12. El fracaso de la cultura

Cuando uno se pregunta cómo y por qué una civilización nacida del conocimiento y que depende del mismo se ensaña en combatirla o en abstenerse de utilizarla, se siente, en buena lógica, obligado a reflexionar muy particularmente sobre el papel de los intelectuales en esta civilización. Según la visión canónica de nuestro mundo, estarían, a un lado, los intelectuales, los artistas, los escritores, los periodistas, los profesores, las autoridades religiosas, los sabios, que defenderían desde siempre, ante y contra todos, la justicia y la verdad; luego, en el otro lado, las potencias del mal: los poderes, el dinero, los promotores de guerras, los acaparadores y los explotadores, la policía, los racistas, fascistas y dictadores, la opresión y las desigualdades, la derecha en general y un poco la izquierda, en un pequeño número de sus desviaciones eminentemente pasajeras y atípicas. Esta visión prevalece tanto más fácilmente cuanto que los medios de comunicación, en las democracias, están, por definición, en manos de los que ella halaga.

Los otros, los que los contemplan, sustentan una concepción enteramente opuesta, pero igualmente desmedida, sobre el papel de los intelectuales. Subrayan sin piedad sus errores, su mala fe, su servilismo ante la moda, su irresponsabilidad cuando se pronuncian sobre asuntos graves. Hay, pues, no una, sino dos concepciones del intelectual moderno.

La primera consiste en reprochar a los intelectuales su falta de sentido de responsabilidad en el ejercicio de su influencia, la desenvoltura con que ignoran, o incluso falsifican, la información, su indiferencia ante los daños causados por sus errores. En Francia, este proceso se remonta hasta Tocqueville y a su célebre capítulo del Antiguo Régimen y la Revolución, titulado: «Cómo, a mediados del siglo XVIII, los hombres de letras se convirtieron en los principales hombres políticos del país y los efectos que de ello se derivaron». Tocqueville expone que «la misma condición de estos escritores los preparaba para saborear las teorías generales y abstractas en materia de gobierno y confiar ciegamente en ellas». Desde entonces, «tomando en mano la dirección de la opinión, a pesar del alejamiento casi infinito de la práctica en que ellos vivían», han creado un prototipo del intelectual que se conduce como un jefe de partido, pero sin sus riesgos.

La segunda presentación del papel del intelectual consiste en exaltar, al contrario, como una ventaja, su distancia con relación a las obligaciones de la práctica. Él es la conciencia moral de su sociedad, el servidor de la verdad, el enemigo de las tiranías, de los dogmas, de las censuras, de las iniquidades. Esta gloriosa tradición posee sus hazañas, que van del caso Calas al caso Dreyfus y a la lucha contra el racismo. Existe la costumbre de considerar la primera de estas dos tesis como de derechas y la segunda como de izquierdas.

Esta santurrona separación del buen grano y de la cizaña ignora toda la historia intelectual tanto del Viejo como del Nuevo Mundo en los tres últimos siglos. Hay tantos pensadores de derechas como de izquierdas que han propagado utopías irrealizables, dogmas seudocientíficos y contraseñas portadoras de catástrofes, sobre todo entre ambas guerras mundiales. Hay tantos pensadores de izquierdas, sobre todo después de 1945, como pensadores de derechas que han empleado su talento en justificar la mentira, la tiranía, el asesinato e incluso la necedad. Bertrand Russell, futuro Premio Nobel, declara en 1937: «La Gran Bretaña debiera desarmarse, y si los soldados de Hitler nos invadieran, debiéramos acogerlos amistosamente, como si fueran turistas; así perderían su rigidez y podrían encontrar seductor nuestro estilo de vida».[160]

Bertrand Russell puede ser un eminente filósofo en su especialidad —la lógica simbólica—, pero no deja de ser un imbécil en el punto tratado en su frase. El autor de uno de los más altivos alegatos en favor de la necesaria independencia de los intelectuales, La traición de los intelectuales, el mismísimo Julien Benda, veinte años después de ese libro purificador, se extraviará hasta el punto de aplaudir la condena a muerte de Rajk en ocasión del proceso falseado de Budapest. «Voltaire —escribe en el semanario comunista Les Lettres Françaises del 17 de noviembre de 1949— se hallaba plenamente en su papel de intelectual cuando intervino en el caso Calas, y Zola en el caso Dreyfus; yo pretendo hallarme en su mismo caso defendiendo el veredicto húngaro, cuya justicia no me parece negada más que por los sectarios».

La visión seráfica y sacerdotal del intelectual le confiere, demasiado ingenuamente, la infalibilidad, el coraje, la honradez, el discernimiento. En cambio, la visión crítica traduce un pesimismo excesivo al suponer al intelectual aquejado de una ligereza congénita y de una inadaptación fundamental a lo real, aunque en otro aspecto, se trate de un profundo teorizante o de un brillante artista. Los dos conceptos adolecen de un vicio común: atribuyen al intelectual cualidades o defectos en cierto modo innatos.

Ahora bien, la intervención del intelectual en los asuntos públicos se desarrolla bajo el ascendiente de consideraciones, de presiones, de intereses, de pasiones, de cobardías, de esnobismos, de arribismos, de prejuicios, de hipocresías parecidos en todo a los que mueven a los demás hombres. Las tres virtudes necesarias para hacerles frente, a saber, la clarividencia, la valentía y la honradez, no son ni más ni menos corrientes entre los intelectuales que en las otras categorías socioprofesionales. Tal es la razón por la cual los contingentes que suministran a las grandes aberraciones humanas son, en proporción, equivalentes a los abastecidos por el resto de sus contemporáneos.

Si, por ejemplo, entre las dos guerras mundiales, se suprime a los intelectuales que cedieron a la tentación fascista, o bien a la tentación estalinista, no queda mucha gente. La mayor parte de las glorias de la literatura y del arte italianos propugnaron el advenimiento y la consolidación del Estado fascista, en nombre de un ideal «revolucionario»: D’Annunzio, Pirandello, Papini, Marinetti con los futuristas, Ungaretti (convertido al estalinismo después de 1945) y, en un menor grado, Benedetto Croce, simpatizante por lo menos ambiguo hasta 1925. Igual que Antonio Gramsci, teorizante comunista de la conquista del poder intelectual total, los teorizantes fascistas execran de las instituciones democráticas y parlamentarias. Predican una «pedagogía de la violencia», la misma que se verá resurgir en la extrema izquierda, hacia 1970, en los «filósofos» inspiradores y animadores del terrorismo de las Brigadas Rojas. En toda Europa, el odio a la sociedad liberal se convierte en el punto de convergencia de numerosos escritores, tanto de derechas como de izquierdas. En Alemania, los intelectuales de izquierdas detestaban a la República de Weimar tanto como pudieran hacerlo los nazis, y sus golpes contribuyeron también a su caída. En Gran Bretaña, las más prestigiosas lumbreras del pensamiento, de Bernard Shaw al deán de Canterbury, el famoso «deán rojo», no condenan el fascismo más que para enaltecer mejor los procesos de Moscú y (¡con una curiosa lógica!) el pacto germano-soviético. Tanto antes como después de la guerra, estas tomas de posición liberticidas no fueron obra de unos cuantos malos periodistas pasados de moda, sino de los más celebrados talentos.

En Francia, el famoso Comité de Intelectuales Antifascistas de 1934, repleto de agentes del Komintern, no cuenta con menos adversarios de la democracia liberal que el campo adverso. André Thirion, en Révisions déchirantes (1987), que completa su obra maestra de 1972, Révolutionaires sans révolution, cuenta con una cruel vivacidad esas extrañas imbricaciones de los totalitarismos de derecha y de izquierda. «No somos los menos severos para con la democracia liberal y parlamentaria —escribía en 1935 Emmanuel Mounier, jefe de filas de los cristianos de izquierda y fundador de la revista Esprit—. Democracia de esclavos en libertad». Y añadía: «No negamos en absoluto que los fascistas aportan, con relación a los regímenes que sustituyen, un elemento saludable». Mounier, después de la Liberación, se sentirá atraído por el estalinismo.

Hay que compensar esta requisitoria con los nombres de los intelectuales cuyo antifascismo, antes o después de la guerra, fue auténtico, es decir, que no consistió en reemplazar un totalitarismo por otro: André Gide, George Orwell, André Bretón, François Mauriac, Albert Camus, Raymond Aron, Octavio Paz, Vargas Llosa, Carlos Rangel. Pero no son muy abundantes y no podría decirse que sus colegas se condujeron siempre con una perfecta elegancia con ellos.

Cuando Albert Camus muere, víctima de un accidente de tráfico, el 4 de enero de 1960, a los cuarenta y seis años de edad, es, al mismo tiempo, uno de los escritores franceses más célebres en todo el mundo, y el más despedazado. También es el más atacado. Francés de Argelia, hombre de izquierda y continuando reivindicándose como tal, debe, como se repite continuamente, adoptar en público sobre la guerra de Argelia una posición neta. Pero en vez de servir de guía moral, se encierra, desde principios de 1956, en un silencio dolorosamente abrumado, considerado por muchos como una evasión. Calla, ostensiblemente, a pesar de las tragedias cada día más espantosas de un conflicto que acaba de entrar en su sexto año.

¿Cómo explicar esa aparente evasión ante las «responsabilidades del intelectual»? Son, sobre todo, los progresistas y los anticolonialistas, por supuesto, su familia política de origen, quienes piden cuentas al escritor. Y su explicación no dice mucho en su favor. Para ellos, Camus disfraza de noble humanismo su rechazo de una opción revolucionaria. O, más simplemente, el pied-noir ha amordazado en él al progresista. Una pequeña frase, en diciembre de 1957, causa escándalo: «Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia».

Esta frase desata el furor de una izquierda indignada. ¿No es ésta la traducción francesa del evangelio imperial «My country, right or wrong?[161] ¡Camus ponía, pues, la pertenencia carnal a la madre patria, a la comunidad francesa de Argelia, por encima de la justicia de Antígona, de las «leyes no escritas» del Bien político!

Desde que fue pronunciada, ¡cuántas veces se ha citado la expresión camusiana de la «madre» preferida a la «justicia», en este sentido, que es un contrasentido, o por lo menos un equívoco!

En efecto, cuando Camus habla de su madre, se trata exactamente de la señora Camus, madre, y no de un símbolo de la patria. Si ella es un símbolo, lo es de las poblaciones civiles, de las víctimas inocentes. Ya en marzo de 1956 usaba la misma imagen en una charla con Emmanuel Robles: «Si un terrorista lanzase una granada en el mercado de Belcourt (Argel) que frecuenta mi madre, y la matase, yo sería responsable en el caso en que, para defender la justicia, hubiera igualmente defendido al terrorismo. Amo a la justicia, pero también amo a mi madre». La imposibilidad de aceptar el terrorismo ciego del lado argelino, y la represión ciega del lado francés, tal es la clave del «silencio» de Camus.

La opresión, la injusticia, Camus las había combatido siempre al lado de los musulmanes. En 1937, había sido incluso expulsado del partido comunista por haber permanecido fiel a los nacionalistas argelinos, con quienes el partido había roto, a consecuencia de un brusco cambio de línea en Moscú. Nacido en la extrema pobreza, hijo de un obrero agrícola muerto a principios de la guerra de 1914 y de una humilde mujer que nunca supo leer ni escribir, es a «La miseria en Kabylia» a la que consagra sus primeros reportajes, en Alger Républicain, en 1938. Más tarde, en París, después de la Liberación, es la carestía y el hambre de 1945 en Argelia, es la represión que sigue a las sublevaciones de Constantina y Sétif, las que inspiran a Camus sus editoriales de Combat, en los que no cesa de reclamar para los árabes el pan y la justicia. Apoya al movimiento popular de los Amigos del Manifiesto de Ferhat Abbas, partidarios de una «República Argelina» federada con Francia (programa entonces muy audaz) y protesta contra la detención de sus dirigentes, error político mayúsculo, que debía impulsar a la juventud musulmana hacia las corrientes más extremistas.

¿Por qué, pues, diez años después Camus se separa de los progresistas franceses que apoyan sin reservas la revolución argelina? Porque les niega el derecho a suscribir indistintamente todos los actos de los rebeldes argelinos, del mismo modo que niega a los franceses de Argelia, los pied-noirs, el de absolver indistintamente todos los actos de la represión francesa. De hecho, lo que Camus ve nacer, lo que él teme que va a causar tremendos males en el mundo contemporáneo, es el terrorismo de masas, el que hiere no a los jefes, demasiado bien protegidos, sino a la multitud de civiles sin defensa y sin responsabilidad. Así, desde julio de 1955 hasta enero de 1956, lanza, sobre el terreno, en Argel, una «Llamada por una tregua civil en Argelia», que le vale las amenazas de los ultras, la neutralidad benévola del FLN (el Frente de Liberación Nacional de los sublevados) y el desprecio de los progresistas. Este fracaso será su última tentativa para influir directamente sobre el curso de los acontecimientos. Más adelante intervendrá constantemente ante los poderes públicos en favor de personas detenidas, franceses o argelinos, y particularmente ante el presidente de la República en favor de argelinos condenados a muerte, pero ya no hará más declaraciones políticas de conjunto.

Y es que son odiosos, para él, esos franceses metropolitanos, cuyo Parlamento, desde hace un siglo, ha votado contra todas las reformas en Argelia y que ahora encuentran natural que los pied-noirs sean sacrificados en el altar de la revolución. Pero se da cuenta de que no es la hora de la buena fe. ¿Por qué iba a continuar expresándose, si se le pide, no que diga lo que piensa, sino que aliente a uno u otro fanatismo? ¿Se le necesita a él para esa tarea? En un clima en el que cada campo no está integrado, para los de enfrente, más que por «puercos», Camus se prohíbe a sí mismo arriesgar la sangre de los demás con «esos artículos que se escriben tan fácilmente en la comodidad de la oficina». Y añade: «Denuncié la represión colectiva mucho antes que tomara la forma repulsiva que acaba de adoptar… Continuaré, pero no con los que siempre se han callado ante los crímenes horrorosos y las mutilaciones maníacas del terrorismo que mata a civiles, árabes y mujeres».

¿Manera cómoda de no dar la razón a ninguna de las dos partes? No, en absoluto. Para comprender a Camus hay que situar su caso de conciencia argelino en el más amplio debate surgido de la polémica en torno a El hombre en rebeldía, en 1951. Habiendo dicho que no hay Bien absoluto en la izquierda, como tampoco en la derecha, Camus había hecho desencadenar contra él una campaña de denigración, cuya maldad y falta de honradez sólo fueron igualadas por su eficacia. Toda declaración política por su parte era inmediatamente deformada, disfrazada, ridiculizada. Entonces, ¿para qué servía? El silencio que observa Camus es también el silencio al que le ha condenado la intolerancia de la izquierda.

Sería petulante hacer un historial. Constatemos simplemente que el intelectual no ostenta, por su etiqueta, ninguna preeminencia en la lucidez. Lo que distingue al intelectual no es la seguridad de su opción, es la amplitud de los recursos conceptuales, lógicos y verbales que despliega al servicio de esta opción para justificarla. Por su clarividencia o su ceguera, su imparcialidad o su falta de honradez, su picardía o su sinceridad, se lleva a otros tras sus huellas. Ser intelectual no confiere, pues, una inmunidad que lo hace perdonar todo, sino más responsabilidades que derechos, y por lo menos una responsabilidad tan grande como la libertad de expresión de que se goza. En definitiva, el problema es, sobre todo, moral. Cuando Gabriel García Márquez escribe que los boat people vietnamitas son vulgares traficantes y se dedican en realidad a la exportación fraudulenta de capitales, no puede ignorar que es falso. No es, pues, un error de apreciación; es de otra naturaleza. Como lo era el de Jean Genet cuando hacía la apología de los asesinos de la banda de Baader en la primera página de Le Monde en 1977. ¿Se va a pretender que esas vilezas son veniales, porque emanan de escritores de reputación internacional? Ello equivaldría a decir que cuanto más se le escucha a uno menos cuentas tiene que dar de lo que dice.

A este viejo debate ha venido a incorporarse otro: el de las relaciones de los intelectuales con los medios de comunicación. Se encuentran todos los grados de calidad cultural en la televisión y en la radio, desde el excelente hasta el inexistente. Pero el verdadero problema no es ése: es el de la modificación que provoca en el comportamiento de los mismos intelectuales la existencia de los medios de comunicación. La posibilidad de alcanzar una vasta audiencia, más por efecto teatral que por análisis escrupuloso, impulsa a los intelectuales a estrategias políticas de comunicación.

Que el intelectual utilice los medios de comunicación, está muy bien. Pero, demasiado a menudo, sólo los utiliza para transmitir sus ideas: modifica sus ideas para que puedan aparecer en los medios de comunicación. Es Arlequín que se toma por Antígona. ¡Y ay del que quiera ser Antígona!… Así, en 1961, Lucien Bodard publica La China de la pesadilla. Es el primero en describir los horrores del Gran Salto Adelante, que hizo morir de hambre a sesenta millones de chinos. ¡Escándalo! Es abucheado. Es «silbado en cuarteto», como decía Stendhal. Habrá que esperar a la muerte de Mao en 1976 y las revelaciones de sus sucesores para que pueda permitirse decir la verdad sobre la China comunista. Recuerdo una emisión de televisión, un «Dossier de la pantalla», sobre China, en los años sesenta, en la que el mismo Lucien Bodard, solo contra todos, no pudo, físicamente, decir una sola palabra. Más tarde, el autor de un testimonio fundamental, Prisionero de Mao, Jean Pasqualini, sufriría el mismo fuego graneado. Simón Leys, cuyos Trajes nuevos del presidente Mao son de 1971, y Sombras chinescas de 1974, pudo decir todo lo que sabía sobre el maoísmo por primera vez en la televisión francesa en… 1983, en el curso de unos memorables «Apóstrofes». Durante veinticinco años, los medios de comunicación han servido para rechazar, en lugar de darlos a conocer, los libros verídicos sobre China. No eran los animadores de los programas quienes tomaban la iniciativa de esas ejecuciones, o, por lo menos…, no siempre. Eran los otros intelectuales invitados a la escena y coaligados contra el blasfemo. ¿Dónde fue a parar, durante este cuarto de siglo de ocultación de la verdad china, la bienhechora pedagogía de masa de los medios de comunicación? Y si esta ocultación cobarde de la verdad no es imputable a los animadores de radiotelevisión —o no únicamente a ellos— entonces son los mismos intelectuales los que se dicen a sí mismos que no deben apartarse demasiado de las opiniones reinantes, o los que se adaptan a ellas instintivamente. Y son ellos quienes estiman que, para conquistar al vasto público del medio audiovisual, deben recurrir a métodos a la vez simplificadores y exagerados. A tales medios, Julien Gracq evocaba ya en 1950, en La literatura en el estómago, a propósito de la radio, donde, decía, «el mugido de la literatura va a morir en los límites del infinito».

En muchos casos, y ya he descrito varios de ellos en los capítulos precedentes, se ve que los intelectuales, cuya misión, según ellos, es guiar a los no intelectuales por el camino de la verdad, son a veces los que más contribuyen a inducirlos en el error. Hemos visto anteriormente algunos mecanismos de esta actividad de educación a contrapelo. Sea que el intelectual sale de su esfera de competencia, pero utiliza el prestigio que ella le ha conferido para vestir con su autoridad tesis sobre las cuales no sabe más que el hombre de la calle; sea que disimula o altera los conocimientos que posee en el interior de su especialidad, de manera de hacerlos coincidir con una tesis exterior a la ciencia, pero que le atrae por razones no científicas; sea que no tiene ninguna especialidad, quiero decir en el orden del conocimiento, ni, por otra parte, necesita tenerla, aparte de su arte, sea novelista, pintor, arquitecto, poeta o compositor, no por ello deja de pronunciarse con brío y seguridad sobre muchas cuestiones que le son ajenas.

La evolución de Grass, partidario de una socialdemocracia realista en los años setenta, para terminar por hundirse en las fangosas extravagancias del pacifismo prosoviético, ilustra bien la dificultad que experimenta un escritor en conservar una postura mesurada y razonable, pero poco suministradora del estrellato. Las imprecaciones excesivas, incluso y sobre todo si no tienen un fundamento serio, aportan más gratificaciones a sus autores que la sinceridad en el esfuerzo por comprender. Cuando Günter Grass estimó que ya se había hecho bastante célebre como novelista para permitirse perder completamente la cabeza en la política, se puso a exhortar a sus conciudadanos a «hacer acto de resistencia, a resistir al liderazgo norteamericano en la perspectiva del genocidio que nos amenaza». Alemania tenía, según él, un medio para compensar «la ocasión perdida en 1933 de resistir cuando fue anunciado el genocidio que iba a venir».[162] De hecho, la resistencia de Grass a la Alianza Atlántica hace pensar más bien en la resistencia de los pronazis y los profascistas a la democracia, durante los años treinta, y especialmente en Francia. También ellos se «resistían» al rearme de los países democráticos. Dejo sin comentario y sin calificativo, por superfluos, la teoría según la cual el mejor medio de lavar el oprobio del genocidio hitleriano sería dejar que el poder soviético llegara a ser política y estratégicamente dominante en Europa Occidental. Es intrigante el odio a la democracia que implican tales declaraciones en ciertos grandes intelectuales del mundo libre. Así, en 1951, Bertrand Russell, que, como acabamos de ver, estimaba en 1937 que la Alemania nazi no representaba un peligro para las democracias, a condición de que éstas consintieran en desarmarse unilateralmente, escribe más tarde en el Manchester Guardian[163] que los Estados Unidos se han convertido en un «Estado policiaco» idéntico a la Alemania de Hitler y a la Rusia de Stalin. Nos hallábamos, es cierto, en pleno período de maccarthysmo, el cual fue eliminado poco después de la vida política norteamericana por el mismo juego de la democracia, esa democracia que Russell comprendía tan mal, puesto que había llegado a apostar cinco libras esterlinas con Malcom Muggeridge a ¡que Joseph McCarthy sería al cabo de poco tiempo elegido presidente de los Estados Unidos! Cuando, poco tiempo después, el senador de Wisconsin, desprestigiado y alejado de toda actividad política, murió en la desgracia, Russell debió pagar su apuesta perdida, pero no por ello revisó sus ideas sobre la América «totalitaria».

Sydney Hook, en su libro de memorias, Out of Step,[164] un testimonio indispensable para comprender la historia y el estado de espíritu de la intelligentsia de los Estados Unidos (e indirectamente de Europa) antes, durante y después de la segunda guerra mundial, nos relata ampliamente sus conversaciones y su relación con Albert Einstein. Cita diversas discusiones e intercambio de cartas con el ilustre físico, que nos confirman que se puede ser, en su especialidad, un genio, y carecer completamente de buen juicio en otros terrenos. Y ello hasta tal punto que hace dudar de que sea el mismo espíritu el que se aplica a dos temas diferentes, por lo inteligente que se muestra al tratar de una materia y lo torpe que resulta al tratar de otra. Esas grietas del pensamiento, en las cuales caen los espíritus más brillantes, no perjudicarían más que a ellos mismos, si, precisamente, sus tomas de posición no influyeran en millones de otros seres humanos, a consecuencia de una ilegítima transferencia de autoridad de un terreno a otro.

Ya antes de la guerra, en una carta escrita a finales de 1938 a Max Born (y publicada en la correspondencia de éste), Einstein había dado la medida de su discernimiento político confiando a su amigo y colega que había cambiado de opinión sobre los procesos de Moscú, tras madura reflexión. He aquí un caso, por lo menos, en el que hubiera sido preferible que no reflexionara, porque la actividad de la meditación le llevó de la impresión justa de que los procesos habían sido falseados a la convicción errónea de que eran verídicos y justos, de manera que los condenados, según él, merecían efectivamente la muerte. Después de la guerra, Einstein, convertido en ciudadano estadounidense, milita, en ocasión de las elecciones presidenciales de 1948, en el comité de apoyo de Henry Wallace, tercer candidato que no pertenecía a ninguno de los dos grandes partidos y que, con respecto a la Unión Soviética, ofrecía todas las características del «idiota útil» a la vez ortodoxo y extravagante. Es asombroso, por otra parte, ver cuántos refugiados políticos europeos, entre los intelectuales expulsados del Viejo Continente por los totalitarismos, refugiados que en suma no debían su supervivencia más que a la existencia y a la acogida de los Estados Unidos, tomaban, durante la guerra fría y la primera «ofensiva de paz» de Moscú, en 1949, posiciones prosoviéticas y antiamericanas. Thomas Mann fue, en esos años, otro celebrante de esta edificante e inédita forma de reconocido homenaje a la democracia que le había salvado. La gran desgracia del siglo XX será haber sido aquel en que el ideal de la libertad habrá sido puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios, todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales comprendidas en un principio bajo el vocablo de «izquierda» enroladas al servicio del empobrecimiento y del avasallamiento. Esta inmensa impostura ha falseado todo el siglo, en parte por culpa de algunos de sus más grandes intelectuales. Ha corrompido hasta los más mínimos detalles el lenguaje y la acción políticos, invertido el sentido de la moral y entronizado la mentira en el centro del pensamiento.

Abstengámonos de lanzar un ataque sistemático contra «los» intelectuales. Me inclino más bien a pensar que la antítesis habitual entre la teoría de los «intelectuales que siempre se equivocan» y la de los «intelectuales que siempre tienen razón» no se basa en nada más que en la subjetividad del observador y su postulado de partida. Ese postulado no es elegido más que por razones afectivas, polémicas o interesadas. Pero si se comprobara que los intelectuales de profesión o de estatuto no se equivocan, en definitiva, ni más ni menos que los demás hombres los cuales, por otra parte, —son todos en cierto grado «intelectuales»— entonces habría que revisar la hipótesis de la especificidad del grupo «intelectuales» en tanto que comunidad investida de una capacidad particular para guiar a la humanidad hacia el Bien y la Verdad. Y si se comprobara que tienden a equivocarse más que los demás hombres, entonces habría que investigar por qué y cómo se ha producido lo que entonces tendríamos derecho a llamar fracaso de la cultura.

Se perdonaría gustosamente a Einstein sus infantilismos políticos, por lo menos en el plano moral, si a veces no los hubiera extendido a esferas donde su competencia científica habría debido servirle de parapeto y donde, por consiguiente, sus huidas ante la verdad no pueden explicarse sólo por la exclusiva ingenuidad y deben, desgraciadamente, ser abonadas en la cuenta de la mala fe. ¿A qué otra cosa puede atribuirse la negativa de Einstein a asociarse a una protesta contra Frédéric Joliot-Curie, que, en 1952, había afirmado que «según profundas investigaciones personales», había llegado a la conclusión de que los Estados Unidos practicaban la guerra bacteriológica en Corea? Aquélla fue, como se sabe, una de las primeras y más memorables campañas de desinformación soviéticas de la posguerra. En su libro de memorias, J’ai cru au matin, Pierre Daix, entonces director del diario comunista francés Ce Soir, relata detalladamente cómo esa campaña fue dirigida y orquestada por el movimiento comunista internacional. Con una nobleza bien rara en el reconocimiento de los pasados errores, Daix se juzga a sí mismo severamente, aun cuando estuviera, cuando los cometió, obsesionado por la adhesión ideológica (lo que no era Einstein, simple simpatizante): «Considero hoy —escribe él en 1976— que mi participación como director de un periódico en esa mentira, la pretendida guerra bacteriológica de los norteamericanos en Corea, es un error tan grave como mi respuesta a Rousset —David Rousset había denunciado la existencia de campos de concentración en la URSS—. Falsas noticias, excitación al odio, toda la panoplia del deshonor para un periodista en ella».[165]

El deshonor era, sin ninguna duda, aún más grande para Joliot-Curie, que prostituía su gloria de premio Nobel en servicio de esa infamia. ¿Acaso no había abdicado de toda autoridad intelectual cuando dijo, en 1951: «Situado en el centro mismo de la lucha, disponiendo gracias a sus militantes de una información completa, y armado con la teoría del marxismo, el Partido no puede dejar de saberlo todo mejor que cualquiera de nosotros»?[166] Sin duda Joliot-Curie estaba condicionado, pero ¿es esto una excusa? «Que yo haya estado condicionado —precisa con valor Pierre Daix— no me quita ninguna responsabilidad en el condicionamiento que he contribuido a infundir. Si no, los nazis serían irresponsables». La observación se aplica todavía más a Joliot-Curie, porque su mentira se sitúa en un terreno científico, donde la capacidad de ilusionarse disminuye con la importancia de imperativos de comprobación que le eran conocidos. ¿Y Einstein? ¿Qué decir de su negativa a asociarse a una protesta condenando la impostura de Joliot? ¿Qué conclusión hay que sacar de esa negativa? La única que es posible. Cuando se ve a uno de los más grandes genios científicos de toda la historia humana corroborar, por lo menos tácitamente, pero con conocimiento de causa, una mistificación política con objetivos políticos, es que los intelectuales, hasta ahora, en su inmensa mayoría, mientras reivindican un papel de guías, se consideran según sus conveniencias, libres de toda obligación ante la verdad y de toda responsabilidad moral.

En su exagerado fanatismo sobrepasan a los peores monstruos de la política. Su pérdida de todo sentido moral es risible, por ejemplo, en el caso de Marguerite Duras, cuando advirtió en 1985, en los términos que siguen, lo que esperaba del pueblo francés si no votaba a favor de los socialistas en 1986: «Estoy aquí para decírselo: si continúan así, volverán a encontrarse con los espantajos de Gaudin, Pasqua y Lecamet, y estarán solos con ellos, y será demasiado tarde; formarán parte de una sociedad que jamás queremos conocer, y por ello serán miembros de una sociedad privada de nosotros: sin hombres de inteligencia verdadera y profunda, sin intelectuales —sí, es la palabra precisa—; sin poetas, novelistas y filósofos; sin creyentes auténticos, verdaderos cristianos, sin judíos, una sociedad sin judíos, ¿me entienden?».[167]

Así, según esa intelectual, el retorno de los liberales al poder significaría la desaparición de todos los ciudadanos «de inteligencia verdadera y profunda», entre los cuales se incluye ella misma, por supuesto («serán miembros de una sociedad privada de nosotros»), la desaparición de todos los filósofos, novelistas, poetas y… de todos los judíos (mírese por el lado de Hitler). Las frases excesivas no son todas insignificantes, porque algunas de ellas revelan el fantasma[168] presente en el alma de la novelista, como en muchos otros intelectuales que, por sorprendente que pueda parecer, no han comprendido aún qué es la alternancia democrática y la conciben todavía como causante de la proscripción del adversario. Además, no admiten que pueda haber igualmente intelectuales en un campo político diferente al suyo. La declaración, aparentemente insensata, de Marguerite Duras, traduce, pues, sobre todo, el deseo, en caso de victoria socialista, de eliminar a todos los que no piensan como ella. Contrariamente a lo que se cree a menudo, en nuestra época son los intelectuales quienes están atrasados con respecto a los políticos, porque ya ningún político, por lo menos en las democracias, aunque fuera el más desenfrenado demagogo, se atreve, por muchas ganas que tenga de ello, a emplear un lenguaje tan radical de «exclusión», para emplear la incongruencia léxica de moda.

Pero lo que es simple énfasis cómico en un país en que los ciudadanos son protegidos, por el derecho burgués, de la plaga de la alternancia al estilo de la de Duras, puede llegar a ser trágico en otros contextos en que la irresponsabilidad verbal de los intelectuales adopta súbitamente rojeces de sangre. Sydney Hook, en Out of Step, relata una conversación que tuvo en su casa con Bertolt Brecht sobre los viejos bolcheviques fusilados en la época de los procesos de Moscú. «Fue en ese momento cuando pronunció una frase que nunca olvidaré —escribe Hook—. Dijo: “Ésos, cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados.” Quedé tan desconcertado que creí haber comprendido mal. “¿Qué dice usted?”, le pregunté. Repitió tranquilamente: “Cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados.” Sus palabras me dejaron asombrado. “¿Por qué? ¿Por qué?”, exclamé. Se limitó a dirigirme una especie de sonrisa nerviosa. Esperé, pero no dijo nada, incluso después de que repetí la pregunta. Me levanté, pasé al cuarto contiguo y recogí su sombrero y su abrigo. Cuando volví, continuaba sentado en su sillón, con el vaso en la mano. Cuando me vio con su sombrero y su abrigo pareció sorprendido. Dejó el vaso sobre la mesa, se levantó, cogió su sombrero y su abrigo con una pálida sonrisa, y se fue. Ninguno de los dos dijo una sola palabra. No le volví a ver nunca».[169]

Se observará que el intelectual va aquí más lejos que cualquier político en el ejercicio de la peor tiranía, porque justifica los crímenes de Estado desde un punto de vista moral al defender la legitimidad política del asesinato utilitario de inocentes. «Yo digo —acusa Julien Benda en La traición de los intelectuales— que los intelectuales modernos han predicado que el Estado debe reírse de ser justo; han dado a esta afirmación un carácter de predicación, de enseñanza moral». En 1927, año en que Benda escribía estas líneas, el Estado injusto podía ser socialista o fascista. Después del hundimiento de los totalitarismos «de derechas», en 1945, ese derecho a la injusticia quedó reservado para las dictaduras «de izquierda». Pero después —como antes— de la guerra, los intelectuales superaron a los políticos en la justificación de la violencia pura. Incluso Stalin, incluso Hitler, incluso Mao, incluso los que fusilaron a los hombres de la Comuna, experimentaron siempre la necesidad de no asesinar más que a «culpables», es decir, de considerarlos tales e inventar en consecuencia su culpabilidad. Tal es la razón de ser de los tribunales revolucionarios bajo el Terror, de los procesos falseados de Moscú o de las secciones especiales de Vichy. Incluso los khmers rojos, cuyos jefes eran, no obstante, intelectuales eminentes, filósofos formados en la Sorbona (de casta le viene al galgo, si puedo expresarme así), no se comportaron totalmente como dignos vástagos de esa refinada alcurnia, puesto que nunca osaron afirmar que los inocentes merecían ser matados con mayor razón por ser inocentes.

La razón estribaba en que, convertidos en políticos, los jefes khmer rojos no excluían totalmente la posibilidad de tener que dar algún día cuenta de sus actos.

Tal idea, en cambio, no se le ocurre en absoluto al intelectual, que se reivindica a sí mismo a la vez como «comprometido» e irresponsable. Sartre habría experimentado una gran sorpresa si se le hubiera pedido cuentas de los millones de cadáveres amontonados por los diversos regímenes totalitarios, de los que él fue propagandista, durante toda su vida, con tanto celo. Él, el teorizante del compromiso; él, que demostraba con su dialéctica implacable que todos nosotros somos culpables de los crímenes que se cometen en el mundo incluso cuando los ignoramos, consideraba sin duda que esa responsabilidad cesa cuando los conocemos, como sucedía en su caso.

La irresponsabilidad intelectual, lejos de confinarse en la abstracción filosófica, se extiende muy concretamente por el terreno jurídico. Es un aspecto interesante de la evolución contemporánea del derecho. En 1979, la DST[170] detiene a un físico de Alemania del Este, contratado desde 1963 por el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, por lo cual es debidamente remunerado, lo que es lógico. Se descubre que Dobbertin, especialista en cuestiones termonucleares, trabaja desde hace mucho tiempo para los servicios de la República Democrática Alemana, según el contraespionaje de la República Federal de Alemania, que transmite el dossier y todos los informes a la DST.

Inmediatamente, la comunidad científica francesa, sin juzgar el fondo de los hechos, se pone en movimiento para exigir la liberación de Dobbertin y denunciar «una campaña de espionitis». Dos premios Nobel, varios miembros del Instituto, el director del Instituto Pasteur invocan deliciosamente el «principio de la universalidad de la ciencia». ¡Qué soberbio eufemismo! En cuanto al propio Dobbertin, llegó aún más lejos en el humor negro. Invocó el artículo de los acuerdos de Helsinki sobre la libre circulación de las ideas… ¡y cuan exacto es que los países comunistas han aplicado este artículo en lo que concierne al espionaje! Dobbertin alega la «cooperación científica y técnica» y el «carácter supranacional de la investigación» que la sustraía por su esencia, en su opinión, a toda justicia nacional. Su abogado clamó que su cliente era víctima de «un grave atentado a los derechos del hombre». En noviembre de 1981, 500 sabios franceses dirigieron una memoria al presidente de la República y al ministro de Justicia, en la que sostenían que la reclusión en la cárcel del presunto espía alemán oriental constituía una amenaza para sus libertades y para la ciencia. ¡Una vez más, ganaba el fascismo! En mayo de 1983, Dobbertin obtenía su libertad provisional, porque sus amigos investigadores habían hecho una colecta para pagar la fianza exigida por el Tribunal de París. En 1988, su proceso continúa sin celebrarse. Y Dobbertin ha reemprendido sus actividades «científicas».

En 1986, un psicoanalista mundano, cuya frivolidad, por otra parte, era notoria desde hacía mucho tiempo, es condenado por la justicia italiana. Extorsionaba a sus pacientes, por lo general mujeres ricas subyugadas, sumas de dinero que multiplicaban varios miles de veces los honorarios más abusivos a que podía metodológicamente aspirar este discípulo del doctor Lacan. El dinero servía para financiar una maravillosa y ostentosa Fundación Verdiglione, pródiga en coloquios fastuosos a los que acudía, en particular, la flor y nata de la intelligentsia francesa. Ésta no fue ingrata. Organizó una gigantesca campaña para describir a Verdiglione como una víctima del oscurantismo y un mártir de la ciencia. Llegó hasta a presentar el caso Verdiglione como «un nuevo caso Dreyfus», comparación injuriosa para la memoria del capitán Dreyfus, y que desvaloriza toda futura referencia al famoso caso Dreyfus. El Nouvel Observateur (1 de agosto de 1986) preguntaba: «¿Puede un tribunal decidir sobre el carácter delictivo de la influencia del psicoanalista sobre su paciente, del profesor sobre su alumno, de la enfermera sobre el anciano enfermo que ella cuida?». Incluso si se trata de una «transferencia» psicoanalítica, voy a responder: por supuesto que sí, cuando los profesionales en cuestión se sirven de esa influencia para extorsionar a su cliente. Y los textos de Freud condenando los usos eventuales de las transferencias con fines egoístas y personales para el analista son de una claridad total. Es superar la medida tolerable en la hipocresía afirmar sin vergüenza que no existe ningún criterio deontológico que permita establecer la distinción elemental entre la influencia desinteresada, de una función puramente pedagógica o terapéutica, y la influencia del estafador sobre su víctima. Los intelectuales que orquestaron esa campaña revelaron el fondo de su pensamiento: lo que ellos desean en realidad es no estar sometidos al derecho común. «Las leyes del código y las leyes del análisis no están hechas para ponerse de acuerdo», escriben dos psicoanalistas,[171] que añaden: «Incumbe a las sociedades de psicoanálisis, las únicas competentes, tratar de poner remedio a ciertos abusos».

No sé si los autores de estas líneas se dan cuenta de la enormidad de lo que exigen: es, simplemente, volver al sistema judicial del Viejo Régimen. Antes de 1789, en efecto, había un derecho y unos tribunales para la nobleza, otros para el clero y otros, finalmente, para los plebeyos. Y aún, en ninguno de esos sistemas, crímenes y delitos quedaban enteramente impunes, mientras que hoy es la impunidad pura y simple lo que reivindican para sí mismos y para sus iguales los citados intelectuales, los mismos que, en su mayor parte, reclamaron a voz en grito la supresión de los tribunales de excepción y de las audiencias de seguridad, hasta el punto de firmar a menudo peticiones en favor de asesinos terroristas, y recientemente con ocasión del proceso contra Acción Directa, en París, en 1987.

El terrorismo, por otra parte, se convierte, a sus ojos, en altamente bienhechor cuando es un intelectual quien toma la iniciativa del mismo, elabora su teoría e incita a los demás. Esto pudo comprobarse cuando, movida por los mismos sentimientos que la habían impulsado en el caso de Dobbertin, la comunidad científica francesa protestó contra la detención, en 1987, de un biólogo italiano, el doctor Gianfranco Pancino, presunto antiguo dirigente del movimiento terrorista Autonomía Obrera, movimiento responsable, durante los años setenta, de casi tantos asesinatos como las Brigadas Rojas. Perseguido, bajo diversos cargos, con 42 órdenes de detención emitidas por las autoridades judiciales italianas, de 1980 a 1983, Pancino, que había huido a Francia en 1982, fue objeto, en 1987, de una petición de extradición. 317 hombres de ciencia y médicos (Le Monde, 13 de enero de 1988), firmaron una petición para que fuera «devuelto a su familia y a sus actividades científicas». «Había empezado una nueva vida en Francia —explica uno de sus colegas, el doctor Fabien Calvio—. Este encarcelamiento injustificado rompe, al mismo tiempo, su vida personal y su vida de investigador. Nosotros no nos pronunciamos sobre el fondo del asunto, pero deseamos que pueda volver a trabajar aquí y recuperar el tiempo perdido. Es preciso que sea liberado». Observemos que, tal como ocurrió en el caso de Dobbertin, los defensores de Pancino declaran que no se pronuncian sobre el fondo del asunto. Esto equivale a plantear el principio de que incluso si es culpable, hipótesis que prudentemente no descartan, Pancino no debe comparecer ante la justicia de su país. Cuando se trata de un intelectual, por consiguiente, la cuestión de la culpabilidad o de la inocencia no debe ser planteada, no debe ser tenida en cuenta. Sea lo que fuera lo que haya hecho, el intelectual no puede ser obligado a comparecer ante un tribunal, ni siquiera para ser absuelto. Incluso cuando es condenado, con todas las pruebas necesarias, ello no demuestra, por otra parte, su culpabilidad, puesto que pertenece a una esfera superior a la de los otros seres humanos (si es de izquierdas, por supuesto), ya que su reino no es de este mundo. Así, en los Estados Unidos, Alger Hiss, colaborador importante de Franklin Roosevelt, fue condenado, a finales de los años cuarenta, por espionaje en favor de la Unión Soviética (fue, en particular, el «topo» de Stalin en el seno de la delegación norteamericana durante las negociaciones de Yalta, y pudieron apreciarse las consecuencias). Sin embargo, Alger Hiss, a los ojos de los intelectuales norteamericanos «liberales», pasó y pasa aún, por un mártir político y una «víctima del maccarthysmo». Hasta el punto de que un joven universitario, Allen Weinstein, que se consagró, treinta años más tarde, a una tesis sobre ese caso, y estaba convencido, en el punto de partida, de la inocencia de Hiss, fue obligado —ante el furor de este último— por su propia investigación histórica a cambiar completamente de opinión.[172]

Yo no sé si los intelectuales se dan cuenta del daño que se hacen a sí mismos al formular tales pretensiones. ¿Qué crédito moral les queda para luchar en favor de los derechos del hombre y gritar contra el fascismo en todas las esquinas, cuando reclaman tranquilamente, por otra parte, en favor de los suyos el derecho al espionaje eventual para un extranjero en Francia, y a costa de los contribuyentes franceses, el derecho a la traición para un americano en América, el derecho al abuso de confianza para un analista y el derecho al asesinato, o a la incitación al asesinato, para un biólogo? Derechos que, afortunadamente, no tienen ni siquiera los elegidos del pueblo, a los que se retira, en ese caso, la inmunidad parlamentaria.

Yo también deploro desde el fondo de mi corazón que un investigador de valía se encuentre en la cárcel.[173] Pero aún deploro más, en este caso, la razón por la cual está en ella. Porque, en todo caso, no está encarcelado por investigador, contrariamente a lo que una propaganda sin escrúpulos quisiera hacer creer, ni por ninguna obtusa burocracia policial, que pretende el aniquilamiento de la cultura. Es sospechoso de haber participado en una violenta trama contra la democracia y, por su condición de hombre de pensamiento y de reflexión, no ha adoptado esa opción por ignorancia o candidez. Es, por el contrario —o por lo menos de ello se le acusa y de ello deberá justificarse claramente—, uno de los que han influido en los ignorantes y en los cándidos. A menos de modificar el Código Penal autorizando a los intelectuales en general y a los médicos en particular a practicar o a recomendar el asesinato, parece inicuo reservar únicamente a los trabajadores manuales las penas previstas para los atentados terroristas.

Para volver a la seria cuestión que plantea el caso de Pancino, igual que el caso del filósofo Toni Negri, que se benefició también en Francia de una benévola complicidad, ¿por qué tantos intelectuales italianos a partir de 1970 aprobaron, recomendaron o practicaron el terrorismo? La respuesta convencional a esta pregunta es que se rebelaban contra las injusticias de la sociedad italiana y la corrupción del sistema político. Pero ¿cómo aceptar esa teoría cuando el terrorismo se desencadenó en el momento en que Italia conocía un grado de libertad que no había gozado nunca en su historia, y en el momento de mayor éxito del sistema capitalista, de elevación del nivel de vida, de solidaridad social y de reducción de las desigualdades? Esa evolución había convertido, en veinticinco años, un país con una dictadura de economía subdesarrollada en una democracia de economía moderna y dinámica. La hipótesis de Tocqueville, según la cual cuando se producen las mejorías es cuando los inconvenientes residuales se soportan peor, puede explicar una violencia no realista por parte de las masas poco informadas, pero no por parte de intelectuales que disponen de todos los elementos de apreciación necesarios para un análisis correcto. No obstante, son justamente los intelectuales, profesores o estudiantes, quienes han proporcionado la ideología y la mayoría de ejecutantes del terrorismo activo. Se debe, pues, buscar la fuente de su conversión al terrorismo en otro motivo, y no en una interpretación racional de los males y de las injusticias de la sociedad italiana, bien reales, ciertamente, pero que habían dejado de ser incurables y no procedía, o en todo caso infinitamente menos que en ningún otro período, de la violenta desesperación y de la rabia destructiva de los «parias de la tierra».

Rusia por la voz de su intelligentsia (el vocablo y el fenómeno son una creación de la cultura rusa del siglo XIX), los populistas de los años 1860-1880 fabricaron de la misma manera una especie de tercermundismo interior. Rusia debía saltar por encima de la fase capitalista y democrática para desembocar sin tardanza en un gobierno directo del campesinado socialista. Estas ideas sirvieron también de coartada al terrorismo, que no escogió siempre bien (¿o escogió demasiado bien?) sus víctimas: su víctima más espectacular fue el zar Alejandro II, asesinado en 1881, cuando se le debía la abolición del vasallaje.

Poco a poco fue vencida la corriente del pensamiento ruso que consideraba la libertad y la felicidad individuales, actuales y concretos, como los únicos criterios de progreso. Herzen, por otra parte, desmintiendo a Tolstói, había predicho esa orientación de la historia. «El socialismo irá desarrollándose en todas sus fases, hasta que alcance sus extremos y sus absurdos. Entonces se escapará de nuevo, del seno titánico de la minoría revolucionaria, un grito de rechazo, y la lucha a muerte continuará, el socialismo ocupará el lugar del conservadurismo actual y será vencido a su vez por la revolución que vendrá, que todavía no conocemos».

Los intelectuales italianos no se basan en un conocimiento de la sociedad italiana. Se basan en su propio apetito interno de mesianismo revolucionario y se forjan una visión de la sociedad que sirve de justificación imaginaria de ese apetito. Desgraciadamente, en el caso particular, no se limitan a delirar en su rincón; ellos matan. En su estudio sobre «Los intelectuales y el terrorismo»,[174] Sergio Romano emplea la fórmula de «revolución revelada», para designar la representación psíquica de los intelectuales terroristas. Es una mezcla de cristianismo y de comunismo. Por una parte, esperan un acontecimiento futuro que metamorfoseará de un solo golpe, y de arriba abajo, nuestro mundo y nuestra persona; por otra parte, gracias al marxismo, pueden presentar sus deseos como verdades científicas. Por ejemplo, Toni Negri ha visto en la avería de electricidad que sumió a Nueva York en la oscuridad en 1977 —el «gran black out.— el hundimiento del «Estado-fábrica» como llama él a la sociedad industrial. Sergio Romano subraya con razón el carácter místico y ridículamente primitivo de esa interpretación, que transforma un incidente técnico en crisis estructural, o ve incluso en él una ruptura histórica comparable a la toma de la Bastilla o a la del Palacio de Invierno. La filosofía de los intelectuales de la revolución terrorista conjuga la necedad del mago iluminado, la grosería del doctor marxista y la ametralladora del asesino de la mafia.

Para colmo, numerosos intelectuales son, al mismo tiempo, favorables al terrorismo y favorables al pacifismo. En otras palabras, al predicar el desarme unilateral de Occidente, se prohíben utilizar, para defender el territorio nacional en tiempo de guerra, una violencia que les parece necesaria para ser aplicada a sus propios conciudadanos en tiempo de paz.

Nos encontramos, pues, en presencia, en primer lugar, de una alienación ideológica del tipo clásico: los intelectuales reescriben los hechos en función de sus ideas, y no a la inversa; luego, de una traición a la misión original del intelectual: comprender la realidad; finalmente, de una parodia de la acción, siguiendo a la parodia de la comprensión. Pues el asesinato terrorista, en una democracia, no posee ningún poder de transformación de las realidades. Es un acto simbólico cuya única huella práctica es la sangre sobre la acera, como si los terroristas tuvieran necesidad de tranquilizarse y decirse a sí mismos que matando a un transeúnte en una esquina, o abandonando en el portamaletas de un coche un cadáver del que oirán hablar por la noche en la televisión, demuestran que su visión del mundo no es enteramente un sueño. Pero, en una democracia, ese cadáver no es más que el absurdo estigma de su impotencia y de su delirio; no tiene influencia sobre el curso de la historia y no puede tenerla.

Un aspecto menos sanguinario de la conducta de los intelectuales terroristas es lo que voy a llamar la usurpación pedagógica. He evocado ya casos de felonía en la explotación del prestigio, la intimidación de las masas mediante la reputación, los títulos, los laureles. Esta amalgama es común a los terroristas y a muchos intelectuales que, afortunadamente, no emplean el terror, por lo menos no emplean el terror físico. En el caso comentado, en Italia nos encontrábamos con profesores de universidad que transformaban sus cursos en «colectivos» revolucionarios, los cuales, según Sabino S. Acquaviva, son «fábricas de palabras», «esas palabras que se reelaboran incesantemente, depuran progresivamente el mundo social de los individuos a quienes concierne», como dice Augustin Cochin en L’esprit du jacobinisme. Luego, «al expulsar a los disidentes, operan una distinción entre una verdad propia a la sociedad exterior, que reposa sobre los hechos, y una verdad propia al grupo social que debe regir la lucha revolucionaria».[175]

El factor decisivo, en la difusión de las ideas, procede en este caso de la superposición al mensaje intelectual del carisma debido a la posición prestigiosa del maestro que habla. Este tipo de superposición se encuentra casi en todas partes bajo otras formas, con otros materiales, en lo que comprobamos una comunicación que utiliza vehículos más afectivos que intelectuales.

No sé si hay que considerar al clero como compuesto de intelectuales. Tiene, ciertamente, muchos. Pero a su valía intelectual propiamente dicha se le añade el ascendiente espiritual debido a su inserción en una religión. Su prestigio, su autoridad, hacen prevalecer, pues, un doble grado de superioridad: la del intelectual terrestre sobre los otros hombres; la del intelectual supraterrestre sobre los intelectuales terrestres. Pero ¿el sacerdote intelectual, sea obispo, cardenal o Papa, es, incluso para los creyentes, verdaderamente supraterrestre? Cuando se pronuncia sobre problemas económicos, políticos, sociales, estratégicos, ¿dispone, acaso, de luces de origen divino? Incluso el más ferviente de los cristianos sabe, o debiera saber, que esto es falso. Ni los textos sagrados, ni los Padres de la Iglesia, ni los concilios enseñan que el sacerdocio insufle la omnisciencia en todos los hombres que han sido ordenados sacerdotes. La infalibilidad pontificia incluso (y como su nombre indica, concierne únicamente al Papa) no se refiere más que a las cuestiones del dogma, que afectan a los mismos fundamentos de la fe. Cuando los «teólogos de la liberación», o los obispos americanos en una carta pastoral, o el mismo Papa en una encíclica se pronuncian sobre cuestiones económicas o estratégicas, el valor de sus opiniones depende exactamente de los mismos factores que dan valor a las opiniones de cualquier otra persona. Depende de su conocimiento de los asuntos, de su competencia, de la seguridad de su juicio, de su capacidad de razonar y de su honradez intelectual. Sus textos y declaraciones deben ser apreciados usando los mismos criterios que se aplican a los escritos y a las palabras de los demás hombres. Por consiguiente, invocar la autoridad de la religión cristiana para fijar, en cierto modo, un sello divino sobre unas consideraciones que valen ni más ni menos que lo que vale la información, la inteligencia y la honradez de sus autores constituye una lamentable impostura. Los teólogos de la liberación no proponen, de hecho, más que la vulgata marxista más primaria. Para ellos, basta con suprimir el capitalismo para que cese el subdesarrollo. Si se les objeta que todos los países del Tercer Mundo en los cuales se ha suprimido el capitalismo han caído aún más abajo, en un abismo de pobreza más profundo que todos los demás, y que todos los países del Tercer Mundo que han empezado a desarrollarse son capitalistas, no responden nada; no quieren saberlo. Puedo dar fe: he hablado con muchos de ellos. Como dice Swift: «You cannot reason a person out of something he has not been reasoned into. («No podéis conseguir que alguien abandone por el razonamiento una convicción a la cual no ha sido conducido por el razonamiento»). En su calidad de individuos y de ciudadanos, los teólogos de la liberación pueden adherirse a las opiniones económicas de su elección, aunque se basen en una ignorancia abisal de los hechos más elementales y en una terca negativa a informarse sobre la realidad. Así no hacen, por desgracia, más que seguir la conducta que nos es más habitual a nosotros, ¡pobres humanos! Pero la indigencia intelectual se transforma en estafa moral cuando pretenden que sus opiniones políticas se deducen de la teología cristiana. Me gustaría ver de qué manera. Ninguno de ellos me ha demostrado jamás que exista una solución de continuidad entre los principios del cristianismo y los lamentables clichés marxistas que les sirven de segundo evangelio. La Iglesia, dicen ellos, debe ponerse al lado de los pobres. Muy bien. No es muy original, y no conozco a nadie que hoy, cristiano o no, abogue por la agravación de la pobreza. La aportación de la teología de la liberación, si existe una, debiera consistir en indicarnos un remedio original. Pero el suyo no es más que un remedio de prestado, copiado de las más trasnochadas antiguallas de curanderos ideológicos en total bancarrota en todos los países en que han hecho estragos. No les discuto, repito, el derecho a abrazar esa ideología, si les conviene; lo que les reprocho es que engañen a millones de pobres gentes y de creyentes sinceros cubriendo con el pabellón cristiano esa mercancía averiada.

¿Por qué? Sin duda porque la audiencia del catolicismo, en tanto que religión, se halla en regresión. Los teólogos de la liberación prefieren la ortodoxia marxista a ninguna ortodoxia en absoluto. El objeto principal de su odio es la sociedad liberal, incontrolable con sus miles de millones de variantes individuales. Saben que nunca podrán volver a controlar a esta sociedad, unificarla. Al contrario, la sociedad colectivista, ya unificada por el marxismo, puede, creen, volver a ellos un día, cambiando simplemente de molde. Su lucha no es, pues, una lucha contra la pobreza. No protestan contra la pobreza en Etiopía, en Cuba, en Mozambique, en Nicaragua, pues ésas son pobrezas buenas. Caerá sobre ellos tanta vergüenza y ridículo por haber escogido a los sandinistas como modelo político preferido, durante los años ochenta, como ha caído sobre los intelectuales que adularon a Castro con tan inmunda obsequiosidad durante los años sesenta.

El teólogo Joseph Comblin, autor de Teología de la revolución (1970) y de Teología de la práctica revolucionaria (1974), escribe en este último libro: «Si la liberación se concibe como un proceso de emancipación respecto a la dominación imperial de las naciones desarrolladas, sólo puede hacerlo en el marco de una revolución mundial. Es necesario que el cambio sea universal. En este sentido, la liberación latinoamericana es uno de los aspectos de la revolución mundial de la sociedad contemporánea, que es una sociedad unitaria que abarca todas las naciones». Sería difícil plagiar más servilmente la letra y el espíritu de los textos leninistas. Se observará también que Comblin se dedica a consideraciones geopolíticas, económicas e histórico-futurológicas que exigirían ser demostradas sobre su propio terreno, y no con dispensa de toda prueba técnica por la magia tutelar, tan milagrosa como abusiva, de la «teología».

Los teólogos de la liberación arguyen a menudo que la confrontación entre el Este y el Oeste los deja indiferentes, que ellos se ocupan de los problemas del país, que no quieren, en absoluto, promocionar el comunismo, ni hacer el elogio, ni siquiera indirectamente, de los estados comunistas. Nada más falso. Mientras que no se podrá arrancarles jamás una palabra para reconocer el menor éxito social en las sociedades liberales, sus lenguas se ponen milagrosamente en movimiento cuando se trata de tomar por su cuenta las mentiras de Estado que tienen curso en los países comunistas. En agosto de 1987, el padre Leonardo Boff, una de las estrellas de la teología de la liberación, va a la Unión Soviética, y cuando regresa a su Brasil natal, tras dos semanas de viaje, da una conferencia en la que, entre otras cosas, declara: «El socialismo garantiza, para una verdadera existencia cristiana, mejores condiciones que el orden social de Occidente», añadiendo que «prejuicios y calumnias» se dicen en Occidente sobre las condiciones de vida de los cristianos en la Unión Soviética. Añade que si «el socialismo concede a los auténticos cristianos mejores condiciones» es porque la sociedad soviética, según Boff, «no está fundada sobre la explotación, el individualismo y el consumismo, sino sobre el trabajo y el justo reparto de los beneficios».[176]

Es un lugar común bastante extendido que la Iglesia católica se ha dado bruscamente cuenta, al cabo de mil novecientos sesenta y pico años, que siempre ha estado del lado de los fuertes y que ya era hora de que fuera acorde con su misión evangélica y pasara al campo de los débiles. Se ha pasado, pues, al campo del anticapitalismo. Pero sería un error creer que lo ha hecho por un súbito amor a la debilidad. Si ha abrazado la interpretación socialista del mundo, es porque imagina —espero que equivocadamente— que el campo comunista es el de los futuros vencedores, en particular en el Tercer Mundo. Permanece, pues, fiel a su tradición: estar del lado de los fuertes.

No la critico por ello. Llamo solamente la atención sobre el hecho de que, en este juego de manos, la confusión entre el conocimiento y la fe constituye uno de los más bellos ejemplos del triunfo de la ignorancia que caracteriza a nuestra época.

Más aún que de confusión entre el conocimiento y la fe, se trata, sobre todo, de la fe puesta al servicio de la ignorancia y sirviéndola de avalador. Por ejemplo, los obispos americanos hacen público en 1984 un «proyecto de carta pastoral» sobre la economía americana y las relaciones entre el Tercer Mundo y el mundo desarrollado. Afirman, por ejemplo, que la pobreza no ha cesado de agravarse en los Estados Unidos en los últimos veinte años, lo que es exactamente lo contrario de lo que dicen todas las estadísticas más fácilmente accesibles. Afirman, a continuación, que el Tercer Mundo no ha cesado de empobrecerse, al mismo tiempo que el mundo industrializado se enriquecía. Esta proposición es, en primer lugar, falsa, y en segundo lugar, está en contradicción con la primera. En efecto, si el mundo libre no ha cesado de enriquecerse, entonces la pobreza no ha podido acrecentarse al mismo tiempo en los Estados Unidos. La incoherencia tiene sus límites. Las soluciones prácticas que proponen a continuación los obispos son tomadas del viejo arsenal de la socialdemocracia y del Estado-providencia. Brillan por su «amateurismo». «La conciencia social —ironiza Robert Samuelson en un artículo de Newsweek (3 de diciembre de 1984), consagrado a los rasgos de genio episcopales mencionados— no basta para producir la justicia económica. Europa ha seguido los principios que admiran los obispos y eso, por lo menos en parte, ha provocado su paro masivo».[177]

Si los obispos quieren tratar de economía, deben adquirir una competencia en economía, procurarse una información seria sobre economía y observar los criterios que sirven para la administración de pruebas en economía, en vez de enarbolar su dignidad de obispos a guisa de demostración científica.

Lo mismo diré del Santo Padre en persona, muy particularmente a propósito de su encíclica de febrero de 1988, Sollicitudo rei socialis. Por supuesto, todo el mundo sabe que la encíclica no ha sido redactada por el mismo Papa. Es obra de la comisión pontificia Justicia y Paz, presidida por el cardenal Etchegaray, antiguo obispo de Marsella y autor de un libro titulado Dieu à Marseille, editado en 1976, y que contribuyó ciertamente a hacer conocer mejor, si no a Dios, por lo menos a Marsella. El autor profundiza luego sus reflexiones para darnos, en 1984, J’avance comme un âne (Avanzo como un asno), título que casi podríamos arriesgarnos a clasificar entre las verdades reveladas, ya que el cardenal Etchegaray es, de notoriedad vaticana, el principal inspirador de Sollicitudo rei socialis. ¿Qué puede decirse de ese indigente galimatías, consagrado a los problemas económicos y sociales, así como a las relaciones entre el Tercer Mundo y los países desarrollados, sino que habría podido ser compuesto hacia 1948, que lleva cuarenta años de retraso, que ignora, a la vez, toda la investigación científica y toda la experiencia acumuladas entre 1948 y 1988, y que envuelve su condenación arcaica e ignara del capitalismo, no dando la razón, como se hacía entonces, ni al capitalismo ni al socialismo? Los dos sistemas son considerados incapaces de transformarse e igualmente perversos. Ambos son «imperialistas». Ninguna jerarquía de valores existe entre los dos. En ninguna parte se menciona que el sistema liberal ya no es en 1988 lo que era en 1948; que ha tenido, globalmente, éxito, mientras que el sistema totalitario ha fracasado, no menos globalmente. En cuanto al subdesarrollo, la encíclica no consigue elevarse por encima del viejo cliché, múltiples veces refutado, de «nosotros somos ricos porque ellos son pobres». Los dos «bloques ideológicos» son equivalentes (conocemos ese paralelismo aberrante, ¡como si el mundo liberal fuera un «bloque», el desgraciado!) y ambos conducen a unas «estructuras de pecados» —¡cuán sabia fórmula!— igualmente dañinas. Como ha escrito A. M. Rosenthal en el New York Times, Gorbachov ha debido de sonreír complacido al enterarse con deleite de ese paralelismo riguroso establecido por el Papa, o, por lo menos, por su pensador subrogado.[178] Lo que nos hace sonreír menos es que, una vez más, el saber accesible haya sido omitido, que la comisión Justicia y Paz no haya creído deber proporcionar el elemental trabajo de investigación y documentación necesario para un estudio serio, que no haya hecho el esfuerzo de ponerse al corriente del estado presente de las cuestiones y que haya mancillado el prestigio pontificio para promocionar una mamarrachada de brujería tercermundista y antidemocrática.

No me quejo en absoluto de que Roger Etchegaray, como individuo, profese que el capitalismo democrático sea peor o, con la indulgencia de la comisión, tal vez igual que el colectivismo totalitario. Cada uno tiene derecho a tomar partido por lo que le plazca. Tampoco me quejo de que ignore la economía. Nadie está obligado a aprenderla, a condición de no pretender, luego, opinar sobre ella. Lo que es inadmisible, es que utilice un ascendiente espiritual, en ese caso el de la religión católica y del Vaticano, para derramar enormes errores sobre millones de espíritus desarmados. Recurriendo a ese abuso de prestigio, del mismo modo que se habla de abuso de confianza, los miembros del clero se comportan como intelectuales, pues ésa es una maniobra favorita de los intelectuales. Éstos, demasiado a menudo, parecen decir a la multitud: no adoptéis una idea porque la hayáis comprendido y la encontráis justa; aprobadla porque yo soy inteligente, porque la he adoptado yo y vosotros debéis seguirme, porque yo soy célebre. La celebridad no debería ser un salvoconducto para la trivialidad o el error. Así, otro cardenal, el cardenal Decourtray, arzobispo de Lyon, presidente de la Conferencia Episcopal francesa y Primado de Francia, concede una entrevista al Journal du Dimanche (27 de diciembre de 1987) en la que nos gratifica, a propósito de la campaña electoral francesa, con una avalancha de simplezas que nadie habría tenido jamás el masoquismo de leer si su autor no hubiera sido arzobispo. «Esto va mal dijo, se habla demasiado de escándalos», y otros profundos pensamientos, como los que se toleran pacientemente a un compañero de viaje parlanchín, cuando el trayecto es un poco largo y el tren lleva retraso, pero que me parecen poder prosperar por sí mismos sin necesidad de recibir el sello transfigurador de la púrpura cardenalicia. En vista de que no está escrito en ninguna parte en los textos sagrados que Dios dispense una revelación a los obispos para opinar de política corriente, las opiniones de Decourtray, Albert, son las opiniones de Decourtray, Albert, y nada más. Atribuirles una autoridad artificial por el hecho de la posición del hombre de Iglesia que las expresa equivale a degradar al público, y no a elevarlo apelando a su libre albedrío.

Este procedimiento de la sugestión publicitaria es frecuente. Así, setenta y cinco premios Nobel se han reunido en París, por invitación del presidente de la República Francesa, del 8 al 21 de enero de 1988, para reflexionar sobre las «amenazas y promesas en el amanecer del siglo XXI». Han hecho públicos los frutos de sus trabajos bajo forma de dieciséis conclusiones, solemnemente divulgadas el 22 de enero. El comentario más indulgente que se puede hacer de esta conferencia es que si se hubiera reunido a setenta y cinco porteras, o a setenta y cinco peluqueros, o a setenta y cinco camareros de café, el resultado probablemente habría sido más original.

Tengo en la más alta estima las tres profesiones que acabo de enumerar, y ése es el motivo por el cual digo que el resultado habría sido, con ellas, más original, porque ningún miembro de esos simpáticos oficios habría aceptado firmar el tejido de banalidades y de errores que nos han infligido los Nobel. Este contratiempo cultural nos recuerda una verdad de la que la historia nos ofrece numerosos ejemplos, a saber, que la fuerza intelectual, el mismo genio, no son automáticamente transferibles fuera de su esfera de competencia.

Ya comprendo que la conferencia de París constituía ante todo una operación de propaganda para François Mitterrand. Y, como contribuyente francés, me siento feliz de haber podido contribuir con mi modesta parte a los gastos de viaje y estancia de esos eminentes personajes, que tanto necesitan distraerse. Preciso también que, entre los invitados de Mitterrand, o más bien de los contribuyentes franceses, anfitriones a su pesar, figuraban muchos premios Nobel de Literatura y de la Paz. Son gentes de talentos y méritos ciertamente admirables, pero cuyas vaticinaciones futurológicas son raramente consideradas por el público como verdades matemáticas, lo que limita el daño. Pero, en fin, había también, en el palacio del Elíseo, un nutrido contingente de científicos galardonados con el Nobel.

Ahora bien, ¿qué leemos en las «Dieciséis conclusiones» de esa augusta asamblea? En primer lugar que «todas las formas de vida deben ser consideradas como un patrimonio esencial de la humanidad» y que debemos, pues, proteger el medio ambiente. ¡Magnífico! Más adelante que «la especie humana es una, cada individuo que la compone tiene los mismos derechos». Ya se había leído esto en algún sitio, hace algunos siglos. Y aún más: «La riqueza de la humanidad está también en su diversidad». La audacia y la novedad de estos aforismos son positivamente sobrecogedoras. Pero todo esto no es nada comparado con lo que sigue. Hay para echarse a temblar de gratitud, al medir la fuerza cerebral, la creatividad que fueron necesarias para descubrir que «los problemas más importantes a los que se enfrenta hoy la humanidad son, a la vez, universales e interdependientes». Con tales consignas en el bolsillo podemos esperar con confianza «el amanecer del siglo XXI».

Además, en la continuación del documento, los Nobel llevan la intrepidez y la ingeniosidad hasta osar afirmar que «la educación debe convertirse en una prioridad absoluta» y «en particular, en los países en vías de desarrollo»; y también que «la alimentación y la prevención son instrumentos esenciales de una política demográfica». Sepamos también, ¡oh, estupor!, que «la biología molecular permite esperar progresos en la medicina». Nuestros pioneros de la ciencia están llenos de nociones inéditas, por ejemplo, que «la televisión y los medios de comunicación constituyen un medio esencial para la educación». Pero, sagaces y circunspectos, añaden que «la educación debe ayudar a desarrollar el espíritu crítico ante lo que difunden los medios de comunicación». ¡Y pensar que a nadie se le había ocurrido! Nuestros grandes hombres proponen a continuación a las multitudes fascinadas soluciones tan inesperadas como disminuir los gastos de armamentos, para utilizar con otros fines el dinero que absorben o reunir una conferencia internacional para examinar el problema de la deuda del Tercer Mundo. Pero como no nos descubren sus sugerencias prácticas sobre los medios para resolver ese problema, al cual, por otra parte, ya han sido consagradas numerosas conferencias, nos tememos que ese piadoso deseo se quede en el estado de proyecto. Del mismo modo, el desarme es un cliché que dura desde 1919 en todas las salas de redacción y en todas las cancillerías; pero mientras no se nos diga cómo suprimir los obstáculos, políticos, estratégicos, nacionalistas, económicos e ideológicos, que se le oponen, no se habrá dicho nada nuevo ni útil.

Actualmente, ningún coloquio digno de ese nombre puede tener lugar sin emitir su opinión sobre el SIDA (AIDS). No podía faltar. Y lo que se dijo a ese respecto ilustra, por desgracia, demasiado bien la deplorable desviación por la cual un auténtico científico puede, en nombre de la ciencia y amparándose en ella, emitir opiniones no científicas, dictadas por sus prejuicios ideológicos o de otra índole. Demostrando que la ideología es mucho más fuerte que la ciencia, incluso en un sabio, el biólogo británico John Vane, premio Nobel de Medicina de 1982, lanzó una diatriba contra los laboratorios farmacéuticos, culpables, según él, de no encontrar la vacuna contra el SIDA a causa de su «búsqueda del beneficio». Ahora bien, existen, en el momento en que se expresa, dificultades biológicas fundamentales, inherentes a la misma naturaleza del virus HIV, que frenan el descubrimiento de una vacuna preventiva contra el SIDA. La principal dificultad no es, ciertamente económica. ¿El beneficio? Si el profesor Vane se tomara la molestia de estudiar un poco la historia, es decir, si pudiera conservar una actitud científica cuando sale de su especialidad, comprobaría sin dificultad que todos los descubrimientos farmacéuticos que han renovado la medicina en nuestro siglo han sido realizados en cinco o seis países que son, todos ellos, países capitalistas. Han sido llevados a cabo por laboratorios privados, que consagran, en conjunto, a la investigación fundamental mucho más dinero que los Estados, o por organismos independientes, como el Instituto Pasteur, que viven, en gran parte, gracias a los beneficios de la venta de sus vacunas. En cambio, ni una sola especialidad farmacéutica ha sido descubierta desde hace setenta años en la Unión Soviética, sociedad sin beneficios. Todos los medicamentos soviéticos son copias de medicamentos occidentales, y todo el mundo sabe que los médicos encargados de cuidar a los dirigentes comunistas hacen llegar de Occidente sus medicamentos y su material médico. Los Nobel reunidos en París sólo se han desviado de las trivialidades para caer en la falsificación.

No es posible extraer de sus cogitaciones la menor aplicación concreta. Por otra parte, dejando aparte vagas generalidades, no sugieren ninguna. Pero soy injusto. Formulan una, muy concreta, la única, y de un valor inestimable para ellos. Es su decimosexta y última conclusión: «La Conferencia de los laureados con el Nobel se reunirá de nuevo dentro de dos años para estudiar estos problemas».

Igualmente, hay motivos para preguntarse para qué pudo servir la ciencia sociológica, cuando se vio el estupor de Francia, el 24 de abril de 1988 por la noche, primera vuelta de las elecciones presidenciales, al descubrir que casi el 15% de los ciudadanos habían votado por Jean-Marie Le Pen, candidato del Frente Nacional, de extrema derecha. Ese resultado se debe a que desde el principio de la crisis económica, que hizo frágil la situación de los inmigrados en razón del aumento del paro, se han aplicado al ascenso del lepenismo falsas claves de interpretación. El error de la clase política en su conjunto ha sido no ver la especificidad del fenómeno Le Pen, error tanto más imperdonable cuanto que es, en parte, voluntario. La izquierda no ha pensado más que en ver en la subida del FN un arma para acusar a la derecha clásica, sin darse cuenta de que el arma era de doble filo. Comparar al Frente Nacional con los fascismos de los años treinta es, por lo menos, una necedad histórica; ya lo he dicho antes. El electorado del Frente Nacional no tiene ninguna motivación ideológica general. Se ha formado en un ambiente urbano pobre, a consecuencia de las fricciones clásicas con fuertes concentraciones de inmigrados. No albergaba, en su punto de partida, ningún racismo de principio. La prueba de que el Frente Nacional no tiene consistencia es su caída a menos del 10% en las elecciones del 5 de junio de 1988: un partido que pierde dos millones de votos en seis semanas no es partido serio. Su electorado de acordeón no cesa de cambiar de campo en cada consulta. Un millón y medio de votos del FN ¡habían votado por Mitterrand en la segunda vuelta de la elección presidencial, el 8 de mayo!

Habría debido analizarse el problema en su aspecto sociológico, económico, escolar, de seguridad, fríamente y con eficacia. En vez de lo cual, la izquierda ha hecho todo lo posible para politizarlo, hasta el momento en que se ha advertido de que barrios enteros que antaño votaban comunista o socialista empezaban a pasarse, también ellos, al Frente Nacional. Más del 18% de los electores de Le Pen en las elecciones europeas de 1984 son obreros; 26% en las legislativas de 1986; 37% a 40% en la primera vuelta de las presidenciales de 1988. Casi una cuarta parte de los electores de Le Pen, acabo de recordarlo, han votado en la segunda vuelta por el candidato socialista, asegurando su reelección, y no al candidato liberal, Jacques Chirac. Por su parte, la derecha se ha dejado encerrar en la trampa montada por el terrorismo intelectual de la izquierda. Ha tenido miedo de tratar los problemas de fondo, ante todo materiales, prácticos, psicológicos, relacionados con la inmigración, ante el temor de hacerse acusar de racismo. El simple hecho de decir que tales problemas existían bastaba para que se lanzara la infame acusación. De manera que no fueron tratados en absoluto, contentándose con luchar contra Le Pen de una manera abstracta e ideológica que no hizo más que reforzar su posición, pues pasaba totalmente por encima de las cabezas de las poblaciones afectadas y de su situación concreta. No pensando más que en sacar partido de las tensiones y de los equívocos para hacer demagogia, la izquierda dejaba así el campo libre a la demagogia…, pero no a la suya.

No se elevó ninguna voz valiente —quiero decir: sin ser inmediatamente reducida al silencio por los insultos— para sacar la cuestión de su falso contexto ideológico. La izquierda pensó únicamente en desestabilizar a la derecha clásica en vez de desestabilizar al mismo Le Pen. La derecha clásica se limitó a reaccionar pasivamente, acorralada entre su deseo de recuperar a los electores perdidos y el temor de una alianza impura.

¿Qué utilidad ha tenido, pues, en uno de los países más cultos del mundo, el trabajo acumulado de centenares de sociólogos sobre la concentración en ciertas zonas urbanas de etnias diferentes, en viviendas superpobladas, con una enseñanza inadaptada, un paro superior al promedio nacional, unas condiciones de vida que favorecían la delincuencia, bandas de jóvenes desocupados, violentos, a veces drogados? ¿Nuestros maestros del pensar y del gobernar han sacado partido a los miles de estudios publicados en los Estados Unidos en los años sesenta sobre estos problemas, en situaciones idénticas? ¿Han visto siquiera West Side Story? Pero ¿los sociólogos franceses que observaban las perturbaciones causadas en la población autóctona por las fuertes concentraciones de inmigrados podían dar a conocer imparcialmente sus observaciones y los análisis que de ellas deducían, y preconizar las correspondientes medidas que se habría debido tomar? ¿No se habrían hecho tratar de racistas y cómplices de Le Pen? ¿Acaso la izquierda no necesitaba, para su propaganda política, describir el fenómeno Le Pen como una segunda edición del «ascenso de los fascismos» de los años treinta y no le convenía describir a Francia como una Alemania en vigilias de la toma del poder por Hitler? ¿Todo hombre de ciencia que hubiera denunciado la inexactitud de esa asimilación, conociendo el ambiente universitario, no se arriesgaba al linchamiento moral, el ostracismo y la expulsión ignominiosa fuera de la sagrada familia progresista y dentro de la cloaca fascista? He oído a tantos investigadores decir en privado cosas tan diferentes de sus escritos públicos, que el instinto de conservación me parece, a menudo, más desarrollado en el sabio que su amor a la ciencia.

Captamos aquí, en vivo, una de las formas más frecuentes de la «derrota del pensamiento», a saber, la prohibición que impide relacionar un fenómeno con su verdadera causa. Así como, durante las epidemias de peste o las sequías de antaño, se atribuía la calamidad a algún pecado y no a sus causas naturales, hoy día se aísla una calamidad social de sus antecedentes históricos, y se le fabrica un origen compatible con la ideología que, por interés o por gusto, se quiere hacer prevalecer. La diferencia está en que los «intelectuales» de antaño no conocían ni tenían medios para encontrar las verdaderas causas de una epidemia, mientras que nosotros nos podemos remontar más fácilmente a la auténtica génesis de una realidad social. El obstáculo al conocimiento constituye, pues, en nuestro caso, una prohibición propiamente hablando; se sitúa en nosotros más que en la dificultad objetiva del problema que hay que resolver.

He evocado a menudo la inversión de las secuencias causales que, ante las guerras civiles, hace tomar el efecto por la causa, por ejemplo, en Mozambique, la rebelión de la RENAMO como causa del hambre y no el hambre engendrada por la política gubernamental como causa de la rebelión. El terror que hace reinar en Mozambique la RENAMO (Resistencia Nacional Mozambiqueña), sus matanzas, sus violaciones, sus pillajes, sus destrucciones no pueden inspirar más que horror. Pero ese sentimiento no debe impedirnos preguntar por qué, a pesar de la ayuda militar proporcionada al gobierno comunista de Maputo por la Unión Soviética, la República Democrática Alemana y varias democracias (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos), la RENAMO ha podido hacerse tan fuerte. Ahora bien: contentándose con la única explicación de la ayuda sudafricana, los observadores raramente se plantean la cuestión en los términos en que lo hace, por ejemplo, claramente y con sobriedad, James Brooke, del New York Times Service, después de haber descrito amplia y objetivamente las atrocidades de la RENAMO: «En el momento de la independencia, en 1975, aproximadamente el 90% de los 250 000 colonos portugueses abandonaron el país». Los nuevos dirigentes no hicieron prácticamente ningún esfuerzo para impedirles exilarse [recordemos que la mayoría de esos blancos eran, de hecho, mozambiqueños de nacimiento desde hacía varias generaciones], el 93% de los africanos eran analfabetos. La partida de los portugueses llevó al hundimiento económico. En ese vacío se precipitó el FRELIMO, un movimiento de guerrilla, impulsado por la visión de un Mozambique socialista que, un día, llegaría a ser el primer país africano miembro del COMECON, la unión económica del bloque del Este, dominada por la Unión Soviética. Los agentes del FRELIMO, que no hablaban más que el portugués y conocían mejor el marxismo que las lenguas locales de las tribus [en otras palabras: eran los intelectuales del terruño], llevaron la revolución a las zonas rurales todavía fieles a sus costumbres. Cerraron las iglesias y quitaron su autoridad a los jefes tradicionales. Las plantaciones abandonadas por los portugueses fueron transformadas en granjas de Estado al estilo de Europa Oriental [idea que sólo podía ocurrírseles a unos intelectuales]. Centenares de miles de campesinos [el mismo procedimiento que en Etiopía o en Tanzania, y la misma falta de curiosidad de la prensa occidental en el momento de los hechos: segunda intervención de los intelectuales, la no información, para no hablar de la ausencia de compasión… cuando los verdugos son bienpensantes] fueron arrancados de las tierras de sus antepasados, conducidos como rebaños y reagrupados en 1400 pueblos comunitarios. Se mandó a los recalcitrantes a campos llamados eufemísticamente «de reeducación» [volvemos a encontrar, idénticamente, el sistema aplicado en la Unión Soviética, en Vietnam, en Cuba y en otros países socialistas, donde los intelectuales en el poder conceden, como es lógico, una gran importancia a la educación]. Las brutalidades y el hambre imperaban. Los rebeldes de la RENAMO encontraban allí reclutas fáciles cuando efectuaban incursiones en esos campos, contando con el resentimiento contra el poder. (International Herald Tribune, 12 de mayo de 1988).[179]

Aun cediendo la palabra a un reportero que se limita a citar los hechos sobre el terreno, he querido subrayar, aquí y allá, que querer cambiar por la fuerza una sociedad, de una sola vez, ignorando deliberadamente lo que es, constituye un comportamiento que supone, para existir, la sumisión de la inteligencia a la omnipotencia de la ideología. Es, pues, una gestión de esencia intelectual por definición, sea cual fuere la doctrina. Un año y medio después de la independencia, Le Monde publicó una serie de reportajes sobre el FRELIMO, el primero de los cuales se titulaba: «Crear un hombre nuevo» (10 de agosto de 1976). Volvemos a encontrarnos con esta idea fija asesina de todos los socialismos. El tercer reportaje se llamaba «Una economía en dificultad» (12 de agosto). La acción de los marxistas había ya, pues, fracasado, antes de la RENAMO.

Cuando esa acción fracasa, ¿aprovechan las enseñanzas de ese fracaso? Tampoco. Los dirigentes de los diez primeros años de la Polonia comunista, casi todos ellos intelectuales, ofrecen uno de los numerosos pero también de los más espantosos ejemplos en sus testimonios, con el título de «ONI»[180], que significa «Ellos», libro cuya significación ya he citado, relacionando la obstinación en el horror de los comunistas polacos con la de Darquier.[181]

«Ellos», en este caso son los dirigentes que crearon la Polonia comunista, entre 1945 y 1956, año de la primera gran revuelta popular contra el régimen. Ellos crearon o, más bien, se hicieron instrumentos de una creación cuyo único autor verdadero fue Stalin. Instrumentos dóciles: la mayoría de esos jefes del partido polaco (o de los que quedaban, porque Stalin ya había hecho fusilar en 1937 a la mayor parte de los comunistas polacos refugiados en la Unión Soviética) llegaron en 1945 de Moscú, donde habían pasado los años decisivos de su existencia. Algunos incluso habían tomado la nacionalidad soviética.

Una joven periodista polaca tuvo la idea de interrogar a algunos de esos supervivientes y, sobre todo, tuvo el talento de hacerlos hablar, ya jubilados, durante los dieciocho meses de relajamiento de los controles policiales y de ebullición de la sociedad civil que transcurrieron entre la caída de Gierek, en 1980, y la proclamación del estado de sitio, en diciembre de 1981. ¿Efecto corrosivo de la borrachera libertaria del ambiente? En todo caso, los viejos estalinistas empiezan a contar su pasado sin contenerse, si no sin mentir: una mina donde los historiadores podrán excavar durante décadas. Pero la inmensa lección de este libro sobrepasa con mucho las circunstancias que lo inspiran. Se refiere a la naturaleza humana, sus relaciones con la verdad, con el mal, consigo misma. ¿No será nuestra inteligencia más que una máquina para justificar nuestros errores y nuestros crímenes, sin ninguna consideración por nuestros semejantes? ¿Será una prisión en la que la luz no penetra jamás, porque nosotros mismos cerramos todas las aberturas? De esas conversaciones, al filo de las cuales octogenarios obstinados se expresan orgullosamente sobre su obra de sangre, de esclavitud y de miseria, irradia el misterio de la mentira primordial, tal vez el centro del hombre.

Los que hablan, en efecto, han llevado a cabo la sovietización de Polonia, infligido a su pueblo el terror y toda la gama clásica de las proscripciones, extorsiones, ejecuciones y deportaciones, para desembocar en una lamentable quiebra económica y humana, en una monstruosa impopularidad, en la revuelta de 1956 que los barrió.

Y, no obstante, ¡es imposible hacerles confesar que se equivocaron! El socialismo parece ser algo que el fracaso no refuta nunca, que el odio del pueblo no desmoraliza jamás. El marxismo-leninismo, repitámoslo, porque ellos mismos no cesan de repetirlo, se funda en la primacía de la praxis, que quiere que la exactitud de una teoría se establezca por la prueba de los hechos, no por razonamientos. Pero «ellos» no cesan de eludir los hechos con la ayuda de argucias y de abstracciones. Niegan cobardemente su responsabilidad en los actos que han cometido. Todo lo que se llega a arrancarles es un vago «hubo errores». Pero añaden en seguida: han sido «reconocidos», incluso «corregidos», en general mediante el sacrificio de una o varias cabezas de turco, enviadas al patíbulo o a la cárcel, por sabotaje o espionaje imaginarios.

¿Queda nuestra responsabilidad abolida cuando nuestros comportamientos nefastos se han derivado de una convicción sincera? Ciertamente, un hombre se convierte en fanático casi a su pesar, pero esto no constituye una excusa. Cada uno de nosotros debe saber que posee en sí mismo esa temible capacidad de construir un sistema explicativo del mundo y al mismo tiempo una máquina para rechazar todos los hechos contrarios a ese sistema.

Así, Daix[182] cuenta que un día, en Moscú, en 1953, se encuentra con una columna de presos que los guardianes conducen a una cantera. Pero en ese fenómeno no ve, no puede ni quiere ver el indicio de un sistema totalitario. «Estaba convencido de que se trataba de “delincuentes” o de prisioneros nazis. Pero para pensar que esos presos en pleno Moscú servían, igual que los nuestros en medio del pueblo de Mauthausen, para la disuasión común, hubiera hecho falta, por lo menos, que alguien me pusiera sobre la pista». Y observa, muy justamente: «El terror, cuando es verdaderamente generalizado y cotidiano, no es fácil de descubrir». Lo que explicaría, sin duda, la ceguera de Sartre, que en la misma época traía de la Unión Soviética un reportaje en el que afirmaba: «La libertad de crítica es total en la URSS».

¿Cómo se forman nuestras certezas y cómo se deshacen? ¿Por qué el individuo inteligente y valiente no está más inmunizado contra el sectarismo y la «felicidad en la sumisión» que el individuo cobarde y obtuso? ¿Cómo podemos liberarnos del fanatismo?

Son muy pocos los que se han curado de la ideología que han profundizado suficientemente en el análisis de esos encadenamientos, en primer lugar para librarse de ellos real y totalmente, luego para explicarlos sin excusarlos, y finalmente para recobrar en su integridad el uso de la libertad de pensar. Pierre Daix es de ésos, y también Arthur Koestler, que describe en su autobiografía,[183] con excepcional minuciosidad, el montaje de una interpretación totalitaria del mundo, la lógica de la instalación del sistema en el espíritu y la ceguera que introduce en él. Así Koestler, recorriendo Ucrania en 1933, no consigue tomar conciencia de la existencia de un hambre masiva. El ve gentes visiblemente hambrientas, ciertamente, pero ya no puede construir el concepto del hambre a partir de esas percepciones particulares. Emmanuel Le Roy Ladurie, en París-Montpellier,[184] Alain Besançon en Une génération[185] han llegado igualmente a describir con desapasionamiento la edificación y la dislocación de esos condicionantes psíquicos. De ordinario, no obstante, los curados sólo lo son a medias, y experimentan más resentimiento contra los que se han abstenido de compartir sus errores que contra los que se los han hecho cometer.

«Si no os habéis equivocado como ellos, no tenéis derecho a la palabra», me recordó un día Indro Montanelli. En ocasión de una manifestación, en París, en 1981, contra el «estado de guerra» decretado por Jaruzelski en Polonia, los socialistas presentes gritaban a los manifestantes liberales: «¡No tenéis derecho a estar aquí! ¡Id!». Para ellos, sólo tenían derecho a protestar contra la esclavización del pueblo polaco los que anteriormente habían apoyado a los autores del mismo, mientras que los que no tenían ningún derecho a hacerlo eran los que nunca habían sido sus cómplices. Los que han tenido el monopolio del error quieren reservarse también el monopolio de la rectificación del error. Además, lo presentan menos como una rectificación que como una «evolución», como la toma en consideración de elementos nuevos, «para salvar lo esencial». En otros términos, han «afinado» su teoría modificándola, gracias a incesantes reflexiones creativas. Pero, en la época en que su análisis era falso, era, con todo, el mejor posible en aquel momento. En tal caso, evidentemente, la simple existencia de personas que durante el período recriminado combatían sus posiciones, les recuerda desagradablemente que su aberración no tenía nada de inevitable y se debía más a ellos que a la coyuntura. Les conviene, pues, aplastar a esas gentes con más dureza aún que a sus antiguos compañeros. Los viejos maoístas y los antiguos aduladores del «progresismo liberador» de la revolución iraní quieren razonar como si toda la humanidad hubiera, antaño, ratificado sus errores. Pioneros eran en la alucinación, pioneros quieren continuar siendo en el amargo despertar. El parangón del pluralismo unanimista, del pluralismo sin los demás, termina por encontrar siempre su pendiente natural. «Reconocer mis errores, ¡sí! —exclama—. Pero para mí reconocer mis errores consiste en hacer guillotinar, a la vez, a los que estaban de acuerdo conmigo ayer, puesto que se han equivocado, y a los que decían ayer lo que yo digo hoy, ya que lo afirmaban partiendo de un punto de vista reaccionario, que yo no debo dejar confundir con la lógica de izquierda que inspira mi conversión».

La necesidad de creer lo inverosímil —¿y qué cosa, si no lo inverosímil, satisface la necesidad de creer?— engendra una intolerancia más feroz y un rencor más tenaz hacia los no creyentes entre los compañeros de viaje que entre los militantes, como si el hombre se volviera atrás menos fácilmente de una semicreencia que de una creencia entera. Los «liberales» norteamericanos o los «progresistas» perdonan menos magnánimemente a los demás sus propios errores que los ex comunistas totales. Al criticarse, la semiceguera no desemboca, en ellos, más que en una semilucidez y a una semisinceridad. En su Voyageur dans le siècle,[186] Bertrand de Jouvenel no consigue llegar a mirar de frente y a explicarse su adhesión titubeante y pasajera a las ideologías de extrema derecha, a finales de los años treinta. Se sorprende, se agita, se retuerce las manos, renuncia a diagnosticar ese despropósito, que, no obstante, en un hombre de tal inteligencia debió de tener una génesis que hubiera sido instructivo poder reconstituir. Con más razón cuando Jouvenel había, desde 1945, desechado de su mente, y en todo caso de su conversación, ese recuerdo. A partir de esa fecha, es cierto, haber pecado en la derecha no permitía esperar ninguna absolución, ni para el período anterior, ni para el posterior a la conversión. En cambio, pecar o flirtear con la izquierda totalitaria daba, y sigue dando, derecho a las más halagadoras compensaciones, tanto durante el tiempo del vagabundeo como después de él.

Todo procede de la manera errónea en que se plantea ordinariamente el inasible problema de la «función del intelectual en la ciudad». ¿Cómo puede el intelectual ser el timón de la sociedad si ya se muestra incapaz de desempeñar ese papel en su propio pensamiento? La función del intelectual en la vida pública no puede ser llevada a cabo si el intelectual no asume primero el papel del intelectual en la vida intelectual. ¿Cómo puede él ser maestro de honradez, de rigor y de coraje para el conjunto de la sociedad, cuando es deshonesto, inexacto y cobarde en el ejercicio mismo de la inteligencia?

Max Weber establece una distinción célebre, pero cuya claridad no es más que aparente, entre la ética de la convicción, que sería la del intelectual puro (Gesinnungsethik), y la ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), que sería la del hombre de acción. El primero no obedece más que a sus principios y a su verdad; el segundo debe, ante la coacción de lo real circundante y del resultado buscado, componer tanto con lo verdadero como con el bien y con sus propias convicciones. En la práctica, esta distinción no se aplica a ningún caso concreto, porque la mayoría de los intelectuales de todos los tiempos toman parte en la acción, ya directamente, ya por su influencia, y se ven así inducidos a efectuar una dosificación entre sus convicciones y los imperativos de una situación, igual, por otra parte, que los hombres de acción que afortunadamente no son todos totalmente oportunistas. Pero, sobre todo, la raíz de la cuestión estriba en saber si la ética de la convicción pura existe, es decir, si el hombre puede adaptarse a una honradez total incluso debatiendo sólo las ideas, fuera de la práctica inmediata. Yo creo que puede, pero en una medida estadísticamente negligible y marginal, sin efecto sobre el curso de las cosas, por lo menos a corto plazo. En más amplia medida, en cambio, hemos visto muchas veces cómo el intelectual declina, en general, toda responsabilidad de las consecuencias prácticas de sus afirmaciones y también, tanto como es posible, toda obligación de prueba en la misma elaboración de su convicción. La ética de la convicción y la ética de la responsabilidad llegan, pues, fácilmente, en los intelectuales, a conciliarse en la ética de la convicción irresponsable.

Esta irresponsabilidad se afirma primero en la esfera propiamente intelectual de la elaboración de la convicción, y luego en la negativa a responder de las consecuencias, tanto científicas como morales, de los errores cometidos. Cuando Paul Ehrlich, entonces jefe del departamento de biología de la universidad de Stanford, lanza, en 1968, en The Population Bomb,[187] las extravagancias apocalípticas de profecías demográficas sin fundamento serio, no muestra más sentido de la responsabilidad intelectual que, veinte años más tarde, en el sentido de la responsabilidad moral, al omitir la explicación de sus errores y sus móviles ideológicos. Se contentará con pasar a otro tema: la estrategia, como hemos visto, y la defensa en el espacio, desplegando los mismos talentos.

Después de haber martirizado a la lingüística durante veinticinco años, y haberla utilizado como un simple adorno de sus fantasías, la filosofía francesa pasa hoy todo, tardíamente, a beneficio de inventario. Sus representantes no se sienten obligados a lamentar esa mistificación, a analizarla en sus orígenes, sus razones, su desarrollo y sus perjuicios. ¿Por qué tantas injurias y ninguna excusa hacia los que trataron de oponerse a ella? Cuando aparece, en 1988, el libro, de una serenidad demoledora, de Thomas Pavel, Le mirage linguistique,[188] el periódico literario y filosófico La Quinzaine Littéraire,[189] que había sido durante un cuarto de siglo uno de los santuarios de la defensa de los errores denunciados en la obra, publica, sobre ella, una crítica enteramente elogiosa, con una placidez desconcertante, sin experimentar la necesidad de explicar su actitud pasada. ¿Cómo pudieron reaccionar los fieles abonados de La Quinzaine? Imaginemos un lector de L’Osservatore Romano descubriendo en su periódico doctrinal el artículo de un cardenal exponiendo, sin dramatizar, que, en definitiva, los Evangelios son apócrifos y fueron ideados por Nerón y Petronio en el curso de una noche de borrachera. Pensaría que, a pesar de todo, la casa le debía algunas explicaciones. Ninguna preocupación de ese tipo en La Quinzaine, que escribe (con la pluma de M. Vincent Descombes): «En cuanto al balance ofrecido en Le mirage linguistique, es tan demoledor como preciso y mesurado. No se trata en absoluto de hacer un proceso a nadie ni de reclamar un retorno a los valores seguros. De lo que se trata es, más bien, de acuerdo con el deber de la condición de los filósofos y de los sabios, de llevar el libro de cuentas de las empresas intelectuales». Se observará que, sin esbozar la menor tentativa de disculpar a los impostores en el campo de la lingüística y de la filosofía, La Quinzaine mantiene la reivindicación de irresponsabilidad: «No se trata en absoluto de hacer un proceso a nadie». (¿Y por qué no? ¿Qué es lo que justifica esa inmunidad concedida a los que, precisamente, por su cultura, la merecen menos que nadie?) El señor Descombes prosigue: «… ni de reclamar un retorno a los valores seguros». (¿Cuáles? ¿De qué se trata exactamente? ¿Qué significa esa ironía? ¿Existe, sí o no, una lingüística científica, que fue corrompida por los malabarismos mundanos de los estructuralistas?) El derecho al error no puede ser reconocido más que si va acompañado por el respeto a la objeción fundada y a la buena fe en la discusión.

Disposiciones de espíritu que se encuentran muy raramente en un universo cultural donde predomina más bien el furor exterminador ante el argumento contrario, incluso en un terreno tan alejado de los grandes envites geoestratégicos de nuestro tiempo, como, por ejemplo, la historia del arte. Así, un importante historiador de arte inglés, docente en los Estados Unidos, T. J. Clark, omnipotente en la universidad de Harvard, publica en 1985, The Painting of Modern Life, Paris in the Art of Manet and His Followers.[190] En este libro, Clark sostiene que el escándalo causado por la Olympia en el Salón de 1865 se originó, no porque Manet hubiese llevado a cabo una revolución estética, que chocaba con las costumbres perceptivas del público y de la crítica, sino porque había pintado un «desnudo proletaria» y que la mano de la joven tapando su sexo designaba en realidad el «deseo del pene» y «el pesar por el falo ausente» de que habla Freud como etapa en la evolución de la psicología sexual de las niñas. Es evidente que no se encuentra en toda la documentación escrita o iconográfica referente al artista y a sus contemporáneos la más minúscula huella de un principio de indicio susceptible de apoyar esta estúpida interpretación, que se imagina ser sutil, y es un residuo de los clichés psicoanalíticos de los años cincuenta. Yo admiro mucho a Protágoras, pero no lo apruebo cuando dice: «No se piensa lo que no existe». ¡Por Dios! ¿Quiere reducirnos al paro? ¡Pensar lo que no existe! ¡Pero si no hacemos más que eso! Yo no estoy, pues, contra las ideas falsas, a condición de que sean divertidas. Pero equivocarse groseramente para limitarse a reavivar, como hace Clark, los repugnantes tufos del dogma estalinista sobre el arte que circulaba bajo el cayado de Andrei Jdanov hacia 1946, no es equivocarse con ingenio y elegancia. Reconocemos ahí esa extraña inclinación de los intelectuales de este fin de siglo en los Estados Unidos por los restos de comida recalentada de un marxismo provinciano y deteriorado que, hoy en día, haría reír incluso en Ulan Bator. En cuanto a la «pérdida del falo», oí a alguien suscitar un vago interés aludiendo a esa teoría, en 1967, en una discoteca de Saint-Tropez, a las tres de la madrugada, sin poder jurar que el auditorio le escuchara atentamente y, de todos modos, fue la última vez.

Pero, en fin, T. J. Clark tiene todo el derecho a creer en esa idea trasnochada y solazarse con ella, pero a lo que no tiene derecho es a pretender hacer de historiador y aún menos a insultar groseramente a sus colegas que, más serios que él, demuestran que su tesis es, al mismo tiempo, primitiva y errónea. Demostración a la que se dedicó Françoise Cachin, directora del museo de Orsay, en la New York Review of Books, de 30 de mayo de 1985. Françoise Cachin había sido, en 1983, comisario de la gran exposición Manet, la más completa, la más sabia desde la muerte del pintor, cien años antes, y como no se verá otra igual, sin duda, antes de un siglo. Había asumido en esa ocasión la elaboración de un catálogo de 550 páginas in quarto que es uno de los más bellos monumentos de erudición provocado por una exposición. ¿Qué responde Clark a Françoise Cachin, al largo y minucioso artículo en que ella refuta la tesis según la cual la obra de Manet constituiría una requisitoria contra el capitalismo y la prostitución?

En primer lugar, Clark insulta a la señora Cachin. Esto es mucho más corriente de lo que se cree en las altas esferas del espíritu… y la acusa de proceder a un «ajuste de cuentas» (otro tópico, cuando no se sabe qué decir) por motivos sin relación con el tema. Procedimiento tan lamentable como extendido en la alta intelligentsia. «Los apparatchiks culturales como la señora Cachiri —escribe T. J. Clark—[191] tienen a su disposición un aparato de Estado que les permite vomitar (sic) sin interrupción cosas retrospectivas. La animosidad de la reseña de la señora Cachin se debe, en mi opinión, muy particularmente, a mi falta de entusiasmo por los productos de ese aparato».[192] La elegancia de la formulación rivaliza aquí con la elevación de los sentimientos. Nada, en todo ese fárrago, guarda por supuesto la menor relación con el fondo del debate. Cuando Clark consiente llegar a ello —y éste es el segundo tiempo de su respuesta— acusa a Françoise Cachin de haber falsificado las citas de su libro. El viejo truco que consiste en hablar de «citas truncadas» o «aisladas de su contexto» puede llevar a paradójicas consecuencias a un autor acorralado. Así es como Clark escamotea, muy dignamente, su historia de la mano que significa un falo. De tal modo que, en su respuesta a la respuesta, es la señora Cachin quien debe restablecer las citas completas del libro del señor Clark. Los intelectuales, ciertamente, truncan con mucha frecuencia las citas de sus adversarios, pero por lo general aquellos a quien se acusa de esa trampa son precisamente los que aducen citas exactas. La historia social del arte requiere un mínimo de escrúpulos en la administración de la prueba. Y las futilezas del señor Clark no han nacido en los bajos fondos de la necedad militante, sino que han resonado en los más gloriosos templos del pensamiento universitario.

Una vez más, hay que admirar la buena conciencia con la cual los intelectuales se entregan de manera masiva a granujadas, cuya décima parte no perdonarían a los dirigentes políticos o económicos. Cogidos in fraganti, las proezas de que son capaces para escapar a sus responsabilidades igualan a las mejores acrobacias de los políticos más adiestrados. Cuando hablo de comportamiento «político» permanezco en los límites de la descripción técnica, porque para los intelectuales, como para los políticos, con más frecuencia aún y menos excusas, la cuestión primordial ante un problema, una dificultad, una objeción, no es saber qué es verdad o es mentira, sino qué incidencia puede tener la cosa sobre los intereses de la causa. En 1987 aparece Heidegger et le Nazisme, de Víctor Farias, autor chileno cuyo libro es publicado, no obstante, en primer lugar en su traducción francesa.[193] Juiciosa decisión o afortunado azar, porque la actitud de los filósofos franceses ante Heidegger en los últimos cincuenta años, hecha de prosternación idólatra y de disimulación descarada del nazismo del autor, constituía una nitroglicerina ético-conceptual apta para provocar una ensordecedora detonación a la menor sacudida. Y así fue. Desde la publicación del libro surgieron por todas partes libelos a docenas, artículos por centenares, tribunas libres con profusión, cartas abiertas, números especiales de revistas, coloquios y debates televisados. El hambre en Etiopía fue dejada a media luz, Gorbachov momentáneamente privado de consejos y abandonado a sus propios recursos cerebrales, el aplastamiento del general Pinochet aplazado, porque, dejando de un lado todo lo demás, el honor de la tribu mancillado por el infame Farias acaparaba la energía de todos sus hijos. La lógica pura, como de costumbre, imperó, puesto que los eslabones del sistema de defensa se articularon de modo amplio de la siguiente manera: 1) lo que Farias dice es falso; 2) ya lo habíamos dicho nosotros; 3) nosotros ignorábamos todos estos horrores, pero constituyen, por parte de Heidegger, un error individual que no demuestra nada contra su filosofía; 4) de todas maneras, no es Farias quien debe decirlo, sino nosotros, y 5) es por tal razón que nos callábamos y borrábamos todas las huellas de la ruta heideggeriana en política.

¿Por qué la comunidad filosófica francesa se ha sentido hasta tal punto aludida y herida en carne viva, puesta en tela de juicio por unas revelaciones que no eran tales, según ella, que eran verdaderas al mismo tiempo que falsas, lo que, después de todo, decía ella, no tenía ninguna importancia? ¿Por qué el llamado Farias, pasado súbitamente del estatuto de desconocido total al de hazmerreír acreditado, de infame agente del oscurantismo óntico,[194] se encontraba privado del derecho a investigar sobre el nazismo de Heidegger? Sobre este último punto, conocemos el principio: sólo los que han mentido o se han equivocado gozan del privilegio de rectificar el error (sin reconocer, en cualquier caso, su error). Los demás, los que no han dicho tonterías, están descalificados de entrada y se les ruega guardar silencio; es una cuestión de buen gusto. Pero, sobre la trampa heideggeriana y sobre el siniestro secreto de familia, a la filosofía francesa no le llegaba la camisa al cuerpo, y con razón; de ahí la perturbación suscitada por Heidegger et le Nazisme, ese pánico de viejas beatas al descubrir que el cura cosquilleaba a los muchachitos.

El nazismo del filósofo alemán ha sido siempre conocido. Cada vez que vuelve a la superficie, la tribu filosófica suelta los mismos chillidos. ¿Por qué esos ciclos repetitivos? Porque el nazismo de Heidegger, no accidental, sino profundamente inherente a su doctrina, cuestiona la misma filosofía. ¿El nazismo del individuo Martin Heidegger deriva de su filosofía? ¿Esa misma filosofía es, pues, una muestra de pensamiento totalitario? Por mi parte, siempre lo he creído así, y así lo escribí en 1957 en ¿Para qué los filósofos?[195] Subrayaba yo en Heidegger el arcaísmo, el odio a la «locura técnica», la civilización liberal, la sociedad industrial y mercantil y el culto arcaico y místico de la comunidad rural primitiva, todos temas familiares de los nazis. Insistía principalmente sobre el totalitarismo en la gestión discursiva y el método expositivo de Heidegger, que acumula las afirmaciones para repetir la misma idea de cinco o seis maneras diferentes, y limitándose a colocar un «pues» antes de la última frase del párrafo, cuando no existe ningún encadenamiento deductivo entre las proposiciones anteriores y su pretendida conclusión. Este procedimiento característico, que llamaré la «tautología terrorista», se encuentra tanto en los discursos de Hitler como en los escritos llamados «teóricos» de Stalin. No obstante, fue precisamente ese procedimiento el que aseguró el éxito de Heidegger entre los filósofos. No pudiendo la filosofía, en nuestros días, demostrar ya nada, la santificación de la afirmación pura, intransigente e inexplicada, ofrecía la tabla de salvación soñada. Desde Heidegger, la filosofía es, más que nunca, asertoria y perentoria. Se basa no ya en la prueba, sino en el desprecio del recalcitrante que rehúsa dejarse hechizar. Que una obra tan verbal y verbosa como la de Heidegger, un amasijo tal de hueras banalidades, haya podido pasar por un monumento del pensamiento demuestra simplemente que, falta de sustancia, la filosofía contemporánea está con el agua al cuello, hasta el punto de hallarse condenada a convertirse en totalitaria. El comportamiento político de Heidegger no es, pues, un accidente propio del carácter, una cobardía subjetiva, sino que forma parte integrante de su filosofía. En un artículo sobre la filosofía totalitaria,[196] yo ya había citado esta frase extraída de su Llamada a los estudiantes del 3 de noviembre de 1933, exhumada y a menudo citada nuevamente tras la aparición del libro de Farias: «No busquéis las reglas de vuestro ser en dogmas y en ideas —escribía Martin Heidegger—, es el mismo Führer, y sólo él, quien es la realidad alemana de hoy y de mañana». La aceptación del modelo trascendente desemboca, como se ve, muy rápidamente en la metafísica de la encarnación, cuya consecuencia es el culto de la personalidad. Por lo demás, Hitler había sido reconocido jurídicamente como «titular de la idea del Estado» (ley de 1.º de marzo de 1933). Léase bien: titular de la idea del Estado, y no solamente del Estado. Para legitimar en un régimen esa propiedad despótica de una idea se precisan ideólogos totalitarios. Heidegger fue uno de ellos. Si algunos han tenido dudas sobre la conexión intrínseca entre la filosofía de Heidegger como tal y el nazismo, él, por lo menos, no tenía ninguna, ya que es con su vocabulario teórico, con la ayuda de su misma terminología técnica, como justifica su compromiso. «La revolución nacionalsocialista —dice él, el 12 de noviembre de 1933— aporta el cambio completo de nuestro Dasein alemán». (Apartemos un instante a los no filósofos de su civilizado sosiego para precisarles que, en el vocabulario heideggeriano, el Dasein, «estar ahí», designa la «realidad humana»). En un libro póstumo de memorias,[197] Karl Löwith cuenta que un día, en 1936, en los alrededores de Roma donde se había refugiado, paseaba en compañía de un Heidegger de vacaciones. El filósofo del Dasein llevaba en el ojal la insignia de la cruz gamada. «En el trayecto de regreso —escribe Löwith— llevé la conversación hacia la controversia de la Neue Zürcher Zeitung y le expliqué que no estaba de acuerdo ni con el ataque político de Barth contra él ni con la defensa de Staiger, porque, a mi juicio, su compromiso en favor del nacionalsocialismo estaba en la esencia de su filosofía. Heidegger me aprobó sin reservas y añadió que su noción de “historicismo” era el fundamento de su “compromiso” político».

Toda esta controversia ya había tenido lugar por lo menos una vez, justamente a causa de la publicación de un texto de Löwith en Les Temps Modernes en 1946: «Las implicaciones políticas de la filosofía de la existencia en Heidegger», texto que había inducido a Alphonse de Waehlens, comentarista del filósofo, a defender la tesis lamentable, y profundamente injuriosa para la filosofía, de una ausencia de vínculo entre la doctrina de Heidegger y el compromiso político-moral de la persona privada. He aquí expuesta, una vez más, la despreocupación de los intelectuales ante las consecuencias de sus tomas de posición. Después del hundimiento del nazismo, se fusiló a estúpidos totales por crímenes contra la humanidad, arguyendo que la obediencia a las órdenes no excusaba nada y se nos dice que el más grande filósofo del siglo XX (según sus defensores) puede invocar una impermeabilidad total entre su pensamiento y sus actos. Extraño sistema de defensa. Porque, en fin, una de dos: o bien el enrolamiento político de Heidegger deriva de su filosofía, y ello cuestiona el sentido de esa filosofía; o bien no se deriva de ella, y si un filósofo puede hacer una opción tan grave que esté desprovista de toda relación con su pensamiento; entonces eso demuestra la futilidad de la misma filosofía. El recuerdo de esa polémica de 1946 fue rechazado por la comunidad filosófica, igual que una intervención, diez años más tarde, de Lucien Goldman (el autor de Dios escondido) que leyó públicamente, en ocasión de un coloquio en la abadía de Royamont, textos nazis de Heidegger, se encontró con una viva reprobación y una negativa a escucharle, indignada y resuelta. Los filósofos rechazaron, pues, con todo conocimiento de causa, la información histórica y eludieron el examen de sus implicaciones filosóficas. En una discreta nota de la Crítica de la razón dialéctica (1960) Sartre escribió: «El caso de Heidegger es demasiado complejo para que yo pueda exponerlo aquí».[198] Viniendo de un autor para quien mil páginas no constituían más que una ligera entrada en materia para preparar cortos prolegómenos y que, hasta donde puedo recordar, no consideró nunca ninguna cuestión demasiado compleja para su universal bulimia raciocinante, esta súbita y pasajera modestia sorprende. Digamos que queda mal. En cuanto a los epígonos que, tras la aparición del libro de Víctor Farias se distinguieron por la bajeza moral e intelectual de sus reacciones,[199] sólo merecen atención como reveladores del naufragio de la filosofía moderna y de su contradicción esencial, de la que el caso Heidegger se limita a encarnar —en la indisoluble pareja de la acción y del pensamiento— la nada.

La historia de la filosofía se divide en dos partes: en el curso de la primera se buscó la verdad; en el curso de la segunda se ha luchado contra ella. Este segundo período, del que Descartes es el genial precursor y Heidegger la manifestación más averiada, penetra en su fase de plena actividad con Hegel. Entre Descartes y Hegel, algunos últimos herederos de la época veraz, de los que el más patéticamente sincero fue Kant, y el más sutil Hume, se esforzaron vanamente por encontrar un camino medio que impidiera la inevitable llegada de la impostura.

El caso de Heidegger no ha tenido otro interés que iluminar la pobreza que enmascara la pretendida profundidad de la filosofía moderna[200] y también la extensión de la «cultura de la evasión», podría decirse: el compromiso se reivindica a la entrada, nunca a la salida. Algunos de los contemporáneos alemanes de Heidegger que no eran nazis, pero que consideraban, como muchos intelectuales de izquierda en la República de Weimar, el centro y los socialdemócratas más reaccionarios que los nazis, pagaron duramente su falta, porque la salida fue para muchos de ellos el campo de concentración. Pero ¿cuántos de los que huyeron para encontrar refugio en los Estados Unidos, prefiriendo, según la expresión de Walter Laqueur, «California a Siberia»,[201] aprendieron verdaderamente después de la guerra las lecciones de su ceguera de los años veinte? Demasiado numerosos, entre los intelectuales que sobrevivieron gracias a América, fueron los que, después de 1945, dirigieron por segunda vez sus ataques contra la democracia y pusieron su pluma al servicio de otro sistema totalitario, el de Stalin. ¿Para qué les había servido, pues, su experiencia? Hasta un ratón aprende más de prisa, en su laberinto. Y como los intelectuales británicos fueron, con los suecos, los únicos en Europa que no debieron soportar las persecuciones fascistas ni comunistas, ¿qué opinión podemos forjarnos sobre H. G. Wells y Bernard Shaw, que se convirtieron en los turiferarios, sucesivamente, de Mussolini, en los años veinte, y de Stalin, en los años treinta? ¡Hermoso eclecticismo en la ceguera voluntaria!

Lo que, en efecto, hace la superioridad del intelectual sobre el resto de la especie Homo sapiens, es que tiende, no sólo a ignorar por pereza los conocimientos de que dispone, sino a abolirlos deliberadamente cuando se oponen a la tesis que él quiere acreditar. Esa voluntariedad en la mentira ha producido a menudo sus nefastos efectos sobre cuestiones más importantes que el pasado nazi de Martin Heidegger y los pueriles tapujos de los filósofos a este respecto. Así, se cree por lo general que los intelectuales de izquierda, en Occidente, ignoraban la naturaleza real del régimen soviético hasta una época muy reciente; en primer lugar porque tenían una confianza legítima y generosa en las cualidades del nuevo régimen, y en segundo lugar por haber sido engañados por la censura y la propaganda estalinistas.

Esta explicación es falsa. Es una inversión del orden de los acontecimientos, como lo ha demostrado Christian Jelen en un trabajo histórico fundado sobre documentos hasta entonces desconocidos o inéditos, La ceguera voluntaria.[202] Esta reconstrucción falaz de los hechos ha sido elaborada a posteriori, para disculpar a los responsables. La verdad, que Christian Jelen restablece y demuestra, en el caso particular pero ejemplar de los socialistas franceses, es que la mentira nació en Occidente. El engaño sobre la naturaleza real de la dictadura leninista constituyó una operación deliberada, debida a la iniciativa de los socialistas franceses, antes incluso de la escisión de Tours (diciembre de 1920), en una época en que el joven Estado bolchevique no disponía, evidentemente, de ningún servicio de propaganda exterior suficiente, y cuando ningún partido comunista, por razones obvias, existía aún en Occidente para falsear los hechos. El engaño fue inventado por los engañados, y no por los engañadores.

En un principio, en efecto, reinó la verdad. Desde 1917 la izquierda francesa conoció y comprendió de una manera completa y precisa la naturaleza dictatorial, policíaca, antidemocrática y, según todos los criterios canónicos, antisocialista del poder bolchevique. Entonces aún no se había bautizado de «revolución» el golpe de Estado de Octubre. Entonces, también, se sacaron las consecuencias lógicas de las elecciones que siguieron, y que dieron, en la Asamblea Constituyente, el 75% de los escaños a las formaciones políticas hostiles a los bolcheviques. Con la misma lógica, en fin, los socialistas franceses llamaron al principio por su nombre el segundo putsch de Lenin: la disolución, por un golpe de fuerza, en enero de 1918, de esa misma Asamblea Constituyente, cuyo pecado, a sus ojos, consistía en no contar más que con un grupo bolchevique muy minoritario, revelando así que el comunismo no traducía la voluntad general. El corresponsal en Rusia de L’Humanité, diario entonces puramente socialista, evidentemente, envía, desde octubre de 1917 a enero de 1918, toda una serie de artículos: un trabajo periodístico muy competente y muy honrado, uniendo la objetividad en el reportaje concreto a la perspicacia en el análisis político.

Aún más, desde noviembre de 1918 hasta marzo de 1919, la Liga de los Derechos del Hombre procede, en París, a la audiencia de numerosos y calificados testigos de los acontecimientos: testigos franceses o rusos, la mayoría de ellos socialistas o próximos a los socialistas. La comisión que los escucha comprende algunos de los más grandes nombres de la literatura, de la ciencia, de la filosofía, de la historia, de la economía, de la sociología, de la política: Anatole France, Paul Langevin, Charles Gide,[203] Víctor Basch, Célestin Bouglé, Charles Seignobos, Alphonse Aulard, Albert Thomas, Marius Moutet, Marcel Cachin y Séverine, la antigua colaboradora de Jules Valles. Todos intelectuales, como se observará. Algunos de ellos figurarán más tarde en el «Ghota» del partido comunista. He leído la relación taquigráfica íntegra de esas audiencias, gracias a Christian Jelen, que ha podido tener acceso a un ejemplar conservado en una biblioteca privada, pues los archivos de la Liga de los Derechos del Hombre fueron destruidos, hace años, por un incendio. Esa lectura ha desgarrado para mí un velo histórico: permite comprender que desde 1918 se podía saber, se sabía efectivamente, los más altos responsables políticos e intelectuales del socialismo de la época sabían ya absolutamente todo sobre el despotismo soviético, porque el sistema casi por entero se estableció desde el primer año de su existencia.

¿Qué sucede en 1918 y en 1919? Los socialistas franceses comienzan a rechazar la verdad. En enero de 1918, una fracción provisionalmente minoritaria pero virulenta de la SFIO (nombre del partido socialista entonces y hasta 1971: Sección Francesa de la Internacional Obrera) se rebela contra los artículos —¡demasiado exactos!— del corresponsal de L’Humanité en Rusia y logra de la dirección del periódico que sus reportajes no sean impresos. La izquierda inaugura así brillantemente la tradición de censura que no cesará de florecer hasta nuestros días, en dosis variables en función de la credibilidad, en primer lugar en beneficio de la Unión Soviética, luego de China, de Cuba, de Vietnam, de Camboya, de Angola, de Guinea, de Nicaragua, de numerosos países etiquetados de «socialistas» en el Tercer Mundo. Un año más tarde, las atrocidades consideradas como demostradas por la Liga de los Derechos del Hombre comienzan a ser objeto de un cínico laminado que las escamotea o de retorcidas interpretaciones que las justifican. Los dos más autorizados historiadores de la Revolución francesa, Alphonse Aulard y, sobre todo, Albert Mathiez, absuelven a los bolcheviques por sus ejecuciones en masa utilizando los mismos argumentos que les sirven para excusar, e incluso exaltar, el Terror de 1793 y 1794. El cerco, real o mítico, por el enemigo exterior, legitima las condenas contra los enemigos interiores, es decir, todo el mundo menos los jefes bolcheviques. La responsabilidad de los crímenes del comunismo incumbe a sus adversarios, reales si es posible, imaginarios si hace falta. Los primeros fracasos económicos de una larga y crónica serie, y sobre todo su persistencia, encuentran su explicación en las «circunstancias excepcionales», «la herencia», «el bloqueo de las potencias capitalistas» cuando, muy al contrario, tanto el presidente estadounidense Wilson como el primer ministro británico Lloyd George hacen o harán declaraciones de aliento y ofertas de ayuda económica al nuevo régimen. Así, la fábrica de mentiras se pone en marcha ella sola.

Los intelectuales no se comportan, pues, de un modo diferente que el conjunto de los hombres en sus relaciones con las ideas. Igual que la mayoría de nosotros, las consideran instrumentos al servicio, no de la verdad o de una decisión juiciosa, sino de la concepción que ellos defienden y de la causa que sirven, aunque ésta fuera suicida. Sólo unos sectores bien determinados, en los que la coacción científica elimina o margina por fuerza el papel de la subjetividad, escapan a esa regla, que los hombres de ciencia, por otra parte, se apresuran a seguir cuando se alejan de su sector coactivo. En las esferas en que la preocupación por la verdad y la acogida imparcial de todas las informaciones, sean cuales fuesen, dependen únicamente de la buena fe, la proporción de hombres a quienes interesan, en primer lugar, cuando emiten un juicio, los conocimientos accesibles no me parece más elevada entre los intelectuales que entre los no intelectuales, suponiendo que exista una frontera precisa entre esas dos categorías. Así, el problema de los intelectuales, tal como se repite incansablemente, me parece falso en sí. El único que existe en verdad es el problema general de nuestra cultura, es decir, de una cultura que no logra administrarse de acuerdo con los criterios que ella misma ha formulado como condiciones de su éxito. Los intelectuales, es verdad, encarnan esta contradicción, de una manera más visible, porque manipulan un material conceptual más abundante; pero se limitan a llevar hasta el paroxismo un comportamiento humano normal. Lo que en todo caso es seguro es que sirven muy poco de guías, contrariamente a todas sus aspiraciones y pretensiones. Si entre los intelectuales las tomas de posición valientes y lúcidas no faltan, tampoco tienen el monopolio de ellas, ni mucho menos, y han indicado más a menudo la mala dirección que la buena. La ideología causa, naturalmente, más estragos en el intelectual que en el no intelectual; se enriquece y se consolida en él con un gasto de energía que la hace más resistente a las refutaciones de la realidad o a los argumentos de los refutadores. Por esta razón, lejos de corregir los defectos de nuestra civilización, los intelectuales los acentúan. Lejos de ser los médicos de nuestra enfermedad, son más bien sus síntomas. Lo que funciona mal en los intelectuales revela lo que funciona mal en toda la civilización. Ellos aumentan las características.

En primer lugar, al rechazar los hechos contrarios a sus prejuicios. ¿La Organización Mundial de la Salud publica un informe estableciendo que la esquizofrenia se manifiesta de manera idéntica en todos los tipos de sociedad? ¿Qué es, pues, una enfermedad probablemente orgánica y no de origen social? Inmediatamente se produce una airada protesta de los psiquiatras de la «antipsiquiatría», porque ese informe destruye su explicación de la esquizofrenia por las contradicciones del capitalismo.[204] De saber qué hay de verdadero o de falso en ese asunto, nada de nada. Actitud muy extendida, ciertamente, pero el odio al conocimiento sorprende particularmente en aquellos cuya profesión es pensar. Ese odio lo confiesan a veces con ingenuidad, pero después, cuando su confesión ya no puede modificar sus actos ni rectificar el pasado.

Así, Maurice Merleau-Ponty escribe en Sens et Non-Sens (Sentido y contrasentido), después de la guerra, a propósito del estado de espíritu de sus amigos antes de la guerra, y de la aceptación de los acuerdos de Munich por algunos de ellos en 1938 «como una ocasión de poner a prueba la buena voluntad alemana» (sic): «Es que no nos guiábamos por los hechos. Habíamos decidido secretamente ignorar la violencia y la desgracia como elementos de la historia, porque vivíamos en un país demasiado feliz y demasiado débil para tomarlas en consideración. Desconfiar de los hechos había llegado a ser un deber para nosotros».[205] Estos intelectuales sistematizan aquí una pasividad que era la de la masa de franceses, los cuales, como es sabido, acogieron con un entusiasta y ciego alivio los acuerdos de Munich. Si los hombres del saber tienen una mayor responsabilidad que los demás en el fracaso de la cultura —es decir, en la negativa a hacer servir para el análisis y la toma de decisión las informaciones de que disponen—, no es menos cierto que este fracaso ha sido posible en última instancia a causa de la pasividad de todos los demás hombres, cuyo miedo a saber llevaba al deseo de ser engañados. Pero lo menos que se puede decir es que los intelectuales, en general, no hicieron gran cosa para hacerlos salir de su engaño. La toma de conciencia por Merleau-Ponty de su ceguera de antes de la guerra, no ha servido, por otra parte, para hacerle abrir los ojos después de la guerra, ni en política ni en filosofía… No se reconoce un mismo comportamiento más que cuando se lo reproduce a propósito de objetos diferentes. Cuando uno se equivoca de la misma manera, pero a propósito de una cosa diferente que la vez precedente, se imagina haber corregido su error.

Un mismo error que cambia perpetuamente de contenido pero no de contextura se llama una moda. ¿Y cómo podrían los intelectuales servir de guías a la sociedad cuando su docilidad ante las modas supera, en término medio, a la de los otros miembros de esa sociedad? Hay para sorprenderse, en efecto, ante el conformismo de los intelectuales, su frecuente falta de originalidad en sus apreciaciones, como grupo social, y la hermosa unanimidad con la que se lanzaron de cabeza a todas las modas filosóficas, sobre todo de la posguerra, pues el defecto se acentúa con el tiempo. Contrariamente a lo que cabría esperar de ellos, raramente tienen una opinión realmente personal sobre las doctrinas en boga. Su capacidad para ejercer su espíritu crítico ante las corrientes dominantes es, a menudo, de lo más limitado. Por supuesto, toda corriente dominante no es siempre una moda. Sólo merece ese nombre la corriente de pensamiento que aparece sin justificación racional y desaparece de la misma manera. Le Système de la mode, de Roland Barthes,[206] tentativa de explicar la alta costura con ayuda de la lingüística fue, a su vez, un producto de la moda. Objeto de una adhesión no motivada, excepto por el deseo de pertenecer a un grupo elitista, la moda cae en el olvido tras una disminución de amor igualmente poco motivada. Es divertido ver entonces a sus antiguos lacayos desencadenarse contra ella y multiplicar los libelos para pisotear las debilidades y las mistificaciones de las que no se daban cuenta cuando la bestia poseía toda su musculatura. La lucidez retrospectiva y la valentía retroactiva son una de las formas del conocimiento inútil, como acabamos de ver en el caso de Merleau-Ponty. Pero no sirven para nada si no se remontan a las fuentes del error, y sólo consisten en denostar a algunos actores efímeros y episódicos, sin análisis de la génesis y de las leyes permanentes de la moda. Hay que distinguir entre el movimiento de las ideas y el de los espíritus. El primero sigue su curso, a veces en la escena, a veces detrás de ella, tan pronto festejado como ignorado por la moda, lo que importa poco. El segundo, por su parte, sigue la moda: es la moda. Mariposea, declinando toda responsabilidad, alrededor de las ideas, del arte, de la literatura, de la política, de todos los manjares, de todos los lugares y de todas las épocas. Y es dichoso: no hay buena sala de clase sin patio de recreo colindante. Pero tampoco hay ninguna buena escuela que dé únicamente cursos de recreo.

El sabio y el ignorante no difieren nada cuando comulgan, gracias a la moda, en una misma exaltación en la que, dice Le Bon, «el sufragio de cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguadores».[207] No hay ningún desprecio por el pueblo en la noción de multitud según Le Bon. Un grupo humano se transforma en multitud cuando se vuelve súbitamente sensible a la sugestión y no al razonamiento, a la imagen y no a la idea, a la afirmación y no a la prueba, a la repetición y no a la argumentación, al prestigio y no a la competencia. En el seno de la multitud, una creencia se extiende no por persuasión, sino por contagio. La misión de los intelectuales sería, teóricamente, aminorar esos mecanismos irracionales: en la práctica, los aceleran.

¿Cómo nace, cómo reina, cómo se desvanece una moda intelectual? ¿Y por qué?

La cuestión está en saber, a propósito de Mao-Zedong o de Teilhard de Chardin, por qué los mismos que aclamaban antaño al ídolo advierten bruscamente un día que suena a hueco, lo que, no obstante, no se había dejado nunca de indicárseles. Si la crítica surte efecto, no es sólo porque sea buena, pues eso no basta nunca; es porque la hora de la caída ha sonado. Desenlace igualmente enigmático, porque es tan poco racional como lo habían sido el ascenso y el triunfo.

No se explica nada, en efecto, cuando nos limitamos a hablar con desprecio de «moda», porque la misma moda debe ser explicada. Una moda intelectual es el fenómeno por el cual una teoría, un conjunto de enunciados, que no son a menudo más que un grupo de palabras, se apoderan de un número significativo de espíritus por medios distintos de la demostración. Para que ese hecho sea paradójico es preciso que se trate de una teoría, y de una teoría cuya ambición sea científica. En todo lo que es del dominio, no del conocimiento, sino del gusto, la moda es el funcionamiento natural de las cosas. El enigma empieza donde lo que depende de los criterios del saber logra imponerse sin someterse a esos mismos criterios. No ser comprobable ni refutable racionalmente es completamente normal para un sombrero o un baile, pero lo es menos para una teoría psicoanalítica, económica o biológica. Pero precisamente cuando una teoría tiene éxito «fuera de los criterios», cuando la simple sugerencia de aplicarle criterios de comprobación se convierte en sacrílega, es cuando nos encontramos en presencia de una moda.

No se «lanza» una moda intelectual a voluntad. La obstinación repetitiva, incluso apoyada por todos los medios de comunicación imaginables, no basta. Es preciso que la teoría, su materia y, sobre todo, su manera respondan a una necesidad, a necesidades. El éxito del doctor Jacques Lacan ofrece un compendio ejemplar de las condiciones precisas. El psicoanalista Lacan rehúsa los criterios técnicos de la cura, hasta el punto de ser expulsado por la Asociación Internacional de Psicoanálisis. Sustituye las dificultades reales de la investigación científica por las dificultades artificiales de un estilo oscuro, precioso y pedante, que procura a sus lectores y a sus auditores, al mismo tiempo, la ilusión de hacer un esfuerzo y la satisfacción de creerse iniciados en un pensamiento particularmente arduo.

Estas dos primeras condiciones, facilidad real y dificultad aparente, proporcionan la receta que permite a una vasta clientela el gozo iniciático, el privilegio de percibirse como una minoría. Es incluso la condición indispensable de toda moda intelectual: se la puede bautizar como el elitismo de masa. A lo que se añade otro ingrediente: el recurso a una disciplina de apoyo. El doctor Lacan ha precisado de un cierto tiempo para encontrarla. En un capítulo de su Introduction á la sémiologie,[208] Georges Mounin ha estudiado, en su calidad de lingüista, las olas terminológicas sucesivas que rompen sobre el estilo de Lacan. Después de la ola logicomatemática, luego «dialéctica», durante la moda hegeliana, surgió la fase fenomenológica y heideggeriana, luego la emergencia, después de 1960, del estructuralismo y de la lingüística.

Naturalmente no se trataba, en el círculo lacaniano, de hacer lingüística seria. Mounin llega a deplorar que «la Escuela Normal, donde hubiera debido producirse, por prioridad el aggiornamento lingüístico de alta calidad, haya perdido, en parte por culpa de Lacan, unos diez o quince años difíciles de recuperar». Pues Lacan se ha limitado a jugar con la lingüística, planteando el principio de que «el inconsciente es un lenguaje», o, mejor, que está «estructurado como un lenguaje», lo que desde el punto de vista freudiano es un contrasentido total. Sin volver sobre esta confusión, de la que me he ocupado a menudo detalladamente,[209] me limitaré a subrayar que los que la cometieron seguían una inclinación dominante de la época. Esa inclinación consistía en reducirlo todo a un «discurso». No hay medicina, sino un «discurso» médico; no hay política, sino un «discurso» político. Reescribir el psicoanálisis o el marxismo en la terminología de la disciplina que parece a muchos la más moderna, la más «en punto» en ese caso, la lingüística estructural (pero cualquier otra disciplina ha servido o servirá), tal es la cuarta condición del éxito, fuera éste de Roland Barthes o de Michel Foucault. A lo que hay que añadir una quinta condición, que no es la menor: desembocar en una doctrina que parezca dar una explicación global de la condición humana, es decir, en un sistema filosófico. Facilidad de hecho, dificultad aparente, vocabulario iniciático, elitismo de masas, disciplina de apoyo y globalismo explicativo, tal es la ficha descriptiva mínima de una moda intelectual. Adquiere, además, una fuerza de penetración excepcional si es defendida y divulgada por un «gurú» al que se pueda idolatrar.

Entonces, ¿por qué se muere una moda? No porque haya sido refutada, sino porque otras doctrinas, otras corrientes, se han puesto, con otro vocabulario, a cumplir las mismas funciones, a satisfacer las mismas necesidades que la vieja moda, que en ese momento se cubre de arrugas en el espacio de una mañana. Los que ocupan el lugar que ocupaba Lacan hace poco, están ahí, ante nuestros ojos, sus nombres están en todos los labios, su magia transfigura una multitud de temas sobre los que nadie estima que debe ejercer un control de competencia, o cuya demostrada incompetencia no les quita la menor audiencia. Y los lectores que se creen liberados de la moda gastada no sospechan que lo que ellos aclaman en aquel mismo momento es una nueva encarnación de la ilusión que ha dejado de gustar.

Por último, una tercera característica de los intelectuales pone de manifiesto que ellos acentúan, una vez más, en lugar de corregirlo, el error humano: es su extraña inclinación a los sistemas totalitarios. Una ojeada sobre los tres últimos siglos nos enseña que sólo una minoría de intelectuales ha optado por la sociedad liberal. En su mayoría han escogido proyectos de doma del hombre, de producción del «hombre nuevo». Para esa mayoría, la cultura constituye un medio de dominio, de reforma, de propaganda y de gobierno; todo, salvo un medio de conocimiento. Citado menos a menudo que su capítulo del Antiguo Régimen y la Revolución sobre los hombres de letras, el capítulo de Tocqueville, en esa misma obra, sobre los economistas es, tal vez, más esclarecedor todavía.[210] Pone al desnudo todos los resortes de la extraña pretensión de los teorizantes de reconstruir de arriba abajo el hombre y la sociedad. «El Estado, según los economistas —escribe—, no tiene que limitarse a mandar a la nación, sino a modelarla de una cierta manera; es él quien tiene que formar el espíritu de los ciudadanos siguiendo un cierto modelo que se ha propuesto anticipadamente; es su deber llenarlo de ciertas ideas y de procurar a su corazón ciertos sentimientos que él juzga necesarios». Es la razón por la que «odian no solamente ciertos privilegios: la misma diversidad les es odiosa; adorarían la igualdad hasta en la servidumbre». Muy pocos intelectuales, desde el siglo XVIII, han estado a favor de la libertad: la mayoría ha combatido sobre todo para imponer a la sociedad su propia doctrina de la «libertad», en caso necesario, por la fuerza. Benjamin Constant se burla del abate de Mably, quien, nos dice, «apenas percibía en algún pueblo una medida vejatoria, pensaba haber hecho un descubrimiento y lo proponía como modelo; detestaba la libertad individual como se detesta a un enemigo personal».[211] ¿No es desconcertante y preocupante, por otra parte, que una de las bestias negras de los intelectuales desde hace tres siglos haya sido lo que ellos llaman, peyorativamente, el individualismo? Salvo un puñado de ellos, consideran también, a semejanza del abate de Mably y de Rousseau, la libertad individual como un enemigo personal. Pero ¿no debería ser al contrario?[212] ¿No es la cultura el medio, para cada uno de nosotros, de conquistar la autonomía del juicio y de la opción moral? ¿No debería ser el pensador el que nos precediera y nos abriera camino en la conquista de la autonomía? ¿Por qué, en vez de enseñarnos a ser libres, se vuelve contra nosotros y quiere someternos al sistema que él ha concebido?

La respuesta, muy simple, está incluida en la pregunta: lo que la mayoría de los intelectuales, hasta este día, llama el triunfo de la cultura es la facultad de imponer sus concepciones a todos los demás hombres, y no la de liberarlos intelectualmente, poniendo a su disposición los medios de pensar por ellos mismos de manera original. Si la mayoría de los intelectuales que viven en las sociedades liberales odian esas mismas sociedades liberales, es porque éstas les impiden apropiarse enteramente de la dirección del prójimo.

Cambiar la libertad de expresión por el poder de oprimir no desagrada siempre a los intelectuales. Muchos de ellos adoran los regímenes o los partidos que suprimen o menoscaban su libertad y les dispensan, en cambio, con prodigalidad adulaciones, honores y subvenciones. Tales regímenes no se arriesgan a recibir una negativa cuando les dicen, en suma, para citar a Robert de Jouvenel: «Rehusamos respetar vuestro derecho. En cambio, os reconoceremos gustosamente derechos que no tenéis».[213]

El socialista polaco Jan Waclav Makhaiski había visto en los intelectuales ese apetito de dominación y de monopolio, al desarrollar, hacia el año 1900, su teoría, que escandalizó a muchos, del «socialismo de los intelectuales».[214] En una palabra, según Makhaiski, «el socialismo es un régimen social basado en la explotación de los obreros por los intelectuales y profesionales» y «Marx, fundador del socialismo científico, es el profeta de esta nueva clase dominante, capaz y competente, que eliminará a los plutócratas, elementos arcaicos», resume muy claramente Skirda. No se puede evitar pensar en el programa, aplicado en Italia desde 1945 hasta 1980, aproximadamente, de Antonio Gramsci, que pensadores «burgueses» ingenuos toman por un liberal «eurocomunista», lo que es una gran fantasía. Gramsci es el teorizante más inflexiblemente leninista de la conquista del poder intelectual total. Esta idea fija, tanto en la derecha como en la izquierda, se encuentra en toda la historia de la intelligentsia. En el prólogo de la reedición, en 1985, de su primer libro, Les Indes rouges,[215] Bernard-Henri Lévy aporta este testimonio edificante: «Todavía me acuerdo, si se quiere una anécdota más personal y más precisa, de esas madrugadas de invierno en que Louis Althusser, con una llamada telefónica breve y deliberadamente enigmática, me convocaba en el edificio de la calle de Ulm; donde, con aires de conjurado preparando, lejos de los indiscretos, su gran noche filosófica, me llevaba, apenas llegado, al patio interior de la escuela, y en él caminábamos largo rato, con paso lento, alrededor del “estanque de los Ernest”,[216] yo escuchándole, y él, con la frente pensativa, las manos en los bolsillos de su bata y la mirada cargada de signos de inteligencia, que yo debía comprender con medias palabras, explicándome el lugar que me reservaba en su estrategia de conquista, de control y de subversión… ¡del poder intelectual en Francia!».

En su libro de memorias, En los reinos de taifa, Juan Goytisolo narra un episodio muy revelador de la libido dominandi propia de los intelectuales. Escribe: «Recuerdo que Arrabal, furiosamente denostado entonces por Benigno y mis amigos del Partido, había hecho llegar a Sartre, a través de Nadeau, una de sus primeras obras teatrales y ésta debía aparecer en su revista con una nota introductoria del filósofo. La noticia me llenó de malhumor, como si un intruso hubiera invadido mi territorio y su talento pudiera poner en peligro el mío; el hecho, comentado por mí, escandalizó asimismo a mis compañeros de militancia. Siguiendo sus consejos, acudí muy democráticamente a Simone de Beauvoir para impedir el “desaguisado”: Arrabal, le dije, era idealista, reaccionario y se desentendía de nuestra lucha; su promoción por Sartre sería desorientadora para muchos y, en cualquier caso, perjudicaría la causa del antifranquismo. A consecuencia de ello Sartre no escribió el prólogo y mis amigos y yo saboreamos sin sonrojo nuestra victoria mezquina. Sólo al zafarme, entre otras muchas cosas, de ese sentimiento de rivalidad sórdida de quienes conciben la literatura como una contienda de lobos y los resabios de arbitrariedad y maniqueísmo del medio español, caí en la cuenta de mi efímera pero triste actuación de censor. Como traté de expresar en Señas de identidad, la policía ideológica y cultural se adaptaba perfectamente al código peculiar de la tribu».[217]

¿Cuándo los intelectuales abandonarán por fin la ilusión perversa de que están llamados a gobernar el mundo y no a iluminarlo, a construir, o incluso a destruir el hombre y no a instruirlo?

Una estremecedora sesión de exorcismo colectivo tuvo lugar, en este sentido, los días 16 y 17 de marzo de 1988, en Roma, donde antiguos intelectuales comunistas y socialistas hicieron comparecer ante su tribunal las sombras de Palmiro Togliatti, al que reconocieron culpable de asesinato, en razón de su papel en Moscú durante el Gran Terror, en 1937, y de la estalinización de la vida intelectual italiana a su regreso a su país tras la caída del fascismo. Togliatti había, en efecto, dejado fusilar por Stalin, sin pestañear, diría incluso que echándole una mano, a centenares de comunistas italianos antifascistas, refugiados en la Unión Soviética. Además, había hábilmente encontrado, después de la guerra, un terreno de entendimiento con el mundo intelectual italiano, proponiéndole una especie de pacto cultural «gramsciano». Ese pacto funcionó, por otra parte, durante treinta años a satisfacción de todos. A condición de que estuviesen en el regazo o en la zona de atracción del partido comunista italiano y también del partido socialista de Pietro Nenni, entonces aliado del PCI, los intelectuales, escritores y artistas gozaron durante esas tres décadas de un poder, de una protección y de una seguridad material considerables. Y también de una apreciable aunque relativa libertad, ya que Togliatti tuvo la suficiente sutileza para no ponerles en el bozal jdanoviano y para permitirles llegar con sus referencias, sus lecturas, sus tradiciones. Pero la incidencia funcional de este pacto fue nada menos que la opresión de la cultura italiana por una omnipresente burocracia ideológica. La sesión de inculpación póstuma de Togliatti, apasionante desde el punto de vista histórico y capital como viraje, puede ser incluida en el capítulo de los remordimientos retrospectivos que afloran súbitamente en un momento dado cuando ya no pueden cambiar la realidad. Fue la bancarrota cultural del comunismo y no la autocrítica de los intelectuales su causa determinante. Evacuar ruidosamente un navío embarrancado no requiere ningún heroísmo particular, aunque diera ocasión a análisis penetrantes y a rememoraciones llenas de interés. La cuestión está en saber si la crítica del pasado impedirá o no en el futuro la repetición de los mismos errores bajo otras formas.218]

Buenos observadores de la Italia contemporánea atribuyen a la bancarrota del «pacto de Togliatti», es decir, al fracaso de la conquista cultural del poder social en el marco del marxismo institucional, la orientación fatal de numerosos intelectuales que a partir de 1968 se dirigieron hacia el terrorismo. Aunque la quiebra ideológica y práctica del partido comunista italiano haya, en efecto, podido servir de causa ocasional y segunda de esta conceptualización de la ametralladora, la causa primera continúa siendo, para mí, el odio fundamental a las civilizaciones de libertad. Si no, ¿por qué se habría asistido, en un contexto político-cultural y en un segundo plano histórico sin ninguna relación con los de Italia, en los Estados Unidos, en el santuario del espíritu que es la School of Education de la universidad de Stanford, del 4 al 6 de febrero de 1988, a un coloquio titulado «Talking Terrorist», cuya lista de oradores invitados había sido establecida de tal modo que sirviera enteramente para la glorificación del terrorismo internacional y en favor de la buena y vieja tesis de que son las democracias las intrínsecamente terroristas?

Una de las manías más intrigantes de los intelectuales consiste en proyectar así sobre las sociedades liberales los defectos que ellos rehúsan discernir en las sociedades totalitarias. Hemos visto producirse ese mecanismo de inversión de papeles en los intelectuales americanos. En Europa, Michel Foucault es uno de los pensadores en los que esto se observa con mayor sorpresa, pues Foucault no ha sido jamás ni comunista, ni simpatizante, ni siquiera marxista, contrariamente a Sartre y a tantos otros. Sólo un trivial prejuicio «progresista» interviene, pues, en su caso cuando interpreta las sociedades abiertas con su teoría del encierro, desarrollada en particular en Surveiller et punir.[219] Foucault describe en esta obra las sociedades liberales como fundadas en el principio de un encierro generalizado: encierro del niño en la escuela, del soldado en el cuartel, del delincuente o presunto delincuente en prisión; del loco o seudoloco en el hospital psiquiátrico. Cuando introduce en el mismo cesto formas tan heteróclitas de encierro para hacer un proceso por totalitarismo a las sociedades democráticas, y ello en el mismo momento en que éstas conocen un grado tal de libertades, y de liberalización de todos los sectores enumerados, como nunca habían disfrutado, Foucault —no podemos evitar pensarlo— describe en realidad otra sociedad, una sociedad que le fascina, pero que no nombra: la sociedad comunista. ¿En qué otra sociedad, en efecto, en la época precisa en que elabora su teoría, el encierro reina de manera tan universal y soberana? Encierro del niño en la escuela, como en todas partes; del soldado en el cuartel, aún más que en cualquier otra parte, con el servicio militar más largo del planeta; del loco, pero, sobre todo, del falso loco en los hospitales psiquiátricos utilizados para la represión política; encierro no sólo de los delincuentes de derecho común en las prisiones, sino de numerosos inocentes en campos de concentración y de trabajo forzado; encierro de la población por la prohibición que se le hace de desplazarse sin autorización, sin pasaporte interior, en el mismo país, y de escoger libremente el lugar de residencia; encierro, en fin, de toda la población en el interior de las fronteras de la Unión Soviética, por la prohibición de abandonarla o siquiera de ausentarse por una breve estancia en el extranjero… a menos de obtener, siempre por favor y no por derecho, un rarísimo visado de salida. Un componente esencial del sistema totalitario, opuesto a la civilización liberal, es la vocación que se atribuye de dominar el mundo, de regenerarlo, de imponer el tipo de sociedad que él encarna y que considera como superior a todos los demás. De ahí la ideología, y el lugar central que ella ocupa en estos sistemas y, por consiguiente, que concede a los intelectuales, encargados de «vigilar» la ortodoxia de la sociedad. Sólo el totalitarismo concede a los intelectuales un monopolio. En la civilización liberal cada intelectual no es más que un individuo que se dirige a otros individuos, los cuales son libres de escucharle o de no hacerle caso, de aprobarle o desaprobarle. Cada día, el trabajo de persuasión del público debe empezar de nuevo. ¡Qué fatiga y qué angustia! ¿Quién de entre nosotros no ha soñado en trocar esta precariedad por la comodidad de un Lyssenko, de un Heidegger, recibiendo el apoyo del aparato de Estado para neutralizar a todos los contradictores? Nos divertiremos, o nos entristeceremos, según nuestro temperamento, al ver, por ejemplo, a Diderot y D’Alembert, editores de la Enciclopedia (teóricamente la matriz de tantas libertades modernas), intervenir ante Malesherbes, encargado, bajo Luis XV, de la administración de las publicaciones, para pedirle que censure y secuestre los escritos de los autores que criticaban la Enciclopedia. El abate Morellet, en sus Memorias,[220] cita la carta que le envía entonces Malesherbes, para que se la comunique a D’Alembert, que había comisionado al abate para esa gestión ante el magistrado. Este último responde: «Si el señor D’Alembert, u otro cualquiera, puede demostrar que va contra el buen orden dejar que subsistan críticas en las cuales la Enciclopedia es tan maltratada como en los últimos folletos; si cualquier otro autor encuentra que es injusto tolerar hojas periódicas, y si pretende que el magistrado debe juzgar por sí mismo de la justicia de las críticas literarias antes de permitirlas, en una palabra, si hay alguna otra parte de mi administración que se encuentre reprensible, los que de ello se quejen no tienen más que dar a conocer sus razones al público. Les ruego que no me nombren, porque eso no es costumbre en Francia; pero pueden designarme tan claramente como quieran, y les prometo todo permiso. Espero, por lo menos, que después de haberme expuesto a sus declaraciones, pudiendo impedirlas, no oiré hablar más de quejas particulares, de las que os confieso que estoy harto».

En suma, lo que Malesherbes recuerda a los enciclopedistas es que deben responder a los argumentos de sus adversarios con otros argumentos, en vez de exigir del brazo secular que los reduzca a un silencio forzoso. Pero, prosigue Morellet, «cuando expuse a mi amigo D’Alembert los principios del señor de Malesherbes, no pude hacérselos entender; y el filósofo vociferaba y juraba según su mala costumbre». D’Alembert, en virtud del eterno y admirable sofisma que traiciona al hombre de letras y al filósofo de todos los tiempos, decía que, en la Enciclopedia, él y sus amigos «no pasaban de los límites razonables de una discusión filosófica», mientras que las acusaciones de sus adversarios eran odiosos ataques personales «que debía prohibir un gobierno amigo de la verdad y que quisiera favorecer el progreso de los conocimientos». Nadie ignora, dicho sea de paso, que Malesherbes protegió abiertamente a los enciclopedistas y les ahorró toda clase de problemas con la censura real. Pero por su gusto, ¡hubiera debido tener que encerrar en la Bastilla también a todos sus contradictores! Sin duda, fue a causa de su pluralismo traidor y de su pernicioso respeto por todas las opiniones, que en 1794 los discípulos de los enciclopedistas en el poder le manifestaron su gratitud haciéndole guillotinar.

Pido que se me crea: suponiendo que mis simpatías personales tengan la menor importancia, yo mismo me siento uno de los lejanos hijos espirituales de los enciclopedistas y no de sus adversarios. Pero mi idea es la siguiente: mientras los intelectuales consideren como normal llamar «lucha por la libertad de espíritu» y por «los derechos del hombre» la única facultad, reivindicada para ellos mismos, de pleitear en lo abstracto por la libertad mientras la rehúsan para sus oponentes y de considerarse poseedores de la verdad mientras cultivan la mentira, el fracaso de la cultura, su impotencia para ejercer alguna influencia positiva sobre la historia, en el terreno moral, continuará en el futuro para mayor desgracia de la humanidad.

No obstante, me atrevo a esperar que ya hemos llegado al final de la época durante la cual los intelectuales se han esforzado, por encima de todo, en colocar a la humanidad bajo su dominio ideológico y que estamos entrando en la era en la que, por fin, van a ajustarse a su vocación, que es poner el conocimiento al servicio de los hombres… y no solamente en el terreno científico y técnico. El paso de la época antigua, en que la esterilización del conocimiento era tenida por norma, a una época nueva, no es, por otra parte, una opción posible entre otras: es una necesidad. Nuestra civilización está condenada a ponerse de acuerdo consigo misma o bien a retroceder hacia una fase primitiva, en la que no habrá contradicción entre el conocimiento y el comportamiento, porque ya no existirá el conocimiento.