CUANDO el Inspector Jefe Moresby se hubo puesto de pie y recibido modestamente su tributo de aplausos se le invitó a dirigirse al Círculo desde su asiento, cosa que aceptó agradecido, como si hallase en él un refugio. Después de consultar los papeles que tenía entre las manos, Moresby comenzó a informar a un auditorio absorto acerca de las extrañas circunstancias que rodeaban la inesperada muerte de Mrs. Bendix. No citaremos las palabras textuales del Inspector, ni tampoco las numerosas preguntas aclaratorias que interrumpieron periódicamente su relato, pero la esencia de lo que dijo es lo siguiente:
El viernes quince de noviembre por la mañana, Graham Bendix entró a su club, el Rainbow, situado en el barrio de Piccadilly, y pidió su correspondencia. El portero le entregó una carta y un par de circulares, que Bendix llevó al salón para leer junto a la chimenea.
Mientras estaba leyendo llegó al club otro de los socios, Sir Eustace Pennefather, hombre de edad madura y miembro de la más rancia nobleza, que tenía su domicilio en la calle Berkeley, muy cerca del club, pero pasaba la mayor parte del tiempo en éste. El portero miró el reloj, como acostumbraba hacerlo cada vez que entraba Sir Eustace, y, como siempre, eran exactamente las diez y media. La hora está definitivamente establecida.
Había tres cartas y un pequeño paquete para Sir Eustace, quien se dirigió a su vez al salón e hizo un gesto de saludo a Bendix al encontrarle junto al fuego. Los dos se conocían poco, y probablemente nunca habían cambiado más de unas pocas palabras. Fuera de ellos, no había nadie en el salón en aquel momento.
Después de leer someramente sus cartas, Sir Eustace abrió el paquete y murmuró algo con disgusto. Bendix lo miró con aire interrogante, y con otro murmullo ininteligible Sir Eustace le extendió la carta incluida dentro del paquete, agregando un comentario poco amable sobre los procedimientos comerciales modernos. Disimulando una sonrisa, pues los hábitos y opiniones de Sir Eustace eran objeto de diversión entre los socios del club, Bendix leyó la carta. En ella, la firma de Mason e Hijos, importantes fabricantes de bombones, informaba que acababa de poner en circulación una nueva variedad de bombones de licor destinada especialmente a satisfacer el cultivado paladar del hombre de buen gusto. Aparentemente Sir Eustace se contaba entre estos hombres, de modo que se solicitaba tuviese a bien honrar a Mr. Mason y a sus hijos aceptando la caja de una libra adjunta, y formular luego cualquier opinión o crítica que le mereciesen las golosinas.
—¿Creerán estos señores que soy una corista cualquiera —rezongó Sir Eustace, que era hombre irascible—, y que les voy a mandar testimonios sobre sus malditos bombones? ¡Que los lleve el diablo! Me quejaré a la Comisión; esto no se puede permitir en nuestro club.
La verdad es que el club Rainbow es una entidad cerrada y aristocrática, descendiente directa del Café Rainbow, fundado en 1734. Ni siquiera una familia fundada por un bastardo real puede llegar a ser tan aristocrática hoy en día como un club cuyo origen es un café del siglo XVIII.
—Para mí, en cambio, el envío es providencial —dijo Bendix, tranquilizando a Sir Eustace—, pues me ha hecho recordar que tengo que comprar unos bombones para pagar una deuda de honor. Anoche mi mujer y yo estábamos en un palco del Teatro Imperial, y le aposté una caja de bombones contra cien cigarrillos a que no localizaría al villano antes de terminar el segundo acto.
Ganó ella. No debo olvidar comprados. No es mala esa obra. El Cráneo Crujiente. ¿La ha visto usted?
—No, ni pienso verla —respondió el otro, todavía de mal talante—. Tengo otras cosas que hacer en lugar de sentarme a ver a una pandilla de tontos embadurnados con pintura fosforescente y disparándose tiros. ¿Dijo usted que quería una caja de bombones? Llévese ésta.
La economía que significaba este ofrecimiento no tenía importancia para Bendix, que era un hombre muy rico, y probablemente tenía en aquel momento suficiente dinero en efectivo como para comprar cien cajas semejantes. Pero un esfuerzo ahorrado es otra cosa.
—¿En verdad no los quiere usted? —preguntó, por cumplir una fórmula social.
En la respuesta de Sir Eustace se oyó claramente sólo una palabra, un juramento, intercalado en abundancia. Pero como su significado era claro, Bendix le agradeció, y, para desgracia suya, aceptó el regalo.
Por una casualidad extraordinariamente feliz, el papel en que venía envuelta la caja no fue arrojado al fuego, ni por Sir Eustace, en medio de su indignación, ni por Bendix, cuando el paquete desenvuelto, caja, papel y cuerda fueron puestos en manos del segundo por el irascible Sir Eustace. Este hecho fue tanto más afortunado por cuanto ambos hombres habían arrojado antes a las llamas los sobres de sus respectivas cartas.
Bendix depositó todo en el pupitre del portero, pidiendo a éste que le guardase la caja. El portero la dejó a un lado y arrojó la envoltura en el canasto de papeles usados; poco después recogió la carta, que Bendix había dejado caer mientras cruzaba el salón. Junto con la envoltura, fue recobrada del canasto por la policía.
Estos dos artículos, dicho sea desde un principio, son dos de las tres pruebas concretas del hecho, siendo la tercera la caja de bombones.
De los tres protagonistas involuntarios de la tragedia que estaba por desarrollarse, Sir Eustace era sin duda el personaje más curioso. De unos cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años de edad, parecía, con su rostro inflamado y su figura rechoncha, un gentleman de la vieja escuela, y tanto sus modales como su lenguaje estaban de acuerdo con la tradición. La voz de los viejos caballeros tiende a enronquecer con la edad, pero no siempre es culpa de ello el whisky. Se dedican a la caza, lo que también hacía Sir Eustace con incansable entusiasmo; pero, mientras los gentlemen tradicionales limitaban su caza a los zorros, Sir Eustace era mucho más exigente en sus inclinaciones. En resumen, Sir Eustace era una mala persona. Sus vicios eran todos en gran escala, con el resultado lógico de que casi todos los hombres, buenos o malos, le apreciaban, salvo uno que otro marido o los padres de hijas casaderas, y las mujeres vivían pendientes de su voz ronca.
En comparación con Sir Eustace, Bendix era un hombre de aspecto común, alto, moreno, no mal parecido, de unos veintiocho años, tranquilo y más bien reservado, popular en cierto modo, pero no excesivamente sociable, ni inclinado a responder a la cordialidad ajena con algo más que una fría amabilidad.
A la muerte de su padre, ocurrida unos cinco años atrás, había heredado una cuantiosa fortuna hecha a base de transacciones en bienes raíces. El viejo Bendix había adquirido extensos terrenos en zonas poco pobladas, y con una visión casi milagrosa, los había vendido más tarde a más de diez veces su valor inicial, una vez que estuvieron rodeados de viviendas y fábricas levantadas con el dinero ajeno. Su lema había sido «Quedarse tranquilo y dejar que otros le hagan a uno rico», y la fórmula se había cumplido al pie de la letra. Su hijo, aunque poseedor de una renta que le eximía de toda necesidad de trabajar, parecía haber heredado las inclinaciones paternas, y tenía sus líneas tendidas sobre una serie de empresas lucrativas, simplemente, como decía a modo de disculpa, porque le atraían los negocios, el juego más apasionante del mundo.
El dinero atrae al dinero. Graham Bendix lo había heredado, lo había hecho, e inevitablemente hizo un casamiento con una heredera. Mrs. Bendix era la única hija de un armador de Liverpool, con una fortuna de cerca de medio millón de libras esterlinas, que Bendix por su parte no necesitaba para nada. Pero el dinero había sido en este caso algo circunstancial, pues Bendix amaba a su mujer, y se hubiese casado con ella aunque no hubiese tenido un céntimo.
Joan Bendix era la mujer soñada: una muchacha alta, de gustos intelectuales, esmeradamente educada, no tan joven como para no tener un carácter ya formado, pues tenía veinticinco años cuando Bendix se casó con ella. Era la esposa ideal, pues si bien en ciertos aspectos era algo puritana, cuando Bendix contrajo matrimonio estaba dispuesto a serlo él también, si con ello podía obtener la mano de Joan Cullompton.
Debemos señalar que, a pesar de la seriedad que mostraba ahora, Bendix había sido un joven bastante aficionado a las diversiones, pero en un grado normal. Con ello queremos decir que las puertas de bambalinas de los teatros no le eran totalmente desconocidas, y que su nombre había sido mencionado alguna vez junto con los de alguna que otra joven frívola de las que trabajan en las tablas. Se las había ingeniado, pues, para divertirse con discreción y a la vez sin ocultarse, en la forma que es habitual entre los jóvenes con mucho dinero y pocos años. Pero todo esto había terminado, como es también lo habitual, con su matrimonio.
Mostraba abiertamente su cariño por su esposa y no le importaba quién lo viese, mientras ella, aunque con mayor recato, le correspondía en igual forma. En fin, el matrimonio Bendix parecía haber logrado realizar esa octava maravilla de la vida moderna, una unión feliz.
Y en medio de tanta dicha, fue a caer como un rayo la caja de bombones.
—Después de depositar la caja de bombones en la portería —prosiguió diciendo Moresby, mientras revolvía sus papeles en busca del que necesitaba—, Mr. Bendix se reunió con Sir Eustace en el salón de lectura, donde éste estaba leyendo el «Morning Post».
Roger hizo un gesto de aprobación. No era posible imaginar a Sir Eustace leyendo otro periódico que el «Morning Post».
Por su parte, Bendix se dedicó a hojear el «Daily Telegraph». Aquella mañana se encontraba sin mucho que hacer, pues no tenía ninguna reunión de directores, y ninguno de los negocios en que estaba interesado le exigía que saliese del club en aquel día lluvioso de un típico otoño londinense. Pasó el resto de la mañana sin hacer nada en particular, leyó los periódicos del día, hojeó los semanarios y jugó una partida de billar con otro socio igualmente desocupado. Alrededor de las doce y media regresó a almorzar a su casa de Eaton Square, llevándose la caja de bombones.
Mrs. Bendix había avisado que no almorzaría en casa aquel día, pero luego había cancelado su compromiso. Bendix le entregó la caja de bombones después del almuerzo, mientras tomaban el café en la sala, refiriéndole cómo los había obtenido. Mrs. Bendix comentó jocosamente su mezquindad por no haberle comprado una caja especialmente, pero como le agradaba la marca de ésta, se dispuso a probar la nueva variedad lanzada por Mason e Hijos. Los intereses de Joan Bendix no eran tan serios como para impedirle tener un saludable y femenino interés por los bombones de calidad.
Su aspecto, empero, no pareció agradarle mucho.
—Kümmel, Kirsch, Marrasquino —enumeró, revolviendo los bombones envueltos en papel metálico con los respectivos nombres escritos en letras azules—. Parece que no hay otras clases. No veo que haya nada nuevo aquí, Graham. No han hecho más que seleccionar esas tres clases de bombones de licor de su surtido.
—¡Ah! —comentó Bendix, que no tenía especial afición por los bombones—. Bueno, no creo que tenga mucha importancia. Para mí, todos los bombones de licor tienen el mismo sabor.
—Además, los han colocado en la misma caja que usan siempre —se quejó Joan, examinando la tapa de la caja.
—No son más que una muestra —señaló Bendix—. Puede que todavía no tengan las cajas nuevas.
—No creo que sean diferentes de los otros —opinó por fin Mrs. Bendix, mientras quitaba la envoltura de un bombón de Kümmel—. ¿Quieres uno? —ofreció, extendiendo la caja a su esposo.
—No, gracias, querida. Ya sabes: no como esas cosas.
—Pues, tienes que probar uno de estos bombones, como castigo por no haberme comprado una caja mejor. ¡Toma! —y le arrojó un bombón—. Mientras él lo tomaba en el aire, Joan hizo una mueca.
—¡Ay! Tenías razón. Estos bombones son diferentes: el licor es diez veces más fuerte.
—Bueno, no les viene mal, en general —dijo sonriendo Bendix, pensando en el líquido indefinido con que habitualmente son llenados los bombones de licor.
Cuando mordió el que le había dado Joan y sorbió su contenido, sintió un sabor picante, no intolerable pero lo suficientemente pronunciado como para que le resultase desagradable.
—¡Vaya! —dijo—. Es verdad. Son tan fuertes que parecen llenos de alcohol puro.
—No creo que hagan eso —repuso su mujer tomando otro bombón—. Pero la verdad es que son sumamente fuertes. Ha de ser la nueva mezcla. Son tan picantes, que no estoy segura de si me gustan o no. Además, este Kirsch tenía demasiado gusto a almendra. Tal vez éste sea mejor. Prueba tú también uno de Marrasquino.
Para complacerla, Bendix probó otro, que le desagradó todavía más.
—Es extraño —comentó en seguida, tocándose el velo del paladar con la lengua—. Tengo la lengua completamente insensible.
—Yo también la tenía, al principio —dijo ella—, pero ahora siento un cosquilleo. Bueno, no veo la diferencia entre el Kirsch y el Marrasquino. ¡Y cómo me arde la lengua! Todavía no puedo decidir si me gustan.
—A mí no me agradan —dijo Bendix con tono decidido—. Yo creo que no están buenos; en tu lugar, no comería más.
—Bueno, tal vez se trate de una muestra de prueba —dijo su mujer.
Pocos minutos después Bendix salió de su casa para acudir a una cita en el centro de la ciudad. Dejó a Joan tratando de decidir todavía si le gustaban o no los bombones, y comiendo siempre a fin de llegar a una decisión. Las últimas palabras que ella le dijo fueron que la boca le ardía tanto que temía no poder seguir comiendo más bombones.
—Mr. Bendix las recuerda con mucha claridad —dijo Moresby, mirando el círculo de rostros atentos que le rodeaba—, porque es la última vez que vio a su esposa viva.
La conversación en la sala había tenido lugar aproximadamente entre las dos y cuarto y las dos y media. Bendix llegó a su cita en el centro de la ciudad a las tres, y permaneció allí alrededor de media hora. Tomó luego un automóvil de alquiler y llegó al club a tomar el té.
Durante la entrevista de negocios que sostuvo, se había sentido muy indispuesto, y en el automóvil estuvo a punto de desmayarse; el conductor debió llamar al portero para que le ayudase a descender y a entrar al club. Tanto el conductor como el portero declaran que estaba pálido, desencajado, con los ojos fuera de las órbitas, los labios lívidos y la piel cubierta de sudor frío. Parecía lúcido, sin embargo, y una vez que le ayudaron a ascender los escalones, pudo entrar al vestíbulo con alguna ayuda del portero.
Éste, alarmado por su aspecto, intentó telefonear inmediatamente al médico, pero Bendix, que era enemigo de llamar la atención, se negó terminantemente, diciendo que sufría una indigestión aguda y que se repondría en pocos minutos; probablemente había comido algo que le había sentado mal. Aunque el portero tenía algunas dudas, lo dejó solo.
Pocos minutos después Bendix repitió este diagnóstico de su indisposición a Sir Eustace Pennefather, que se encontraba en el salón en aquel momento, pues no había abandonado el club. Pero esta vez Bendix agregó:
—Ahora que pienso en ello, creo que han sido esos bombones que usted me dio. Me pareció que tenían algo raro cuando los comí. Es mejor que hable por teléfono con mi mujer y le pregunte si se encuentra bien.
Sir Eustace, que en el fondo era hombre de buen corazón, se sintió tan alarmado como el portero ante el aspecto de Bendix, más aún por la idea de que pudiese tener alguna responsabilidad en el hecho, y se ofreció a telefonear a Mrs. Bendix, ya que Bendix no estaba en condiciones de moverse. Cuando éste quiso replicar, se operó un cambio extraño en su persona. Su cuerpo, que estaba tendido fláccidamente sobre un sillón, se agitó de pronto con un movimiento espasmódico, sus mandíbulas se apretaron, sus labios se entreabrieron en una mueca horrible y sus manos se crisparon sobre los brazos del sillón. En el mismo momento Sir Eustace advirtió un olor inconfundible a almendras amargas.
Muy alarmado ahora, y creyendo que Bendix se moría delante de sus propios ojos, gritó llamando al portero para que telefonease a un médico. En un extremo del salón, en el cual probablemente nunca se había oído un grito en todo el curso de la historia del club, había tres personas en aquel momento, quienes se acercaron inmediatamente. Sir Eustace envió a una de ellas a buscar al médico más próximo y solicitó la ayuda de las otras dos para poner a Bendix en una posición más confortable. No cabía duda de que estaba envenenado. Cuando le preguntaron cómo se sentía y cómo podían ayudarle, no respondió; estaba ya inconsciente.
Antes de llegar el médico, se recibió un alarmante mensaje de la casa de Bendix, preguntando por el amo, para que acudiese inmediatamente al lado de su esposa, que se hallaba seriamente enferma.
En la casa de Baton Square los acontecimientos habían adquirido el mismo giro con respecto a Mrs. Bendix, pero con mayor rapidez. Después de despedir a su esposo, permaneció en la sala algo más de media hora, y durante este período comió probablemente dos o tres bombones más. Luego se dirigió a su dormitorio y llamó a su doncella, diciéndole que se sentía enferma y que se recostaría un rato. Como su marido, atribuyó su indisposición a una violenta indigestión.
La doncella le preparó una bebida con unos polvos digestivos consistentes en bicarbonato de soda y bismuto, y luego de traerle una bolsa de agua caliente, la dejó recostada en cama. Su descripción del aspecto de su ama coincide exactamente con la que hicieron de Bendix el conductor del taxímetro y el portero del club, pero ella no se sintió tan alarmada. Más tarde admitió haber pensado que Mrs. Bendix, aunque lejos de ser una mujer glotona, había comido con exceso durante el almuerzo.
A las tres y cuarto hubo un fuerte llamado de campanilla desde la habitación de Mrs. Bendix.
La doncella corrió apresuradamente al piso alto, y halló a su señora rígida e inconsciente. Sumamente alarmada entonces, perdió algunos minutos preciosos en un infructuoso esfuerzo por volverla en sí, y luego bajó para telefonear al médico. El que asistía habitualmente a la familia no se encontraba en casa, y transcurrió algún tiempo antes de que el mayordomo, habiendo encontrado a la muchacha junto al teléfono presa de un ataque de nervios, lograse comunicarse con otro. Cuando éste llegó a la casa, casi media hora después de haber sonado la campanilla de Mrs. Bendix, no había ya nada que hacer. Mrs. Bendix estaba agonizando y, a pesar de los esfuerzos del médico, murió a los diez minutos escasos de llegar éste.
En realidad, estaba ya muerta cuando el mayordomo llamó por teléfono al Club Rainbow.