Así, cuando se trata de hacer el inventario de la mentira, no se puede mantener un equilibrio riguroso entre mentira «de derecha» y mentira «de izquierda». No sería materialmente posible, porque hay mucho más amplia provisión de mercancía de una que de otra. La imparcialidad aritmética se convertiría, si en ello nos empeñáramos, en parcialidad moral, porque en el mundo contemporáneo la mentira de izquierda se presenta, por necesidad, en cantidad mucho mayor que la mentira de derecha.
La misma palabra de izquierda es una mentira. Al principio designaba a los defensores de la libertad, del derecho, de la felicidad y de la paz. Hoy es ostentada por la mayoría de regímenes despóticos, represivos e imperialistas, en los cuales todos los que no pertenecen a la clase dirigente viven en la pobreza e incluso en la miseria. A despecho de esta situación, se conserva por costumbre la idea de que la izquierda, en vez de ser esta colección de mastodontes totalitarios que atestan el planeta, es una frágil, débil y minúscula llama de justicia, resistiendo ante el apagavelas de una derecha gigantesca, omnipresente y omnipotente. De modo que las mentiras de derecha son mucho más denunciadas que las mentiras de izquierda, porque pasan por constituir el único peligro verdadero y el único engaño escandaloso. Continuemos denunciando con toda la severidad que se merecen, mientras convivan con nosotros, el apartheid y el general Pinochet, pero no pretendamos que son temas de los que no se oye hablar y que se benefician de un silencio cómplice o de una indulgencia culpable por parte de los informadores. El telespectador medio es puesto al corriente, no una vez, sino doce veces al día de las fechorías sudafricanas o chilenas. Pero sólo es informado, muy rápidamente, del hecho de que Afganistán contaba con catorce millones de habitantes en 1979 y sólo siete u ocho millones en 1988. No se recordará jamás bastante el horror del holocausto que perpetraron los nazis, pero no podría decirse que se le ignora o se le excusa, aparte del puñado de perversos que la izquierda, en vez de ridiculizarlos, hace resaltar. ¿Cuántas personas, en cambio, conocen y, sobre todo, se oyen repetir cotidianamente el genocidio ucraniano de principios de los años treinta, en el que perecieron, también, de cinco a seis millones de personas? Se detallan las atrocidades pasadas de las potencias coloniales, muy justamente, pero mucho más a menudo que las atrocidades presentes de los regímenes «progresistas» surgidos de la descolonización. El planeta entero ha sido informado de las matanzas de aldeanos por los norteamericanos durante la guerra de Vietnam (aunque sólo sea porque sus autores han sido, afortunadamente, condenados por tribunales militares norteamericanos). Pero ¿cuántas televisiones y periódicos han informado, con la misma insistencia que apenas Vietnam convertido en su totalidad en comunista, en 1975, 60 000 personas fueron fusiladas, en los tres meses que siguieron a la conquista del Sur por los ejércitos de Hanoi, más otros 20 000 un poco más tarde, y que 300 000 perecieron en el transcurso de los años siguientes a causa de los malos tratos sufridos en los campos de concentración? Conozco a periodistas occidentales, incluso fotógrafos, que se pasearon por Vietnam en 1975 y 1976 y que no vieron nada más —¡las buenas gentes!— que un «pueblo feliz». De los campos de reeducación, nada, por supuesto. En la televisión francesa el equipo que tuvo durante años la exclusiva del reportaje sobre Indochina, después de la anexión del Sur por el Norte y la invasión de Camboya por Vietnam, estaba dirigido por un fiel amigo de Hanoi: Roger Pie. Ciertamente, esta exclusiva se debía, en parte, al hecho de que los países comunistas no admiten más que los equipos decididos, anticipadamente, a servir a su propaganda. Pero ésa no era la única razón. Las preferencias ideológicas o la incompetencia resignada de las redacciones parisienses explican, igualmente, la preponderancia en los noticiarios de todas las cadenas de reportajes groseramente falsificados y tendenciosos, que, por otra parte, la prensa escrita de la izquierda no ha criticado jamás. Sin embargo, hubiera debido hacerlo, si hubiese aplicado realmente su pretendido nuevo modelo de equidad ante toda falta de honradez, viniera de donde viniese. La evocación de los crímenes de la izquierda no es posible, de manera continuada, más que en unas cuantas revistas especializadas, en algunos coloquios confidenciales, cuyos participantes se ven inmediatamente encasillados en la ultraderecha. No puedo evitarlo: la falsificación o la insuficiencia de la información benefician más a la izquierda que a la derecha, y tienen más éxito cuando vienen de la izquierda que cuando proceden de la derecha. En la comunicación se encuentran, por consiguiente, muchos más ejemplos de mentiras en la izquierda que en la derecha. Se encuentran en la izquierda, no digo necesariamente y siempre, más crímenes, sino más crímenes escondidos, o atenuados, y que gozan de una protección contra la información. Cuando digo «de izquierda», observad bien que no creo en absoluto que los autores de esos crímenes y de esas mentiras sean de izquierda. Me limito a llamarlos como se llaman ellos mismos. Estimo, por mi parte, que usurpan ese calificativo de «izquierda» y que son unos impostores. He aquí por qué he escrito más arriba que la mentira de la izquierda resulta ser «por necesidad» más abundante que la de la derecha. Cuando se viola continua y masivamente, en la práctica, la moral que se presume de profesar en la teoría, se está forzado a acumular versiones engañosas de los hechos, mucho más que cuando se es, simplemente, cínico. La mentira se convierte entonces en el chaleco salvavidas permanente; la verdad, en el peligro principal, y los que la revelan, en los adversarios más peligrosos y más odiados.
Me he visto obligado a proponer, en los capítulos precedentes, algunos ejemplos, para desenmascarar la astucia de la paridad de la mentira entre la derecha y la izquierda. Sin embargo, por parte de un hombre de izquierdas admitir esa paridad constituye ya una concesión destinada a demostrar su buena fe, más que a expresar lo profundo de su pensamiento. Pero justamente es en esta misma fingida simetría donde está la estratagema más engañosa. En efecto, lo he dicho ya, la democracia, en el curso de la primera mitad del siglo XX, ha vencido y aniquilado a los más grandes totalitarismos de derechas. Y el verdadero hilo conductor de la historia, en la segunda mitad del siglo XX, es la sucesión y el éxito de los medios por los cuales el combate pretendido por la izquierda ha servido de punta de lanza para la promoción de las tiranías, aunque pasando por un combate de la izquierda. La ideología de derechas salió desacreditada de la guerra, y la ideología de izquierdas, al contrario, envuelta en una inmunidad que la hacía casi invulnerable, fueran cuales fuesen sus fracasos y sus crímenes. La derecha arcaica, la que afirmaba orgullosamente el derecho de una élite a gobernar autoritariamente y en su único provecho el conjunto de una sociedad, se ha reencarnado en las clases dirigentes de los países socialistas. Los dictadores fascistoides, militares o civiles, de tipo latinoamericano, coreano, griego o filipino, no han faltado ciertamente; pero no podría decirse que han gozado del menor prestigio en la opinión ni del menor tratamiento de favor por parte de los medios de comunicación. Políticamente, han sido puestos en cuarentena mucho más que los totalitarismos socialistas. En cuanto a la derecha llamada «clásica» de las democracias, en cuanto a los «conservadores», quiero decir que esa derecha temible que no ejercía el poder más que cuando los electores se lo concedían, en todas partes ha materializado y tomado a cuenta suya programas socialdemócratas. Hablar de una vuelta de la ideología de derechas con motivo del retorno del liberalismo económico acaecido hacia 1980, es usar un puro eslogan polémico. El neoliberalismo no procede de una batalla ideológica ni de un complot preconcebido, sino de una banal e involuntaria comprobación de los hechos: el fracaso de las economías de mandato, la nocividad patente del exceso de dirigismo y los callejones sin salida, reconocidos, del Estado-providencia.
Si la falsificación de la información está, sobre todo, en la izquierda, en nuestro tiempo, es que la visión del mundo, propia de la izquierda, no puede perpetuarse, si no es en la penumbra. Para los hombres a los que esa visión del mundo hace vivir, moral o políticamente, material o intelectualmente, aceptar la luz, es decir, la comprobación y el análisis de los hechos, equivaldría a desaparecer, a obturar la fuente misma de sus creencias y de su influencia. De este modo se asiste, en la historia política, periodística y literaria de la izquierda, al retorno periódico de una indefendible pero inevitable inconsecuencia. ¿En qué consiste? Frecuentemente, los hechos obligan a los socialistas (a los «liberales» norteamericanos) al culto verbal de la virtud democrática y de los valores constitutivos de las sociedades abiertas, a la tolerancia, al respeto al adversario, al pluralismo. Abjuran, de una vez por todas —dicen— de la unión contra natura de la izquierda con el totalitarismo. Han comprendido, lo aseveran, la necesidad de separar para siempre una izquierda auténtica de las prácticas del estalinismo, que tanto han perjudicado su reputación. Los mismos comunistas a veces se aplican a la tarea de rehacer un partido comunista sin comunismo, expurgado como por arte de magia de los vicios sin los cuales no habría sido ni siquiera fundado. Esos cátaros efímeros se funden bastante de prisa, lo más a menudo, en la izquierda no comunista, cuyo solemne juramento de repudiar toda barbarie totalitaria vuelve a las portadas de manera cíclica. Ese juramento le sirve de siempre nueva ley fundamental e irrefragable. El asunto está claro, según parece: para esta izquierda renovada, no más mentiras piadosas al servicio de su ideología, ni mentiras oficiosas al servicio de su partido, ni mentiras viciosas para perjudicar a sus enemigos. Verdad, probidad, dignidad, elevan, a partir de ahora, sus infranqueables barreras entre la izquierda regenerada y la tentación sectaria, el culto de lo falso.
Cabe distinguir aquí la evolución de los partidos políticos y la persistencia de una ideología, fenómeno cultural más que propiamente político. Por ejemplo en España, el partido comunista prácticamente ha desaparecido (salvo en el terreno sindical) y el partido socialista, que ha rechazado oficialmente el marxismo, practica una economía liberal. Pero una gran parte de los intelectuales y de la prensa, sobre todo el influyente diario El País, y la televisión continúan transmitiendo una ideología antiliberal digna de los años sesenta: anticapitalismo, tercermundismo, antiamericanismo, procastrismo. Hasta 1985 rechazaban obstinadamente como reaccionarias las denuncias del fracaso del sistema comunista que, gracias al glasnost, iba a revelarse más apocalíptico aún que todo lo que habían descrito los anticomunistas más acérrimos (contando, naturalmente, a Gorbachov entre ellos). La izquierda cultural está en todas partes retrasada con respecto a la izquierda política.
Esto es todavía más evidente en Italia, donde el PCI ha proseguido su evolución ya antigua hacia la aceptación de la economía de mercado y de la democracia a la occidental. Es el ejemplo mismo de un «partido comunista sin comunismo», según la expresión antes empleada, del mismo modo que el partido socialista español es un «partido socialista sin socialismo». Con ocasión de la fiesta de L’Unità, a principios de septiembre de 1988 en Florencia, el órgano nacional del partido comunista publicaba un amplio estudio de uno de sus principales dirigentes, Achille Ochetto. El autor explicaba que había llegado el momento de que los comunistas aceptaran el capitalismo liberal. ¡Proponía además, para marcar este cambio con un gesto simbólico y espectacular, abandonar el emblema de la hoz y del martillo! Mucho mejor: la misma Unità del 11 de septiembre del mismo año censuraba… ¡los perjuicios de la intervención del Estado en la economía! Otra característica italiana: desde que Bettino Craxi toma las riendas del partido socialista italiano (PSI), éste se ha convertido en el más anticomunista de la Internacional Socialista y, en cualquier caso, mucho más que la democracia cristiana lo es en la misma Italia. Allí, el partido comunista sigue siendo muy fuerte, el más fuerte de Europa. Con todo, ha perdido más de diez puntos en diez años, siendo casi alcanzado en 1989 por el PSI de Bettino Craxi. Sobre todo el PCI está, sin la menor ambigüedad, al margen de la mayoría parlamentaria, hallándose separado de ella, desde un punto de vista nacional, por un hermético telón de acero. Incluso se ha presenciado este sabroso espectáculo con ocasión de la tradicional Fiesta de la amistad de la Democracia cristiana, a principios de septiembre de 1988 en Verona: los socialistas acusaban con vehemencia a los demócrata-cristianos de sus ocasionales «alianzas impuras» con los comunistas en algunos ayuntamientos, condenados con el nombre de «consejos anormales» (giunte anormale).
Pero también en Italia el conocimiento, la cultura, la prensa, los medios de comunicación y lo que yo denominaría la vida vegetativa del pensamiento, el metabolismo ideológico de base, persisten en el conformismo de izquierda. Éste es el caso concreto de dos periódicos que, solos, acaparan más de la mitad de la difusión total de las publicaciones nacionales: el antiguo Corriere della Sera (al menos, éste fue el caso bajo los mandatos de Piero Ottone y de Alberto Cavallari) y el moderno Repubblica, el mayor éxito comercial de la prensa italiana desde 1970. Estas publicaciones dan a menudo la impresión de continuar la guerra fría, si no se olvida que ésta fue tanto el antiamericanismo sistemático de los marxistas como el antisovietismo de los liberales.
Con todo, también en Italia la alta intelligentzia —por oposición al bajo clero de la cultura y de los medios de comunicación— se ha alejado de la tentación totalitaria y ha llevado a cabo su mutación ideológica. Pondría como ejemplo de ello esta declaración de Renzo di Felice, el gran historiador del fascismo y él mismo socialista, al hablar del hitlerismo y del comunismo: «La verdad, en conclusión, es que se trata de fenómenos idénticos. El totalitarismo caracteriza y define el nazismo como el estalinismo, sin que exista ninguna diferencia real. Quizá me he expresado como un extremista; acaso lo he dicho con brutalidad, pero considero que ha llegado el momento de ceñirnos a los hechos y de romper los mitos falsos e inútiles».[36]
En principio, la izquierda no comunista ya no apoya a los regímenes totalitarios en nombre de los intereses de un socialismo futuro o de un deber abstracto de solidaridad hacia toda la izquierda; ya no cierra los ojos ante las violaciones de los derechos del hombre cometidas en esos regímenes; ha tomado nota y ha sacado —dice— las conclusiones definitivas del fracaso perpetuo de las economías colectivistas. En la práctica —y en la propaganda— es todo muy diferente. Cuando se considera el decenio de los años ochenta, se comprueba en ellos la misma complacencia de la izquierda por los regímenes marxista-leninistas neonatos que por sus precedentes. Del mismo modo que no lo hizo con éstos, tampoco exige a los más recientes la legitimidad democrática, el éxito económico, el respeto a los derechos del hombre, ni siquiera a la simple vida humana. Para proteger a esos regímenes y justificarlos, la izquierda ha utilizado, como antaño para la Unión Soviética y la China, la negación de los hechos, la alteración voluntaria de la información, el rechazo a responder, sobre el fondo, a los argumentos y, en consecuencia, ante los recalcitrantes, el ataque personal, calumnioso y difamador.
Por ejemplo, según la izquierda, el equipo comunista que se arrogó el monopolio del poder en Angola, desde finales de 1975, y que reside en la capital, Luanda, constituye el gobierno legítimo de Angola. Sus adversarios, los guerrilleros mandados por Jonás Savimbi, no pueden ser más que esbirros de Sudáfrica y de la CIA. Cuando sucede que, en los años ochenta, Savimbi viaja a Europa, los dirigentes, y, ante todo, por supuesto, los dirigentes socialistas seguidos por muchos dirigentes liberales que temen hacerse tratar de fascistas, se abstienen de recibirle, excepto a escondidas. ¿Según qué criterios? Después de la caída del régimen salazarista, el nuevo gobierno portugués, decidido a dar, por fin, la independencia a Angola, reunió en Alvor, en el Algarve, en enero de 1975, a los jefes de las tres organizaciones que habían conducido la lucha anticolonial desde hacía quince años: el FNLA (Frente Nacional de Liberación de Angola) de Roberto Holden, el UNITA (Unión Nacional por la Independencia Total de Angola), de Jonás Savimbi, y el MPLA (Movimiento Popular por la Liberación de Angola) de Agostinho Neto. Esta última organización era muy abiertamente comunista y prosoviética. Neto y sus adjuntos habían efectuado numerosos cursillos de formación en Moscú. Declaraban querer hacer de Angola la «Cuba de África». Su influencia parecía limitada a la capital. Era, sin duda, inferior a la de UNITA en el conjunto del país, pero la mejor manera de saberlo era hacer votar a los angoleños. Esto fue previsto por los acuerdos de Alvor, de los cuales surgía lógicamente la independencia con la condición y la promesa de que los tres partidos procederían a celebrar unas elecciones, bajo el control de observadores portugueses, no más tarde de noviembre de 1975.
Las elecciones no tuvieron lugar jamás (como tampoco hubo más elecciones libres en Polonia después de 1945). Desde febrero de 1975 unos «consejeros» cubanos llegaron a Luanda, seguidos, en primavera, por tropas cubanas aerotransportadas, que no podían serlo más que con el concurso de la aviación soviética, pues Cuba no disponía de la logística necesaria para tal operación, y a semejante distancia. La confiscación del poder por los comunistas en Luanda fue, además, ampliamente facilitada por la preferencia de los dirigentes, entonces en el poder en Lisboa, por el MPLA. En efecto, el Movimiento de las Fuerzas Armadas, donde se concentraba la autoridad en Portugal, estaba dominado por los comunistas. El primer ministro, el general Vasco Gonçalves, y otros ministros, como el almirante Rosa Coutinho, eran, desde hacía tiempo, abierta o secretamente, miembros del partido comunista, o, como Melo Antunes, simpatizantes de la Unión Soviética. Se arreglaron para hacer llegar armas al MPLA durante el período llamado «transitorio», que no preparó, por otra parte, ninguna transición a nada en absoluto, sino hacia la dictadura, el hambre y la sangre. A fin de cuentas, el 11 de noviembre de 1975, con la ayuda de Fidel Castro y de un gobierno portugués cómplice, Neto, violando los acuerdos de Alvor, proclamaba de manera unilateral, y a beneficio único de los comunistas, la República Popular de Angola, y aplazaba las elecciones hasta una fecha indeterminada, sin duda posterior, en su espíritu, a la eclosión de la revolución mundial. Mentor competente, Fidel Castro ha sido, sin duda, un buen consejero, puesto que él usó la misma estratagema en Cuba en 1959.
Anteriormente, el 22 de octubre de 1975, es cierto que una columna sudafricana había penetrado en territorio angoleño, con la vana y tardía esperanza de impedir el dominio soviético en Angola. Esta ridícula tentativa recibía el apoyo oficioso del secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, entonces incapaz de toda acción, puesto que no era posible que una ayuda norteamericana de cualquier género a Savimbi fuera autorizada en aquellos tiempos, ni en los tiempos ulteriores tampoco, por un Congreso que había sido fuertemente afectado, en abril, por la caída de Saigón y la invasión de Vietnam del Sur por los ejércitos de Hanoi (en violación completa, también en ese caso, del Acuerdo de París de 1973). La tentativa sudafricana se saldó con un vergonzoso fiasco, pero permitió a los vates del comunismo internacional pretender que la presencia militar cubana no hacía más que «replicar» a la agresión de los sudafricanos, cuando decenas de miles de soldados cubanos se encontraban ya allí desde hacía varios meses. Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura 1982, listo heredero de los grandes amigos y aliados literarios del totalitarismo, los Romain Rolland, Barbusse, Aragón, Neruda o Sartre, escribía una serie de reportajes para narrar la humanitaria llegada de los cubanos, venidos in extremis en socorro de la democracia y del socialismo angoleños. Por otra parte, sería bastante instructivo contar cuántos autores, de los que se puede decir sin exageración que tienen sangre en la estilográfica, han sido recompensados con el premio Nobel de Literatura… que en cambio fue negado a Jorge Luis Borges, con el pretexto de que éste habría apoyado a los generales argentinos del período 1974-1984, lo que es una magnífica calumnia. La izquierda, de hecho, odiaba a Borges por no haber aprobado el terrorismo que había precisamente provocado la dictadura de los generales argentinos. Es muy diferente, pero bastaba para hacer de él un escritor «de derechas», es decir, no «nobelizable». Bella muestra, entre paréntesis, de la lógica de izquierdas: si Borges hubiera aplaudido, sin correr él mismo el menor riesgo, el terrorismo, y luego criticado a los generales firmando peticiones y artículos desde diversos palacios europeos, habría podido obtener el Nobel.
Un estudio sumario de los acontecimientos de 1975 y de su orden de sucesión basta para reducir a polvo la propaganda embustera elaborada por García Márquez: o, más bien, habría debido bastar. Pero la leyenda según la cual el UNITA había aparecido como consecuencia de la intervención del «régimen del apartheid» colmaba los deseos del corazón de la izquierda universal. Oí repetir, todavía, esa mentira histórica, a principios de octubre de 1987, a un británico, «profesor de universidad», «especialista en las cuestiones africanas» hablando por el micrófono de la BBC en la bien conocida emisión «The World Today», en el momento en que empezaba el gran combate entre los cubano-soviéticos y el UNITA, esta vez con el apoyo declarado de los sudafricanos. Después de 1980, por supuesto, Savimbi se había visto obligado a apoyarse en la ayuda sudafricana, dado que las democracias occidentales le habían prestado un socorro nulo o insuficiente y no habían dejado otra opción, a él y a sus partidarios, más que el suicidio o la cooperación con Pretoria. La izquierda internacional juzgó, por su parte, a esos angoleños indignos de vivir, pues no habían aceptado morir antes que resignarse a recibir el concurso sudafricano. La virtud es fácil de practicar, en la comodidad y la seguridad de una oficina de redacción parisiense, londinense o neoyorquina. Desde entonces, en efecto, se proyectaba la visión que necesitaba la izquierda: en Angola, un régimen progresista, actuando por el desarrollo económico, la justicia social y lanzándose en busca de una «vía original» hacia la democratización, se encontraba ante una conspiración desestabilizadora, conducida por «execrables» sin apoyo popular y armados por el apartheid y la CIA. Es decir, el viejo mal del que se creía curada a la izquierda, a saber, juzgar legítima una dictadura desde el momento en que se proclamaba marxista, una ocupación extranjera respetable desde el momento en que procedía del bloque soviético, y a sus adversarios fascistas, reaccionarios, vendidos porque reclamaban elecciones libres; ese viejo mal no había, pues, desaparecido en absoluto, simplemente se había desplazado hacia el Tercer Mundo. Nicaragua suministraba otro ejemplo. Agarrándose a los esquemas del pasado, la izquierda no conseguía llegar a ver que su escenario de la descolonización, de la guerra de independencia y de la «joven república popular del Tercer Mundo orientándose en el camino del socialismo» encajaba en otro escenario, más amplio: el de la expansión del imperio soviético. No había comprendido nada de los fracasos económicos, políticos, humanos de las naciones «progresistas» surgidas de las independencias, particularmente en África. Todos los conocimientos acumulados sobre el desastre de los sistemas comunistas clásicos, así como los de los socialismos del Tercer Mundo no eran utilizados. No llegaban a afectar, pese a todas las protestas del contrario, a los prejuicios de la izquierda. Los trastornaban, sin duda, a intermitencias, pero luego la máquina dogmática volvía a ponerse en funcionamiento, porque ésta puede calarse a veces, pero nunca pararse definitivamente.
Se ha tenido una nueva prueba al leer una frase pronunciada con insistencia por François Mitterrand en Montevideo, el 10 de octubre de 1987, durante su viaje a Argentina y Uruguay. Dijo: «La democracia no es nada sin el desarrollo». En verdad, yo sé desde hace tiempo que para François Mitterrand una idea no tiene valor por su contenido intrínseco, como enunciado de conocimientos, y se compara más bien con una flecha, cuyo interés procede, íntegramente, de la posición a partir de la cual se dispara y del blanco al que se apunta. Para todo hombre, en particular para todo hombre político, apresurémonos a reconocerlo, el interés de una idea se divide según una proporción variable entre su función de verdad y su función de utilidad, entre su poder de conocimiento y su poder de polémica. Pero en pocos individuos como en François Mitterrand he visto un oscurecimiento tan completo de la función de verdad en beneficio de la función de utilidad. No es, por lo menos no es únicamente, mala fe. Es el triunfo natural y total de la dimensión táctica del pensamiento sobre su dimensión conceptual.
Esa disposición del alma presidencial confiere una significación aún más eminente al aforismo de Montevideo. Si el presidente ha emitido tal afirmación, es que estaba destinada a calmar las dudas y los sufrimientos de la izquierda, después de diez años de críticas rigurosas del tercermundismo por los economistas y los historiadores. No puede ser más que por bondad, por preocupación y por necesidad de reconfortar al desmoralizado rebaño de los creyentes, y no porque la crea verdadera, que un hombre tan inteligente ha podido hacer suyo un cliché tan estúpido.
En efecto, si la democracia no era nada sin el desarrollo, no hubiera sido necesario hacer la revolución francesa, ni la revolución americana, ni la reforma británica. En la época en que estos acontecimientos tuvieron lugar, las tres naciones interesadas presentaban con agudeza los síntomas de lo que hoy se llama subdesarrollo. Suiza, en el siglo XIX, era un país muy pobre. Sin embargo, practicaba desde hacía siglos una forma de democracia directa, a escala de cantón, muy adelantada sobre el resto de Europa. ¿Hubiera sido necesario prohibírselo mientras no se convirtiera en un país rico? Yo creía que la libertad era un bien en sí, independientemente del nivel de ingresos de la población. Y creía que la izquierda lo había comprendido. El adagio de Montevideo nos prueba que tal no es el caso, y que ha sido rápida la caída en el tópico más gastado de la galería de los desechos ideológicos, a saber, que las libertades personales y políticas no tienen existencia real mientras no han sido satisfechos todos los derechos económicos y sociales. ¿Cuáles, por otra parte? ¿A partir de qué nivel de desarrollo se puede considerar que una sociedad está madura para la democracia y cómo determinarlo? Porque todo es relativo. Toda sociedad puede —según el criterio adoptado, la región o el sector considerado— ser tomada como subdesarrollada o como desarrollada. Brasil es, a la vez, superdesarrollado y subdesarrollado. España, con su Andalucía; Italia, con su zona meridional; Gran Bretaña, con su parte septentrional, ¿practican, por tanto, con sus bolsas de pobreza, si hay que creer al señor Mitterrand, una democracia que no es «nada»? Francia, en 1944, estaba profundamente subdesarrollada: escasez de alimentos, de vestidos, de viviendas, de electricidad, de calefacción y de transportes, renta per cápita inferior a la de 1900. ¿Había que aplazar la libertad, prolongar el régimen de Vichy hasta la llegada de la plenitud en el desarrollo? ¿Y quién hubiera sido habilitado para fijar el grado de desarrollo a partir del cual la democracia dejaría de ser un «nada» para convertirse en un «algo»?
Se comprende lo que ha podido impulsar a Mitterrand para tratar de revocar así la enmohecida fachada de la ideología tercermundista. La avalancha de los trabajos y el vigor de las corrientes que, en todas partes, devuelven el papel motor, en el desarrollo, a la democracia política, a la economía de mercado y a la empresa privada son motivo de irritación para un socialista. Había que defender la opinión contraria y parar los pies a las calaveradas liberales. Desgraciadamente, el dossier de las economías colectivistas en el Tercer Mundo está, a la vista, y un discurso no puede modificarlo. Es abrumador. No es tal vez sin razón que los dirigentes de los países en vías de desarrollo no piensan más que en el mercado, incluso con un celo de neófitos un poco ingenuo. La ironía de la actualidad ha querido que, el mismo día en que el presidente francés lanzaba la llamada de La Plata, dos de los fósiles más coriáceos de la fauna socialista, el general Jaruzelski en Polonia y el inefable Ne Win, el genial creador del modelo birmano, se retiraban, entregaban las llaves de la tienda, porque se les caía a pedazos sobre sus cabezas, y advertían a sus conciudadanos que no contaran, para vivir, más que con su ingenio personal. En tal contexto, volver a la antigualla del desarrollo concebido como antítesis de la empresa privada y como independiente de la democracia denotaba una singular sordera ante el lenguaje de los hechos. Además, articulada en Argentina y en Uruguay, esta tesis chocaba con la historia, a la que François Mitterrand es, notoriamente, tan aficionado. ¿Podía él ignorar —ignorancia que sólo puedo creer fingida— una información indispensable para toda reflexión seria sobre el desarrollo? Quiero decir: que Argentina y Uruguay son antiguos países desarrollados que se hundieron en el subdesarrollo a consecuencia de crisis de la democracia política. Desde 1938 hasta 1955, aproximadamente, estos dos países del cono sur de América igualaban a Gran Bretaña y Francia por su nivel medio de vida y su cobertura social. Su prosperidad fue destruida, en Argentina, por el «justicialismo» peronista, especie de sindicalismo anticapitalista, autoritariamente redistribuidor y, en los dos países, más tarde, por el terrorismo «revolucionario» de los Montoneros y los Tupamaros, inspirados por el marxismo castro-guevarista. Los jefes de Estado disponen, según parece, de medios de información muy superiores a los de los simples mortales. ¡Lástima que no los utilicen un poco más! Pero, salido de los labios del primer socialista de Francia, el apotegma de la pampa traducía el deseo no de conocer, sino de conjurar lo real, gracias a la oración jaculatoria de la obsesión dogmática, pensamiento degradado hasta el punto de competer más aún de la inmunología que de la ideología.
Porque, en buena ideología, la fórmula de Mitterrand peca por imprudencia y da pábulo a la demolición segura de la causa que él se figura apoyar. Un niño vería que constituye un alegato indirecto en favor de los incontestables éxitos del capitalismo no democrático de ciertos «nuevos países industrializados», como Taiwan, Corea del Sur (antes de empezar su democratización), que consiguieron soberbios índices de crecimiento bajo la autoritaria dirección de despotismos más o menos ilustrados, o Singapur, régimen «fuerte» pero no dictatorial. La República de Sudáfrica es la única, en África, que lleva el estandarte del desarrollo y si los negros sufren allí una segregación inaceptable desde un punto de vista moral, en cambio su nivel de vida, aunque muy inferior al de sus compatriotas blancos, supera al de los negros de cualquier otro país del continente. El Chile de Pinochet, incluso, se desarrolla y hace mejor papel que sus vecinos, Bolivia o Perú, aunque haya atravesado crisis, si bien menos terribles que las catástrofes provocadas antaño por Allende. Fue durante los quince últimos años de la dictadura franquista cuando España levantó el vuelo, se modernizó, equipó su industria por entero y engendró una clase media acomodada. En resumen, aunque los grandes países desarrollados clásicos hayan, desde hace dos siglos, conseguido prosperar, sobre todo gracias a la unión casi constante del capitalismo y de la democracia, se observan casos de éxito sin democracia, por lo menos durante un lapso de tiempo, pero nunca sin capitalismo. En suma, lo que el presidente Mitterrand ha puesto en evidencia, por inadvertencia en su máxima uruguaya, es que en todas las combinaciones posibles, variables y considerables, existe un solo ingrediente que se revela, en la práctica, como absolutamente incompatible con el desarrollo: el socialismo.
¿De dónde puede, pues, proceder esa negativa o esa incapacidad de tomar en consideración y de integrar en el razonamiento las enseñanzas, con todo sin misterio, de la historia económica mundial de la posguerra? También aquí, tanto en economía como en su actitud hacia los países totalitarios «progresistas», se había creído, en un momento dado, que la izquierda no comunista había avanzado un paso para salir del dogmatismo y había aceptado tener en cuenta, por lo menos, los más elementales datos proporcionados por la experiencia. Me temo que nada de ello sea cierto. Del mismo modo, en 1987, François Mitterrand, negando anticipadamente todo valor democrático a las elecciones en Nueva Caledonia, viciadas, según él, por regulares que fueran, por la relación de colonizador a colonizado, denuncia lo que él llama la «fuerza injusta de la ley». ¿Qué hace él, en este caso, sino reproducir un estereotipo vagamente marxista? La ley es «la organización de la violencia destinada a dominar a una cierta clase», escribe en términos casi idénticos Lenin, en 1917, para poner en guardia a los bolcheviques contra la tentación democrática. ¿Dónde está el progreso, después de setenta años? ¿En qué una tal declaración del presidente francés atestigua una renovación intelectual en los socialistas? Por supuesto, cuando ellos gobiernan, hoy, o cuando desean gobernar, los socialistas abandonan, unos tras otros, bajo la presión de los hechos, la mayoría de sus dogmas. El partido socialista francés fue el último en inscribir en su programa, desde 1981 hasta 1983, la «ruptura con el capitalismo» en un país desarrollado, que lo pagó muy caro. Pero sus «proposiciones» de 1987, redactadas con vistas a la elección presidencial de 1988, eliminaron cuidadosamente todas las amenazas de «cambio de sociedad» y otras «reformas radicales de las estructuras» que constelaban su «proyecto» de 1980. Como escribía Alain Duhainel en octubre de 1987: «En el próximo septenio Francia tendrá de nuevo, tal vez, a su cabeza, un socialista presidente, pero no tendrá un presidente socialista».[37] Aparte de los laboristas británicos, que cuentan todavía en gran número con los últimos ejemplares en Europa de la izquierda mesiánica y que, desde 1979, expían su obstinación con fuertes y repetidas derrotas electorales, los partidos socialistas han adoptado en la práctica, desde 1980, incluso en el Tercer Mundo, un liberalismo mitigado, aunque quieran salvar las apariencias bautizándolo de socialismo «pragmático». Generalizando este tipo de retórica, podría llamarse «navegación» al hecho de hacerse a la mar en un barco que tiene por costumbre hundirse al cabo de unos cuantos cables, y «navegación pragmático» al hecho de quedarse en tierra. Pero si la acción «pragmático» (puro pleonasmo) de los socialistas ha debido y sabido, salvo excepciones, acercarse a la realidad, su visión del mundo, como por compensación, se ha alejado aún más allá. Todo sucede como si corrieran a marchas forzadas en la esfera de la ideología, con objeto de desquitarse de las privaciones que deben, de mala gana, infligirse en la esfera de la gestión. Pero la ideología es la principal fuente de perturbación de la información, porque precisa de una mentira sistematizada, global y no solamente ocasional. Para permanecer intacta debe defenderse sin tregua del testimonio de los sentidos y de la inteligencia, de la misma realidad. Esa lucha agotadora lleva a aumentar de día en día la dosis de mentira requerida para hacer frente a las evidencias que se desprenden de lo real inexorable. Así, es en el momento en que el marxismo-leninismo pierde todo crédito entre sus mismos adeptos como principio de dirección de las sociedades humanas cuando, semejante a la luz cuya fuente está muerta y que nos llega de soles extintos desde hace millones de años, brilla con su más vivo resplandor en el teatro ideológico. De dónde la superioridad de la izquierda en la producción de la mentira. No puede contestarse, en efecto, con la mentira ordinaria que practica igualmente con generosidad la derecha en política, con la mentira maquiavélica, táctica, circunstancial, oportunista, interesada, profesional. La izquierda la practica también con diligencia y asiduidad, pero añade una mentira infinitamente más exigente, porque la ideología obliga a modificar sin cesar la imagen del mundo en función de la visión que se quiere tener. Un gobierno liberal cometerá tal vez la equivocación de mostrar demasiada tibieza ante el apartheid, pero no negará su existencia.[38] En cambio, la izquierda durante mucho tiempo ha negado pura y simplemente la existencia de los campos de concentración soviéticos, de los campos de reeducación vietnamitas, de la tortura en Cuba, del hambre en la China. La derecha ha podido manifestar una excesiva complacencia ante Franco, por razones económicas y militares, pero nunca ha pretendido que Franco haya celebrado en España elecciones regulares, libres y pluralistas. Al contrario, The Observer, semanario izquierdista inglés, escribe (23 de agosto de 1987) que es una vergüenza, por parte de la administración Reagan, el obstinarse en querer «derribar al gobierno elegido de Nicaragua» (to overthrow the elected government of Nicaragua). Por mucha indulgencia que tenga por los sandinistas, un periodista serio no debería poder, si ha hecho su trabajo correctamente, afirmar que las condiciones en que se desarrollaron las elecciones de otoño de 1984 en Nicaragua permiten considerar al gobierno actual como «democráticamente elegido». ¿Qué se diría del conservador Sunday Telegraph si hablara del «gobierno democráticamente elegido del general Pinochet», so pretexto de que este último también ha procedido a consultas electorales? Por último, Reagan no quiere «derribar» a los sandinistas: nunca les ha pedido nada más que acepten elecciones libres, y decidió ayudar a la Contra mientras no tuvieran lugar elecciones regulares en el país. Se puede desaprobar esa política, pero no se puede pretender que es hostil a la democracia, porque, por el contrario, lo que busca es restablecerla.
Nunca tantas carestías socialistas masivas habían tenido lugar en el Tercer Mundo como en los años ochenta. Sin embargo, la izquierda occidental se obstina en demostrar que la plaga es debida a todo, salvo, precisamente, a la forma totalitaria del gobierno y a la gestión socialista de la economía. La izquierda no comunista se ha —según ella— «destotalitarizado». Pero, curiosamente, su sistema de excusas de los fracasos totalitarios permanece inalterable.
Tomemos, por ejemplo, el escenario de la «explosión del hambre en Mozambique» tal como lo dejamos en febrero de 1987. El embajador de los Estados Unidos en Maputo acaba de enviar al departamento de Estado un informe según los términos del cual tres millones y medio de mozambiqueños se hallan bajo la amenaza inmediata de una grave carestía de amplitud superior a la carestía etíope de 1984. Washington decide inmediatamente enviar como primera ayuda algunos millones de dólares y pide que se movilicen los Estados, las organizaciones internacionales y las organizaciones no gubernamentales.
Un comentarista de la BBC explica, el día 7, que esta carestía es debida a la conjunción de dos factores: la sequía y la guerrilla dirigida contra las autoridades por la RENAMO o RNP (Oposición de la Resistencia Nacional Mozambiqueña), sostenida por Sudáfrica.
Así, una vez más, parece que una carestía que se produce en un país marxista-leninista no es nunca consecuencia de la acción gubernamental o del sistema económico. Sólo puede ser debida a fatalidades naturales y al sabotaje fomentado desde el exterior por las potencias hostiles.
Observemos que esta explicación coincide con la que generalmente dan, desde 1917, los dirigentes comunistas, en los lugares donde controlan el poder, para disculparse de las carestías o de la escasez de bienes de consumo que constituyen un rasgo casi permanente de sus regímenes. ¿Por qué, pues, los analistas occidentales aceptan esas excusas, con menos espíritu crítico del que a veces muestran los mismos dirigentes comunistas?
Mozambique es socialista desde 1975, fecha de su independencia. Desde hace doce años, un partido gobierna sin oposición, el FRELIMO (Frente de Liberación Mozambiqueño), colocado desde el principio bajo la férula de numerosos consejeros soviéticos y alemanes del Este. La revolución anhelada por los progresistas del mundo entero puede desarrollarse allí sin obstáculos.
Al cabo de dos o tres años, el desastre es clamoroso. Así, desde 1980, Samora Machel, el líder del FRELIMO, desesperando de la solidaridad pecuniaria de su protector soviético, se vuelve hacia los Estados Unidos, Europa e incluso Sudáfrica, para obtener créditos, pero sin cambiar, por ello, de sistema económico. De manera que la situación no mejora. Si, al prolongarse, la guerrilla contribuye a hacer desaparecer las cosechas o lo que queda de ellas y a desorganizar los transportes, no constituye la causa principal de la penuria. ¿Por qué, en efecto, esa penuria no ha llegado nunca a tal punto de gravedad durante los quince años de la guerra de liberación contra el ejército portugués que habían precedido a la independencia? ¡Guerra tan nefasta para la producción agrícola y la distribución de los productos como la insurrección que la siguió! Además, si Sudáfrica ayuda, sin ninguna duda, la RENAMO, no puede ser considerada como la única responsable de su existencia. Tal vez convendría preguntarse, también en el caso de las guerrillas anticomunistas, cuáles son las razones profundas de su aparición, independientemente de las ayudas extranjeras que pudieren obtener.
Los mozambiqueños no tienen ninguna necesidad de la injerencia de Pretoria para desear abatir una dictadura policíaca que no secreta más que el hambre. En cuanto a la sequía, puede producirse durante un año o dos, pero no eternamente, y, sobre todo, no se convierte en una catástrofe más que cuando se injerta en una escasez ya endémica. Veremos en el capítulo 12 que la ideología ha sido, como en la Unión Soviética o Vietnam, la causa profunda del hambre en Mozambique. El socialismo se fija en todas partes como objetivo construir un «hombre nuevo». Esta idea se encuentra a lo largo de toda la historia del comunismo. Se la ve nacer en 1793 con los jacobinos. El Estado se convierte en propietario de los individuos. Las granjas colectivas permiten, antes que nada, aniquilar las libertades. Resulta que aniquilan igualmente la agricultura, pero su principal objetivo no es agrícola. Cuando una carestía amenaza una masa tan gigantesca como tres millones y medio de personas, es que el gobierno responsable la ha dejado crecer sin avisar, por miedo a quedar mal, por razones propagandísticas. Una simple crisis alimentaria suscita la severidad de la opinión internacional; una tragedia no suscita más que compasión y el aflujo de socorros, de los que el gobierno y el ejército saben desviar la parte que necesitan para su propia supervivencia política.
Es el esquema etíope que se vuelve a poner en marcha. Y aunque los Estados Unidos hayan sido, a propósito de Mozambique, los primeros en alertar a la opinión mundial, ya se sabía anticipadamente que las censuras iban a recaer sobre ellos.
Es desolador comprobar que el sistema explicativo que emplean, en los países libres, personalidades políticas y periódicos que no tienen nada de comunistas coincide frecuentemente con el que emplean los gobiernos de Maputo, Luanda, Addis-Abeba o Hanoi para disculparse del hambre que reina en sus países. ¿De qué han servido los frutos intelectuales del estudio de setenta años de carestía o de penuria alimentaria crónica bajo los regímenes comunistas? ¿De qué modo la documentación que demuestra que las raíces de esas penurias se encuentran, en gran parte, en la organización socialista de la economía sirve para guiar el juicio de los comentaristas que tienen la suerte de disponer de esa masa de informaciones? En abstracto y en bloque, esas informaciones están homologadas. Hay más gente a finales de siglo que al principio que, gracias a ellas, tienen por cierta la esterilidad del socialismo. Pero en la práctica, cuando se trata de apreciar un caso particular, casi no sirven ya para nada. Sin embargo esto es lo que cuenta, pues es a propósito de los casos particulares, y cuando todavía hay tiempo para actuar, interesa que no se vuelvan a cometer los mismos errores. Y se vuelven a cometer.
No veo, pues, que haya sido superado el prejuicio que concede a los regímenes definidos, en pura teoría, como progresistas, una inmunidad especial, que les dispensa, a la vez, de la democracia, del respeto de los derechos del hombre y de asegurar la subsistencia de sus súbditos. Ni tampoco el prejuicio complementario según el cual todo liberal o «conservador» en una civilización democrática se distingue poco, o nada en absoluto, de un derechista. La izquierda no comunista se jacta de haber comprendido que la economía de mercado, ajustada con todas las correcciones que se quieran, ha resultado ser la única vía posible. Y, sin embargo, ante cada situación concreta todos sus reflejos la impulsan en el sentido opuesto de esa pretendida convicción. Se comporta como un médico que asegurara haber asimilado bien el principio de que el arsénico hace más bien daño al organismo humano y que, ante cada paciente, insistiera en prescribirlo en dosis masivas, tratando de envenenadores públicos a los que intentaran impedírselo. Generalmente se critica el socialismo generador de hambre y represivo, y se alaba a las democracias, porque han creado las sociedades más ricas y menos injustas de la historia, sean cuales fueren sus imperfecciones. En la realidad del diagnóstico individual y concreto, una vez tras otra, son los diligentes elegidos de las sociedades democráticas prósperas a quienes toda una izquierda califica de reaccionarios, y son los tiranos totalitarios a quienes ella se obstina en tener por filántropos progresistas.
Por ejemplo, leí, en 1986, con una indignación felizmente atemperada por la diversión que proporciona siempre un buen espectáculo cómico, el informe aparecido en el International Herald Tribune del 14 de enero (y publicado originalmente en el New York Times) del desarrollo del 48.º Congreso Internacional del PEN-Club en Nueva York. El día siguiente, el mismo periódico reproducía las invectivas dirigidas por Günter Grass a Saúl Bellow, que había tenido la audacia de no considerar a los Estados Unidos totalmente reaccionarios. Que autores y directores literarios se levanten y abandonen la sala por la simple aparición del secretario de Estado George Shultz, invitado a hablar, como si fuera ministro en un gobierno totalitario, me parece que sólo puede explicarse por una mezcla de incompetencia política y de falta de honradez intelectual; sobre todo cuando el mismo auditorio invita y escucha con respeto a Amadou Mahtar M’Bow, el causante del naufragio de la UNESCO. Que sesenta y seis escritores, expresando, al parecer, el sentimiento de muchos otros participantes, hayan, en una carta abierta, calificado de «inapropriate» (desplazada, indecente) la invitación enviada al representante de un Estado democrático, Shultz, y ello, en un país en que el poder es concedido por los ciudadanos, me parece una necedad, cuando se considera la situación del mundo en su conjunto, hoy. «Su administración —escribían los firmantes de esa carta— apoya a gobiernos que reducen al silencio, encarcelan e incluso torturan a sus ciudadanos a causa de sus convicciones». ¿Qué gobiernos? ¿Sudáfrica? Es evidentemente el caso más candente en 1986. ¿Pero puede decirse que la administración estadounidense «apoyó» a Botha y defienda el apartheid? Es manifiestamente falso. Como los gobiernos europeos, Washington quisiera desembarazarse del apartheid evitando al mismo tiempo el derrumbamiento económico de Sudáfrica en beneficio de una fórmula de «socialismo a la africana» cuyos daños ya se han visto en el resto del continente en el capítulo precedente.
Numerosos firmantes de esta carta y varios escritores norteamericanos muy conocidos, Norman Mailer, William Styron, habían aceptado en 1983 la invitación de Jack Lang, entonces ministro francés de Cultura, y de François Mitterrand para venir a participar en festividades culturales en la Sorbona. Sin embargo, en esa época, la Francia socialista había reanudado las ventas de armas y de centrales nucleares a Sudáfrica. No por ello esos escritores norteamericanos dejaron de venir a París a aclamar al presidente de la república, viajando, es cierto, en el Concorde y siendo hospedados en el Ritz a expensas de los contribuyentes franceses, lo que puede incitar a la indulgencia. ¿Qué otros gobiernos «torturadores», en el momento de esa conferencia del PEN-Club, sostenía la administración estadounidense? ¿Chile? No. No apoyaba en absoluto a Pinochet. Y el conjunto de la América Latina es, desde 1983, más democrático de lo que lo había sido desde hace un cuarto de siglo. ¿El Salvador? Pero Napoleón Duarte era un democratacristiano de izquierdas, elegido democráticamente, a pesar de todos los esfuerzos de una guerrilla, que se reconocía minoritaria, para ganar unas elecciones. ¿Turquía? Ciertamente, pero ¿había que dejar que Turquía cayera bajo control soviético expulsándola de la OTAN? Se podía considerar indispensable mantenerla en la OTAN sin por ello alegrarse de que se hubiera apartado del camino democrático. Recuerdo, por otra parte, que Turquía no había sido excluida del Consejo de Europa y que por consiguiente los gobiernos europeos observaban, ante ella, una actitud tan ambigua o embarazosa como la de la administración Reagan. ¿Acaso los escritores norteamericanos invitados a París se fueron cuando François Mitterrand penetró en el gran anfiteatro de la Sorbona en 1983? Por otra parte, Turquía volvió, en 1983, al campo de la democracia, lo que no es el caso de ninguno de los países «progresistas» generalmente mimados por los «liberales» norteamericanos. En cuanto al señor M’Bow, ha sido uno de los más grandes adversarios de la libertad de expresión y de creación que hayan jamás estado al frente de una organización internacional. Ha intentado en varias ocasiones, a partir de 1976, hacer adoptar por la UNESCO un tristemente célebre «orden internacional de la información» que de hecho no buscaba más que establecer un sistema de censura generalizada en provecho de los peores dictadores del Tercer Mundo. Cuando se conoce un poco el estado de la información en el planeta es risible ver al PEN-Club, en ese congreso, proponer seriamente una investigación sobre una mítica «censura en los Estados Unidos» y al mismo tiempo rendir homenaje al señor M’Bow, cuyos esfuerzos han favorecido incansablemente la búsqueda de una censura a escala planetaria. Los términos de los ataques de Günter Grass contra los Estados Unidos traducen la misma inversión de valores y de hechos. Porque, en fin, un poco de pudor debiera recordar a Grass que somos nosotros, los europeos, quienes hemos inventado el nazismo, el fascismo, el estalinismo, el franquismo, el pétainismo, el antisemitismo. No son los Estados Unidos. En cuanto al Acta McCarran-Walter, de 1952, puesta en acusación en el congreso, se puede pedir, ciertamente, su anulación, pero haciendo constar que los Estados Unidos no son la única democracia que se reserva el derecho de conceder o no visados a propagandistas que, con razón o sin ella, parecen peligrosos para las instituciones. Por otra parte, la ley McCarran-Walter nunca ha impedido a Georgi Arbátov y a otros portavoces soviéticos o comunistas publicar libros y artículos en los Estados Unidos o hacer giras de conferencias. Además, ha sido abrogada en 1987, pero ese acontecimiento no armó ningún alboroto…
Si hubiera habido que buscar una manifestación de espíritu totalitario en 1986, en los Estados Unidos, me temo que se hubiera encontrado, no en la administración, sino en el PEN-Club norteamericano, por lo menos, tal como se expresó en ese congreso. Éste tenía por tema, creo, la alienación. En efecto, ilustró perfectamente la alienación de una gran parte de la clase intelectual norteamericana con relación a su propio pueblo y a la mayoría del mundo democrático. La intolerancia y el sectarismo que se manifestaron en esas sesiones hacen de él la encarnación de lo contrario de los valores que pretende defender.
¿De qué sirve alegrarse de la decadencia electoral de los partidos comunistas occidentales, si su culto del error y del terror, su intolerancia, su desprecio por la persona humana se han transmitido a amplias capas de la izquierda no comunista? ¿Y cómo explicar que esta izquierda que se pretende no totalitaria se obstine en defender, durante los años ochenta, diga ella lo que quiera, a regímenes totalitarios? Porque el principio de la equidad aritmética entre totalitarismo de derecha y de izquierda, del que ya he demostrado el carácter intrínsecamente engañoso, no se aplica siquiera en la realidad. Así, en abril de 1986 se celebra en París, en el hotel Lutétia, una reunión en el curso de la cual prestan testimonio antiguos presos políticos cubanos, liberados después de haber sido víctimas de torturas y malos tratos. Las personas presentes en la tribuna, entre ellas Yves Montand, Jorge Semprún, Bernard-Henri Lévy y yo mismo, se limitan a hacer preguntas a los testigos, hombres y mujeres, que presenta, uno tras otro, Armando Valladares, organizador del encuentro, con la Internacional de la Resistencia. La fórmula está tomada del «tribunal» Sajárov, a su vez tomada del «tribunal» Russell de los años sesenta. En la sala asiste a la sesión un público que yo calculo en unas doscientas personas, del que salen también preguntas a los torturados. Igualmente se hallan presentes unos diez periodistas, tanto de agencias como de la prensa, escrita o audiovisual. Pero hay que preguntarse qué habían ido a hacer, puesto que la mayor parte de la prensa no dijo una palabra de la manifestación. Sin embargo, las frases que se habían pronunciado no tenían nada de ideológico; consistían en relatos de experiencias vividas y en descripción de hechos precisos.
En el caso de que la prensa hubiera querido poner en duda la veracidad de los testigos, tenía toda la posibilidad de hacerlo, sometiéndolos a contrainterrogatorios. No lo hizo. Los periodistas no tuvieron, pues, en ese caso, ninguna prisa en usar ese «sagrado derecho a la información», que enarbolan con tanto énfasis cuando se trata de otros asuntos. En erecto, se puede imaginar sin dificultad qué abundancia de informes habríamos visto en los periódicos franceses y extranjeros, si los presos políticos y víctimas de la tortura prestando testimonio en la reunión hubieran sido víctimas de la policía de Sudáfrica. Con lo que se demuestra una vez más que la izquierda no comunista no se ha corregido en absoluto de su parcialidad en favor de los totalitarismos marxistas. Sin duda su silencio unilateral se explica más por una especie de parálisis intelectual que por opción deliberada. Contra su gusto, debe, para continuar siendo creíble, admitir ciertas realidades indiscutibles. Pero no ha cambiado de opinión sobre el fondo de las cosas, ni sobre el lugar por el que pasa la verdadera línea divisoria entre reaccionarios y progresistas. Tal vez, por efecto de la inercia, Castro está, para ellos, en el lado bueno de esa línea, y Valladares se colocó en el lado malo, incluso si el segundo no ha cometido otro crimen más que hacerse meter en la cárcel por el primero.[39]
Además, yo soy injusto cuando digo que no se produjo ninguna reacción tras nuestra reunión. Realmente se produjo una, en forma de una campaña de calumnias y de difamación contra Valladares. Documentos falsos, fabricados por los servicios cubano-soviéticos, circularon en Occidente, de los cuales resultaba que el poeta había sido… un agente de la policía del dictador Batista (derribado por Castro). Aparte de que la juventud de Valladares en los años cincuenta hace inverosímil esa actividad por su parte, su falsa «placa» de policía adolecía de groseros errores, cometidos por los «órganos»: se adornaba con una foto demasiado reciente, y, además, la talla del agente estaba indicada en el sistema métrico, cuando, en tiempos de Batista, ¡Cuba utilizaba todavía el sistema de los pies y las pulgadas! La calumnia fue introducida en el circuito en Grecia, por el diario de izquierdas Pontiki, que se jacta de situarse bajo la bandera del «periodismo investigador», etiqueta provista, en su origen, de un sentido profesional preciso, pero que termina por tener las espaldas anchas y ahora sirve demasiado a menudo de salvoconducto a la mentira. Por parte de Pontiki el «reportaje de investigación» y el «deber de informar» consistieron en tratar a Valladares de «fascista, asesino, torturador, humanoide (sic), falso poeta inventado por la CÍA». Ante estos insultos «investigadores», Armando Valladares promovió un proceso contra el periódico griego. En ese proceso, observé que un ministro del gobierno socialista de Andreas Papandreu fue a prestar testimonio en favor del periódico insultante, difamador y calumniador.
Valladares vio su demanda desestimada… El tribunal, en sus considerandos, juzga que el redactor del artículo no había obedecido «a ninguna animosidad personal contra el demandante y no había tenido intención de ofenderle»(!). No me consta que esta extraña decisión de la «justicia», ampliamente difundida por las agencias, haya suscitado la indignación de la prensa de izquierdas, en Europa occidental. Valladares, es cierto, asume la vicepresidencia de la organización Resistencia Internacional, que patrocinaba el coloquio de París que pasa, a los ojos de la izquierda, por reaccionario. ¿Por qué? Pues, a fin de cuentas, ya no se sabe lo que hay que hacer ni en qué punto de vista situarse para criticar el totalitarismo comunista sin pasar por reaccionario. Es falso que todo lo que la izquierda no comunista pida sea que se critique al totalitarismo desde el punto de vista democrático. Porque, cuando es esto lo que se hace, ello no basta. Lo que ella pide es que no se le critique en absoluto, o por lo menos que no se le critique más que por su pasado, añadiendo que ya se ha vuelto la página, que el presente no ofrece más que perspectivas de mejoría. Parcialidad debida, tal vez, menos a una opción voluntaria que a una barrera psicológica; pero para los que son sus víctimas, el resultado es el mismo.
Se ve, pues, muy claro: en todo este debate, pequeño ejemplo entre miles, lo que gobernó el comportamiento de la mayoría de los profesionales de la información no fue, en absoluto, la información. La posibilidad de adquirir o de completar un conocimiento preciso del sistema represivo de Cuba, aunque fuera sometiendo a una comprobación minuciosa los elementos suministrados, desempeñó un papel completamente marginal en la acogida reservada a la reunión del Lutétia. Las únicas preguntas que se plantearon a la izquierda fueron: ¿quiénes son los organizadores y a que molino van a aportar agua los testimonios? Este último punto fue sin duda, y lo continúa siendo, desde siempre, el más importante. Trasciende ampliamente la preocupación de la falsedad o de la autenticidad de las nociones comunicadas. La horrible expresión inquisitorial, corriente, durante un tiempo, en la izquierda francesa: «¿Desde qué lugar habla usted?», de atroz vulgaridad, de tanto desear ser elegantemente críptica, no ha sido nunca más que una manera de declarar que la verdad va después de las colusiones y que se deben preferir las alianzas a las informaciones. Como se sabe, la amalgama es un procedimiento que consiste en acusaros de aprobar el conjunto de las ideas y los actos de un personaje o de un partido, por odioso que sea, porque resulta que vuestras opiniones coinciden con las suyas en un punto particular. Como Hitler nacionalizó amplios sectores de la industria alemana, yo me dedico a la amalgama si, por ejemplo, digo que François Mitterrand, dado su programa de nacionalizaciones masivas de 1981, es, en el fondo, un adepto del nazismo. Pero, una vez más, la amalgama no causa estragos más que en un solo sentido: si habláis mal, por ejemplo, de Castro, os encontráis al lado de Pinochet, que también habla mal de él, luego esto os desacredita; pero encontraros inevitablemente al lado de Castro porque habláis mal de Pinochet no os deshonrará en absoluto. Sin embargo, los dos dictadores tienen tanta sangre en sus manos, el uno como el otro. Aunque ella pretende lo contrario, la izquierda no comunista utiliza sin vergüenza, constantemente, la amalgama, es decir, reemplaza la discusión intelectual por el exterminio moral de las personas.
A la izquierda moderna no se le ocurre que la sociedad perfecta que ella quiere construir y, entretanto, la mediocre democracia de que, gracias al Cielo, gozamos aún en algunos sitios, no pueden existir sin, por lo menos, un poco de sinceridad, de probidad y de respeto a la verdad. No concibe que la libertad de expresión destruye a la democracia cuando se convierte en libertad de mentir y de difamar. Permanece fiel al viejo principio del fanatismo, el de que una causa justa —¿y qué causa no lo es a los ojos de sus propios partidarios?— justifica procedimientos injustos. ¿Ha comprendido, comprenderá alguna vez, que la democracia es el régimen en el que no hay ninguna causa justa, y sólo métodos justos?
¿Es, por ejemplo, justo titular un artículo sobre el Perú: «Mario Vargas Llosa, campeón de la campaña de la nueva derecha»? Se sabe qué resonancias evoca en un lector francés la expresión «nueva derecha» y a qué se refiere. Ya he hablado de ello en otro capítulo. Resulta que, en ese artículo de su corresponsal en Lima, Le Monde[40] insinúa, pues, que Vargas Llosa se acercaría a una posición fascistoide. El periódico tiende a sugerir a su público, que es no solamente francés, sino muy ampliamente europeo y latinoamericano, que el escritor apoyaría, eventualmente, soluciones autoritarias y favorables a los ricos, en todo caso «reaccionarias».
¿De qué se trata, en este asunto? Creyendo deshacerse del peso de la deuda exterior mediante una hazaña, el presidente peruano Alan García anuncia, en septiembre de 1987, su intención de nacionalizar, de una vez, todos los bancos del país. Se puede muy bien, me parece, oponerse a esa medida sin ser fascista, y hasta porque se es demócrata. Las nacionalizaciones en América Latina nunca han enderezado la economía ni han ayudado a los pobres, tanto si eran llevadas a cabo por dictaduras militares como por dictaduras marxistas. En el Perú, en particular, una dictadura a la vez militar y marxista procedió, en once años, desde 1969 hasta 1980, a nacionalizaciones masivas que dejaron a la población un amargo recuerdo, puesto que, durante ese período, el nivel de vida descendió a la mitad, lo que, allí también, como siempre, afectó a los más pobres. Igualmente nefastas fueron las consecuencias de la experiencia mexicana, sobre la que parece normal que todo latinoamericano reflexione: la nacionalización de los bancos, en 1982, por el presidente José López Portillo, verdadero desastre para la economía y para el nivel de vida del pueblo pobre. Si se quiere preservar una democracia frágil, es muy natural, dejando aparte toda consideración económica, desconfiar de la hipertrofia del sector estatal, sobre todo en América Latina, donde reina una tradición de corrupción y donde la clase política conoce el arte de manipular en su provecho la economía y de falsear, para ello, los procedimientos democráticos. La historia del PRI (Partido «Revolucionario» Institucional), en México, precisamente, en el poder desde 1929, lo demuestra abundantemente. El mismo precedente del Perú, arruinado por la estatificación desenfrenada de los militares marxistas, no impide a la corresponsal de Le Monde escribir: «Si el Estado ha ampliado su campo de acción, en estos últimos veinte años, ha sido precisamente para tratar de poner remedio a la injusta distribución de la renta». Pero intentar no es conseguir, y «la ampliación del campo de acción» del Estado no ha conseguido más que empobrecer más a los más pobres. En vez de estudiar los hechos y de informarnos, el autor del artículo se limita, pues, a recitar el catecismo «progresista» más trasnochado.
No nos dice tampoco que los oponentes a las nacionalizaciones proceden, en muy amplia medida, de los electores que votaron a Alan García. Pues, ¿a qué partido pertenece Alan García? Al APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana). ¿Qué es el APRA? Es una unión de partidos latinoamericanos, fundada en 1924 por un peruano, precisamente, Víctor Raúl Haya de La Torre (1895-1979), unión que en Europa se corresponde con lo que se llama la socialdemocracia. En otras palabras, el APRA nació de la negativa de toda una corriente socialista a adherirse a la III Internacional, negativa y ruptura con Moscú idénticas a las que marcaron cuatro años antes el congreso de Tours en Francia, y que imitarían los demás partidos socialistas en todo el mundo, para llegar a la Internacional socialista, de la que forma parte el APRA. Esta corriente del socialismo democrático sigue, pues, una larga tradición de hostilidad al colectivismo comunista. En el asunto de la estatalitación de los bancos peruanos, se puede, pues, considerar que fue Vargas Llosa quien se mostró fiel a la tradición del socialismo democrático en América Latina y que fue Alan García quien se separó de ella.
Por desgracia, ninguna de esas informaciones económicas, políticas e históricas figura en el artículo llevado al conocimiento de los lectores de Le Monde. Una puesta en perspectiva los conduciría, según toda verosimilitud, a dudar del «fascismo», supuestamente de estilo «nueva derecha», de Mario Vargas Llosa. ¿Por qué ese escamoteo? Porque el objetivo del artículo es desacreditar al escritor haciendo creer que se ha unido, pura y simplemente, a la «reacción». Desde hace años Vargas Llosa es, con Octavio Paz, el anticastrista, el anticomunista, el antitercermundista, el contrario de García Márquez, el abogado de la democracia política en América Latina. Conviene, pues, confinarlo en la derecha, e incluso en la «nueva» derecha. No se tiene derecho a ser demócrata si no se es marxista en América Latina. Es tanto más absurdo cuanto que, por otra parte, Le Monde se ha alegrado, según parece, en esos mismos años, del retorno a la democracia de Argentina, de Brasil o de Bolivia, que se han dotado de gobiernos bien decididos a desestatificar sus economías. Si se preguntara al director del periódico o al jefe de la sección de política extranjera, si, dada la orientación de la mayoría de sus artículos sobre América Latina, preconizan en ese continente el retorno a políticas de tipo castrista o allendista, se indignaría, protestando vigorosamente que no se trata de eso. Numerosos periódicos de izquierda, en todos los países, atacan sin consideraciones al liberalismo, pero no desean en absoluto, salvo raras excepciones, la victoria del socialismo. Sin embargo, al mismo tiempo, se dedican a demoler insidiosamente a los hombres que lo critican.
Así, la corresponsal de Le Monde en Lima escribe, en el mismo artículo: «La nueva derecha está representada por el Instituto Libertad y Democracia, fundado hace siete años —en realidad en 1979— por Mario Valgas Llosa. Su filosofía es resumida por el economista Hernando de Soto en su obra titulada El otro sendero, un ensayo sobre la economía informal». Bajo el ángulo del «deber» de informar, todo es maravilloso en este párrafo. Para empezar, no fue Vargas Llosa quien fundó el Instituto Libertad y Democracia. Fue Hernando de Soto, de quien Vargas Llosa es amigo. Él, simplemente, prologó su libro, publicado en 1986. Además, el instituto no se adhiere en absoluto a la ideología de la nueva derecha. Los colaboradores de las revistas Éléments, Nouvelle École o del GRECE no han sido nunca, que yo sepa, invitados. El Instituto Libertad y Democracia quiere situarse en la tradición de Tocqueville, Montesquieu, Locke, Adam Smith, Von Mises, Schumpeter, Aron, Hayek, lo que —nos atrevemos a esperar— no ha constituido nunca una presunción de simpatías por el fascismo. No creo que América Latina haya sufrido por un exceso de esa tradición tolerante y liberal ni que los intelectuales que la apoyan merezcan ser difamados. La periodista de Le Monde tiene, ciertamente, derecho a criticar las ideas de esos intelectuales. Pero eso no es lo que ella hace. Ella les atribuye ideas que no son suyas. Y finalmente omite informarnos sobre el contenido de la obra de Hernando de Soto, El otro sendero[41]. Como no se ha traducido al francés, raros serán, pues, los lectores que podrán saber lo que contiene ese trabajo de investigación (y no de «filosofía») y que comprenderán lo que el autor entiende por economía «informal». Los lectores, sobre todo, ignorarán por completo que el trabajo dirigido y firmado por Hernando de Soto concierne a la economía de los más pobres y describe la manera en que sobreviven, a pesar de un sistema estatal organizado en interés de los ricos, y menos de los capitalistas que de la clase política, burocrática y sindical, como siempre ha sido en la América Latina.
Leyendo El otro sendero, desde el primer vistazo a las cifras principales, uno se siente invadido por un intenso estupor. Pues el sector informal, en ese inmenso país, no se compone solamente de lo que en Europa llamamos «los pequeños trabajos» o el trabajo clandestino.
Los informales peruanos no se contentan con hacer trabajos sin declararlos o con pintar techos los domingos. Son mucho más que vendedores ambulantes no autorizados: el volumen de negocio global de sus actividades comerciales sobrepasa al de todas las grandes áreas reunidas. Sólo en la capital, el comercio informal, que emplea a 439 000 personas, hace funcionar al 83% de los mercados, cubiertos o al aire libre. La industria informal fabrica casi todos los productos manufacturados: muebles, televisores, lavadoras, vestidos, utensilios de cocina, ladrillos, cemento, material eléctrico, zapatos, herramientas diversas. Más aún: los informales dominan la industria de la construcción, los transportes públicos. Han edificado barrios enteros, centenares de miles de viviendas, primero para ellos mismos, luego para los demás: y no hablo de chabolas, sino de inmuebles normales. La mitad de la población de Lima vive en casas construidas por informales. En cuanto a los transportes públicos, desde el taxi colectivo hasta el minibús e incluso el autobús, si Lima debiera limitarse, bruscamente, a los únicos transportes municipales oficiales, las nueve décimas partes (exactamente el 95%) de los habitantes deberían desplazarse a pie. En total, aproximadamente el 60% de las horas de trabajo efectuadas se hacen en el sector informal. Y no vayáis a comparar ese sector con los talleres clandestinos en los que un patrón cabo de varas explota a un proletariado infrapagado. Son los mismos pobres del Tercer Mundo quienes edifican la economía informal, pues es la única manera, para ellos, de sobrevivir.
Hernando de Soto y su equipo han hecho de ello la demostración práctica y la comprobación experimental. Han invitado a un compadre, modesto ciudadano, representativo del pueblo llano, a que presentara una demanda de autorización para abrir, en conformidad con todas las normas legales, un pequeño taller de confección. Para obtener su autorización, ese hombre debió presentar su demanda y seguirla en once departamentos ministeriales o municipales sucesivos y diferentes. Diez funcionarios de cada once exigieron de él un bakchich (propina), llamada mordida en el español de aquella zona. El postulante debía rehusar pagar, para que se pudiera ver cuánto retrasaría esa negativa la conclusión. En dos casos, no obstante, hubo necesidad de proceder, sin lo cual el dossier habría sido definitivamente enterrado. En última instancia, el pretendido aspirante a sastre necesitó doscientos ochenta y nueve días de trabajo intensivo para llevar a cabo sus gestiones, y sumando los gastos y lo que dejó de ganar, un desembolso de 1231 dólares. Cuando se sabe que esta suma, por el número de días despilfarrados, equivale exactamente a treinta y dos veces el salario mínimo del Perú en 1986, se comprenderá que, para la casi totalidad de la población activa, es imposible crear una empresa artesanal en condiciones legales. Esto es lo que la señora Bonnet[42] bautiza como «ampliación del campo de acción del Estado para remediar la injusta distribución de la renta».
Otras experiencias del mismo género han confirmado la primera: cuarenta y tres días de gestiones y 590,56 dólares para obtener legalmente un modesto emplazamiento de venta de frutas y legumbres en la calle. Y el colmo: para un grupo de familias deseosas de adquirir un terreno sin dueño para construir en él sus viviendas, seis años y once meses de gestiones… De ahí el ascenso imparable de las empresas «salvajes» y del mercado informal. No hace más que traducir la famosa tendencia de toda criatura a perseverar en el ser.
De ahí, también, la vanidad de las charlas teóricas. El liberalismo es, en primer lugar, un comportamiento espontáneo, lo que no implica que sea en todas las circunstancias una garantía de éxito. Pero lejos de ser una visión del espíritu, es, en el punto de partida, la reacción natural del hombre en sociedad ante los problemas materiales que se le plantean. Es su conducta económica de base. A partir de ahí, se puede reflexionar sobre todas las modalidades de intervención destinadas a optimar esta conducta. A veces la mejorarán, muy a menudo la estorbarán, pero no la reemplazarán nunca.
Los hechos nos lo demuestran. Contrariamente a los tópicos machacados sobre este tema sin examen, la libertad de emprender es, ante todo, el medio de defensa de los pequeños contra los grandes y de los débiles contra los fuertes. E, inversamente, el Estado, que se presenta como corrector de las injusticias, acaba, la mayoría de las veces, por usar toda su fuerza contra los pequeños y los débiles para proteger a los grandes y los fuertes: la clase política, la clase burocrática, las grandes empresas, el ejército, los poderosos sindicatos. Para soslayar esas murallas, a los desamparados no les queda más recurso que lanzarse a la economía paralela, es decir, la economía real.
Esto es así en el Tercer Mundo, pero no sólo en el Tercer Mundo. Echemos, también, una ojeada en derredor nuestro, muy cerca de nosotros, en los países desarrollados. La importancia de la economía subterránea italiana es conocida, incluso está catalogada y calculada en los muy oficiales informes periódicos de la CENSIS (Centro Studi investimenti sociali). El caso español no es menos claro. El gobierno de Felipe González hizo establecer en 1986 un informe reagrupando los resultados de investigaciones llevadas a cabo a petición suya por cinco institutos privados de investigación social y económica. Esa tarea exigió 64 000 entrevistas individuales. De ella resulta que en España había entonces por lo menos 300 000 pequeñas empresas clandestinas, cuya cifra de negocio anual podía evaluarse en tres billones de pesetas, es decir, la cuarta parte del producto nacional bruto real. En ciertas regiones —Andalucía, Levante— la economía sumergida alcanza el 40% de la producción. Estas cifras indican que el paro real es afortunadamente inferior al 21,5% de las estadísticas oficiales. Además, desde el momento en que el sector informal asegura el 25% del PNB, y hasta el 60% y el 70% en el Tercer Mundo, ya no se le puede atribuir exclusivamente a las maniobras de los grandes capitalistas y al deseo de algunos pequeños tramposos de defraudar al fisco y de eludir las cargas sociales. Es irresponsabilidad intelectual, periodística y política negligir estudiar las causas profundas de esa economía clandestina y sus consecuencias positivas para los más desfavorecidos, que el Estado abandona. Ciertamente, la economía subterránea española debería pagar teóricamente centenares de miles de millones de pesetas al fisco cada año. Falta de ingresos terrible, pues, para las finanzas públicas. Pero, como deja entender el informe, tanto en España como en Perú e Italia, si se gravara normalmente a las empresas frágiles del sector subterráneo, no pagarían: desaparecerían. El fisco y la Seguridad Social no ganarían, pues, nada con ello, y la sociedad saldría perdiendo en proporciones trágicas. Por consiguiente, la verdadera pregunta que debe plantearse el legislador es saber por qué razón hay unas leyes y una reglamentación tales que una parte considerable de la producción nacional estaría condenada a muerte si se aplicaran. ¿Qué es lo que está mal, en este caso, y qué es lo que debe cambiar? ¿La realidad o la ley?
¿Por qué, pues, en el artículo de una simple corresponsal, que no es ni una editorialista, ni una propagandista, ni una personalidad política, se encuentran apreciaciones calumniosas sobre un escritor desinteresado? ¿Y de todo, salvo información sobre Perú? ¿De dónde procede esa represión de la verdad? ¿Del deseo de defender el mito según el cual el liberalismo es la derecha y el socialismo la izquierda? La lectura de los clásicos del liberalismo y la experiencia histórica nos llevan a reconsiderar esas ecuaciones simplonas. He aquí por qué, sin duda, los socialistas prefieren abstenerse de saberlo. No consideran sin dolor que el socialismo pueda agravar la pobreza, las desigualdades, la arbitrariedad estatal. El actual sistema de defensa socialista consiste en decir: el liberalismo suprime toda solidaridad social. Lo que es falso: ¿qué sociedades han inventado los medios perfeccionados y costosos de protección social de que gozamos, sino las sociedades liberales? A continuación los socialistas distinguen: sí al liberalismo político, no al liberalismo económico.
Esto ya no es solamente falso, es absurdo. Basta, además, con leer a Marx para comprenderlo. Porque, ¿cómo se puede retirar, ya la totalidad, ya la mayor parte del poder económico a la sociedad civil para entregarla al Estado y, sin embargo, esperar que los ciudadanos resistirán a los abusos del poder político? ¿De dónde iban a sacar los medios cuando se los acaba de desalojar precisamente de las plazas fuertes de su autonomía? Así, los autores liberales han sostenido siempre (¿es ése el secreto vergonzoso que los socialistas quieren a toda costa esconder?) que la verdadera frontera entre izquierda y derecha pasa entre los sistemas en que los ciudadanos conservan lo esencial de la decisión económica y los sistemas en que la pierden. El intervencionismo económico reduce siempre las libertades políticas, aunque sean las simples «franquicias» del Antiguo Régimen.
En su Estado omnipotente[43] Ludwig von Mises, uno de los grandes economistas vieneses emigrados a causa del nazismo, se divierte en relacionar las diez medidas de urgencia preconizadas por Marx en el Manifiesto comunista (1847) con el programa económico de Hitler. «Ocho sobre diez, de esos puntos —observa irónicamente Von Mises— han sido ejecutados por los nazis con un radicalismo que hubiera encantado a Marx».
Es el caso, en particular, porque es de lo que hablamos a propósito de Vargas Llosa y de Alan García, de la centralización del crédito en manos del Estado, arma absoluta grata a los socialistas como lo fue a Hitler y a Mussolini. Porque el nazismo y el fascismo fueron, no lo olvidemos, casi tanto como el estalinismo, celosos nacionalizadores. Tal vez, pensando en todos esos precedentes, Vargas Llosa creyó deber señalar en 1987 como un peligro para la democracia y, en todo caso, un freno para la economía la concentración total del sistema bancario y financiero en las manos del Estado, y más aún, en tal caso, en un Estado roído por la corrupción. Se ve con este ejemplo cómo un periodista puede, a finales del siglo XX, en uno de los mejores diarios del planeta, escribir un artículo sin ocuparse de la información, ni de la que procura la actualidad, ni de la que viene de la historia.
Esa actitud no supondría nada de extraño, estaría acorde con la lógica, si Le Monde, o cualquier otro periódico de calidad (que podría ser el Guardian, el New York Times, El País o La Repubblica), fuera un periódico de combate, al servicio del colectivismo totalitario. ¡Pero ése no es el caso! Si se acorralara a los responsables del periódico a preguntas, se declararían, también ellos, hostiles al principio de la colectivización integral de los bancos. Entonces, ¿por qué encasillar en la «nueva derecha» a alguien que se opone, como ellos? ¿Por qué tergiversar los argumentos de Vargas Llosa y denigrar su persona si no se cree en la causa en favor de la cual se hace? Sin duda esta inconsecuencia procede de lo que se podría llamar la remanencia ideológica. Ya no se cree en el socialismo, pero se continúa vituperando a los partidarios del capitalismo como si aún tuviéramos algo coherente que oponerle. Esta persistencia de un fenómeno tras la desaparición de su causa es una de las fuentes de la mentira ideológica. Se sabe que el liberalismo no tiene nada en común con el fascismo, ha sido incluso más odiado por éste que el comunismo, pero se obstinan en sostener que el socialismo es el único antagonista verdadero del fascismo. Así, el director de Nouvel Observateur, Jean Daniel, polemiza con Jean-Marie Domenach, antaño próximo al marxismo pero hoy enteramente purgado, por su parte, de esa ideología, y que, con tal título, no dejó de ser acusado de complicidad con la extrema derecha de Jean-Marie Le Pen. Replicando a la protesta de Domenach, Jean Daniel escribe, entre otras cosas: «La derecha liberal lo ha notado bien: Le Pen forma parte de su álbum de familia, de la misma manera que los terroristas italianos han formado parte del álbum de familia de la izquierda marxista».[44] A esa amalgama no le falta habilidad, ya que permite simular la imparcialidad. Es el viejo truco de no dar la razón a ninguna de las dos partes. Pero la comparación salta en pedazos cuando se la calibra con el patrón de los conocimientos históricos y políticos más rudimentarios. La expresión «álbum de familia del partido comunista» fue usada en Italia, en el curso de los años setenta, por Rossana Rossanda, la animadora del movimiento de pensamiento izquierdista Il Manifesto. El argumento tenía sustancia. Recordaba a los comunistas que, si su partido se habría adherido al «legalismo» parlamentario y a la democracia «formal», la doctrina marxista-leninista fundamental decretaba que la democracia burguesa es una engañifa y que la revolución proletaria no puede realizarse más que por la violencia. Por consiguiente —razonaba— son los terroristas de las Brigadas Rojas los que han permanecido fieles a la doctrina de base y no los políticos aburguesados de la dirección del PCI. Éstos, en todo caso, deben, por lo menos, hacer examen de conciencia y reconocer que no se puede ensoñar impunemente una doctrina bolchevique de toma del poder por la fuerza, y luego declinar toda responsabilidad cuando las gentes la aplican. Las Brigadas Rojas se habían, en resumidas cuentas —decía la señora Rossanda—, limitado a tomar al pie de la letra el marxismo-leninismo.
No hay nada de eso en la tradición doctrinal liberal. ¿Dónde se encuentra en los Federalist Papers o en Tocqueville el embrión de una justificación de la violencia de extrema derecha? La bestia negra de Charles Maurras, de Mussolini (supongo que Jean Daniel ha leído al gran historiador del fascismo, Renzo de Felice), de Hitler, era el liberalismo, era la democracia parlamentaria «podrida», todos sus partidos juntos. Los odiaban mucho más que a los comunistas, de los que Maurras decía, con razón, desde su punto de vista: «No son los peores; ellos, por lo menos, no son republicanos». El blanco de los terroristas de la Organización del Ejército Secreto, en Francia, y de los partidarios de Le Pen, durante la guerra de Argelia, eran los gaullistas. Fue a De Gaulle a quien intentaron asesinar veinte veces, nunca a Maurice Thorez ni a Guy Mollet, respectivamente, patrones del partido comunista y del partido socialista. ¿Con qué fin un escritor político como Jean Daniel, evidentemente familiarizado con todos estos datos, puede cometer deliberadamente un contrasentido histórico tan grosero, si no es por las necesidades de la amalgama? ¿Y por qué vulnerar así la moral en provecho de una filosofía política en la cual él ya no cree, sino porque la última objeción de que dispone contra los liberales consiste en inventar que se confunden en el origen con los fascistas? Bajo el ascendiente de la remanencia ideológica, no tiene más remedio que forjar ese mito, debiendo para ello prescindir de todas las informaciones que le suministra su memoria y cayendo, además, en un absurdo: porque si el liberalismo y el fascismo fueran la misma cosa y si, por consiguiente, en nuestra época no hubieran existido más que regímenes fascistas y regímenes socialistas, no se ve muy bien adonde habría ido a refugiarse la libertad en el siglo XX. Si ella, a pesar de todo, ha conseguido sobrevivir, se debe justamente a la resistencia de regímenes que no fueron ni socialistas ni fascistas y que son, en definitiva, aquellos de los que la humanidad debe avergonzarse menos.
Nos encontramos aquí ante el caso extremo de ideólogos que ya no creen en su propio mensaje ideológico. Pero no vayamos a imaginarnos que se vuelven por ello menos intolerantes. Muy al contrario. Una escuela de pensamiento que sabe que está en decadencia lucha aún más ferozmente para conservar su identidad. Conscientes de la debilidad de su posición, los ideólogos de izquierda aumentan su astucia y su aspereza para defenderla. Se ven aún más obligados a ello porque huyen del terreno de la información y la argumentación, en el que se saben anticipadamente vencidos. No se baten más que por un fondo de comercio intelectual, pero lo perpetúan con un salvajismo aumentado por la pérdida de su sinceridad. En los análisis generales se leen a menudo textos socialistas que podrían firmar los más exigentes liberales. Pero el abandono de los dogmas teóricos hace más imperioso exterminar al adversario, ya que no se le puede refutar. Jacques Julliard, editorialista, también, en el Nouvel Observateur al lado de Jean Daniel, escribe en un excelente libro[45]: «La izquierda [francesa] obtuvo su victoria [en 1981] cuando ya evolucionaba en plena derrota ideológica». Más adelante: «La utilidad social de las nacionalizaciones ha resultado ser más o menos nula». Julliard observa además con una irónica crueldad que «hoy los socialistas descubren la socialdemocracia, pero que es demasiado tarde». Raros son los liberales que se permiten tan severos juicios. Los estadistas de izquierda, a su vez, rivalizan con sus intelectuales para discutir los viejos principios. Casi no se puede abrir un periódico, a partir de 1982 o 1983, sin leer, por ejemplo: «Argentina: el presidente Alfonsín echa las culpas al sector público» (Le Monde, 30 de noviembre de 1986). O bien: «Rajiv Gandhi pronuncia una violenta diatriba contra cuarenta años de gestión socialista» (ídem, 1.º de noviembre de 1986). A menos que no sea el jefe del gobierno socialista español, Felipe González, quien declare: «Los apelativos de liberal, socialista y conservador están carentes de contenidos»[46] Las frases de ese estilo abundan. Renace, pues, al leerlas, la esperanza de un diálogo, por fin, civilizado.
¡Quimera! Es precisamente porque los acontecimientos han arruinado su doctrina que los socialistas y los «liberales» norteamericanos protegen tan duramente su identidad cultural. Esta protección consiste, en Francia, en confundir con la extrema derecha a todos los ciudadanos que no son asimilables a la «sensibilidad» de izquierda. Tal es el motivo por el cual el período de la ocupación ha vuelto a ser, sobre todo después del proceso Barbie, la referencia obligada. A él se reducen y en él se incluyen a todos los que no comparten las ideas de la izquierda o, por lo menos, sus temas de propaganda. Sin embargo, la mayoría de ciudadanos en todos los países de Europa donde se han celebrado elecciones en 1986, 1987 y 1988, han votado contra la izquierda, o, como en España y en Francia, por una izquierda más liberal que socialista. ¡Ello representa, verdaderamente, muchos neonazis en Europa, entre la mitad y los dos tercios de los habitantes, aproximadamente! Ese enorme absurdo no incomoda en absoluto a los propagandistas. ¿Todos los que no son de los suyos son nazis? «El gobierno de Jacques Chirac es el más reaccionario que ha conocido Francia desde Vichy», exclama Pierre Mauroy, ex primer ministro socialista, en diciembre de 1986, en el momento en que se desarrollan manifestaciones de estudiantes contra la selectividad en la universidad. Serge Klarsfeld, ese abogado que tanto ha hecho para establecer la verdad histórica sobre las deportaciones a Alemania de judíos franceses o residentes en Francia durante la ocupación, se dirige (en Le Monde del 27 de octubre de 1987) a la Comisión llamada de los «sabios», encargada de preparar un informe con vistas a una eventual reforma del Código de nacionalidad. Recuerda a los «sabios» que en 1941 el «alto comisario de la Cuestión Judía del gobierno de Vichy, Xavier Vallat, rehusó reconocer como franceses a los niños judíos nacidos en Francia de padres extranjeros, lo que motivó la deportación y la muerte de la mayoría de ellos, en 1942». Por consiguiente, está claro que si cuarenta y cinco o cincuenta años más tarde se revisa el Código de la nacionalidad, se convierte uno en cómplice del crimen contra la humanidad de 1942. Las dos situaciones no tienen la menor relación entre sí. Ninguna redada hacia los campos de la muerte amenaza a los africanos y los magrebíes. Nadie ha pensado jamás en rehusar la nacionalidad francesa a sus hijos nacidos en Francia. Se ha sugerido, al contrario, para poner fin a ciertos embrollos, que el interesado, a su mayoría de edad, dé su adhesión definitiva a esa nacionalidad. La sugerencia conlleva objeciones (y ése es el motivo por el cual se nombró una Comisión de los sabios). Pero ¿cómo negar que el aflujo de inmigrados, la frecuencia de los que se van y vuelven, en esta segunda mitad del siglo XX, suscitan dificultades inéditas, en particular con los países de origen? ¿Cómo prohibir a un Estado, en este contexto nuevo, cuando millones de nombres pueden circular con una facilidad antes desconocida, volver a examinar sus normas de concesión definitiva de la ciudadanía? ¿Merece ser comparado con los nazis y los colaboracionistas? Incluso si comete errores, si titubea para encontrar el camino medio entre la candidez y la discriminación, ¿hay que lanzarle el insulto supremo, que, a fuerza de ser maquinal y torpemente balbuceado venga o no a cuento, termina por caer en una paradójica trivialidad que lo convierte en ridículo e insignificante? ¡Es eso, la «banalización»! El trabajo realizado antaño por Serge Klarsfeld le ha ganado la estima de todos, pero no debe servir de excusa para el manejo inconsiderado del ultraje y del chantaje, ni para amalgamas históricas desprovistas de toda seriedad. En suma, las cosas son muy simples. Todos hemos comprendido. Entre 1985 y 1990, en Francia, si se está en desacuerdo, sobre un punto cualquiera con un «hombre de izquierdas», es que se es un nazi. Fuera del socialismo y, para colmo, de un socialismo que ya no sabe cómo definirse, no hay más camino que el hitlerismo, rebautizado hoy «complacencia hacia Le Pen»…[47]
Es curioso ver cómo gentes que condenan con vehemencia los «comportamientos de exclusión» se entregan a ellos brutalmente para condenar de golpe al infierno de los réprobos a quien osa contradecirlos. ¿Cómo reaccionaría Régis Debray, si su apoyo al Frente Farabundo Martí (comunista) de El Salvador le valiera ser comparado por sus adversarios, digamos a Lavrenti Beria, el sanguinario jefe de la policía secreta de Stalin? Toda la izquierda consideraría el procedimiento repugnante, imbécil y risible. Pero cuando ese procedimiento viene de la izquierda, todo va bien. Yo lo preciso otra vez, de la izquierda no comunista, la que proclama periódicamente haber abjurado de las aberraciones estalinistas. Lo que es, a veces, dudoso. Régis Debray no suscita entre los suyos ninguna reprobación cuando, en su libro Les Empires contre l’Europe (1985), compara a diversos autores, demasiado antisoviéticos para su gusto, con… Marcel Déat. Este último, colaborador bajo la ocupación nazi, fue condenado a muerte en la liberación por inteligencia con el enemigo. ¿Qué parecido hay entre un hombre que preconizaba colaborar con una potencia totalitaria por la cual estaba ocupada Francia y los intelectuales que quieren impedir que lo sea un día por otra potencia totalitaria, la Unión Soviética? En un plano ético, en todo caso, la analogía se destruye por sí misma. Pero aquí interviene la acción milagrosa de la ideología. No se basa en el análisis de los hechos. No pudiendo y no queriendo, por otra parte, discutir esos hechos ni responder a los argumentos, Debray recurre a la analogía para ensuciar a los que él no puede refutar. Al mismo tiempo que la percepción de lo real, la ideología suspende el ejercicio de la conciencia moral. Más exactamente, es la ideología la que sirve de criterio para distinguir entre el Bien y el Mal. Bajo su imperio, una baja calumnia, una injuria abyecta, resulta lícita cuando se trata de herir a un recalcitrante. El ideólogo no desea conocer la verdad, sino proteger su sistema de creencias y abolir, espiritualmente, ya que no puede hacer nada mejor, a todos los que no creen lo mismo que él. La ideología se fundamenta en una comunión en la mentira, implicando el ostracismo automático de quienquiera que rehúse compartirla. Ésa es la razón por la cual implica simultáneamente la suspensión de las facultades intelectuales y del sentido moral. Además de su infamia, en efecto, la referencia a Marcel Déat se distingue por su idiotez. Pero Debray no es idiota. Es preciso, pues, que su inteligencia esté obturada. Se ve bien, ciertamente, el pretexto de su analogía. Marcel Déat justificaba la colaboración por la necesidad de la «cruzada antibolchevique». Ergo; todos los antisoviéticos son pronazis. Aquí volvemos a encontrar a nuestro viejo amigo, el paralogismo que infiere de un solo punto común que todos los demás lo son, cuando el mismo punto común no es sostenido por las mismas razones por todos los que lo adoptan. Los estudios superiores de filosofía que hizo Régis Debray excluyen que haya podido cometer a sabiendas un tan grosero error de lógica formal. Ha errado bajo el imperio del infarto ideológico, más extendido aún que el de miocardio. Añado que una dosis modesta de conocimientos históricos, presentes sin duda al principio pero desaparecidos bruscamente de su memoria, habría debido ponerlo en guardia contra esa comparación, en realidad peligrosa para su tesis. Pues Marcel Déat era socialista, no cesó jamás de proclamarse socialista, y, como muchos socialistas del período comprendido entre ambas guerras, era sobre todo pacifista. Fue el pacifismo lo que lo indujo insensiblemente a la colaboración, después de haberle incitado, en enero de 1936, como ministro del Aire, a oponerse a una intervención militar contra Hitler que acababa de reocupar Renania. Como Debray, catedrático de filosofía y socialista como él, Déat ilustra un caso puro de hombre al que sus grandes medios intelectuales y sus excelentes intenciones conducen, por una concatenación de argumentos abstractos cada vez más separados de la experiencia, a una política que constituye la negación completa de sus objetivos primarios. Es una de las más instructivas víctimas del extravío ideológico. Inconsecuente furriel del totalitarismo, promotor de una tiranía como barrera contra otra, si Déat es el precursor de una corriente de los años ochenta, lo es de la corriente de los «verde» alemanes o de los firmantes franceses del «llamamiento de los Cien», lo que no quiere decir que yo amalgame por ello a éstos con Déat.
La ideología funciona como una máquina para destruir la información, incluso a costa de las aseveraciones más contrarias a la evidencia. Cuando Régis Debray declara, por ejemplo, en 1979, que «la palabra gulag es impuesta[48] por el imperialismo» («imperialismo» significa, para él, imperialismo americano, por supuesto), asistimos, en el futuro consejero diplomático del presidente de la República francesa, al proceso de inversión de la realidad, típico de la ideología. Transforma el efecto en causa. Si hay gulag, según él, no es porque Lenin y Stalin lo crean: es porque el «imperialismo» usa la palabra, por lo demás forjada por la administración penitenciaria soviética.
Muchos ideólogos occidentales defienden el principio del socialismo con mucho más ardor que los mismos dirigentes comunistas. Jruschov, Gorbachov, Deng Xiaoping formulan contra las mil y una plagas de sus economías comprobaciones y críticas de una crueldad que supera a veces a los epigramas más burlones de los «reaccionarios» de Occidente. El libro de Mijaíl Gorbachov, Perestroika, publicado en Occidente a finales de 1987, es, en ciertos pasajes, una requisitoria de las más mordaces que he leído contra la esterilidad de la economía soviética y sus ridiculeces. En sus días de cólera, Castro ha llegado a pintar públicamente un cuadro desolador de la penuria y de la ineficacia «revolucionarias». En cambio, yo he oído al arzobispo de Toronto, entre otros buenos apóstoles, en el verano de 1987, describir a Cuba como un Eldorado, una Suiza del Caribe. Esas disonancias proceden de que los dirigentes comunistas se enfrentan con las realidades, por mucho que puedan desear eludirlas, mientras que los ideólogos, aunque sean eclesiásticos, se mueven entre la futilidad de las palabras y la ingravidez de lo irreal. Los dirigentes mienten, ciertamente, e incluso todo su sistema reposa sobre la mentira. Hacen la guerra a la información durante decenas de años. Luego, un buen día, se ven forzados a confesar, ellos mismos, públicamente, lo que todo el mundo sabía desde hacía tiempo (salvo los ideólogos occidentales). Éste es el sentido exacto de la palabra glasnost: decir oficialmente lo que todo el mundo sabía. Los dirigentes se resuelven a ello cuando ya no les queda otra opción más que entre la franqueza y el hundimiento. Felipe González tiene razón en usar la ironía, en 1987, con los sectarios marxistas del partido socialista español, que le reprochan su política demasiado liberal, al responderles que esta política es, aunque no les guste, «avalada» por Gorbachov y Deng Xiaoping.[49] Por supuesto, estos últimos están paralizados por una contradicción interna, ya que quieren curar las enfermedades de la economía perpetuando el sistema político que es causa de aquéllas. Pero, en fin, incluso esta contradicción es un dato real. Contrariamente, los ideólogos no deben ocuparse más que de sus propias abstracciones, las cuales no encuentran ninguna resistencia, si no es la de la información, que, precisamente, ellos abolen con «el maravilloso poder de la virtud mágica».[50]
En los países desarrollados, la «virtud mágica» impulsa a alabar con persistencia una doctrina socialista que, sin embargo, ya ningún socialista, en función de actor social o económico, propone explícitamente aplicar. La mentira ideológica consiste, en este caso, en proseguir las viejas diatribas contra el capitalismo, aun a sabiendas, desde que se ha tomado conciencia de la inanidad del socialismo, que no hay nada para sustituirlo. «Herir al capitalismo en el corazón», ese eslogan de François Mitterrand[51] suena hoy día singularmente hueco y casi no tiene, ya, adeptos.
A propósito del Tercer Mundo, la destrucción ideológica de la información se hace aún más patente, pues implica la falsificación o la negligencia deliberadas de cifras notorias, fácilmente accesibles, y que todos conocen o pueden procurarse. ¿Cómo reaccionaría la prensa si en un debate público un ministro, un obispo, un gran intelectual afirmaran que Francia tiene cinco millones de habitantes, que la renta anual media per cápita en los Estados Unidos es inferior a 1000 dólares, o que el nivel de vida alemán no ha cesado de degradarse desde 1945? Pues bien, son, no obstante, ineptitudes de tal envergadura las que se profieren cada día en Occidente, sobre el Tercer Mundo. Son enormidades de la misma índole que demasiados profesionales de la información toman plácidamente al pie de la letra o se abstienen de discutir… cuando no son ellos mismos los autores.
Pongamos un ejemplo que no invita a la broma: el del número de muertos de hambre en el mundo, cada año. Habiendo fracasado en los sistemas comunistas, no habiendo sido nunca experimentado en los países democráticos sin daños irreparables o largos y costosos de reparar, el socialismo marxista no sirve más que como medio retórico para acusar al capitalismo en el Tercer Mundo. El capitalismo engendra de modo constante el genocidio planetario, nos lanzan los tercermundistas. Nosotros, habitantes de las regiones desarrolladas, transformamos en cementerios los países pobres, que sometemos al pillaje y al hambre, lo que equivale a ejecuciones masivas silenciosas y cotidianas, consecuencias y condición de nuestro enriquecimiento. El sociólogo suizo Jean Ziegler ha machacado este sermón sobre la muerte en numerosas obras. Es la última tabla de salvación de la ideología. Pues si es evidente, por desgracia, que el socialismo no salva a nadie, queda el consuelo de que el capitalismo mata a todo el mundo, lo que, para el ideólogo, es, tal vez, lo esencial. Hemos perdido el paraíso: conservemos por lo menos el infierno.
Así, en esta macabra contabilidad, la extravagancia de las cifras rivaliza con la credulidad que las acoge. En un «Club de la Prensa»,[52] Louis Mermaz, personalidad de primer plano del partido socialista y presidente de la Asamblea Nacional desde 1981 hasta 1986, ministro de un gobierno Rocard en 1988, conjura a la prensa a «denunciar esta monstruosidad del sistema capitalista que es el hambre en el mundo y que causa cincuenta millones de muertos cada año, de ellos treinta millones de niños». En enero de 1982, Tierra de los Hombres, organización no gubernamental y organismo de propaganda internacional, difunde por la emisora de televisión francesa Antena 2 una serie de emisiones, en el curso de una semana, cuyo tema conductor es: «50 millones de seres humanos mueren de hambre cada año». En 1984, el Nouvel Observateur[53] consagra al hambre en el mundo una vasta «encuesta» que se inicia con la frase siguiente: «La última guerra mundial causó 45 millones de muertos en cinco años;[54] el mismo número de hombres, mujeres y niños mueren hoy cada año, a consecuencia del hambre». Tomo esas citas de los medios, de comunicación franceses, pero he oído a menudo cifras del mismo orden en debates sobre el Tercer Mundo en los Estados Unidos, en América del Sur, en Escandinavia. Esta aritmética sirve incluso de armamento disuasivo, con frecuencia, para dificultar el debate sobre otros temas. En el curso de una emisión de televisión tratando de libros sobre el SIDA y las epidemias,[55] como los participantes trataban de evaluar el número de enfermos aquejados de SIDA, un médico rompió bruscamente la conversación, diciendo: «De todas maneras no es una cifra muy grande, comparada con esta otra: ¡pensad que 40 000 personas mueren de hambre cada día en el mundo!». Un historiador francés de gran valía, que comentaba en la emisión una obra suya sobre las epidemias a través de los tiempos, Jean Delumeau, profesor en el Colegio de Francia, le dio la razón, moviendo gravemente la cabeza, apoyado por la aquiescencia silenciosa y compasiva de toda la compañía. El médico en cuestión[56] se mostraba, ciertamente, menos hambriento que Mermaz o Tierra de los Hombres, porque 40 000 por día, no da, si puedo expresarme así, más que 14 600 000 muertos de hambre por año: una fuerte reducción.
Es amable de su parte, pero desgraciadamente insuficiente. Como todo demógrafo calificado puede explicárselo a los espíritus curiosos, cada año mueren, en total, en el conjunto del planeta, unos 50 millones de seres humanos. Todos no pueden morir de hambre, ni suponer el 60% de niños, ni pertenecer exclusivamente al Tercer Mundo. La población del mundo se elevaba, en la época en que esas declaraciones fueron servidas al buen pueblo, a aproximadamente 4 700 000 000 de personas, con una mortalidad del 11%, todas las causas, todas las regiones y todas las edades incluidas. En ese total, las muertes causadas directamente por la privación de alimentos oscilan, según los años, entre uno y dos millones. Durante el decenio 1980-1990, casi todas esas víctimas se sitúan en África y, más particularmente, en los países provistos, o afligidos, de un régimen marxista: Etiopía, Madagascar, Angola, Mozambique, a los que hay que añadir Sudán, que no es marxista.
Contrariamente a lo que pretenden los ideólogos, las carestías más asesinas de nuestra época se sitúan en los países comunistas, y no pueden proceder, pues, del capitalismo. De hecho, el gran productor de hambre del siglo XX es el socialismo. Las causas mayores de las carestías contemporáneas son políticas. Entre las más célebres de esas causas políticas figuran la colectivización de tierras en la Unión Soviética durante los años treinta (de cinco a seis millones de muertos en una sola república: Ucrania), el «Gran Salto hacia adelante» de Mao Zedong (varias decenas de millones) o los recientes traslados forzosos de población en Etiopía. Cada vez que se encuentra, verdaderamente, una de esas cifras astronómicas, que esgrimen los hipócritas o los ingenuos, es casi siempre debida a la iniciativa de un poder comunista que, por una acción gratuita, decidida por puro capricho ideológico y sin necesidad económica, consigue batir en un solo país varias veces el récord mundial de muertos por hambre. Cuando en la mayor parte de los países no comunistas, incluida India, considerada todavía hacia 1970 como un caso sin esperanzas, se han podido vencer poco a poco las carestías aumentando la productividad, constituyendo reservas, desarrollando los transportes, paliando las irregularidades climáticas, sólo en los países comunistas o cercanos al socialismo marxista sobrevienen aún catástrofes alimentarias de amplitud medieval.
¡Cuán extraño resulta, pues, ser el caballo de batalla favorito de los ideólogos socialistas y tercermundistas, puesto que, en primer lugar, las muertes por desnutrición en el mundo representan en realidad del 2% al 4% de lo que ellos dicen, y encima ese porcentaje, todavía excesivo, escandaloso, debe ser imputado no al capitalismo, que se quería poner en estado de acusación, sino al socialismo! Entendámonos: el problema del «hambre en el mundo» concierne a muchos más seres humanos de los que mueren directamente de esa plaga. La subalimentación y la malnutrición crónicas afectan a poblaciones inmensas, incluyendo la Unión Soviética (si debo creer a Mijaíl Gorbachov, en quien tengo plena confianza), y determinan una receptividad a diversas enfermedades que abrevian la vida humana. Pero no es de eso de lo que los ideólogos quieren hablar, tanto menos cuando la esperanza de vida, aunque lo ignoren, pero es verdad, ha aumentado desde hace un cuarto de siglo en todo el mundo (salvo en la Unión Soviética: siento mucho parecer ensañarme, pero ¿qué puedo hacer?). Quieren hablarnos y nos hablan efectivamente, no de insuficiencia alimenticia, sino de 50 millones de muertos, lo que tiene un sentido preciso, pero absurdo.
Sin embargo está ahí, en el ejemplo que acabo de tomar entre muchos centenares de otros ejemplos posibles, donde reside el misterio de la inutilidad y del rechazo de la información. Un hombre como Louis Mermaz está equipado a la perfección, intelectual y prácticamente, para informarse, puesto que es, por una parte, catedrático de historia, y que dispone, por otra, como presidente de la Asamblea Nacional en la época en que se expresa, de numerosos colaboradores capaces de prepararle un informe sobre cualquier tema. ¿Cómo puede él articular tales patrañas? Y, suponiendo que haya exagerado conscientemente las cifras por las necesidades de la propaganda, ¿cómo ninguno de los quince o veinte periodistas participantes en el «Club de la prensa» no le contradijo oponiéndole las rudimentarias estadísticas que su profesión le obliga a conocer? ¿Es posible que un profesor del Colegio de Francia, historiador eminente, especialista de la historia de las plagas, por lo tanto de las carestías, no haya tenido en un rincón de su cabeza la información necesaria para rectificar el chiste de un médico equivocado, no ciertamente por incapacidad ni imposibilidad de saber, sino por simple ligereza o por prejuicio ideológico? ¿En virtud de qué inexplicable distracción la dirección de una cadena de televisión omite controlar las cifras falsas que le da Tierra de los Hombres y se las asesta con toda ceguera a millones de telespectadores, sin atraerse, de paso, las protestas de una parte, por lo menos, del público en un país cuyo nivel de instrucción está entre los más elevados?
Se me objetará sin duda que los medios de comunicación tienen por vocación, no hacer un «curso magistral», mediante estadísticas «pesadas», sino emocionar a las multitudes para desencadenar una acción generosa. Argucia falaz, pues ¿acaso hinchar de manera surrealista las cifras no puede suscitar el riesgo de provocar el desánimo? ¿Por qué los ciudadanos de los países ricos han de continuar ayudando al Tercer Mundo si se les machaca que el nivel de vida de este último no cesa de bajar? Desde 1960 hasta 1984, la mejoría de los ingresos reales por habitante ha sido del 22% en África, del 122% en Asia y del 162% en América Latina.[57] Sin embargo, a lo largo de todos estos años los eslóganes que han triunfado imponen la creencia de que «las diferencias aumentan» y que «la miseria empeora» de hora en hora. La tendencia a la solidaridad se mantiene por el sentimiento de que tiene por lo menos una pequeña posibilidad de ser útil. Ante algunas «bolsas de hambre» donde se hallan en peligro de muerte uno o dos millones de nuestros hermanos humanos, el público de los países ricos se dice que impedir lo peor no es imposible, que es incluso relativamente fácil, que es, pues, un deber tanto más imperioso cuanto que conducirá a los que lo cumplan a resultados concretos. Si nos ponemos a agitar bajo sus narices cincuenta millones de muertes anuales, y hablamos de un maremoto gigante hinchándose a ojos vistas, se siente superado. Una plaga de tal amplitud cósmica desafía a la imaginación y nos hace sentirnos impotentes para remediarla. Esas fantasmagorías estadísticas, lejos de impulsar a la acción, tienen, pues, por efecto imperdonable desmovilizar las energías al describir anticipadamente los socorros como un ridículo mendrugo de pan flotando sobre un océano de cadáveres. El objetivo de los ideólogos, es cierto, no es socorrer a los desgraciados, es abrumar al capitalismo. Los mitos sirven a ese ideal mucho mejor que la verdad.
A propósito del Tercer Mundo, como del mundo desarrollado, observamos la enfermedad que he descrito más arriba: ideólogos que no creen en su ideología, pero que no por ello se baten con menos ardor para defenderla. La izquierda sabe que el socialismo ha fracasado, pero no por ello deja de tratar más ferozmente a los liberales de reaccionarios. ¿Por qué? Los socialistas se han convertido en liberales «pragmáticos», vienen a «meter la hoz en la mies» de los liberales, pero no quieren ratificar su propia conversión. Necesitan, pues, encontrar un medio para marcar la diferencia, proclamando que los liberales se han hecho derechistas; que sólo ellos, los socialistas, han descubierto el liberalismo «de rostro humano». Inclinados hacia el centro, los socialistas mantienen la ilusión de una identidad cultural deportando a los centristas hacia la derecha.
La sorprendente prosperidad y la aparente invulnerabilidad de la mentira ideológica, sobre todo cuando se apoya sobre hechos crudos y no sobre interpretaciones complejas, suscitan pues un interrogante que no deja de tener fuerza. ¿A qué consecuencias prácticas puede conducir la acción de los hombres y de qué sirve el control de la opinión pública sobre esa acción, si una y otra se inspiran en nociones a tal punto alejadas de la realidad? Y ¿por qué sucede así, en un tiempo en que las nociones acordes con la realidad resultan ser, en casi todas las esferas, tan fácilmente accesibles?