El huevo rojo
La granja, que era una extensión del instituto —prácticamente, ella misma un pequeño instituto—, estaba en el extremo oeste de un pueblo llamado Putatoi, al oeste del río Pulmón Norte, a la orilla del arroyo Puta, un alegre arroyuelo que bajaba de la cordillera costera y creaba una galería ribereña de robles en las márgenes aluviales apenas un poco más altas que el resto del valle. Por lo demás, el valle estaba totalmente dedicado al cultivo de arroz; los grandes ríos que llegaban a él desde las montañas de ambos lados habían sido desviados en un elaborado sistema de irrigación, y el ya bajo fondo del valle había sido hecho aún más bajo, hasta convertirlo en un sistema de terrazas anegadas, cada terraza apenas unos dedos más alta que la de más abajo. Todos los diques de este sistema se curvaban, como parte de una especie de tecnología de resistencia contra la erosión hídrica; entonces, el paisaje se parecía bastante al de Anam o Kampuchea, en realidad al de cualquier lugar del Asia tropical, excepto que donde la tierra no estaba inundada, estaba sorprendentemente seca. Hacia el oeste se erguían colinas del color de la paja, formando la primera de las cordilleras costeras entre el valle y la bahía; luego, hacia el este, los enormes picos nevados de las Montañas del Oro se elevaban como un Himalaya lejano.
Putatoi estaba metido en un nido de árboles en esta gran extensión de verdes y dorados. Era una aldea al estilo japonés, con tiendas y apartamentos agrupados junto al arroyo y pequeños grupos de casas de campo que rodeaban el centro del pueblo al norte del riachuelo. Después de haber estado en Pyinkayaing, la aldea parecía pequeña, sin gracia, poco animada, verde, apagada. A Bao le gustó.
Los estudiantes del instituto procedían en su gran mayoría de las granjas del valle y estaban estudiando principalmente para ser agricultores de arroz o administradores de huertos. Las preguntas que hicieron en la clase de historia china que les dio Bao eran increíblemente ignorantes, pero los jóvenes eran alegres y de rostros frescos; no les importaba en absoluto quién era Bao ni qué había hecho en la posguerra. Eso también le gustó.
Los alumnos mayores, los del seminario más pequeño donde se estudiaba historia, específicamente, estaban más interesados por su presencia entre ellos. Le preguntaron acerca de Zhu Isao, por supuesto, y hasta sobre Kung Jianguo y la revolución china. Bao contestó como si se tratara de un período de la historia que él había estudiado mucho y sobre el cual tal vez había escrito uno o dos libros. No les habló de sus recuerdos personales, y la mayor parte del tiempo sintió que no tenía ninguno para ofrecerles. Todos lo observaban muy atentamente mientras hablaba.
—Lo que tenéis que entender —les dijo—, es que no hubo un ganador en la Guerra Larga. Todos perdieron, y nosotros todavía no nos hemos recuperado de ella.
»Recordad lo que se os ha enseñado acerca de ella. Duró sesenta y siete años, dos tercios de un siglo, y se estima que en ella murieron casi mil millones de personas. Pensad en la guerra de esta manera: he estado hablando con un biólogo que vive aquí y trabaja en temas de población; él ha tratado de calcular cuántos seres humanos han vivido en todo el curso de la historia, desde el comienzo de la especie hasta hoy.
Algunos de la clase se rieron de semejante idea.
—¿No han oído hablar acerca de esto? Él calcula que, desde el comienzo de la especie humana, han vivido unos cuarenta mil millones de personas aunque, por supuesto, ese momento aún no se ha definido, así que en realidad esto no es más que un juego. Pero significa que si ha habido cuarenta mil millones de seres humanos en toda la historia, una de cada cuarenta personas que han vivido en toda la historia fue asesinada en la Guerra Larga. ¡Se trata de un porcentaje muy alto!
»Pues bien. Todo el mundo cayó en el caos, y ahora hace ya tanto tiempo que vivimos a la sombra de la guerra que no sabemos cómo se ve la luz del sol a pleno. La ciencia sigue haciendo avances, pero muchos de ellos se vuelven contra nosotros. El mundo natural está siendo envenenado por nuestros grandes números y nuestras rudimentarias industrias. Y si volviéramos a tener otro conflicto, podríamos estar todos perdidos. Vosotros probablemente seáis conscientes, desde luego muchos de los gobiernos lo son, de que la ciencia es capaz de proporcionar muy rápidamente bombas extremadamente poderosas, dicen que una bomba podría acabar con una ciudad, así que esa amenaza también está sobre nosotros. Si cualquier país intenta conseguir esa bomba, todos podrían querer la suya.
»Todos estos peligros inspiraron la creación de la Liga de Todos los Pueblos, con la esperanza de crear un sistema mundial que pudiera resolver los problemas mundiales. Eso se hizo inmediatamente después del esfuerzo del Año Uno, medidas estandarizadas y todo el resto, para formar lo que se ha llamado la cientifización del mundo, o modernización, o programa hodenosauní, entre otros nombres que se han postulado. Nuestra época, de hecho.
—En el islam, nada de esto gusta —señaló un estudiante.
—Sí, esto ha sido un problema para ellos: cómo reconciliar sus creencias con el movimiento cientifizador. Pero hemos visto cambios en Nsara que se han propagado en gran parte de Firanja, y una Firanja unida implica que se ha reconocido que hay más de una manera de ser un buen musulmán. Si el islamismo es una forma de sufismo, que es budista en todo menos en el nombre, y vosotros decís que eso está bien, entonces es difícil condenar a los budistas en el valle vecino. Y esto está sucediendo en muchos lugares. Todas las hebras están comenzando a entretejerse, ¿entendéis? Hemos tenido que hacerlo para sobrevivir.
Al final de esa primera serie de clases, los profesores de historia invitaron a Bao a que se quedara entre ellos e hiciera cursos permanentes; después de pensarlo un poco, él aceptó su invitación. Le gustaba aquella gente y el trabajo que hacían. La mayor parte de los esfuerzos del instituto tenían que ver con la producción de más alimentos, con el intento de que la gente encajara en el sistema natural de la tierra de una forma menos rudimentaria. La historia era parte de esto, y los profesores de historia eran personas amistosas. Además, una mujer soltera de su edad, profesora de lingüística, había sido especialmente simpática con él durante su estancia. Habían cenado juntos algunas veces y adquirido el hábito de encontrarse para almorzar. Su nombre era Gao Qingnian.
Bao se mudó al pequeño grupo de cabañas donde vivía Gao, alquiló una cabaña junto a la de ella que había quedado disponible en el momento justo. Las casas eran de estilo japonés, con paredes delgadas y ventanas grandes, todas agrupadas alrededor de un jardín común. Era un precioso y pequeño barrio.
Por las mañanas, Bao comenzó a cavar la tierra y a plantar verduras en un rincón de aquel jardín central. A través de un hueco entre las cabañas podía ver los grandes robles del valle, más allá los verdes arrozales y la cima aislada del monte Miwok, a más de cien lis de la aldea, al sur del gran delta. Hacia el este y hacia el norte, más arrozales, las terrazas curvándose verde sobre verde. La cordillera costera hacia el oeste, la Montaña del Oro al este. Bao montaba una vieja bicicleta para ir al instituto a dar clase y daba los seminarios más pequeños en mesas de un merendero junto al arroyo, debajo de unos enormes robles. De vez en cuando, solía alquilar una pequeña aerobarca en el aeropuerto que estaba al oeste del pueblo, y visitaba a Anzi y su familia. A pesar de que Bao y Anzi seguían estando distantes e irritables, la repetición de estas visitas finalmente los tranquilizó; en muchos aspectos eran como un ritual agradable. No parecían estar conectadas con los recuerdos que Bao tenía del pasado, sino que eran acontecimientos con contenido propio.
—Bueno —solía decirle Bao a Gao—, bajaré a Fangzhang para reñir un poco con mi hija.
—Eso es; diviértete un poco —decía Gao.
La mayor parte del tiempo, Bao se quedaba en Putatoi y daba clases. Le gustaba la gente joven con sus rostros frescos. Le gustaba la gente que vivía en el grupo de cabañas alrededor del jardín. Tanto en los laboratorios de agronomía del instituto como en los campos experimentales, o afuera en los arrozales y en los propios huertos, el trabajo era sobre todo de agricultura. Ésa era la actividad de aquel valle. Todos los vecinos le daban consejos para que cultivara mejor su pequeña huerta y muchas veces eran consejos contradictorios, lo cual no era algo demasiado tranquilizador puesto que se encontraban entre los más expertos del mundo en el tema y puesto que podría llegar el día en que hubiera más gente que comida en el mundo para alimentarla. Pero ésa también era una lección, y a pesar de que le preocupaba, también le hacía reír. Y le gustaba el trabajo, sentarse en la tierra, desherbar y observar crecer los vegetales. Mirar el monte Miwok a través de las terrazas de arroz. Cuidaba los bebés de algunas de las parejas más jóvenes que vivían en las cabañas, y hablaba con ellos acerca de lo que acontecía en el pueblo, y se pasaba las tardes afuera sobre la hierba jugando a los bolos con un grupo al que le gustaba hacer eso.
Pronto las rutinas de su vida comenzaron a parecer las únicas que Bao conocía. Una mañana, cuidando a una pequeña niña que había cogido la varicela, sentado a su lado mientras ella se bañaba tranquilamente con harina de avena tibia, golpeando estoicamente el agua con sus dedos y gimiendo de vez en cuando como un pequeño animal, sintió que una ráfaga repentina de felicidad lo atravesaba, sencillamente porque era el viejo viudo del barrio, y la gente acudía a él para que cuidara de los niños. Viejo Pez Dragón. Había habido un hombre igual en Pekín, un hombre que vivía en un agujero en la pared junto a la Gran Puerta Roja, arreglando zapatos y observando a los niños en la calle.
La profunda sensación de soledad que había aquejado a Bao desde la muerte de Pan comenzó a desaparecer. A pesar de que las personas entre las que vivía ahora no eran Kung, ni Pan, ni Zhu Isao —no eran los compañeros de destino, apenas gente con la que se había encontrado por casualidad— sin embargo, ahora ellos eran su comunidad. Tal vez siempre había sido así, y no hubiera un destino involucrado; sencillamente, uno se encontraba con la gente que le rodeaba y no importaba qué más pasara en la historia o en el gran mundo. Para el individuo, siempre era una cuestión de conocidos del lugar: la aldea, el pelotón, la unidad de trabajo, el monasterio o la madraza, la zawiyya o la granja o el bloque de apartamentos, o el barco, o el barrio; estas cosas formaban la verdadera circunferencia del mundo de cada uno, unas veinte partes o algo así, como si todas juntas representaran una obra. Y no había dudas de que cada reparto incluía los mismos personajes, como en el teatro No o en una obra de títeres. Y entonces, ahora, él era el viejo viudo, el cuidador de niños, el viejo y vencido poeta burócrata que bebía vino junto al arroyo y cantaba nostálgicamente a la luna, arañando con un azadón en su huerto improductivo. Todo aquello le hizo sonreír; le daba placer. Le gustaba tener vecinos y le gustaba el rol que interpretaba entre ellos.
El tiempo pasó. Siguió dando algunas clases, organizando todo para los seminarios a la sombra de los robles.
—¡Historia! —solía decir entonces—. Es algo a lo que cuesta mucho llegar. No hay un modo fácil de imaginarla. La Tierra gira alrededor del sol, trescientos sesenta y cinco y un cuarto de días al año, año tras año. Miles de estos años han pasado ya. Mientras tanto, una especie de mono ha seguido haciendo más y más cosas, creciendo en número, apoderándose del planeta por medio de los significados. Finalmente, gran parte de la materia y la vida en el planeta fue usada en su provecho, entonces tuvieron que comenzar a pensar en qué querían hacer, además de simplemente mantenerse con vida. Entonces, se contaron historias unos a otros sobre cómo habían llegado al sitio en que estaban, qué había sucedido y qué significaba todo eso.
Bao suspiró. Sus alumnos lo observaban.
—De acuerdo a cómo Zhu contó la historia, es una cuestión de tragedia para el individuo, comedia para la sociedad. Durante los ciclos del tiempo histórico se pueden lograr reconciliaciones, ésa es la comedia; pero cada individuo se encuentra con un final trágico. Debemos admitir que no importa qué otra cosa digamos, puesto que la muerte de una persona siempre es un final y una catástrofe.
Los alumnos de Bao lo miraban fijamente, muy dispuestos a admitir aquello, ya que todos tenían alrededor de los veinticinco años, mientras que él tenía casi setenta, y eso hacía que se sintieran inmortales. Tal vez aquélla fuera la utilidad de los más viejos en la evolución, concluyó Bao: proporcionar a los jóvenes una especie de escudo psíquico que los defendiera contra la realidad, mediante el ardid de hacer una descripción de ellos que les permitiera ignorar el hecho de que la edad y la muerte también les alcanzarían y de que éstas podían llegar en cualquier momento e imprevisiblemente. ¡Una función muy útil! Esto también aseguraba a los viejos un poco de diversión y el recuerdo adicional de su propia mortalidad para que no se olvidaran de que debían apreciar la vida.
Así que sonrió ante la infundada ecuanimidad de los jóvenes.
—Está bien, admitimos esa catástrofe, y los vivos continúan adelante. ¡Siempre adelante! Tejen unas cosas con otras lo mejor que pueden. De modo que, lo que Zhu Isao solía decir y mi viejo camarada Kung Jianguo solía decir, cada vez que una generación aúna fuerzas y se rebela contra el orden establecido para intentar que las cosas sean más justas, está condenada a fracasar en algunos aspectos, pero tiene éxito en otros; en cualquier caso, deja algo a la posteridad, aunque sea únicamente el conocimiento de lo difícil que son las cosas. Lo cual, visto desde la distancia, llega a ser una especie de éxito. Y así la gente sigue adelante.
Una joven aozhani, llegada allí como tantas otras de todo el mundo para estudiar agricultura con los viejos expertos del instituto, dijo:
—Pero como de todas maneras todos nos reencarnamos, ¿es realmente la muerte una catástrofe?
Bao sintió que respiraba profundamente. Como mucha gente educada científicamente, él no creía en la reencarnación. Estaba claro que era sencillamente una historia, algo que provenía de las viejas religiones. Pero aun así, ¿cómo explicar ese sentimiento de soledad cósmica, el sentimiento de haber perdido a sus eternos compañeros? ¿Cómo explicar aquella experiencia en la Puerta del Oro, con su nieta en brazos?
Pensó tanto tiempo en aquello que los alumnos comenzaron a mirarse unos a otros. Entonces, le dijo cuidadosamente a la joven:
—Bueno, probemos algo. Pensemos que quizá no haya ningún Bardo. Ni cielo ni infierno; ningún tipo de vida después de la muerte. Que no haya continuación de la conciencia ni del alma. Imaginad que todo lo que sois es una expresión de vuestro cuerpo, y cuando finalmente sucumbe con alguna dolencia y muere, vosotros desaparecéis para siempre. Desaparecéis completamente.
La muchacha y los demás estudiantes lo miraban fijamente.
Él asintió con la cabeza.
—Entonces, es necesario que penséis otra vez en el significado de la reencarnación. Porque la necesitamos. Todos la necesitamos. Y puede que haya alguna manera de reconceptualizarla para que siga teniendo un significado, aunque admitamos que la muerte del yo es real.
—¿Pero cómo? —preguntó la muchacha.
—Bueno; primero, por supuesto, están los niños. Nosotros nos reencarnamos literalmente en nuevos seres, a pesar de que ellos son la mezcla de dos seres anteriores; dos seres que seguirán viviendo en las enroscadas escaleras que se separan y vuelven a unirse, que pasan a las generaciones siguientes.
—Pero eso no es nuestra conciencia.
—No. Pero la conciencia se reencarna de otra forma, cuando la gente del futuro nos recuerde y utilice nuestra lengua e, inconscientemente, modele su vida a partir del ejemplo de la nuestra, haciendo una especie de recombinación de nuestros principios y nuestras costumbres. Nosotros perduramos en las formas que la gente del futuro adoptará para pensar y hablar. Incluso si las cosas cambiaran tanto que lo único que se mantuviera igual fueran los hábitos biológicos, serían reales por todo eso; tal vez más reales que la conciencia, más arraigadas en la realidad. Recordad, reencarnación significa «regresar a un nuevo cuerpo».
—Es posible que algunos de nuestros átomos hagan eso literalmente —dijo un muchacho.
—Es cierto. En lo infinito de la eternidad, los átomos que formaron parte de nuestro cuerpo durante un tiempo seguirán existiendo, y se incorporarán en otra vida de esta tierra, y tal vez de otros planetas en galaxias subsiguientes. O sea que nos reencarnamos difusamente a través del universo.
—Pero eso no es nuestra conciencia —dijo la muchacha tercamente.
—Ni la conciencia, ni el yo. El ego, el hilo de pensamientos, el fluir de la conciencia, que ningún texto o imagen ha logrado nunca expresar; no, no es eso.
—Pero yo no quiero que eso se termine —dijo ella.
—No. Sin embargo, así es. Ésta es la realidad en la que hemos nacido. No podemos cambiarla sólo porque lo deseemos.
—Buda dice que deberíamos renunciar a nuestros deseos —dijo el muchacho.
—¡Pero eso también es un deseo! —exclamó la joven.
—Entonces, en realidad, nunca renunciamos a ese deseo —convino Bao—. Lo que sugería Buda es imposible. El deseo es vida que intenta seguir siendo vida. Todas las cosas vivas tienen deseos, las bacterias sienten deseos. La vida es querer.
Los jóvenes alumnos pensaron en eso durante un rato. Hay una edad, pensó y recordó Bao, en la vida de cada uno en que se es joven y todo parece posible, y se quiere todo; y sencillamente, uno estalla de deseo. Y hace el amor toda la noche porque desea sin medida.
—Otra manera de rescatar el concepto de reencarnación es sencillamente pensar en la especie como si fuera un organismo —dijo Bao—. El organismo sobrevive y tiene una conciencia colectiva de sí mismo; eso es la historia, o el lenguaje, o las escaleras enroscadas que estructuran nuestro cerebro. En realidad no importa qué le suceda a cualquiera de las células de ese cuerpo. De hecho, la muerte es necesaria para la salud y la supervivencia del organismo; es cuestión de hacer lugar para las células nuevas. Y si lo pensamos así, entonces puede que se despierte un sentimiento de solidaridad y de deber para con los demás. Claro que si hay una parte del cuerpo que está sufriendo y al mismo tiempo otra parte se apropia de la boca y se ríe y proclama que todo está muy bien y baila una gíga como hacían los antiguos cristianos mientras se les caían las carnes, entonces entenderemos perfectamente que esta criatura-especie o especie-criatura está loca y es incapaz de enfrentar su enfermedad terminal. Visto de ese modo, mucha gente podría llegar a entender que el organismo debe tratar de mantenerse sano en todas las partes de su cuerpo.
La muchacha movía la cabeza mostrando incredulidad.
—Pero eso tampoco es la reencarnación. No es eso lo que significa.
Bao se encogió de hombros, se dio por vencido.
—Lo sé. Sé a lo que te refieres, creo; parece ser que tuviera que haber algo de nosotros que perdure. Y yo mismo a veces he sentido cosas. Una vez, en la Puerta del Oro… —Negó con la cabeza—. No hay manera de saberlo. La reencarnación es una historia que contamos nosotros; entonces al final lo que es la reencarnación es la historia en sí misma.
Con el tiempo Bao llegó a entender que enseñar también era una especie de reencarnación; y que los años pasaban, los estudiantes llegaban y se iban, nueva gente joven renovándose sin cesar, pero siempre de la misma edad, tomando la misma clase; la clase debajo de los robles, reencarnada. Bao empezó a disfrutar de ese aspecto de la enseñanza. Solía comenzar la primera clase diciendo:
—Bueno, aquí estamos otra vez.
Cada año, los alumnos no sabían qué pensar de ese exordio; la misma respuesta, cada vez.
Aprendió, entre otras cosas, que la enseñanza era la manera más rigurosa de aprender. Aprendió a aprender más él de sus alumnos que ellos de él; como tantas otras cosas, aquello era lo opuesto de lo que parecía ser, y los profesores existían para unir los grupos de gente joven para que les enseñaran a algunos de sus mayores las cosas que sabían de la vida, las cosas que los viejos maestros podrían haber olvidado. Así que Bao amaba a sus alumnos, y los estudiaba con dedicación. Muchos de ellos, descubrió, creían en la reencarnación; era lo que habían aprendido en casa, aunque no hubieran tenido una instrucción religiosa explícita. Era parte de la cultura, una idea que seguía estando de moda. Entonces ellos sacaban el tema, y él hablaba con ellos al respecto, en una conversación reencarnada muchas veces. Con el tiempo, los alumnos agregaron otras posibilidades a su creciente lista interior de modos de reencarnación: que realmente se podía regresar como otra vida; que los diferentes períodos de la vida de cada uno eran reencarnaciones kármicas; que cada mañana se volvía a despertar a la conciencia y que, por lo tanto, cada día es posible reencarnarse en una nueva vida.
A Bao le gustaban todas esas posibilidades. En su existencia cotidiana trataba de vivir la última, prestándole atención cada mañana a su huerto como si nunca lo hubiese visto antes, maravillándose con su peculiaridad y su belleza. En clase, trataba de hablar de historia de una forma nueva, pensando las cosas una vez más, sin permitirse decir algo que ya hubiera dicho antes; era difícil, pero interesante. Un día, trabajando en uno de los salones (era invierno y estaba lloviendo), dijo:
—Lo más difícil de captar es la vida cotidiana. Es muy raro que alguien ponga esto por escrito, incluso que sea recordado por los propios protagonistas: qué hacíais en los días en que hacíais cosas normales, cómo os sentíais al hacerlas, las pequeñas variaciones entre una y otra y otra vez, hasta que pasaran los años. Una cuestión de repeticiones, o de cuasi repeticiones. Nada, en otras palabras, que pudiera ser catalogado fácilmente en las formas conocidas de argumento; ni dharma ni caos, tampoco tragedia ni comedia. Sólo… los hábitos.
Un muchacho muy serio con unas gruesas cejas negras contestó, como si lo estuviera refutando:
—¡Todo sucede una vez y nada más!
Y eso también tenía que recordarlo. No cabía ninguna duda de que era verdad. ¡Todo sucede una vez y nada más!
Y entonces, como había de ser, llegó un día en especial: el primer día de primavera, Día Uno del Año 87, día de fiesta, la primera mañana de esta vida, el primer año de este mundo; y Bao se levantó temprano con Gao y salió con algunos otros, para esconder huevos de colores y caramelos envueltos en la hierba del prado y en la orilla del arroyo. Aquél era el ritual en el círculo de cabañas donde vivía; cada Día de Año Nuevo los adultos solían salir y esconder huevos pintados de colores el día anterior, y caramelos en envoltorios de colores brillantes, y a la hora señalada de la mañana todos los niños del vecindario solían comenzar la búsqueda, cesta en mano, los más grandes corriendo y abalanzándose sobre los hallazgos para meterlos en la cesta, los más pequeños tropezando distraídamente de un gran descubrimiento a otro. Bao había aprendido a amar aquella mañana, especialmente ese último paseo mientras bajaba por la orilla del arroyo hasta el punto de encuentro, cuando todos los huevos y los caramelos habían sido escondidos: paseaba por la alta y húmeda hierba, sin las gafas a veces, para que las flores reales y sus colores puros se mezclaran con los colores artificiales de los huevos y de los envoltorios de los caramelos, y el prado y la orilla del arroyo se convertían en un cuadro o en un sueño, un prado y una ribera alucinados, con más colores y colores, más extraños que lo que ninguna naturaleza haría por sí sola, todos salpicando el oleaje de verdes vivos y omnipresentes.
Así que volvió a dar ese paseo, como lo hacía cada año desde hacía ya tantos años, arriba el cielo de un azul perfecto, como otro huevo de color sobre ellos. El aire estaba fresco, el rocío cubría la hierba. Tenía los pies húmedos. Los envoltorios de los caramelos que alcanzaba a vislumbrar estallaron en su vista periférica, los matices azules y fucsia y lima y cobre, más chispeantes incluso que en años anteriores, pensó. El arroyo Puta estaba bastante crecido y pasaba murmurando sobre el dique de los salmones. Una gama y un cervatillo que estaban en un claro, como estatuas de sí mismos, lo miraron al pasar.
Llegó al lugar de encuentro y se sentó a observar a los niños que corrían de un lado para otro buscando huevos, gritando y chillando. Si después de todo puedes ver que los niños están felices, todo estará bien.
En cualquier caso, esta hora era de placer. Los adultos estaban por allí bebiendo té verde y café, comiendo tortas y huevos duros, estrechándose las manos o abrazándose.
—¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo! —Bao se sentó en una silla baja para observar los rostros.
Una de las niñas de tres años que él a veces cuidaba se acercaba distraídamente, mirando lo que llevaba en su cesta de mimbre.
—¡Mira! —le dijo al verlo—. ¡Un huevo!
Sacó un huevo rojo de la cesta y se lo mostró acercándoselo a la cara. Él retrocedió un paso con cautela; como muchos de los niños del vecindario, esta niña había llegado al mundo en el avatar de un auténtico maníaco, y no sería nada de extrañar en ella que le diera un porrazo en la frente con el huevo sólo para ver qué podía suceder.
Pero aquella mañana estaba tranquila; sostuvo el huevo entre ellos para que ambos lo vieran, absortos ambos en la contemplación. Había sido remojado en la solución de vinagre y colorante durante un largo rato, y era tan rojo como el cielo era azul. Una curva roja en una curva azul, rojo y azul juntos…
—¡Muy bonito! —dijo Bao, retirando la cabeza un poco para verlo mejor—. Un huevo rojo, eso significa felicidad.
—¡Es un huevo!
—Sí, eso también. ¡Huevo rojo!
—Te lo regalo —dijo la niña, y puso el huevo sobre la mano de Bao.
—¡Gracias!
Siguió caminando. Bao miró el huevo; era más rojo que el recuerdo que tenía, moteado como se pone la cáscara de huevo cuando está muerta, pero por todas partes era de un rojo intenso.
La fiesta del desayuno estaba por terminar, los niños estaban sentados por cualquier parte comiendo parte de los tesoros encontrados, los adultos recogían los platos de papel. Todo estaba en paz. Durante un instante, Bao deseó que Kung hubiera vivido para ver esa escena. Él había luchado por algo como esta pequeña época de paz, había luchado tan lleno de rabia y alegría que simplemente parecía justo que hubiera vivido para verlo. Pero… justo. No. No, algún día habría otro Kung en la aldea, tal vez esa niña, de repente tan seria y sensata. Desde luego que todos se repetían una y otra vez, todo el reparto: en cada grupo un Ka y un Ba, como en la antología del Viejo Tinta Roja, Ka siempre quejándose con el graznido de la corneja, el maullido del gato, el aullido del coyote, ka, ka, esa protesta fundamental; y luego Ba siempre Ba, el trivial mugido del búfalo de agua, el sonido del arado sobre la tierra, el balido de esperanza y de miedo, el hueso dentro. El que echaba a faltar el Ka perdido, y sentía la pérdida intensa pero intermitentemente, distraído por la vida; pero también el que tenía que hacer todo lo posible para que las cosas siguieran adelante con esa ausencia. ¡Siempre adelante! El mundo lo cambiaban los Kungs, pero luego los Baos tenían que tratar de que se mantuviera así, balando a medida que avanzaban. Todos juntos, cada uno interpretando su rol, llevando a cabo sus tareas en un dharma que nunca entenderían bien.
Ahora mismo su tarea era enseñar. Tercer encuentro de esta clase tan particular, cuando comenzaban a ahondar en las cosas. Lo esperaba ansioso.
Bao llevó el huevo rojo a su cabaña y lo puso sobre el escritorio. Puso los papeles en una bolsa, se despidió de Gao, montó su vieja bicicleta y pedaleó cuesta abajo por el sendero que iba hasta el instituto. El sendero acompañaba al arroyo Puta, y las hojas nuevas de los árboles daban sombra al sendero, de manera que el asfalto todavía estaba húmedo por el rocío. Las flores en la hierba parecían huevos de colores y envoltorios de caramelos, todo brillando con su propio color, el cielo sobre su cabeza sorprendentemente despejado y oscuro para el valle, casi de un azul cobalto. El agua opaca del arroyo era de color jade manzana. Los robles grandes como aldeas marcaban el curso del agua.
Aparcó la bicicleta y, al ver una banda de monos de nieve en el árbol que esta sobre su cabeza, la ató a un tronco. Estos monos disfrutaban lanzando bicicletas en la orilla del arroyo para que cayeran al agua, dos o tres de ellos cooperando en la travesura. Eso ya le había pasado a Bao más de una vez, antes de que comprara una cadena y un candado.
Siguió caminando, bajando por la orilla del riachuelo hasta llegar a la mesa redonda donde siempre daba las clases de primavera. Nunca los verdes de la hierba y de las hojas de los árboles habían sido tan verdes, Bao incluso sintió que vacilaba un poco en sus pasos. Recordó a la niña pequeña con su huevo, la paz de la pequeña celebración, todos haciendo lo que hacían siempre ese primer día. Su clase también sería la misma. Todo se reducía a eso, siempre. Allí estaban, debajo de aquel roble gigante, reunidos alrededor de la mesa redonda, y él solía sentarse con ellos y decirles todo lo que podía acerca de lo que él había aprendido, intentando transmitirles el mensaje, ofreciéndoles la pequeña porción de su existencia que podía darles.
—Venid, sentaos —les decía—, tengo que contaros algunas historias, historias acerca de cómo la gente sigue adelante.
Pero él estaba allí para aprender también. Y esta vez, debajo de las hojas jade y esmeralda, vio que había una atractiva y joven mujer que se había unido a la clase, una estudiante de Travancore que él nunca había visto antes, de piel oscura, cabellos negros, cejas gruesas, ojos brillantes mientras levantaba la vista brevemente para mirarlo desde la otra punta de la mesa. Una mirada penetrante, bañada de un profundo escepticismo; solamente con esa mirada él se dio cuenta de que ella no creía en los maestros, que no confiaba en ellos, que no estaba preparada para creer nada de lo que él podría decir. Tendría mucho que aprender de ella.
Sonrió y se sentó, esperó que se quedaran quietos y callados.
—Veo que tenemos a alguien nuevo —dijo, señalando a la joven con una amable inclinación de cabeza. Los otros alumnos la miraron con curiosidad—. ¿Por qué no te presentas?
—Hola —dijo la muchacha—. Me llamo Kali.