Como todos los fabricantes de cabezas de turco, consideran culpables a sus víctimas. No hay, pues, para ellos, cabezas de turco.
RENE GIRARD
La civilización occidental gira alrededor del conocimiento, y todas las demás civilizaciones giran alrededor de la civilización occidental. Enunciar esta proposición no es caer en el etnocentrismo, pues no es cierta, por otra parte, más que en la medida en que afecta al conocimiento, y tal vez también a los derechos del hombre y a la democracia. Existe en todas partes una demanda de desarrollo, y existe, pues, igualmente en todas partes una demanda implícita o explícita de la condición del desarrollo, que consiste en aplicar el conocimiento a la actividad. La reivindicación de la «identidad cultural» no es, a menudo, nada más que una manera de negar esta exigencia sin renunciar por ello a los beneficios del desarrollo. Equivale a decir: dadnos el desarrollo bajo forma de subvenciones, para ahorrarnos el esfuerzo de establecer una relación de eficacia con lo real. Pues de esto es de lo que se trata en el tercermundismo, si no en el Tercer Mundo, es decir, en la ficción, si no en la realidad. Porque el tercermundismo es una filosofía, no del desarrollo, sino de la transferencia de recursos destinada a perpetuar el subdesarrollo mientras se atenúa la pobreza y, sobre todo, se palian las dificultades de tesorería de los dirigentes de la pobreza. Por «defensa de la identidad cultural», los tercermundistas entienden menos la defensa de la cultura propiamente dicha que la preservación del derecho a la ineficacia en la producción y del derecho a la corrupción en la dirección. Porque no se ve la razón por la cual los valores estéticos, las creaciones del arte y la literatura, que son, cuando todo se ha consumado, la única marca distintiva de la originalidad cultural de las civilizaciones; por qué esos valores y esas creaciones no podrían conservar su identidad, porque una sociedad hiciera todo lo racional y universalmente necesario, en los terrenos económico, técnico y político, para salir de la pobreza. Y compruebo que ninguna sociedad, hoy en día, rechaza a priori el objetivo del desarrollo y, en consecuencia, todas se aceptan, de buen grado o no, sobre el axioma del papel central del conocimiento.
Pero ¿ese papel teóricamente central, lo es, realmente, en la práctica? Y, sobre todo, ¿lo es en la práctica del prototipo cultural en el corazón del cual se encuentra alojado como su definición, y su condición de funcionamiento, a saber la civilización occidental? Yo diría que así es, en cierto modo, a pesar de ella, o, más exactamente, a causa de ella pero a pesar nuestro. Si hubiera que tranquilizar a los celosos guardianes de la identidad espiritual y estética de las culturas, entre los que me encuentro, bastaría con llamar su atención sobre la fuerza de la resistencia a lo racional que se despliega en la misma civilización que se ha construido sobre lo racional. Sin embargo, el más radical antagonismo interno no se sitúa aún ahí. Las civilizaciones más enfermas, por ejemplo, las civilizaciones precolombinas, enteramente construidas y organizadas para establecer un delirio astrológico tan sanguinario como totalitario, sin que nada ni nadie pudiera sustraerse a sus estragos, ¿acaso no han producido una de las artes más grandes y más originales de toda la historia de la humanidad? El verdadero antagonismo es, pues, el que introduce la división, la contradicción y la incompatibilidad no entre la «identidad cultural» y la racionalidad, sino en el seno de la racionalidad misma, es decir, el antagonismo que, en un sistema cultural edificado sobre, por y para el conocimiento, tiene en jaque al conocimiento, en el interior de la esfera misma que es de su incumbencia. Esa esfera no es ciertamente la única que hace que la vida valga la pena de ser vivida, pero como marco de acción no podría, sin daño, ser planteado y negado a la vez. En su pertinente ensayo La défaite de la pensée (La derrota del pensamiento), Alain Finkielkraut ha descrito muy bien un aspecto capital de esta alienación. Pero, en mi opinión, la contradicción interna con la que tropieza actualmente la civilización del conocimiento, y que la paraliza, es mucho más profunda que las zonas donde afluyen ciertos efectos de futilidad de los medios de comunicación de masa y del rebajamiento de los valores por el rechace de toda jerarquía entre las culturas. La fuente del saber está corrompida mucho más arriba del punto de agua a ras de tierra que son la prensa y los medios de comunicación.
¿Qué representan, en la civilización del conocimiento, los que son sus responsables: los intelectuales? Con ese sustantivo se entiende los pensadores, los escritores, los artistas y también los sabios en la medida en que se expresan sobre cuestiones políticas o morales, tal como más arriba y en diversas ocasiones he evocado. Pero por intelectuales se entiende mucho menos frecuentemente a los profesores. Sin embargo, son ellos quienes transmiten el conocimiento, o lo que ocupa su lugar, quienes moldean la cultura en su raíz y tienen en su mano la llave que abre a cada generación el acceso a una representación del universo, desde los más humildes maestros de las escuelas elementales hasta los más esplendorosos y célebres profesores de universidad, pasando por los que son, tal vez, los más influyentes en la visión del mundo de una sociedad: los maestros de segundo grado, que forman a los niños y a los adolescentes de diez a dieciocho años. Su influencia es todavía más decisiva en estos finales del siglo XX que lo fue en el pasado, porque el progreso de la igualdad económica en las sociedades modernas implica una proporción cada vez más elevada de jóvenes que reciben sus enseñanzas.
Todos los maestros, ciertamente, no son «intelectuales». Sólo una parte de ellos participa o es considerada como participante en la elaboración de la cultura. Muy pocos, incluso, mantienen con esa cultura la relación personal de juicio y de gusto que hace, para bien y para mal, al intelectual; digamos, con menos pedantería, el hombre cultivado. No es, de ninguna manera, menospreciar a los maestros definirlos como repetidores de la cultura, y, mucho más aún, como los que reconstruyen o recomponen su imagen, simplificándola para uso de la infancia y la juventud. En todas las épocas, pero sobre todo desde que ha penetrado en todas las capas sociales la instrucción obligatoria, el pedagogo ha cumplido esa función de intérprete que proporciona a cada generación la traducción condensada del estado de los conocimientos y de los valores en un momento dado. Pero todo traductor, como se sabe, puede mostrarse infiel al texto original, y los pedagogos no se han privado nunca de modificarlo en función de sus prejuicios y de la misión educadora que se conferían a sí mismos. Sin duda no son ellos solos: ellos siguen circulares ministeriales, directrices de sus superiores, de oficinas y comisiones de todas clases, de programas, que les imponen las orientaciones generales y, a veces, el contenido preciso de la información. No obstante, en los países libres, el «cuerpo» docente, como dicen los franceses, ejerce sobre las autoridades que se supone le dirigen, sobre todo a través de sus poderosos sindicatos, un irresistible ascendiente. Los dirigentes administrativos y pedagógicos, reclutados además, como es natural, entre los profesores y maestros, no podrían lanzarse impunemente al asalto contra la «fortaleza docente», para emplear el título de un libro sobre la Federación de la Educación Nacional.[140] La cuestión dominante se reduce, pues, a la del estado de espíritu de un grupo social y de una categoría particular de intelectuales, los profesores, de su relación con el conocimiento, de su sentido de la responsabilidad pedagógica y de su ética profesional.
Observemos, para empezar, que la enseñanza, bajo la bandera de una ideología de la transmisión imparcial del saber, ha querido ser siempre al mismo tiempo, con una deliciosa ingenuidad en la contradicción, un instrumento de combate. Incluso antes del siglo XIX, cuando un grupo de sociedades empezaron a sentir como un deber y a poner en marcha la erradicación del analfabetismo y la instrucción generalizada, percibimos desde el origen, en el comportamiento pedagógico, una dimensión más normativa que descriptiva. Luego, igual que la libertad de prensa, la instrucción popular crece con la democracia moderna y constituye uno de sus componentes orgánicos.
La democracia no podría prescindir de la información y, junto a la prensa, la enseñanza no es, después de todo, más que otro aspecto de la información. Sin embargo, o más bien desde entonces, adolece de una ambigüedad, de la que nunca ha podido deshacerse por completo, entre la educación-información y la educación-formación. Pienso, además, que convendría volver, para designar a la primera, al hermoso vocablo de instrucción, que es la transmisión del simple conocimiento, y reservar el de educación para el segundo trabajo, que tiene por objetivo incorporar a la personalidad una concepción de la realidad y un estilo de comportamiento.
Además, el profesor puede enseñar o adoctrinar. Cuando la enseñanza prima sobre el adoctrinamiento, la educación cumple su función principal, en el interés de los que la reciben y en el interés de la democracia bien entendida. En cambio, cuando es el adoctrinamiento el que se impone, se convierte en nefasta, abusa de la infancia y sustituye la cultura por la impostura.
Un signo muy seguro de que la educación-formación, en la medida en que afecta al conocimiento (pues, por lo demás, tiene licencia de funcionar a merced de la costumbre y al azar de la moda), un signo infalible de que el adoctrinamiento, para ser exactos, es el genio malo de la instrucción, es que las sociedades totalitarias le han consagrado lo esencial de su sistema educativo. Todo lo que, de cerca o de lejos, afecta a la esfera ideológica, es objeto de la censura y de la mentira. Afortunadamente, ciertos conocimientos elementales, ciertas ciencias fundamentales, ciertas técnicas pueden enseñarse en su autenticidad sin molestar a la ideología y sin ser molestadas por ella. Esto permite a esas sociedades mantenerse en pie, desde un punto de vista puramente práctico, aunque numerosas actividades intelectuales primordiales vegeten en ellas en una semiasfixia, a causa de la prohibición que sufren de desplegarse según su lógica propia, cuyo desarrollo constituiría una refutación viva de la ideología. No obstante, en el curso de ciertos períodos, la ideología devora todas las disciplinas y todas las prácticas; sale de su cauce natural para invadir áreas habitualmente reservadas al saber y al aprendizaje puros, a condición de que éstos permanezcan políticamente inofensivos. Un cataclismo tal se produjo en la Unión Soviética en la época en que Stalin, y luego Jruschov, impusieron la «biología» de Lyssenko, como ya hemos visto. O en China, donde el desastre ocurrió en la época de la revolución cultural —el gran acontecimiento mundano de Occidente— en que no se podía plantar una lechuga ni clavar un clavo sin seguir el «método» expuesto en el Pequeño libro rojo, el cual, al no ser más que un compendio de vacías estupideces, volvió a hundir al país en la noche prehistórica. Los escolares cubanos, mientras se trate de ideas generales, casi no tienen acceso más que a los vaticinios del «líder máximo», como los escolares albaneses se tragaban a la fuerza las obras pletóricas de Enver Hodja y los pequeños alemanes de 1935 los rudimentos de la ideología nazi. Todos los dictadores han sido —y esto es casi un pleonasmo—, raptores de la educación, así como de la prensa, y por la misma razón. «Que la escuela, en todos sus grados y en todas sus enseñanzas —proclamó Benito Mussolini en 1925—, eduque a la juventud italiana para hacerle comprender el clima histórico de la Revolución». Se trata de la Revolución fascista, por supuesto, porque fue una revolución.[141] En nombre de otra revolución, un pedagogo del partido comunista italiano decía exactamente lo mismo en 1972: «Hay en el mundo y en nuestro país un conjunto de ideas que representan lo más avanzado que el movimiento progresista y revolucionario ha producido desde hace medio siglo: queremos que estas ideas se afirmen en la escuela».[142]
¡Y, en efecto, son afirmadas! A decir verdad, el hecho de que, desde los principios de las instituciones democráticas, exista tanto en Italia como en Francia una enseñanza confesional y una enseñanza laica separadas demuestra que la enseñanza no ha sido nunca neutral ni ha consistido nunca, simplemente, en poner a la disposición de la juventud informaciones, dejándola en libertad de juzgarlas. Los alumnos de los establecimientos religiosos y los de las escuelas públicas utilizaban manuales distintos, incluidas las antologías de textos literarios, constituyendo dos series paralelas e independientes, redactadas por autores diferentes, de índoles diferentes, acentuando acontecimientos y conceptos diferentes, publicados por editores diferentes… ¡incluso las gramáticas latinas! Eran dos mundos aparte, y está claro que ninguno de los dos podía ser objetivo. Los padres que mandaban, a principios de nuestro siglo, a sus hijos a la escuela confesional querían, ante todo, que allí encontrasen una «educación cristiana», incluso en las materias en que la religión no tenía o no hubiera debido tener nada que ver. En cuanto a la escuela pública, y laica, tendía a inculcar a los niños los valores «republicanos», como se decía en Francia. Volvía a escribir la historia y jerarquizaba la literatura en función de ese objetivo. Estudiando los manuales de historia de Ernest Lavisse que, a finales del siglo pasado y principios del nuestro, hasta 1914, dieron tono a la enseñanza pública francesa, Pierre Nora aclara el objetivo de edificación republicana que sirve de hilo conductor a estos manuales escolares.[143] El desarrollo de la historia en tales manuales se basa enteramente en el principio de la explicación por las causas finales (que, por otra parte, condenaba vigorosamente el espíritu científico de la época). Porque la historia de Francia se escinde, en ellos, en dos períodos: antes y después de 1789. El primer período, que nace, con Francia, en el año 987, no es más que la lenta gestación de una Revolución francesa que se busca y de una Tercera República cuyo advenimiento es ligeramente retardado por los complots medievales del absolutismo clerical. Inversamente, en las escuelas religiosas se enseñaba que la decadencia había comenzado en 1789. Esta manera de utilizar la escuela para llevar allí las luchas ideológicas de los adultos y entrenar a las tropas que tomarán el relevo en cada uno de los dos campos enemigos constituye una felonía pedagógica bastante extendida, como lo demuestran los esfuerzos, afortunadamente vanos, desplegados en los Estados Unidos en ciertos estados por asociaciones religiosas para hacer prohibir la enseñanza del evolucionismo darwinista. Pero aunque la coexistencia y la competencia de la educación —formación y de la educación— información subsisten y persisten en las sociedades libres, y aunque la única consideración de la verdad no guíe a la pedagogía, todo es cuestión de dosificación y de buen juicio. Si el adoctrinamiento se vuelve demasiado opresivo, la sociedad reacciona, a condición de que continúe siendo democrática y pueda, pues, hacerlo. Rechaza la tentativa de anexión de la enseñanza por una sola ideología. Es lo que ocurrió en Francia contra el clericalismo en el siglo XIX, y, en la primavera de 1984, contra el socialismo, cuando las manifestaciones, las más gigantescas que habían tenido lugar desde hacía cuarenta años, obligaron a Mitterrand a retirar su proyecto de servicio público «unificado» de la Educación Nacional, que habría decretado la muerte de la escuela privada. No vayamos a creer que los millones de ciudadanos que desfilaron entonces en París y en varias grandes ciudades de Francia eran, todos, católicos fervientes, inspirados sólo por su fe, hipótesis poco plausible en tiempos en que la práctica religiosa no cesaba de retroceder. La mayoría de manifestantes no se componía siquiera de padres cuyos hijos iban a la escuela privada, la cual, por otra parte, casi ya no llevaba la marca del confesionalismo militante y utilizaba desde hacía mucho tiempo los mismos manuales escolares que la escuela pública. Incluso prescindiendo de la parte de manifestantes que, por motivos políticos, se limitaban a aprovechar esta ocasión para protestar contra el gobierno, el móvil más importante, el presentimiento que había congregado a aquellas multitudes inmensas, era la percepción de una amenaza de monopolio ideológico. El verdadero sectarismo confesional, el verdadero clericalismo ya no era cristiano, como en el siglo XIX: era marxista. Marx era grande y la Federación de la Educación Nacional era su profeta. Como observó muy justamente entonces Emmanuel Le Roy Ladurie, era un contrasentido invocar el ideal laico para reivindicar el dominio ideológico sobre la totalidad de la juventud. Se había forjado, en el siglo pasado, el concepto de laicismo precisamente para combatir la ideología en la enseñanza y afirmar el principio de la neutralidad del conocimiento. ¡Hoy se enarbolaba ese principio para exigir exactamente lo contrario de lo que significaba! La sociedad tolera alguna desviación tendenciosa en la escuela a condición de que el bloque principal y central de la enseñanza sea serio y profesional. Habiendo hecho mis estudios primarios y secundarios en los jesuitas, de 1929 a 1941, puedo decir que tal era ya el caso en la enseñanza privada justo antes de la guerra, pues, de lo contrario, habría desaparecido por falta de alumnos. Paradoja curiosa, fue cuando llegué a un instituto del Estado para preparar, después de mi bachillerato, el concurso de entrada a la Escuela Normal Superior, cuando más oí hablar de religión en las clases, por ciertos profesores de la enseñanza pública que eran católicos convencidos, de izquierda o de derecha, y mezclaban mucho más su fe en sus cursos que los padres jesuitas de los que yo había sido anteriormente alumno. Pero, en suma, existía una zona común a ambas enseñanzas. En esa zona se estudiaba lo que se había de estudiar y como debía ser estudiado, en función de criterios definidos por las banales reglas de la transmisión de conocimientos.
Es ese pacto de moderación lo que la falta de mesura de los maestros rompió, en el curso de los últimos decenios del siglo XX.
Por una punzante inconsecuencia, es, en 1953, año de la muerte de Stalin, cuando los manuales franceses de historia y de geografía se convierten en estalinistas. Volvemos a encontrarnos con esa tendencia de los marxistas occidentales a adoptar las tesis oficiales de los países comunistas en el mismo momento en que éstos las abandonan o las revisan. Tomando la palabra en un coloquio sobre la «Percepción de la URSS a través de los manuales escolares franceses», en 1987, el historiador y demógrafo Jacques Dupâquier, en un análisis de los manuales de geografía, nota que la economía soviética es descrita en términos puramente ideológicos, sin más soporte que las estadísticas oficiales. La ilustración consiste en documentos procedentes todos ellos de fuentes soviéticas: «Respiran el éxito, la salud, la confianza en el porvenir». ¡Los autores de los manuales describen los koljoses con colores idílicos y alaban su productividad! ¡Alaban el «Plan Davydov de desviación de los ríos siberianos» y los «soberbios resultados» obtenidos por los discípulos de Mitchurine y los discípulos de Lyssenko! Aprobar las burradas científicas de Lyssenko engendraba un engaño más bufo aún que el exceso de credulidad en la acogida dispensada a las estadísticas oficiales. No olvidemos, en efecto, que ese aval concedido al oscurantismo lyssenkiano se encontraba, no en periódicos sectarios, cuya lectura es facultativa y que, en todo caso, se contradicen entre sí, sino en manuales escolares impuestos a los niños como única fuente de información en la materia, y esto bajo la autoridad del Ministerio de Educación Nacional y de la Inspección General de la Instrucción Pública. El abuso de confianza y la traición al deber moral del maestro aparecen aquí de manera ignominiosa. Para colmo, el informe de Jruschov de 1956 no alteró nada ese celo en la impostura y la incapacidad. Hasta 1967, todos los manuales dan de la Unión Soviética una visión única y conforme a los clichés de la propaganda más optimista. Las imágenes continúan procediendo de las agencias Tass y Novosti. El déficit demográfico se explica, según los autores, por la herencia zarista y por la invasión hitleriana, nunca por las purgas estalinistas. Evidentemente, sólo una minoría de maestros y de autores de manuales pertenecía al partido comunista o votaban comunista. Pero esta comprobación no hace más que ilustrar un fenómeno cuya amplitud debe ser medida si se quiere comprender la historia cultural y política de nuestra época: es el desbordamiento de la ideología comunista y de la visión marxista del mundo sobre vastas capas de la izquierda llamada no comunista. Es difícil imaginar el clima de intolerancia de esos años en la enseñanza francesa. La expresión «caza de brujas» sirve, en general, para designar los actos de intolerancia de la derecha contra la izquierda, raramente a la inversa. Por lo demás, la caza de brujas se produjo entonces, en el cuerpo docente, no contra la derecha, sino contra la probidad científica y pedagógica. Dupâquier tuvo, sobre ello, una penosa experiencia. En 1969 había conseguido hacer publicar en Bordas un manual basado en una documentación un poco más seria, en lo que concernía a la Unión Soviética, que las estadísticas, la propaganda y las fotos oficiales piadosamente avaladas por los otros autores. Nos cuenta: «Tal como se podía esperar, se produjo un clamor de indignación. Fuimos denunciados por L’École et la Nation y recibimos, en Éditions Bordas, unas cuarenta cartas de protesta, en las que se exponía todo el abanico de los sentimientos, desde la tristeza hasta la cólera. La indignación de uno de nuestros colegas era tal que sólo pudo expresarse en caracteres de imprenta: “ES DE UNA ESPANTOSA ESTUPIDEZ Y MALA FE.” Otro tuvo la delicadeza de escribir al mismo señor Pierre Bordas para decirle que siempre se había fiado de él, que sus manuales figuraban en todas las materias y en todas las clases de su liceo, pero que, después de aquel golpe, sus colegas y él iban a reconsiderar todo el asunto. Efectivamente, las ventas acusaron el golpe: las ventas anuales del manual sospechoso no sobrepasaron nunca la cifra de 20 000, mientras que su homólogo de la clase de tercero alcanzó alegremente la cifra de 50 000».
El éxito comercial de un manual escolar depende de la decisión soberana de cada profesor, que lo escoge o no como libro de clase para sus alumnos. Se comprende, pues, que los editores duden en proponer obras que chocan de frente con los prejuicios del cuerpo docente.
Entre 1980 y 1985 se produjo un deshielo y se pudo hablar de una desestalinización tardía y parcial de los manuales de historia y de geografía en Francia. Sin duda hay que atribuirlo a la «desmarxisación» generalizada de la intelligentsia francesa. En 1983, sin embargo, todavía se encuentran libros fíeles al evangelio estalinista, como el de la colección Gauthier (en las ediciones ABC), en donde se puede leer, entre otras cosas, que «varios elementos inducen a pensar que Yuri Andrópov, que ha sucedido a Leonid Brézhnev al frente del partido comunista de la Unión Soviética, el 12 de noviembre de 1982, proseguirá la política de apertura practicada por su predecesor».
Un editorialista intrépido es muy libre de entregarse a vaticinios gratuitos de esta índole, de juzgar a Brézhnev «abierto» y al antiguo jefe de la KGB más abierto todavía. Los lectores están acostumbrados a todo y el periodista está a tiempo de rectificar… Pero ¡infligir a pobres muchachos, en un manual escolar, bajo el pabellón del «servicio público», estas ineptas pero no inocentes profecías! ¡Pobre escuela pública!
Examinando la historia de la Unión Soviética en los manuales de historia franceses, desde 1931, Maurice Decrop, en el mismo coloquio, pone de relieve que, de los 24 manuales que él clasifica como probolcheviques (contra 21 antibolcheviques y 10 mitigados), 23 aparecieron entre 1946 y 1982, lo que confirma el proceso de estalinización de la enseñanza francesa en la posguerra. Subrayemos, pues éste es el criterio, que las falsificaciones se refieren, no a las opiniones, sino a los acontecimientos: por ejemplo, hay manuales que silencian la revuelta del Cronstadt o que atribuyen la construcción del muro de Berlín… ¡a la República Federal de Alemania![144] Decrop juzga con razón que tan groseras censuras y deformaciones parecen ser debidas «más a un rechazo de la información que a una falta de información». Y concluye: «Cabe preguntarse qué hay de verdad en la neutralidad de la enseñanza pública. Sobre este tema es divertido mencionar el estudio de Jacqueline Freyssinet-Dominjon sobre Les manuels d’histoire de l’École libre, 1882-1949 (A. Colin, 1969). La autora presenta la escuela pública como modelo de la objetividad del que la escuela libre estaría muy alejada. Las profundas divergencias de los manuales en la presentación de la historia de la Unión Soviética inducen a preguntarse si esta opinión no estará reeditando la parábola de la paja y la viga».
Todo sucede como si, en un momento dado, que se puede situar en los años sesenta, los profesores, no contentos con encontrarse, como todos nosotros, inconscientemente bajo el influjo de su ideología, hubieran conscientemente decidido utilizar su posición privilegiada ante la juventud para combatir la civilización liberal y, a tal efecto, para volver a escribir la historia en lugar de enseñarla, en cierto modo como, en el mismo momento, los magistrados de izquierda se concedían a sí mismos licencia para rechazar la ley en vez de aplicarla. La enseñanza cede su lugar a la predicación militante: así, en un libro del maestro (es decir, un manual destinado a guiar al maestro en su enseñanza), el autor (Vincent, Éditions Bordas, 1980), da a los profesores las siguientes consignas: «Se dirá que existen en el mundo dos campos:
§ uno, imperialista y antidemocrático (EE. UU).;
§ otro, antiimperialista y democrático (URSS);
precisando sus objetivos;
§ dominio mundial por el aplastamiento del campo antiimperialista (EE. UU).,
§ lucha contra el imperialismo y el fascismo, refuerzo de la democracia (URSS)».
Todo está muy claro: la misión de los maestros ya no es enseñar, sino acabar con el capitalismo e impedir el paso al imperialismo. Cumplen con esta tarea incluso en los libros de lenguas y literaturas extranjeras. Así, el manual español Sol y Sombra, para uso de las últimas clases (preparación para el bachillerato, Bordas, 1985) de Pierre y Jean-Paul Duviols, ambos catedráticos de la universidad, comprende todo un capítulo consagrado a la celebración de los méritos de Fidel Castro y otro en que se ratifica la versión mítica de las razones de la caída de Allende. Los autores modernos citados en Sol y Sombra, latinoamericanos o españoles, son casi todos comunistas o compañeros de viaje. Con la pretensión de ofrecer un panorama representativo de la cultura hispánica del siglo XX, desde sus principios hasta nuestros días, los autores se las arreglan para confeccionar un compendio en el que no figuran, por España, ni Ortega y Gasset, ni Azorín, ni Menéndez y Pelayo, ni Pérez Galdós, ni Gómez de la Serna, ni Pérez de Ayala, ni Maeztu, ni Salvador de Madariaga, ni, entre los poetas anteriores a 1936, Gerardo Diego, Salinas y Jorge Guillen. No quedan más que el «mártir» García Lorca —asesinado, pese a la leyenda, por razones más personales que políticas— y los comunistas Alberti y Hernández. De uno de los más grandes poetas de lengua española de nuestro tiempo y de todos los tiempos, el nicaragüense Rubén Darío, encontramos citado el único poema político (y uno de los pocos mediocres) que compuso, poema dirigido en 1905 al presidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt. Lo que da valor a ese texto a los ojos de los hermanos Duviols es, manifiestamente, que se trata de una diatriba contra los «yanquis». Lo que los hermanos olvidan mencionar, si es que lo saben, es que Rubén Darío ataca a los Estados Unidos… para defender el colonialismo español, en el momento en que Theodore Roosevelt[145] interviene en Cuba con objeto de expulsar a los españoles. El poeta se aferra a un mundo antiguo, antidemocrático y reaccionario, por razones sentimentales, por nostalgia de una sociedad colonial exangüe. ¡He aquí su poema presentado como un manifiesto precursor de la izquierda revolucionaria de los años sesenta!
En cuanto a la sociedad capitalista, si hay que creer al cuerpo docente francés, tiene tan poco derecho a vivir como el imperialismo que secreta. El manual Initiation économique et sociale, destinado a la clase de segundo grado (el año que precede al bachillerato[146]), escoge, para ilustrar su «Dossier» sobre «El capital en la empresa» el cartel de la película La Banquière, inspirado por la vida de Marthe Hanau, una de las vedettes de los anales de la estafa, en el período de la entreguerra. ¿Por qué no Stavisky? La página inicial del «Dossier» titulada «¿Qué es una empresa?» se adorna, del mismo modo, con una reproducción del cartel de la película inspirada en la novela de René-Victor Pilhes, L’Imprécateur, requisitoria simplista de un autor de extrema izquierda, calumniando a ultranza a una imaginaria sociedad multinacional. Más adelante, otra ilustración: los cuatro hermanos Willot, dudosos hombres de negocios que varios procesos escandalosos acababan de colocar, cuando salió el libro, en el primer plano de la actualidad. Esto es lo que llaman objetividad. ¿Por qué no Al Capone? Así, en una obra destinada a iniciar a los jóvenes en la economía, no se encuentra, para grabar en su memoria, para tratar de dos instituciones, la banca y la empresa, que, desde el siglo XIV hasta el siglo XX han contribuido a la prosperidad de Occidente, más que los nombres de media docena de delincuentes.
Los niños muy jóvenes se benefician igualmente de la vigilancia anticapitalista del cuerpo docente. En L’Éveil a l’histoire del ciclo elemental,[147] que, en 1985, está en sus 957 000 ejemplares (¡qué desastre, santo cielo!), obrita que, en 100 páginas, va de la prehistoria hasta nuestros días, se lee, en la 59.ª y última lección, titulada «Desde 1945, graves peligros», lo que sigue: «En las ciudades, sobre todo, la vida cada vez es más penosa y malsana. ¡Cuántas viviendas demasiado pequeñas, ruidosas e incómodas! ¡Cuántas gentes que, para ir y volver de su trabajo, efectúan dos y tres horas de trayecto en tropel! El aire que se respira está lleno de polvo, de humo, de vapores de gasolina, de gases de combustión; cada vez es más tóxico. No hay silencio, ni siquiera durante la noche; todo ello trae como consecuencia muchas enfermedades.
La alimentación tampoco es sana. Cada vez consumimos menos productos naturales. El pan blanco, considerado durante mucho tiempo como un alimento de lujo, es menos sano y alimenticio que el pan moreno de antaño. ¿Qué decir de los frutos y legumbres activados o tratados muchas veces con insecticidas? ¿O de la carne de animales vacunados, cebados con una rapidez anormal? El consumo de alcohol y el uso del tabaco causan muchas enfermedades».
Hay motivos para preguntarse a causa de qué incomprensible milagro, en esas espantosas condiciones, la esperanza de vida ha podido aumentar tanto como ha ocurrido durante nuestro siglo y, especialmente, de una manera tan rápida y espectacular desde 1950. El matrimonio Chaulanges no explica a los pequeñuelos del ciclo elemental por qué y cómo unos hombres envenenados por una alimentación cada vez más malsana, asfixiados por un aire cada vez más tóxico, extenuados por unos transportes urbanos cada vez más lentos, comprimidos en viviendas cada vez más exiguas, minados por un insomnio crónico debido al ruido nocturno, diezmados por el tabaquismo y el alcoholismo, infectados por los insecticidas y acribillados por enfermedades cada vez más numerosas y variadas, consiguen, a pesar de todo, vivir el doble de tiempo, en promedio, que en el siglo pasado.
La conquista de la escuela por la izquierda (marxista y no liberal) se llevó a cabo en toda Europa. En Italia, la desviación de la escuela de su función de enseñanza para ponerla al servicio del adoctrinamiento político se desarrolla en dos tiempos. A partir de 1968 se desencadena una batalla izquierdista para hacer suprimir, pura y simplemente, todos los manuales. «¡No al manual! —podemos leer en una publicación del sindicato de maestros—. Está pagado por los trabajadores, incluso cuando es el Estado quien lo compra. Es un negocio que hace ganar miles de millones a la industria de la edición. Está impuesto por la escuela de los patronos. Promueve un tipo de instrucción que no sirve a los trabajadores. Favorece a una cultura de clase descalificada».[148] Este razonamiento recuerda la tesis desarrollada durante los años sesenta por el sociólogo francés Pierre Bordieu en La Reproduction, según la cual la enseñanza nunca habría servido más que para«reproducir» a la clase dirigente. Ésta es la razón, se nos anuncia en el citado manifiesto, por la cual el «colectivo didáctico y político del sindicato de los maestros ha decidido, en el curso de su asamblea, rechazar la adopción de los manuales» («Gli Insegnanti del Sindicato C.G.I.L. scuola del collettivo didattico-politico hanno deciso in assemblea di rifiutare l’adozione del libro di testo). Este alegato para un retorno a la transmisión oral sembró un comprensible pánico en las filas de los editores de libros escolares, que se vieron súbitamente en la miseria. Fue entonces cuando el partido comunista acudió en su socorro: fue el segundo tiempo de la operación. Los manuales pueden sobrevivir, se notificó a los editores, a condición de ponerse al servicio del Bien, y no del Mal. Podía leerse en un estudio publicado por una de las editoriales del Partido Comunista italiano que «necesitamos una escuela en la cual se trate de abatir los obstáculos que se oponen a la formación de personalidades revolucionarias».[149] Los editores obedecieron sin tardanza y a partir de 1976 produjeron unos manuales alineados con la ideología que se les proponía con tan evidente insistencia. Tanto en Italia como en Francia cedieron al chantaje comercial: las ocho décimas partes del cuerpo docente se componían, si no de comunistas inscritos, por lo menos de adeptos, de seguidores de la «Vulgata marxista» (según la fórmula de Raymond Aron), de manera que los editores no tenían más opción que la obediencia o la ruina. El resultado fue edificante. Un gran periodista, Lucio Lami, ha consagrado un libro a describirlo. En su obra, La Scuola del plagio («La escuela de los falsarios», Armando Editore, Roma), estudia medio centenar de manuales destinados a la escuela elemental, es decir, a los niños de menos de diez años, y adoptados en la enseñanza a partir de la «reforma intelectual y moral» de 1976, si así puede llamarse. Las mentiras por omisión o comisión se parecen a tal punto a las de los manuales franceses que me abstendré de cansar al lector con nuevas repeticiones infligiéndole una nueva ráfaga de citas. Me contentaré con una sola, en la que el autor de un manual, un «profesor» de historia, consigue relatar la segunda guerra mundial sin mencionar ni el pacto germano-soviético, ni, por consiguiente, la invasión y la anexión de media Polonia por Stalin, al mismo tiempo que Hitler invadía y anexionaba la otra mitad. Resulta que, quedando virtuosa y pacíficamente aparte del conflicto, la Unión Soviética es, a continuación, víctima de un ataque infame e inmerecido, exactamente como le había sucedido a Bélgica. «Hitler —están, pues, obligados a enterarse los niños italianos— invade sucesivamente Austria, Checoslovaquia y Polonia. Las naciones democráticas, que habían intentado evitar el conflicto, deben entrar en la guerra. Mussolini, aliado de Alemania, previendo una rápida victoria de los alemanes, declara la guerra a Francia (1940). Los ejércitos alemanes invaden Bélgica para eludir las fortificaciones francesas y atacar a Francia por la espalda. Después de haber ocupado los Países Bajos y una parte de Francia, Alemania se vuelve contra Rusia, que se ve obligada a entrar en la guerra» (extraído de Quale Realtá, manual para 5.º elemental).[150]
Lo más triste es que este tipo de timo pedagógico abunda hasta tal punto en los manuales escolares que terminamos por limitarnos a reírnos de ello. Sin duda la falsificación escolar ha existido siempre hasta un cierto punto, pero hay períodos en que permanece contenida en límites tolerables por un mínimo de honradez científica, y otros períodos en que esos límites son franqueados. Además, la democratización de la enseñanza, la entrada en la época de la educación de masas, ha extendido prodigiosamente el campo de acción y ha aumentado el número de víctimas del lavado de cerebro escolar. Hace poco, en los puestos de libros usados junto al Sena, encontré un viejo manual de historia, evidentemente destinado a algún colegio católico y monárquico de principios del siglo pasado, en que la restauración de la monarquía se llevaba a 1799, final de la Revolución, y donde Napoleón Bonaparte era transformado en capitán general de los ejércitos de Luis XVIII. Dudo que esa audaz visión de los hechos se impusiera en su tiempo y, de todas maneras, no podía engañar a muchos jóvenes cerebros, porque sólo una ínfima parte de la población iba entonces a la escuela. Ahora, cuando todo el mundo va a la escuela, no podemos ofrecernos el lujo de la indiferencia sonriente. Ahora bien, pocos son los autores que dan a conocer al público y acusan, como lo merece, la «desinformación escolar», para utilizar el título de la obra brillantemente desmoralizadora de Bernard Bonilauri sobre este tema.[151]
Los maestros, o por lo menos la corriente dominante entre los maestros, se han fijado, pues, como objetivo la formación de la «personalidad de base» socialista entre sus alumnos. Del mismo modo que antaño la educación cristiana presuponía que ocultaban a los alumnos ciertas informaciones y ciertas ideas —¿acaso no estaban en el índice?—, la educación de la «ruptura con el capitalismo» justificaba que se expurgaran y completaran los conocimientos humanos de acuerdo con lo que convenía que los alumnos creyeran. A partir de 1968 y de las revueltas inspiradas por la contracultura norteamericana que se desencadenaron ese año, un segundo componente ideológico se añadió a las groseras prácticas de la pueril y cínica censura, a saber, que la simple transmisión del conocimiento era reaccionaria. Por lógica vía de consecuencia, aprender también lo era. Asistimos a la expansión de la pedagogía llamada no directiva, que, en quince años, consiguió llevar a cabo la proeza de que una tercera parte de los niños que se presentaban al ingreso en el segundo ciclo, después de cinco o seis años de «instrucción» elemental, eran casi analfabetos, y que una parte apenas minoritaria de los estudiantes que llegaban a la universidad podían leer, pero muy pocos podían comprender lo que descifraban. Esta decadencia no puede atribuirse más que parcialmente al aumento de los efectivos y a la falta de personal docente cualificado. Es consecuencia principalmente de una doctrina de las más oficiales, de una opción deliberada, según la cual la escuela no debe tener por función transmitir conocimientos. No se trata de una broma: la ignorancia en nuestros días es objeto, o lo era hasta hace bien poco, de un culto cuyas justificaciones teóricas, pedagógicas, políticas y sociológicas se extienden explícitamente en muchos textos y directrices.[152] Según tales directrices, la escuela debe dejar de transmitir conocimientos para convertirse en una especie de falansterio «de convivencia», de «lugar de vida» donde se despliega la «apertura al prójimo y al mundo». Se trata de abolir el criterio considerado reaccionario de la competencia. El alumno no debe aprender nada y el profesor puede ignorar lo que él enseña.
¿No es éste el método más expeditivo para suprimir el fracaso escolar? Los defensores de la nueva pedagogía niegan, en efecto, que ese fracaso sea escolar. Lo atribuyen a una sola y única causa: las desigualdades sociales. No existen, según ellos, las desigualdades de capacidades o de dotes, o de energía, entre los hombres, ni diferencias cualitativas entre sus disposiciones. Las diferencias que se observan entre sus resultados escolares proceden de que han sido favorecidos o desfavorecidos social y culturalmente. Conviene, pues, ante todo impedir que esas diferencias se produzcan, porque podrían crear la ilusión y difundir la errónea convicción de que ciertos alumnos tienen más éxito que otros porque son más inteligentes o más diligentes o tienen un profesor mejor que los demás. Pero no es así. Sólo la clase social, el privilegio económico y la ventaja cultural concedida por el ambiente explican esas diferencias. Todo lo que sucede en la escuela se deriva de factores exteriores a la escuela.[153] La escuela no tiene, pues, más que una sola misión: neutralizar la influencia de esos factores restableciendo en su seno la rigurosa igualdad de resultados que, por desgracia, no se encuentra fuera de su recinto. Dejar que se manifiesten esas diferencias entre «buenos» y «malos» alumnos, permitir a los presuntos «buenos» alumnos adquirir más conocimientos y más rápidamente que otros, equivaldría a promocionar la creencia en las desigualdades naturales o en las diferencias cualitativas y conceder una prima a los beneficiarios de la injusticia social. El buen alumno debe ser mantenido al nivel del malo, considerado como el equitativo punto medio social. Se redistribuye el éxito escolar como el Estado socialista redistribuye las rentas. Toda tentativa para ver en la enseñanza una máquina para detectar talentos y proporcionarles medios de desarrollo es calificada de elitista y, como tal, condenada como reaccionaria.
Tengo ante mis ojos una resolución del Congreso de la FEN 13 (Federación de la Educación Nacional, sección de las Bocas del Ródano), votada por unanimidad el 22 de enero de 1988 en Aix-en-Provence, todas las tendencias y todos los sindicatos a la vez. Tiene por objeto denunciar y, si es posible, impedir la realización de un «proyecto de establecimiento» de un instituto de Segunda Enseñanza en Marsella, proyecto adoptado por el consejo de administración del instituto y tendente a revalorizar la rama literaria. Ese documento se titula significativamente: «Contra las ramas de élite» y está concebido así:
«En el instituto San Carlos de Marsella, un proyecto de creación de una sección A (primera y terminal) seleccionada por expediente ha sido votado por el consejo del establecimiento. Junto a esta rama «noble» subsistiría una sección A privada de sus mejores alumnos y, por consiguiente, sin futuro.
«Este proyecto, si se realiza, crea un precedente muy peligroso. Crea oficialmente una rama selectiva sin posibilidad de apelación para los alumnos. Aprovechándose de la autonomía de los establecimientos, este proyecto se inscribe en la situación de competencia de los institutos de Marsella, incitando a los otros establecimientos a crear también ramas de élite.
La FEN (Federación de la Educación Nacional), que se ha pronunciado siempre por una democratización de la enseñanza y por el acceso del mayor número al más alto grado de formación posible, condena este proyecto y, de manera más general, todo restablecimiento de las ramas. Pide a sus afiliados y en general al conjunto de maestros que se opongan a todo proyecto selectivo».
Se observará que toda esta filosofía pedagógica, cuyo texto que acabo de reproducir no es más que una muestra, se apoya sobre dos postulados carentes de todo valor científico. El primero es el postulado de la identidad del patrimonio genético de todos los seres humanos. El segundo instituye como un dogma que los resultados escolares están en razón directa de la posición económica y del medio social, es decir, que ningún niño de un ambiente más pobre conseguiría nunca mejores resultados que un niño de un ambiente más rico. La observación más corriente desmiente esta afirmación gratuita. El absurdo sociológico se une aquí al absurdo biológico. ¡La enseñanza, vehículo del conocimiento, se apoya en la ignorancia! Los defensores de esta pedagogía oscurantista confunden, como muy bien ha dicho Laurent Schwartz, la igualdad ante la escuela y la igualdad en la escuela.[154] Democratizar la enseñanza quiere decir en realidad hacer las cosas de manera que su situación económica no impida nunca a un niño hacer los estudios correspondientes a sus aptitudes. Esto no quiere decir que todos los niños tengan las mismas aptitudes: el mismo nivel y el mismo género de aptitudes. Nada, en el estado actual de la ciencia, permite afirmar que todos los individuos estén igualmente dotados para todo, y muchas cosas incitan a pensar que esto no es así. Decretar que todos los niños de las escuelas serán los primeros el día en que toda la sociedad sea justa —¿y de qué «justicia», además?— no puede ser fruto más que de un delirio ideológico fundado en la incompetencia. Hay que lamentar que esta incompetencia voluntaria florezca hoy precisamente en el cuerpo socioprofesional que tiene por misión transmitir de generación en generación el tesoro del conocimiento. Como ha descrito François Jacob en Le Jeu des possibles, es justamente porque los hombres no son naturalmente iguales que se ha inventado la igualdad de derechos y que debemos luchar por ella. La igualdad de los derechos remedia la desigualdad de los dones… entre los individuos, por supuesto, lo que es un fenómeno comprobable, y no entre las razas, lo que no es ni un fenómeno observable ni un concepto científico. Si la igualdad natural reinara, la igualdad jurídica sería inútil. Por otra parte se ve muy bien cómo se puede, cada vez más, en el capitalismo democrático, reducir tanto las desigualdades económicas como la influencia de las desigualdades económicas sobre las desigualdades culturales, sobre las posibilidades escolares y universitarias. Lo que no se ve en absoluto, en cambio, a menos de renunciar a la misma esencia del acto de enseñar y del acto de aprender, es por qué sería deseable que todos los niños situados en las mismas condiciones obtuvieran los mismos resultados y se prepararan, por consiguiente, para ejercer las mismas actividades, de la misma manera y con la misma fortuna. Añadido a la falsificación de los manuales escolares, este principio irreal corona la destrucción de la enseñanza por los mismos maestros.
La igualdad en la enseñanza no puede consistir más que en crear condiciones de acceso a los estudios en las cuales cada uno obtendría el éxito únicamente en función de sus facultades intelectuales reales. El niño nacido en un medio económicamente débil no debe ser favorecido si es mediocre, y para ello necesitamos una enseñanza severa y selectiva. El niño nacido en una familia sin medios y sin cultura no se debe ver privado de estudios de alto nivel si es inteligente, y para ello necesitamos también una enseñanza severa y selectiva, apta para detectar los dones, en vez de reprimirlos impidiéndolos emerger y manteniéndolos al nivel de los alumnos más malos. Esta última concepción de la igualdad acaba en el mayor daño que se puede hacer a los alumnos desfavorecidos por su medio: ¡infligirles en la escuela un segundo medio desfavorecedor! ¡Con el pretexto de que viven en un entorno que asfixia la actividad intelectual, se les proporciona en clase un cargamento suplementario de aguafiestas! ¡Valiente idea! Ese sistema pedagógico aniquila la gran función histórica de la escuela, su verdadera vocación democrática, que es corregir las desigualdades sociales con las desigualdades intelectuales. La ideología que la anima postula la igualdad y la identidad de todos los seres humanos. Sólo las desigualdades sociales explicarían las desigualdades de éxito en los estudios. Como la experiencia no confirma ese postulado, hay que obligarla a que lo haga, organizando el fracaso generalizado, que hace el oficio de purgatorio que permitirá alcanzar el nirvana de la igualdad intelectual total. Ese postulado anticientífico engendra, de hecho, la escuela más reaccionaria que existe, porque sólo los niños de medios pudientes tienen la posibilidad material y las relaciones necesarias para encontrar, fuera de una enseñanza convertida en estéril, la formación que esta enseñanza ya no les da. La pretendida matriz de la justicia pare la injusticia suprema.
La escuela ha sido y puede volver a ser un instrumento de perfeccionamiento de la sociedad y de corrección de las desigualdades, pero, precisamente, tal como es su papel, pasando por el saber, no negándolo y prohibiéndolo. Lo que la democratización de la enseñanza ha permitido es transformar cada vez más el saber en palanca de corrección de las desigualdades económicas de partida. Uno de los significados más profundos del concepto de democracia es, tal vez, éste: que la democracia sirve para descomponer el determinismo sociológico de la participación en la cultura. Pero es por medio de la misma cultura como lo descompone, no por su contrario, no fabricando «niños idiotas», iguales en la idiotez. El sueño de los nuevos pedagogos consiste en transformar la escuela en herramienta de destrucción de la sociedad, por la mentira y la ignorancia. Esta táctica no destruirá la sociedad, en primer lugar porque los nuevos pedagogos no conocen esa sociedad, no se molestan en estudiarla y la juzgan a través de prejuicios perezosos y consternantes de paralizado simplismo; luego, porque la sociedad no tolerará durante mucho tiempo una escuela cuya finalidad confesada es zaparla desde el interior; y, en fin, porque, a fuerza de aniquilarse a sí misma para aniquilar mejor a la sociedad, la escuela, de acusadora que se creía, se vuelve la principal acusada. Su ineficacia la desacredita y la ridiculiza. Ella creía hacer la revolución, pero lo que ha hecho es naufragar.
Afortunadamente, la sociedad civil se defiende con vigor contra los esfuerzos de su cuerpo docente para volver a sumergirla en el analfabetismo. La demanda de educación continúa siendo fuerte, incluso crece cada vez más, y la presión que ejerce tiene parcialmente en jaque a la nueva pedagogía. Entre las personas con menos de treinta años el porcentaje de titulares de un diploma igual o superior al bachillerato (fin de los estudios secundarios) se ha cuadruplicado en un cuarto de siglo. Es cierto que no es exactamente el mismo diploma. Es cierto también que se puede registrar en una sociedad una progresión importante en el número de diplomados sin que, no obstante, ese número baste, porque la necesidad de diplomados ha progresado aún más de prisa, a causa de las transformaciones culturales y tecnológicas. Puede haber progresión en cifras absolutas y regresión en términos relativos. Entramos en tipos de sociedades en las que han disminuido y están llamados a desaparecer los empleos no cualificados. «Cada año, en Francia, 80 000 jóvenes, casi analfabetos, se convierten en handicapados adultos»[155] que, hace treinta o cincuenta años, habrían sido trabajadores manuales, en la agricultura, la industria o el artesanado perfectamente normales e integrados. No basta con felicitarse de que el número de diplomados sea, en un país, más elevado que antes; hay que saber igualmente si ha crecido tan de prisa como la demanda. Es muy posible que en una sociedad falten, a la vez, empleos no cualificados para sus parados y jóvenes diplomados para sus empleos cualificados. Esto explica, a pesar del aumento del número de diplomados, que el público pueda, sin embargo, tener la impresión de que la enseñanza ha fracasado en su tarea y exija, pues, una enseñanza más eficaz, lo que resulta de todos los sondeos. Igualmente, estos sondeos demuestran que, a mediados de los años ochenta, el período de edad de los dieciocho/veinticuatro años considera a la Unión Soviética como un fracaso económico, un cementerio de los derechos del hombre y una amenaza para las democracias, lo que hace felizmente flagrante el fracaso de treinta años de lavado de cerebro por los manuales escolares.[156]
Los pedagogos han abandonado progresivamente en los recientes manuales escolares la empresa cada vez más desesperada de hacer admirar a sus alumnos el modelo soviético.[157] No obstante, han encontrado otra rampa de lanzamiento desde donde disparar sus ataques contra el capitalismo democrático. Es el tercermundismo, según el cual el enriquecimiento de los países desarrollados no tiene más que una sola causa: el empobrecimiento de los países subdesarrollados. Tesis sin la menor base en la realidad económica e histórica, simple sustituto y desplazamiento en el espacio de la insostenible ideología marxista de la plusvalía; el tercermundismo ha sido tan a menudo y tan completamente refutado que no insistiré más que para subrayar que se trata, en este caso, de un nuevo ejemplo de persistencia, concretamente escolar, de una representación falsa, a pesar de la total disponibilidad de las informaciones que la contradicen.
Según una idea preconcebida, el niño moderno compensaría las insuficiencias y los prejuicios de la enseñanza escolar mediante las informaciones que le suministran los medios de comunicación. Ésta sería incluso una de las fuentes de la «desmoralización» del cuerpo docente, despojado del «público cautivo» que constituían hasta entonces sus fieles y de la autoridad que le confería antes el monopolio de la dispensación del saber. No sé si las gentes que razonan así han mirado a menudo a sus hijos cuanto éstos contemplan la televisión o si se han observado a sí mismos cuando ellos la miran. Además de que los prejuicios políticos de los periodistas de los medios de comunicación no están, a menudo, muy alejados de los de los profesores, tanto por opción política como por conformismo y pereza; además asimismo de que la educación no se nutre tan sólo de la actualidad diaria, por «cultural» que sea, no se puede evitar pensar en la naturaleza volátil de la información televisada y en el estado semionírico en que la percibimos. La característica del hecho televisado es que está separado del contexto y de los antecedentes, que no está ni situado ni explicado, si no es con frases necesariamente tan cortas que casi más valdría abstenerse de ellas. Es la violencia de la imagen y no la importancia del acontecimiento lo que produce la fuerza de la impresión. Pero la educación, la iniciación a la cultura y el aprendizaje de un pensamiento autónomo presuponen condiciones que están en las antípodas de esta percepción masiva. Me refiero, sobre todo, a los diarios televisados, pues las revistas o reportajes permiten utilizar mejor la potencia ilustrativa de la televisión sin renunciar al razonamiento, a la comparación de datos, en una palabra, a todo lo que se dirige a la conciencia clara y deja una huella en la memoria. Pero la masa principal de los mensajes viene de los telediarios. Ahora bien, la naturaleza del medio televisivo, por supuesto independientemente de la voluntad de los periodistas, favorece en el telespectador a la vez la intensidad de la impresión y la rapidez del olvido. La ley del género impone la sucesión rápida y la brevedad de los temas. Implica la ausencia de jerarquía. Una noticia internacional o económica de extrema importancia aparece al lado de un suceso o de un episodio local. El comentario, inevitablemente muy simplificado, es muy superficialmente captado, suponiendo que haya sido físicamente oído. El «lo he visto» en la televisión no supone que se tenga la menor noción de lo que se ha dicho. Aislada de sus causas y de su contexto, la imagen impresiona una zona de nuestra percepción en que el análisis intelectual y, por consiguiente, la puesta en marcha de la memoria intervienen débilmente. Nos acordamos de los «grandes momentos de televisión» porque nos han impresionado por lo patético, lo barroco, lo horrible o lo cómico, no por su valor explicativo o su influencia objetiva sobre el curso de la historia.
Se podría aplicar al estado de conciencia del telespectador, que es también un tele elector, los cuatro términos que empleaba Freud para describir el mecanismo del sueño: «Desplazamiento» (lo que quiere decir que cualquiera puede desempeñar el papel de cualquier otro); «dramatización» (lo que significa que el gesto reemplaza al pensamiento); y, en fin, «condensación» y «simbolización». Yo añadiré un quinto vocablo: evaporación.
Esto no es una «crítica de la televisión», crítica que no tendría más sentido que la de los viajes aéreos. Observemos simplemente que la información televisada —incluso si descarto en hipótesis las deformaciones debidas al prejuicio, a la censura o a la incompetencia— no es más que una forma de registro y no de análisis de los hechos. Y además no registra más que la cara externa de los acontecimientos, interpretando ante nosotros una obra de la que nunca llegaremos a oír el texto. Obra suntuosa, sin duda, y que ha enriquecido prodigiosamente, hasta la saciedad, nuestra visión física del planeta y de nuestros hermanos humanos. Pero esta visión no nos permite extraer una lección de los hechos, relacionarlos los unos con los otros, ni introducir un orden entre los antecedentes y las consecuencias. ¿Cómo podríamos entonces articular los acontecimientos en el seno de una comprensión de conjunto e integrarlos con un sentido y un valor en nuestra memoria? Una impresión expulsa a la otra, y esto lo saben aprovechar muy bien los políticos más hábiles.
Otra servidumbre acentúa la debilidad de la capacidad formativa de los medios de comunicación: es la imposibilidad, e incluso la inutilidad de rectificar. Toda información, por monstruosamente falsa o privada de perspectiva que esté, navega, una vez difundida, como un navío desamparado y desarbolado que ya nada ni nadie puede llevar al puerto para ser reparado. Ahora bien, el aprendizaje del pensamiento es, en buena medida, un proceso permanente de rectificación, por integración constante de noticias dadas a la representación inicial, que no cesa así de modificarse. «Los niños no tienen pasado ni futuro», escribe La Bruyère. La educación consiste en suministrarles uno y otro. Dudo que puedan reemplazarla o ayudarla en ese papel los mensajes de los medios de comunicación, que tampoco tienen pasado ni futuro.
Los maestros responden habitualmente a las objeciones del tipo de las precedentes diciendo que, en primer lugar, la suerte de la enseñanza ha estado siempre vinculada a factores políticos, y en segundo lugar, que ellos mismos tienen derecho, como todos los ciudadanos en una democracia, a la opinión y al combate políticos. Son dos sofismas. Que toda sociedad, todo Estado, tengan o deban tener una política de la enseñanza, no significa que los profesores tengan derecho a hacer política en la enseñanza. Es preferible, ciertamente, que sean consultados sobre la política de la enseñanza, pero cada vez que lo fueron en los últimos cuarenta años los consejos que dieron fueron tan infantiles, sectarios e irresponsables, que ha hecho concebir sobre sus móviles profundos una preocupante duda. En cuanto al derecho de los profesores a entrar en política, y bien sabe Dios que no se privan de él y hacen carrera en ella, ¿en qué modo sería violado por el escrúpulo profesional y la honradez intelectual en la transmisión de los conocimientos? Los profesores, por supuesto, no tienen ninguna razón para ser unas vestales. Julien Benda, en La traición de los intelectuales, no condena el compromiso como tal en los intelectuales. Lo que pide es que, ellos sobre todo y ante todo, subordinen el compromiso a la verdad y no la verdad al compromiso. Este deber se impone más aún al maestro, cuyo auditorio no tiene opción entre escuchar y no escuchar.
El profesor infiel a su deber añade al pecado contra el espíritu el abuso de la posición dominante.
¿Por qué los maestros, en todos los países democráticos, odian a tal punto la sociedad liberal y, para hablar concretamente, votan notoriamente más a la izquierda que la media de la sociedad de la que son miembros y cuyos niños instruyen? En el siglo XIX y en el curso de la primera mitad del siglo XX, a menudo era el ejército quien se desviaba peligrosamente de la corriente principal de la opinión pública, hacia la derecha y la extrema derecha. Hoy, son los profesores, hacia la izquierda y la extrema izquierda. No sólo en las democracias europeas, sino también en los Estados Unidos, llama la atención esta desviación. En 1982, por ejemplo, el profesor Bertell Ollman, de la Universidad de Nueva York, se felicitaba al comprobar: «Una revolución cultural marxista se desarrolla hoy en las universidades americana» («a Marxist revolution is taking place today in American universities)..[158] El manual del propio profesor Ollman, Alienation: the Marxist Conception of Man in the Capitalist Society (Alienación: la concepción marxista del hombre en la sociedad capitalista), cuyo título suena como un mal chiste italiano de principios de los años sesenta, se hallaba en 1982 en más de cien universidades americanas como texto obligatorio, y alcanzaba su séptima edición. Todo observador europeo no podía seguir desde entonces más que con divertida atención esa fortuna americana de un marxismo en plena derrota intelectual y política en el Viejo Continente. «Las ideas extremistas —escribía Guenter Lewy en la Policy Review (invierno de 1982)— han ganado terreno y han penetrado en profundidad. En ninguna parte es esto tan cierto como en los colegios y las universidades, en donde se encuentran centenares, tal vez millares, de profesores abiertamente socialistas».[159] Los organizadores de coloquios europeos, que cada vez tenían más dificultades en encontrar a participantes que aceptaran desempeñar el papel del marxista de servicio, franco y sin complejos, se vieron obligados a importarlos de los Estados Unidos. ¡Nos devolvían con usura lo que les habíamos prestado! Pero el espectáculo de este amable ping-pong ideológico a través del Atlántico no hace más que ampliar el misterio: ¿de dónde procede el feroz odio de los intelectuales a las sociedades menos bárbaras de la historia y su rabia por destruir las únicas civilizaciones que, hasta nuestros días, han conferido precisamente a la inteligencia un papel dominante?