Todos los trenes directos que iban a Irán pasaban por Turi, el pueblo natal de Budur, y ya fuera por ésta o por alguna otra razón, Piali organizó todo para volar desde Nsara hasta Ispahán. La nave era similar a la que Budur había cogido con Idelba para ir a las Orcadas, y se sentó en los asientos de la góndola que estaban junto a la ventanilla para mirar desde arriba tanto Firanja como los Alpes, Roma, Grecia y las islas marrones del mar Egeo; luego Anatolia y los estados del Occidente Medio. El mundo es muy grande, pensaba Budur a medida que pasaban las largas horas flotando en el aire.
Luego volaron sobre las nevadas montañas Zagros y llegaron a Ispahán, situada en la parte más alta del Zayandeh Rud, un valle alto con un río de aguas rápidas que se volcaba en una llanura de sal hacia el este. A medida que se acercaban al aeropuerto de la ciudad comenzaron a ver una inmensa extensión de ruinas alrededor de la nueva ciudad. Ispahán se encontraba en la Ruta de la Seda, y muchas ciudades consecutivas habían sido destrozadas una tras otra por Gengis Kan, Temur el Cojo, los afganos en el siglo once, y finalmente por la gente de Travancore, al final de la guerra.
No obstante, la última encarnación de la ciudad era un lugar bullicioso, con nuevas construcciones en marcha por todas partes, de manera que mientras entraban en el centro de la ciudad con el tranvía, parecía que estuvieran pasando por un bosque de grúas, cada una inclinada en un ángulo diferente sobre alguna nueva colmena de acero y hormigón. En una gran madraza que estaba en el nuevo centro de la ciudad, Abdol Zoroush y los otros científicos iraníes se reunieron con el contingente de Nsara, y los llevaron a unas habitaciones de la residencia de huéspedes más grande de su Instituto de Investigación Científica, y luego al centro de la ciudad, que recorrieron en busca de algún lugar para comer.
Las montañas Zagros dominaban la ciudad, y el río la atravesaba apenas al sur del centro, que estaba siendo construido sobre las ruinas del antiguo centro de la ciudad. La colección arqueológica del instituto, les habían contado los lugareños, se estaba llenando de antigüedades y artefactos recientemente descubiertos de diferentes épocas de la ciudad. La nueva urbe había sido diseñada con anchas calles bordeadas con hileras de árboles, que se abrían como rayos hacia el norte alejándose del río. Situada a gran altitud, debajo de montañas bastante altas, sería una ciudad muy hermosa cuando se desarrollaran los nuevos árboles. Incluso ahora era impresionante.
Evidentemente, los habitantes de Ispahán estaban orgullosos tanto de la ciudad como del instituto, y de Irán en general. Destruido repetidas veces durante la guerra, todo el país estaba ahora en reconstrucción, y con un nuevo espíritu, decían ellos, una especie de sofisticación persa, con sus ultraconservadores chiítas diluidos en la más tolerante afluencia de refugiados, inmigrantes políglotas e intelectuales del lugar que se llamaban a sí mismos ciros, por el supuesto primer rey de Irán. Esta nueva clase de patriotismo iraní resultó muy interesante a los de Nsara, puesto que parecía ser una manera de afirmar cierta independencia del islam sin renunciar a él. Los ciros que estaban en la mesa les informaron alegremente de que ahora hablaban del año no como si fuera el 1423 a.H., sino el 2561 de «la era del rey de los reyes», y uno de ellos se puso de pie para hacer un brindis recitando un poema anónimo que había sido descubierto pintado sobre las paredes de la nueva madraza:
Antiguo Irán, Eterna Persia,
atrapados en la prensa del tiempo y el mundo,
rindiéndose ante él, hermoso persa,
lengua de Hafiz, Firdusi y Jayam,
lenguaje de mi corazón, hogar de mi alma,
eres tú a quien amo si es que amo algo.
Una vez más, gran Irán, cántanos ese amor.
Y los lugareños que estaban entre ellos brindaron y bebieron, a pesar de que muchos eran claramente estudiantes de África, del Nuevo Mundo o de Aozhou.
—Éste es el aspecto que tendrá todo el mundo, a medida que la gente viaje cada vez más —dijo Abdol Zoroush a Budur y a Piali más tarde.
En ese momento, les enseñaba los jardines del instituto, muy grandes, y luego el barrio de la ribera apenas al sur de allí. Había un paseo que se estaba construyendo sobre el río, lleno de cafés y con una vista de las montañas. Zoroush decía del paseo que había sido diseñado teniendo en mente los acantilados de Nsara.
—Queríamos tener algo como en vuestra gran ciudad, a pesar de lo cercados por tierra que estamos. Queremos un poco de esa sensación de apertura.
La conferencia comenzó al día siguiente, y durante toda la semana Budur hizo poco más aparte de asistir a las sesiones sobre diferentes temas relacionados con lo que muchos allí llamaban la nueva arqueología, una ciencia que ya no era sólo una afición de anticuarios ni el brumoso punto de partida de los historiadores. Mientras tanto, Piali desaparecía en los edificios de ciencias físicas para tener reuniones con físicos. Después se juntaban otra vez los dos para cenar con grandes grupos de científicos, teniendo pocas veces la oportunidad de hablar en privado.
Para Budur las presentaciones arqueológicas, provenientes de todas partes del mundo, constituían por sí solas una enseñanza muy emocionante, dejándoles claro a ella y a todos los demás que en la reconstrucción de la posguerra, con los nuevos descubrimientos y el desarrollo de nuevas metodologías y un marco provisional de los comienzos de la historia mundial, estaban siendo testigos del nacimiento de una nueva ciencia y de una nueva comprensión de su intenso pasado. Las sesiones estaban llenas de gente y duraban hasta avanzada la tarde. Muchas de las presentaciones se hacían en los vestíbulos, con los presentadores de pie junto a carteles o pizarras, hablando y haciendo gestos y respondiendo preguntas. Había más sesiones a las que Budur hubiera querido asistir; rápidamente desarrolló el hábito de situarse en el fondo de los salones o de las multitudes que se reunían en los corredores, asimilando el tema principal de la presentación mientras leía por encima el programa y planeaba el recorrido de la hora siguiente.
En uno de los salones se detuvo a escuchar a un anciano de Yingzhou occidental, de ascendencia japonesa o china, según parecía, que hablaba en un extraño persa acerca de las culturas que existían en el Nuevo Mundo cuando había sido descubierto por el Viejo. Pero lo que en realidad le interesaba era el hecho de que fuera conocido de Hanea y de Ganagweh.
—Aunque por lo que se refiere a maquinaria, arquitectura y esa clase de cosas, los habitantes del Nuevo Mundo también existían en las épocas más antiguas, sin animales domésticos en Yingzhou, y apenas cerdos de guinea y llamas en Inca, la cultura de los incas y de los aztecas se parecía algo a lo que estamos descubriendo del antiguo Egipto. De esta manera, las tribus de Yingzhou vivieron como lo hacía la gente en el Viejo Mundo antes de que existieran las primeras ciudades, digamos alrededor de ocho mil años atrás, mientras que los imperios australes de Inca se parecían al Viejo Mundo de hace unos cuatro mil años: una diferencia notable, que sería interesante explicar si fuera posible. Tal vez Inca tenía algunas ventajas topográficas o de recursos, por ejemplo la llama, una bestia de carga que, aunque de aspecto frágil si se la mide con los valores del Viejo Mundo, era más de lo que tenía Yingzhou. Esto ponía más poder a su disposición, y como bien ha dejado claro nuestro presentador el maestro Zoroush, en las ecuaciones de energía utilizadas para juzgar a una cultura, el poder del que dispongan para ejercer presión sobre el mundo natural es un factor crucial en su desarrollo.
»De cualquier manera, el alto grado de primitivismo de Yingzhou nos da en realidad una visión de la estructura social que podría ser como la de las sociedades preagrícolas del Viejo Mundo. En algunos aspectos son curiosamente modernas. Debido a que tenían los productos básicos de la agricultura (cucurbitáceas, cereales, granos y cosas por el estilo) y una pequeña población que mantener en un bosque que proveía gran cantidad de animales de caza y frutos secos, vivían en una economía de preescasez, al igual que ahora nosotros vislumbramos un estado de abundancia creado tecnológicamente en su posibilidad teórica. En ambos, el individuo recibe más reconocimiento como poseedor o poseedora de valores, que lo que recibe un individuo en una economía de la escasez. Y hay menos dominación de una casta por otra. En estas condiciones de comodidad y abundancia material, nos encontramos con el gran igualitarismo de los hodenosauníes, el poder ejercido por las mujeres en su cultura y la ausencia de esclavitud; antes bien, la rápida incorporación de las tribus derrotadas en toda la trama del Estado.
»En la época de los Primeros Grandes Imperios, cuatro mil años más tarde, todo esto había desaparecido, reemplazado por un verticalismo autoritario, con reyes-dioses, una casta de sacerdotes con máximos poderes, permanente control militar y la esclavitud de las naciones vencidas. Estos tempranos acontecimientos, o se debería decir patologías, de la civilización (porque la agrupación de gentes en ciudades aceleró considerablemente este proceso) no han sido tratados hasta ahora, cuando han pasado unos cuatro mil años, en las sociedades más progresistas del mundo.
»Mientras tanto, por supuesto, estas dos culturas arcaicas han desaparecido de este mundo casi por completo, principalmente debido al impacto de las enfermedades del Viejo Mundo en las poblaciones que aparentemente nunca habían estado expuestas a ellas. Curiosamente, fueron los imperios australes los que se vinieron abajo más rápida y completamente, conquistados casi incidentalmente por los ejércitos de oro de los chinos, y luego rápidamente devastados por las enfermedades y el hambre, como si un cuerpo sin la cabeza debiera morir instantáneamente. Mientras que en el norte era completamente diferente, primero porque los hodenosauníes eran capaces de defenderse en las profundidades del gran bosque oriental, sin sucumbir nunca totalmente ni ante los chinos ni ante la incursión islámica desde el otro lado del Atlántico, y segundo porque eran mucho menos susceptibles a las enfermedades del Viejo Mundo, probablemente por haber estado expuestos a ellas anteriormente a través de monjes, comerciantes, cazadores y prospectores japoneses ambulantes, quienes terminaron infectando a la población local en números reducidos, sirviendo en realidad así de inóculos humanos, inmunizando o por lo menos preparando a la población de Yingzhou para una incursión más completa de asiáticos, quienes no tuvieron un efecto tan devastador, a pesar de que por supuesto murió mucha gente y desaparecieron muchas tribus.
Budur reanudó la marcha, pensando en la noción de una sociedad de la abundancia, de la cual nunca había escuchado nada en absoluto en la hambrienta Nsara. Pero era la hora de otra sesión, una asamblea plenaria que Budur no quería perderse, y que resultó ser una de las más concurridas. Trataba sobre la cuestión de los francos perdidos, y sobre por qué la peste los había atacado tan terriblemente.
En este campo, el erudito zott Istvan Romani había realizado muchos trabajos; este investigador había trabajado en toda la periferia de la zona de la peste, en Magyaristán y en Moldavia; y la peste en sí había sido estudiada en profundidad durante la Guerra Larga, cuando parecía posible que uno u otro lado la desencadenara para utilizarla a modo de arma. Ahora se entendía que en los primeros siglos había sido transmitida por pulgas que vivían en las ratas grises, que viajaban en los barcos y las caravanas. Un pueblo llamado Issyk Kul, al sur del lago Balkhash en Turquestán, había sido estudiado por Romani y por un erudito chino llamado Jiang, y habían encontrado en el cementerio de los nestorianos del pueblo pruebas de una gran muerte en masa por la peste alrededor del año 700. Éste había sido aparentemente el comienzo de la epidemia que se había trasladado hacia el oeste por la Ruta de la Seda hasta Sarai, capital en aquella época del kanato de la Horda de Oro. Uno de sus kanes, Yanibeg, había sitiado el puerto genovés de Kaffa, en Crimea, catapultando los cuerpos de las víctimas de la peste sobre los muros de la ciudad. Los genoveses habían arrojado los cuerpos al mar, pero esto no había evitado que la peste infectara a toda la red genovesa de puertos comerciales, incluyendo, finalmente, a todo el Mediterráneo. La plaga se movía de puerto en puerto, daba un respiro durante los inviernos, y luego se reanudaba en el interior la primavera siguiente; este desarrollo siguió así durante más de veinte años. Todas las penínsulas más occidentales del Viejo Mundo fueron devastadas, y la epidemia se movió hacia el norte desde el Mediterráneo y nuevamente hacia el este, hasta Moscú, Novgorod, Copenhague y los puertos bálticos. A finales de esta época la población de Firanja era tal vez el treinta por ciento de lo que había sido antes del comienzo de la epidemia. Luego, en los años cercanos a 777, fecha considerada significativa en aquella época por algunos mulás y místicos sufies, una segunda oleada de la peste —si es que fue la peste— había matado a casi todos los supervivientes de la primera oleada, de manera que los marineros a comienzos del siglo ocho informaron haber visto, generalmente desde el mar, una tierra totalmente despoblada.
Ahora había eruditos expositores que creían que la segunda peste en realidad había sido de ántrax, siguiendo a la peste bubónica; había otros que sostenían la posición opuesta, argumentando que los informes contemporáneos de la primera enfermedad coincidían con las pecas propias del ántrax más a menudo que con las bubas de la peste bubónica, mientras que el golpe final había sido la peste. En esta sesión se explicó que la peste en sí tenía formas bubónica, séptica y neumónica, y que la neumonía provocada por la forma neumónica era contagiosa, muy rápida y mortífera; y la forma séptica, más mortífera aún. Por supuesto que se habían aclarado muchas cosas acerca de estas enfermedades a partir de las desdichadas experiencias de la Guerra Larga.
¿Pero por qué la enfermedad, cualquiera que fuere, o en cualquier combinación, había sido tan mortífera en Firanja y no en otra parte? La asamblea ofreció presentación tras presentación de eruditos que sugerían una hipótesis tras otra. Al final de aquel día, durante la cena, Budur le describió a Pilai todas aquellas hipótesis ayudándose con sus apuntes, y él las escribió rápidamente en una servilleta.
—¿Manchas solares? —interrumpió Piali.
—Eso dijo. —Budur se encogió de hombros.
—Pues entonces —dijo Piali mirando la servilleta—, quizá fueran los animálculos de la peste, o algún otro animálculo, o alguna característica de la gente, o sus costumbres, o su tierra, o el clima, o las manchas solares. —Sonrió—. Pienso que eso lo cubre casi todo. Tal vez deberían incluirse también los rayos cósmicos. ¿No se descubrió en aquella época una gran supernova?
Budur no pudo evitar reírse.
—Creo que eso fue antes. De todas formas, tienes que admitirlo, el trabajo tiene mérito.
—Como tantas otras cosas, pero con ésta parecería que tenemos un largo camino por recorrer.
Las presentaciones continuaron, fluctuando entre los informes del mundo que había existido apenas antes de la Guerra Larga, regresando en el tiempo hasta los primeros restos humanos. Este trabajo de los primeros humanos obligó a todos a considerar una de las discusiones más vastas que se estaban desarrollando en el campo de la ciencia: la de los comienzos de la humanidad.
La arqueología como disciplina tenía sus orígenes principalmente en la burocracia china, pero había sido aprendida rápidamente por los dinei, quienes estudiaron con los chinos y regresaron a Yingzhou con la intención de aprender lo que pudieran acerca del pueblo que llamaban los anasazi, quienes les habían precedido en el seco oeste de Yingzhou. El erudito dinei Anán y sus colegas habían ofrecido las primeras explicaciones de la emigración y la historia humanas, afirmando que las tribus de Yingzhou habían extraído el estaño de la isla Amarilla en el más grande de los Grandes Lagos, Manitoba, y habían enviado aquel estaño por barco hasta todas las culturas africanas y asiáticas de la era del bronce. El grupo de Anán sostenía que la civilización había comenzado en el Nuevo Mundo con los incas, los aztecas y las tribus de Yingzhou, en especial las más antiguas que precedieron a los anasazis en los desiertos occidentales. Sus inmensos y antiquísimos imperios habían enviado embarcaciones de madera balsa y junco, cambiando estaño por especias y muchas variedades de plantas de procedencia asiática, y aquellos comerciantes de Yingzhou habían establecido las civilizaciones mediterráneas que precedieron a Grecia, especialmente los antiguos imperios de Egipto y del Occidente Medio, de Asiria y de Sumeria.
En cualquier caso, eso era lo que los arqueólogos dinei habían asegurado, con un argumento sumamente elocuente, con toda clase de objetos de todas partes del mundo para sostenerlo. Pero ahora estaban apareciendo muchas evidencias en Asia, en Firanja y en África, que indicaban que esta historia no era la correcta. Las dataciones más antiguas de poblaciones humanas en el Nuevo Mundo eran de aproximadamente veinte mil años atrás, y al principio todos habían estado de acuerdo en que aquello era muchísimo tiempo, y que precedían por mucho tiempo a las primeras civilizaciones conocidas en la historia del Viejo Mundo, China y Occidente Medio y Egipto; así que en ese momento todo había parecido plausible. Pero ahora que la guerra había terminado, los científicos estaban comenzando a investigar el Viejo Mundo de una manera que no había sido posible en una época anterior a la arqueología moderna. Y lo que estaban encontrando era una gran cantidad de pruebas que indicaban la existencia de un pasado humano mucho más antiguo que cualquiera conocido hasta entonces. Las cuevas del sur de Nsara que albergaban dibujos de animales databan ahora con total seguridad de cuarenta mil años atrás. Los esqueletos encontrados en el Occidente Medio resultaron tener cien mil años. Y había eruditos de Ingali en Sudáfrica que decían haber encontrado restos de humanos, o de antepasados prehumanos que parecían tener varios cientos de miles de años. No podían utilizar la datación con isótopos para estos hallazgos, pero tenían diferentes métodos que parecían tan buenos como el método que utilizaba la desintegración atómica.
En nigún otro sitio de la Tierra había gente haciendo una reivindicación como ésta para los africanos, y había mucho escepticismo alrededor del tema; algunos ponían en duda los métodos de datación, otros sencillamente desechaban terminantemente esa reivindicación, como si se tratara de una manifestación de alguna clase de patriotismo continental o racial. Naturalmente, los eruditos africanos se disgustaron con aquella respuesta, y esa tarde la asamblea adquirió un aspecto volátil que no pudo evitar que la gente recordara los tiempos de la última guerra. Era importante mantener el discurso sobre una base científica, como una investigación de hechos incontaminados por la religión o por la política o por las diferencias raciales.
—Supongo que puede haber patriotismo en cualquier cosa —le dijo Budur a Piali aquella noche—. El patriotismo arqueológico es absurdo, pero está empezando a parecer que así fue como comenzó en Yingzhou. Una tendencia inconsciente, sin duda, hacia la región de cada uno. Y hasta que determinemos las fechas de las cosas, el modelo que reemplazará al de ellos es una cuestión abierta.
—Seguramente los métodos de datación mejorarán —dijo Piali.
—Es cierto. Pero mientras tanto todo es confusión.
—Es una característica de todas las cosas.
Los días pasaban rapidísimos en el torbellino de las reuniones. Budur se levantaba todos los días al amanecer, iba al comedor de la madraza para tomar un pequeño desayuno, y luego asistía a charlas y sesiones y explicaciones de carteles hasta la cena y, después de la cena, hasta bien entrada la noche. Una mañana se asustó al escuchar a una joven mujer describiendo su descubrimiento de lo que parecía ser una rama perdida del feminismo en las primeras épocas del islamismo, una rama que había alimentado el renacimiento de Samarcanda, y que luego había sido destruida y su recuerdo aniquilado. Aparentemente un grupo de mujeres en Qom se había declarado en contra del dominio de los mulás, y habían llevado a sus familias hasta la ciudad amurallada de Derbent, en la Bactriana, un lugar que había sido conquistado por Alejandro Magno y que aún vivía una vida griega de dicha transoxiánica mil años más tarde, cuando llegaron las mujeres rebeldes musulmanas con sus familias. Juntos crearon una forma de vida en la que todos los seres vivientes eran iguales ante Alá y entre ellos, algo parecido a lo que hubiera hecho Alejandro, puesto que él era discípulo de las reinas de Creta. Entonces, la gente de Derbent vivió felizmente durante muchos años, y a pesar de que no tenían mucho trato con nadie y no intentaron imponerse en el resto del mundo, transmitieron algo de lo que habían aprendido a la gente con la que comerciaban cerca de Samarcanda; y en esta ciudad adquirieron esos conocimientos, e hicieron de ellos el comienzo del renacimiento del mundo. Todo esto puede leerse en las ruinas, insistía la joven investigadora.
Budur anotó las referencias, dándose cuenta a medida que lo hacía de que la arqueología también podía ser una especie de deseo, o incluso una declaración sobre el futuro. Regresó a los corredores, meneando la cabeza. Tendría que hablar con Kirana acerca de esto. Tendría que averiguarlo ella misma. ¿Quién sabía, realmente, lo que la gente había hecho en el pasado? Muchas cosas habían ocurrido y nunca se había escrito nada sobre ellas y después de un tiempo habían sido totalmente olvidadas. Podría haber pasado casi cualquier cosa, cualquier cosa. Y estaba ese fenómeno que Kirana había mencionado una vez de pasada, de la gente imaginando que las cosas eran mejores en otra tierra, lo cual después la animaba a tratar de realizar alguna clase de proceso en su propio país. De esta manera, las mujeres habían imaginado en todas partes que a las mujeres de otras partes les iba mejor que a ellas, y de esta manera habían tenido el coraje de exigir cambios. Y sin duda había otros ejemplos de aquella tendencia, gente imaginando algo bueno antes de que ocurriera realmente, como en los cuentos del buen lugar descubierto y luego perdido, lo que los chinos llamaban los cuentos de «El nacimiento del río del melocotón en flor». Historia, fábula, profecía; no había manera de distinguirlas, tal vez hasta después de que pasaran varios siglos y las historias se habían narrado de una u otra manera.
Pasó por muchas otras sesiones, y aquella impresión de la interminable lucha y el interminable esfuerzo de la gente, interminables experimentaciones, de seres humanos agitándose violentamente tratando de encontrar un modo de vivir juntos, simplemente se hizo en ella más profunda. Una imitación del Potala se erguía fuera de Pekín a dos tercios de su tamaño real; el complejo de un antiguo templo, tal vez de origen griego, perdido en las selvas del Amazonas; otro en las selvas de Siam; una capital inca construida en lo alto de las montañas; esqueletos humanos en Firanja, cráneos cuya forma no era muy parecida a la de los cráneos humanos modernos; chozas hechas con huesos de mamut; los círculos de piedra para medir el tiempo en Gran Bretaña; la tumba intacta de un faraón egipcio; los restos prácticamente intactos de una aldea medieval francesa; el pecio en la península de Ta Shu; el continente de hielo que rodea al polo sur; las primeras cerámicas incaicas pintadas con motivos del sur de Japón; leyendas mayas de una «gran llegada» desde el oeste de un dios llamado Itzamna, que era el nombre de la diosa madre Shinto de la misma época; monumentos megalíticos en la cuenca del gran río de los incas que se parecían a los megalitos del Magreb; antiguas ruinas griegas en Anatolia que parecían ser la Troya de La Iliada, el poema épico de Homero; enormes figuras alineadas en las llanuras incaicas que sólo podían verse bien desde el cielo; la aldea junto a la playa en las Orcadas que Budur había visitado con Idelba; una ciudad griega y romana muy completa en Éfeso, en la costa de Anatolia; estos y muchos, muchos más descubrimientos similares fueron descritos. Cada día era una avalancha de palabras, Budur tomaba apuntes sin cesar en su cuaderno y pedía reimpresiones de artículos, si estaban en árabe o en persa. Se interesó especialmente por las sesiones que hablaban de métodos de datación; los científicos que trabajaban en este tema le decían a menudo cuánto debían ellos al trabajo innovador de su tía. Ahora estaban investigando otros métodos de datación, por ejemplo el buscar la coincidencia entre los aros sucesivos en el tronco de un árbol para crear la «dendrocronología», que avanzaba bastante bien, y también la medición de una clase particular de luminiscencia de la pérdida de la energía qi que fue fijada en cerámicas que habían sido puestas a temperaturas lo suficientemente altas. Pero había mucho trabajo que hacer todavía en relación a estos métodos, y nadie estaba contento con el estado actual de sus habilidades para datar lo que encontraban del pasado en la tierra.
Un día, un grupo de arqueólogos que habían utilizado el trabajo de Idelba sobre datación se reunieron con Budur, y todos atravesaron el campus de la madraza para asistir a una sesión para recordar a Idelba organizada por los físicos que la habían conocido. Esta sesión iba a consistir en un número de panegíricos, una presentación de los diferentes aspectos de su obra, algunas presentaciones de trabajos recientes que se referían al de ella, y luego una breve fiesta en recuerdo de su vida.
Budur paseaba por las habitaciones de aquella sesión conmemorativa aceptando elogios para su tía, y condolencias por su fallecimiento. Los hombres del salón (porque eran casi todos hombres) se preocupaban mucho por ella, y en su mayoría eran bastante entusiastas. El recuerdo de Idelba dibujaba sonrisas en sus rostros. Budur se llenó de sorpresa y de orgullo ante aquella efusión de afecto, aunque a veces también le causaba un poco de dolor; ellos habían perdido a una apreciada colega, pero ella había perdido al único familiar que le importaba, y no siempre podía mantener la obra de su tía como único centro de atención.
En cierto momento se le pidió que hablara a la asamblea y entonces hizo todo lo posible para serenarse y reunir fuerzas mientras subía al estrado, pensando mientras caminaba en sus soldados ciegos, quienes existían en su mente como una especie de bastión o de ancla, un punto de referencia de lo que era verdaderamente triste. A diferencia de aquello, esto era verdaderamente una celebración, y sonrió al ver a toda aquella gente reunida para honrar a su tía. Solamente quedaba decidir qué diría, y mientras subía los escalones se le ocurrió que sólo necesitaba intentar imaginar lo que hubiera dicho la propia Idelba, y luego parafrasearlo. Ése era un sentido de la reencarnación en el que ella podía creer.
Así que miró desde arriba a los físicos, sintiéndose tranquila y anclada por dentro, y les agradeció su presencia:
—Todos sabéis lo involucrada que estaba Idelba en el trabajo de física atómica que estáis haciendo ahora vosotros —dijo luego—. Que debería ser utilizado por el bien de la humanidad y por nada más. Creo que el mejor homenaje que podéis ofrecerle sería la creación de una especie de organización de científicos dedicados a la divulgación y utilización de vuestro conocimiento. Tal vez podamos hablar de eso más tarde. Sería muy apropiado que tal organización llegara a ser el resultado de pensar en los deseos de Idelba, debido a una creencia que ella sostenía, como vosotros sabéis, de que los científicos, entre el resto de gente, eran con quienes podía contarse para hacer lo que estaba bien, porque sería lo más científico que pudiera hacerse.
Sintió una especie de inmovilidad en la audiencia. Las miradas de los rostros que tenía ante sí eran de repente muy parecidas a las de sus soldados ciegos: dolor, nostalgia, esperanza desesperada; pesar y resolución. Muchas de las personas en aquel salón se habían visto sin duda involucradas en el esfuerzo de guerra de sus respectivos países; al final, también, cuando la carrera tecnológica militar se había acelerado considerablemente, y las cosas se habían puesto especialmente feroces y estremecedoras. Los inventores de los proyectiles de gas que habían dejado ciegos a tantos soldados bien podían encontrarse en ese salón.
—Ahora bien —continuó Budur con cautela—, es obvio que éste no siempre ha sido el caso, hasta ahora. Los científicos no siempre han hecho lo correcto. Pero la visión que Idelba tenía de la ciencia era la de algo progresivamente mejorable, simplemente como una cuestión de hacerla más científica. Ese aspecto es una de las maneras de definir la ciencia, en contraste con muchas otras actividades o instituciones humanas. Por lo tanto, para mí esto la convierte en una especie de oración, o de culto al mundo. Es un trabajo de devoción. Este aspecto no debe olvidarse nunca, siempre que recordemos a Idelba, y siempre que pensemos en las aplicaciones de nuestro trabajo. Gracias.
Después de eso se acercó más gente que nunca para expresar su agradecimiento y su aprecio, a pesar de la sustitución del objeto ausente. Y más tarde, cuando la hora conmemorativa se extinguía poco a poco, algunos fueron a cenar a un restaurante cercano, y cuando terminaron, un grupo aún más pequeño se rezagó después con el café y el baklava. Era como si estuvieran en uno de los cafés azotados por la lluvia de Nsara.
Y finalmente, muy tarde en la noche, cuando apenas quedaba una docena de noctámbulos y los camareros del restaurante hacían cara de querer cerrar, Piali miró a su alrededor y recibió una inclinación de cabeza de parte de Abdol Zoroush, y miró a Budur:
—Aquél es el doctor Chen —le dijo, señalando a un chino de cabellos blancos que estaba en la punta de la mesa, quien saludó con la cabeza—, ha traído trabajo de su equipo sobre el alactino. Ésta era una de las cosas con las que Idelba estaba trabajando, como tú sabes. Él quiere compartir su trabajo con todos nosotros. Ellos han llevado a cabo las mismas mediciones que nosotros, con respecto a la división de los átomos de alactino, y a cómo se puede aprovechar esto para crear un explosivo. Pero ellos incluso han hecho más cálculos, que el resto de nosotros hemos revisado durante la conferencia, incluyendo aquí al maestro Ananda —y otro anciano sentado al lado de Chen saludó con la cabeza—, y que dejan claro que la forma particular de alactino que sería necesaria para cualquier reacción explosiva en cadena es de una naturaleza tan extraña que no podría ser reunida en cantidades suficientes. Primero tendría que reunirse una forma natural y luego tendría que ser procesada en fábricas, con un procedimiento que ahora mismo es sólo hipotético; y aunque fuera factible hacerlo, sería tan difícil que se necesitaría toda la capacidad industrial de un Estado para producir el material necesario para hacer aunque sólo fuera una bomba.
—¿De verdad? —preguntó Budur.
Todos asintieron con la cabeza, pareciendo silenciosamente aliviados, hasta felices. El traductor del doctor Chen le habló en chino y él asintió y respondió algo.
El traductor dijo en persa:
—El doctor Chen quisiera agregar que, por sus observaciones, parece muy poco probable que cualquier país sea capaz de reunir esos materiales durante muchos años, aunque quisieran. Así que estamos a salvo. A salvo de eso, en cualquier caso.
—Entiendo —dijo Budur, y saludó con la cabeza al anciano chino—. ¡Como sabéis, Idelba estaría muy contenta si oyera lo que decís! Estaba bastante preocupada, como sin duda sabéis. Pero también exigiría la creación de una especie de organización científica, tal vez de físicos atómicos. O un grupo científico más general, que tomara medidas para asegurarse de que la humanidad no se vea nunca amenazada por la posibilidad del uso bélico de lo que ella investigó. Después de lo que ha pasado el mundo con la guerra, no creo que pudiera soportar la introducción de una superbomba. Nos llevaría a todos a la locura.
—Exactamente —dijo Piali, y cuando las palabras de Budur fueron traducidas, el doctor Chen volvió a hablar.
Su traductor dijo:
—El estimado profesor dice que piensa que los comités científicos para aumentar…, o…, o para asesorar…
El doctor Chen intervino con un comentario.
—Guiar a los gobiernos del mundo, dice, diciéndoles lo que es posible, lo que es aconsejable… Dice que piensa que esto podría hacerse discretamente, en el… agotamiento de la posguerra. Dice que piensa que los gobiernos accederán a que existan tales comités, porque al principio no serán conscientes de lo que esto significa…, y para cuando se den cuenta de lo que significa, serán incapaces de…, de desmantelarlos. Y entonces los científicos podrían tener un papel más… más importante en los asuntos políticos. Eso es lo que dijo.
Los otros asentían con aire pensativo, algunos prudentes, otros preocupados; sin duda, muchos de los hombres allí presentes estaban pagados por sus respectivos gobiernos.
—Al menos podemos intentarlo —dijo Piali—. Sería una muy buena manera de recordar a Idelba. Y podría llegar a funcionar. Como mínimo, parece que podría ayudar.
Todos asintieron otra vez con la cabeza, y después de la traducción, el doctor Chen asintió también.
—Podría ser introducido simplemente como una cuestión científica, de coordinación de esfuerzos, sabéis, como parte de la creación de una ciencia mejor —se atrevió a decir Budur—. Al principio cosas sencillas que parecen totalmente inofensivas, como la uniformidad de los sistemas de pesos y medidas, racionalizados matemáticamente. O un calendario solar preciso controlado por el movimiento de la Tierra alrededor del sol. Ahora mismo, ni siquera estamos de acuerdo en la fecha. Todos venimos aquí en años diferentes, como sabéis, y ahora nuestros anfitriones han resucitado otro nuevo sistema. Ahora mismo debe haber múltiples cronologías en uso. Ni siquiera estamos de acuerdo en la duración del año. De hecho todavía estamos viviendo en historias diferentes, a pesar de que se trata de un mismo mundo, como nos ha enseñado la guerra. Vosotros los científicos deberíais tal vez reunir a vuestros matemáticos y astrónomos, y establecer un calendario científicamente preciso, y comenzar a utilizarlo para todos los trabajos científicos. Eso podría llevarnos a un sentido más amplio de comunidad mundial.
—¿Y cómo comenzaríamos? —preguntó alguien.
Budur se encogió de hombros; no había pensado en esa parte. ¿Qué diría Idelba?
—¿Qué os parece si comenzamos ahora mismo? Asignemos a este encuentro la fecha cero. Después de todo, es primavera. Comenzar el año con el equinoccio de primavera, tal vez, como ya lo hacen muchos, y luego sencillamente numerar los días de cada año, evitando las diferentes maneras de calcular meses y cosas por el estilo, las semanas de siete días, las semanas de diez días, todo eso. O cualquier otra cosa sencilla, algo que esté más allá de la cultura, algo que no pueda ser discutido por su origen físico. Día dos cincuenta y siete del Año Uno. Hacia adelante y hacia atrás a partir de esa fecha cero, trescientos sesenta y cinco días, agregando los días sueltos, lo que sea necesario para ser preciso con la naturaleza. Luego, cuando todo esto esté universalizado, o aceptado en todo el mundo, cuando llegue el momento en que los gobiernos comiencen a presionar a sus científicos para que trabajen solamente para una parte de la humanidad, pueden decir: lo siento, la ciencia no trabaja de esa manera. Formamos parte de un sistema que trabaja para todos los pueblos. Sólo trabajamos para que las cosas vayan bien.
El traductor vertía todo esto al chino para el doctor Chen, quien observaba atentamente a Budur mientras hablaba. Cuando terminó, asintió con la cabeza y dijo algo.
—Dice que ésas son buenas ideas. Que lo intentemos y veamos qué sucede —dijo el intérprete.
Después de aquella noche, Budur siguió asistiendo a las sesiones, y tomando apuntes, pero estaba distrída por pensamientos acerca de las discusiones en privado que sabía se estaban llevando a cabo entre los físicos en el otro lado de la madraza: se estaban haciendo planes. Piali le contó todo al respecto. Sus apuntes comenzaron a convertirse en listas de cosas que se debían hacer. En la soleada Ispahán, una ciudad que era vieja pero totalmente nueva, como un jardín recién plantado en un mar de ruinas, era fácil olvidar el hambre que pasaban en Firanja, en China y en África, y de hecho en la mayor parte del mundo. Puesto sobre el papel, parecía que podían salvarlo todo.
Una mañana, sin embargo, pasó por la presentación de un cartel que le llamó la atención. Se llamaba: «Una aldea tibetana encontrada intacta». Parecía igual que cualquier otro cartel, pero había algo en éste que le llamaba mucho la atención. Como muchos carteles, el texto principal era en persa, con textos más pequeños traducidos al chino, támil, árabe y algonquino, las «cinco grandes» lenguas de la conferencia. La presentadora y autora del cartel era una mujer joven, grande y de rostro plano, que respondía nerviosamente las preguntas de un pequeño grupo, no más de media docena de personas, que se habían reunido para escuchar la presentación formal. Ella misma era tibetana, aparentemente, y estaba utilizando a uno de los traductores iraníes para contestar todas las preguntas que recibía. Budur no estaba segura de si ella hablaba en tibetano o en chino.
De cualquier manera, como ella le explicaba a alguien, una avalancha y un desprendimiento de rocas habían cubierto una aldea en las montañas del Tíbet; como consecuencia de ello, se había conservado todo lo que había en la aldea como si se tratara de un enorme refrigerador de roca, de modo que los cuerpos habían quedado congelados, y todo estaba en perfecto estado: los muebles, las ropas, la comida, hasta los últimos mensajes que los dos o tres aldeanos instruidos habían escrito, antes de que la falta de oxígeno los matara.
Las fotografías de la aldea excavada hicieron que Budur se sintiera muy extraña. Tenía cosquillas justo detrás de la nariz, o sobre el paladar, hasta que pensó que podría llegar a estornudar, o a tener náuseas, o a llorar. Había algo espantoso acerca de aquellos cadáveres, casi sin alterar a través de todos los siglos; sorprendidos por la muerte, pero obligados a esperarla. Algunos hasta habían escrito mensajes de despedida. Miró las fotografías de los mensajes, escritos en el margen de un libro religioso; la letra era clara, y parecía sánscrito. La taducción árabe que había debajo de una de ellas tenía un sonido familiar:
Hemos sido enterrados por una gran avalancha, y no podemos salir. Kenpo aún lo está intentando, pero no va a funcionar. El aire se está poniendo malo. No tenemos mucho tiempo. En esta casa estamos Kenpo, Iwang, Sidpa, Zasep, Dagyab, Tenga y Baram. Puntsok se fue justo antes de que cayera la avalancha, no sabemos qué ha sido de él. «Toda existencia es como el reflejo de un espejo, sin sustancia, un fantasma de la mente. Tomaremos forma otra vez en otro lugar». Alabado sea Buda el Misericordioso.
Las fotografías se parecían un poco a las que Budur había visto de ciertos desastres ocurridos durante la guerra, la muerte invadiendo sin dejar demasiada marca en la vida cotidiana, excepto en que todo había cambiado para siempre. Al mirarlas, Budur se sintió de repente mareada, y en el vestíbulo de la cámara de la conferencia pudo sentir casi el choque de la nieve y las rocas cayendo sobre su tejado, atrapándola. Y a toda su familia y amigos. Pero así era como había ocurrido. Así era como ocurría.
Todavía estaba bajo el hechizo del cartel, cuando Piali llegó apresuradamente.
—Me temo que tendremos que regresar a casa lo antes posible. El mando del ejército ha suspendido al gobierno e intenta tomar el poder en Nsara.
Volaron de regreso al día siguiente, Piali preocupado por la lentitud del viaje, con el deseo de que los aviones militares hubieran sido adaptados más generalmente para el uso de pasajeros civiles y preguntándose si serían arrestados al llegar, como intelectuales que visitaban una potencia extranjera en tiempos de emergencia nacional, o algo por el estilo.
Pero cuando llegaron al campo de aviación cercano a Nsara, no sólo no fueron arrestados sino que, de hecho, mirando por las ventanas del tranvía a medida que iba entrando en la ciudad, no podían decir que algo hubiera cambiado.
Pero cuando bajaron del tranvía y fueron caminando hasta el barrio de la madraza, pudieron apreciar alguna diferencia. Los muelles estaban más tranquilos. Los estibadores habían pasado el trabajo en los muelles para protestar por el golpe de estado. Ahora había soldados de guardia en las grúas y los pórticos, y grupos de hombres y mujeres en las esquinas de las calles que observaban a los soldados.
Piali y Budur entraron en las oficinas del edificio de física, y escucharon las últimas noticias de boca de los colegas de Piali. El comando del ejército había disuelto el consejo de Estado de Nsara y los panchayats barriales, y declarado la ley marcial. La estaban llamando sharia; algunos mulás estaban de acuerdo con esta medida, y eso aseguraba cierta legitimidad religiosa al nuevo régimen, aunque muy superficial; los mulás involucrados en esa política eran reaccionarios de línea dura que no estaban al tanto de todo lo que había estado pasando en Nsara desde la guerra, parte de la gente que planteaba «nosotros ganamos», o, como los había llamado siempre Hasán, la gente del «nosotros habríamos ganado si no hubiera sido por los armenios, los sijs, los judíos, los zott, y cualquier otro que no nos caiga bien», es decir la gente del «nosotros habríamos ganado si el resto del mundo no nos hubiera molido a palos». Para estar entre personas de igual parecer tendrían que haberse mudado a los emiratos alpinos o a Afganistán hacía ya mucho tiempo.
Así que nadie fue engañado por la fachada del golpe. Y puesto que las cosas últimamente se habían estado poniendo un poco mejor, el momento del golpe no fue particularmente bueno. No tenía sentido; aparentemente sólo había sucedido porque los oficiales habían estado viviendo con ingresos fijos durante el período de la hiperinflación, y pensaban que los demás estaban tan desesperados como ellos. Pero mucha, mucha gente estaba todavía harta del ejército, y apoyaban a sus panchayats barriales si no eran del consejo de Estado. Así que a Budur le parecía que las posibilidades para una resistencia exitosa eran buenas.
Kirana era mucho más pesimista. Se enteraron de que ella estaba en el hospital; Budur salió corriendo hacia allí apenas lo supo; se sentía herida y asustada. Era sólo para unas pruebas, le informó Kirana bruscamente, aunque no las identificaba; tenía algo que ver con la sangre o los pulmones, sacó Budur en conclusión. Sin embargo, desde la cama del hospital estaba llamando a todas las zawiyyas de la ciudad, organizando cosas.
—Ellos tienen las armas, así que pueden ganar, pero no lo van a tener tan fácil.
Muchos de los estudiantes de la madraza y del instituto ya estaban reunidos en grupos numerosos en la plaza central, en el camino del acantilado y en los muelles, y en los grandes patios de la mezquita, gritando, coreando, cantando, y a veces arrojando piedras. Kirana no estaba satisfecha con estas acciones y se pasaba hablando por teléfono su descanso para tratar de programar un mitin:
—Os esconderán otra vez detrás del velo, intentarán volver atrás el reloj hasta que todas seáis otra vez animales domésticos; tenéis que salir a las calles en gran número, esto es lo único que asusta a los líderes del golpe.
Siempre «vosotras» y no «nosotras», notó Budur, como si Kirana se excluyera, como si estuviera hablando póstumamente, a pesar de que estaba encantada de poder involucrarse claramente en aquellas actividades. Y encantada también de ver a Budur de visita en el hospital.
—No podrían haber sido más inoportunos —le dijo a Budur con una especie de regocijo cáustico.
No sólo estaba disminuyendo la ya escasa comida, sino que además era primavera, y como solía ocurrir en Nsara, los eternos cielos nublados se habían aclarado de golpe y el sol brillaba cada día, iluminando nuevos verdes que brotaban por todas partes en los jardines, el campo y las grietas del pavimento. El cielo estaba totalmente despejado y relucía como lapislázuli sobre las cabezas, y cuando veinte mil personas se reunieron en el puerto comercial y marcharon por el bulevar Sultana Katirna hasta la mezquita de los Pescadores, muchos miles más vinieron a mirar y se unieron a la multitud que marchaba, hasta que el ejército que rodeaba el barrio disparó botes de gas pimienta y la gente comenzó a correr en todas las direcciones, saliendo de las grandes calles transversales, cortando a través de la medina que flanqueaba el río Lawiyya, causando la impresión de que toda la ciudad se había amotinado. Después de ocuparse de los que habían sido afectados por el gas, la multitud regresó aún más numerosa de lo que había sido antes del ataque.
Esto sucedió dos o tres veces en un mismo día, hasta que la gran plaza frente a la mezquita más grande de la ciudad y al antiguo palacio se llenó de gente, junto a las alambradas que ahora rodeaban el palacio, cantando canciones, escuchando discursos y coreando consignas y suras del Corán que apoyaban los derechos de la gente contra el soberano. La plaza no se vaciaba nunca, ni siquiera se notaba menos gente en algún momento; la gente iba a casa a buscar comida y atender otras necesidades, dejando a los jóvenes para que sostuvieran la protesta durante la noche, pero volvía a rellenar la plaza en cuanto salía el sol de esos días cada vez más largos para dar testimonio. Toda la ciudad estuvo efectivamente cerrada durante el primer mes de la primavera, como un revolucionario ramadán.
Un día, Kirana fue llevada en silla de ruedas por sus alumnos hasta la plaza del palacio, y sonrió al ver todo aquello.
—Ahora sí, esto es lo que funciona —dijo—. ¡Simplemente, es una cuestión de números!
La llevaron a través de la multitud hasta el precario estrado que se montaba cada día con plataformas de carga traídas de los muelles, y la subieron allí para que diera un discurso, algo que ella hizo con deleite, con el estilo habitual, a pesar de su debilidad física. Cogió el micrófono y habló:
—Mahoma expresó la idea de que todos los seres humanos tienen derechos y que no es posible negarlos sin insultar al Creador. Alá hizo que todos los seres humanos fueran Sus criaturas por igual y que ninguno tuviera que servir a otro. Este mensaje llegó en una época muy lejana a estas prácticas, y el curso del progreso de la historia ha sido el trabajo de iluminar estos principios del islamismo y el establecimiento de la verdadera justicia. ¡Estamos aquí para continuar ese trabajo!
»En especial las mujeres han tenido que luchar contra las malas interpretaciones del Corán, enjauladas en su casa y en el velo y en el analfabetismo, hasta que el propio islamismo se hundió bajo la ignorancia general de todos, ¿porque cómo pueden los hombres ser sabios y prósperos cuando de niños son educados por gente que no sabe nada?
»Así luchamos la Guerra Larga y la perdimos; para nosotros, eso fue la Nakba. Ni los armenios ni los birmanos ni los judíos ni los hodenosauníes ni los africanos fueron responsables de nuestra derrota, ni fundamentalmente ningún problema del propio islamismo, puesto que es la voz del amor a Dios y a la integridad de la humanidad, sino sólo el extravío histórico del islamismo, distorsionado como ha sido.
»Ahora bien, en Nsara hemos estado enfrentándonos a esa realidad desde que terminó la guerra, y hemos hecho grandes progresos. Todos hemos sido testigos y hemos tomado parte en el surgimiento de buen trabajo que ha tenido lugar aquí, a pesar de las privaciones físicas de toda clase y la molestia de la lluvia constante.
»Ahora los generales piensan que pueden detener todo esto y volver el tiempo atrás, como si ellos no hubieran perdido la guerra ni nos hubieran lanzado a esta necesidad de creación que tan bien hemos utilizado. ¡Como si alguna vez se pudiera volver el tiempo atrás! ¡Nunca podrá suceder algo así! Hemos creado un mundo nuevo aquí sobre tierra vieja, y Alá lo protege, mediante la acción de toda la gente que realmente ama al islamismo y a sus posibilidades de sobrevivir en el mundo venidero.
»Así que estamos aquí para unirnos a la larga lucha en contra de la opresión, para unirnos a todas las rebeliones, revueltas y revoluciones, todo lo que haga falta para quitar el poder al ejército, a la policía, a los mulás, y devolvérselo al pueblo llano. Cada victoria ha sido una añadidura, una cuestión de dos pasos adelante y un paso atrás, una lucha eterna. Pero en cada paso progresamos un poco más, ¡y nadie nos hará retroceder! Si esperan tener éxito en semejante proyecto, ¡el gobierno tendrá que desechar a la gente y nombrar a otro! Pero no creo que las cosas sucedan de esa manera.
El discurso fue bien recibido, y la multitud siguió creciendo; Budur estaba encantada de ver cuántas de las personas que estaban allí eran mujeres, mujeres trabajadoras de las cocinas y de las fábricas enlatadoras, mujeres para quienes el velo o el harén nunca habían sido un tema, pero que habían sufrido como todos los demás con la guerra y con la crisis; de hecho formaban la muchedumbre con el aspecto más andrajoso y hambriento posible, con una tendencia a estar allí simplemente como si estuvieran dormidas de pie; sin embargo, allí estaban, llenando la plaza, negándose a trabajar. Cuando llegó el viernes, se pusieron de cara a La Meca sólo cuando uno de los clérigos revolucionarios se mezcló entre ellas, no un policía en un púlpito, sino un vecino más, como había hecho Mahoma en su vida. Como era viernes, este clérigo en particular leyó el primer capítulo del Corán, la Fatiha, conocida por todos, hasta por el gran grupo de budistas y de hodenosauníes que estaban siempre allí entre ellos, de modo que todos juntos pudieron recitarla una y otra vez:
¡Alabado sea Dios, Señor del universo!
¡El compasivo, el misericordioso!
¡Soberano del día del juicio!
A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda.
Dirígenos por la vía recta,
la vía de los que Tú has agraciado;
¡la de aquellos que no han incurrido en tu ira ni se han
extraviado!
A la mañana siguiente este mismo clérigo subió a la tarima y comenzó el día recitando un poema de Ghaleb, despertando a la gente y llamándola para que acudiera a la plaza otra vez:
Pronto seré sólo una historia
pero lo mismo pasará contigo.
Espero que el Bardo no esté vacío
pero la gente todavía no sabe dónde vive.
El pasado y el futuro se mezclan,
¡deja que esos pájaros atrapados salgan por la ventana!
¿Entonces qué queda? Las historias en las que ya no
crees. Más vale que hayas creído en ellas.
Mientras vives, ellas llevan el significado.
Cuando mueres, ellas llevan el significado.
A los que vienen después, ellas llevan el significado.
Más vale que hayas creído en ellas.
En la historia de Rumi, él vio el universo
como un todo, y a este todo, al Amor, llamó y conoció,
no era musulmán ni judío ni hindú ni budista,
apenas un amigo, un ser humano vivo,
que le contaba su historia boddhisatva. El Bardo
nos espera para hacerla realidad.
Esa mañana Budur fue despertada en la zawiyya por alguien que le traía noticias de un mensaje telefónico: era de parte de uno de los soldados ciegos. Querían hablar con ella.
Cogió el tranvía y caminó hasta el hospital, un poco aprensiva. ¿Estarían enfadados con ella por no haberlos visitado recientemente? ¿Estarían preocupados por la forma en que se había ido después de la última visita?
Nada de eso. Los más viejos hablaron por todos, o en cualquier caso por una parte de ellos; querían participar en la manifestación contra el golpe militar y querían pedirle que ella los llevara hasta la plaza. Unos dos tercios de ellos dijeron que querían hacerlo.
Imposible negarse a una petición como ésta. Budur accedió, y aun temblorosa e insegura, los condujo hasta la puerta del hospital. Eran demasiados para coger un tranvía, así que caminaron por el sendero junto al río y luego por el que iba junto al acantilado; con una mano apoyada sobre el hombro del que iba delante, como una parada de elefantes. En el hospital, Budur se había acostumbrado al aspecto de sus soldados, pero aquí afuera bajo los brillantes rayos de sol y al aire libre constituían una vez más una imagen impresionante, mutilada y espantosa. Trescientos veintisiete ciegos que caminaban junto al acantilado; se habían numerado antes de salir del hospital.
Naturalmente, llamaron la atención de mucha gente, y algunos comenzaron a seguirlos. En la gran plaza ya había una multitud, una multitud que rápidamente hizo un lugar para los veteranos en el frente de la protesta, de cara al antiguo palacio. Se organizaron en filas tocándose unos a otros y se contaron en voz baja, con una pequeña ayuda de Budur. Luego se quedaron en silencio, con la mano derecha sobre el hombro de un compañero para escuchar a los oradores. La muchedumbre detrás de ellos crecía cada vez más y más.
Algunos aviones del ejército volaban a poca altura sobre la ciudad, y unas voces amplificadas que salían de ellos ordenaban a todos abandonar las calles y las plazas. Se había declarado un toque de queda total, informaban las voces mecánicas.
Sin duda, esta decisión había sido tomada sin saber de la presencia de los soldados ciegos en la plaza del palacio. Ellos estaban inmóviles, y la multitud con ellos. Uno de los soldados ciegos gritó:
—¿Qué van a hacer, gasearnos?
De hecho, eso era muy probable, puesto que el gas pimienta ya había sido distribuido, tanto en las Cámaras del Consejo del Estado como en el cuartel de la policía, incluso en los muelles. Más tarde, se dijo que a los soldados ciegos les habían disparado con gas lacrimógeno durante aquella tensa semana y que ellos sencillamente se habían quedado allí inmóviles, porque ya no tenían lágrimas para derramar. Allí estuvieron en la plaza, cada uno con una mano puesta sobre el hombro de un compañero, coreando la fatiha y el bismallah que da comienzo a cada sura:
¡En el nombre de Alá, el Misericordioso, el Compasivo!
¡En el nombre de Alá, el Misericordioso, el Compasivo!
Budur nunca vio que se lanzara gas pimienta en la plaza del palacio, aunque oyó que los soldados corearon el bismallah durante horas y horas. Pero ella no estuvo en la plaza cada hora de aquella semana, y el de ella no era el único grupo de soldados ciegos que habían abandonado el hospital ni el único que se había unido a las protestas. Así que pudo haber ocurrido algo por el estilo. Desde luego, tiempo después todos creyeron que así había sido.
De cualquier manera, durante aquella larga semana la gente pasó el tiempo recitando largos pasajes de Rumi Balkhi, de Firdusi, del bromista mulá Nusreddin del poeta épico de Firanja, Ali, y del poeta sufí de Nsara, el joven Ghaleb, quien había sido asesinado justo el último día de la guerra. Budur visitaba frecuentemente el hospital de mujeres en el que estaba Kirana, para contarle lo que sucedía en la plaza y en toda la ciudad, que ahora latía con su gente. Había tomado las calles y de allí no se movía. Incluso cuando regresó la lluvia. Kirana devoraba las noticias, ávida de salir ella también, sumamente irritada por estar limitada justo en aquel momento. Obviamente, estaba muy enferma, de lo contrario no lo hubiera sufrido, pero estaba demacrada y amarillenta, con ojeras como un mapache de Yingzhou; atrapada, como decía ella, justo cuando las cosas se estaban poniendo interesantes, justo cuando podría haberle dado un buen uso a su facilidad para el discurso, ácido e interminable, cuando podría haber hecho historia y no sólo haber hablado de ella. Pero eso no era lo que tenía que suceder; lo único que podía hacer era estar allí tendida luchando contra la enfermedad. La única vez que Budur se atrevió a preguntar cómo se sentía, ella hizo una mueca.
—Me han atrapado las termitas —se limitó a decir.
Pero a pesar de eso, Kirama se mantenía cerca del centro de la acción. Una delegación de líderes de la oposición, incluyendo a un contingente de mujeres de las zawiyyas de la ciudad, se estaban reuniendo con algunos ayudantes de los generales para protestar y negociar si es que podían; esta gente a menudo visitaba a Kirana para hablar de estrategias. En las calles corría el rumor de que se estaba intentando llegar a un acuerdo con mucho esfuerzo, pero Kirana yacía allí, con los ojos encendidos, y meneaba la cabeza ante el optimismo de Budur.
—No seas ingenua. —Su sonrisa sardónica arrugaba sus desgastadas facciones—. No hacen más que jugar para ganar tiempo. Creen que con el tiempo las protestas amainarán y ellos podrán seguir con sus asuntos. Que sólo tienen que esperar. Probablemente tengan razón. Después de todo, ellos son quienes tienen las armas.
Pero entonces, llegó una flota hodenosauní, que fondeó en la rada del puerto. ¡Hanea! Pensó Budur cuando los vio: cuarenta enormes acorazados, erizados de cañones que podían disparar hasta cien lis tierra adentro. Llamaron a través de una frecuencia de radio utilizada por una popular emisora de música, y a pesar de que el gobierno había tomado el control de la emisora, no pudieron evitar que aquel mensaje llegara a todos los receptores de la ciudad, y muchos escucharon el mensaje y lo pasaron de boca en boca: los hodenosauníes querían hablar con el gobierno legítimo, aquél con el que habían tratado antes. Se negaban a hablar con los generales, quienes estaban rompiendo la Convención de Shanghai al usurpar el gobierno que determinaba la Constitución, una violación muy seria de los tratados; declararon que los barcos no se moverían del puerto hasta que el consejo establecido por el acuerdo de posguerra fuera convocado de nuevo, y que no negociarían con un gobierno dirigido por los generales. Puesto que el grano que había salvado a Nsara de la inanición el invierno anterior había llegado en su mayoría con los barcos hodenosauníes, éste era realmente un serio desafío.
El asunto se mantuvo durante tres días, durante los cuales los rumores volaban como murciélagos al anochecer: que había negociaciones entre la flota y la junta militar, que se estaban sembrando minas, que se estaban preparando tropas anfibias, que estaban fracasando las negociaciones…
De repente, el cuarto día, los líderes del golpe habían desaparecido. La flota de Yingzhou tenía algunos barcos menos. Los generales habían sido sacados a escondidas, decían todos, llevados a un manicomio en las islas de Azúcar o en las Maldivas, a cambio de que dimitieran sin lucha. Los oficiales de alto rango que quedaron atrás condujeron a las unidades del ejército de regreso a los cuarteles y se retiraron, esperando más instrucciones del legítimo consejo del Estado. El golpe había sido anulado.
La gente en las calles gritaba con entusiasmo, chillaba, cantaba, los desconocidos se abrazaban, todos estaban locos de alegría. Budur participó en todo esto, luego llevó a sus soldados de regreso al hospital, y corrió al hospital de Kirana para contarle todo lo que había visto, sintiendo una punzada al verla tan enferma en medio de aquel triunfo. Kirana asentía con la cabeza al escuchar las noticias.
—Tuvimos suerte de recibir esa ayuda —dijo—. El mundo entero vio lo que sucedió; eso tendrá un buen efecto, ya verás. ¡Aunque cuidado con lo que nos espera! Veremos qué significa formar parte de una liga, veremos qué clase de gente son realmente.
Otros amigos querían sacarla a la plaza para que pronunciara otro discurso, pero ella se negó.
—Decid a la gente que regrese a su trabajo, decidle que necesitamos que las panaderías vuelvan a encender los hornos. Eso es lo único importante hoy —les dijo.