¡Ah! Nosotros con exceso de los años de la tierra, hemos tomado, para reinar, su potencia adúltera; he aquí, de nuestros males, el fatal origen.
ALPHONSE DE LAMARTINE[101]
Ninguna profesión está tan desprestigiada como la de periodista. Ninguna es más adulada.
ROBERT DE JOUVENEL[102]
Sería sin duda excesivo e injusto escribir que la información está prohibida en medio mundo y falseada en el otro medio. Porque está prohibida en mucho más de la mitad del mundo.
Si se pueden contar, en efecto, medio centenar de países en los que la libertad de información no existe, y una treintena en que sí existe, esta diferencia aumenta cuando se toma en consideración menos el número de países que el de hombres, pues, entre las naciones privadas de información, figuran algunas de las más pobladas del planeta.
Entre los dos grupos, por otra parte fluctuantes, se pueden contar, con generosidad, otros treinta regímenes políticos bajo los cuales la prensa goza de una semilibertad. Paradójicamente esta situación mixta conlleva más peligros personales para los periodistas que el sistema de la censura completa. Muchos de ellos son cada año víctimas de represalias que pueden llegar hasta el asesinato, en razón de la misma imprecisión de los límites tácitamente impuestos a su curiosidad. Finalmente, debido al hecho de que en la mayor parte del mundo la información está prohibida, o fuertemente censurada, o perseguida o aun inaccesible, peligrosa de recoger y de transmitir, se hace a nuestros ojos tan preciosa y tan intangible que llegamos a suponerla exenta de todo defecto y al abrigo de todo error en los raros países donde reina la libertad. En esos países, criticar a la prensa constituye una especie de sacrilegio, sin duda cometido con frecuencia, pero que, en principio, no por ello es menos censurado. Sin embargo, incluso en las sociedades que se apoyan en una larga tradición democrática y observan un gran respeto por la libertad de expresión, sólo una pequeña fracción de los periódicos y otros medios de comunicación son concebidos y utilizados con el objetivo de proporcionar al público una información exacta y unos comentarios serios, en la medida de las posibilidades humanas, por supuesto: no me refiero aquí más que a la intención.
Además, la ley, en democracia, garantiza a los ciudadanos la libertad de expresión; no les garantiza ni la infalibilidad, ni el talento, ni la competencia, ni la probidad, ni la inteligencia, ni la comprobación de los hechos, que están a cargo del periodista y no del legislador. Pero cuando un periodista es criticado porque falta a la exactitud o la honradez, la profesión ruge fingiendo creer que se ataca al principio mismo de la libertad de expresión y que se pretende «amordazar a la prensa». El colega no ha ejercido, se oye decir, más que «oficio de informador». ¿Qué se diría de un dueño de restaurante que, sirviendo alimentos en malas condiciones, exclamara, para rechazar la crítica: «¡Oh!, por favor, dejadme cumplir mi misión alimenticia, ese deber sagrado»? ¿Acaso sois partidarios del hambre?». En realidad, la mayoría de las gentes que crean periódicos u otros medios de comunicación lo hacen para imponer un punto de vista y no para buscar la verdad. Lo que ocurre es que vale más parecer buscar la verdad cuando se quiere imponer un punto de vista. Igual que entre los millones de libros que se imprimen sólo una ínfima proporción está consagrada a la literatura como arte o a la comunicación de conocimientos, sólo una minoría de empresas de prensa y de comunicación son fundadas y dirigidas con el principal objetivo de informar. Esta preocupación engendra un tipo de periódicos que ocupan un minúsculo espacio en la gigantesca masa de la prensa puramente comercial o proselitista.
La confusión entre la libertad de expresión, que debe ser reconocida incluso a los embusteros y a los locos, y el oficio de informar, que conlleva sus propias obligaciones, se sitúa en los mismos orígenes de la civilización liberal. Antes de la segunda mitad del siglo XIX, es decir, antes del nacimiento de las agencias de prensa, de los reporteros, del telégrafo eléctrico, todas las consideraciones sobre la libertad de la prensa, desde Milton[103] hasta Tocqueville, pasando por Voltaire, se refieren exclusivamente a la libertad de opinión. A medida que se elabora la democracia moderna, aparece como evidente que uno de sus componentes consiste en la libertad de cada uno, como dice Voltaire, de «pensar por escrito». Debemos defender, nos dice, el derecho de cada uno a hacer conocer al público su punto de vista, incluso si tal punto de vista nos horroriza, y nosotros mismos no debemos combatirlo más que con la palabra y la argumentación, jamás con la fuerza o con la calumnia: así surge entonces el principio de la tolerancia. Pero ese derecho de razonar o de disparatar a su guisa no tiene nada que ver con el derecho a imprimir informaciones falsas, lo que es muy diferente. En los orígenes de la democracia, el debate sobre la prensa no se instaura en el contexto del derecho a informar o ser informado: no se refiere más que a la tolerancia y a la diversidad de opiniones. Así es como la famosa primera enmienda de la Constitución estadounidense, que funda el derecho de la prensa en los Estados Unidos, trata en la misma frase, y esto es significativo, simultáneamente, de la libertad religiosa, de la libertad de expresión, de la libertad de reunión y de la libertad de petición.[104] Pero la prohibición hecha por esta enmienda de «restringir la libertad de palabra o de la prensa», colocada en el mismo plano que la prohibición de restringir la libertad para cada uno de escoger su culto, no implica en ninguna manera, por ejemplo, que la Administración estadounidense haya violado la Constitución, como se ha dicho, cuando prohibió que los reporteros estuvieran presentes al lado de las tropas durante las primeras horas del desembarco en Granada, en 1983. La primera enmienda no implica tampoco que un periódico tenga derecho a publicar un documento de Estado confidencial fraudulentamente hurtado.
Puede considerarse reconocer este derecho o el de la prensa de ser obligatoriamente tenida al corriente, anticipadamente, de todas las operaciones militares; pero, en cualquier caso, no derivan, ni el uno ni el otro, de la primera enmienda, por la excelente razón de que tal enmienda no trata en absoluto de la información. También en Francia, después de la caída del primer Imperio, bajo la Restauración y bajo la monarquía de Julio, todas las discusiones sobre la prensa y sobre las leyes, eventualmente deseables o no para reglamentarla o no, giran alrededor de la noción de opinión únicamente. Todos los pensadores liberales, Benjamín Constant en sus Principios de política, en 1815, Royer-Collard en su discurso sobre la libertad de prensa en la cámara de diputados, en 1817, empiezan por plantear (cito aquí a Royer-Collard) que «la libre publicación de opiniones individuales por la prensa no es sólo la condición de la libertad política, sino que es el principio necesario de esa libertad, puesto que sólo ella puede formar en el seno de una nación una opinión general sobre sus asuntos y sus intereses».[105] A continuación, la cuestión que plantea la reflexión de estos pensadores políticos es saber cómo castigar los abusos de la libertad de expresión, las opiniones lesivas para el honor, la dignidad o la seguridad ajenas y la paz civil. ¿Pueden impedirse estos abusos sin atentar contra esa misma libertad? En general, concluyen que más vale aceptar los inconvenientes que intentar remediarlos mediante la legislación, pues el buen juicio público, fruto de la experiencia de la libertad y de la costumbre de confrontar las tesis, ya se encargará de desacreditar a los difamadores y a los facciosos. Benjamín Constant pone en el mismo saco a los «frenéticos que, en nuestros días, querían demostrar la necesidad de abatir un cierto número de cabezas que ellos designaban, y se justificaban luego diciendo que ellos no hacían más que emitir su opinión», y a los «inquisidores que querrían ponerse una medalla con ese delirio, para someter la manifestación de cualquier opinión a la jurisdicción de la autoridad». Como se puede ver, no se trata más que de la opinión, del derecho a la expresión del punto de vista personal; nunca de lo que entendemos hoy corrientemente por «los problemas de la información y de los medios de comunicación».[106]
Para Tocqueville, los periódicos desempeñan el papel que en nuestros días corresponde a la prensa regional o a la televisión por cable en una comunidad local: sirven de cemento y de lazo entre los habitantes. Sin la prensa, los ciudadanos podrían confinarse en el individualismo a que nos impulsa la democracia igualitaria. «Cuando los hombres ya no están unidos entre ellos de una manera sólida y permanente (sobreentendido: como en las sociedades aristocráticas), no se podría conseguir de un gran número que actuara en común… Esto sólo puede hacerse habitual y cómodamente con la ayuda de un periódico; sólo un periódico puede venir a depositar, al mismo tiempo, el mismo pensamiento en mil espíritus». En esa perspectiva, la exuberancia de la prensa en los Estados Unidos se deriva, según Tocqueville, de la de las asociaciones, es decir, de la democracia local, en la que como se sabe se aprecia con razón el rasgo fundamental y la fuente de la autenticidad de la democracia norteamericana. El texto de De la democracia en América que acabo de citar está, por otra parte, entresacado del capítulo titulado «De la relación de las asociaciones con los periódicos». La prensa tiene, pues, en esta concepción, una función movilizadora. Sirve para acercar a los ciudadanos unos a otros alrededor de un proyecto común, lo que es bueno, prosigue Tocqueville, incluso si el proyecto no vale nada, porque por lo menos los desgaja del individualismo. «No negaré que, en los países democráticos, los periódicos no inciten a menudo a los ciudadanos a llevar a cabo en común empresas insensatas; pero si no hubiera periódicos, no habría casi acción en común. El mal que ellos causan es, pues, mucho menor que el que curan». Tocqueville persiste, así, en no considerar en la prensa más que la función movilizadora, que previene la caída en el sopor solitario, consecuencia de la atomización democrática.
Uno se queda desconcertado al comprobar que uno de los más grandes teorizantes modernos de la democracia, uno de sus observadores más intuitivos, no se ha apercibido de la importancia de la otra función que hace a la prensa indispensable en el sistema democrático: la función de información. Pero, si la democracia es el régimen en el cual los ciudadanos deciden las orientaciones generales de la política interior y exterior, escogiendo con su voto entre los diversos programas que los candidatos que ellos designan para gobernarlos, ese régimen no tiene sentido ni puede funcionar en el interés de sus miembros más que si los electores están correctamente informados de los asuntos tanto mundiales como nacionales. Ésta es la razón por la cual la mentira es tan grave en democracia, régimen que sólo es viable en la verdad y lleva a la catástrofe si los ciudadanos deciden según informaciones falsas. En los regímenes totalitarios, los dirigentes y la prensa del Estado engañan a la sociedad, pero los gobiernos no conducen su política según sus propias mentiras. Guardan para sí otros informes. En las democracias, cuando el poder engaña a la opinión, se ve obligado a hacer concordar sus actos con los errores que ha inculcado, puesto que es la opinión quien designa a los dirigentes o los aparta. ¿No es para impedir ese riesgo mortal que la prensa interviene, o debiera intervenir, no es eso lo que la hace indisociable de la misma democracia?
Pero a este respecto, por desgracia, la confusión original entre la función de opinión y la función de información, o, más exactamente, la anterioridad de la función de opinión sobre la otra, y su preponderancia, han dado lugar a un equívoco que se perpetúa en nuestros días. Por una parte, todo el mundo está de acuerdo en ello, la democracia es un sistema en el cual todas las opiniones deben poder expresarse, a condición de que se haga pacíficamente. Es también, por otra parte, un sistema que sólo puede funcionar si los ciudadanos disponen de un mínimo de informaciones exactas. Sin embargo, esta segunda función, dígase lo que se quiera, nunca se ha distinguido de la primera ni ha sido plenamente comprendida. Y, sobre todo, ha sido siempre obstinadamente subestimada.
Esto se deduce de diversos lugares comunes con que se nos fatigan los oídos en todos los coloquios y debates sobre la prensa. La prensa —se repite hasta la saciedad— debe ser pluralista. Sin embargo, lo que debe ser pluralista es la opinión, no la información. Según su misma naturaleza, la información puede ser falsa o verdadera, no pluralista. Comprendo bien que toda información no posee ese grado ideal de certeza comprobable que no deja lugar a dudas ni a controversias y pone un término a toda discusión. Así, el «pluralismo» no le concierne más que en la medida en que pueda ser dudosa. Puede decirse, en cierto modo, que cuanto más pluralista es una información, menos información es… Por esencia, debe tender, en todo caso, a la certidumbre, y, además, existen muchas más informaciones que pueden alcanzarla de lo que se dice en general, con la intención de dispensarse de tenerla en cuenta. El tópico de la objetividad imposible no es, a menudo, más que pereza… o picardía. En todo caso, cuando se trata de resolver una situación de hecho, la objetividad no consiste, como se dice en virtud de una aberración, en oponer opiniones contrarias en el curso de un debate. Si ambas opiniones reposan sobre informaciones falsas, ¿cuál es el interés del debate? Ese interés puede, sin ninguna duda, reflejar el humor y la diversidad de las familias en un país. Pero la misión de la prensa no puede detenerse ahí. La confrontación de la incompetencia no ha sustituido nunca al conocimiento de los hechos. El deber de la prensa consiste en adquirir ese conocimiento y transmitirlo. El pluralismo recobra sus derechos y vuelve a encontrar su necesidad cuando llega el momento de deducir enseñanzas de los hechos establecidos, de proponer remedios, de sugerir medidas. Desgraciadamente, en la práctica, el «pluralismo» se ejerce, casi siempre, antes de esa fase; selecciona las informaciones, les cierra el paso, las deja pasar en silencio, las niega, las amputa o las amplifica, incluso las inventa, con objeto de adulterar en su fase embrionaria el proceso de formación de la opinión. Cuando se invoca el «pluralismo», se refiere, sin vergüenza, a un pretendido derecho para cada periódico de presentar las informaciones a su manera. Esto se admite hasta tal punto que, por ejemplo, se oía a menudo, en el curso de las innumerables crisis del diario socialista Le Matin, que terminó por hundirse, garantizar por cada nuevo director el «anclaje a la izquierda» de ese periódico. No obstante, quien verdaderamente cree en su propia tesis política no necesita «anclarse». Está o debería estar persuadido de que la rectitud de su tesis resultará de la misma exactitud de la información. Si experimenta la necesidad de anunciar que presentará la información bajo una luz favorable a su teoría, ello significa que ya no está tan convencido de la validez de esta última y admite que la imparcialidad sería fatal para su postura. Otra tontería, ritual, consiste en definir a la prensa como un «contrapoder». Es cierto que el papel de la prensa es decir la verdad y que al poder no le gusta mucho la verdad cuando le es desfavorable. La prensa no tiene, pues, que ser, en virtud de un automatismo, por otra parte selectivo, y en todas las coyunturas, un contrapoder. Esta noción es además absurda y si correspondiera a la realidad, si el poder mereciera invariablemente que se estuviera contra él, habría para desesperar de la democracia, porque querría decir que un gobierno democráticamente elegido se equivoca siempre, es decir, que el pueblo que le elige sufre de una congénita e incurable idiotez. Pero esa idea de que un buen gobierno es el que combate siempre al poder no deja de tener consecuencias, en vista de la imposibilidad práctica, para los medios de comunicación de los países libres, de hacer reportajes serios en los países comunistas y, a decir verdad, de su muy escaso deseo de hacerlos. De ello resulta, por decantación, que las nueve décimas partes de sus informaciones consisten en requisitorias contra las mismas democracias. Éstas son puestas en acusación, sobre todo, a través de sus aliados menos democráticos, particularmente expuestos a las acusaciones por ser, en general, a la vez menos permeables a la información y sujetos a condenas morales. Se comprende, pues, en virtud de qué concatenaciones el sistema de información democrático sigue así la fácil pendiente de un proceso permanente instruido contra la misma democracia, y cómo, inventado para defenderla, contribuye a destruirla.
Ciertamente la libertad de información es indispensable para la civilización democrática. Es, incluso, un elemento constitutivo de la misma. Pero desgraciadamente ante un sistema militarista-totalitario cuyo objetivo es aniquilarla, la democracia transforma, sin quererlo, su propia sangre en veneno y fabrica argumentos que servirán para demostrar que no merece existir.
Por consiguiente, ella justifica la agresión de que es objeto por parte del totalitarismo, que vale mucho menos, por imperfecta que ella sea. Se responderá que podría sustraerse fácilmente a los inconvenientes de este equívoco convirtiéndose en perfecta y absteniéndose de recurrir al apoyo estratégico de todo régimen que no fuera irreprochable. Esto equivale a plantear el principio de que la democracia no tiene más opción que entre la santidad y la muerte.
Lejos de mí la chifladura de prescribir algún conformismo sagrado para salvar a la democracia. No pido para ella más que la verdad, pero la verdad completa. Una vez más, lo que importa es delimitar la función informativa de los medios de comunicación, dadas las consecuencias desastrosas que una mala información de la opinión pública acarrean a la democracia, más que a cualquier otro sistema político.
El papel de guardián, de juez y de inquisidor del poder que se atribuye la prensa, siendo saludable y necesario, consistiría, según ella, en una especie de magistratura. Entonces, como todas las magistraturas, debe estar rodeada de garantías de competencia y de imparcialidad.
De todos modos, el «cuarto poder» o el «contrapoder» no es más que un poder de hecho. No posee más sustancia constitucional que la que se deriva del derecho de todo ciudadano a decir y escribir lo que él quiere. Mientras que los otros contrapoderes, el judicial y el legislativo, son, ellos mismos, poderes, reclutan a sus miembros según criterios de representatividad o de competencia y de moralidad definidos por la Constitución, por las leyes o por los reglamentos, nada de eso condiciona el reclutamiento de los periodistas. Los diplomas profesionales que conceden las escuelas de periodismo sólo tienen un valor indicativo. Aparte de que no garantizan gran cosa, son facultativos, contrariamente a los títulos que la ley exige a los médicos, a los abogados o a los profesores para que puedan ejercer. Además, y a consecuencia de ello, el cuerpo periodístico es juez único de las capacidades y la honestidad de sus miembros, de la calidad de su trabajo, juntamente, por supuesto, con el público, pero éste no dispone casi nunca de los elementos con los cuales cotejar la información que se le da, ya que la mayor parte de los elementos de información que puede tener proceden precisamente del periódico que él lee, de la televisión que mira y de la radio que escucha. Cuando, por azar, posee una fuente de información exterior a esos órganos, cuando, por ejemplo, su periódico o su televisión tratan de un problema que él conoce, de su oficio, de su región, de un país extranjero en el que ha vivido, de acontecimientos a los cuales ha estado mezclado, el ciudadano medio juzga la manera en que informa la prensa de un modo casi siempre severo, e incluso, a veces, escandalizado. Éste es un síntoma inquietante, y del cual cada uno de nosotros ha podido ser testigo. La prensa es tanto más duramente juzgada cuando el lector o el telespectador conocen mejor el tema de que habla. Cuando un periodista invoca el «derecho a informar», el «derecho a la información», se refiere a su propio derecho de presentar los hechos como a él le guste, casi nunca al derecho del público a ser informado con exactitud y sinceridad. Cuando los medios de comunicación cometen errores, a veces graves y groseros, de consecuencias nefastas, tales errores no pueden ser denunciados, para que la denuncia tenga un eco y un efecto, más que por la misma prensa, cosa rara y mal vista en la corporación, sobre todo en Francia. Los ataques desconsiderados contra otros periódicos sólo los lanzan, de ordinario, publicaciones extremistas, y entonces el público los atribuye sólo a la pasión política. Atañen más al prejuicio que al profesionalismo. No obstante, sólo en el terreno del profesionalismo y de un control de la calidad del servicio social de la información podría legitimarse el «cuarto poder» y la pretensión de asumir la misión de «contrapoder». De hecho, esa «misión» se metamorfosea como por arte de magia en la de «propoder» para ciertos periódicos, cuando resulta que el poder cae, o vuelve a caer, en manos del partido que tiene su preferencia.
Para precaverse de este reproche, los periodistas se atrincheran tras la pretendida distinción entre la opinión y la información, otro tópico de las grandes declaraciones vacías. La distinción no se observa casi nunca. Toda la controversia inherente a la prensa moderna viene precisamente del derecho, que fue el primero reconocido, de expresar todas las opiniones, incluidas las más extravagantes, las más odiosas, el derecho a equivocarse, a mentir, a decir tonterías sobre la misión de la información, aparecido más tarde, y que no puede, sin destruirse a sí mismo, reivindicar el derecho a la arbitrariedad. Siempre queda algo de los orígenes. Si hoy, basándose en pruebas, se trata a un periodista de falsificador o de ignorante sobre un punto de información preciso, se es inmediatamente acusado de entregarse a la «caza de brujas», de atacar a la libertad de prensa y de rehusar el «pluralismo».
Según una máxima ilustre, «el comentario es libre, la información es sagrada». Confieso que a menudo tengo la impresión de que es a la inversa: que la información es libre y el comentario, sagrado. Pero el mal más pernicioso es la opinión disfrazada de información. Los periodistas norteamericanos se burlan a menudo de sus colegas europeos, sobre todo franceses o italianos, que —según ellos— mezclan en un mismo artículo los hechos y los comentarios, interpolando juicios de valor en las noticias que dan, las declaraciones y los actos de los políticos que ellos deberían citar de una manera neutra. Es cierto que muchos periodistas tienen tanta prisa en dar a conocer lo mal que piensan de tal hombre político o lo bien de tal otro, por miedo a que se les crea cómplices del primero y adversarios del segundo, que pierden la inspiración desde las primeras líneas de su artículo y exponen muy mal los hechos. Es también verdad que el periodismo norteamericano se distingue por una disciplina rigurosa en su manera de redactar los artículos de información pura, limitándose a un estilo voluntariamente impersonal, pero sin la obligada sequedad del estilo de una agencia. Evita proceder por alusión y recuerda cada vez todos los hechos necesarios para la comprensión de la noticia, como si el lector no hubiera leído nada sobre el tema hasta entonces. Las news, las stories, los news analysis y los columns constituyen categorías de artículos claramente separadas en la concepción y en la presentación, lo mismo que los editoriales no firmados, los cuales traducen solamente la opinión de la dirección del periódico. Pero el peligro más grave para la objetividad de la información no procede de la confusión de los géneros que, por supuesto, sería muy útil poder impedir, sin que tal precaución baste. Con todo, el mal redactor, que manifiestamente carga con la responsabilidad de las observaciones subjetivas, salpica su artículo de incisos que no se derivan de los hechos pero los sazonan con la salsa sectaria, no es el más peligroso. Porque el lector se da en seguida cuenta del torpe juego de manos que se realiza ante sus ojos. El verdadero peligro viene de la posibilidad, a la que recurren frecuentemente los mejores periódicos del mundo, de presentar en un tono de impasible neutralidad informaciones falsas, trucadas o adulteradas. Es fácil presentar un juicio parcial como un hecho debidamente comprobado, sin que ello se note al principio, como está al alcance de todos hacer pasar una interpretación por una información. Y los periodistas norteamericanos de la prensa y de los medios de comunicación se prestan a ello tanto como sus colegas europeos, aunque —convengo en ello— ordinariamente de manera menos visible y grosera.
Una muestra del estilo europeo, cogida al azar, se encuentra en el diario español El País, del 10 de febrero de 1988, a propósito de un acontecimiento relativamente anodino: el resultado de las elecciones primarias efectuadas por los caucus (reuniones deliberantes privadas; caucuses, en plural, en inglés) en el estado de Iowa, a comienzos de la campaña para la selección de candidatos a la candidatura presidencial. El artículo se titula: «La victoria del fanatismo». ¿De qué fanatismo se trata? Del de Pat Robertson, predicador evangelista y estrella de la televisión, virtuoso de la «religión electrónica», que ha superado en Iowa al vicepresidente George Bush. «Victoria lograda mediante una movilización sin precedentes de cristianos fanáticos, utilizando las iglesias evangélicas, que quieren acabar con el derecho al aborto, con la “tiranía” soviética, y restablecer el rezo en las escuelas públicas». El lector llega así a la mitad del artículo sin haberse enterado gran cosa de lo que le interesa, a saber: los porcentajes obtenidos por los diversos candidatos de los dos partidos. En cambio, es ampliamente informado sobre las emociones personales del enviado especial del periódico en Des Moines (capital de Iowa), emociones por las cuales experimento tan respetuosa consideración como profunda indiferencia. Yo no me he gastado 60 pesetas para informarme de las vibraciones provocadas por el reverendo Robertson en el alma de ese corresponsal español. En lugar de hacer una investigación, afirma primero ingenuamente que nunca se ha visto antes en la historia en ningún lugar otro alzamiento en masa comparable al de esos «cristianos fanáticos», lo que implica en él una dosis alarmante de crasa ignorancia y, además, no se interroga sobre las causas de la capacidad de movilización de la Iglesia evangélica, sobre las raíces sociales populares de su éxito, único sujeto interesante, y sobre el cual nos gustaría obtener información y aclaración. El enviado especial quiere hacernos saber, ante todo, que él desprecia a Robertson. Y que, por consiguiente, el periodista merece toda nuestra estima. Sin experimentar más simpatía por la «mayoría moral» y por Pat Robertson que nuestro redactor, debo recordar que en la democracia no se tiene derecho a tratar a un ciudadano de «fanático», incluso si se detestan sus ideas, cuando ese ciudadano se limita a expresar libremente unas opiniones (¡ese derecho sagrado!) en el marco de una campaña electoral. Habiendo sido autorizado el aborto en virtud de una ley, ¿no tiene un hombre derecho a tratar de hacer votar una ley contraria mediante una llamada a los electores? Del mismo modo, ¿y si desea hacer obligatorio el rezo en las escuelas? Los que no estén de acuerdo no tienen más que hacer campaña, a su vez, contra él, mediante la persuasión y la argumentación. El fanatismo no se define por el contenido de las opiniones que se profesan, sino por la manera en que pretende imponerlas. Si no es por la violencia, ni la intolerancia, ni la persecución, ni el terror, no se falta a la democracia. El corresponsal de El País no parece percibir bien esta distinción, base de la posibilidad misma del pluralismo, puesto que experimenta el deseo de poner entre comillas la frase «tiranía soviética», mostrando así, a la vez, su reprobación por tan mala voluntad —¡llamar tiranía al totalitarismo comunista!— y su concepción de lo que es la verdadera tolerancia. He citado El País. Pero en esta época pueden encontrarse en muchas publicaciones europeas de idéntica orientación, sobre todo periódicos italianos y franceses de izquierda, la misma ampliación delirante del insignificante y provisional intermedio Robertson.
La minúscula muestra que acabo de analizar se reproduce cotidianamente bajo mil aspectos diversos en la prensa libre: en lugar de hacer una investigación, el periodista pronuncia un sermón. De un grado superior de refinamiento es la opinión, no ya sustituyendo a la información, sino presentada como una información, bajo la forma y el estilo de una información. Tomemos el discurso de Gorbachov dirigido al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética a finales del mes de octubre de 1987. El 3 de noviembre de 1987, el New York Times y el Wall Street Journal consagran uno y otro su primera página a esa arenga, y la titulan, el primero: «Gorbachov pronuncia una severa requisitoria contra los crímenes de Stalin y elogia a Jruschov», y el segundo: «Gorbachov retrocede ante los duros atenuando su ataque contra Stalin».[107] Podía enfocarse el discurso del secretario general de una u otra manera. Pero se trataba de interpretaciones, no de información. A decir verdad, Gorbachov criticó duramente a Stalin, pero la opinión internacional quedó decepcionada porque esperaba verle ir más lejos aún. Sin embargo, llegó mucho menos lejos en el camino de la severidad que Jruschov en 1956. Alabó la «resolución» y el «talento de organizador» de Stalin durante la guerra, cuando Jruschov, al contrario, nos había revelado su incapacidad, su abulia y su incuria durante las primeras semanas de la invasión alemana de junio de 1941. Gorbachov, además, no rehabilita a Bujarin, fusilado en el curso de los procesos de Moscú de la anteguerra, aunque esa rehabilitación llegará en febrero de 1988. Ataca a Trotski, cuya absolución muchos daban por descontada. Digamos, pues, que, en general, el título del Wall Street Journal parece, en esa fecha, más acorde con la realidad del discurso que el del New York Times, pero la cuestión no es ésa: los dos títulos constituyen juicios de valor y no reseñas, reflejan deseos secretos de los redactores, conjeturas implícitas sobre las luchas de clanes que podrían dividir al Politburó o sobre la determinación de Gorbachov sobre sus intenciones futuras y su sinceridad. Ahora bien, como ha escrito Karl Marx con sensatez, «la discusión sobre la realidad o la irrealidad del pensamiento aísla de la práctica; es puramente escolástica».
Se observará que sólo me he referido a dos periódicos excelentes y también a periódicos independientes. A este respecto, añadiré a mi lista de ideas preconcebidas y superficiales sobre la prensa y los medios de comunicación, la que atribuye la virtud de la objetividad a la independencia, como algo evidente. Cuando se ha dicho «el gran diario independiente de la mañana» o «de la noche», se cree haberlo dicho todo para justificar la confianza del público, y los periódicos gustan de calificarse a sí mismos de ese modo. Sin embargo, así como la libertad no garantiza la infalibilidad, la independencia no garantiza la imparcialidad. Le es propicia, pero no la sustituye. Se puede muy bien ser independiente y deshonesto. Yo puedo, si tengo o encuentro el dinero necesario, y si, además, soy leído por una parte suficiente de público, cuyas pasiones y prejuicios satisfago, crear un periódico con el objetivo deliberado de presentar con toda independencia una versión falsa de la actualidad y una descripción innoble de personas que no comparten mis puntos de vista. No es indispensable para ello que yo esté afiliado a un partido político, a intereses financieros o a un gobierno. El hombre no necesita que se le obligue a ser intelectualmente deshonesto para llegar a serlo. Lo consigue muy bien él solo. Tampoco necesita que una fuerza externa le coaccione para ser incompetente, tan grande es su capacidad de lograrlo solo y con toda espontaneidad. Porque, así como no garantiza la imparcialidad, la independencia no garantiza la competencia o el discernimiento. Tantos periodistas incompetentes hacen estragos en las cadenas de televisión privadas, americanas y europeas, como en las cadenas públicas. Como el pluralismo, la independencia constituye una de las condiciones que hacen posible una información honrada y exacta, pero que no la convierten en cierta.
Las condiciones favorables no bastan: además hacen falta hombres capaces y deseosos de utilizarlas para producir una buena información. Ésta no puede darse por supuesta de manera espontánea, en virtud de algún determinismo natural, del mismo modo que la libertad de creación no basta para hacer surgir permanentemente escritores, pintores y compositores de talento. Esto explica que ciertos periódicos entre los más universalmente reputados y estimados, orgullo de las civilizaciones democráticas más desarrolladas, que ciertas compañías audiovisuales de las más venerables, hayan podido y puedan, a veces, equivocarse y hacer que se equivoquen sus contemporáneos sobre puntos fundamentales, en una medida realmente sorprendente si se piensa en la amplitud de sus medios de información y de comprobación. Durante el decenio anterior a la segunda guerra mundial, el Times de Londres adoptó, como se sabe, una postura favorable, no ciertamente al régimen hitleriano, sino a la conciliación y al desarme como medios mejores para calmar a Hitler y perpetuar la paz. Como apuesta seductora e hipótesis de trabajo diplomático, la disminución de la tensión ante los sistemas totalitarios se pone periódicamente de moda en las democracias. Todos tienen derecho a pedir, ciertamente, que se pruebe, y la dirección del Times tenía derecho a recomendarlo, si su conciencia le dictaba esa opción. La prevaricación, vista desde el ángulo del «oficio de informar», comenzó cuando el Times empezó a silenciar informaciones tendentes a mostrar que el espíritu de conciliación de los gobiernos democráticos no moderaba en absoluto las ambiciones belicosas de Hitler. En particular, el Times disimuló la amplitud del rearme alemán, clandestino primero, en violación de los tratados y acuerdos en vigor, luego de manera cada vez más ostensible. Aquí, puede comprobarse una vez más, la información se acomoda la opinión del periódico y no a la inversa. Todas las indicaciones convergían hacia un desenlace que no podía lógicamente ser más que una agresión hitleriana, pero el Times las ignoraba deliberadamente o negaba que tuvieran ese significado. Las memorias de un diplomático francés destinado en Londres en esa época[108] aclaran con precisión y en detalle a partir de este ejemplo los mecanismos por los cuales los gobiernos rechazan las informaciones incompatibles con su encasillado de interpretaciones y aquellos por los cuales la prensa, mediante la misma selección, insinúa en la opinión pública una visión deformada de las amenazas. El engaño es poco visible y difícil de descubrir porque se sitúa en el terreno de la información, que intercepta, y no del comentario. Teniendo en cuenta la enorme influencia del Times, antes de la guerra, sobre la opinión británica y en particular sobre el Foreign Office, y teniendo en cuenta también el papel hegemónico del gabinete inglés en la conducción de la política extranjera de los países democráticos, pues París no tenía entonces ni la autoridad ni los medios de contradecir a Londres, se puede considerar al gran diario «independiente» como parcialmente responsable de haber hecho adoptar a los dirigentes y aceptar a la opinión pública la dócil política de Neville Chamberlain, que impulsó a Hitler a desencadenar la guerra.
El New York Times no es menos leído, temido y admirado hoy que su homónimo londinense en 1938, aún más, tal vez, dada la difusión mundial de la prensa norteamericana, sobre todo a través del repetidor que es el International Herald Tribune. Aunque uno de los periódicos más completos y mejor informados del planeta, sean cuales sean por otra parte sus preferencias políticas, muy variables y variadas, el New York Times no ha sido privado por la naturaleza de uno de los dones más distintivos del Homo sapiens: el de no ver lo que existe y ver lo que no existe.
Ese don había sido impartido con prodigalidad al corresponsal permanente del New York Times en Moscú, durante los años veinte y treinta: el célebre Walter Duranty. La descripción que ese periodista, durante la carestía gigantesca y luego durante el Gran Terror, hace de la Unión Soviética en el diario más influyente de la más poderosa democracia del mundo, patria, además, del reportaje riguroso e «investigador», no se distingue en nada de los artículos más servilmente estalinianos de los periódicos comunistas de entonces, occidentales o soviéticos. Visitando Ucrania en 1933, Duranty anuncia alegremente a sus lectores de más allá del Atlántico que ha visto lo suficiente para poder afirmar categóricamente que todos los rumores sobre el hambre en aquella región son ridículos. Cuatro años más tarde, en el momento de los procesos de Moscú, el ilustre corresponsal permanente, otra vez en tono categórico, dispensa a los norteamericanos otra afirmación, según la cual es impensable que Stalin, Vorochilov, Budenny y el Tribunal militar hayan podido condenar a muerte a sus amigos sin pruebas abrumadoras de su culpabilidad. Duranty trataba, recordémoslo bien, de situarse en el terreno no del análisis o de la interpretación, sino en el de la comprobación de los hechos. Imaginad que un periodista europeo, encontrándose en los Estados Unidos hacia 1860, hubiera escrito en su periódico que, después de haberse desplazado al lugar de los hechos, «los rumores de guerra civil son ridículos» y que es «impensable» que se dispare un solo tiro en toda la extensión del territorio de la Unión. ¿Qué idea se haría del nivel del periodismo del siglo XIX un historiador norteamericano que leyera hoy ese «reportaje»? Las gentes de la prensa, poco proclives a criticarse a sí mismas, no estudian suficientemente los errores de sus predecesores. Por eso, a su vez, cometen otros parecidos. ¿Quién ha extraído lecciones de la incalificable y deshonrosa prevaricación de Duranty? También en el New York Times, Harrison Salisbury, otra estrella del reportaje contemporáneo, escribe, durante la guerra del Vietnam, que la aviación norteamericana bombardea en el norte objetivos no militares: información falsa, cuya única fuente es Hanoi, donde Salisbury pasa quince días en 1967, sin precisar que su «información» procede únicamente de los servicios de propaganda comunistas. El Time Magazine, a su pesar, lo hizo aún mejor, puesto que su principal corresponsal en Saigón durante la guerra, un vietnamita anglófono, Phan Xuan An, no un simple colaborador ocasional (stringer), sino miembro de pleno derecho de la redacción (staff reporter), resultó ser, después de la invasión del Sur por los ejércitos comunistas en 1975, un agente comunista desde hacía mucho tiempo. Se le vio pavonearse poco después en una tribuna al lado de Phan Van Dong, con todo el Politburó de Hanoi, en el curso de un desfile militar. En cuanto a Sydney Schanberg, del New York Times, ha visto, con sus propios ojos, después de la caída de Saigón y de Phnom Penh en 1975, un ascenso súbito y sustancial del nivel general de vida de la población, tanto en la Camboya de los khmers rojos como en el Vietnam de los campos de concentración y de las ejecuciones en masa. Su artículo de abril de 1975, titulado: «Indochina sin americanos: para la mayoría, una vida mejor» («Indochina without Americans: For Most, a Better Life) merecería ser analizado en todas las escuelas de periodismo. Dudo que tal sea su ocupación favorita, como tampoco, supongo, el análisis de un artículo de un enviado especial del New York Times en Angola, James Brooke (3 de enero de 1985), según el cual «los escritores angoleños florecen por doquier en un clima de independencia» («Angolan writers bloom in independent climate).. Yo confieso haber intentado documentarme, en vano, sobre este frondoso renacimiento de las letras angoleñas aparecido, según Brooke, bajo la égida de esta academia platónica de una especie inesperada como es el Politburó de Luanda. No he encontrado nada. Pero como no hay que desesperar nunca de las capacidades de adaptación del espíritu humano, gocemos con la noticia de que «el clima de independencia» de que habla Brooke, clima que se caracteriza, en esa época, por la presencia, en el sector angoleño controlado por Luanda, de 50 000 soldados cubanos, 2000 «consejeros» soviéticos (entre ellos un general) y un millar de norcoreanos, haya podido estimular la creación artística hasta el punto de transformar la zona comunista de Angola en una nueva Florencia de los Médicis.
No estoy ensañándome —podéis creerme— con el New York Times. Me gusta mucho ese periódico. Intento leer solamente buenos periódicos. Pero es en los buenos periódicos, donde no se espera encontrarlas, donde las aberraciones sorprenden y escandalizan. El pasajero hundimiento de la reputación de Le Monde, durante los años setenta, se produjo porque los ataques a la verdad y la manipulación de la información en función de prejuicios ideológicos chocaban más en este periódico que en otros, cuya mediocre ética profesional ya era conocida. No nos sorprendemos cuando leemos en el New York Times, por ejemplo, el excelente reportaje de Richard Bernstein sobre Mozambique (3 de septiembre de 1987). Cuando el señor Brooke cae en éxtasis ante los estetas angoleños del MPLA es cuando nos quedamos estupefactos.
¿Es legítimo, entonces, defender el derecho al error? Se puede, se debe conceder ampliamente ese derecho en los artículos de reflexión, y de opinión, de análisis, de previsión. Pero el derecho al error sólo es admisible en la información si se puede establecer, ante todo, que el periodista ha hecho cuanto ha podido para descubrir la verdad, para informarse, reunir todos los elementos accesibles; que no ha omitido nada de lo que sabía ni inventado nada de lo que no sabía. Es inútil evocar aquí la imposibilidad de llegar jamás a una información exhaustiva. Esto es evidente, y se puede indicar muy bien, y muy claramente, en un artículo, el límite hasta dónde se ha podido obtener una información sólida y más allá del cual comienzan la incertidumbre y la conjetura. Pero el atento estudio de la prensa y de los medios de comunicación nos enseña, por desgracia, que los errores y omisiones, dejando aparte una porción considerable debida a la incompetencia pura, son a menudo errores y omisiones voluntarios. Cuando Walter Duranty niega la existencia del hambre de 1933 en Ucrania no es, en absoluto, porque le sea imposible informarse sobre esa plaga. Además, él no lo dice: él dice, al contrario, que ha podido informarse de manera concienzuda, y que, por consiguiente, se encuentra en posición de afirmar que no hay la menor carestía en Ucrania. ¿Por qué? Él ha visto claramente que se trata de un hambre provocada, de un genocidio por la carestía. Y como, sin duda, no quiere escribirlo así, prefiere negar el hecho mismo. Pero ¿por qué? Incluso sin ser comunista, Duranty estima probablemente que más vale que la Unión Soviética goce de una buena reputación en Occidente. A partir de ello, trata la información, no ya como un objetivo, según el criterio de la exactitud, sino como un medio del efecto que ello puede producir. Lo triste es que, en la misma parte del mundo moderno, ya muy restringida, en que la prensa y los medios de comunicación son libres, se trata frecuentemente la información con ese mismo espíritu. No todo el tiempo ni en todas partes, ciertamente, ni en todos los periódicos, ni en todos los medios de comunicación todos los días, pero, en todo caso, lo suficiente para perjudicar el buen funcionamiento de la democracia. En vez de informar a sus semejantes, los periodistas quieren, demasiado a menudo, gobernarlos. ¿Qué es, en efecto, una democracia? Un sistema en el cual los ciudadanos se gobiernan a sí mismos. ¿Para qué sirven la prensa y los medios de comunicación en ese sistema? Para poner a disposición de los ciudadanos las informaciones sin las cuales no pueden gobernarse a sí mismos adecuadamente, o, por lo menos, designar y juzgar con conocimiento de causa a los que les van a gobernar. Es este lazo orgánico entre el self-government y la información, sin el cual la opción del ciudadano sería ciega, lo que justifica e incluso hace necesaria la libertad de prensa en una democracia. Cuando las informaciones que la prensa proporciona a la opinión son falsas, el mismo proceso de decisión democrática es falseado. Y aún más si se tiene en cuenta que los medios de comunicación ejercen igualmente una influencia sobre los dirigentes, primero directamente, luego por el cauce de las corrientes que hacen nacer en la opinión y que a su vez influirán en los dirigentes.
Es difícil no atribuir un papel a la prensa de los Estados Unidos, y sobre todo a algunos de sus diarios más leídos, en la formación de ciertos conceptos con los cuales los dirigentes norteamericanos, y en primer lugar el presidente Roosevelt, abordaron las conferencias de Teherán y de Yalta, durante la segunda guerra mundial. Esos conceptos inspiraron a la delegación norteamericana un espíritu de conciliación y de concesión que está en el origen de la mayor parte de las ulteriores dificultades de Occidente. Si la prensa norteamericana de los años treinta hubiera hecho conocer mejor a sus lectores los textos de Lenin sobre la irreversibilidad de las conquistas comunistas, los dirigentes occidentales no habrían tal vez entregado tan fácilmente a Stalin Europa Central y Corea del Norte, contentándose con la promesa de que la Unión Soviética evacuaría tales territorios después de haber procedido a unas elecciones libres o tras la firma de un tratado de paz. Los mismos que habían rehusado tomar al pie de la letra el programa expuesto por Hitler con gran claridad en Mein Kampf, se basaban, para construir la posguerra, en una visión idílica de la Unión Soviética. Ignoraban, negaban o consideraban accidentes del sistema las carestías debidas a la colectivización forzosa, el terror masivo, los métodos sanguinarios de represión. La mayoría de los corresponsales en Moscú de periódicos aparentemente serios e imparciales les habían escondido estos hechos, mencionados sobre todo por los periódicos de extrema derecha, sospechosos de pasión sectaria. No es, pues, sorprendente que los negociadores de Yalta hayan creído poder reconstruir el mundo en la posguerra con la buena fe de Stalin y su respeto por la palabra dada por único cimiento. Roosevelt insiste mucho sobre la importancia de este factor en las confidencias que hace a sus colaboradores, especialmente al almirante Leahy, entonces jefe de estado mayor de la Casa Blanca. Otra de las fantasías favoritas de la prensa, en el transcurso de los años treinta, consiste en diagnosticar una conversión inminente, ya entonces en curso, de la Unión Soviética a la democracia. Esa elucubración, a decir verdad, aparece en Occidente a partir de 1922 y reaparecerá periódicamente a continuación. Así es como, por ejemplo, se podía leer en 1936, en el Herald Tribune:[109] «Rufus Woods, empresario de la prensa americana, declara, al pasar por París el 12 de mayo después de dos meses de prospección por Alemania y Rusia: «Rusia está en camino de descubrirse a sí misma en virtud de un proceso de evolución que la aleja del comunismo y la acerca al socialismo, con la adopción de los métodos de producción del capitalismo. El tabú de la igualdad de los salarios ha sido abandonado en favor de una escala graduada como existe en los países capitalistas. En segundo lugar, la remuneración de los trabajadores se hace sobre la base del salario a destajo, y sólo por mercancías efectivamente producidas; lo que ha provocado un salto hacia adelante de la producción. En tercer lugar, la Unión Soviética ha dejado de intentar controlar toda la distribución y autoriza ahora los mercados libres que hacen la competencia a los mercados del Estado. Todo esto está poniendo a Rusia en pie con una solidez que no se habría podido imaginar ni en sueños»..[110] Se notará que al lado de observaciones exactas pero mal interpretadas (¡el salario a destajo, medio de una durísima represión económica, presentado como una medida liberal!), Rufus Woods menciona como informaciones seguras, como hechos debidamente comprobados por él, la libertad de comercio, puramente imaginaria, o el aumento de la producción que él no pudo, ¡por supuesto!, observar. No parece, además, experimentar duda alguna, igual que generaciones de colegas antes y después de él, sobre los límites de la observación de la realidad en un país totalitario. Está tan convencido de haber podido observarlo todo a su guisa, como si acabara de regresar de un viaje de información en la Confederación Helvética. ¡Cuántos periodistas occidentales se cubrirán de ridículo, treinta o cincuenta años más tarde, sin perder prestigio, por otra parte, y engañarán a sus lectores y a sus telespectadores, trayendo impresiones análogas de la China Popular, de Cuba o de Nicaragua!
No exageremos la influencia de la prensa, pero tampoco la subestimemos, en la génesis de conceptos que adquieren los dirigentes. El senador Tom Connally[111] afirma, por ejemplo, en 1943, que Stalin está procediendo a un desmantelamiento de la economía comunista, abandonando el socialismo y dirigiéndose hacia el socialismo democrático. Excelente razón, por consiguiente, ¿no es cierto?, para confiar en él en las negociaciones diplomáticas que se van a abrir, puesto que en definitiva piensa como Roosevelt, y la Unión Soviética es para él un país como los Estados Unidos. Parecería que habíamos entrado ya en otra edad de oro de la inteligencia occidental: el de la teoría llamada «de la convergencia de los sistemas», durante los años sesenta. En 1988 Valéry Giscard d’Estaing escribe que, gracias a Gorbachov, la Constitución soviética se hace «análoga» a la Constitución americana.[112] Tengamos en cuenta que el senador Tom Connally no es ni desdeñable ni estúpido. Es una de las personalidades claves del Congreso en materia de política extranjera, y será uno de los constructores, por parte americana, de la Alianza Atlántica. Pero durante los decisivos años de Teherán y de Yalta contribuyó, junto a otros muchos, a insertar en la doctrina diplomática del Occidente de entonces el postulado falso y fatal de una Unión Soviética en vías de democratización y aligerada de todo espíritu de conquista. ¿Por ventura no acababa de demostrar, al disolver el Komintern, que abandonaba sus ambiciones imperialistas? Otro engaño, celada en la cual los dirigentes occidentales cayeron sin remisión. La Unión Soviética ha demostrado sobradamente, desde 1945, que no necesita del Komintern para ser expansionista y que la Internacional Comunista puede continuar siendo una temible realidad sin disponer de una estructura oficial y visible.
No se puede, lo repito, hacer responsable a la prensa de los errores de análisis de los dirigentes políticos. Pero tampoco se la puede declarar enteramente inocente. La opinión pública se forma en una democracia sobre la base de las informaciones que le suministra la prensa, y los dirigentes no pueden ir impunemente contra la opinión. Quienquiera que intentaba, a fines de 1987, en Washington, en el momento de la cumbre entre Gorbachov y Reagan, suscitar un elemental sentimiento de prudencia con respecto al acuerdo sobre las fuerzas nucleares intermedias, se veía inmediatamente marginado por la opinión general y aislado en el ghetto del último reducto llamado de los ultraconservadores, confinamiento poco envidiable para un político. Además, la política activa en la democracia no deja mucho tiempo para informarse y pocos deseos de hacerlo. Nos sorprendemos a menudo de la ignorancia o de las lagunas que ciertos grandes dirigentes muestran en conversaciones privadas, o incluso en manifestaciones públicas, porque la deformación profesional, los excesos de trabajo, el tiempo creciente devorado por los medios de comunicación los llevan a interesarse cada vez menos por el contenido de los informes y cada vez más por lo que piensa la opinión, es decir, por lo que dice la prensa. Las polémicas y manifestaciones que hicieron fracasar la reforma universitaria en Francia, a finales de 1986, no versaron en modo alguno sobre el contenido del proyecto de ley, que la mayoría ignoraba. Fue un fenómeno de pura interacción triangular entre los temores de los alumnos, la amplificación de esos temores por los medios de comunicación y su explotación por ciertos partidos políticos. Del fondo del problema, nada de nada. Asimismo, después de todo, Roosevelt tenía en Moscú, antes de la guerra, un observador muy perspicaz: su embajador William Bullitt, que lo previó todo, incluido el pacto Hitler-Stalin. Pero Roosevelt, al parecer, prefirió creer a Walter Duranty.[113]
Desde el momento en que los periodistas, fingiendo dedicarse a la información pura —que además practican, afortunadamente, en una gran parte de su actividad—, estiman, por otra parte, que tienen derecho a presentar la actualidad de manera que oriente la opinión en un sentido que ellos consideran saludable, la democracia es amputada de una de sus condiciones. Tanto y tan perniciosamente como podría serlo por una justicia corrompida o por el fraude electoral. No olvidemos jamás el principio elemental de que el totalitarismo no puede vivir más que gracias a la mentira y la democracia sobrevivir más que gracias a la verdad. Los periodistas consideran demasiado a menudo este principio como secundario. La libertad de expresión les parece incluir la de preparar la puesta en escena de la información según sus preferencias y según la orientación que desean imprimir a la opinión pública. Esto es hasta tal punto verdad que, en ciertas redacciones, los sindicatos de periodistas exigen que se proceda a una mezcolanza, a un «equilibrio» de las obediencias políticas, no entre los editorialistas, sino entre los servicios de información, como si los criterios ideológicos pudieran servir de criterios profesionales, como si una redacción pudiera convertirse en una especie de parlamento, como si estuviera consagrada a reflejar el abanico de partidos políticos del país, y como si la información, en su versión final, pudiera resultar de un compromiso entre diversas falsificaciones sectarias.
Esta perversión de la noción de objetividad, calcada del modelo del pluralismo de opiniones, presupone que la verdadera información puede nacer de la olla podrida de las ideas preconcebidas. Ha inspirado, por ejemplo, en Italia, desde los años setenta, ese monstruo que ha sido denominado la lottizzazione (parcelación). Esta operación, en el reclutamiento de un equipo de redacción, consiste en repartir «parcelas» de plazas reservadas: tantas plazas para periodistas comunistas, tantas para los democratacristianos, tantas para los socialistas, etcétera. Un director del Corriere della Sera, nombrado en 1986, me confesaba que le era imposible desprenderse de ciertos colaboradores incapaces, porque su partida haría caer por debajo del contingente prescrito los adscritos a tal o cual partido político.
¿Cómo podrían los periodistas confesar más ingenuamente, con tales precauciones, cuan débil es su confianza en su propia integridad de puros informadores? Volvemos, así, al mismo sempiterno contrasentido de base, en todas las controversias sobre la prensa: ¿es un contrapoder?, ¿tiene demasiado poder?, ¿tiene demasiado poco?, ¿está su libertad cada día más amenazada?, ¿es demasiado arrogante o cumple, por el bien de los ciudadanos, una misión investigadora? Entre estos interrogantes rituales hay uno que casi siempre falta: en las informaciones que la prensa y los medios de información han dado sobre tal asunto, ¿qué era lo verdadero y qué lo falso? Me parece, a pesar de todo el interés de los otros interrogantes, que éste es el punto fundamental para la buena salud de la democracia. No obstante, es del que menos se habla.
En enero de 1987, el director general de la BBC, Alasdair Milne, debía dimitir después de cinco años de conflictos diversos con el gobierno conservador, y también con el Consejo de Dirección de la Corporación, ya a causa de errores de gestión, ya debido a protestas de los periodistas. Estos, algunos días antes, habían pedido la dimisión de Milne, afirmando que había perdido la confianza de su equipo.[114] No obstante, en la prensa británica y extranjera se presentó, en general, el asunto únicamente bajo el ángulo del ataque a la legendaria independencia de la BBC. Le Monde[115] titula así un editorial en primera página: «BBC: el fin de un mito». El «mito» es su independencia ante el poder político, naturalmente. En ningún momento se le ocurre al comentarista que pueda ser también el de su objetividad. Pero la independencia, en un servicio público o ante un propietario privado, sólo es defendible en nombre de la objetividad, que presupone a la vez la competencia y la probidad. Parece abusivo reivindicarla en nombre del derecho a mentir o a equivocarse. En las pugnas que oponen a las redacciones con propietarios públicos o privados, es una cuestión que no se plantea nunca, como si se hubiera demostrado de una vez por todas que los miembros de la profesión periodística ejecutan siempre su trabajo de una manera perfecta, sin error ni villanía.
Una redacción debe defender su independencia ante el poder político y ante los accionistas, pero no para hacer cualquier uso de ella. ¿Acaso el periodismo puede pretender ser el único grupo social del mundo que goza de un privilegio de independencia que no está limitado por ninguna regla técnica, profesional o deontológica, salvo la que le dicta al periodista su propia conciencia y de la que él sería el único juez? Denunciar como un atentado a los derechos del hombre y a las libertades públicas toda discusión crítica sobre esa inmunidad sobrenatural constituye una postura insostenible. ¿Qué dirían los periodistas si se les pidiera conceder el mismo privilegio a los políticos, a los dirigentes de empresa, a los grandes responsables económicos y financieros, a los dirigentes sindicales, a los intelectuales, a la policía, a los funcionarios, a los diputados, en una palabra, a todos los que ellos se dedican a zaherir continuamente? El periodista no existe más que como producto de una civilización en la que existe la libertad de crítica. No se puede, sin hipocresía, pretender ser víctima de una profanación cuando esa libertad de crítica, de la que él vive, se aplica a él mismo.
Después de la dimisión forzosa del director general de la BBC, leí atentamente la prensa inglesa y una parte de la prensa continental. Vi muchos editoriales sobre cuestiones de principio, sobre el atentado contra la independencia de la BBC y sobre los problemas de las relaciones entre una televisión de Estado y el poder. Tales opiniones, naturalmente, divertían, pero todas se circunscribían al terreno de las generalidades. En ningún lugar pude ver, o por lo menos no encontré ningún artículo que empezara con estas simples palabras: «Me he hecho proyectar las emisiones en litigio, acompañado, cada vez, por un especialista de los asuntos tratados. He aquí los hechos y los argumentos que pueden permitir sostener que la BBC ha fallado o no fallado en su misión».
El primer reportaje que desencadenó un conflicto grave entre la BBC y los conservadores estaba dedicado, en la primavera de 1982, a la guerra de las Malvinas. Era favorable a los argentinos. Sin afirmar que Inglaterra se haya conducido siempre bien en ese episodio, se puede, no obstante, comprender una cierta indignación en el electorado conservador, e incluso laborista, ante un reportaje que echaba todas las culpas a la parte británica. Los autores del reportaje contraatacaron en nombre de la libertad de informar y de la moral profesional. Fueron confraternalmente apoyados por la prensa escrita, hasta el momento en que uno de los autores del reportaje reveló que él mismo había quedado asqueado por la manera en que éste había sido «cocinado»: el productor había cortado, en el montaje, todos los hechos, entrevistas y puntos de vista favorables a la tesis británica.
En enero de 1984, en la emisión «Panorama» se difunden los resultados de una «encuesta», según la cual el partido conservador ha sido infiltrado por activistas de extrema derecha. Dos miembros del Parlamento, Neil Hamilton y Gerald Howarth son acusados, en esa emisión, de racismo, de antisemitismo y de fascismo. Los dos diputados protestan, piden una retractación, más aún cuando al examinar las «fuentes» confidenciales invocadas por los autores de la secuencia aquéllas resultan ser inexistentes. No obstante, el director general de la BBC se obstina en mantener que esas fuentes son excelentes y los informes sólidos («well founded»). Persiste en la difamación. Las dos víctimas de ésta le demandan en un proceso, que ganan: la BBC debe pagar a cada uno 20 000 libras (unos 200 000 francos aproximadamente) por daños y perjuicios, a las que se añaden 250 000 libras (unos 2 500 000 francos) por las costas del juicio y los honorarios de los abogados.[116] Además, el tribunal condena a la BBC a presentar a los dos diputados humillantes excusas públicas. Como se ve, en este asunto se trata de una falta profesional grave y de un atentado contra el honor tan costoso financieramente como para la reputación de la BBC. En tal caso, presentar la reacción que suscitó ese atentado como un «ataque del poder político a la independencia de la BBC» constituye una infracción suplementaria al sacrosanto «deber de informar».
Otra emisión conflictiva, en julio de 1985, provocó igualmente una tempestad, porque presentaba a un terrorista irlandés del IRA, Berry Adams, con rasgos extrañamente simpáticos. Se notaba que el productor que se entrevistaba con el portavoz del IRA estaba, de todo corazón, a su lado, acogía favorablemente su justificación del terrorismo, llamándole «resistencia a la opresión». Teoría gastada, absurda en una democracia, sofisma de todos los movimientos subversivos de inspiración totalitaria que se aprovechan de la misma libertad que les concede el Estado de derecho para intentar derribarlo.
Esta apología de la violencia y del derramamiento de sangre se producía, para colmo, en medio de un período de recrudecimiento del terrorismo. Llegaba, en particular, justamente después de que los «diplomáticos» ametralladores de la embajada de Libia en Londres hubiesen asesinado, disparando desde sus ventanas, a un cabo de policía, una joven que… ¡protegía los locales de esa embajada contra manifestantes libios antigadafistas! En vista de la irritación que reinaba en el país después de esa proeza, el ministro del Interior, León Brittan, intervino ante el Consejo de Dirección de la BBC para pedir que se suprimiera del programa esa emisión verdaderamente inoportuna, casi una provocación, que estaba prevista, anunciada, pero no aún difundida. Después de que el Consejo de Dirección accediera a esa petición y aplazara la difusión, los periodistas de la BBC hicieron una huelga de protesta, de un día de duración, apoyados por numerosos colegas de la cadena de televisión privada ITV. Contrariamente al caso precedente, la emisión impugnada no constituía, literalmente hablando, una falsificación de la información. Una televisión que invita a expresarse a numerosas personalidades de todas las tendencias puede muy bien organizar un debate, aunque sea de dudoso gusto, con un terrorista. El problema deontológico procedía de la complacencia del animador con respecto a este último. ¿Qué es un «debate» en ausencia de toda réplica u objeción? Se puede, ya, considerar como una concepción falaz de la equidad la que hubiera consistido en presentar como dos opiniones igualmente respetables, por un lado la de un terrorista hablando en favor del asesinato como medio normal de expresión política en un Estado de derecho, por el otro, la de un ciudadano reclamando el simple respeto de este derecho y de estas instituciones democráticas. Se habría podido aducir que la simetría entre el asesino y su víctima potencial no habría sido equitativa más que en apariencia. Pero el debate habría existido a pesar de todo y habría puesto de relieve, precisamente, esa asimetría. Pero que sólo tuviera la palabra el terrorista, con la bendición de un presentador casi cómplice o, por lo menos, benévolo, era en cierto modo una falta contra el «deber de informar». Porque ese deber habría exigido que se dieran a conocer también al público los argumentos y los hechos que actúan contra el terrorismo y no sólo los que lo glorifican. Se puede discutir largo y tendido sobre la cuestión de saber si se trataba de información o de opinión, pero no es escandaloso considerar que en ese caso la BBC no respetó la imparcialidad que es la contrapartida obligada de su independencia.
Tampoco es escandaloso cuando se examina la manera en que la BBC, en sus telediarios y sus reportajes, cubrió el raid norteamericano de abril de 1986 sobre Libia. El presidente del partido conservador, Norman Tebbit, hizo público, en octubre de 1986, un informe de 21 páginas, que todo el mundo puede consultar, y también impugnar: pero a condición de impugnarlo con sólidos argumentos y ejemplos en sentido contrario a los suyos, porque el dossier no está vacío, ni mucho menos. De los elementos precisos que cita Tebbit en su texto resulta una evidente e indudable presunción de inflexión tendenciosa y de distorsión de la información en el sentido de un prejuicio antiamericano y antibritánico, al haber autorizado el gobierno de Londres que la aviación norteamericana utilizara bases ubicadas en Gran Bretaña. La polémica sobre lo adecuado o no de la operación norteamericana es, ciertamente, legítima; se puede, se debe, organizar todos los debates concebibles sobre ese tema. En cambio, la parcialidad en la selección y la presentación de las informaciones lleva la polémica de manera insidiosa y subrepticia a un terreno en el que el público es cogido a traición, al dirigirse a él en tono de objetividad, mientras se le esconden una parte de las informaciones que le serían necesarias para forjarse una opinión con conocimiento de causa. La indignación que acogió al informe Tebbit me parece, además, de mala ley. Se habló de «censura». ¿Desde cuándo está prohibido publicar apreciaciones críticas sobre emisiones de actualidad que ya han sido difundidas, y de pasar por el tamiz su conformidad o no con los hechos? ¿Desde cuándo los diccionarios definen como «censura» el examen retrospectivo de documentos publicados? ¿El acto de censura no emanaría más bien de gentes que quieren prohibir todo control de la veracidad de los telediarios y que hubieran querido impedir que el informe Tebbit saliera a la luz? ¿En virtud de qué dispensa exorbitante deberían escapar los periodistas al control de fiabilidad que sufren los más grandes historiadores, los más grandes memorialistas, los más grandes sabios? ¿En nombre de la libertad de prensa? Pero ¿tiene un sabio derecho a falsear un experimento en nombre de la libertad de la investigación científica?
Milne debió finalmente dimitir tras una emisión preparada en enero de 1987 sobre un satélite de observación militar extremadamente secreto, destinado a sobrevolar la Unión Soviética. Entonces ya no se trataba sólo de cuestiones de opinión, sino que se ponía en peligro la misma seguridad del país y su defensa. Ciertamente los documentos concernientes a ese satélite secreto habían sido publicados por el semanario izquierdista The New Statesman. ¿Hay que publicar o no todo lo que se sabe? Problema tan antiguo como la misma prensa. Pero hay una diferencia de naturaleza entre, por una parte, un diario privado, que su dirección conduce como le parece, corriendo con los riesgos, y que el lector es libre de comprar o no, y, por otra parte, una institución nacional, enteramente pagada por los contribuyentes (la BBC no difunde publicidad alguna) y en la que los periodistas, por consiguiente, comprometen a mucho más que a sí mismos.
En todos los tiempos se ha considerado a la BBC casi como el único ejemplo de una radiotelevisión de Estado bien hecha, tanto en el plano de la calidad como en el de la imparcialidad. Sabía resistir victoriosamente a las presiones de los gobiernos, fueran conservadores o laboristas: Harold Wilson, por ejemplo, aunque socialista, fue probablemente, durante los años sesenta, el primer ministro que tuvo peores relaciones con la BBC desde la guerra.
Pero ese éxito milagroso de la independencia total de una radiotelevisión de Estado tenía por condición una probidad no menos total en la presentación de la información y los debates de ideas. Desgraciadamente, esa probidad comenzó a debilitarse, después de 1968, cuando también Gran Bretaña fue invadida por la demasiado cómoda ideología según la cual no hay información neutra, sino tan sólo una «información de combate». Ese marxismo de pacotilla se había convertido desde 1970 en doctrina corriente de Cambridge y de Oxford, es decir, de los jóvenes reclutas de la BBC. Escucho, desde hace años, cada mañana, el admirable «BBC World Service», ciertamente la emisión radiofónica más completa que existe en el mundo sobre los acontecimientos internacionales. No pude evitar observar, insensiblemente, la aparición de ciertas transgresiones flagrantes a la neutralidad de información, a propósito de temas delicados, tales como Nicaragua, la Iniciativa de Defensa Estratégica en el Espacio o las reformas de Gorbachov.[117]
Todo individuo que posee los medios financieros para ello puede perfectamente crear un periódico para explicar que la Tierra es plana y que el Sol gira en torno a ella. Si tiene clientes, tanto mejor para él. Si no, irá a la quiebra. Pero una televisión de Estado es un servicio público que, debido a ello, sólo es viable y aceptable si se basa en la competencia y la honestidad, porque el público no tiene medios para sancionarle como sanciona a un periódico privado. La probidad periodística no consiste sólo en resistir las presiones de los gobiernos; consiste en resistir todas las presiones: ideológicas, políticas, culturales, vengan de donde vengan. El milagro de la BBC no se volverá a producir hasta que sus futuros responsables se acuerden de ese principio y vuelvan a él.
Incluso en la pequeña porción de la prensa mundial que es libre, la mayoría de los profesionales de la información hablan o escriben, no para informar, sino para demostrar alguna cosa. Lo que distingue la prensa seria de la que no lo es, es la proporción de exactitud, más o menos grande, que implica una información orientada. Los buenos periódicos dan prioridad a la exactitud, esforzándose en hacer la orientación, en primer lugar, defendible o, por lo menos, por así decirlo, invisible; y saben resignarse bastante a menudo a publicar informaciones susceptibles de desmentir sus interpretaciones preferidas. No ignoran que su autoridad tiene ese precio, gracias a lo cual continúan siendo leídos o vistos por muchos lectores o telespectadores que no suscriben íntegramente sus postulados políticos o éticos. Los malos periódicos, por su parte, seleccionan, arreglan o alteran las informaciones de manera tan patente y torpe que sólo los espíritus sectarios, cuya única preocupación consiste en encontrar la confirmación de sus ideas fijas, soportan leerlos o mirarlos.
No obstante, incluso los órganos de información que gozan de la mejor reputación profesional y del mayor prestigio internacional se permiten deformar la simple narración de los hechos. En 1984, un instituto neoyorquino llamado Institute for Applied Economics publicó un estudio sobre la manera en que los telediarios de las tres grandes networks americanas, ABC, NBC y CBS, habían informado, día a día, sobre la reactivación económica iniciada en los Estados Unidos a finales de 1982, llegando a ser extremadamente vigorosa en 1984. El instituto tomó nota, durante seis meses, de todas las informaciones suministradas por las tres cadenas. En 1983, los Estados Unidos realizaron uno de los más fuertes crecimientos de la posguerra y el más importante de los países industriales ese año, el 7,7% en dólares constantes; la más débil inflación, el 0,3%; y una baja sensible del paro, que descendió al 8% de la población activa, cuando había subido al 11% en 1981. De todas las estadísticas económicas, oficiales o privadas, hechas públicas al ritmo de 4 a 15 cada mes durante los seis meses de observación de las networks, desde el 1.º de julio hasta el 31 de diciembre de 1983, el 95% hacía resaltar resultados positivos, destacando la evidencia de la reactivación. Sin embargo, durante el mismo período, sobre las 104 informaciones, análisis, entrevistas o comentarios concernientes a la economía y al empleo, que difundieron en total, los tres telediarios nocturnos de ABC, NBC y CBS, el 86% pintaban la situación como mala o catastrófica. En otras palabras, la inmensa mayoría de los ciudadanos, para quienes, como en todos los países modernos, los telediarios constituyen la principal fuente de información, no podían en absoluto pensar que una reactivación económica se hallaba en curso en su país; de hecho, la más fuerte desde el principio de la crisis, en 1973, e incluso desde el fin de la segunda guerra mundial.[118]
O, más bien, los telespectadores oían algo de vez en cuando, pero era para escuchar la explicación de que los pretendidos progresos reflejados en las estadísticas no tenían ningún valor práctico y no se traducirían en mejora alguna en la vida corriente. Los medios de comunicación no podían, naturalmente, arriesgarse a silenciar por completo las noticias sobre la reactivación. Pero si las mencionaban era para anular inmediatamente su efecto, añadiendo un comentario o un reportaje tendentes a despojarlas de todo alcance general e incluso de toda realidad. Así, el paro desciende, entre diciembre de 1982 y diciembre de 1983, del 10,7% de la población activa al 8,7%. En un año, la reactivación ha creado cuatro millones de empleos nuevos. No obstante, el 2 de diciembre de 1983, día en que el Departamento de Trabajo anuncia esas cifras, ABC se consagra a la situación del empleo en el Medio Oeste, «donde el desempleo es más fuerte» («where unemployment is most severe).. El paro ha retrocedido en 45 Estados sobre 50, pero ABC escoge uno de los cinco Estados que se hallan en peor situación para efectuar un reportaje sobre el terreno. El enviado especial descubre allí dos ejecutivos medios («upper-middle class employees) que se encuentran sin empleo desde hace un año y medio. Su caso no es, en absoluto, representativo de la duración habitual del paro norteamericano, del que todos los periodistas debieran saber que, incluso en los peores momentos, raramente supera los tres o cuatro meses de promedio, contrariamente al paro europeo, más largo. La selección de estos dos casos, añadida a la selección geográfica de uno de los cinco Estados en mala situación, engendra la impresión global que se puede adivinar. Durante cuatro minutos, proporción enorme sobre los veinte minutos de telediario efectivo, publicidad deducida, la cadena recoge las impresiones de los dos ejecutivos, muy pesimistas, evidentemente —lo que se comprende—, sombríos y deprimidos hasta el punto de que uno de ellos no descarta la idea de poner fin a sus días. Con esta nota macabra, lúgubre y desesperada, finaliza un telediario cuyo punto saliente era, en principio, la baja de dos puntos y medio de la tasa de desempleo en el conjunto del país.
Comprendo que el periodista tiene el deber, incluso cuando le llega una buena noticia de ese género, de señalar también que, a pesar de todo, subsisten lugares y gentes a los que ella no afecta, desgraciadamente, y que no debemos olvidarlos. ¡Que lo diga, pero no hasta el punto de convertirlo en la información principal de la noche!… Porque, entonces, ¿qué derecho moral conservan los periodistas para reprochar a los políticos su falta de honestidad cuando escamotean en sus balances las sombras, para no vanagloriarse más que de las partes brillantes del cuadro, si ellos mismos se entregan a la misma amputación en sentido inverso? Y, además, de una manera más perniciosa: porque el público no espera del político una información objetiva; le concede una libertad para adornar sus resultados, mientras que presupone en el periodista la imparcialidad. Cuando Dan Rather, el célebre editor y anchorman[119] de «CBS News», escribe, en una libre opinión del New York Times, en 1987 —para protestar contra las reducciones de personal en la cadena, que está perdiendo audiencia—, que «los telediarios son un instrumento de la democracia… una luz en el horizonte… un faro que existe para socorrer a los ciudadanos de una democracia»,[120] confunde, una vez más, el principio y la práctica. De la misma manera que un político pierde el derecho a valerse de la democracia en un país en el que se falsean las elecciones, el periodista pierde ese derecho si deforma conscientemente la información. Sin embargo, del estudio de los telediarios de 1983, y también, por lo que yo he podido ver, de 1984, resulta claramente que los medios de comunicación norteamericanos desplegaron esfuerzos frenéticos para disimular la reactivación económica, de manera que no tuvieran que levantar acta a la Administración Reagan del éxito de su política económica. Durante el primer trimestre de 1984, el producto nacional bruto progresó al ritmo inaudito del 9,7%, calculado anualmente. En el curso del primer semestre, se crearon dos millones de empleos suplementarios, de los cuales 1 950 000 sólo durante los meses de mayo y junio, anunciaba el Departamento de Trabajo el 7 de julio, lo que hacía ascender a seis millones y medio el número de personas que habían encontrado o recuperado un empleo desde el principio de la reactivación, a finales de 1982. No obstante, aún en junio de 1984, pude ver una noche a Dan Rather consagrar un buen tercio de su telediario, «CBS Evening News», a la «crisis de la agricultura en el Medio Oeste», descrita en tonos apocalípticos. Nadie ignora que los agricultores de los países ricos, beneficiarios de un sistema de subvenciones, con precios artificiales, varias veces superiores al curso mundial, pretenden estar en la miseria para conservar esos privilegios. Tuvimos, pues, de nuevo, derecho al desfile de los dramas personales y las condolencias rituales de los cerealistas del Midwest, todos ellos, también, al parecer, al borde del suicidio. Dan Rather pudo, pues, concluir aquella noche que la agravación de la situación económica era bastante profunda para comprometer la reelección de Reagan en noviembre de 1984. Ya sabemos que éste fue reelegido en 49 Estados sobre 50. A la larga, los medios de comunicación debieron, no obstante, inclinarse ante los hechos: durante el verano de 1987, con el paro habiendo bajado a un poco más del 5% (tasa considerada como irreducible), la inflación eliminada, pude ver a un Dan Rather resignado, en un telediario de los primeros días de septiembre de 1987, confesar lo que todo el mundo sabía: los Estados Unidos acababan de atravesar y continuaban viviendo muy exactamente su más largo período de crecimiento ininterrumpido en tiempos de paz desde el fin de la guerra de Secesión.
Las objeciones fundadas contra la política económica de Reagan no faltaban ciertamente: ante todo, el déficit de la balanza comercial y el déficit presupuestario. El crac bursátil de octubre de 1987 puso también de relieve la fragilidad del sistema financiero de Wall Street. Pero sólo se tiene autoridad para formular esas objeciones si antes se ha tenido la honradez de levantar acta de los buenos resultados obtenidos por aquellos contra quienes se expresan, y, cuando se es periodista, en todo caso no esforzarse en ocultarlos.
Una sociedad no tiene obligación de instalarse en un sistema que, como la democracia, no puede funcionar más que gracias a un mínimo de informaciones exactas conocidas por todos. Las encuestas hechas por la revista Public Opinión muestran que el grupo social de los periodistas norteamericanos es considerablemente más «liberal», e incluso «radical», que el conjunto del país. Está en su derecho. Preocuparse por ello sería incurrir en la «caza de brujas» si las opiniones personales y las reglas profesionales permanecieran separadas. Pero, demasiado a menudo, no es así. Para varios responsables norteamericanos de los medios de comunicación, era preciso que la política económica de Reagan fuera un fracaso. Mientras esta tesis fue sostenible contra el testimonio de las cifras la defendieron, pero, sobre todo —y esto es más grave—, la disfrazaron de información. También en el continente europeo la patología antirreganiana de los medios de comunicación y de varios periódicos influyentes como Repubblica en Italia, Guardian en Gran Bretaña, El País en España impidieron totalmente que sus oyentes y lectores comprendieran cómo América se encontró de repente, en 1988, habiendo suprimido el paro tras cinco años consecutivos de crecimiento económico, hechos de los que no se les había informado en absoluto. O más exactamente, cuando finalmente debieron reconocer estos hechos los mismos medios de comunicación tuvieron una explicación muy oportuna: ¡los déficits americanos! Pero si bastaba con tener déficits presupuestarios y comerciales para poseer una economía próspera, ¡Brasil, México, Perú, Nigeria, Polonia y Yugoslavia serían los países más fuertes del mundo!
Ya lo sabemos: los periodistas se justifican arguyendo que la prensa es un «contrapoder», un «perro guardián» (watch-dog), cuyo papel es vigilar, criticar, hostigar al gobierno. Aquí volvemos a topar con la ambigüedad de esa noción de contrapoder. Si se habla de opiniones, la expresión es libre, aunque sean falsas, injustas, odiosas, aduladoras, retribuidas, sinceras o hipócritas. Si se habla de la información, si al proclamarse a sí misma «cuarto poder» la prensa se autoconfiere una especie de magistratura, entonces ella no puede estar a priori a favor o en contra del poder. Si resulta que la información es desfavorable al poder, la publica. Pero también la publica en el caso contrario. Es en eso en lo que puede consistir su magistratura, suponiendo que tenga una. Un magistrado no abre la audiencia diciéndose a priori que debe condenar al procesado, y que sería venir a menos absolverle o concederle circunstancias atenuantes. Además, el único poder que depende del «contrapoder» de la prensa no es el gobierno del país en el que operan los periódicos y los medios de comunicación. Son también los partidos de la oposición que, aun no estando en el poder, pueden tener poder y equivocarse; son también las fuerzas financieras y culturales, sindicales y religiosas… e incluso la misma prensa. Lo son, también, los gobiernos extranjeros, que debieran ser objeto, en un pie de igualdad total, sea cual fuera su color político, de informaciones no seleccionadas; como debieran ser objeto de éstas en todos los países los partidos y movimientos de oposición, las guerrillas, las realidades económicas, la corrupción, las violaciones de los derechos del hombre, las fuerzas militares, las represiones, los éxitos y los fracasos. La crítica, para todos, y no solamente para el propio gobierno, debe, en una prensa que se considera como un magistrado, resultar de la información correctamente establecida, y no dirigir la elección de esa información a impulsos de un prejuicio selectivo, que metamorfosea la despiadada ferocidad para con unos en indulgencia sin límites para con otros.
Desgraciadamente, la fuerza del cuarto poder no milita siempre al servicio único de la verdad, ni mucho menos; y, sin embargo, sólo la intransigencia en ese servicio le concedería una legitimidad de principio que, hasta el presente, le falta. Porque si el cuarto poder, desde el origen, es consustancial con la democracia, la misma fórmula, sin embargo, no tiene valor más que por analogía. Insisto en ello por haber comprobado a menudo que ésta es una de las distinciones menos comprendidas. Los otros tres poderes son definidos por textos constitucionales. Los hombres y las mujeres que los ejercen deben, para ser legítimos, reclutarse según reglas precisas: la elección, el concurso, el nombramiento por las autoridades cualificadas. Incurren en sanciones determinadas en casos de abuso, de prevaricación, de error grave. Estos criterios, en cambio, son de lo más vago cuando se trata del poder de informar y de comunicar. Proponer al público informaciones y opiniones, imágenes, fotos, reportajes, una exhortación a tomar partido por unos u otros, es un derecho que está incluido en los derechos generales del ciudadano. La ley no va más allá. No confiere aquí, a ninguna categoría de ciudadanos en particular, un poder específico sobre los otros, mientras sí lo hace para los otros poderes, de los que ella describe y prescribe a la vez la misión y los límites. La libertad de expresión pertenece a todos, pero, igual que la libertad de circular, no indica el itinerario del viaje. El poder que eventualmente se deriva de ella proviene del éxito; es un poder de hecho, igual que la legitimidad conferida por el público, por la audiencia, debida a la buena reputación profesional… o a la mala, en el caso de la prensa sectaria, escandalosa y difamatoria, que tiene también sus partidarios. Se puede tener éxito en la prensa y en los medios de comunicación, por ser escrupuloso o por ser crapuloso. En ambos casos tendréis poder, e incluso legitimidad, puesto que una parte del público os sigue, os compra, os escucha, os mira. Así, excelentes observadores de nuestra época no conceden a la noción de cuarto poder más que una resonancia, como máximo, metafórica.
De ahí surge una situación que causa consternación: en la mayoría de países, la prensa es la esclava del poder, o bien no goza más que de una libertad muy vigilada, sujeta a las represalias y a las persecuciones; en las democracias, sólo es exacta y honrada en sus funciones de información de una manera parcial. El poder teme a la prensa, menos porque lo que ella dice es verdad que porque lo que ella dice agita a la opinión, sea verdad o no. Es un político socialista, y de un socialismo desprovisto de leninismo, un hombre poco inclinado a buscar el monopolio de la palabra, Michel Rocard, quien dijo un día: «El poder de los medios de información es hoy mucho más fuerte que el poder político». Y un político liberal (en el sentido europeo), «conservador» en el sentido norteamericano, demócrata sin duda alguna, Raymond Barre puede, también, preguntarse: «¿El cuarto poder se habrá hecho poderoso hasta el punto de impedir funcionar a los otros tres?». Potencia que evidentemente no estaba prevista en el origen de las constituciones democráticas.[121] Y potencia (si existe) que se puede tanto menos aceptar sin condición ni inventario cuanto que no reposa sobre ninguna garantía de la autenticidad de las noticias ni de la buena fe en la práctica del oficio. El efecto producido sobre la opinión pública por una «información» no es menor si es falsa que si es verdadera. Esto se comprueba tanto en las relaciones internacionales como en la política interior. La inexactitud o la pobreza de la información media puede hacernos dudar en decir que los pueblos, incluso los más democráticos, votan principalmente en función de los resultados reales obtenidos por sus gobiernos y de un conocimiento, por lo menos elemental, de la situación internacional en que se encuentra inserto su país.
Extravagancia suprema, la defensa de la verdad constituye raramente el criterio de la misma prensa cuando se rebela contra las cortapisas del poder o deplora las desventuras comerciales de uno de los suyos. Se invoca entonces la «independencia», el «pluralismo», muy poco la credibilidad y casi nunca la competencia, el conocimiento de las cuestiones tratadas, que les parecen a algunos condiciones totalmente accesorias para trabajar en la comunicación. Así, cuando debió cerrar sus puertas, por falta de lectores, el diario socialista francés Le Matin, en enero de 1988, toda la profesión vertió lágrimas sobre este nuevo encogimiento del «espacio de libertad» —fórmula de lo más vacío y noción muy indefinida—, pero nadie se atrevió a decir que Le Matin había muerto por espíritu sectario e incapacidad profesional. Mantenido desde hacía muchos años en una existencia artificial por el Elíseo —que llegó, en 1985, hasta a colocar en la dirección del periódico a su antiguo ministro de Información, Max Gallo—, Le Matin no podía impedir ver ampliarse, a su alrededor, inexorablemente, el vacío que se crea alrededor de cualquier periódico militante, en el cual cada uno sabe anticipadamente qué va a leer. No brillando por su imparcialidad, exhibía, además, una incompetencia profesional que excedía a veces de los límites. Para no citar más que un ejemplo, anuncia, el 14 de noviembre de 1986, en primera página, las elecciones legislativas brasileñas con el siguiente título: «Por primera vez en cuarenta años, elecciones libres el sábado en Brasil». El error de los «cuarenta años» se repite en el cuerpo del artículo, lo que demuestra que no es imputable a la desgraciada intervención de un titulista, y que el redactor y su redactor-jefe lo han cometido y lo han ratificado. Seamos caritativos y supongamos que el periodista había olvidado la elección democrática del presidente de la República del 15 de enero de 1985, emanada, es cierto, de un colegio electoral restringido; luego, que había olvidado también las elecciones municipales del 15 de noviembre siguiente que al mismo tiempo constituyeron el primer escrutinio libre verdadero en el sufragio universal directo desde el fin de la dictadura militar. Supongamos, no obstante, que el especialista de asuntos latinoamericanos de Le Matin haya querido referirse al principio de dicha dictadura militar y al golpe de Estado que había originado la interrupción de la democracia en Brasil: sucede que ese golpe de Estado había tenido lugar en 1964, veintidós años antes, y no cuarenta. Esa información se la habría podido facilitar la más rudimentaria de las enciclopedias de bolsillo. Cuando un político pierde las elecciones, se dice de él que ha sido «desautorizado por el cuerpo electoral», porque ha cumplido mal su mandato. ¿Por qué, cuando un periódico va a la quiebra, no se dice nunca que ha sido «desautorizado por sus lectores» por la misma razón?
En cambio, si Michel Polac fue despedido de TF1 algunos meses después de la privatización de esa cadena, en 1987, no fue por falta de audiencia, porque su emisión «Derecho de réplica» atraía a numerosos telespectadores, a pesar de su hora tardía, en sábado. Preciso para los lectores que no son franceses que «Derecho de réplica» era una emisión-debate producida y animada por el periodista radiofónico y de televisión Michel Polac, y que trataba de temas políticos, sociales, internacionales, más raramente científicos, históricos o filosóficos. Además, Polac invitaba a intervalos regulares a media docena de editorialistas de la prensa escrita para hacerlos discutir acerca de la actualidad. Nombrado por los socialistas en 1981, cuando esa cadena era aún del Estado, Polac defendió ardientemente durante seis años la ideología socialista, con una hábil ferocidad para con el liberalismo. Cuando los liberales volvieron al poder en marzo de 1986 siendo todavía TF1 cadena del Estado no le retiraron su emisión, que continuó siendo una tribuna semanal de la izquierda. En noviembre de 1986, con motivo de las manifestaciones de estudiantes en que la acción de la policía causó la muerte de un joven a consecuencia de brutalidades inadmisibles, pero que no podrían considerarse premeditadas por las autoridades responsables del orden público ni derivarse de la esencia del sistema político francés, Michel Polac consagró un «Derecho de réplica» de una violencia inaudita a esos acontecimientos, asimilando el gobierno Chirac a las más infames dictaduras fascistas pasadas y presentes. No perdió, por ello, su empleo, retribuido con fondos públicos. Lo perdió, en definitiva, por haber insultado o dejado de insultar al propietario de la cadena, después de la privatización de TF1, calificada una noche de «cadena de mierda» en directo por la antena. Que, despedido por su patrón «de mierda» a consecuencia de esa hazaña, Michel Polac haya podido, en el curso de una amplia campaña de prensa que se desarrolló durante varias semanas después de su despido, describirse y ser descrito como una víctima de la persecución política y como un mártir de la libertad, demuestra que los periodistas no se aplican a sí mismos los criterios que les sirven para juzgar a los demás. No veo ninguna razón para que el arte de la televisión no implique emisiones panfletarias, incluso de mala fe, tendenciosas y de inspiración exclusivamente polémica, porque la literatura está repleta de obras de talento que ofrecen exactamente las mismas características y de las que sería una lástima privarse. Pero los autores que escribieron esas obras lo hicieron siempre por su cuenta y riesgo, sin pretender tener derecho, para toda la eternidad, a un copioso salario mensual pagado por los mismos que ellos atacaban: Estado o empresario privado. No se podía defender a Polac ni en nombre del deber de informar, pues cumplir con ese deber no había constituido precisamente su preocupación dominante; ni en nombre de la libertad del debate público, pues la manera en que él había conducido el suyo era todo menos que equitativa. Su emisión era un tribunal en el que la sentencia estaba prevista anticipadamente. Los oponentes a la tesis que Polac quería hacer prevalecer parecían acusados, no eran, por lo general, invitados o estaban muy minoritariamente representados, reducidos al silencio, abucheados por los colegas, ridiculizados y obligados al papel del malo. La cámara abandonaba oportunamente a todo contradictor que parecía a punto de articular un argumento peligroso para la doctrina preferida del productor. Ese espectáculo podía divertir, pero ¿cómo sostener que la objetividad, la tolerancia y el respeto a los demás constituían sus motores esenciales? Todos deben poder acceder a los placeres del sectarismo, pero nadie puede exigir ser retribuido de por vida por entregarse a ellos. Además, lamentablemente, no existía, ni en TF1, ni en ninguna otra cadena, ninguna emisión televisada del mismo género, pero de ideología opuesta. La justificación habitual por el pluralismo de los excesos contrarios no quedaba, pues, ni siquiera asegurada. Los otros debates políticos televisados, aunque más serenos, estaban en su mayoría producidos y dirigidos por periodistas socialistas, entronizados por el poder socialista y que conservaban sus empleos. La «libertad» encarnada por Polac era, pues, la de un monopolio. No concernía ni a la información auténtica ni al debate equilibrado de las ideas. Atribuir el despido de Polac a una venganza puramente política, a una tiranía liberticida, a una voluntad del poder de asfixiar a la prensa, la información, la opinión, el pensamiento, no resistía, pues, el examen. Era, una vez más, mal periodismo, y el periodismo difícilmente puede ser peor que cuando trata del propio periodismo.
Yo puedo, a este respecto, aportar un testimonio personal. Cuando era director de la redacción de L’Express, entre 1978 y 1981, y cuando sobrevenía una crisis en el interior de la redacción o entre el propietario y yo mismo, leía a menudo a mis colegas que escribían sobre tal crisis unos artículos redactados sin que sus autores hubiesen experimentado la necesidad de ponerse en contacto conmigo para confrontar mi versión con la que se les había proporcionado. Esta última emanaba, por lo general, de tal o cual clan interior de la redacción que, en el marco de un combate político o de intrigas intestinas, utilizaba una red de amistades para publicar en el exterior un relato arreglado de manera que sirviera a su causa. Ese relato, nadie, en el otro extremo, pensaba en comprobarlo, recurriendo a la elemental precaución del periodista o del historiador que conoce su oficio: la comparación de las fuentes. He visto muchas veces reproducirse esta falta profesional (más particularmente francesa, es verdad) a propósito de «informaciones» falsas o medio falsas, que me concernían o concernían a una actividad que yo estaba bien situado para conocer, sin que el responsable, que a veces era incluso el autor de un comunicado de la Agencia France-Presse, se hubiera tomado la molestia de consultar informaciones que estaban a su alcance. Es verdad que le interesaba menos, sin duda, comunicar al público una información que una tesis.
Esta precedencia de la tesis sobre el hecho se eleva hasta cumbres a veces cómicas. A principios de 1988, Daniel Ortega, presidente del gobierno comunista de Nicaragua, hizo una gira de propaganda y de relaciones públicas por Europa Occidental. Suecia, en particular, le acogió calurosamente. Explicó en ese país que Nicaragua sufría una larga sequía, lo que incitó a Suecia a incrementar inmediatamente, de 35 hasta 45 millones de dólares su ayuda anual al señor Ortega. Suecia es muy libre de aliviar la factura de Moscú, pero ¿por qué hacerlo tragándose una mentira científica tan flagrante? Cualquiera que haya residido durante algún tiempo en la América Central quedará profundamente sorprendido por esta «larga sequía». Me limito a reproducir aquí lo que dice sobre el clima de esta región el Gran Diccionario Enciclopédico Larousse en diez volúmenes (edición 1982): «Clima tropical cálido y húmedo. El litoral Caribe, batido por los vientos alisios, tiene un clima casi constantemente lluvioso, mientras que las cuencas bajo el viento y la costa del Pacífico son menos lluviosos y gozan de una estación seca muy acentuada» (el subrayado es mío). Las ocho décimas partes del territorio nicaragüense se encuentran situadas en el lado del Caribe. El resto vive bajo el régimen de las lluvias tropicales en fechas y horas fijas. Las sequías imprevistas son un fenómeno desconocido en esta región. Armado con este texto, telefoneé a un viejo amigo sueco, director de uno de los más importantes diarios de Estocolmo, para preguntarle si la prensa de su país había hecho su trabajo rectificando la amable broma climatológica de Daniel Ortega, y si él mismo había participado en ello, para abrir los ojos de sus conciudadanos, consagrando al tema uno de los artículos llenos de buen juicio que le habían dado su reputación. «¡Estás loco! —me dijo—. ¡No tengo ganas de hacerme tratar de reaccionario!». He aquí cómo, en el país que concede los premios Nobel de ciencias, el sandinismo pudo impunemente decir que la América Central tenía la aridez del Sahel.
Llovía mucho, en cambio, en París, el día de diciembre de 1985 en que el presidente François Mitterrand recibió oficialmente al general Jaruzelski. Muchas personas se sorprendieron, incluso el propio primer ministro, Laurent Fabius, de que ese honor fuera concedido al siniestro personaje que había ahogado a Solidarnosc y a las esperanzas polacas de libertad. ¿Qué cálculo político podía justificar esa extraña complacencia? En vano se intentó adivinarlo. Fue entonces cuando empezó a esparcirse un curioso rumor: la razón secreta de esa incomprensible hospitalidad era que, gracias a esa concesión, Mitterrand iba a obtener de Moscú, en breve, la autorización para que los judíos soviéticos emigraran y esos judíos irían en tránsito a Varsovia, donde embarcarían en aviones de Air France. Ese plan novelesco e inverosímil fue «desvelado» por dos editorialistas célebres y «próximos al Elísee», como se suele decir, confidentes habituales y dispensadores privilegiados del presidencial pensamiento, Serge July y Jean Daniel. Sus editoriales acababan con una nota del estilo «reirá mejor quien se ría el último» y «los que hoy chillan mañana serán grotescos». Interrogado sobre la posibilidad de la operación aerotransportada que habría hecho triunfar Mitterrand, el historiador y sovietólogo Michel Heller respondió con prudencia cuán fantástica le parecía la hipótesis. No se percibía entonces ningún indicio de concesión masiva de visados a los judíos candidatos a la emigración; si tal hubiera sido el caso, no se comprende por qué hubiesen debido transitar por Polonia, ni qué venía a hacer en esta historia Jaruzelski, ni, finalmente, cómo hubiera bastado la flota de Air France para transportar a toda esa gente… a menos de suspender todos sus vuelos en todo el resto del planeta. Interrogado a su vez por los micrófonos de radio sobre el escepticismo de Michel Heller, Théo Klein, presidente del CRIF (Consejo representativo de las instituciones judías de Francia), hombre visiblemente confiado y optimista, replicó: «¡Dios nos libre de los sovietólogos!». Espero que Dios habrá continuado teniendo a Théo Klein y algunos otros en su santa guardia, porque, en los años que siguieron, nunca se concretó nada del maravilloso plan de evacuación de los judíos soviéticos vía Varsovia preparado por François Mitterrand con el general Jaruzelski. Pero lo más sorprendente es que ninguno de los que habían esparcido esta falsa información sintió luego la necesidad de retirarla, de explicar su origen ni de excusarse por el error.
El arrepentimiento no es la pasión predominante de la prensa. Cuando los medios de comunicación consienten en pensar en su autocrítica, no se trata, de ordinario, más que de una autocrítica noble, que versa acerca de cuestiones tales como: los límites de la intrusión en la vida privada; el riesgo de dejarse manipular por los terroristas dando demasiada resonancia a los atentados y a la toma de rehenes; que el público se acostumbre al horror a base de ver imágenes de guerra; el posible contagio del espectáculo de la violencia en los niños; la indiferencia a la actualidad derivada de la misma acumulación de noticias; la anestesia del espíritu crítico y el debilitamiento de la memoria abrumados por la ininterrumpida marea de comunicados; cuestiones, todas ellas, muy estimables, muy interesantes; son, todas —se observará—, cuestiones éticas que ciertamente honran a quienes se las plantean, no sin narcisismo. No tienen, desgraciadamente, nada que ver con la más importante de todas las cuestiones: no son autocríticas relativas a la verdad y a la falsedad de la información, a la razón de ser del periodismo, referentes al error, a la mentira, a la competencia. ¿La prensa y los medios de comunicación nos sirven para conocer mejor a nuestro mundo, o no? ¿Cuál es la parte de verdad de lo que ellos vehiculan? Se convendrá en que éste es el problema principal, pero es raramente abordado. Cuando lo es, las reacciones de rechazo del medio periodístico son muy vivas, incluso feroces. Rehúsa ser puesto a discusión en el terreno de lo falso y lo verdadero que es, sin embargo, el único que importa. Cuando en 1976, Michel Legris, antiguo colaborador de Le Monde, publicó un libro titulado Le Monde tel qu’il est, en el que descubría lo que él consideraba la parcialidad de ese periódico, dando ejemplos precisos de falsificación o de amputación de la información, Jacques Fauvet, entonces director del célebre diario, no pensó ni en responder a las objeciones ni eventualmente en rectificar los errores, suyos o de Legris. Sólo se dedicó a desacreditar, por todos los medios no intelectuales posibles, al autor del libro sacrílego y a destruirle profesionalmente. Los colegas, mientras reían disimuladamente al ver discutir la infalibilidad de un periódico que pretendía interpretar el papel de gran dispensador de lecciones de la prensa francesa, se guardaron muy bien —tanto temían la venganza de Le Monde y su fuerza— de dar trabajo al pobre Legris, que se encontró, así, durante mucho tiempo, en un desesperante paro. El «periodismo de investigación» deja bruscamente de ser sagrado cuando tiene por objeto el mismo periodismo. Un director de periódico adopta entonces la conducta de exterminación rencorosa que critica con tanta arrogancia cuando la detecta en un político o en un empresario. De la misma manera, Time Magazine y CBS, en 1986, hicieron todo lo que pudieron para impedir la publicación de un libro de Renata Adler, periodista y jurista, titulado Reckless Disregard, lo que significa, más o menos, «desprecio sin escrúpulos» o «cínico desprecio por los hechos». En 1983, el general de la reserva William Westmoreland había entablado un proceso a la CBS a causa de una emisión, «Vietnam Deception» («Engaño en Vietnam»), en el que se le criticaba en su papel de comandante en jefe en la época de la guerra de Vietnam. El mismo año, el general israelí Ariel Sharon había entablado un proceso contra Time a causa de un artículo en el que se le acusaba de haber dado orden de asesinar a palestinos en los campos de Sabra y Chatila, en 1982, durante la guerra del Líbano, matanza perpetrada por tropas libanesas cristianas, a sueldo, ciertamente, de Israel, pero sin que se hubiera podido demostrar que habían actuado con la aquiescencia del mando israelí, revelándose en la audiencia que lo contrario era lo más probable. Los dos procesos se liquidaron con sendos compromisos entre las partes respectivas. Los demandantes no obtuvieron más que una reparación a medias; Time y CBS escaparon a la condena por difamación. Renata Adler recopiló entonces el conjunto de declaraciones y las actas in extenso del proceso. Habiéndolas analizado minuciosamente, llegó a la conclusión de que de ellas se deducía indudablemente que Time y CBS, aun habiendo escapado a la condena por difamación (libel) no habían dejado de infligir graves distorsiones a los hechos, y luego mentido tras las primeras protestas, para disimular (cover up) las faltas que habían cometido. Durante el verano de 1986, The New Yorker publicó en dos números los mejores pasajes extraídos de Reckless Disregard. Inmediatamente, Time, y, sobre todo, CBS, en lugar de responder a los argumentos con argumentos, pusieron en marcha el rodillo compresor de la intimidación contra el editor, Alfred A. Knopf, amenazándole con un proceso, con objeto de asustarle y de inducirle al aplazamiento sine die de la publicación de la obra completa. Lo que más aterró a Knopf no fue la perspectiva de pelearse con Time y desaparecer de sus páginas de crítica literaria, sino también, y sobre todo, la posibilidad de ver a sus autores eliminados de las listas de invitados en los debates de la CBS. Los periódicos y grupúsculos izquierdistas (far left), paradójicamente, se pusieron al lado de los dos grandes conglomerados gigantes del capitalismo de la información. Los ayudaron en la campaña contra la aparición del libro, ensañándose en desacreditar a Renata Adler con sus calumnias, ya que llevaban en su corazón la tesis de la culpabilidad total de los Estados Unidos en Vietnam y de la culpabilidad total de Israel en el Líbano. ¡Agradable clima de honradez intelectual y moral!
Raros son los hombres que no suprimen la información, aunque sean profesionales de la información, cuando ésta les es desfavorable. La prensa quiere ser un contrapoder y se ve como tal. Pero actúa a semejanza del poder, e incluso más brutalmente que éste, para suprimir lo que le molesta, porque está menos controlada que él: hablo de un control no político o ideológico, sino profesional y deontológico, el cual, en su caso, es inexistente. La prensa es además el único poder en el que no hay ningún control. Lejos de ser, en ese sentido, la antítesis de los poderes, es más bien una copia de ellos en un grado de arbitrariedad del que ningún poder político democrático puede ofrecerse tal lujo; es hijo adulterino de la anarquía y del absolutismo… la «potencia adúltera» de que habla Lamartine, imitación salvaje de la potencia de «los dueños de la tierra». A veces, en las democracias, los peores ataques contra la libertad de la prensa proceden de la misma prensa. «He aquí un caso —comenta William Safire, gracias a quien Reckless Disregard pudo finalmente aparecer después de haber sido aplazado varias veces— de censura previa contra un libro por poderosas compañías de comunicación, que inmediatamente denuncian la censura previa cuando el que la practica es el gobierno».[122]
La disparidad entre la censura ejercida por los gobiernos en las democracias y la ejercida por la prensa, es que la primera es generalmente denunciada e impedida, mientras que la segunda no lo es, toda vez que sólo podría serlo por la misma prensa. Sin duda, los que no forman parte de ella la atacan con frecuencia, incluso violentamente, pero no se atreven a hacerlo en público, para no ser mal vistos. Los políticos, o los responsables económicos, cuando critican a los medios de comunicación, aunque sea con razón, no ganan más que impopularidad y una reputación de adversarios de la libertad de expresión. Los periódicos polemizan a veces entre ellos por prejuicios ideológicos, nunca, o muy raramente, sobre la calidad profesional de su trabajo. Yo no tomo posición sobre el fondo de los problemas Westmoreland y Sharon; digo simplemente que CBS y Time hubieran debido responder, tal como ellos piden a los demás que hagan, con argumentos sobre el contenido del dossier, y no tratar de ocultarlo con presiones sobre el editor. Los periodistas, en una democracia, ¿son los últimos ciudadanos que aún gozan del privilegio de suprimir las informaciones que los molestan? En 1977, cuando el director del Giornale, Indro Montanelli, fue gravemente herido, en la calle, por las balas de los terroristas de las Brigadas Rojas, el Corriere della Sera, entonces enfadado con Montanelli, informó que «un periodista», aparentemente desprovisto de identidad, había sido víctima de un atentado. Una disputa personal llegaba al punto —¡oh, sagrado deber de informar!— de que el más célebre editorialista de la prensa italiana no tenía siquiera el derecho de hacerse atravesar la piel con su nombre. Y esto, en el Corriere, diario del que había sido la «estrella» durante treinta años…
La prensa está en un permanente estado de alerta para tomar nota de los errores de los responsables políticos, pero no le gusta mucho que se tome nota de los suyos y, por lo general, rehúsa reconocerlos y, por supuesto, rectificarlos. El 21 de abril de 1982 la CBS difunde, en horas de la máxima audiencia, un documental televisado de Bill Moyers describiendo a tres familias pobres, víctimas de las reducciones de gastos sociales, es decir, según el mensaje del realizador, sumidas en la miseria por voluntad de Reagan. La Casa Blanca protesta. Recuerda, para empezar, que contrariamente a las constantes afirmaciones de la prensa, Reagan no ha reducido los gastos sociales, sino que ha reducido la tasa de aumento anual de los gastos sociales (lo que significa que al reducirse la inflación se ha gastado más en ese campo en 1982 que en 1981). Arguye a continuación que los tres casos escogidos se han seleccionado con la intención de denigrar porque no son representativos: dos de las tres suspensiones de subsidios se debían a arbitrajes locales, dictados por un Estado o una municipalidad, no al presupuesto federal; la tercera había sido pronunciada antes de que Reagan fuera nombrado presidente. La Casa Blanca precisa que no quiere discutir el derecho de la CBS a difundir lo que quiera, porque la primera enmienda de la Constitución es sagrada, ni quiere invocar la «fairness doctrine» («doctrina de la honradez») de la Comisión Federal de Comunicaciones. Sólo pide un tiempo de antena, para que su portavoz dé al público las precisiones que acabo de enumerar. La CBS le niega ese derecho de réplica, y Bill Moyers justifica esa negativa declarando que, notoriamente, «el señor Reagan ha optado por no ofender a los ricos, los poderosos, las gentes bien organizadas, en sus reducciones de gastos, para meterse con los pobres, con un presupuesto cuyo peso principal recae sobre los pobres».[123] En otras palabras, responde con puras imputaciones generales y vagas, sin dignarse tomar en consideración las objeciones precisas que le han sido hechas.
Este ejemplo ilustra la absurda situación en que se encuentra la humanidad de hoy con respecto a la información. En la mayoría de los países del planeta, de los países que cuentan, en todo caso, con la mayor parte de la población mundial, el poder político amordaza a la prensa. En los países en que ésta es libre, puede formular contra el poder político, o contra toda otra institución, y contra los mismos particulares, acusaciones injustas sin observar criterios de exactitud y sin estar obligada a corregir sus errores. Así la CBS puede rehusar secamente al presidente de los Estados Unidos un derecho de réplica sobre cuestiones de hecho sin dar ninguna explicación. Por otra parte, los periodistas norteamericanos no han aceptado nunca verdaderamente ni reconocido la validez de la Communications Act (ley sobre la comunicación) de 1934, que define la «fairness doctrine o doctrina de honradez, de imparcialidad, según los términos de la cual, a cambio de la atribución de una licencia y de una frecuencia, toda emisora suscribía un pliego de condiciones y se comprometía a no abusar de su poder para presentar un solo aspecto de las cosas o para silenciar cuestiones esenciales. El punto de vista de la profesión es que nadie, fuera de ella, es apto para juzgar sobre la manera en que ejerce su oficio: privilegio único en el mundo. Y es exacto que los periódicos honestos y dignos de confianza lo son por el único efecto de las capacidades y de los escrúpulos de los mismos periodistas que los hacen. Los demás, pirateando sobre las turbias olas de una incierta cultura los restos de un antiguo pecio filosófico, articularán sentenciosamente que «la objetividad no existe», tópico que constituye, como diría Kant, el «asilo de la ignorancia», o, más bien, de la arrogancia. Porque lo que no existe, por supuesto, es la infalibilidad. La imparcialidad, en cambio, sí existe, es decir, no la inaccesible objetividad absoluta, sino el esfuerzo para llegar a ella. En la mayoría de casos de errores graves detectados en la prensa, ese esfuerzo es más que dudoso. En un gran número de casos, lo que es manifiesto es el esfuerzo en sentido contrario.
He dado más arriba una muestra del estruendo hecho en la prensa europea de izquierdas y de centroizquierda en ocasión de la semivictoria del «televangelista» Pat Robertson en las elecciones primarias de Iowa en febrero de 1988, durante la campaña por la investidura. ¡Volvía la Inquisición, el tifón del fanatismo inundaba a América, el totalitarismo santurrón se lanzaba al asalto de la Casa Blanca! Tres semanas más tarde, el reverendo Pat Robertson era literalmente barrido. Las primarias de New Hampshire, de Carolina del Sur y, por fin, el «Gran Martes» (Super-Tuesday: 8 de marzo de 1988) de los Estados del Sur volvían a hundir sus pretensiones electorales en la nada política de la que nunca, en realidad, habían salido para todo observador serio. En Illinois, el 15 de marzo, su cifra de delegados obtenidos fue de cero, lo que le eliminó de la competición. ¿Experimentaron los mismos periódicos la necesidad de corregir sus análisis y explicarnos el origen de su precedente e hiperbólica supervaloración de la importancia del reverendo? En absoluto.
La prensa de los pueblos libres, pues, no servirá a la democracia, no cumplirá su misión ante la opinión y no servirá de modelo a la futura prensa de los pueblos actualmente esclavos, mientras disfrace órganos militantes en órganos de información. Un órgano de información no es un periódico en el que no se expresa ninguna opinión, ni mucho menos: es un periódico en el que la opinión resulta del análisis de las informaciones. Un periódico militante es aquel en que la opinión precede y orienta la información, practica su elección y regula la iluminación. Der Spiegel, dice Ralf Dahrendorf, a la vez ciudadano alemán y director de la London School of Economics, defiende «una concepción de la unidad alemana a la vez antieuropea y antioccidental».[124] Digamos incluso que Der Spiegel es netamente pro soviético, pues ha tomado, por ejemplo, una posición hostil a Solidarnosc y favorable a Jaruzelski en 1981. Elisabeth-Noelle Neumann, directora del principal instituto de sondeos de la República Federal de Alemania, ha podido decir que «la orientación fundamentalmente izquierdista de la juventud alemana ha sido probablemente moldeada por Der Spiegel,[125] el cual, en efecto, ha sostenido siempre al movimiento pacifista y fomentado el odio a la Alianza Atlántica. Es su derecho más indiscutible. Pero el célebre semanario no tiene, en cambio, el derecho de presentarse como un semanario de informaciones, el más poderoso, digamos incluso el único de Alemania. Si publica, en efecto, muchas informaciones, y muy buenas, las elige cuidadosamente en función de criterios ideológicos. Pero la falta suprema, en materia de prensa, no es la de defender opiniones: es hacerlo sin parecer que se hace.
La respuesta a esta objeción la sabemos de memoria: el papel de la prensa, se nos dice, es defender sistemáticamente lo contrario de lo que hace el gobierno y, en general, tener bajo su vigilancia al establishment. En primer lugar, la prensa no defiende sistemáticamente lo contrario de lo que hace cualquier gobierno. Cuando la mayoría cambia, tal periódico, que tenía por costumbre silenciar gustosamente los éxitos del gobierno precedente, empieza súbitamente a callarse sobre los fracasos del nuevo gobierno. Además, la información no concierne únicamente la política interior. La contraseña del contrapoder debe colocarse en un contexto internacional. En la democracia, atacar sin tregua a su propio gobierno cuando se defiende contra las intrusiones de una potencia totalitaria e imperialista no se llama desempeñar su papel de contrapoder; al contrario, esto es situarse en el terreno del poder más fuerte. Es falso que Der Spiegel sea despiadado con cualquier gobierno: lo es, sobre todo, con los gobiernos democráticos, muy raramente con los gobiernos comunistas, y casi nunca con el gobierno soviético, cuya buena voluntad, sinceridad e intenciones pacíficas parecen libres de su universal desconfianza. Asimismo, desde la subida al poder de Mijail Gorbachov, en 1985, ¿cómo comprender que la función de watchdog (perro guardián) que se atribuyen la prensa «liberal» y los medios de comunicación en América se haya manifestado tan poco con respecto al líder soviético, para concentrarse únicamente en Reagan? Por supuesto, la información no debe ser censurada si es desfavorable a un poder democrático y favorable a un poder totalitario, si es verdadera. Pero no nos preocupemos: no es ése el tipo de censura más frecuente. La prensa norteamericana concibe su papel de perro guardián casi únicamente con relación al poder norteamericano, sobre todo si es republicano, y a sus aliados o puntos de apoyo en el mundo. Pero ¿es esto cumplir una función de perro guardián? Un buen perro guardián debe tener el instinto de lo que es más peligroso, no de lo que es más próximo. Un hombre fuerte no es el que pega a su mujer mientras deja escapar al asesino de su hijo, incluso prestándole su coche.
La teoría exclusiva del «contrapoder» y del «perro guardián» conduce a la aberración de que el trabajo periodístico debería determinarse con relación al único «deber» de estar «a favor» o «en contra» de esto o de aquello. Esta concepción simplista hace olvidar que debe determinarse, en primer lugar, con relación al contenido del dossier, a la sustancia de las informaciones, y decidir sólo después, y a partir de ahí, si condena o aprueba, y en qué proporción. Nunca este olvido del contenido de un contencioso, esta indiferencia a lo que está en juego, en beneficio de una atención concentrada exclusivamente sobre la conflictiva relación entre la prensa y el poder, han sido tan abrumadores, tal vez, como en el asunto del desembarco norteamericano en la isla de Granada, en 1983. Para volver brevemente sobre ello, se recordará que la prensa no fue autorizada a acompañar al cuerpo expedicionario durante los dos primeros días de la operación destinada a desalojar de la isla a una dictadura soviético-cubana pasablemente sanguinaria. Recordemos los elementos del dossier: la dictadura en cuestión no tenía, por supuesto, legitimidad alguna —lo que no preocupa nunca a los «liberales» si la dictadura es marxista— y había derribado a un gobierno democrático en 1981; durante dos años, la tiranía del Movimiento New-Jewel (¡partido comunista admitido en el seno de la Internacional Socialista!) había reinado bajo el efectivo control de los cubano-soviéticos, amablemente asistidos por norcoreanos, alemanes del Este y otros filántropos, bajo la dirección puramente aparente de un comunista local, Maurice Bishop; a principios de octubre de 1983, éste, en el curso de una animada discusión en el seno de la Junta marxista, presidida por el embajador de Cuba, había sido asesinado con sus amigos y sus familias, la suya, mujeres y niños incluidos; una matanza de unas 200 personas, o sólo 140 según los cálculos más bajos; el «ministerio» Bishop fue reemplazado («legitimidad» socialista en segundo grado, muy frecuente) por una Junta de oficiales, el Ruling Military Council, la cual intensificó aún más la represión ya infligida desde hacía mucho tiempo a una población aterrorizada, cuyos sufrimientos eran conocidos en Washington, pero dejaban indiferentes a los «liberales»; los cubano-soviéticos habían construido en Granada un vasto aeropuerto militar y una base submarina. De lo que se deducía claramente que se estaba asistiendo a la instalación de una nueva cabeza de puente soviética en el Caribe, en el mismo momento en que se construía otra en América Central; después de la liquidación de Bishop, una oleada de pánico agitó a las islas vecinas, que se veían de súbito a unas cuantas brazas de la boca del lobo; entonces hicieron llegar a Washington, discretamente, señales de socorro, después de haber pedido vanamente auxilio a Londres, que se había hecho el sordo. (Esto no impidió a la señora Thatcher protestar después contra la operación norteamericana: la pertenencia de Granada a la Commonwealth no implicaba, según parece, el deber de socorrerla, pero incluía el derecho de refunfuñar contra los que la liberaban, después de un largo silencio sobre los crímenes de los que la habían subyugado).
De todo este contencioso, la prensa norteamericana casi no dijo una palabra. El único drama que la conmovió y del que habló fue el ultraje de que se consideró víctima por su exclusión del teatro de operaciones los días 25 y 26 de octubre. No se interesó casi nada por la situación en el Caribe y se dispensó de exponer al público las razones políticas y geoestratégicas que habían impulsado a Reagan a decidir la operación… para, eventualmente, discutir tales razones proponiendo su propio análisis, por supuesto. Por lo menos, ese problema de interés nacional e internacional fue relegado a un segundo plano. El restablecimiento de la democracia en Granada, que tuvo un éxito completo, ante la satisfacción de la población, se difuminó ante el mayor crimen contra la humanidad de los tiempos modernos: haber dejado de lado a los medios de comunicación y a los periódicos durante cuarenta y ocho horas. Edward M. Joyce, presidente de la CBS, denunció ese atropello: «el alba de una nueva era de censura, de manipulación de la prensa, de considerar los medios de comunicación como lacayos del poder».[126] Los periodistas invocaron la sempiterna primera enmienda, olvidando una vez más que ésta garantiza la libertad de expresión y de opinión, pero no estipula de ninguna manera que el ejército tenga la obligación de llevar a los reporteros en sus furgones para cubrir todas las operaciones militares. La Asociación Americana de Propietarios (publishers) de Periódicos (ANPA) protestó de la «guerra secreta», pero no fue secreta en absoluto (¡falsa información!): fue anunciada y pregonada por el gobierno desde el principio de las operaciones. Pero es verdad que, en el primer momento, sólo fue cubierta por los comunicados y los documentos filmados del estado mayor. Es diferente, incluso si es insuficiente. Editor and Publisher, el semanario profesional de la prensa escrita norteamericana, deploró que los Estados Unidos hubieran dejado de ser la nación mejor informada del mundo (¡nada menos!) a propósito de lo que su gobierno estaba haciendo supuestamente en su nombre («particularly about what their government is doing supposedly on their behalf).. ¡Este supposedly es admirable! Pues, que se sepa, el gobierno en cuestión, siendo democráticamente elegido, y no transgrediendo los límites constitucionales de la libertad reservada al ejecutivo por la Constitución, podía, sin abuso, estimar que actuaba dentro de la legitimidad en el nombre del pueblo. En cambio, Editor and Publisher no podía.
Sucede a veces, ciertamente, que gobiernos democráticos impiden a los periodistas hacer su trabajo de informadores. Durante la guerra de Argelia, los gobiernos franceses de la IV y la V República pecaron gravemente en ese punto. Es natural reprochárselo, puesto que al actuar así traicionaron sus propios principios. No es tal el caso de los poderes totalitarios. La Unión Soviética no ha dicho nunca que consideraba un derecho de los periodistas extranjeros que éstos se pasearan libremente por Afganistán. Lo que viola los derechos del ser humano en un régimen totalitario no es su negación de libertad a la prensa: es el régimen en sí mismo. Hay que democratizarlo por entero para democratizar su información. La vigilancia de los periodistas libres con respecto a las mismas democracias, sin deber relajarse nunca, se enfrenta a dificultades menores. Tal es el caso, notoriamente, en los Estados Unidos, de todas las democracias tal vez la más voluntariamente transparente. Pero la conciencia profesional de los periodistas debe estar a la altura de esa transparencia.
Seamos justos: ciertos periodistas fueron conscientes de que sus recriminaciones contra Reagan reflejaban, a menudo, más el narcisismo de la tribu que objeciones sólidas y, además, no convencían. Ya antes de la invasión, apenas el 13,7% de norteamericanos consultados por sondeo estimaban que la prensa y los medios de comunicación eran dignos de confianza. Después de la operación, según un sondeo realizado a principios de diciembre, después de seis semanas de fuego nutrido de los medios de comunicación contra la «censura» de la Administración, sólo el 19% de los ciudadanos juzgaban que la prensa habría debido acompañar a las tropas de desembarco desde el primer momento. La acusación del Washington Post, según la cual esas cuarenta y ocho horas de ausencia de la prensa «afectaban a la naturaleza de las relaciones entre gobernantes y gobernados»,[127] sonaba como una melodramática exageración. Con lucidez, el Time se preguntó cómo los medios de comunicación habían podido suscitar contra ellos un tan profundo resentimiento del público («far ranging resentment)., y por qué su exclusión temporal había, de hecho, satisfecho al ciudadano corriente e incluso despertado en él un espíritu de venganza («gleeful and even vengeful public attitude).. ¿Por qué, en efecto? En vez de soplar a las pompas de jabón totalmente inventadas por las necesidades de la querella, la prensa y los medios de comunicación habrían estado más inspirados buscando una respuesta a esa pregunta.
La respuesta es que la Administración, de acuerdo con la inmensa mayoría del público, no tenía ninguna confianza en la imparcialidad con la cual los medios de comunicación relatarían las primeras fases de la expedición. Pensó que se ensañarían en transmitir a la nación una imagen tan parcial y manchada de atrocidades como les fuese posible, surtida de la entrevista de un castrista que hablaría de «crimen imperialista», para provocar una reacción pacifista de la opinión. Las tres cuartas partes de la prensa era hostil a los motivos estratégicos y políticos que habían dictado a Reagan su decisión. Se inclinaba, por anticipado, a no tomarlos siquiera en consideración, a negar a priori su fundamento. Desde Vietnam y el Watergate, la prensa se confina en su misión de adversario incondicional del poder. Pero hay medios para inspirar a la opinión antipatía por el poder que no tienen nada en común con una crítica política razonada. La Administración sabía muy bien por qué procedimientos la televisión podría, desde los primeros minutos de la entrada en acción en Granada, sacar de su contexto escenas penosas, para desacreditar la operación, desviando la atención de sus objetivos generales. Por ejemplo: durante las primeras horas del combate contra los ocupantes cubanos, unos obuses americanos cayeron sobre un hospital psiquiátrico. Acontecimiento horroroso, del que había que hablar, pero a condición de narrar todos los aspectos de la operación. Y probablemente es a ese episodio a lo que se habría reducido, para cien millones de telespectadores norteamericanos, si los equipos de televisión hubieran desembarcado con las tropas. «¿Qué habría sucedido —escribe Leonard Sussman— si la televisión en color, durante la primera noche de la intervención en Granada, hubiera mostrado el hospital con sus escombros, sus cadáveres, y tal vez un enfermo mental, herido, errando entre los cascotes? ¿Esta única imagen habría mostrado que el fundamento político de la intervención americana —eliminar una base cubano-soviética— era falso en su planteamiento? ¿Que el asesinato, unos días antes, del primer ministro y de unos civiles había sido una acción justa? ¿Que los americanos debían retirarse sin haber encarcelado a los asesinos? ¿Que los granadinos se hubieran sentido mejor si no hubieran visto desembarcar a ningún soldado americano?».[128] Tal no era, en todo caso, su opinión, ya que un sondeo de la CBS, efectuado poco después, confirmó que el análisis de la Administración sobre la situación de la isla antes de la operación coincidía totalmente con el de la población granadina, que vivió la intervención como una liberación. Una masiva mayoría de granadinos interrogados, el 91%, se declara feliz de que los Estados Unidos hayan intervenido; el 85% dice que hasta entonces vivían aterrorizados, por ellos y por sus familias; el 76% que Cuba, según ellos, quería controlar definitivamente Granada, y el 65% que el aeropuerto había sido construido, sin ninguna duda, para servir objetivos militares, soviéticos y cubanos, y no turísticos.
Conviene añadir que después de algunas semanas las tropas norteamericanas abandonaron la isla, donde pudieron celebrarse elecciones libres y la democracia fue restaurada. A despecho de esta deslumbrante claridad del lenguaje de los hechos, he vuelto a oír, en mayo de 1987, en París, casi cuatro años después del acontecimiento, durante el coloquio «Medios de comunicación, poder y democracia», ya mencionado, a decenas de periodistas norteamericanos y profesores de escuelas de periodismo condenar con vehemencia y desesperación su exclusión de Granada durante dos días, como el crimen más abominable jamás perpetrado contra los derechos del hombre. Cuando una profesión que tiene por razón de ser saber escuchar a la opinión, y saber hablarle, se aísla tanto, a la vez de la opinión pública de su propio país y de la del país liberado, objeto de la polémica, es que se ha replegado en una especie de autismo tribal poco compatible con las exigencias de su misión. El autismo es,[129] en el sujeto que lo padece, la «polarización de toda la vida mental en su mundo interior y la pérdida de contacto con el mundo exterior». Para unos profesionales, cuyo oficio es observar el mundo exterior, es bastante enojoso. ¿De dónde viene el mal? Una vez más, de que demasiados periodistas no son guiados por la preocupación de lo que es, sino de lo que hay que demostrar. Y no me refiero en este capítulo, para repetirlo hasta la saciedad, más que a los países en que la prensa es libre. De los demás, es superfluo hablar. Pero, precisamente, es interesante examinar qué uso hace el hombre de la libertad, cuando la tiene, y también —es todo el tema de este libro— qué uso hace de la facultad de saber y de decir lo que sabe. A propósito de los países donde reina la censura, he observado a menudo la paradoja de que el ciudadano ordinario, y sobre todo el intelectual, están, en muchos puntos, mejor informados de los asuntos del mundo que los de las naciones libres, por estar más estimulados por el mismo obstáculo de la censura y ser más aptos para discernir lo verdadero de lo falso y para reconocer la auténtica información precisamente por estar más privados de ella.
Lejos de mí la idea de sostener la tesis de que los gobiernos, incluso los democráticos, tienen siempre razón, y que hacen siempre todo bien. La prensa los ataca a menudo muy justamente. Yo me refiero a la actitud caricaturesca y pueril de una prensa que juzga indigno de ella todo lo que no sea atacar el poder político y los poderes establecidos. Por supuesto, los gobiernos se esfuerzan en impedir la difusión de las noticias que les son desfavorables y en amplificar las que son halagadoras para ellos. Por supuesto, la razón de ser de la prensa es restablecer el equilibrio y dar a conocer lo que los gobiernos (y los partidos de oposición también, en lo que les concierne) desearían dejar en la penumbra. Pero este papel de la prensa no tiene validez más que si descansa sobre el respeto escrupuloso de la información. No obstante, hay tan pocos periódicos, en cada democracia, que la respetan como países en el mundo que respetan la democracia. En los demás casos, los más numerosos, la prensa no dispone del contrapeso o el antídoto de la deshonestidad política: forma parte de ella, constituye uno de sus principales instrumentos. Cuando, en una conversación, pasamos revista a los periódicos y demás medios de comunicación del país en que nos encontramos, los clasificamos espontáneamente, y sin mucha dificultad, en favorables o desfavorables a tal corriente política, a tales medios financieros, culturales, religiosos, raciales o sexuales. En la apreciación que hacemos de ellos, no es casi nunca la calidad de sus informaciones lo que constituye el criterio colocado en primer plano. Además, la información es a menudo interpretada no por sí misma, su veracidad o su falsedad, sino como signo de una opinión. Publicar tal información muestra que se tiene tal opinión. Que sea verdadero o no, es secundario.
La misma manera de anunciar un hecho diverso, sobre todo cuando se lo puede bautizar pomposamente de «fenómeno social» clasifica a un periódico con tanta seguridad como sus prejuicios políticos. El 1.º de diciembre de 1987, la policía detiene en París al misterioso «asesino de ancianas», un hombre que, en algunos años, había matado por lo menos una treintena de personas de edad, que vivían solas, para robarles sus ahorros. Resulta que el asesino es un negro, homosexual y drogadicto. Durante una semana, los diarios de izquierdas, Le Matin, Libération, Le Monde, La Croix, L’Humanité, esconden subrepticiamente en la moqueta de sus páginas interiores esta detención y la personalidad del asesino. La noticia y los detalles son comunicados con parsimonia. Son diseminados y ocultados en las profundidades del sumario, expresados de mala gana, algunos días, ni siquiera eso. Cuando se los menciona, es para desviar la atención lejos del mismo criminal, y politizar el suceso. Así, el 3 de diciembre, Libération, en la página 13, bajo el título: «Un asesino se da por vencido», escribe: «En julio de 1986, después de tres meses y medio de presencia en el gobierno, Charles Pasqua debe ya deplorar nueve asesinatos de abuelas. Exactamente el mismo número que la izquierda desde 1984». ¿Era éste el problema? Partiendo de un éxito policial, obtenido después de una investigación muy difícil, Libération se las arregla para infligir una crítica al ministro del Interior. Este pasaje inaugura, por otra parte, un procedimiento periodístico digno de ser tenido en cuenta: si alguien que no os gusta logra un éxito, en lugar de publicar la noticia del día, que os desagrada, publicáis la de tres años atrás, escogiendo una circunstancia en la que vuestra cabeza de turco se equivocó lamentablemente. Se captan bien los motivos de tanta discreción: el miedo al racismo antinegro y al racismo antihomosexual. La hostilidad contra los inmigrados no podía reactivarse, ya que Thierry Paulin, el asesino, era ciudadano francés. La preocupación por no reforzar los comportamientos de «exclusión» con respecto a los drogadictos también influía. Pero ¿cómo no ver que esta ocultación, profesionalmente inaceptable, se vuelve, además, contra la causa que cree servir? En la jerarquía del crimen en Francia en el siglo XX, Paulin se sitúa muy alto por el número de sus víctimas, después del doctor Petiot, que asesinó a varias decenas de judíos durante la guerra para robarles, pero delante de Landru. No hablar de ello en un puñado de periódicos cuando toda Francia no habla más que de ese tema es, simplemente, torpe, porque el silencio no impedirá que toda la población esté al corriente. En 1979, Jimmy Goldsmith, propietario de L’Express, me pidió que la revista no hablara del «asunto de los diamantes» que Giscard había recibido en regalo del «emperador» de Centroáfrica, Bokassa, caso que perjudicó entonces duramente al presidente de la República, por quien Goldsmith sentía simpatía. Yo me negué, evidentemente; en primer lugar por principio, y luego arguyendo que nuestro silencio no serviría, naturalmente, de nada a Giscard y ciertamente perjudicaría a L’Express. De igual manera, el racismo no puede más que agravarse cuando la opinión se da cuenta de que periódicos influyentes minimizan la responsabilidad del autor de una serie de crímenes atroces, porque el criminal resulta ser un ciudadano negro y homosexual. Suscitan la irritación de muchas personas que no pueden evitar pensar cuál habría sido la orquestación de este suceso si el asesino hubiera sido un blanco asesino de árabes. Estas miserables jugarretas periodísticas no conjuran el racismo; al contrario, lo reaniman, se inscriben en el círculo vicioso de las paranoias complementarias, de las que no se puede salir más que dejando de considerar la raza o la homosexualidad como factores que puedan modificar algo, para bien o para mal.
Felicitemos a un periódico antirracista que explique de una manera clara y abierta en qué el racismo es una postura prácticamente contradictoria, científicamente necia y moralmente indefendible, pero no a un periódico que suprime informaciones que piensa que pueden excitar el racismo. Razona entonces exactamente como reprocha al político de hacerlo, cuando éste se imagina resolver un problema logrando que sea silenciado. Confiesa, además, implícitamente con ello que no tiene confianza en su postura, puesto que para defenderla necesita mentir, por lo menos por omisión.
Que la opinión del periodista determina la información y no a la inversa, en nueve casos de cada diez, se admite en las conversaciones corrientes de las gentes de la prensa entre ellos y lo saben todos los que con ellos se relacionan. «¡Ni lo sueñes! No es ciertamente en el diario X donde tú vas a encontrar esa información», es una cantinela enunciada como un axioma de puro sentido común. En los coloquios internacionales sobre el periodismo se celebra la misa mayor y el culto de la información sagrada e intangible, se estigmatiza la «censura» impuesta por las fuerzas diabólicas de la razón de Estado y del dinero. Pero, entre ellos, se sabe muy bien que Fulano no hablará de esto y Mengano no hablará de aquello, siendo, «esto» y «aquello», desde un punto de vista neutral, informaciones. En 1980, llamado desde Madrid por Juan Luis Cebrián, director de El País, que me pedía una carta de apoyo destinada a ser leída en un proceso al que se le sometía, después de haber accedido desde luego a su petición, le pregunté cómo era que su periódico hubiera sido casi el único en Europa en no haber mencionado el «caso Marchais», es decir, la publicación por L’Express de un documento encontrado en los archivos alemanes que demostraba sin ningún género de dudas que el actual secretario general del Partido Comunista francés había ido, en 1942 y 1943, como trabajador voluntario a la Alemania nazi, y no como deportado, tal como él había pretendido siempre. Cebrián me respondió con una encomiable ingenuidad y nada incómodo: «Sí, ya sé; es verdaderamente lamentable, pero figúrate que el jefe del servicio extranjero estaba de viaje y su adjunto, que le reemplazaba, es comunista; de manera que ha silenciado el asunto». Era erigir sin ambages en principio el hecho de que un director de periódico tiene dificultades en impedir que una información no tenga su fuente en las preferencias políticas del que la transmite… o rehúsa transmitirla. Mi amigo Cebrián y su periódico han recibido —¿acaso lo dudáis?— numerosos «premios de periodismo» en todos los países.
Salvo rarísimas excepciones, se admite como una realidad en el ambiente de la prensa, a despecho de todas las protestas en sentido contrario, destinadas al mundo exterior, que las preferencias políticas de los periodistas sirven de criterio para su presentación de la información. En Italia, esta capitulación ante la parcialidad ha sido incluso institucionalizada, bajo el vocablo, ya explicado anteriormente, de «lottizzazione»: a saber, el reparto en trozos. Volvamos a ello. Describiendo esa curiosa costumbre en el curso de una conferencia en la UNESCO, Paolo Romani (corresponsal en París del Giornale durante los años ochenta) profundizó en los detalles y expuso cómo los partidos políticos intervienen directamente en la contratación y la promoción interna de los periodistas. Los partidos velan por «el respeto de los equilibrios», como se dice púdicamente en Italia. Así, contrariamente a lo que sucede en otros países, donde tales lazos son ordinariamente negados o disimulados, los periodistas italianos reivindican, generalmente sin rodeos, su afiliación a un partido, que, en el fondo, se ocupa de su «plan de carrera». Muchos están inscritos, precisa Romani; los otros se proclaman abiertamente de la «dependencia» (área) socialista, democratacristiana, republicana, comunista. Según una expresión encantadora, se hallan, con respeto a esa área, en «estado de disponibilidad constructiva». El arte de distribuir los «lotes» periodísticos proporcionalmente, en función de la fuerza respectiva de los partidos, alcanza su perfección suprema en la RAI, la radiotelevisión del Estado (las cadenas privadas no tienen autorización de suministrar información). Cada telediario posee, de la manera más oficial del mundo, su coloración política: el de la primera cadena es democratacristiano, el de la segunda socialista y el de la tercera, comunista. No es posible confesar con mayor franqueza que nadie, ni siquiera en el ambiente periodístico, tiene la menor confianza en la famosa «conciencia profesional», como tal, ni en la «deontología» de los periodistas. Así, el 17 de marzo de 1988, durante la crisis ministerial abierta por la caída del gobierno de Goria, el telediario de RAI 2, a las 19.45 horas, comenzó con diez minutos sobre Bettino Craxi, el líder socialista, cuando era Ciriaco de Mita, el líder de la democracia cristiana, quien había sido encargado por el presidente de la República de formar el nuevo gobierno. Y, sobre todo, ¡que no nos vengan con el tópico del «pluralismo»! Los periodistas comunistas nombrados directamente por el partido en 1981 en la televisión francesa no lo fueron por «pluralismo».
Durante todos los años que he pasado en observar el periodismo y en hacerlo, lo que más me ha sorprendido es el reducido número de profesionales que se comportan como tales, es decir, aquellos cuya curiosidad se dirige, ante todo, a los hechos. Esta reducida casta puede, también, sustentar opiniones y emitir juicios, incluso muy pronunciados. Tal no es el punto a debatir. La imparcialidad no es indiferencia. Al contrario, cuanto más importancia se concede a las ideas, menos se soporta que reposen sobre un vacío de informaciones. La opinión sólo es interesante —en el periodismo— si es una forma de información. Quiero decir que un editorial no tiene interés si no emana de una documentación sólida y sólidamente analizada. La bestia negra de los censores y de los ideólogos no es la opinión pura, no es tampoco el «humor» arbitrario de un publicista cualquiera: es la opinión apoyada por la información, o, dicho con otras palabras, la demostración. Lo que teme el ideólogo no es que digáis: «No me gusta el régimen comunista vietnamita»; es que digáis, pruebas en mano: «El régimen comunista vietnamita ha matado a un millón de inocentes en diez años». No es que digáis: «Estoy en contra de lo que han hecho los gobiernos socialistas franceses entre 1981 y 1985»; es que digáis, pruebas en mano: «Los socialistas han contribuido a hacer renacer en Francia, hacia 1984, el fenómeno de la mendicidad en masa, que había desaparecido desde hacía varias décadas».
Los malos razonamientos tienen, frecuentemente, como causa primera las malas informaciones. A partir de ahí se incrustan en la opinión y ya no hay nada que pueda desalojarlos. Tomemos el prejuicio según el cual sería François Mitterrand quien, mediante la Unión de la Izquierda y del Programa Común, habría provocado el hundimiento del Partido Comunista francés. Cada uno sabe que en lógica elemental la concomitancia de dos hechos no basta para establecer la relación de causa a efecto entre ellos. Los partidos comunistas se han hundido o han retrocedido sensiblemente en toda Europa: tanto sin unión con los socialistas y sin participación en el gobierno, como en España y en Portugal, como con participación en el gobierno, como en Finlandia. Han retrocedido cuando eran estalinistas, como los partidos francés y portugués, y cuando eran eurocomunistas, como el partido español, que ha desaparecido prácticamente. Incluso el poderoso partido italiano ha descendido, en doce años, del 34% al 21% de votos,[130] cuando el Partido Socialista de Craxi le era violentamente hostil no cesando de progresar a su costa. Finalmente, el significativo descenso del Partido Comunista francés se produjo entre las elecciones legislativas de 1978 y la elección presidencial del 1981, es decir, precisamente durante los tres años en que comunistas y socialistas estaban en plena guerra abierta, en que el Programa Común había sido proclamado «prescrito» por Mitterrand y en que la Unión de la Izquierda estaba hecha trizas en el fondo del barranco, después de la ruptura de otoño de 1977. Al contrario, en el momento en que esa unión estaba en plena actividad, ella permitió al Partido Comunista francés lograr uno de los más grandes triunfos de su historia, en las elecciones municipales de la primavera de 1977. Todos estos argumentos no impedirán a los «editorialistas» continuar machacando el infatigable tópico.[131]
Se evoca a menudo, en la ronquera de finales de los coloquios, la posibilidad de crear «comisiones de deontología», especie de «consejos del orden» periodísticos. Pero ¿quién juzgaría a quién? En cierta manera, esas comisiones existen en algunos países, bajo forma de periódicos y revistas consagradas a la prensa y a los medios de comunicación. Pero esas publicaciones especializadas, que distribuyen buenas y malas notas, no se sitúan casi nunca en el punto de vista de la exactitud de la información. Tal es el caso del posiblemente más prestigioso de dichos órganos, en el mundo, la Columbia Journalism Review, publicada por la escuela de periodismo considerada como la mejor en los Estados Unidos. La revista se jacta de distribuir sus elogios y sus críticas fuera de toda perspectiva ideológica, de no adherirse a ninguna causa sectaria, de no ser ni de izquierdas ni de derechas. Sin embargo, Public Opinion publicó en 1984 un estudio que examinaba estadísticamente todos los artículos de crítica de los medios de comunicación de la Columbia Journalism Review durante diez años. De él resulta que el 78% de esos artículos estaban escritos desde un punto de vista netamente de izquierda o «liberal», 12% desde un punto de vista «conservador» y 10% sin que se pudiera discernir orientación sectaria. La concepción del periodismo que emerge de la Columbia Journalism Review, como siendo la buena, es la de un periodismo de ataque, que debe acosar, en principio, a las autoridades establecidas y tomar en cuenta los agravios de las minorías oprimidas. La revista fustiga incansablemente la tibieza de la prensa en la persecución de estos objetivos. En 1983, por ejemplo, le reprocha, como también a la televisión, su… parcialidad en favor de Reagan. Los medios de comunicación son, dice ella, «la Pravda del Potomac», un «canal de desagüe para las declaraciones de la Casa Blanca y su batalla oficial por la imagen» («… The Pravda of the Potomac, a conduit for White House utterances and official image-mongering). He aquí cómo una publicación profesional cuya misión es vigilar a los demás puede revelarse incapaz o, por lo menos, poco deseosa de comprobar su propia información. En efecto, de un estudio hecho por un grupo de sociólogos sobre los diarios de las tres cadenas durante el período considerado,[132] resulta que las informaciones presentando favorablemente a Reagan totalizan 400 palabras y las que le eran hostiles 8800 palabras, es decir, una relación de 22 a 1 en favor de las stories negativas. En política extranjera, la Columbia Journalism Review (la CJR, para los iniciados) aplica igualmente criterios menos profesionales que ideológicos en las apreciaciones que formula sobre el trabajo de los periodistas. Así, pasando revista a los reportajes consagrados a Irán, deplora que los medios de comunicación estén faltos de equidad hacia Jomeini y describan su régimen como autoritario y reaccionario. Llevando el tercermundismo hasta la militancia, la CJR insinúa que la prensa norteamericana ha caricaturizado el «combate por la libertad» que llevarían a cabo, según ella, los ayatollahs. Estamos lejos, como se ve, del patrón puramente técnico que se supone utiliza esa publicación para aquilatar los méritos de los medios de información.
Las escuelas de periodismo no son, por otra parte, lugares en los que se enseñe particularmente a buscar la información y a controlarla. Allí, los alumnos desarrollan más bien el sentido de su misión social al servicio de una causa noble, que ellos mismos definen, y que deben ayudar a triunfar. Esta noble causa, en el CFJ de París (Centro de Formación de Periodistas), era, en la década 1970-1980, el Programa Común de la Izquierda Unida. En esa época, una delegación de «los mejores alumnos» del CFJ me pidió un día una entrevista, y me visitó en L’Express. La pregunta que venía a plantearme era la siguiente: «¿Por qué ha consagrado usted una portada de L’Express al asunto Marcháis y no al asunto de los diamantes de Giscard? ¿No es ésta una prueba de su parcialidad política, de su complacencia con respecto al poder y de su hostilidad a la izquierda?». Empecé por contestar que mis opiniones personales se reflejaban claramente en mis editoriales, en los que nunca traté de disimular mi aversión por las ideas de Georges Marchais y mi preferencia (relativa) por Giscard d’Estaing. No obstante, mi decisión en la cuestión que les preocupaba —les dije—, no procedía de mis opiniones personales: obedecía a criterios puramente profesionales. El asunto de los diamantes había sido «estrenado» por Le Canard Enchaîné y Le Monde simultáneamente, y luego por el resto de la prensa, entre ellos nosotros. Pero no poseíamos elementos nuevos e inéditos que justificaran llevar el asunto a nuestra primera página. Yo había intentado descubrir elementos nuevos que sólo conociera L’Express: para ello mandé (aunque el propietario del periódico lo intentó todo para disuadirme) a un equipo de periodistas para que trataran de entrevistarse, en Costa de Marfil, donde se había refugiado, al ex «emperador» Bokassa (presunto dispensador de diamantes). Pero la policía de aquel país impidió todo contacto. En cambio, la ficha que demostraba lo que se creía desde hacía mucho tiempo sin poseer pruebas formales, es decir, que Marcháis había colaborado con el enemigo en tiempo de guerra, ya que había partido voluntariamente a trabajar con Hitler en una fábrica de armamento, era un descubrimiento de L’Express. Nos había costado mucho tiempo, muchas deducciones y mucho trabajo conseguir que uno de nuestros hombres pudiera tener acceso al fichero de los voluntarios franceses en Alemania, conservado en Augsburgo, y, en primer lugar, localizar ese fichero. Aquello era una exclusiva de nuestro periódico y era normal que le concediéramos la portada.
Aquello era, además, un asunto no privado, sino altamente político, porque no era indiferente, políticamente hablando, que el secretario general del Partido Comunista francés hubiera colaborado con los nazis, y que los soviéticos tuvieran, probablemente, un expediente sobre él. Mencioné, de paso, algunos artículos en los que nosotros habíamos criticado la política de Giscard d’Estaing con severidad e incluso con violencia, cuando nos había parecido criticable. Comprendí, ante los rostros petrificados de mis interlocutores, que me expresaba en etrusco. Mi idioma les resultaba completamente hermético. Para ellos, la deontología no tenía nada que ver con la búsqueda de la información auténtica e inédita, con la recogida de documentos nuevos y originales, con el debate de ideas fundado únicamente en los argumentos. Para ellos era cuestión, en primer lugar, de apoyar a la izquierda, y luego, en todo caso, de tratar en un pie de igualdad la izquierda y la derecha; además, fueran cuales fuesen las informaciones disponibles, nunca había que echar las culpas a la izquierda. Ése era su concepto de la «objetividad». Por supuesto, observar ese igualitarismo escrupuloso no incumbía más que a la prensa liberal. En cambio, nuestros colegas de la izquierda poseían el derecho moral de atacar únicamente a la derecha y de apoyar únicamente a la izquierda. En esto consistía la objetividad por excelencia y plenaria. A falta de poder alcanzar ese grado de perfección, nosotros, colegas menores, teníamos el deber nosotros, la prensa liberal, de respetar por lo menos esa forma inferior de objetividad que era el igualitarismo a priori, fueran cuales fuesen las noticias del día. «¿Por qué —me preguntaron— tratan con tanta insistencia del comunismo, del totalitarismo, del expansionismo soviético, del socialismo, del maoísmo, del tercermundismo?». Les respondí que no era culpa mía si, desde 1945, eran estos tipos de visión del mundo y de fuerzas políticas los que habían dominado la escena internacional. Se comportaban, en suma, como hacen a menudo los políticos: acusándome de deformar la realidad porque la reflejaba.
Es a esa deformación a la que aluden, efectivamente, los políticos cuando acusan a los periodistas de todas sus desgracias. Acusación pueril, que alejamos ritualmente con la irónica observación: «¡Naturalmente, también es culpa de los periodistas!». Lo que los políticos considerarían como una buena prensa sería aquella en que la selección se hiciera en un sentido inverso del sentido habitual y no publicara más noticias que las que sirvieran para su glorificación. Esto ya existe, por otra parte: tales periódicos que son sistemáticamente hostiles a tal partido (en el poder o no) o a tal ideología en su tratamiento de la información, y tales otros que les son sistemáticamente benévolos. De modo que, reinando la mala fe en ambos lados, tanto del lado de los periodistas como del lado de los políticos, la discusión no tiene desenlace. Es verdad que muchos periodistas no desempeñan simplemente el papel de mensajero inocente al que se hace, por superstición, responsable de la mala noticia que trae. Hacen, por lo general, mucho más que traer el mensaje: lo recargan, o, al contrario, lo adornan, según los sentimientos que les inspira el destinatario. Tienden a extraviar, en el camino, las noticias que gustarían demasiado o, recíprocamente, apenarían con exceso a ese destinatario. Éste, por su parte, espera del mensajero que haga una buena selección de noticias en su favor, y sospecha, a menudo con razón, que ha hecho deliberadamente una mala selección para perjudicarle y desmoralizarle.
El periodista asume en la vida pública un doble papel: es a la vez actor e informador. Si cree sinceramente en las causas de las que es abogado, no debe haber conflicto entre su papel de actor, la influencia que trata de ejercer y su papel de informador. Basándose en las informaciones que él se esfuerza en relatar y analizar concienzudamente, elabora argumentos, toma opciones y recomienda soluciones. Si, al contrario, se ve impelido a truncar la información y a falsificarla, lo que sucede es que probablemente su causa no es muy buena. La disyuntiva entre «prensa de información» y «prensa de opinión» es falaz. Si la opinión es buena, la información puede serlo también sin ningún problema; si la información se ve forzada a ser mala, es que la opinión no vale gran cosa. El presunto antagonismo de los dos componentes del periodismo es un falso problema. Siempre se tienen escrúpulos en criticar a la prensa porque, de todas maneras, la libertad de prensa es un bien tan raro y frágil que, en la profesión, todos se solidarizan espontáneamente con cualquier periodista en peligro, aun cuando su causa no sea excelente. No obstante, esta regla de solidaridad tiene sus excepciones, las cuales son, como es fácil de adivinar, ideológicas. En 1984, durante el Festival Internacional de Televisión de Sevilla, Christine Ockrent, entonces directora de información de Antena 2, propone al jurado, del que formaba parte, firmar un texto en favor de la liberación de Jacques Abouchar, periodista de su cadena, que acababa de ser capturado y acusado de espionaje por los rusos en Afganistán. Presidido por Robert Escarpit, antiguo articulista de Le Monde y profesor en «Ciencias de la Comunicación» en Burdeos, el jurado se componía de Sean McBride, premio Nobel de la Paz y Premio Lenin, fundador de Amnesty International, del escritor español Antonio Gala, de Enrique Vázquez, director de información en Televisión Española (TVE) y de una representante de la televisión soviética, cierta señora Formina o Formida (mis fuentes se contradicen sobre la ortografía). En pocas palabras, Formida, Formina o Formica, pues no lo sé, eructó una diatriba contra la provocación de Christine Ockrent, y todos se inclinaron ante ella. Todos, salvo, evidentemente, la misma Christine Ockrent, que al comprobar lo vano de sus esfuerzos, pese a varias atenuaciones del texto primitivo, dimitió del jurado y tomó el avión de regreso a París. Particularmente instructiva fue la actitud de Enrique Vázquez (no hablemos ya de Escarpit, pro soviético de toda la vida), que, aunque nombrado por un gobierno socialdemócrata de los más moderados, apoyó a Moscú contra un colega encarcelado por «no haber hecho más que ejercer su oficio», según la expresión consagrada y que nunca fue más adecuada. Después de esta hazaña, ¿cómo se podían tomar en serio las protestas de los miembros de ese jurado contra los atentados a la libertad de prensa en Chile o en Sudáfrica?
La prensa se desencadena a veces para reivindicar privilegios inaceptables en la democracia. Jurídicamente, lleva a cabo un mal combate cuando exige, en nombre de su libertad, que se le conceda el derecho a violar las leyes en curso. Así, dos periodistas italianos son detenidos, en marzo de 1987, por haber publicado en sus respectivos periódicos, L’Unità y La Repúbblica, un documento procedente del expediente de un asunto criminal en curso de instrucción. Sólo han podido obtener ese documento gracias a un «topo», funcionario del Ministerio de Justicia o del Palacio de Justicia. El ministerio público los conmina a revelar su fuente: ellos rehúsan… lo que es acorde con el código de honor de la profesión y suscita la estima. Pero el código de honor no es siempre la ley democrática, pues, de lo contrario, un asesinato cometido por una vendetta familiar no debería ser objeto de una inculpación. Los dos periodistas, pues, van a la cárcel. El caso se produce en los Estados Unidos cuando los periodistas rehúsan obedecer a lo que se llama un sub poena del ministerio público, ordenándoles revelar las fuentes «so pena» de ir a la cárcel. Inmediatamente, los periódicos protestan contra el fascismo, el fin de las libertades y de los derechos del hombre. «La prensa esposada», clama La Repúbblica del 18 de marzo. No obstante, en todos los países democráticos, y en especial en el Reino Unido, mucho más democrático que Italia desde hace mucho más tiempo, simplemente comentar una instrucción en curso es castigado con una extrema severidad. Tenemos, además, en este caso, la prevaricación de un funcionario, caso previsto por el Código Penal, y una publicación que, sin la menor duda, influirá en el curso de la instrucción. ¿Cómo puede reclamarse para sí mismo el privilegio de la ilegalidad cuando se tiene por oficio denunciarla en todos los demás sectores de la sociedad? Se puede decidir arriesgarse publicando, a pesar de la ley, un documento capital, pero entonces no se puede acusar de fascismo a los que os persiguen por ello. Los periodistas deben comprenderlo; no pueden, por una parte, continuar comportándose con el mismo oportunismo que condenan en los políticos, sin tener las mismas excusas, ya que no tienen responsabilidades en la acción; y, por otra parte, reivindicar la inmunidad debida a los servidores de la verdad pura que ellos son, en efecto, a veces, pero no siempre.
Con todo, la parcialidad no es el único vicio que acecha a la profesión periodística. Añadámosle una plaga que también causa enormes destrozos: la incompetencia. Por extraño que pueda parecer, el periodismo es, sin duda, el único oficio en el que se puede entrar sin ninguna preparación. Ya he manifestado mi escepticismo sobre las escuelas de periodistas, aunque produzcan, a veces, muy buenos elementos, pero que sin duda también habrían sido buenos sin pasar por dichas escuelas. Los profesores que se supone que tienen que formar futuros colegas no practican siempre, ellos mismos, de manera particularmente brillante el arte que enseñan. Poseer un diploma de una escuela de periodismo continúa siendo, además, felizmente facultativo. El reclutamiento en las redacciones (nacionalizadas o privadas) se hace sobre todo por relaciones, por azar o por opción política. Se espera que el talento venga. Pero si no es así, hay que quedarse con el mal periodista, porque el despido, por lo menos en Europa, es imposible o muy difícil y caro. Muchas redacciones rebosan, así, de «colaboradores» poco colaborantes, inutilizables y, sin embargo, ¡ay!, utilizados. Pero incluso periodistas inteligentes pueden ser víctimas de los prejuicios sobre los temas que tratan y no siempre adquieren la cultura necesaria para comprender lo que ven o leen. Esto es especialmente cierto en los países en que la información, o digamos más bien la desinformación, es hábilmente manejada por el poder, tanto más cuanto, como he dicho a menudo en estas páginas, que la desconfianza de los periodistas, despiadadamente despierta en las democracias, se modera peligrosamente en los países totalitarios «de izquierda». Basta con leer, por ejemplo, lo que el Guardian ha escrito regularmente sobre Polonia entre 1980 y 1984 para ser presa de una irresistible hilaridad.[133]
En Reluctant Farewell, Andrew Nagorski, antiguo corresponsal de Newsweek en Moscú, describe muy bien la falta de preparación y la crédula ingenuidad, incluso la falta de celo en la búsqueda de la información, del grupo de periodistas occidentales. La mayoría, en la época de su estancia, no hablaban ruso y dependían, pues, enteramente para hacer su trabajo del servicio de lenguas extranjeras de la Agencia Tass. Por lo demás, se fiaban de sus traductores soviéticos, todos funcionarios de los «órganos» que es fácil adivinar, o de los diplomáticos occidentales, tan aislados de la realidad como ellos mismos. Casi ninguno, en materia de sovietología y de historia del comunismo, poseía los conocimientos que se pueden adquirir incluso sin saber ruso. Entre los pocos que hablaban la lengua, Nagorski no encontró a casi nadie que deseara recorrer el país y conocer a otros soviéticos que no fueran los oficiales. La mayoría de ellos desconfiaban de los disidentes, que los importunaban con sus recriminaciones y cuyos puntos de vista, según ellos, no interesaban a Occidente. Así, lo esencial de los «reportajes» del grupo periodístico occidental consistía en «reciclar» lo que las autoridades soviéticas ponían a su disposición, o, dicho con otras palabras, el mensaje que esas autoridades querían transmitir a Occidente. La mayor parte del trabajo producido por los corresponsales occidentales consistía en despachos de la Agencia Tass y en artículos de la prensa soviética escritos para ellos. Michael Binyon, corresponsal en Moscú del Times de Londres durante esos años de 1980-1984, escribe en su libro Life in Russia (La vida en Rusia) que él basó su «reportaje» esencialmente en la lectura de la prensa soviética porque, dijo él, «mostrábamos, por nuestra parte, mucho más buen juicio y tacto al dejar que los rusos hicieran sus propias críticas de su propia sociedad que juzgarla nosotros, pontificando desde un punto de vista de observador exterior que tiene otras presunciones y otra visión de conjunto».[134] Difícilmente puede anunciarse con más orgullo el culto triunfalista de la ignorancia voluntaria. ¡Y se trata del corresponsal de un diario conservador! En un país como la Unión Soviética, en que el Estado controla toda la comunicación, ése es un principio metodológico original. Se ve que la famosa valentía de prensa como «contrapoder» se desvanece curiosamente cuando el poder no es democrático, es decir, cuando más se necesitaría «oponérsele» o, por lo menos, contradecirlo. Hay para temblar ante la idea de que tantos periodistas occidentales hayan aplicado durante tantas décadas esos mismos métodos en Pekín o en Hanoi, en La Habana o en Managua, en Varsovia o en Etiopía.
Su indolencia los convertía —se comprende fácilmente— en dóciles vehículos de la desinformación, a su pesar, sin duda, pero esto es precisamente lo mejor de lo mejor de la desinformación. En Para Bellum, Alexandre Zinoviev la define haciendo decir a uno de sus personajes, apodado el Occidental porque se ha especializado, en el seno de los «órganos», en el arte de engañar al Oeste: «El enemigo debe actuar como nosotros deseamos, estando convencido de que actúa según su propia voluntad y contra nuestros intereses». Deliberadamente, no me ocupo en este libro de la desinformación propiamente dicha, porque mi intención es mostrar, no cómo la prensa libre se deja enrolar por los servicios de desinformación totalitarios, tema sobre el que existe una abundante literatura,[135] sino cómo se engaña a sí misma, voluntaria o involuntariamente, por ideología o incompetencia. Sólo menciono aquí la desinformación para señalar que se la confunde demasiado fácilmente con nociones parecidas, pero técnicamente diferentes.
La desinformación debe ser comprendida en el verdadero sentido de este término. La empleamos equivocadamente, hoy, como sinónimo de falsedad, de engaño, de versión tendenciosa. La desinformación es, sin duda, todo eso, pero es también algo mucho más sutil. Consiste en arreglarse para que sea el mismo adversario, o, en su defecto, un tercero neutral, quien, en primer lugar, haga pública la falsa noticia o sostenga la tesis que se desea propagar. La mentira consigue engañar a tantos, que nadie sospecha su verdadera fuente.
En octubre de 1985, un diario de Nueva Delhi, The Patriot, publicaba un artículo para «revelar» que el virus del SIDA era producto de experiencias en ingeniería genética hechas por el ejército estadounidense con vistas a la guerra biológica. El virus se había, luego, propagado a Nueva York, después al Tercer Mundo, transportado por militares norteamericanos. El 30 de octubre de 1984, la Literaturnaya Gazeta «recogía» la información de The Patriot y estigmatizaba las fechorías norteamericanas. Ésta es la originalidad de la técnica de la desinformación. Permite exclamar ruidosamente: «¡Mirad! No somos nosotros quien lo dice. Nos limitamos a citar a un periódico extranjero». The Patriot, órgano pro soviético, es bien conocido en la India por prestarse a ese género de operación. Pero ¿quién lo sabe fuera de la India? Y lo más bonito de todo el asunto es que el artículo en cuestión, ¡no había sido, de hecho, publicado! Sin duda los servicios soviéticos lo habían enviado a la dirección, no dudando un instante de su publicación en la fecha convenida, y habían indicado al redactor de la Literaturnaya Gazeta que podía referirse a él. ¿Negligencia o sabotaje? ¿Falta de coordinación? En todo caso, a nadie se le ocurrió comprobarlo, hasta que, un año más tarde, un periodista del Times of India hizo su propia investigación y descubrió la atroz verdad.[136] ¡El artículo no había sido jamás publicado por The Patriot!
Pero ese malentendido no impidió que el rumor prosperara y diera la vuelta al mundo, divulgado, a través de la Literaturnaya Gazeta por las agencias de prensa, incluso si éstas no se responsabilizaban de la tesis. En Brasil, el Estado de São Paulo, diario extremadamente serio y respetable, cayó en la trampa y prestó credibilidad a la teoría. En septiembre de 1986, durante la cumbre de los países no alineados, celebrada en Harare, en Zimbabwe, un grueso informe, con todas las apariencias de seriedad científica, con tablas, esquemas y anexos, bibliografía, se distribuyó a todos los delegados. El informe concluía que el virus del SIDA procedía de experiencias llevadas a cabo en el laboratorio de Fort Detrick, en Maryland. Estaba firmado por dos «investigadores del Instituto Pasteur de París», los doctores Jakob y Lilli Segal. Tras las oportunas comprobaciones, resultó que el Instituto Pasteur no había oído nunca hablar de esos dos «sabios», que se acabó por localizar en… Berlín Este. Pero, por supuesto, los no-alineados volvieron a sus casas sin haber sido informados de esa rectificación.
De todos modos, el mejor día de los desinformadores fue sin lugar a dudas el 26 de octubre de 1986, fecha en la cual el Sunday Express de Londres tomó por su cuenta la teoría. En efecto, en el arte de desinformar, cuanto más a la derecha se sitúa el periódico que vehicula el rumor, más lo autentifica, puesto que, se dice el lector, no se haría eco de ello más que sintiéndolo mucho y basándose en pruebas muy sólidas. El 31 de octubre de 1986, la Pravda, que es, lo recuerdo, el diario oficial del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, publicaba un dibujo humorístico en el que se veía un médico con blusa blanca entregar a un oficial norteamericano una enorme probeta, en la que flotaban unas cosas negruzcas, el virus, mientras que el oficial le ponía en la otra mano un fajo de dólares. El pie del dibujo era el siguiente: «El SIDA, terrible e incurable enfermedad, es, en opinión de ciertos investigadores occidentales, una creación de los laboratorios del Pentágono». Como beneficio suplementario, el artículo del Sunday Express desató una nueva ráfaga planetaria de noticias de agencia. Era ya demasiado tarde para borrar la mistificación, aunque, muy honradamente, el Estado de São Paulo intentó hacerlo: se excusó, a finales de noviembre de 1986, ante sus lectores, por haberlos engañado «basándose en falsas informaciones procedentes de la URSS». Esta autocrítica valió, por otra parte, al diario brasileño una dura reprimenda en la prensa soviética. Ésta recordó que se había limitado humildemente a recoger «informaciones dadas por la misma prensa occidental» (sic).[137] De todas maneras, había obtenido una victoria: en el Tercer Mundo es hoy muy difícil encontrar a alguien que no esté persuadido de que son el Pentágono y la CÍA quienes desencadenaron la epidemia del SIDA.
En 1987, los servicios de desinformación conseguían incluso introducir en los programas de un gran editor francés un libro en el que, no solamente la «novela» del KGB se reproducía enteramente, sino que además se añadía una de las más burlescas pamplinas: el Pentágono había conseguido fabricar el virus HIV[138] ¡de manera que afectaría selectivamente a los negros y dejaría a salvo a los blancos! Dicho sea de paso, esta idiotez científica presupone, en los que la propagan, el más obtuso racismo: a saber, que los negros son biológicamente diferentes de los blancos, condición necesaria para la eficacia selectiva del virus. Para demoler estas elucubraciones, abundan los testimonios de los sabios occidentales. No voy a citarlos, porque según los desinformadores tales sabios disimulan su pensamiento, unos porque ellos mismos trabajan para la CIA, otros porque tienen miedo. Citaré, pues, a sabios soviéticos. Uno es Víctor Jdanov, director del Instituto de Virología de Moscú y considerado como el primer especialista soviético del SIDA. En el Sovietskaia Kultura del 5 de diciembre de 1985, el doctor Jdanov, respondiendo a los partidarios de la culpabilidad de la CIA, escribe que el virus del SIDA existe, sin duda, desde hace milenios en África. Durante la II Conferencia Internacional sobre el SIDA, en junio de 1986, en París, el doctor Jdanov, contestando a un periodista que le pregunta si los norteamericanos han fabricado el SIDA, declara: «¡Es una cuestión ridícula! ¿Por qué no los marcianos?». (Reuter, AP, UP, 25 de junio de 1986). El otro sabio soviético es Valentín Pkrovski, presidente de la Academia Soviética de Medicina. El profesor Pkrovski declara al diario Le Monde (6 de noviembre de 1987): «Ningún investigador soviético ha hablado nunca de fabricación artificial del virus. Igual que todos los científicos de mi país, estimo que el virus tiene un origen natural».
La honradez de estas tomas de posición salva el honor de la comunidad científica soviética. La campaña de desinformación ha encontrado en su seno menos memos o cómplices que en ciertos medios de comunicación de Occidente. No solamente el virus HIV es excesivamente complejo para que el hombre haya podido fabricarlo, sino que se han detectado casos de SIDA muy anteriores a 1981, año en que la enfermedad se desarrolló más, y muy anteriores al período en que los diabólicos sabios del Pentágono trabajaron, según la KGB, en la obtención del virus. En 1960, por ejemplo, la revista médica inglesa The Lancet publicaba una observación clínica hecha sobre un paciente muerto, en 1959, de una enfermedad no identificada y que resultó, retrospectivamente, haber sido el SIDA.[139] A pesar de las innumerables refutaciones de la tesis difundida por la KGB, todavía podía leerse en el número 894 del semanario español Cambio 16 (16 de enero de 1989) un artículo en el que se mantenía la teoría fantasmagórica y científicamente insostenible según la cual el SIDA había sido una creación del Pentágono. De nuevo el inevitable Jakob Segal aparecía como fiador de esta formidable broma policial de los servicios secretos soviéticos. Así, más de tres años después de la primera puesta en circulación del embuste, un gran semanario europeo puede aún sostenerlo sin el menor fundamento y sin haber estudiado el dossier. Cerraré este paréntesis sobre la desinformación subrayando que, si no entra directamente en mi tema, sí se relaciona con él en el sentido de que sólo el prejuicio o la incompetencia le permiten engañar a muchos en la prensa de los países libres. Debiera esperarse de nuestros medios de comunicación una preparación mejor, que los hiciera menos crédulos ante las artimañas, a menudo bien groseras, de la desinformación. Era mi propósito preguntarme por qué el hombre, periodista o no, acoge con tan ávida impetuosidad lo que es falso, incluso cuando puede saber fácilmente lo que es verdad, y por ello, yo me debía a mí mismo por lo menos citar los éxitos de los desinformadores que se explican por esa predisposición —o, si se prefiere, pues ésta no es, sin duda, innata— por esta inmunodeficiencia adquirida. Además, por una convergencia en la desinformación, como en el terrorismo, que se comprueba con frecuencia, la extrema derecha se encuentra aquí al lado de la extrema izquierda. En 1988 la revista Éléments, órgano de la nueva derecha francesa, toma a su vez la patraña del KGB, en su número 63, titulándolo «SIDA, el Pentágono bajo acusación».
El mundo actual se divide en países donde el gobierno quiere sustituir a la prensa y países en que la prensa quiere sustituir al gobierno. La enfermedad de los primeros sólo podrá curarse en virtud de un único remedio: la democracia, o un principio de libertad. La curación de los segundos, los que ya son democráticos, están en manos de la misma prensa. Ya sería hora de que todos los periodistas, y no solamente un puñado de ellos, se decidieran a hacer, por fin, plenamente, su único oficio verdadero: dar informaciones exactas y completas, y a continuación todas las opiniones, análisis, exhortaciones y recomendaciones que quieran, a condición de que se fundamenten en esas mismas informaciones exactas y completas. Nadie está obligado a vivir en una civilización en la que la circulación planetaria de la información es el factor determinante de la decisión y del veredicto colectivo, más bien que la astrología, los auspicios o los dados. Pero resulta que hemos entrado en esta civilización, que nosotros mismos hemos construido tal cual es. Debemos, pues, so pena de destruirla, seguir sus reglas. Por naturaleza, ella sólo puede funcionar alimentada por el conocimiento. El resultado de ello es que, en ese tipo preciso de civilización, la falsedad de las percepciones, el olvido de la experiencia y el disimulo como principal talento político tienen consecuencias particularmente devastadoras. No envenenemos nosotros mismos las fuentes de donde fluye el agua que bebemos.