El vocabulario político adolece hasta tal punto de rigor que hay motivos para preguntarse si el equívoco y la oscuridad no estarán deliberadamente cultivados y mantenidos. A propósito de una materia en la que reina tanta confusión en las cosas, ¡qué pocos esfuerzos se han hecho para introducir por lo menos un poco de claridad en las palabras! Así, los vocablos liberal y liberalismo significan a un lado del Atlántico exactamente lo contrario de lo que significan en el otro; igualmente, en América del Sur lo contrario que en América del Norte. En Europa y en América Latina, un liberal es el que reverencia la democracia política, o sea, la que impone límites a la omnipotencia del Estado sobre el pueblo, no la que la favorece. Es, en economía, un partidario de la libre empresa y del mercado, o, en pocas palabras, del capitalismo. Es, en fin, un defensor de los derechos del individuo. Cree en la superioridad cultural de las «sociedades abiertas» y tolerantes. En los Estados Unidos, un «liberal» es todo lo contrario: sostiene la intervención masiva del Estado en la economía y en la redistribución autoritaria de las riquezas, y simpatiza más con los regímenes socialistas que con el capitalismo, en particular en el Tercer Mundo. Un «liberal» norteamericano se inclina por la tesis marxista sobre el carácter ilusorio de las libertades políticas cuando la igualdad económica no las acompaña. Un «radical» norteamericano es, por su parte, un émulo de nuestros revolucionarios violentos, y no de nuestros radicales europeos o argentinos, gentes de negociación y de compromiso. Un radical norteamericano es un «liberal» que se convierte en adepto de la violencia. Los «liberales» norteamericanos, sobre todo en las universidades, durante años han cerrado los ojos a las violaciones de los derechos humanos más elementales por Fidel Castro, y luego por los sandinistas. En pocas palabras, se parecen a la izquierda marxista de Europa, a los extremistas del partido laborista británico, a los sectores prosoviéticos, aunque antiestalinistas, de la Internacional Socialista de los años setenta y ochenta, marcados por la influencia de los Willy Brandt, Olof Palme o Andreas Papandreu. Igual que estos últimos, el «liberal» norteamericano odia a su propia civilización, detesta la cultura occidental y clasifica entre los pecados capitales al «imperialismo», es decir, para él toda tentativa, incluso tímida y abortada, de mantener con vida esta civilización y esta cultura. Todo lo contrario, un «conservador» en América del Norte es en todo punto igual a lo que se conoce por la palabra liberal en Europa y en América Latina, donde, en cambio, un conservador es, como quiere la etimología, alguien que desea conservar en el estado actual lo que existe. Pero como el liberalismo, sea económico, político o cultural, no puede desarrollarse en Europa y en América Latina sin conmociones, puesto que estos continentes han sido modelados, durante varios decenios, e incluso siglos, por el estatismo, el dirigismo, el socialismo, el corporativismo, tanto en la práctica como en la ideología, los liberales en ellas no son, pues, conservadores en el sentido literal, sino reformadores: perturban hábitos anclados e ideas preconcebidas. Serían más bien revolucionarios. El adjetivo «revolucionario» no puede, en efecto, tener un sentido absoluto. No tiene más que un sentido relativo, ya que califica un cambio con relación a un estado dado. Ese estado dado no es el mismo siempre ni en todas partes. Nada es revolucionario en sí. La «Revolución», en China o en Cuba, es sinónimo de orden establecido, de poder situado, el cual se desea inmutable y en perfecto estado de «conservación». Por vía de consecuencia, el término «conservador» no implica tampoco ningún contenido permanente, no ofrece ningún catálogo fijo de soluciones, ya que lo que se trata de conservar o de rechazar no es nunca la misma cosa según las sociedades y los momentos de la historia. ¡Cuán descorazonador es, no obstante, comprobar que, a pesar de los miles de cursillos de «politología» impartidos en el planeta, a pesar de los millones de palabras de comentarios políticos que se escriben y se pronuncian cada día, no conseguimos introducir un mínimo de orden en el vocabulario político más elemental!… Por mi parte —el lector tal vez se habrá dado cuenta—, adopto aquí el recurso que consiste en emplear las palabras «liberal», «liberalismo», «conservador» entre comillas en el sentido norteamericano, y sin comillas en el sentido europeo o latinoamericano.
Ante la vaguedad del lenguaje socialista no es menos fácil dejarse engañar que ante la del lenguaje liberal. En su momento me referiré a la media docena de acepciones del vocablo «socialismo», todas incompatibles entre sí, que empleamos corrientemente, como si fueran intercambiables, lo que acaba por hacerlas ininteligibles. De momento me limitaré a observar, a título preliminar, que todo socialista con el que discutáis rehusará, en general, suscribir explícitamente ninguna definición del socialismo, y recusará la validez de todos los ejemplos concretos de socialismo sobre los cuales le pidáis que se pronuncie. El socialismo es siempre, para vuestro interlocutor, lo que no es, lo que no es «ni esto ni aquello». No está representado por los diversos regímenes, por desgracia imperfectos, que se proclaman socialistas, no es reducible a una u otra de las definiciones que figuran en los buenos autores y los innumerables programas, y que sometéis a su aprobación. ¿Por qué esta evasiva, o esta impotencia? Proceden de la contradicción intrínseca que afecta a toda definición del socialismo así que se pretende precisarla algo. Fundándose el ideal socialista en la ambición de yuxtaponer ventajas incompatibles, no sobrevive intelectualmente más que en la confusión tolerada de los contrarios. He aquí por qué sus campeones retroceden precipitadamente cada vez que perciben una luz demasiado viva y os acusan de mala fe si insinuáis que debieran escoger entre dos o más versiones del socialismo. Los socialistas franceses sostuvieron, en 1981, que las nacionalizaciones eran buenas porque suprimían el provecho; luego, en 1983, que eran buenas porque permitían el provecho. Su doctrina moral sobre el provecho había variado en el intervalo. Pero no sintieron que sólo una de las dos proposiciones podía ser verdadera, y sólo una de las dos auténticamente socialista. Ellos no habían corregido —pensaban— un error: habían «profundizado», ampliado, afinado el análisis. En la fraseología sartriana yo diría que su «elección fundamental» consiste en no elegir y que ellos «existen sobre el modo de la negación». Laurent Fabius, ex primer ministro socialista, declara[23]: «El socialismo no es [soy yo quien subraya] un paisaje fácil de describir que se descubre de una sola ojeada desde lo alto de una colina». Ya lo imaginábamos. La idea de que el fruto de la acción podía preexistir a la acción en forma de paisaje es absurda. ¿Qué es, pues? «Es, dice el señor Fabius, una dirección». ¿Cuál? Misterio.
Del mismo modo, en la mayor parte de los diarios escritos o televisados, Birmania dejó bruscamente de ser socialista cuando el pueblo se sublevó contra el poder y cuando se supo, en agosto de 1988, la amplitud de la catástrofe económica y de la opresión política debidas al régimen. Se describió este último como una «dictadura militar» o, irónicamente, la «vía birmana hacia el socialismo», lo que insinuaba que aquello no era el «verdadero» socialismo. Los especialistas de la prospección repiten, de buena gana, como Jacques Lesourne: «Entramos progresivamente en una sociedad de información». ¿No pecan de optimismo? De comunicación o de transmisión, sí. Pero ¿de información?
No obstante, hay una palabra sobre la cual, al parecer, no existe hoy ningún equívoco, una palabra empleada, según se cree, en el mismo sentido por todos los partidos y en todas las doctrinas, en todas las latitudes: es la voz racismo. Unanimidad tanto más afortunada y oportuna cuanto que el combate contra el racismo, la noción de racismo, su misma extensión a esferas sin relación con las razas y las etnias (se habla de «racismo» antihomosexual, o antijóvenes o antiviejos); la reprobación antirracista, universal y vehemente, la subordinación a esta prioridad de casi todas las demás consignas, la reducción al racismo de casi todas las violaciones de los derechos del hombre, han conferido a este problema un poderío emocional e ideológico preponderante, en el final del siglo XX. El racismo ha relegado al segundo rango casi todas las otras causas humanas.
Si se admite que el respeto a la persona humana y el deber de tratarla «siempre como un fin y nunca como un medio» pueden, en efecto, proveer la base de una moral universal y, en política, de un principio internacional, se puede entonces con razón y se debe evidentemente considerar la lucha contra el racismo como esencial en la defensa de los derechos del hombre. Pero la tendencia que prevalece en nuestra época es la de tener por graves las violaciones de los derechos del hombre sólo cuando contienen un componente racista. Sin embargo existen numerosos casos de atentados a la dignidad humana, de persecución incluso de exterminio, que tienen causas muy diferentes al racismo; que proceden, por ejemplo, del fanatismo religioso, como en el Irán de la «revolución islámica» de Jomeini, o del fanatismo ideológico, como en la China de la revolución cultural o en la Camboya de los khmers rojos. Si la esclavitud moderna, en América del Norte y del Sur, fue alimentada por la trata de negros, en cambio la esclavitud en el mundo árabe, dentro del mundo negro en la misma África, en la Antigüedad europea, luego la servidumbre en la Edad Media y hasta mediados del siglo XIX en Rusia presentaban poco o ningún aspecto racista. Los esclavos o los siervos, en numerosos países y en las más diversas épocas, han pertenecido en la mayoría de casos a las mismas razas que sus amos o señores. ¿Eran menos dignos de lástima? Aristóteles juzgaba al esclavo inferior, por su esencia, al hombre libre, aunque uno y otro, lo más a menudo, fueran griegos o, por lo menos, el esclavo, aunque procediera de algún pueblo vencido, no se distinguiera en absoluto del griego por el color de su piel. ¿Merece por ello la tesis de Aristóteles nuestra indulgencia? ¿La relegación del esclavo al rango de subhombre se convierte en aceptable cuando no se opera según un criterio racista? Si la reducción a la esclavitud, durante la trata de los negros, adopta un carácter doblemente odioso por su racismo, continúa siendo la misma esclavitud lo que constituye lo esencial del delito de atentado a la dignidad humana. Si los blancos se hubieran limitado a despreciar abstractamente a los negros, quedándose en su casa y dejándolos a ellos en la suya, el daño hecho a los africanos, reconozcámoslo, aunque existiera moralmente, habría sido menos grave en la práctica y más fácil de corregir después. Si el racismo es una violación de los derechos del hombre, todas las violaciones de los derechos del hombre no se reducen al racismo.
¿De dónde viene que sólo cuentan, según parece, y son juzgados abominables los atentados contra la libertad y la dignidad que se inscriben o pueden inscribirse en el catálogo de los comportamientos racistas? En el plano internacional se ha llegado así, durante los años ochenta, a hacer de Sudáfrica el gran réprobo y, por así decirlo, el único culpable del mundo contemporáneo. En la cumbre de los siete países más industrializados, en Venecia, en junio de 1987, el jefe de la delegación canadiense definió el apartheid como «the most important human rights issue of our time, «el problema de derechos del hombre más importante de nuestra época». Pero si es un problema, en efecto, muy grave, una forma de maltrato inexcusable e insoportable, pueden citarse muchos otros que lo son tanto, e incluso más: por ejemplo, los 600 000 boat-people vietnamitas muertos en la mar desde 1980, de los cuales el 40% eran niños. ¡Sin embargo, los países industrializados aplican sanciones económicas a Sudáfrica y conceden, en cambio, ayudas económicas y créditos a Vietnam! ¿Qué valor puede, pues, tener una filosofía de los derechos del hombre que no es universal, es decir, que se aplica a ciertos hombres y no a otros? ¿Acaso no cae, a su vez, en el pecado de discriminación racial, por otra parte tan vigorosamente reprobado? ¿Por qué el apartheid se ha convertido en el supremo pecado contemporáneo, hasta el punto de aparecer a menudo, sin venir a cuento, en discusiones cuyo objeto no tiene nada que ver con esa aberración? Así, la noche de las elecciones generales británicas del 11 de junio de 1987, un inglés negro, laborista, que acababa de ser elegido diputado por el condado de Brent, comentó su victoria declarando en la BBC: «Brent no será libre mientras Sudáfrica no sea libre». ¿Qué tiene que ver Sudáfrica con las elecciones inglesas? Si ese diputado quiere decir que la señora Thatcher se ha equivocado al oponerse a las sanciones económicas contra Sudáfrica, que demuestre su tesis. Pero incluso si logra convencernos, no habrá demostrado al mismo tiempo que el Reino Unido no es libre. ¿Tiene sentido la frase cuando siempre ha habido pueblos libres y pueblos que no lo son, lo que no impide a los primeros serlo? No obstante, si admitimos la validez de esta aseveración en el sentido muy metafísico de que ningún hombre es verdaderamente libre mientras no lo sean todos, ¿por qué citar sólo a Sudáfrica como ejemplo de país privado de libertad? Varios ejemplos más de sociedades esclavas actuales podrían venir a la mente. ¿Por qué, en el primer plano de la elocuencia ideológica contemporánea, Sudáfrica, aunque sin rival en el arte de oprimir, vuelve con una frecuencia tan repetitiva y obsesiva? Si ella viola indudablemente los derechos del hombre, la República Sudafricana no es, sin embargo, la única en hacerlo, ni muchísimo menos. ¿Por qué es, pues, casi la única en sufrir el oprobio?
A ese privilegio se le descubre una causa general y una particular. La causa particular se relaciona con la importancia económica y la situación geoestratégica excepcionales de Sudáfrica. Convertida ya desde 1975 en una potencia africana de primer rango, la Unión Soviética trata de conseguir que la conquista del poder por los negros sudafricanos se efectúe en beneficio exclusivo del African National Congress (ANC), prosoviético desde el principio, del mismo modo que en Namibia lo es la SWAPO (South-West Africa’s People Organisation). La ANC podría, en la futura República Popular del África del Sur, desempeñar el mismo papel que el DERG de Mengistu en Etiopía. La Unión Soviética, apoyada por sus numerosos enlaces, conscientes o inconscientes, efectúa, pues, a propósito de Sudáfrica, en el mundo entero un trabajo de propaganda que es para ella de simple rutina; un trabajo en el que tiene una larga práctica y en el que ha experimentado muy pocos fracasos. Ello consiste en concentrar sobre el apartheid toda la indignación disponible en el planeta, describiéndolo como el mal absoluto, el mayor azote y una plaga tan incurable que no se podría osar, sin faltar a la decencia, plantear siquiera la cuestión del régimen que le sucederá. ¿Será democrático o totalitario? Si la Unión Soviética gana, si el curso actual prosigue, será ciertamente un régimen totalitario en el que los derechos del hombre serán todavía más violados que bajo el apartheid. Pero cuando se den cuenta, ello será indicio de que ya está sólidamente implantado. La izquierda y los «liberales» entonces reconocerán consternados su carácter totalitario. También ellos tienen una larga experiencia de tales desenlaces, y se consuelan. Su ardor en instarlos con sus deseos, incluso en provocarlos, corre parejas con su rapidez en olvidarlos cuando llega la hora de evaluar las consecuencias de las posiciones tomadas en el pasado. En la misma África la condena del apartheid es casi el único tema sobre el cual los Estados africanos llegan a ponerse de acuerdo cada vez que tiene lugar una cumbre de la OUA (Organización de la Unidad Africana).
No obstante, la causa particular y coyuntural que constituye el interés soviético en el estréllate del apartheid no sería tan poderosa si no se sirviera de una fuerza suplementaria de otra causa más vasta y general, en la que se enraíza y que le comunica un prodigioso impulso. Esta causa general consiste en que no sólo reducimos casi todas las violaciones de los derechos del hombre al racismo, sino que reducimos todo el racismo al de los blancos contra las otras razas o etnias.
Para permanecer en el marco de África, las violaciones de los derechos del hombre, las persecuciones, incluso los exterminios perpetrados por negros contra otros negros, desde, aproximadamente, 1960, al principio del acceso a la independencia, han causado un número de muertos e infligido una cantidad de sufrimientos que sobrepasan en mucho las maldades y los crímenes de la opresión blanca en Sudáfrica. Además, esos crímenes negros son muestra, casi todos, de lo que llamaríamos sin dudarlo «racismo» en Europa y en los Estados Unidos, puesto que son cometidos muy a menudo contra una etnia dominada por una etnia dominante. Las explicaciones políticas e ideológicas, sacadas de la retórica occidental, recubren y disfrazan superficialmente conflictos que, en profundidad, oponen a tribus entre sí. Las realidades tribales constituyen un factor de la historia del que la izquierda bien pensante —quiero decir inclinada a idealizar el Tercer Mundo— no gusta que le recuerden su existencia. Por haberlo, no obstante, recordado, con todas las precauciones oratorias posibles, me hice abroncar un día por un auditorio muy tercermundista, en París, en 1985, en ocasión de un debate público sobre «Democracia y desarrollo», en el que participaban también Jean-Pierre Cot, antiguo ministro socialista de la cooperación, Bernard Kouchner, fundador de Médicos sin Fronteras y presidente de Médicos del Mundo, así como especialistas de los problemas africanos. Habiendo tenido la curiosidad de consultar diversos tratados de sociología recientes, en inglés o en francés, me di cuenta de que no había ni un solo capítulo consagrado a la noción de tribu como tal. Igualmente, los diccionarios enciclopédicos se limitan a una vaga definición, se encasillan en generalidades, sin citar los muy numerosos ejemplos históricos y contemporáneos que permitirían una comprensión concreta del fenómeno.
La guerra de Biafra que, a finales de los años sesenta, causó un millón de muertos en Nigeria, tenía por finalidad destruir a los ibos. Ese pueblo deseaba separarse del poder central. En efecto, la partición de los Estados por las tribus dominantes, en la Nigeria recientemente independiente, había sido hecha de manera que impidiera a los ibos aprovecharse de las ganancias del petróleo. Además, Nigeria, el más vasto y más rico de los países del África Negra, como es sabido, brilla por sus actos en el primer rango del racismo. Lo atestiguó, en 1983, la brutalidad con la que su gobierno expulsó, de un golpe, unos dos millones de trabajadores inmigrados en situación irregular, obligados a partir a pie hacia Ghana, Benín, Chad, Níger o Camerún. Varios millares de esos desgraciados perecieron en la ruta por agotamiento. Cuando se sabe las protestas que suscita en cualquier país europeo la expulsión intermitente de unas cuantas decenas de inmigrados desprovistos de autorización de residencia, o la simple comprobación de sus papeles, hay para preguntarse si el amor a los derechos del hombre es realmente su principal instigador. ¿Cómo creerlo cuando se ve a los autores de tales protestas quedarse súbitamente mudos ante unos malos tratos de muy diferente amplitud y de una barbarie mucho peor, si son los negros quienes los infligen a otros negros?
La misma pregunta se plantea cuando se observa Burundi, país de cinco millones de habitantes, regido por un sistema de relaciones intertribales que no se puede definir de otro modo que como un apartheid negro. En efecto, la tribu de los tutsis, que representa entre el 10% y el 15% de la población, domina y despoja de sus derechos a la de los hutus, los cuales son cinco o seis veces más numerosos. El poder político central es un monopolio tutsi. Es una dictadura y además no podría ser otra cosa. Trece sobre quince (en 1987) de los gobernadores de provincia son tutsis, y la totalidad del ejército (96% exactamente).[24] En todas las vías de comunicación soldados (naturalmente tutsis) controlan los papeles de todo campesino (naturalmente hutu) que circula, aunque sin derecho a salir de su «zona de residencia». Burundi actúa, pues, aún peor que la República sudafricana, en la que el famoso pass, o «permiso de circulación», fue suprimido en 1985. En 1972, los hutus intentaron sublevarse. Su revuelta fue aplastada por los tutsis. La represión causó 100 000 muertos. Como hay aproximadamente cinco veces más negros en Sudáfrica que hutus en Burundi, imaginemos, para poner las cifras en proporción, cuáles habrían sido las reacciones de la opinión internacional si los blancos sudafricanos hubieran matado a 500 000 negros en menos de un año. En el caso de Burundi, no sólo el silencio, o, a lo más, una simple mención seca y sin comentarios, sino las grandes conciencias occidentales multiplicaron luego sus testimonios de amabilidad y las ayudas económicas en favor de los tutsis. El presidente François Mitterrand dispensó dos veces la garantía de su presencia y el honor de su visita a esos mayoristas del genocidio: la primera en 1982, la segunda en 1984, con ocasión de la cumbre africana de Bujumbura, de la que hubo motivos para preguntarse más tarde, cuando estalló, en 1986, en París el escándalo llamado de la Encrucijada del Desarrollo, si no había servido para vastas malversaciones de fondos públicos en provecho no de los campesinos hutus, sino de los funcionarios franceses del Ministerio de la Cooperación y de la caja electoral de ciertos socialistas. El tercermundismo bien entendido empieza por uno mismo… Los tutsis reciben de los países occidentales más de 150 millones de dólares de ayuda económica por año (valor del dólar de 1986). Burundi figura incluso entre los favoritos del Banco Mundial y de varios países industriales, a pesar de su pasado algo turbio y de su presente más que curioso, del que los donantes o los funcionarios internacionales que los representan no hablan nunca. Sería desagradable. Prefieren insistir sobre la «eficacia económica» de los tutsis que son, según parece, «buenos gestores», cualidad que observémoslo de paso se puede discutir todavía menos a los blancos sudafricanos, aunque no les sirva de absolución. La Iglesia que, en Burundi, se ha puesto del lado de los desgraciados hutus, como se lo ordenaba el respeto de la caridad cristiana, se ha visto a consecuencia de ello expulsada por el poder tutsi. El gobierno condena al clero como agente del… imperialismo belga. En efecto, en la época de la colonización fue la Iglesia belga quien envió allí más misioneros. Hoy, la radio oficial profiere diatribas cotidianas contra la Iglesia católica. La acusa de haber, con «su dios blanco racista», destruido la «cultura burundiana». (Volvemos a encontrarnos aquí con las ventajas de la «identidad cultural»). Los curas van regularmente a la cárcel (sin que yo haya visto distribuir muchas peticiones en su favor en los medios teológicos occidentales). Las autoridades han confiscado y estatalizado las escuelas cristianas. Han prohibido la misa en los días laborables, porque los hutus carecen del derecho de reunión. Las misas del domingo, únicas autorizadas, se celebran bajo vigilancia militar. No he oído nunca a ninguno de nuestros obispos tercermundistas, europeos o americanos, protestar contra esta persecución, que castiga a un clero católico a causa de sus posiciones valientes en favor de las víctimas de una opresión sanguinaria y reglamentada según criterios netamente raciales. ¿Por qué la noble lucha de monseñor Desmond Tutu contra el apartheid sudafricano es, con razón, considerada eminentemente cristiana, y le vale en el mundo entero su gloria de campeón de los derechos del hombre, consagrada por un merecido Premio Nobel de la Paz, y por qué, en cambio, un velo de silencio cubre al clero burundiano, que se levanta, también, contra su apartheid local y además trata de prevenir el capricho, siempre presto a resurgir en los tutsis, de un segundo genocidio?[25]
¡Oh! Nuestros cruzados del antirracismo digerirían muy bien este nuevo genocidio, tan eufóricamente como el de 1972 y como toda la discriminación burundiana. En cambio, sus delicados estómagos no pueden en absoluto tolerar ni siquiera el pescado importado de Sudáfrica. Me enteré de ello con emoción, leyendo un titular de Ouest-France (4 de agosto de 1987) en forma de anatema fulminado contra «el atún del apartheid». Se dice que Buda era a tal punto sensible a las propiedades morales de los alimentos, que su tubo digestivo fue un día agitado por las náuseas tras la ingestión de frutos que, sin él saberlo, procedían de un robo. Igualmente, nos informa Ouest-France, que un cierto Yves L’Helgoualc’h, émulo del santo asceta y presidente del comité del atún blanco de Concarneau, pedía en agosto de 1987 al secretariado de Estado de la Marina «decretar el embargo sobre las importaciones procedentes de Sudáfrica». Esa medida, argumentaba el virtuoso marino-pescador, «se ajustaría (sic) a las declaraciones francesas hostiles al apartheid». Accesoriamente, «se ajusta» igualmente, y muy bien, al inconveniente de que el atún sudafricano es más barato que el atún francés, lo que lo hace comprar, con preferencia a este último, por las empresas conserveras. En Concarneau, como en la Encrucijada del Desarrollo, la cartera y la fraternidad se llevan bien.
La indiferencia de la opinión internacional ante los crímenes contra la humanidad, cuando son cometidos por africanos en detrimento de otros africanos, explica la sorprendente consideración de que ha gozado durante mucho tiempo en Europa uno de los más siniestros tiranos del siglo XX, Sekú Turé, dictador de Guinea, país al que redujo al hambre y al terror, desde 1959 hasta su muerte, en 1984. Se cuentan por millares las personas torturadas y ejecutadas o condenadas a cadena perpetua por orden de Sekú Turé, incluido, en 1970, el arzobispo de Conakry, un gabonés de nacionalidad francesa. Las purgas del dictador guineano resisten halagadoramente la comparación, si se tiene en cuenta la proporción de la población, con las de Stalin. No era bueno ser ministro de Sekú Turé. La mayoría de individuos a los que se ofrecía este honor escogían prudentemente el exilio preventivo, cuando todavía les era posible, con preferencia a la aceptación, en general propicia a un porvenir macabro. Pues era a hornadas que los colaboradores del jefe guineano eran detenidos, torturados, colgados, fusilados o encarcelados en presidios hasta que les llegaba la muerte. Las cárceles y los campos de concentración guineanos de los que la prensa y las televisiones describieron tardíamente la amplitud y la atrocidad después de la muerte del «presidente», no tenían nada que envidiar a las más seductoras realizaciones de Heinrich Himmler. Sekú Turé, que pertenecía a la tribu de los malinkés, así como, lógicamente, la mayoría de los miembros de sus gobiernos, sentía, por otra parte, una animosidad muy especial contra los peuls, una etnia del desierto. Hizo torturar y asesinar a varios millares infligiéndoles pogroms periódicos. Si no me equivoco, se trata de algo que se parece un poco al racismo. No obstante, Sekú Turé recibió la visita de François Mitterrand, en la época en que el líder de la izquierda francesa estaba aún en la oposición. Convertido en presidente de la República, François Mitterrand recibiría, a su vez, en Francia, en 1982; con todos los honores debidos a sus hazañas, al jefe de Estado socialista guineano, en ocasión de una «cumbre» africana, que fue una cumbre, en efecto, de hipocresía. Como esta virtud no es a fin de cuentas privativa de la izquierda, el presidente Valéry Giscard d’Estaing decidió, por su parte, en 1978, ir en visita oficial a Conakry. Raymond Aron publicó entonces en L’Express un editorial de una vivacidad de tono excepcional en él, para subrayar hasta qué extremo esa visita, consternante desde el punto de vista moral, no se justificaba ni siquiera en nombre de la Realpolitik. Sabiendo que la economía de Guinea estaba en completa catalepsia, Giscard se decía sin duda que había llegado la hora de arrancar a ese país de la influencia soviética y llevarlo otra vez al regazo de la sacrosanta «política africana de Francia». Ése es un ejemplo de los habituales errores de ciertos liberales, que no comprenden nada del funcionamiento del comunismo internacional. Porque cuando un país comunista está arruinado, los soviéticos se apresuran a aconsejarle arrancar a los capitalistas todo el dinero posible. Especulan con la ingenuidad de inocentes palurdos que creen obtener una victoria de seductores, cuando lo único que se les pide es que paguen. Sin embargo, la Unión Soviética conserva en el país sus posiciones políticas y estratégicas. Lenin explicó y aplicó antes que nadie, y muy bien, este método.[26] No sólo los soviéticos no se fueron de Guinea en 1978, sino que todavía están allí en 1988. Explotan en su provecho las minas de bauxita guineanas, que están entre las más ricas del mundo y son el principal recurso exportable del país. Sobre el mineral ejercen un derecho indefinido, a título de reembolso de la «ayuda económica» pasada. Esta ayuda económica costosa y penosa consistió en la entrega de miles de toneladas de chatarra inutilizable, bautizada como «máquinas agrícolaa» entre las que figuraron los célebres quitanieves, cuyas cualidades ecuatoriales notorias divirtieron al mundo entero. Las complacencias de los dos jefes de Estado franceses tuvieron por único resultado que Sekú Turé, cortejado a la vez por los dirigentes comunistas y por los dirigentes democráticos, dispuso, para continuar martirizando a su pueblo, de un poder reforzado por esos apoyos ecuménicos. No sólo los dos presidentes franceses no temieron dar, uno tras otro, la mano a ese repugnante personaje, cuando no habrían recibido ni a un subsecretario de Estado sudafricano, sino que lo hicieron sin provecho alguno, incluso desde el punto de vista de un vulgar maquiavelismo. Por otra parte, el asesino guineano tuvo derecho a escuchar los elogios del director general de la UNESCO, Amadu Mahtar M’Bow, que alabó en él al gran demócrata humanitario y al gran tercermundista progresista. Esta servil y deshonrosa adulación no puede sorprender a nadie, cuando se sabe en qué clase de oficina prosoviética se ha convertido la UNESCO, bajo la dirección del señor M’Bow, durante los años setenta y ochenta. No obstante, aquello fue una traición a la misión de la UNESCO, y de la ONU en general, que no se hubiera debido consentir. Se atribuye a Florence Nightingale la reflexión, llena de buen sentido, de que «hagan lo que hagan por otra parte, lo menos que se puede pedir a los hospitales es que no propaguen enfermedades» («Whatever else they do, hospitals must not spread disease»). Pero, justamente, las organizaciones internacionales, cuya misión es eliminar la miseria y la barbarie, terminan por propagar los males que se supone ellas deben curar. Las ayudas que distribuyen sirven para socorrer menos a las poblaciones pobres que al poder de los dictadores que las reducen al hambre y al vasallaje. Sea por pasión política, sea por miedo a hacerse tratar de racistas, los funcionarios internacionales se convierten en cómplices de la conspiración de los tiranos de los pueblos. ¿De qué sirve indignarse contra los historiadores llamados «revisionistas», que osan afirmar que, según ellos, el genocidio hitleriano nunca tuvo lugar, si luego se considera normal que el director general de la UNESCO sahume oficialmente con incienso a un practicante contemporáneo del genocidio, como Sekú Turé, o el dictador etíope Mengistu, del que el señor M’Bow alabó igualmente, un día, en el marco de sus funciones, las virtudes de hombre de Estado?
Os encontráis al frente de un país totalitario del Tercer Mundo y necesitáis dinero, suministros diversos para cubrir vuestros gastos militares y proseguir la realización de la «revolución». Los países hermanos no son propensos a los regalos y vuestro crédito ante los países capitalistas está en el punto más bajo. ¿Qué hacéis?
Esperáis que empiece una buena carestía, lo que por el efecto esterilizante de vuestra propia política agrícola no puede tardar en producirse, a poco que el cielo venga en vuestra ayuda reteniendo la lluvia. Tres cuartas partes de socialismo y una cuarta parte de sequía bastarán. Cuando el hambre está bien instalada, empezáis por disimularla, durante un año o dos, al resto del mundo, lo que os es tanto más fácil cuanto que controláis todos los desplazamientos de los extranjeros en vuestro territorio. Dejáis que se desarrolle, que aumente, que explote hasta que alcance la amplitud y el horror que conmocionarán a la opinión pública internacional.
En ese momento, dais el gran golpe: ofrecéis un reportaje a un equipo de televisión extranjera. Filma un lote de esos niños descarnados que habéis multiplicado tan sabiamente. Difundido a una hora de gran audiencia por una BBC o una CBS cualquiera, el reportaje sumerge a los telespectadores capitalistas en el espanto y la compasión. En cuarenta y ocho horas aparece en todas las pantallas del planeta. Simultáneamente, y esto es un elemento esencial de la preparación, acusáis vehementemente a los gobiernos capitalistas de haber intencionadamente rehusado o retardado los socorros, porque no querían ayudar a un país «progresista». Esta requisitoria es inmediatamente repetida y orquestada por las organizaciones de izquierda en los países democráticos y por las Iglesias. Los gobiernos occidentales se encuentran, en un abrir y cerrar de ojos, convertidos en los verdaderos responsables del hambre que habéis provocado o agravado. El dinero y los donativos, públicos y privados, afluyen del mundo entero.
Entonces se inicia otra fase de la operación: hay que evitar, sobre todo, que la ayuda llegue a los hambrientos. Esa ayuda la necesitáis demasiado para vosotros, para vuestro ejército, para vuestra nomenclatura, para pagar algunas deudas a los países hermanos y, especialmente, para acelerar la colectivización y la revolución, eliminar a vuestros adversarios, consolidar vuestro poder. Los camiones que se os han dado para repartir cereales servirán para transportar soldados o, mejor aún, para deportar a los campesinos a las regiones de las granjas colectivas, donde morirán, lejos de las miradas indiscretas. Los visitantes demasiado curiosos, proclives a chivarse en el extranjero, en general miembros de organizaciones no gubernamentales (ONG), médicos y demás excitados, serán neutralizados, porque vosotros mismos los acusaréis de haberse aprovechado personalmente de la ayuda. Tratadlos de ladrones, incluso de espías. Como vuestras calumnias contra esos testigos serán apresuradamente propagadas por los tercermundistas de sus propios países, ya no os queda, al expulsarlos, más que devolverlos a su tierra para hacerse despreciar por sus propios compatriotas.
Tras lo cual, una vez hecha una fortuna a espaldas de 1 200 000 etíopes muertos de hambre, el coronel Mengistu Hailé Mariam —pues es evidentemente de él de quien acabo de narrar las proezas— no tenía más que escuchar las ovaciones del Movimiento de los No Alineados, de la Internacional Socialista, de los teólogos de la Liberación y del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Ovaciones acompañadas de algunos miles de cajas de güisqui, compradas con divisas, para que los dignatarios del Partido puedan celebrar honorablemente el décimo aniversario de su revolución, como sucedió en 1984. En 1973, el emperador Hailé Selassié había perdido su trono a consecuencia de una carestía que había causado 200 000 muertos. Los progresos logrados permiten medir la superioridad del socialismo sobre el feudalismo.
El coronel Mengistu se ha limitado a seguir una receta preparada por Lenin en la época de la gran carestía de 1921 en la Unión Soviética, y frecuentemente repetida desde entonces, en particular en Camboya, por el régimen de Hanoi. Pero si Mengistu no ha inventado la receta, ha sobrepasado a todo el mundo en la ejecución.
Nos da náuseas la ceguera voluntaria que han manifestado, ante los crímenes del colegio de dictadores de Addis-Abeba, las organizaciones internacionales caritativas, los funcionarios de la ONU (lo que no puede sorprender a nadie) y la Comunidad Europea. El grito de indignación de Médicos sin Fronteras mereció más oprobio a los que lo profirieron que a los responsables del exterminio. Dos interdictos se conjugaron para engendrar el silencio combinado de los ingenuos crédulos, de los «idiotas útiles» y de los cómplices cínicos: el sempiterno temor de pasar por reaccionario al criticar a un régimen totalitario llamado progresista, y el de parecer racista al condenar la matanza de africanos por otros africanos.
Es a escala planetaria como actúa el desvío de la ayuda humanitaria por Estados despóticos en detrimento de las poblaciones que ellos oprimen. Un médico que ha observado en varios continentes esta malversación gigantesca no duda en hablar de «trampa humanitaria».[27] Uno se aflige tras la lectura de su libro, inventario de las «catástrofes útiles», a veces incluso imaginarias, fundadas en rumores hábilmente esparcidos y, sin embargo, fructíferos. El autor cuenta cómo proceden los poderes o partidos políticos deseosos de adquirir o reforzar el control de las masas; de qué manera se interponen entre las organizaciones humanitarias y la población, e interceptan la ayuda para utilizarla para sus propios fines. Cita el ejemplo de los sandinistas, que, después de la caída de Somoza, para eliminar a los otros partidos políticos y conquistar sin elecciones libres el monopolio del poder, han acaparado, con métodos a veces muy brutales, la ayuda internacional, en particular la de los Estados Unidos (porque hay que recordarlo: los Estados Unidos han ayudado a la nueva Nicaragua, durante sus dos primeros años). A pesar de la ayuda, la penuria en Nicaragua comenzó después de la consolidación de la dictadura sandinista. Así el totalitarismo extiende su imperio gracias al dinero proporcionado por las democracias. El hambre es, verdaderamente, para el socialismo «el capital más precioso».
Si el infierno etíope gozó de la indulgencia y del silencio casi universales, fue a causa de lo que Glucksmann y Wolton llaman la «inmunidad revolucionaria».[28] Pero incluso los raros espíritus que ésta no consigue paralizar, y que han aceptado tomar conocimiento de los hechos, no saben qué conclusión sacar, o entonces llegan a una conclusión contradictoria. Como Bob Geldoff, generoso e ingenuo astro del rock and roll, que, con sus conciertos, ha reunido para los hambrientos de Etiopía millones que los militares progresistas de Addis-Abeba han utilizado para la guerra. Asqueado, desilusionado, enterado de los traslados de población que acaban con los moribundos, Geldoff ha considerado que había que seguir adelante a toda costa.
«¡Habría trabajado incluso en Auschwitz!», ha dicho. ¡Depende de con quién! Se ha hablado muy mal de Band Aid, la organización de Bob Geldoff, a menudo de manera injusta. Esta organización, en efecto, ha intentado, más de lo que se ha dicho, impedir la desviación de la ayuda por los dictadores etíopes. Pero estos últimos fueron más astutos y no les costó mucho engañar a los «blancos buenos», utilizando la ayuda para sus propios fines, que no eran remediar la miseria de la población.
Para colmo, el régimen comunista etíope ha vuelto a empezar, en agosto de 1987, a negar la existencia de una nueva carestía, una más, que estaba en curso de formación en el nordeste del país. Mengistu rechazó como inexactos los primeros informes preocupantes de la ONU sobre la aparición de esa calamidad, alegando que todo iba muy bien. Ahora bien, aunque el público no siempre lo sepa, una carestía presenta unos signos precursores que permiten tratarla en sus orígenes. Es posible detectar el inicio de las condiciones de una carestía, y, en esa fase inicial, se puede llegar a frenarla. Es entonces, pues, cuando hay que apelar a la ayuda internacional; ésta conserva en ese momento todas las posibilidades de ser eficaz. Transcurrida esa fase, cuando la carestía está plenamente instalada, cuando se la ha dejado degenerar en catástrofe, la distribución de la ayuda se enfrenta (sin hablar de las desviaciones) a unas dificultades casi insuperables, pues debe ser cada vez más masiva y cada vez más rápida. La población afectada es cada día más numerosa y está más debilitada por las privaciones. Cuanto más aumenta su necesidad de socorros, menos se logra llevarlos hasta ella, y se acrecientan los despilfarros debidos a la insuficiencia de los medios de transporte, seguidos por la progresión galopante del número de muertos de hambre.
Se puede, pues, sin forzar la expresión, considerar como culpables de crimen contra la humanidad a los dirigentes que, por razones políticas, dejan desarrollarse conscientemente una carestía que terminará por causar decenas, a veces centenas, de millares de víctimas. ¿Qué razones políticas? En primer lugar, la repugnancia a proclamar el fracaso de un régimen y de un sistema, confesando, con una periodicidad poco gloriosa, una crisis de subsistencias. Resulta que los tres países africanos más afectados por la penuria alimentaria, durante la mayor parte de los años ochenta, son los tres países más comunistas y sovietizados del continente: Etiopía, Angola y Mozambique. Ésta es, evidentemente, una mala propaganda para los proyectos de extensión del comunismo, especialmente en Namibia y Sudáfrica. Además, los gobiernos, establecidos por la fuerza y sostenidos por el extranjero, de esos tres países deben hacer frente a guerrillas internas. Dejando que las carestías se conviertan en catástrofes, en detrimento de su población, esos gobiernos suscitan la emoción y la simpatía internacionales, lo que les aporta una legitimidad. La reacción, bien natural, de la opinión mundial consiste en decirse: cuando los niños se mueren de hambre no hay que ser quisquilloso sobre la naturaleza del régimen político. (Este argumento generoso no es válido más que en el caso en que el régimen que presida el hambre sea comunista o socializante, por supuesto). Al mismo tiempo, aprovechándose de la compasión y del descuido universales, los autores de la carestía echan la responsabilidad sobre los guerrilleros que les combaten: en Mozambique, el RENAMO; en Angola, el UNITA. Esta explicación seduce tanto más a la prensa occidental y a las asociaciones de defensa de los derechos del hombre por cuanto esos dos movimientos reciben una ayuda militar de Sudáfrica. Se deduce, pues, que no existirían sin esa ayuda, o dicho de otra manera, que la resistencia al régimen no tiene raíces en el país, que es exactamente la tesis que los comunistas desean acreditar. No vamos a negar que una guerra civil perturba la actividad económica y, en particular, la agricultura. Pero se puede ilustrar con numerosos ejemplos la propensión, ahora ya notoria, de los países comunistas, hoy como ayer, a suscitar artificialmente la penuria alimenticia sin necesidad de guerra civil, por la única acción soberana de las virtudes paralizantes del sistema. Angola y Mozambique, durante los años sesenta y setenta, fueron teatro de una muy larga y muy dura guerra interna de descolonización. Sin embargo, durante ese período nunca cayeron tan bajo como con el comunismo. A pesar de la guerra de independencia y la represión portuguesa, nunca conocieron la descomposición económica integral y la completa desaparición de todos los artículos de primera necesidad, las primicias de las cuales debía reservarles el comunismo.
¡Qué importa! Por lo general, la prensa occidental acepta bastante fácilmente, en cada situación de hambre, la explicación comunista. Tal es el caso, por ejemplo, del New York Times, que titula (31 de diciembre de 1984): «La guerra civil angoleña reduce al hambre un sector fértil».[29] Tesis que absuelve al régimen, y a la cual, a propósito de una nueva carestía, o mejor la misma en estado endémico, suscribe igualmente, dos años y medio más tarde, el Washington Post, con el título: «Angola reconoce atravesar una situación de hambre crítica y solicita una ayuda urgente».[30] Después de haber comprobado que en la ciudad un millón de personas no encuentra ya nada que consumir, el corresponsal del Post nos informa de que «los campesinos rehúsan vender sus productos alimenticios a cambio de dinero angoleño» («Farmers refuse to sell their food for Angolan currency»), porque la moneda local ya no vale nada. Quieren cambiarlos por vestidos, jabón, etc., cosas que los habitantes de la ciudad tampoco poseen. Está, pues, claro que hay productos alimenticios y que la guerra civil no ha arruinado la agricultura. Pero el reportero no relaciona los hechos. Prefiere orientarse hacia la baja del precio del petróleo como causa accesoria, después del UNITA, de la carestía angoleña. Sorprende ver cuán apresuradamente adopta el punto de vista de las autoridades de Luanda. Parece que la capacidad crítica de los periodistas norteamericanos se ejerce exclusivamente con relación a su propio gobierno. Mientras no creen nada de lo que les dice la Casa Blanca o el Pentágono, se creen todo lo que se les dice en Luanda o en Maputo. En la prensa europea no comunista sólo el Guardian los supera en credulidad exterior.
En Mozambique, desde el principio de 1987, un informe enviado por la embajada de los Estados Unidos a su gobierno (que inmediatamente proporcionó una primera ayuda) advertía de la inminencia de una gigantesca carestía. Cuando, poco después, el rumor de ese nuevo peligro se esparció por Occidente, la reacción fue inmediata: el único culpable era el RENAMO (guerrilla anticomunista). Así la BBC, el 10 de mayo de 1987, a las 16.10, hora universal, en un comentario, afirmaba de manera categórica: «La carestía es debida, exclusivamente, al RENAMO». Ese acto de fe en el socialismo mozambiqueño ha debido de hacer reír mucho en el África del Este, donde el BBC World Service es muy escuchado, pero donde, desde 1976, apenas un año después de la toma del poder por Samora Machel (asistido por una importante cohorte de norcoreanos y de alemanes del Este), es decir, mucho antes de la aparición del RENAMO, todo el mundo sabía que ya no se encontraba nada que comer en Mozambique… A veces los milagros socialistas son rápidos.
¿Por qué esta ceguera voluntaria? Porque es preciso que en ningún caso se pueda reprochar a africanos haber hecho morir deliberadamente a otros africanos. Sería racismo. Las matanzas o el hambre deben, pues, explicarse, ya por intervenciones exteriores, ya por malas condiciones naturales. Esta seudoexplicación es, en realidad, la más racista de todas, puesto que conduce a desinteresarse de la suerte de millones de africanos, abandonados en manos de déspotas crueles e incompetentes.
La trágica historia de Uganda proporciona, por lo menos, un ejemplo de la insuficiencia de esta explicación. Uganda era una de las regiones más fértiles de África. El comercio prosperaba gracias a una importante población india implantada largo tiempo ha. Llegó Amin Dada que, en algunos años, exterminó una buena parte de ugandeses, expulsó a los indios (sin el menor racismo, por supuesto), arruinó a la vez la agricultura y el comercio y transformó un país de Jauja en museo de los horrores. Con la mejor culpabilidad del mundo es imposible a un occidental ver en esta autodestrucción africana nada más que un drama estrictamente aborigen, mientras que los otros países africanos han manifestado una abyecta complacencia, e incluso una cierta admiración hacia Amin Dada, durante mucho tiempo. ¿Cómo, en efecto, pudieron los gobiernos del continente, en 1975, elegir a Amin Dada presidente de la Organización de la Unidad Africana, en una fecha en la que no se ignoraba nada de las atrocidades que había cometido? ¿Y qué título moral conservan, después de tal decisión, para erigirse en defensores de los derechos de los negros de Sudáfrica, y sólo de ellos, a decir verdad? Se tiene casi ganas de preguntarse, sin provocación alguna, si esos pobres negros de Sudáfrica no conocen sus mejores años bajo el apartheid que toca a su fin, cuando el mundo entero se pone de su parte, mientras que, más tarde, bajo un poder negro progresista, podrá sucederles cualquier cosa sin que nadie se preocupe por ello. ¡Los recalcitrantes serán entonces tratados incluso de fascistas! ¿Acaso el «progresista» Gadafí no ayudó militarmente a Amin hasta el último minuto?
En cuanto a este último minuto, fue provocado, o precipitado como se recordará, por la intervención del ejército tanzano. Al principio, aquello fue una operación de salubridad humanitaria, a la que Occidente aplaudió. Pero ¿luego? Luego el ejército tanzano se convirtió en ejército de ocupación, pillando, robando, reduciendo al hambre a los ugandeses que quedaban. Tanzania se comportó como conquistadora. Una vez más, se trata de un saqueo puramente afro-africano. El hambre en Uganda ha tenido por génesis no el atraso económico, sino la criminalidad política.
Europa, cuyas luchas suicidas han infligido al planeta dos guerras mundiales, no tiene ciertamente que dar ninguna lección. No es eso lo que yo quiero decir. Quiero decir que las conferencias sobre el Tercer Mundo continuarán destinadas al fracaso mientras sólo se discutan las causas económicas del subdesarrollo, dejando de lado causas políticas a veces más determinantes, que se llaman despotismo, incompetencia, despilfarro, rapiña, corrupción. Porque Bechir Ben Yahmed ya lo dijo valientemente en 1976 en un editorial de Jeune Afrique: «¡Los subdesarrollados no son los pueblos!». Son los dirigentes.
Se comprende que ciertos dirigentes del Tercer Mundo se atengan a la tesis del origen puramente externo del subdesarrollo. Les permite imputar a los desarrollados sus propios fracasos, desviar la atención de su incompetencia y de su rapacidad, y obtener nuevos créditos para perpetuar su ejercicio.
No se trata en modo alguno, en mi parecer, de volver a la tesis que se llamó antaño «cartierismo», del nombre del periodista Raymond Cartier, que preconizaba la suspensión de la ayuda a los países pobres.[31] El mundo industrializado debe enfrentarse a sus responsabilidades, pero sólo a las suyas. La ayuda, que quede bien claro, debe ser mantenida, acrecentada, diversificada. Pero también convertida en eficaz. Y para ello se trata de plantear el problema de las zonas en desarrollo como se plantean los problemas en las otras zonas del mundo. Cuando se habla de inflación y de paro en los países industrializados, se habla de las responsabilidades de los gobernantes de esos países y de su gestión, no únicamente de las fatalidades económicas. Cuando un sector está en crisis en Occidente, la ceguera de los dirigentes de empresa y la imprevisión del Estado son sacadas a la luz. Cuando se habla de la ruina económica de las sociedades comunistas no se omite plantear el problema de la competencia de los gobernantes y del desorden. ¿Por qué la cuestión de la competencia y de la honradez políticas dejaría de plantearse cuando se aborda el Tercer Mundo?
¿Por qué no se examina más rápidamente, por ejemplo, el principio de esas sacrosantas «reformas agrarias», que consisten, siempre, no en distribuir la tierra a los campesinos, sino en colocarla en cooperativas, bajo el control de burócratas urbanos ignorantes y venales, lo que produce un tal desaliento en los campesinos y una tal caída de la productividad que países de agricultura antaño vigorosa se ven reducidos hoy a importar productos alimenticios? ¿Por qué no se evocan las consecuencias funestas de la corrupción?[32] Ella reina en cabeza de innumerables regímenes (y los más «progresistas» no son aquellos en los que se roba menos). ¿Por qué no se la denuncia más abiertamente? ¿Porque somos amigos del Tercer Mundo?
¿Amigos del Tercer Mundo o amigos de los tiranos del Tercer Mundo? Es curioso que los sufrimientos de los pueblos pobres no susciten indignación más que cuando pueden ser imputados a Occidente. Antiguas colonias han sido sustraídas a la dominación extranjera para caer bajo la de tiranos surgidos de sus propios pueblos, y cuyas crueldades y rapiñas parecen, por este hecho, legitimadas por la independencia. Si los gobiernos del Tercer Mundo se emancipan cada vez más de la supremacía política de los países desarrollados, los pueblos del Tercer Mundo están cada vez más avasallados por sus propios gobiernos, la mayoría de ellos creados por la fuerza. El igualitarismo político entre Estados ha aprovechado, sobre todo, a autócratas, a los cuales, por decoro poscolonial, no se quiere pedir cuentas. Logran, incluso con la ayuda de la UNESCO, que no se haga la luz sobre sus actuaciones, que la información «imperialista» sea censurada y alterada en favor suyo.
En Uganda, se pudo fijar el saldo del genocidio del régimen de Amin en una cifra cercana a los 200 000 muertos. Después de la marcha de Amin, más tarde, entre 1980 y 1985, las cifras varían, según los cálculos, entre 300 000 y 500 000 muertos. Según Elliot Abrams, entonces subsecretario de Estado estadounidense para los Derechos del Hombre, habría habido entre 100 000 y 200 000 muertos en el curso de los tres años que siguieron a la marcha de Amin Dada. Proporción brillante, puesto que Uganda cuenta —o más bien contaba— con unos quince millones de habitantes. A pesar de sus talentos autoritarios, Robert Mugabe, en la vecina Zimbabwe, sólo exterminó, en febrero de 1983, unos 3000 ndebelés, nombre de la tribu de su rival político Joshua Nkomo. Ignoro si Mugabe fue asistido en esa tarea por los 600 instructores norcoreanos que el «gran hermano» había colocado junto a él en 1981. Pero cuando pienso en la abundancia de reportajes televisados que abrumaban a los blancos de Rhodesia, durante los años sesenta y setenta, que los presentaban como truhanes, con el fusil en la mano, en sus granjas, apuntando a quienquiera que pensara en atacarlos, me sorprendo de la indolencia de esos mismos medios de comunicación, diez años más tarde, de sus pocas ganas de ir a investigar en el Zimbabwe independiente. Las protestas contra Mugabe emitidas por los defensores habituales de los derechos de (algunos) los hombres no me han ensordecido, después de la matanza de los ndebelés. Pero ni el exterminio de esos ndebelés, ni su dictadura racista, ni la presencia de norcoreanos han impedido a Robert Mugabe triunfar en el papel de huésped de la cumbre de los países llamados «no alineados», en su capital, Harare, en 1986. Pero esa cumbre, en verdad, ¿no ha cumplido su deber esencial al condenar por millonésima vez la «complicidad» de Occidente con el régimen del apartheid?
No entra en mis propósitos alargar hasta el infinito esta rúbrica necrológica africana. Pero tendría el sentimiento de cometer una injusticia si omitiera mencionar a Ruanda, serio competidor de Burundi en materia de matanzas en masa, o las ejecuciones públicas de diversos ministros en Liberia, en 1980, y las de ladronzuelos en Nigeria, casi cada semana. ¿Y cómo, en fin, omitiría rendir el homenaje que se merece el fenomenal Francisco Macías Nguema que, al frente de la Guinea Ecuatorial, desde 1968 hasta 1979 (fecha en la cual fue, él mismo, asesinado) consiguió matar a 50 000 de sus conciudadanos e impulsar a 150 000 a exiliarse? De los 300 000 habitantes con que contaba la minúscula Guinea Ecuatorial, en 1968, Macías se encontró, al final de su reinado, sólo con 100 000 compatriotas. No contento con haber provocado la muerte o la huida de dos terceras partes de sus paisanos, hizo igualmente matar a algunos miles de trabajadores inmigrados nigerianos. Ese elegante escenario se desarrolló bajo la mirada benévola de «consejeros» soviéticos, pues Macías Nguema, también él, había alineado a su país en el campo soviético: hay que recordarlo, o, más bien, hacerlo saber (pues dudo de que la prensa democrática haya dado con frecuencia esta información). Ciertamente, una nación democrática como Francia se equivocó, también, al proteger a un tirano como Jean-Bédel Bokassa en Centroáfrica. Pero, sin excusarla, se puede decir en su descargo que organizó igualmente el golpe de Estado que le derribó, cuando la sanguinaria locura de su pupilo se hizo demasiado patente. Sobre todo, el desgraciado apoyo de Francia a Bokassa le atrajo durante años una tempestad de merecidos vituperios. Sin embargo, no me he enterado de que la comunidad africana o internacional haya dirigido jamás el menor reproche a la Unión Soviética por su apoyo a Macías; ni tampoco, por ejemplo, más tarde, por su apoyo al tirano de Madagascar, un bonito ejemplo también éste de virtuosismo en el arte de promover el hambre y de verter la sangre.
Como decía, se podría enriquecer este cuadro necrológico africano con muchas más pinceladas. Los fragmentos que he reunido me parecen bastar para apoyar sólidas enseñanzas referentes a la idoneidad de la defensa de los derechos del hombre y el papel internacional del antirracismo.
Durante los treinta años que separan 1960 de 1990, el total de víctimas africanas de crímenes contra la humanidad cometidos por otros africanos habrá sobrepasado con mucho el de las víctimas del apartheid. No hay ni comparación posible entre los dos, tanto difieren las cifras por su amplitud y los hechos por el honor.
Esta comprobación no excusa el apartheid, se dirá. Seguro que no, y esto es precisamente lo que yo quiero decir. Porque lo recíproco es igualmente cierto: el apartheid tampoco excusa el resto. A mí también me horroriza el apartheid. Pero las personas que defienden los derechos del hombre en un caso y no en los otros se descalifican a mis ojos por esta misma selección. Los derechos del hombre son universales o no son. Invocarlos en un caso y silenciarlos en otro prueba que se están burlando de ellos, y que se utilizan como armas políticas con vistas a objetivos que les son ajenos. Quienquiera que denuncie sólo el apartheid, aprueba el apartheid. No se lucha eficazmente por los derechos del hombre en Sudáfrica si no se lucha por esos derechos en el conjunto de África, y del mundo. ¿A título de qué los jefes de Estado africanos exigen derechos políticos para todos en la República Sudafricana cuando no los conceden a nadie en sus países? ¿Y qué casi ninguno de ellos ha llegado al poder tras unas elecciones, o por lo menos de unas elecciones que no sean una farsa?
No son, pues, las violaciones de los derechos humanos lo que ellos atacan, ni siquiera esta violación particular que es el racismo de los blancos contra los negros o los árabes, principalmente. O, para ser más precisos, se trata de atribuir al racismo —luego de prohibir— toda aspiración de las sociedades desarrolladas, blancas o eventualmente amarillas, a defender normalmente sus intereses, si esa defensa conlleva oponerse a negros o a árabes, incluso por razones ajenas al racismo. Querer reglamentar la inmigración, controlar la utilización de una ayuda económica, contrarrestar los actos hostiles de un Estado cercano oriental o africano, toda esa actividad política normal sólo podría emanar, se dice, del racismo. Es ahí donde el apartheid, en sí mismo indefendible, es utilizado como una arma internacional en la esfera de la propaganda. Pues basta con asimilar al apartheid todos los comportamientos occidentales que tienen la desgracia de no conformarse con los deseos del Tercer Mundo para desacreditarlos. Hace ya mucho tiempo que el combate contra el apartheid y contra el racismo ha sido desviado de su verdadero destino. Es, a veces, utilizado en Occidente con fines de política interior que no tienen la menor relación con una acción en favor de los negros sudafricanos. Así, el primer secretario del partido socialista francés, Lionel Jospin, a propósito de las manifestaciones estudiantiles de 1986, apostrofó en estos términos al gobierno Chirac: «¿Se quiere seguir los pasos de Sudáfrica, líder de la clasificación de los encarcelamientos?». (Le Monde, 4 de diciembre de 1986). Pues bien, si se produjo la muerte de un estudiante debido a brutalidades policiales inadmisibles, no hubo ni un solo estudiante francés condenado a prisión en 1986; y Sudáfrica, por sombrío que sea su historial, en encarcelamientos y, sobre todo, en ejecuciones sumarias, va muy por detrás de la mayoría de países africanos «progresistas» con los cuales el partido que dirigía en 1986 el señor Jospin mantiene fraternales relaciones. Ya se ve: el apartheid se convierte en este caso en una simple fórmula mágica, un proyectil político que sirve para todo. Para los oprimidos de Sudáfrica propiamente dichos, por supuesto, la utilidad de esa «banalización» es nula.
Repito que el racismo no es, ¡por desgracia!, el único crimen de este mundo. Poblaciones enteras son a menudo exterminadas sin que el racismo tenga nada que ver con ello. Por intolerable que sea el racismo, no es menos cierto que sufrir una desconsideración, aguantar un comportamiento injurioso en las relaciones personales por parte de un racista, en una sociedad de derecho, es menos irreparable para mí, como individuo, cuando soy la víctima, que ser asesinado por un déspota, incluso si el color de su piel es el mismo que el de la mía. En todo caso, prefiero la discriminación sin asesinato que el asesinato sin discriminación. La primera puede corregirse con tiempo y educación, pero no el segundo. O entonces el asesino tendría derecho a exclamar: «Le he matado, ¡pero no ha sido por el racismo! ¡No podéis, pues, reprochármelo!». Si el único crimen considerado en nuestros días como inexpiable es el racismo, ¿debe resultar, y estamos obligados a deducir, que todos los crímenes contra la humanidad están permitidos cuando no han sido inspirados por el racismo? ¿O, más exactamente, por el racismo blanco, el único que se toma siempre en consideración? Y, para decirlo todo completamente, el racismo blanco no es reprensible más que si procede de una sociedad capitalista y democrática. La matanza de asiáticos o de africanos por socialistas europeos está autorizada, igual que la discriminación contra los negros en Cuba. En definitiva, el único racismo es el racismo blanco capitalista.
Este antirracismo discriminatorio se aplica, por otra parte, al mismo pasado. Así, el único tráfico de esclavos sobre el cual se concentra la memoria histórica, con una justa repulsión retrospectiva, es la deportación de los negros a las Américas y a las islas del Caribe. La memoria olvida otro «lugar» del crimen: la esclavitud en el mundo árabe; los quince millones de negros que fueron arrancados de sus aldeas y llevados por la fuerza al mundo musulmán, ya al Magreb, ya al Medio Oriente, desde el siglo XVII al XX. Olvida que en Zanzíbar había, hacia 1860, unos 200 000 esclavos para una población de 300 000 habitantes. Olvida que la esclavitud sólo fue oficialmente abolida en Arabia Saudí en 1962, y en Mauritania en 1981. Digo «oficialmente», porque en la práctica, por ejemplo, en Mauritania todavía existe.[33] Se ha señalado su recrudecimiento en 1987 en Sudán. Al mismo tiempo que se sabía, por un comunicado de la Agencia France-Presse (publicado por Le Monde del 21 de agosto de 1987) que el ejército sudanés acababa de asesinar entre 250 y 600 civiles en el sur del país, se podía leer también que, según el presidente de la Misión católica internacional, monseñor Bernd Kraut, de regreso de Jartum, milicias árabes musulmanas se entregaban al tráfico de esclavos. ¡Qué lástima que esta información no haya llegado de Pretoria! ¡Imaginad qué bonito espectáculo en los medios de comunicación![34] Según monseñor Kraut —cito a la AFP— ese tráfico causa «centenares, incluso miles de víctimas, originarias del sur y, en su mayoría, niños, entre ocho y quince años, cuyos padres fueron muertos en el curso de combates o de razzias llevadas a cabo precisamente por las milicias de la tribu de los rizagat». El prelado añade que esos «niños son vendidos en el norte por la suma de 600 libras sudanesas (1 dólar = 2,50 libras sudanesas) por un niño y 400 libras por una niña».
Como se ve —y ésta será la enseñanza final de este cuadro comparativo en el que, repito, me he limitado voluntaria y provisionalmente a África—, la idea que predomina, cuando las violaciones de los derechos humanos se limitan al racismo, constituye un reflejo totalmente parcial y deformado de la realidad de estas violaciones. La información exhaustiva, o por lo menos aproximada, sobre esta realidad no ha llegado a penetrar la percepción del mundo que tienen nuestros contemporáneos. No puede, pues, dirigir su acción en un sentido susceptible de llegar a mejoras verdaderas, que sustituirían la simple alternancia de las tiranías a que asistimos a menudo.
No fue más que con la civilización griega, luego con Roma y la Europa moderna, como nació un día en una cultura no ciertamente una total modestia, pero sí un punto de vista crítico de sí mismo en el seno de esa cultura. Con Montaigne, por ejemplo, y, por supuesto, aún más con Montesquieu se desarrolla plenamente el tema de la relatividad de los valores culturales. A saber: no tenemos derecho a decretar que una costumbre es inferior a la nuestra simplemente porque es diferente, y debemos ser capaces de juzgar nuestra propia costumbre como si la observáramos desde fuera.
Sólo que en Platón, Aristóteles o, en el siglo XVIII, los filósofos de las Luces (del que forman parte los Padres Fundadores americanos), este principio relativista significa, no que todas las costumbres son iguales, sino que todas deben ser imparcialmente juzgadas, incluida la nuestra. Según ellos, nosotros no deberíamos ser más indulgentes con nosotros mismos que con los demás, pero tampoco debemos ser más indulgentes con los demás que con nosotros mismos. La originalidad de la cultura occidental radica en haber establecido un tribunal de valores humanos, de derechos del hombre y de criterios de racionalidad ante el cual todas las civilizaciones deben comparecer igualmente. No radica en haber proclamado que todas eran equivalentes, lo que supondría no creer ya en ningún valor. El hecho, recuerda Allan Bloom, de que haya habido en diferentes épocas y en diferentes lugares opiniones diversas sobre el bien y el mal no demuestra en absoluto que ninguna de esas opiniones no sea verdadera ni superior a las otras.[35] Desde hace poco prevalece la idea de que debemos prohibirnos criticar, y con mayor razón condenar, toda civilización, excepto la nuestra. Por ejemplo, Bloom plantea a un estudiante el siguiente problemita de moral práctica: «Usted es administrador civil británico en la India hacia 1850 y se entera de que se va a quemar viva a una viuda junto al cadáver de su marido difunto. ¿Qué hace usted?». Después de varios segundos de intensa perplejidad, el estudiante contesta: «Para empezar, los ingleses no tenían nada que hacer en la India». Lo que es defendible, pero no responde a la pregunta y trasluce sobre todo el deseo de evitar, con un subterfugio, condenar un crimen no occidental.
Como de hecho la severidad hacia la civilización occidental no ha disminuido, como esta civilización continúa siendo, para toda alma virtuosa, una presa legítima, resulta que sólo ella recibe ya, de nosotros y de los demás, las flechas de la crítica. Así, el único crimen considerado en nuestros días como inexpiable es el racismo de los blancos. Y debe serlo, a condición de que no se deduzca el corolario de que un crimen deja de ser grave si es perpetrado por miembros de otra comunidad. ¿Por qué va a ser moral fusilar a los homosexuales cuando ello sucede en Irán? ¿Por qué los «liberales» norteamericanos permanecen en silencio cuando el pastor Jesse Jackson llama a Nueva York Hymie Town, la «ciudad judaica»? ¿Porque es negro? ¿Un candidato a la investidura para la presidencia puede permitirse ser antisemita si no es blanco? ¡Qué vocerío se hubiera oído si Le Pen hubiera llamado a París «ciudad judaica»! Cuando Montaigne estigmatizaba con vibrante virulencia las fechorías de los europeos durante la conquista del Nuevo Mundo, lo hacía en nombre de una moral universal, de la que los mismos indios no estaban, a su juicio, dispensados.
Nuestra civilización ha inventado la crítica de uno mismo en nombre de un cuerpo de principios válido para todos los hombres y del que deben, pues, depender todas las civilizaciones con verdadera igualdad. Pierde su razón de ser si abandona ese punto de vista. Los persas de Herodoto pensaban que todo el mundo se equivocaba menos ellos; nosotros, occidentales modernos, no estamos lejos de pensar que todo el mundo tiene razón, salvo nosotros. Esto no es un desarrollo del espíritu crítico, siempre deseable; esto es su abandono total.