ROGER Sheringham bebió un sorbo del excelente coñac que tenía delante y se arrellanó en su sillón a la cabecera de la mesa.
Entre una espesa nube de humo de tabaco, oía las voces acaloradas de los comensales, que charlaban animadamente sobre asesinatos, envenenamientos y muertes repentinas. Por fin Roger veía realizado su sueño, su Círculo del Crimen, fundado, organizado, reunido y dirigido por él exclusivamente. Y cuando en la primera reunión, cinco meses atrás, fuera elegido presidente por unanimidad, se había sentido tan lleno de orgullo y complacencia como en aquel otro día inolvidable, del pasado ya lejano, en que un ángel disfrazado de editor le aceptara su primera novela.
El Inspector Jefe Moresby, de Scotland Yard, estaba sentado a la derecha de Roger, en calidad de invitado de honor, y se hallaba dedicado, con evidentes dificultades, a fumar un enorme cigarro.
—Sinceramente, Moresby —le dijo Roger—, sin pretender restar méritos a Scotland Yard, creo que en esta habitación hay más genio criminológico (me refiero al genio intuitivo, no a la simple capacidad ejecutiva) que en ninguna otra parte del mundo, fuera de la Sureté de París.
—¿Cree usted, Mr. Sheringham? —repuso el Inspector con aire tolerante. Moresby siempre se mostraba generoso ante las opiniones de los demás—. ¡Bueno, bueno! —y concentró su atención una vez más en el extremo encendido de su cigarro, tan distante de su boca, que se le hacía imposible saber, por simple succión, si estaba encendido o no.
Tenía Roger cierto fundamento para su afirmación, aparte de un justificable orgullo. La entrada a una de las selectas comidas del Círculo del Crimen no estaba al alcance de cualquiera, por el solo hecho de tener apetito.[1] No bastaba que el futuro miembro profesase una pasión verbal por la solución de crímenes y se contentase con ello; él, o ella, tenía que probar su capacidad de llenar con eficacia los requisitos que estipulaba el Círculo.
El candidato debía demostrar no sólo un intenso interés por esta ciencia en todos sus aspectos, tanto el de la investigación como el de la psicología criminológica, y conocer al dedillo todos los casos publicados, aun los de menor importancia, sino probar además su capacidad imaginativa. En otros términos, debía poseer una clara inteligencia y saber usarla. A este fin se le exigía un trabajo escrito sobre un tema elegido entre los propuestos por los miembros, el cual era sometido al presidente. Éste emitía su opinión sobre los trabajos que consideraba de valor en presencia de todos los miembros, quienes se pronunciaban al respecto. Un solo voto adverso significaba el rechazo.
Era objetivo del club llegar a reunir eventualmente trece miembros, pero hasta ahora sólo seis habían logrado aprobar el examen, y los seis estaban presentes la noche en que iniciamos este relato. Había un famoso abogado; una escritora teatral no menos famosa: una brillante novelista que no poseía toda la fama que merecía; el más inteligente, si no el más simpático de los escritores contemporáneos de novelas policiales: el mismo Roger Sheringham; y, por último Ambrose Chitterwick, que no era nada famoso. Chitterwick era un hombrecillo tranquilo, sin ningún rasgo de particular interés, cuya sorpresa al ser aceptado en este conjunto de celebridades había sido aún mayor que la de ellos al encontrarle en su medio.
Con la sola excepción de Chitterwick, se trataba, pues, de una asamblea que hubiera llenado de orgullo a cualquier organizador. Aquella noche Roger se sentía no sólo orgulloso, sino inquieto, pues les tenía preparada una sorpresa; siempre era divertido sorprender a personajes como éstos. Con la intención de hacerlo, se puso de pie.
—Señoras y señores —dijo, una vez que cesó el ruido de copas y cigarreras que eran golpeadas sobre la mesa a modo de aplauso—. Señoras y señores, en virtud de los poderes conferidos por ustedes, se permite al presidente de este Círculo cambiar el programa de cualquiera de las reuniones. Todos conocemos el programa preparado para esta noche. Al dar la bienvenida al Inspector Moresby, el primer funcionario de Scotland Yard que nos visita (más golpes de copas sobre la mesa), nuestro plan era adormecer su discreción con una buena comida y vinos aún mejores, hasta inducirlo a relatar experiencias que jamás llegarían a oídos de la prensa. (Golpes repetidos y prolongados).
Luego de beber otro sorbo de coñac, Roger prosiguió.
—Pues bien, yo creo conocer muy bien al Inspector Moresby, y no son pocas las ocasiones en que he intentado, y con mucho empeño, llevarlo como hoy por los caminos de la indiscreción; hasta ahora no he tenido éxito. Tengo, pues, pocas esperanzas de que este Círculo, por tentadores que sean sus arrullos, logre obtener del Inspector relatos más interesantes que aquéllos cuya publicación él permitiría en el «Daily Courier» de mañana. Mucho me temo, señoras y señores, que el Inspector Moresby sea un hombre insobornable.
»En vista de ello, he asumido la responsabilidad de alterar el programa de esta noche, y la idea que se me ha ocurrido tendrá, según espero, un eco muy favorable entre ustedes. Puedo aventurarme a afirmar que, además de nueva, es apasionante.
Haciendo una pausa, Roger miró sonriente los rostros interesados que le rodeaban. El Inspector Moresby, algo sonrojado, seguía luchando con su cigarro.
—La idea que tengo —agregó Roger— se relaciona con Mr. Graham Bendix. —Se produjo un movimiento general de interés—. O mejor dicho —se corrigió, hablando ahora más pausadamente—, con la señora de Graham Bendix. —Al rumor de interés siguió un silencio casi absoluto.
Roger se detuvo, como buscando las palabras con gran cuidado.
—Mr. Bendix es conocido personalmente por uno o dos de los aquí presentes. En verdad; su nombre ha sido mencionado como el de una persona a quien podría interesarle pertenecer a este Círculo si fuera invitado a ello. Si mal no recuerdo, fue Sir Charles Wildman quien presentó su candidatura.
El abogado inclinó su maciza cabeza con dignidad.
—Sí, creo que mencioné su nombre alguna vez.
—La iniciativa nunca fue seguida, no recuerdo bien por qué. Creo que uno de nosotros opinaba que nunca llegaría a pasar todas las pruebas. De cualquier manera, el hecho de que su nombre haya sido mencionado una vez demuestra que Mr. Bendix es, hasta cierto punto al menos, un criminólogo. Ello significa que en nuestras simpatías hacia él, frente a la terrible tragedia que ha sufrido, hay algo de interés personal, aun en el caso de quienes, como yo, no le conocemos personalmente.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo una mujer alta y elegante sentada a la derecha de la mesa, con el tono terminante de quien está muy habituado a decir «¡Muy bien! ¡Muy bien!» con aire trascendental en las pausas apropiadas de los discursos y cuando nadie más lo hace. Era Alicia Daromers, la novelista, que dirigía numerosos clubs femeninos por simple afición, escuchaba discursos con una fruición genuina y rayana en el altruismo; en la práctica, la más recalcitrante de las conservadoras, y en teoría, partidaria entusiasta de las doctrinas socialistas.
—Mi idea es —dijo Roger sin más preámbulos— que apliquemos esas simpatías a fines prácticos.
No había duda de que la atención del auditorio había sido definitivamente asegurada. Sir Charles levantó sus espesas cejas grises, debajo de las cuales solía fruncir el ceño con gesto amenazante cuando algún testigo de la acusación tenía la osadía de creer en la culpabilidad de alguno de sus clientes, Y agitó sus lentes de oro, que pendían de una ancha cinta negra. Del otro lado de la mesa, Mrs. Fielder-Flemming, una mujer baja, rechoncha y más bien fea, autora de comedias arriesgadas pero altamente exitosas, y cuyo aspecto recordaba el de una cocinera vestida de fiesta, rozó con el codo a Miss Dammers y murmuró algo a su oído, ocultando la boca con la mano. Ambrose Chitterwick parpadeó, y sus bondadosos ojos azules adquirieron la expresión de los de una cabra inteligente. Sólo el autor de novelas policiales se mantenía grave e inmóvil; en circunstancias de crisis acostumbraba imitar las actitudes de su detective favorito, quien invariablemente permanecía impasible en los momentos más decisivos.
—Esta mañana llevé mi iniciativa a Scotland Yard —continuó Roger—, y si bien ellos siempre acogen con reservas las ideas de esta clase, esta vez les fue imposible poner objeciones. El resultado fue que salí de allí con la autorización oficial, aunque acordada de mala gana, para llevarla a cabo. Agregaré que el factor decisivo para obtener esta autorización fue el mismo que dio origen a mi idea —Roger se detuvo con aire de importancia y miró en torno de sí—: el hecho de que la policía ha abandonado toda esperanza de descubrir al asesino de Mrs. Bendix.
De todos lados partieron exclamaciones, algunas de disgusto, otras de consternación y otras de asombro. Todas las miradas se volvieron hacia Moresby. Este caballero, aparentemente ajeno a la mirada colectiva concentrada en su persona, acercó su cigarro al oído y escuchó atentamente, como si esperase recibir algún mensaje secreto desde sus profundidades.
Roger acudió en su ayuda.
—Este dato es absolutamente confidencial, dicho sea de paso, y sé que ninguno de ustedes lo divulgará fuera de esta habitación. Pero con todo, es un hecho irrefutable, las investigaciones serán interrumpidas, puesto que no han dado ningún resultado hasta ahora. Sin duda, existe siempre la posibilidad de que surja alguna nueva pista, pero en ausencia de ésta las autoridades han llegado a la conclusión de que no pueden seguir adelante. En consecuencia, mi proposición es que nuestro club tome el caso en sus manos en el punto en que lo ha dejado la policía.
Dicho esto, Roger miró con aire de expectativa al círculo de rostros vueltos hacia él. En cada uno se leía una pregunta y, en su entusiasmo, Roger olvidó de inmediato el lenguaje del orador para caer en el familiar.
—Verán ustedes: los seis somos inteligentes, y, además de que no creo que haya ningún tonto entre nosotros, no estamos, con el perdón de mi amigo Moresby, atados a ningún método rígido de investigación. ¿Es mucho pedir, acaso, que, con nosotros seis en actividad y trabajando cada cual independientemente, uno pueda llegar a un resultado donde, hablando con franqueza, la policía ha fracasado? No creo que esto esté fuera de toda posibilidad. ¿Qué piensa usted, Sir Charles?
El famoso abogado rio con voz grave.
—La verdad es que me parece una idea excelente, Sheringham, pero prefiero reservar mi opinión hasta que usted haya delineado su proposición con mayores detalles.
—A mí me parece una idea magnífica, Mr. Sheringham —dijo Mrs. Fielder-Flemming, quien no tenía la desventaja de poseer una mentalidad jurídica—. Yo quisiera empezar esta misma noche. ¿Tú no, Alicia? —Sus mejillas abultadas temblaron de entusiasmo.
—A decir verdad —observó el autor de novelas policiales con tono objetivo—, yo ya había formulado una teoría propia. —Este novelista se llamaba Percy Robinson, pero escribía bajo el pseudónimo de Morton Harrogate Bradley, nombre que había impresionado tanto a los ciudadanos más ingenuos de los Estados Unidos, que ése solo atractivo había bastado para hacer agotar tres ediciones de su primer libro. Por algún obscuro motivo psicológico, los norteamericanos siempre se sienten deslumbrados por el uso de apellidos como nombres de pila, especialmente cuando uno de ellos, como Harrogate, es el de un balneario de aguas termales de Inglaterra.
Ambrose Chitterwick sonrió con expresión bondadosa, pero no dijo nada.
—Pues bien —prosiguió Roger—, los detalles están sujetos al debate, naturalmente, pero he pensado que si todos hemos de participar en la investigación, sería mucho más interesante que trabajásemos independientemente. Moresby nos presentará los hechos concretos, tal como los conoce la policía. Si bien no ha estado directamente a cargo del caso, ha debido realizar una o dos gestiones relacionadas con él y conoce muy bien todos los pormenores. Además, ha tenido la gentileza de pasar una tarde estudiando el legajo en Scotland Yard, a fin de no omitir nada esta noche. Cuando le hayamos escuchado, algunos de nosotros podremos formular una teoría inmediatamente, mientras a otros se les ocurrirán quizá posibles caminos de investigación que desearán explorar antes de formular una hipótesis. De todos modos, propongo una semana de plazo, durante la cual elaboraremos nuestras teorías, verificaremos nuestros datos y estableceremos nuestra interpretación individual de los elementos de juicio reunidos por Scotland Yard. Durante este tiempo, ningún miembro podrá discutir el caso con los demás. Tal vez no logremos nada, pero de cualquier manera será interesante como ejercicio criminológico, práctico para algunos, teórico para otros, según nuestras inclinaciones. Y lo que me parece más interesante es ver si todos llegamos a idénticas conclusiones. Señoras y señores, queda abierto el debate, como es de rigor decir en estos casos. En mis propios términos, ¿qué opinan ustedes?
Roger tomó asiento con alivio. No había acabado de sentarse, cuando le fue formulada la primera pregunta.
—En otros términos, Mr. Sheringham, ¿debemos salir y emprender nuestras propias investigaciones, o bien elaborar una hipótesis basada en los datos que nos dará el Inspector Moresby? —preguntó Alicia Dammers.
—Lo que cada uno de ustedes prefiera —respondió Roger—. Esto es lo que quise decir cuando señalé que este ejercicio sería práctico para algunos y teórico para otros.
—Pero usted tiene mucha más experiencia que nosotros en el aspecto práctico —objetó Mrs. Fielder-Flemming con un gesto de contrariedad.
—Y la policía tiene aún más que yo —replicó Roger.
—Todo dependerá, sin duda, de que apliquemos el método deductivo o el inductivo —observó Morton Harrogate Bradley—. Los que prefieran el primero, partirán de los datos suministrados por la policía y no necesitarán hacer investigaciones por cuenta propia, excepto, quizá, para verificar una o dos conclusiones. En cambio, el método inductivo exigirá extensas pesquisas.
—Exactamente —dijo Roger.
—En nuestro país, los datos aportados por la policía, más el método inductivo, han solucionado muchos misterios intrincados —recalcó Sir Charles Wildman—. Yo utilizaré este camino.
—Hay una característica especial en este caso —dijo Bradley, hablando consigo mismo—, que tiene que conducirnos directamente hasta el criminal. Siempre he abrigado esta convicción, de modo que la estudiaré detenidamente.
—Por mi parte, no tengo la más remota idea de cómo iniciar la investigación de un punto cuando ello es necesario —observó Mr. Chitterwick con aire de duda—. Pero nadie le oyó, y sus palabras pasaron inadvertidas.
—Lo único que me ha llamado la atención en este caso —dijo Alicia Dammers en voz alta—, considerado, quiero decir, en su aspecto esencial, es la ausencia de todo interés psicológico.
Y sin haberlo dicho expresamente, Miss Dammers dio a entender que, de ser así, el asunto no tenía mayor interés para ella.
—No creo que usted piense eso cuando haya oído lo que Moresby va a contarnos —dijo Roger con suavidad—. Estamos por enterarnos de muchas cosas más que las publicadas en los diarios.
—Pues hable usted, Inspector —interpuso Sir Charles con gran impaciencia.
—¿Estamos todos de acuerdo, entonces? —preguntó Roger, mirando a su alrededor con la expresión feliz de un niño a quien acaban de darle una golosina—. ¿Están todos dispuestos para la prueba?
En medio del consiguiente coro de entusiasmo, una persona permaneció silenciosa. Mr. Ambrose Chitterwick continuaba preguntándose con gran preocupación cómo debería «trabajar de detective» si ello se hacía imprescindible. Había estudiado las memorias de innumerables detectives de la vida real, verdaderos arquetipos de su profesión; pero lo único que recordaba en aquel momento de sus lecturas en gruesos volúmenes, comprados por dieciocho chelines y vendidos pocos meses después a un chelín y medio, era que el verdadero detective, el verdadero, nunca se pone bigotes postizos cuando aspira a obtener resultados, limitándose a afeitarse las cejas. Como fórmula para la solución de misterios, este recurso se le antojaba bastante inadecuado.
Por fortuna, en el rumor de la acalorada conversación que precedió al momento en que Moresby se dispuso a hablar, de muy mala gana, por cierto, nadie reparó en las angustias mentales de Mr. Chitterwick.