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Siempre China

Bao Xinhua tenía catorce años cuando vio por primera vez a Kung Jianguo, en su unidad de trabajo en el límite sur de Pekín, en las afueras de Dahongmen, la Gran Puerta Roja. Kung era apenas unos años mayor, pero ya era cabeza de la célula revolucionaria de su unidad de trabajo, todo un logro dado que había sido uno de los sanwu, las «tres carencias» —sin familia, sin unidad de trabajo, sin carnet de identidad— cuando apareció siendo niño en la puerta de la comisaría del barrio de Zhejiang, en las afueras de Dahongmen. La policía lo había llevado a la unidad de trabajo, pero él siempre había sido un forastero allí, a menudo llamado «un individualista», una crítica muy dura incluso en la China actual, donde tantas cosas han cambiado. «Se empeñaba en hacer las cosas a su manera, sin importarle lo que dijeran los demás». «Se aferraba obstinadamente a su propio rumbo». «Era tan solitario que ni siquiera tenía una sombra». Todo esto decían de él en la unidad de trabajo, así que naturalmente comenzó a mirar fuera de la unidad, hacia el barrio y la ciudad en general, y fue un chico de la calle durante nadie sabía cuánto tiempo, ni siquiera él. Y le fue bien en eso. Poco tiempo después se convirtió en activista en la política clandestina de Pekín y, como tal, visitó la unidad de trabajo de Bao Xinhua.

—La unidad de trabajo es el equivalente moderno del recinto de clan chino —les dijo a los que se reunieron para escucharlo—. Es una unidad tanto espiritual y social como económica; hace todo lo que está a su alcance para mantener las viejas costumbres en el nuevo mundo. Nadie quiere cambiarlo realmente, porque todos quieren tener un lugar adonde acudir cuando mueran. Todos necesitan un lugar. Pero estas fábricas de altos muros no son como los antiguos recintos de familia que intentan imitar. Son prisiones, en principio construidas para organizar el trabajo para la Guerra Larga. Ahora ya hace más de treinta años que la Guerra Larga ha terminado y sin embargo seguimos esclavizando nuestra vida para ella, como si trabajáramos para China, cuando en realidad lo hacemos únicamente para los gobernantes militares corruptos. Ni siquiera para el emperador, que desapareció hace mucho tiempo, sino para generales y señores de la guerra, que esperan que nosotros trabajemos y trabajemos y no nos demos cuenta nunca de cómo ha cambiado el mundo.

»Decirnos: “Somos de una unidad de trabajo única”, como si dijéramos “Somos de una misma familia” o “Somos hermanos”, y esto es bueno. Pero nunca vemos más allá del muro de nuestra unidad, nunca miramos el mundo que hay más allá.

Muchos en la audiencia asentían con la cabeza. La unidad de trabajo de estos hombres era pobre y estaba compuesta en su mayoría por inmigrantes del sur; a menudo pasaba hambre. Los años de posguerra en Pekín habían visto muchos cambios, y ahora, en el año 29, como les gustaba llamarlo a los revolucionarios, en conformidad con la práctica de las organizaciones científicas, las cosas estaban empezando a venirse abajo. La dinastía Qing había sido derrocada en los años centrales de la guerra, cuando las cosas habían llegado a un punto de extrema gravedad; el mismísimo emperador, que por aquel entonces tenía seis o siete años, había desaparecido, y ahora muchos asumían que estaba muerto. La Quinta Asamblea de Talento Militar tenía aún el control de la burocracia confuciana, su mano seguía sobre el timón del destino de la gente; pero era una mano vieja y senil, la mano muerta del pasado, y por toda China se sucedían las sublevaciones. Eran de todo tipo: algunas al servicio de ideologías extranjeras, pero muchas eran levantamientos internos, organizados por chinos han que esperaban liberarse de una vez por todas de los Qing, de los generales y de los señores de la guerra. De ahí el Loto Blanco, los Monos Insurgentes, el Movimiento Revolucionario de Shanghai, etcétera, etcétera. Uniéndose a éstos había rebeliones regionales llevadas a cabo por las diferentes nacionalidades y grupos étnicos del oeste y del sur; tibetanos, mongoles, xinzing, y otros más, todos empeñados en liberarse de la pesada mano de Pekín. No había duda de que a pesar del gran ejército que Pekín en teoría podía llegar a tener, un ejército todavía muy admirado y honrado por el pueblo por sus sacrificios en la Guerra Larga, el mando militar en sí tenía problemas, y no tardaría en caer. La Gran Empresa había regresado a China otra vez; la sucesión dinástica; y la pregunta era: ¿quién iba a triunfar? ¿Podría alguien tener éxito en el intento de volver a unir a China?

Kung habló en la unidad de trabajo de Bao a favor de la Liga de las Escuelas de Cambio Revolucionario de Todos los Pueblos, que había sido fundada durante los últimos años de la Guerra Larga por Zhu Tuanjie-kexue («Unidos para la ciencia»), un medio japonés cuyo nombre de nacimiento había sido Isao. Zhu Isao, como solían llamarle, había sido gobernador chino en una de las provincias japonesas antes de su revolución; cuando esa revolución llegó él había negociado un acuerdo con las fuerzas independentistas japonesas. Había ordenado al ejército de ocupación chino en Kyushu que regresara a China sin que se perdiera una sola vida en ninguno de los dos bandos, marchando con ellos a Manchuria y declarando a la ciudad portuaria de Tangshan ciudad internacional de la paz, justo allí en la patria de los soberanos Qing y en plena Guerra Larga. La posición oficial de Pekín era que Zhu era un japonés y un traidor, y que a su debido tiempo su insurrección sería aplastada por los ejércitos chinos a los que él había traicionado. Resultó ser que, cuando la guerra terminó y los años de la posguerra marcaron su triste y hambrienta vuelta, la ciudad de Tangshan nunca fue conquistada; al contrario, en muchas otras ciudades chinas ocurrieron sublevaciones similares, especialmente en los grandes puertos de la costa hacia el sur hasta Cantón, y Zhu Isao publicó un interminable torrente de material teórico para defender sus acciones y movimientos, y para explicar la nueva organización de la ciudad de Tangshan, que ahora era administrada como si fuera una empresa comunitaria perteneciente por igual a todas las personas que vivían dentro de sus asediadas fronteras.

Kung habló acerca de todos estos temas con la unidad de trabajo de Bao, describiendo la teoría de la creación comunal de valor de Zhu y qué significaba esto para el chino común, a quien durante tanto tiempo le habían estado robando el fruto de su trabajo.

—Zhu observó lo que sucedía realmente, y describió nuestra economía, política y métodos de poder y de acumulación con detalle científico. Después de eso, propuso una nueva organización de la sociedad, que cogió estos conocimientos sobre el funcionamiento de las cosas y los aplicó para el bien de la comunidad y de toda China, o de cualquier otro país.

Durante una pausa para comer algo, Kung se detuvo a hablar con Bao, y le preguntó cómo se llamaba. El nombre de pila de Bao era Xinhua, «Nueva China»; el de Kung era Jianguo, «Construir la nación». Por lo tanto sabían que eran niños de la Quinta Asamblea, la que había fomentado los nombres patrióticos para contrarrestar su propia falta total de moral y los sacrificios sobrehumanos de la gente durante las hambrunas de la posguerra. Todos los nacidos unos veinte años antes tenían nombres como «Oponerse al islam» (Huidi) o «Hacer batalla» (Zhandou) a pesar de que en aquel momento la guerra había terminado hacía ya más de treinta años. Los nombres de las niñas habían sufrido especialmente durante aquella moda pasajera, puesto que los padres intentaban mantener algunos elementos tradicionales en los nombres femeninos incorporados al reciente fervor patriótico, por lo que había muchachas de su edad llamadas «Soldado fragante» o «Ejército elegante» o «Fragancia pública» u «Orquídea amante de la nación» y cosas por el estilo.

Kung y Bao rieron juntos con algunos de estos ejemplos y hablaron de los padres de Bao y de la ausencia de padres de Kung; Kung fijó a Bao con su mirada y le dijo:

—Sin embargo Bao en sí es una palabra o un concepto muy importante, ¿sabes? Devolución, retribución, honrar a padres y antepasados; aferrarse y esperar. Es un buen nombre.

Bao asintió con la cabeza, capturado ya por la atención de esta persona de ojos oscuros, tan intensa y entusiasta, tan interesada en las cosas. Había algo en él que atraía a Bao, le atraía tanto que le pareció que aquel encuentro era una cuestión de yuanfen, una «relación predestinada», algo destinado siempre a ocurrir, parte del yuan o «destino». Para salvarlo tal vez de un nieyuan, un «mal destino», puesto que su unidad de trabajo le resultaba estrecha de miras, opresiva, frustrante, una especie de muerte para el alma, una prisión de la cual no podía escapar, en la que ya estaba enterrado. Mientras tanto, ya sentía que conocía a Kung de siempre.

Así que siguió a Kung por todo Pekín como un hermano menor, y por él se convirtió en una especie de alumno de su unidad de trabajo o, en otras palabras, en un revolucionario. Kung lo llevaba a reuniones de la célula revolucionaria a la que pertenecía, y le daba libros y panfletos de Zhu Isao para que leyera; se hizo cargo de su educación, como lo había hecho con tantos otros, y no había nada que los padres de Bao o su unidad de trabajo pudieran hacer al respecto. Ahora tenía una nueva unidad de trabajo, que se extendía por todo Pekín y toda China y por todo el mundo: la unidad de trabajo de aquellos que iban a hacer las cosas bien.

Pekín era en aquel entonces un lugar de muchas y graves miserias. Había millones que se habían trasladado allí durante la guerra, quienes aún vivían en improvisados barrios de chabolas fuera de las puertas. Las unidades de trabajo de la época de guerra se habían extendido lejos hacia el oeste y seguían siendo una sucesión de fortalezas grises, que miraban desde arriba las nuevas y amplias calles. Todos los árboles de la ciudad habían sido talados durante los Doce Años Difíciles, e incluso ahora la ciudad estaba desnuda de casi toda vegetación; los nuevos árboles se habían plantado con vallas de pinchos que los protegían, y había vigilantes haciendo guardia por las noches, lo cual no siempre funcionaba; los pobres y ancianos vigilantes solían despertarse por la mañana y encontrar que la valla estaba intacta pero el árbol había desaparecido, cortado al ras de la tierra para hacer leña o arrancado de raíz para venderlo en otro sitio, y por estos árboles perdidos solían llorar desconsoladamente o incluso suicidarse. Los gélidos inviernos solían arrasar la ciudad en el otoño, lluvias llenas de lodo amarillo de la tierra del loes del oeste y una llovizna que caía sobre la ciudad de hormigón sin que cayera con ella una sola hoja al suelo. Las habitaciones se mantenían cálidas con calentadores espaciales, pero el sistema qi se cerraba a menudo, en apagones que duraban semanas, y entonces todos sufrían, excepto los burócratas del gobierno, cuyos recintos tenían sus propios sistemas generadores. Entonces, mucha gente se calentaba rellenando el abrigo con papel de periódico, de modo que un pueblo voluminoso se movía de un lado para otro con sus gruesos abrigos marrones, haciendo cualquier trabajo que encontraran y pareciendo todos gordos de prosperidad; pero no era así.

Por consiguiente mucha gente estaba lista para un cambio. Kung estaba tan delgado y hambriento como cualquiera de ellos, pero lleno de energía, no parecía necesitar mucha comida o mucho sueño: todo lo que hacía era leer y hablar, hablar y leer, y montar su bicicleta de reunión en reunión y exhortar a los grupos para que se sumaran al movimiento revolucionario encabezado por Zhu Isao para cambiar China.

—Escuchad —solía decir con insistencia a su audiencia—, es a China a quien podemos cambiar, porque somos chinos, y si cambiamos China, entonces cambiamos el mundo. Porque siempre todo vuelve a China, ¿entendéis? Nosotros somos más que el resto de gente de la Tierra junta. Y debido a los años colonialistas e imperialistas de los Qing, toda la riqueza del mundo ha venido hacia nosotros a lo largo de los años, en especial el oro y la plata. Durante muchas dinastías trajimos oro con el comercio, luego, cuando conquistamos el Nuevo Mundo, les quitamos su oro y su plata, y todo eso vino también a parar a China. ¡Y nada de eso ha salido de aquí nunca! No somos pobres debido a alguna razón material, sino por la manera en que estamos organizados, ¿os dais cuenta? Sufrimos en la Guerra Larga como todas las demás naciones, pero el resto del mundo se está recuperando y nosotros no, a pesar de que ganamos, ¡debido a la manera en que estamos organizados! El oro y la plata están escondidos en las arcas de los burócratas corruptos, y la gente se muere de frío y de hambre mientras los burócratas se esconden en sus agujeros, confortables y satisfechos. ¡Y eso será siempre así a menos que nosotros lo cambiemos!

Luego solía pasar a explicar las teorías de sociedad de Zhu, cómo durante muchas dinastías un sistema de extorsión había dominado a China y a gran parte del mundo, y debido a que las tierras eran fecundas y los impuestos de los campesinos soportables, el sistema había perdurado. Sin embargo, finalmente, este sistema había entrado en crisis, un sistema en el cual los soberanos se habían vuelto tan numerosos, y la tierra tan mermada, que los impuestos que exigían no podían ser producidos por los granjeros. Cuando se presentó la opción de hambre o rebelión, los campesinos se habían rebelado, como lo habían hecho a menudo antes de la Guerra Larga.

—Lo hicieron por sus hijos. Se nos enseñó a honrar a nuestros antepasados, pero el tapiz de las generaciones avanza en ambas direcciones, y fue por la genialidad de la gente que se comenzó a luchar por las generaciones venideras, a renunciar a la vida por la de sus hijos y la de los hijos de sus hijos. ¡Ésta es la verdadera manera de honrar a tu familia! Y entonces tuvimos las sublevaciones de los Ming y de los primeros Qing, y hubo alzamientos similares en todas partes del mundo, y finalmente las cosas se desmoronaron, y todos lucharon contra todos. Y hasta China, la nación más rica de la Tierra, quedó devastada. Pero el trabajo necesario siguió adelante. Tenemos que seguir con ese trabajo y terminar con la tiranía de los soberanos y crear un mundo nuevo en el que se comparta la riqueza entre todos por igual. El oro y la plata salen de la tierra, y la tierra nos pertenece a todos, como el aire y el agua nos pertenecen a todos. No puede haber más jerarquías como las que nos han oprimido durante tanto tiempo. Hay que seguir adelante con la lucha, y cada derrota es sencillamente una derrota necesaria en la larga marcha hacia nuestro objetivo.

Naturalmente, cualquiera que pasaba cada hora de cada día haciendo semejantes discursos, como lo hacía Kung, no tardaría mucho en meterse en serios problemas con las autoridades. Pekín, que era la capital y la ciudad manufacturera más grande, intacta en la Guerra Larga en comparación con muchas otras ciudades, tenía destinadas varias divisiones de la policía militar, y las murallas de la ciudad les permitían cerrar las puertas y realizar búsquedas que peinaban cada barrio. Después de todo, Pekín era el corazón del imperio. Podían ordenar que se registrara un barrio entero, si querían, y más de una vez lo hacían; barrios de chabolas y hasta otros legalmente permitidos eran derribados hasta que el terreno quedaba llano; después se reconstruían según el plan establecido para los recintos de unidades de trabajo con la intención de librar a la ciudad de descontentos. Un agitador como Kung estaba destinado a tener problemas. Y así fue que en el año 31, cuando tenía unos diecisiete años, y Bao quince, abandonó Pekín rumbo a las provincias del sur, para llevar el mensaje a las masas, tal como les había recomendado encarecidamente Zhu Isao a él y a todos los que estaban en su situación.

Bao lo siguió. En el momento de la partida, llevaba con él una bolsa que contenía un par de calcetines de seda, un par de zapatos de lana azul con botones de cuero, una chaqueta llena de bolitas, una vieja chaqueta arrugada, unos pantalones viejos, unos pantalones sin forro, una toalla, un par de palillos de bambú, un frasco de esmalte, un cepillo de dientes y un ejemplar de Análisis del Colonialismo chino, de Zhu.

Los años siguientes pasaron volando, y Bao aprendió mucho acerca de la vida y de la gente, y acerca de su amigo Kung Jianguo. Los disturbios del año 33 evolucionaron hacia una rebelión general contra la Quinta Asamblea Militar, la cual se convirtió en una gran guerra civil. El ejército intentó mantener el control de las ciudades, los revolucionarios se dispersaron por las aldeas y los campos. Allí vivían según una serie de protocolos que los convirtieron en los favoritos de los campesinos, ya que se esforzaban mucho por protegerles, a ellos y a sus cosechas y a sus animales, sin expropiar nunca sus bienes o su comida, preferían la inanición antes que robarle a la gente que se habían comprometido a liberar.

Todas las batallas de esta extraña y difusa guerra tenían una cualidad macabra; parecían una serie interminable de asesinatos de civiles con sus propias ropas, nada de uniformes ni grandes y formales batallas; hombres, mujeres y niños, campesinos en el campo, tenderos en las puertas, animales; el ejército era despiadado. Y sin embargo la cosa seguía y seguía.

Kung se convirtió en un destacado líder en el instituto militar revolucionario de Anán, un instituto cuyo centro de operaciones estaba en lo más profundo del cañón del Brahmaputra, pero también se extendía a través de cada unidad de las fuerzas revolucionarias, los profesores o consejeros hacían todo lo que podían para hacer que cada encuentro con el enemigo fuera una especie de educación en el campo de batalla. Kung no tardó en encabezar estos esfuerzos, especialmente cuando se trataba de la lucha por las unidades de trabajo urbanas y costeras; era una fuente inagotable de ideas y de energía.

La Quinta Asamblea Militar abandonó finalmente el gobierno central, y se redujo a unos cuantos señores de la guerra. Aquello fue una victoria, pero ahora cada señor de la guerra y su pequeño ejército tenía que ser derrotado también uno por uno. La lucha se trasladó de provincia en provincia, una emboscada por aquí, un puente volado por allí. Kung a menudo era el blanco de intentos de asesinato, y naturalmente Bao, como su camarada y asistente, estaba también en peligro. Bao solía querer vengarse de los intentos de los asesinos, pero Kung era imperturbable.

—No tiene importancia —solía decir—. De todas maneras todos morimos.

Él era mucho más entusiasta con respecto a este tema que cualquiera que Bao hubiera conocido alguna vez.

Sólo una vez Bao vio a Kung seriamente enfadado, e incluso esa vez fue de una manera extrañamente alegre, teniendo en cuenta la situación. Sucedió cuando uno de sus propios oficiales, un tal Shi Fandi («Oponerse al imperialismo»), fue declarado culpable por testigos oculares de la violación y el asesinato de una mujer prisionera que estaba a su cuidado.

Shi salió de la cárcel en la que lo habían encerrado gritando:

—¡No me matéis! ¡No he hecho nada malo! ¡Mis hombres saben que intentaba protegerlos, la bandida que murió era una de las más brutales de todo Sechuán! ¡Esta sentencia es un error!

Kung salió de la despensa en la que había dormido esa noche.

—Comandante, tened piedad. ¡No me matéis! —pidió Shi.

—Shi Fandi, deberías callar. Cuando un hombre hace algo tan malo como lo que tú has hecho y es hora de que muera, lo que tendría que hacer es cerrar la boca y poner buena cara. Eso es todo lo que puede hacer para prepararse para la próxima vez. Tú has violado y matado a una prisionera, te han visto tres testigos; ése es uno de los peores crímenes que existe. Y hay informes que dicen que ésta no fue la primera vez. Dejarte vivir y hacer más cosas como ésas sólo hará que la gente te odie a ti y a nuestra causa, de modo que sería algo malo. No hablemos más. Me aseguraré de que tu familia esté cuidada. Tú intenta ser un hombre de más coraje.

—Más de una vez me han ofrecido diez mil taeles por matarte y siempre los rechacé —dijo Shi con amargura.

Kung no le dio importancia.

—Ése era tu deber, y crees que eso te convierte en alguien especial. Como si tuvieras que resistirte a tu carácter para hacer lo que está bien. ¡Pero tu carácter no es excusa alguna! ¡Estoy harto de tu carácter! ¡Yo también tengo una alma enfadada, pero aquí estamos luchando por China! ¡Por la humanidad! ¡Debes ignorar a tu carácter y hacer lo que está bien!

Y se alejó mientras se llevaban a Shi Fandi.

Más tarde, Kung estaba triste, no con remordimientos por la condena de Shi, sino deprimido.

—Tenía que ser así pero no sirvió para nada. Los hombres como él siempre terminan descubriéndose. Supongo que nunca se extinguirán. Y entonces tal vez China nunca pueda escapar de su destino. —Citó a Zhu—: «Inmensos territorios, abundantes recursos, una gran población: partiendo de tan excelente base, ¿no haremos otra cosa que avanzar siempre en círculos, atrapados en la rueda del nacimiento y la muerte?».

Bao no supo qué responder; nunca había oído a su amigo hablar con tanto pesimismo. Aunque ahora le resultaba bastante familiar. Kung tenía muchos estados de ánimo. Pero al final, uno de ellos predominaba; suspiró, se puso de pie enérgicamente:

—¡De todos modos hay que seguir adelante! ¡Vamos, vamos! Podemos intentarlo. De alguna manera tenemos que ocupar el tiempo de esta vida, ¿entonces por qué no luchar por el bien?

Al final fueron las asociaciones de campesinos las que inclinaron la balanza. Kung y Bao asistían a reuniones nocturnas en cientos de aldeas y ciudades, y miles de soldados revolucionarios como ellos transmitían a la gente el análisis y el plan de Zhu, gente que en el campo eran todavía en su mayoría analfabetos, de modo que la información debía ser transmitida boca a boca. Pero no hay manera de comunicación más rápida y más segura, una vez que llega a cierto punto crítico de acumulación.

Bao aprendió cada detalle de la vida en el campo en aquella época. Aprendió que la Guerra Larga había despojado de todo a muchos de los hombres que habían sobrevivido y a muchas de las mujeres más jóvenes. Allí donde se fuera, sólo había algunos ancianos y el total de la población era menor que antes de la guerra. Algunas aldeas estaban abandonadas, otras estaban ocupadas por ejércitos de esqueletos. Esto hizo que sembrar y cosechar los cereales se convirtiera en algo muy difícil y que la gente joven que había sobrevivido a la guerra estuviera siempre trabajando para asegurarse de que la comida de la estación y las cosechas que pagaban los impuestos crecieran correctamente. Las mujeres mayores trabajaban más duramente que nadie, haciendo todo lo que podían, manteniendo a todas horas el comportamiento imperial de la campesina china media. Generalmente, la gente de la aldea que podía leer y hacer cuentas eran las abuelas, quienes de niñas habían vivido en familias más prósperas; ahora enseñaban a los jóvenes a organizar los telares, y a tratar con el gobierno de Pekín, y a leer. Debido a esto, cuando el ejército de un señor de la guerra invadía la región, ellas eran a menudo las primeras en ser asesinadas junto con los jóvenes que pudieran unirse a la lucha.

En el sistema confuciano, los granjeros eran la segunda clase en importancia, justo debajo de los burócratas eruditos que habían inventado el sistema, pero encima de los artesanos y los comerciantes. Ahora, los intelectuales de Zhu estaban organizando a los campesinos en el país profundo, y los artesanos y los comerciantes de las ciudades principalmente esperaban a ver qué sucedería. Así que parecía que el mismísimo Confucio había identificado a las clases revolucionarias. Desde luego que había muchos más campesinos que habitantes urbanos. Fue así que cuando los ejércitos campesinos comenzaron a organizarse y a marchar, era poco lo que los viejos restos de la Guerra Larga podían hacer al respecto; ellos mismos habían sido diezmados, y no tenían los medios ni el deseo de matar a millones de sus compatriotas campesinos. La gran mayoría de ellos se retiró a las ciudades más grandes y se preparó para defenderlas como lo habían hecho contra los musulmanes.

Durante aquel inquietante punto muerto, Kung argumentó en contra de cualquier ataque frontal, abogando por métodos más sutiles para derrotar a los señores de la guerra que quedaron encerrados en las ciudades. A algunas ciudades se les había cortado las rutas de abastecimiento, sus aeropuertos habían sido destruidos, sus puertos bloqueados; antiquísimas tácticas de asedio actualizadas con las nuevas armas de la Guerra Larga. De hecho, otra guerra larga, esta vez de tipo civil, parecía estar fraguándose, a pesar de que en China no había nadie que quisiera semejante cosa. Hasta el más pequeño de los niños vivía en las ruinas y la sombra de la Guerra Larga y sabía que otra más sería una catástrofe.

Kung se encontraba con Loto Blanco y con otros grupos revolucionarios en las ciudades controladas por los señores de la guerra. En casi todas las unidades de trabajo había trabajadores que simpatizaban con la revolución, y muchos de ellos se unían al movimiento de Zhu. En realidad, casi nadie apoyaba activa y entusiásticamente al antiguo régimen; ¿quién podía hacer semejante cosa? Habían pasado demasiadas cosas malas. Así que era cuestión de conseguir que todos los desafectos respaldaran la misma resistencia y la misma estrategia para el cambio. Kung demostró ser el líder con más influencia en este esfuerzo.

—En épocas como ésta —solía decir—, todos nos convertimos en una especie de intelectual, puesto que asuntos tan serios exigen un pensamiento exhaustivo. Ése es el esplendor de estas épocas. Nos han despertado.

Algunas de estas charlas y reuniones organizativas eran visitas peligrosas a territorio enemigo. Kung había llegado muy lejos en el movimiento de la Nueva China para poder sentirse a salvo en misiones como ésas; ahora era demasiado famoso, y a su cabeza le habían puesto un precio.

Pero una vez, en la trigésimo segunda semana del año 35, él y Bao hicieron una visita clandestina al que había sido su viejo barrio en Pekín, escondiéndose en un camión de reparto lleno de coles, y bajando cerca de la Gran Puerta Roja.

Al principio parecía que todo había cambiado. Desde luego, el barrio más cercano del otro lado de la puerta había sido demolido por completo y se habían abierto nuevas calles, por lo cual no había manera de encontrar los antiguos lugares junto a la puerta, puesto que ya no estaban. En su lugar, había una gran comisaría de policía y varias unidades de trabajo, alineadas paralelamente a la antigua muralla de la ciudad que todavía existía a una corta distancia a cada lado de la puerta. Se habían trasplantado árboles bastante grandes a las esquinas de las nuevas calles, protegidos por gruesas vallas de hierro forjado con clavos; la vegetación tenía buen aspecto. Las ventanas de los dormitorios de las unidades de trabajo daban afuera, otra nueva característica que se agradecía; en los viejos tiempos siempre habían sido construidas con paredes ciegas al mundo exterior, y sólo en los patios interiores había algún que otro signo de vida. Ahora, las calles estaban llenas de carros de vendedores y de tenderetes rodantes para la venta de libros.

—No está mal —tuvo que admitir Bao.

—A mí me gustaba más como estaba antes —dijo Kung sonriendo—. Sigamos y veamos qué podemos encontrar.

La cita era en una antigua unidad de trabajo que ocupaba varios edificios más pequeños un poco al sur del nuevo barrio. Allí, las callejuelas eran más estrechas que nunca, todo era ladrillos y polvo y barro, no se veía ni un solo árbol. Se pasearon un poco con gafas oscuras y gorra de aviador como la mitad de los jóvenes que andaban por allí. Nadie les prestaba la menor atención, y pudieron comprar un cucurucho de papel con fideos y comer de pie en una esquina entre el gentío y el tráfico, observando la familiar escena, que no parecía haber cambiado nada en los escasos pero ajetreados años que habían pasado.

—Extraño este lugar —dijo Bao.

—No pasará mucho tiempo más antes de que podamos mudarnos otra vez aquí, si queremos —respondió Kung—. Disfrutar otra vez de Pekín, el centro del mundo.

Pero primero, había que hacer la revolución. Se metieron rápidamente en una de las tiendas de la unidad de trabajo y se encontraron con un grupo de supervisores de unidad, casi todas mujeres mayores. Ellas no solían impresionarse con cualquier muchacho que abogara por un cambio total, pero para aquel entonces Kung era famoso, y lo escucharon atentamente. Le hicieron muchas preguntas detalladas, y cuando él terminó lo saludaron con la cabeza, le dieron unas palmadas en el hombro y volvieron a mandarlo a la calle, diciéndole que era un buen muchacho y que debía salir de la ciudad antes de que lo arrestaran, y que ellas lo apoyarían si fuera necesario. Eso era lo que pasaba con Kung: todos podían sentir el fuego que había en él y respondían de la manera más humana. Si él era capaz de convencer a las mujeres mayores de la Guerra Larga en una sola reunión, entonces nada era imposible. Más de una aldea y unidad de trabajo estaban pobladas enteramente por estas mujeres mayores, al igual que los hospitales y los institutos budistas. Para aquel entonces Kung ya lo sabía todo acerca de ellas: las pandillas de viudas y abuelas, las llamaba él.

—Mentes que dan miedo, ellas están más allá del mundo pero conocen de éste cada tael, por lo que pueden ser muy duras, muy poco sentimentales. Suele haber buenas científicas entre ellas. Políticas de gran ingenio. Es mejor no cruzarse con ellas. —Y él nunca lo hacía, pero aprendía de ellas, y las honraba; Kung sabía dónde radicaba el poder en cualquier situación—. Cuando las mujeres mayores y los hombres jóvenes lleguen a unirse alguna vez, ¡todo habrá acabado!

Kung también viajó a Tangshan para reunirse con Zhu Isao en persona, y para discutir con el viejo filósofo la campaña para China. Bajo la égida de Zhu, voló hasta Yingzhou y habló con los representantes japoneses y chinos de la Liga de Yingzhou; también se reunió con enviados de Travancore y con gente de Fangzhang; cuando regresó, traía promesas de apoyo de todos los gobiernos progresistas del Nuevo Mundo.

Poco tiempo después de aquello, una gran flota hodenosauní llegó a Tangshan y descargó enormes cantidades de provisiones y armas, y otras flotas similares aparecieron en todas las ciudades portuarias que todavía no estaban bajo control revolucionario, bloqueándolas en efecto si no de palabra, y las fuerzas de la Nueva China pudieron en los años siguientes ganar batallas en Shanghai, Cantón, Hangzhou, Nankín y, más adentro, en toda China. El ataque final en Pekín fue más una entrada triunfal que otra cosa; los soldados del antiguo ejército desaparecieron en la gran ciudad o huyeron para esconderse en sus últimos bastiones en Gansu; Kung estaba con Zhu en uno de los primeros camiones de una larguísima caravana de vehículos que entró en la capital sin oposición alguna; de hecho fue inmensamente celebrada cuando pasaba por la Gran Puerta Roja, en el equinoccio de primavera que daba comienzo al año 36.

Fue más tarde esa misma semana que la Ciudad Prohibida fue abierta a la gente, que sólo había estado antes allí unas pocas veces, después de la desaparición del último emperador, cuando durante algunos años de la guerra había servido como parque público y cuartel del ejército. Durante los últimos cuarenta años, había estado cerrada otra vez para la gente; ahora entraba a raudales para escuchar a Zhu y su círculo íntimo que hablaban a China y al mundo. Bao estaba entre la multitud acompañándolos, y a medida que iban pasando por debajo de la Puerta de la Gran Armonía notó que Kung miraba a su alrededor, como si estuviera sorprendido. Meneaba la cabeza y tenía una expresión extraña en el rostro; fue así que subió al estrado junto a Zhu, quien hablaría a las masas extáticas que desbordaban la plaza.

Zhu todavía estaba hablando cuando se escucharon los disparos. Zhu cayó, Kung cayó; todo era un caos. Bao luchó para abrirse paso a través de la multitud que no paraba de vociferar y llegó al círculo de gente que rodeaba a los heridos en el estrado; muchas de esas personas eran hombres y mujeres que él conocía, que intentaban establecer el orden y conseguir asistencia médica y una manera de salir de la zona del palacio hacia un hospital. Uno que lo reconoció dejó que Bao se acercara, y él corrió hasta estar junto a Kung. El asesino había utilizado las grandes balas de punta roma que se habían desarrollado durante la guerra, y había sangre en todo el estrado, chocante en su copiosa y reluciente rojez. A Zhu le habían dado en un brazo y en una pierna; a Kung en el pecho. Tenía un gran agujero en la espalda y su rostro estaba gris. Se estaba muriendo. Bao se arrodilló junto a él y le cogió la mano derecha mientras decía su nombre. Kung miró a través de él; Bao no estaba seguro de que estuviera viendo algo.

—¡Kung Jianguo! —gritó Bao. Las palabras salieron de su boca como nunca antes habían salido otras.

—Bao Xinhua —articuló Kung con los labios—. Sigue adelante.

Ésas fueron sus últimas palabras. Murió antes de que consiguieran sacarlo de allí.