidencialmente a Morton Harrogate—, estoy seguro de que alguien habrá hallado la solución correcta, y por lo tanto no tendré que presentar mis propias conclusiones. Eso —agregó con aire de duda— si llego a alguna conclusión. Dígame, Mr. Bradley, ¿cómo trabaja un detective?

Mr. Bradley sonrió con aire condescendiente, y prometió prestarle una de sus obras. Mr. Chitterwick, que las había leído todas y las tenía en su mayoría, le agradeció efusivamente.

Finalmente, y antes de clausurada la reunión, Mrs. Fielder-Flemming no pudo resistir la tentación de mostrar una vez más su vena dramática.

—¡Qué extraña es la vida! —comentó con un suspiro, dirigiéndose a Sir Charles—. ¡Cuando pienso que vi a Mrs. Bendix y a su marido en un palco del Teatro Imperial la noche anterior a su muerte! Sí, los conocía de vista. A menudo venían a los estrenos de mis obras. Yo ocupaba una butaca exactamente debajo de su palco. Verdaderamente, la realidad es más extraña que la ficción. Si por un momento hubiese imaginado el trágico destino que la acechaba, yo…

—Espero que le habría advertido que se guardase de comer bombones —observó secamente Sir Charles, que no congeniaba mucho con Mrs. Fielder-Flemming.

Poco después se dio por terminada la reunión. Roger volvió a sus habitaciones en el barrio de Albany con una sensación de íntima satisfacción consigo mismo. Estaba convencido de que las diversas soluciones propuestas serían tan interesantes como el problema mismo.

A pesar de ello, no se sentía del todo feliz. No había tenido suerte en la selección de turnos, pues hubiera preferido el lugar de Mr. Chitterwick, con la ventaja consiguiente de conocer los resultados obtenidos por todos sus rivales antes de haber revelado los propios. No debemos suponer que había esperado utilizar el trabajo de los otros. Como Mr. Morton Harrogate Bradley, tenía ya una teoría, pero a pesar de ello, hubiese sido interesante pesar y analizar las soluciones de Sir Charles, Mr. Bradley y, particularmente, Alicia Dammers. A estos tres miembros del Círculo les reconocía Roger el mérito de poseer las inteligencias más despiertas, de modo que le hubiera gustado escuchar sus opiniones antes de comprometer las propias. Deseaba, en fin, hallar la solución de este crimen, más que la de ningún otro de los que le había tocado investigar hasta entonces.

Con gran sorpresa de su parte, al llegar a su domicilio halló a Moresby esperándole en la sala.

—¡Ah, es usted, Mr. Sheringham! —dijo aquel cauteloso funcionario—. Pensé que no tendría inconveniente en que cambiásemos algunas ideas. No tiene usted prisa por acostarse, ¿verdad?

—Ninguna —dijo Roger, mientras servía algo mediante una garrafa y un sifón—. Todavía es temprano. Diga hasta dónde…

Moresby miró discretamente hacia otro lado. Cuando estuvieron instalados en dos cómodos sillones de cuero ubicados junto al fuego, Moresby explicó el motivo de su visita.

—La verdad es, Mr. Sheringham, que el Jefe me ha encomendado la misión de vigilarles extraoficialmente mientras investigan este asunto. No es que desconfiemos de ustedes, ni que creamos que obrarán con indiscreción, pero creemos conveniente saber qué sucede en cada paso de la investigación colectiva que ustedes han de intentar.

—De modo que si alguno de nosotros descubre algo realmente importante, la policía podrá intervenir y utilizarlo… —comentó Roger sonriendo—. Comprendo el punto de vista oficial.

—Lo que queremos es adoptar medidas para impedir que escape la presa —corrigió Moresby en tono de reproche—. Eso es todo, Mr. Sheringham.

—¿Está usted seguro? —preguntó Roger con mal disimulada ironía—. A pesar de ello, ustedes no creen que llegue a ser necesaria su intervención providencial, ¿no es verdad?

—Francamente, no lo creo. No tenemos por costumbre abandonar una pesquisa mientras haya la menor probabilidad de descubrir al criminal. Además, el detective Farrar, que ha estado a cargo del caso, es un hombre capaz.

—¿Y su teoría es, según creo, que se trata de la obra de un maniático, a quien es imposible identificar?

—Tal es la conclusión a que hemos llegado, Mr. Sheringham. Pero no vemos mal alguno en que los miembros del Círculo se diviertan —agregó Moresby magnánimamente— si tienen ganas de hacerlo y disponen de tiempo que perder.

—¡Qué interesante! —comentó Roger, que no deseaba comprometer su opinión.

Durante algunos minutos, continuaron fumando sus pipas en silencio.

—Vamos. Moresby, diga usted lo que piensa —dijo por fin Roger con suavidad.

El Inspector Jefe lo miró con una expresión de fingida sorpresa.

—¿Qué dijo usted?

Roger movió la cabeza.

—Es inútil, Moresby, no me va a engañar. Hable de una vez.

—¿De qué quiere usted que hable? —preguntó Moresby con expresión inocente.

—Del motivo de su visita —respondió Roger sin más preámbulos—. ¿Conque esperaba usted hacerme hablar para beneficio de la respetable institución que representa, no? Pues bien, he de advertirle que esta vez pierde el tiempo. No olvide que ahora le conozco mejor que hace dieciocho meses, cuando se produjo el asunto de Ludmouth. ¿Recuerda usted?

—¡No me explico de dónde ha sacado semejante idea, Mr. Sheringham! —protestó Moresby, con el tono de un hombre totalmente incomprendido—. Vine aquí porque pensé que tal vez quisiese usted hacerme algunas preguntas que le proporcionasen un punto de partida para descubrir al asesino antes que sus amigos. Eso es todo.

Roger rio.

—Moresby, usted me agrada, pues es un foco de optimismo en las tinieblas de un mundo monótono. Estoy seguro de que trata de persuadir a los criminales que arrestarlos le duele más a usted que a ellos. Y no me sorprendería que llegase a convencerlos. Muy bien, si vino a verme sólo para eso le formularé algunas preguntas, y quedaré muy agradecido si las contesta. Dígame lo siguiente: ¿Quién cree usted que intentó asesinar a Sir Eustace Pennefather?

Moresby bebió un sorbo de whisky con gran delicadeza.

—Ya sabe usted lo que pienso, Mr. Sheringham.

—Le aseguro que lo ignoro —repuso Roger—. Lo único que sé es que usted no me ha dicho lo que realmente piensa.

—La investigación no ha estado a mi cargo en ningún momento —eludió Moresby.

—¿Quién cree usted que ha intentado asesinar a Sir Eustace Pennefather? —repitió Roger, pacientemente—. En su opinión, ¿es correcta la teoría oficial?

Ante la insistencia de Roger, Moresby se dispuso por fin a emitir una opinión personal.

—Le diré, Mr. Sheringham. Nuestra teoría es muy conveniente, ¿no lo cree usted? Quiero decir que nos proporciona una buena excusa para no haber descubierto al asesino. Nadie puede pretender que prendamos a cuanta persona con instintos homicidas hay en el país. Dentro de quince días, aproximadamente, al darse por terminada la investigación, divulgaremos nuestra teoría, con los motivos y fundamentos para apoyarla, así como todo dato que tienda a desvirtuarla. Ya verá usted que todos estarán de acuerdo con ella: el médico forense, los periódicos y el jurado mismo. Por último, todo el mundo dirá que, en realidad, no es posible culpar a la policía por no haber descubierto al criminal en esta oportunidad. Todos quedarán contentos.

—Salvo Mr. Bendix, que no verá vengada la muerte de su esposa —dijo Roger—. Moresby, hace usted gala de un sarcasmo injustificable. Pero de ello deduzco que personalmente no participa de este conveniente acuerdo general. ¿Cree usted que la policía ha llevado mal la investigación?

La pregunta de Roger fue tan inesperada, que Moresby estuvo a punto de responder antes de haber reflexionado que el hacerla significaría incurrir en una indiscreción profesional.

—No, Mr. Sheringham, no lo creo. Farrar es un hombre competente, y no dejaría piedra sin remover; me refiero a las piedras que es posible remover… —Moresby hizo una pausa significativa.

—¡Ah!

Sentía Moresby que había hablado ya demasiado, y, en vista de ello, se arrellanó en su sillón y bebió rápidamente un gran sorbo de whisky. Roger apenas se atrevía a respirar, por temor de alterar el ambiente propicio a las confidencias.

—Se trata de un caso muy difícil, Mr. Sheringham —dijo por fin Moresby—. Es indudable que Farrar inició la investigación con absoluta imparcialidad, y que mantuvo esta actitud aun después de establecer que Sir Eustace era un individuo mucho más indeseable de lo que había imaginado en un principio. Quiero decir que nunca olvidó el hecho de que podría haber sido algún maniático quien envió los bombones a Sir Eustace, por un sentimiento de conciencia social o religiosa, o bien creyendo hacer un favor a la sociedad o al cielo al suprimir a semejante sujeto del mundo de los vivos. Un fanático, por llamarlo así.

—Asesinato por convicción —murmuró Roger—. ¿Decía usted?

—Pero, naturalmente, lo que más interesó a Farrar desde un principio fue la vida privada de Sir Eustace. Y aquí es donde los funcionarios policiales nos encontramos en una posición desventajosa. No resulta fácil para nosotros inmiscuirnos en la vida privada de un miembro de la nobleza. Nadie se muestra dispuesto a ayudarnos; por el contrario, todos tratan de poner dificultades en nuestro camino. Todos los indicios que parecieron de interés a Farrar, conducían a un callejón sin salida. Sir Eustace mismo lo mandó al diablo, y no dejó lugar a dudas de sus sentimientos hacia la policía.

—No puedo culparle, desde su punto de vista, —observó Roger con aire pensativo—. Lo que menos le interesaría sería ver todos sus pecados exhibidos a la luz del día y ante la sociedad.

—Sobre todo, cuando Mrs. Bendix está enterrada por culpa de ellos —repuso Moresby con aspereza—. Él es culpable de su muerte, indirectamente, es cierto, pero, de todos modos, le correspondía hacer todo lo posible por colaborar con el funcionario que investigó el crimen. La verdad es que la tarea de Farrar se vio obstaculizada constantemente. Es cierto que descubrió uno o dos escándalos, pero no condujeron a ninguna pista. En resumen, ¡bueno!, él no ha admitido esto, y debo señalar que yo no debiera contárselo a usted, Mr. Sheringham; de modo que de ninguna manera debe salir fuera de esta habitación.

—Por supuesto que no —dijo Roger acremente.

—Bueno, mi opinión personal es que Farrar fue empujado a la conclusión sostenida por la policía, en defensa propia. Por su parte, el Jefe de Policía se mostró de acuerdo con ella, también en defensa de su posición. Pero si usted desea llegar al fondo de esta cuestión, y nadie tendría mayor interés en ello que Farrar mismo, mi consejo es que se dedique a estudiar la vida privada de Sir Eustace. Para ello, usted tiene mejores oportunidades que ninguno de nosotros: frecuenta usted el mismo círculo social, conoce probablemente a otros miembros de su club, así como a muchos de sus amigos personales, o amigos de sus amigas. Éste es el consejo —terminó diciendo Moresby—, que he venido a darle especialmente.

—Es usted muy amable. Moresby —dijo Roger—. Muy amable, en verdad. Sírvase otro vaso de whisky.

—Muchas gracias, Mr. Sheringham. Le aceptaré otro trago.

Roger parecía meditar, mientras mezclaba las bebidas.

—Creo que tiene usted razón: Moresby —dijo por fin—. Desde que leí la primera crónica detallada del crimen, mi pensamiento se ha dirigido insistentemente hacia ese aspecto. Estoy seguro de que la verdad se oculta bajo algún episodio de la vida privada de Sir Eustace. Y si yo fuese supersticioso, que no lo soy, ¿sabe usted lo que creería? Que el asesino erró el tiro y Sir Eustace escapó a su destino por expreso mandato de la Providencia: para que él, la presunta víctima, fuese un irónico instrumento de la justicia, que le llevase, como presunto asesino, a su merecido.

—¿Cree usted eso, realmente, Mr. Sheringham? —preguntó el sarcástico Inspector, que tampoco era supersticioso.

Roger parecía muy satisfecho de su idea.

—¡El azar vengador! ¡Qué buen título para una película! ¿No es cierto? Pero hay mucho de terrible verdad en ello. ¡Cuántas veces tropezarán ustedes en Scotland Yard con un elemento de juicio importante por pura casualidad! Y. ¿no es verdad que con frecuencia llegan a una solución por una serie de simples coincidencias? No quiero menoscabar con estos comentarios su actuación como detectives; pero no puedo menos que pensar en los casos en que luego de llevar casi hasta el fin una investigación brillante, hallan los últimos eslabones de la cadena deductiva merced a una circunstancia fortuita. Esto es lo que vulgarmente llamamos un golpe de buena suerte, bien merecida, sin duda, pero suerte al fin, con lo cual el caco queda resuelto sin mayor trabajo por parte de ustedes. Se me ocurren innumerables ejemplos, como el caso de Milson y Fowler, para citar uno de ellos. ¿Comprende usted lo que quiero decir? ¿Será una cuestión de suerte en todos los casos, o es que la Providencia venga a la víctima?

—A decir verdad. Mr. Sheringham —respondió Moresby—, no me interesa cuál sea el caso, siempre que me permita llegar a echarle mano al culpable.

—Moresby —dijo Roger riendo—, es usted incorregible.