En las mañanas soleadas, los parques frente al lago se llenaban de familias que salían a pasear. A principios de primavera, antes de que las plantas hubieran hecho algo más que formar los cerrados capullos verdes a punto de florecer en su profusión de colores, los hambrientos cisnes se reunían en las relucientes aguas negras junto al paseo para pelearse por los trozos de pan que les arrojaban los niños. Ésta había sido una de las actividades favoritas de Budur cuando era niña; ver a los cisnes lanzarse y pelearse por aquellos pedazos le había hecho desternillarse de risa; ahora observaba a los niños retorciéndose como ella lo había hecho, con una punzada de dolor por su infancia perdida y porque ahora era consciente de que los cisnes, a pesar de ser hermosos y cómicos, también estaban desesperados y muertos de hambre. Deseó tener la audacia de unirse a los niños y lanzar un mendrugo a las pobres criaturas. Si lo hiciera ahora, parecería rara, como uno de esos deficientes mentales de la escuela que había salido de paseo. Y de todas maneras ya no quedaba mucho pan en la casa.
Los rayos del sol se reflejaban en el agua, y los edificios alineados detrás del paseo brillaban de color limón, melocotón y albaricoque, como si estuvieran iluminados por dentro con alguna luz atrapada en sus piedras. Budur atravesó una vez más la parte vieja de la ciudad camino a casa, a través del granito gris y la madera negra de los vetustos edificios. Turi había comenzado como ciudad romana, una parada en el camino de la ruta principal a través de los Alpes; una vez Padre los había llevado hasta un oscuro desfiladero alpino llamado «El ojo de la cerradura», donde un tramo del camino romano aún estaba allí, zigzagueando a través de la hierba como el lomo de un dragón petrificado, solitario y en busca de pies de soldados y comerciantes. Ahora, después de siglos de oscuridad, Turi era otra vez una parada en el camino, esta vez para los trenes, y la ciudad más grande del centro de Firanja, la capital de los emiratos alpinos unidos.
El centro de la ciudad era bullicioso y estaba lleno de chirridos de tranvías, pero a Budur le gustaba caminar. Ignoraba a Ahab, su acompañante; aunque personalmente le gustaba, un hombre simple con pocas pretensiones, lo que no le gustaba a ella era su trabajo, que incluía acompañarla en sus excursiones. Le rehuía por principio como una afrenta a su dignidad. También sabía que él informaría de su comportamiento a Padre, y cuando él le informara de su negativa a reconocer su presencia, a Padre le llegaría otra pequeña protesta más del harén, aunque fuera sólo indirectamente.
Ella guió a Ahab cuesta arriba a través de los apartamentos que cubrían la ladera de la colina que daba a la ciudad, hasta la calle principal. El muro que rodeaba su casa era precioso, un tejido estampado de piedras vestidas de verde y gris. El portal de madera tenía encima un arco de piedras que parecía estar sostenido por la glicina; se podía quitar el sillar clave y aun así el arco se mantendría en su lugar. Ahmet, el portero, estaba en su asiento en el pequeño y acogedor cuarto de madera en el lado de adentro del pórtico, desde donde arengaba a todos los que querían pasar, con su bandeja de té lista para servir a los que tenían tiempo para entretenerse un poco.
Dentro de la casa, tía Idelba estaba hablando por teléfono, que estaba colocado sobre una mesa en el patio interior debajo del alero, donde cualquiera podía oírte cuando hablaba. Ésta era la manera que tenía Padre para evitar que se dijera algo fuera de lugar, pero la verdad era que tía Idelba generalmente estaba hablando de la naturaleza microscópica y de las matemáticas del interior del átomo, de manera que era imposible enterarse de qué estaba hablando. De cualquier modo, a Budur le gustaba escucharla, porque le recordaba a los cuentos de hadas que tía Idelba le había contado mucho tiempo antes, cuando Budur era más pequeña, o cuando hablaban de cocina con Madre —cocinar era una de sus pasiones—, y solía recitar de un tirón hechizos, recetas, procedimientos y herramientas, todos ellos misteriosos y sugestivos como lo eran aquellas conversaciones telefónicas, como si estuviera cocinando un mundo nuevo. Y a veces dejaba el teléfono con aspecto de preocupación y aceptaba distraídamente los abrazos de Budur y reconocía que eso precisamente era lo que ocurría: los ilmi, los científicos, estaban de hecho cocinando un mundo nuevo. O podrían hacerlo. Una vez colgó el teléfono ruborizada, y bailó un corto minué alrededor del patio, cantando sílabas sin sentido y el sonsonete que cantaban cuando lavaban las ropas: «Dios es grande, grande es Dios, lava nuestras ropas, lava nuestras almas».
Esta vez colgó y ni siquiera vio a Budur; se quedó mirando fijamente el trozo de cielo que podía verse desde el patio.
—¿Qué sucede, Idelba? ¿Te sientes hem?
Hem era el término que utilizaban las mujeres para expresar una especie de leve depresión que no tenía una causa evidente.
Idelba negó con la cabeza.
—No, esto es un mushkil —vale decir, un problema específico.
—¿Qué sucede?
—Pues… en pocas palabras, los investigadores del laboratorio están obteniendo unos resultados bastante extraños. Eso es lo que sucede. Nadie puede decir qué significan.
Este laboratorio con el que Idelba hablaba por teléfono era actualmente su contacto más importante con el mundo exterior. Ella había sido profesora de matemáticas e investigadora en Nsara y, junto con su esposo, investigadora de la naturaleza microscópica. Pero la muerte prematura de su esposo había revelado algunas irregularidades en sus asuntos, e Idelba había quedado en la miseria; al final, el empleo que habían compartido había resultado que era sólo de él, de modo que se quedó sin trabajo, y sin un sitio donde vivir. O al menos eso era lo que había dicho Yasmina; Idelba misma nunca hablaba de aquello. Un día había aparecido con una sola maleta, llorando, para hablar con el padre de Budur, su medio hermano. Él había aceptado hospedarla durante un tiempo. Ésta, explicaba Padre más tarde, era una de las cosas para las que servían los harenes; protegían a las mujeres que no tenían donde ir.
—Tu madre y vosotras, muchachas, os quejáis del sistema, pero realmente, ¿hay otra alternativa? El sufrimiento de las mujeres que se quedan solas sería enorme.
Madre y la prima mayor de Budur, Yasmina, solían resoplar o gruñir con las mejillas encendidas cuando oían eso. Rema, Aisha y Fátima las miraban con curiosidad, tratando de entender qué deberían sentir ellas mismas por lo que después de todo para ellas era el orden natural de las cosas. Tía Idelba nunca decía nada al respecto, ni daba las gracias ni se quejaba. Sus viejos conocidos aún la llamaban por teléfono, especialmente un sobrino, que aparentemente tenía un problema en el que él pensaba que ella podría ayudarlo; llamaba bastante a menudo. Una vez, Idelba trató de explicar a Budur y a sus hermanas el porqué, con la ayuda de una pizarra y unas tizas.
—Los átomos tienen una cáscara alrededor, como esas esferas en el cielo de las pinturas antiguas, que rodean el corazón del átomo, que es pequeño pero pesado. En el núcleo del átomo hay juntas tres clases de partículas, algunas tienen yang, algunas tienen yin, algunas son neutras, en diferentes cantidades para cada sustancia, y están unidas unas a otras por una fuerza poderosa, muy poderosa, pero también muy local, en el sentido de que no es necesario alejarse demasiado del núcleo para que la fuerza se reduzca mucho.
—Como un harén —dijo Yasmina.
—Sí, bueno. Me temo que eso podría parecerse más a la gravedad. Pero de todas formas, hay una repulsión qi entre todas las partículas, que contrarresta la fuerza poderosa, y ambas compiten, más o menos, junto con otras fuerzas. Ahora bien, ciertos metales muy pesados tienen tantas partículas que algunas de ellas se filtran, una por una, y las únicas partículas que se filtran dejan huellas características a distintas velocidades. Allí, en Nsara, han obtenido extraños resultados con un metal pesado en particular, un elemento más pesado que el oro, el más pesado encontrado hasta ahora, llamado alactino. Lo bombardean con partículas neutras, y los resultados son muy extraños, todos ellos, de una manera difícil de explicar. El pesado núcleo de este elemento parece ser inestable.
—¡Como Yasmina!
—Sí, bueno, es interesante que lo digas; aunque no es cierto, sugiere la manera en la que continuamos pensando en el modo de imaginar estas cosas que son demasiado pequeñas para que podamos verlas. —Hizo una pausa, mirando la pizarra y luego a sus atónitas alumnas. Un ataque de cierta emoción invadió sus facciones, luego desapareció—. Bueno. Sólo se trata de otro fenómeno que necesita ser explicado; dejémoslo ahí. Harán falta más investigaciones de laboratorio.
Después de eso, garabateó en silencio durante un rato. Números, letras, ideogramas chinos, ecuaciones, puntos, diagramas; parecía algo sacado de las ilustraciones de los libros del Alquimista de Samarcanda.
Después de un rato se calmó y se encogió de hombros.
—Tendré que hablar de esto con Piali.
—¿Pero él no está en Nsara? —preguntó Budur.
—Sí. —Budur se dio cuenta de que eso también formaba parte del mishkul—. Hablaremos por teléfono, por supuesto.
—Háblanos de Nsara —le pidió Budur por milésima vez.
Idelba se encogió de hombros; no estaba de humor para hablar de eso. De hecho, nunca lo estaba; necesitaba cierto tiempo para abrirse paso a través de la maraña de pesares y llegar hasta esa época. Su primer esposo se había divorciado de ella cuando le faltaba poco para la menopausia y aún no había tenido hijos; su segundo esposo había muerto joven; tenía muchos pesares por superar. Pero si Budur era paciente y se limitaba a seguirla por la terraza, entrando y saliendo de las habitaciones, por fin conseguía hacer el pasaje, ayudada tal vez por los cambios de habitación en habitación, coincidiendo con la noción de que cada lugar de la Tierra en el que hemos vivido es como una habitación en nuestra mente, con su cielo como techo, las colinas como paredes y los edificios como muebles, como si nuestra vida se hubiera movido de una habitación a la otra en una estructura más grande; las habitaciones antiguas aún existen y sin embargo también se han ido, o se han quedado vacías, de manera que en la realidad sólo es posible trasladarse a una habitación nueva o quedarse encerrado en la que estabas, como en una cárcel; sin embargo, en la mente…
Al principio, Idelba solía hablar del clima de allí, de las tormentas del Atlántico que llegaban con raudales de agua, viento, nubes, lluvia, niebla, aguanieve, bruma, a veces nieve, todo interrumpido por días soleados con sus tenues fragmentos de luz engalanando el paseo marítimo y la desembocadura del río, los muelles de la inmensa ciudad llenando el valle en ambas orillas aguas arriba hasta Anjou; todos los estados de Asia y de Firanja llegan desde el oeste hasta ésta, la más occidental de las ciudades, para encontrarse con la otra gran afluencia por mar, gente de todo el mundo, incluyendo a los apuestos hodenosauníes y a los temblorosos exiliados de Inca, con sus sarapes y sus joyas de oro que salpicaban las tardes grises y oscuras de invierno azotadas por las tormentas con pequeños trozos de brillo metálico. La combinación de todas estas cosas exóticas convertía a Nsara en un lugar fascinante, decía Idelba, al igual que las inoportunas embajadas de los chinos y de Travancore, imponiendo las condiciones del acuerdo de posguerra, allí presentes como monumentos a la derrota islámica en la guerra, largos bloques sin ventana en la parte trasera del barrio del puerto. Mientras describía aquello, los ojos de Idelba empezaban a brillar y su voz a animarse cada vez más; casi siempre, si no se interrumpía de golpe, terminaba exclamando ¡Nsara! ¡Nsara! ¡Ohhh, Nssssarrrrra! Y entonces a veces se sentaba allí donde estuviera y se cogía la cabeza con las manos, abrumada. Budur estaba segura de que Nsara era la ciudad más emocionante y maravillosa de la Tierra.
Por supuesto, los de Travancore habían fundado allí una escuela monasterio budista, tal como lo habían hecho en todos los pueblos y las ciudades de la Tierra, según parecía, con los departamentos y laboratorios más modernos, justo al lado de la antigua madraza y de la mezquita, que aún funcionaban como lo habían estado haciendo desde el año 900. Los monjes y los maestros budistas hacían que los clérigos de la madraza parecieran muy ignorantes y provincianos, decía Idelba, pero siempre tenían deferencia con las prácticas musulmanas, eran muy discretos y respetuosos, y con el tiempo cierto número de maestros y clérigos reformistas sufies habían terminado construyendo sus propios laboratorios y habían tomado clases en las escuelas monasterio para prepararse para trabajar en las cuestiones de la ley natural en sus propios establecimientos.
—Ellos nos dieron tiempo para que tragáramos y digiriéramos la amarga píldora de la derrota —decía Idelba de aquellos budistas—. Los chinos fueron inteligentes al mantenerse alejados y permitir que aquellas personas fueran sus emisarios. De esa manera nunca vemos en qué medida son despiadados los chinos en realidad. Nosotros creemos que la gente de Travancore es toda la historia.
Pero a Budur le parecía que los chinos no eran tan duros como podrían haberlo sido. Las reparaciones de guerra eran razonables, admitía Padre, y si no era posible pagarlas, las deudas eran condonadas o aplazadas. Y en Firanja, al menos, las escuelas monasterio y los hospitales budistas eran las únicas señales de que los vencedores de la guerra imponían su voluntad o casi; esa parte oscura, la sombra de los conquistadores, el opio, se estaba convirtiendo en algo cada vez más corriente en las ciudades firanji, y Padre aseguraba con enfado después de leer los periódicos que como todo llegaba de Afganistán y de Birmania, los envíos que llegaban a Firanja estaban casi con toda seguridad permitidos por los chinos. Incluso en Turi era posible ver a las pobres almas en los cafés del barrio de trabajadores río abajo, aturdidos por el humo de extraño olor; Idelba decía que en Nsara la droga ya se había extendido como en cualquier otra ciudad del mundo, a pesar de que era la ciudad mundial del islam, la única capital islámica que no había sido destruida por la guerra: Constantinopla, El Cairo, Moscú, Teherán, Zanzíbar, Damasco y Bagdad habían sido bombardeadas y todavía no habían sido completamente reconstruidas.
Pero Nsara había sobrevivido, y ahora era la ciudad de los sufíes, la ciudad de los científicos, la ciudad de Idelba; había llegado allí después de una infancia en Turi y en la granja familiar en los Alpes; allí había ido a la escuela, y las fórmulas matemáticas le habían hablado en voz alta desde las páginas de los libros; las entendía, ella hablaba aquel extraño idioma alquímico. Fueron hombres mayores quienes le explicaron las reglas de su gramática, y ella las siguió e hizo el trabajo, aprendió más, dejó su huella en las especulaciones teóricas acerca de la naturaleza de la materia microscópica cuando tenía apenas veinte años.
—Las mentes jóvenes suelen ser las más fuertes en matemáticas —decía más tarde, cuando había superado aquella etapa. En ese entonces, trabajando ya en los laboratorios de Nsara, ayudando al famoso Lisbi y a su equipo en el montaje de un acelerador cíclico. Después se había casado; se había divorciado; luego, aparentemente demasiado rápido y bastante misteriosamente, pensaba Budur, se había vuelto a casar, algo que en Turi resultaba casi insólito; había vuelto a trabajar con su segundo esposo, muy felizmente, hasta la inesperada muerte de él; y, otra vez misteriosamente, había regresado a Turi, donde se había retirado.
Budur le preguntó una vez:
—¿Llevabas velo entonces?
—A veces —contestó Idelba—. Dependía de la situación. El velo tiene una especie de poder, en determinadas situaciones. Toda esa clase de símbolos revela otras cosas; son frases que tienen un significado. La hijab puede decir a los extraños: «Soy islamita y me solidarizo con los míos, contra vosotros y contra todo el mundo». A los hombres islámicos puede decirles: «Jugaré este tonto juego, esta fantasía vuestra, pero sólo si a cambio de eso vosotros hacéis lo que yo os digo». Para algunos hombres este intercambio, esta capitulación del amor, es una especie de escape de la locura que implica ser un hombre. Así que el velo puede ser como ponerse la capa de una reina maga. —Pero al ver la expresión optimista de Budur agregó—: También puede ser como ponerse el collar de un esclavo, sin duda.
—¿Entonces a veces no lo usabas?
—Generalmente no. En el laboratorio hubiera sido una tontería. Llevaba una chilaba de laboratorio, igual que los hombres. Estábamos allí para estudiar los átomos, para estudiar la naturaleza. ¡Ésa es la más grande de las devociones! Y sin género. Sencillamente, esa cuestión no tenía cabida allí. Así que a la gente con quien estás trabajando, la ves cara a cara, alma a alma. —Con los ojos brillantes, recitó un viejo poema—: «A cada instante llega una epifanía, y parte en dos la montaña».
De esa manera, Idelba había resuelto la cuestión del velo en su juventud; ahora se sentaba en el pequeño harén de clase media de su hermano, «protegida» por él de una manera que le daba frecuentes ataques de hem, que en realidad la convertían en una persona bastante voluble, como una Yasmina con cierta tendencia a la discreción más que a la charlatanería. Sola con Budur, colgando ropa recién lavada en la terraza, solía mirar las copas de los árboles que se asomaban entre los muros y suspirar.
—¡Si tan sólo pudiera caminar otra vez al amanecer por las calles desiertas de la ciudad! Calles azules, luego rosadas; negar eso a un ser humano es absurdo. Negarle el mundo, a sabiendas de lo que eso significa, ¡es arcaico! Es inaceptable.
Pero no dejaba el harén. Budur no terminaba de entender el porqué. Seguramente tía Idelba era capaz de bajar la colina y llegar a la estación del ferrocarril y coger un tren hasta Nsara y encontrar alojamiento —en algún sitio— y conseguir un trabajo para mantenerse, de alguna manera. Y si ella no lo hacía, ¿entonces quién lo haría? ¿Qué mujer podría hacerlo? Ninguna de buena reputación; desde luego no, si Idelba no podía. La única vez que Budur se atrevió a preguntarle acerca de eso, Idelba se limitó a negar con la cabeza bruscamente.
—También hay otras razones. Pero no puedo hablar de eso.
Entonces, había algo que asustaba un poco a Budur de la presencia de Idelba en su casa, era un recordatorio diario de que la vida de una mujer podía estallar como un avión en el cielo y desaparecer. Cuanto más duraba aquello, más inquietante le resultaba a Budur, notó que Idelba también estaba cada vez más inquieta, deambulando de habitación en habitación leyendo y musitando, o trabajando en sus papeles con una gran calculadora matemática, una red de cuerdas que sostenían cuentas de diferentes colores. Escribía durante horas en su pizarra, y la tiza chirriaba y chasqueaba y a veces se partía entre sus dedos. Hablaba por teléfono abajo en el patio, sonando a veces disgustada, otras satisfecha; dudando, o entusiasmada, y todo rondaba alrededor de números, letras, el valor de esto y de aquello, fuerzas y debilidades, poderes de cosas microscópicas que nunca vería nadie. Una vez le dijo a Budur, mirando fijamente sus ecuaciones:
—Sabes, Budur, hay una gran cantidad de energía encerrada en las cosas. El Chandaala de Travancore fue el pensador más profundo que hayamos tenido nunca en esta Tierra; puede decirse que la Larga Guerra fue una catástrofe sólo debido a su muerte. Pero nos dejó mucho, y la equivalencia energía-masa; mira: una masa, que es simplemente la medida de un peso determinado, la multiplicas por la velocidad de la luz, y elevas el resultado al cuadrado; lo multiplicas por medio millón de lis por segundo, ¡piensa en eso!, luego elevas el resultado de eso al cuadrado, y entonces, ves, resultan números enormes, hasta para una pequeña pizca de materia. Ésa es la energía qi encerrada en ella. Un pelo tuyo tiene más energía dentro que la que mueve a una locomotora.
—No me extraña que me cueste tanto peinarme —dijo Budur con inquietud; Idelba se rio.
»¿Pero hay algo que está mal? —preguntó Budur.
Al principio Idelba no respondió. Estaba pensando, perdida en su mundo de cavilaciones. Luego miró fijamente a Budur.
—Algo está mal si lo hacemos mal. Como siempre. Nada en la naturaleza está mal en sí mismo.
Budur no estaba tan segura de eso. La naturaleza hacía a los hombres y a las mujeres, la naturaleza hacía la carne y la sangre, los corazones, las reglas, los sentimientos desagradables…, a veces todo le parecía mal a Budur, como si la felicidad fuera un trozo de pan duro y todos los cisnes de su corazón estuvieran peleándose por él muertos de hambre.
El techo de la casa estaba prohibido para las mujeres; aquél era un sitio donde podían ser observadas desde las terrazas más altas en la colina oriental de Turi. Sin embargo, los hombres nunca la utilizaban, y era el lugar perfecto para colocarse más arriba de las copas de los árboles de la calle y disfrutar la vista de los Alpes al sur del lago Turi. Así que, cuando se iban todos los hombres y Ahmet dormía en su silla junto al portal, tía Idelba y la prima Yasmina solían utilizar los postes donde se secaba la ropa como si fueran las patas de una escalera, amarrándolos juntos, de manera que pudieran subir con mucho tiento aquella improvisada escalera, con las niñas abajo e Idelba arriba sosteniendo los postes. Aprovechando la oscuridad, subían todas hasta el tejado, bajo las estrellas, en el viento, susurrando para que Ahmet no las oyera, susurrando por no gritar con todas sus fuerzas. Los Alpes se erguían allí a la luz de la luna llena como una figura de cartón en la parte trasera de un escenario de marionetas, perfectamente verticales, la imagen exacta de unas montañas. Yasmina subía sus velas y sus polvos para decir los hechizos mágicos que volverían locos a sus admiradores, como si no lo estuvieran ya. Pero Yasmina tenía un deseo insaciable por la atención de los hombres, agudizado sin duda por las prohibiciones del harén. El incienso de Travancore solía arremolinarse en la noche junto con el sándalo, el almizcle, el azafrán, el nagi; con aquellos aromas exóticos llenándole la cabeza, a Budur le parecía estar en otro mundo, un mundo más grande, más misteriosamente profundo: las cosas se llenaban de significados, como si fueran un líquido, hasta los límites de la tensión superficial, todo se convertía en un símbolo de sí mismo, la luna el símbolo de la luna, el cielo el símbolo del cielo, las montañas el símbolo de las montañas, todo bañado por un oscuro mar azul de nostalgia. Nostalgia, la mismísima esencia de la nostalgia, dolorosa y hermosa, más grande que el propio mundo.
Pero una vez llegó la luna llena e Idelba no organizó la expedición al tejado. Aquel mes había pasado muchas horas al teléfono, y después de cada conversación había quedado extrañamente apagada. No había contado a las niñas el contenido de aquellas llamadas ni había dicho con quién había estado hablando, aunque por la manera de hablar Budur supuso que se trataba de su sobrino, como siempre. Pero en ningún momento se habló de ello.
Tal vez fue aquello lo que puso a Budur tan susceptible y recelosa de algún cambio. En la noche de luna llena, apenas durmió y se despertó cada poco rato para ver las sombras que se movían en el suelo, despertando de sueños de vuelos ansiosos a través de las callejuelas de la ciudad antigua, escapando de algo que iba detrás de ella y que nunca lograba ver bien. Cerca del amanecer se despertó con un ruido que venía de la terraza; miró por la pequeña ventana y vio a Idelba que bajaba los postes de la ropa de la terraza por el hueco de la escalera.
Budur salió rápidamente al pasillo y bajó hasta la ventana del estudio que daba al patio delantero. Idelba estaba montando la escalera contra el muro de la casa, justo en la esquina, cerca del portal cerrado de Ahmet. Llegaría a la cima del muro junto a un gran olmo que se erguía en la callejuela que pasaba entre los muros de su casa y la de al-Din, que era de Neshapur.
Sin dudar ni un instante, sin pensarlo, Budur regresó corriendo a su habitación y se vistió rápidamente, luego bajó corriendo las escaleras y volvió a salir al patio, hasta la esquina de la casa, echando un vistazo a la otra esquina para asegurarse de que Idelba se había ido.
Así era. El camino estaba despejado; Budur podría seguir sin ningún impedimento.
Esta vez sí que dudó; sería difícil describir sus pensamientos en aquel momento crucial de su vida. Su mente no estaba ocupada con ningún hilo de pensamiento en particular, sino más bien con una especie de balance de toda su existencia: el harén, los humores de su madre, la indiferencia de su padre para con ella, el rostro simple de Ahab siempre detrás de ella como una animosidad idiota, los llantos de Yasmina; todo Turi de golpe, sosteniéndose en equilibrio sobre las dos colinas a ambos lados del río Limat, y en su cabeza; más allá de todo aquello, inmensas masas turbias de sentimiento, como las nubes que se ven hervir sobre los Alpes. Todo dentro de su pecho; y fuera de ella una sensación como si cientos de ojos estuvieran enfocados sobre ella, el público fantasmal de su vida, tal vez, presentes allí afuera siempre aunque los viera o no, como las estrellas. Algo así. Siempre es así en el momento del cambio, cuando nos elevamos y salimos de lo cotidiano y nos deshacemos de las anteojeras de la costumbre, y nos plantamos desnudos frente a la existencia, frente al momento de la elección, enorme, oscuro, ventoso. El mundo es inmenso en estos momentos, inmenso. Demasiado grande para soportarlo. A la vista de todos los fantasmas del mundo. El centro del universo.
Avanzó tambaleándose. Corrió hasta la escalera, subió rápidamente; no era diferente de cuando estaba colocada arriba entre la terraza y el techo. Las ramas del olmo eran grandes y sólidas, fue fácil bajar por ellas lo suficiente para hacer un salto final hasta el suelo, un salto que la sacudió hasta despertarla del todo; después, se puso de pie con tanta facilidad que cualquiera hubiera pensado que todo estaba planeado desde el principio.
Fue de puntillas hasta la calle y miró hacia la parada del tranvía. Ahora el corazón le latía con fuerza y sentía calor a pesar del aire frío. Podía coger el tranvía o caminar recto bajando por las estrechas calles, tan empinadas que en varios lugares tenían escalones. Estaba segura de que Idelba había salido rumbo a la estación del ferrocarril, y si estaba equivocada, abandonaría la persecución.
Aunque llevara un velo era demasiado temprano para que una niña de buena familia estuviera sola en el tranvía; de hecho, siempre era demasiado temprano para que una muchacha respetable estuviera afuera sola. Así que se apresuró a subir la primera callejuela de escalones, y comenzó a bajar corriendo deprisa por el camino, atravesando patios, el parque, callejuelas, la escalera de las rosas, el túnel formado por los arces japoneses, bajando y bajando por el ya familiar camino hasta la ciudad antigua y por el puente que cruzaba el río hasta la estación del ferrocarril. Atravesó el puente, desde donde miró río arriba el trozo de cielo que se veía entre las viejas construcciones de piedra, su azul arqueado sobre el borde rosado del pequeño trozo visible de montañas, un bordado que caía sobre el lejano extremo del lago.
Ya no se sentía tan resuelta cuando vio a Idelba en la estación, leyendo el horario de los trenes. Budur se escondió detrás de un poste de alumbrado, corrió alrededor del edificio, entró por la puerta del otro lado y también ella leyó los horarios. El primer tren para Nsara estaba en el andén 16, en el otro extremo de la estación, y saldría a las 5 en punto, para lo cual no debía de faltar mucho tiempo. Comprobó el reloj que colgaba sobre la hilera de trenes; quedaban cinco minutos. Se deslizó rápidamente dentro del último coche del tren.
El tren se sacudió levemente y partió. Budur lo recorrió, vagón tras vagón, cogiéndose a los respaldos de los asientos, el corazón le golpeaba el pecho cada vez con más fuerza. ¿Qué le diría a Idelba? ¿Y qué pasaría si Idelba no estaba en el tren y Budur iba sola a Nsara, sin dinero alguno?
Pero allí estaba sentada Idelba, encorvada, mirando por la ventanilla. Budur se armó de valor y abrió la puerta del compartimiento y comenzó a llorar; se lanzó sobre ella:
—Lo siento, tía Idelba, no sabía que llegarías tan lejos, sólo te seguí para hacerte compañía, espero que tengas dinero para pagar mi billete.
—¡En el nombre de Alá! —Idelba estaba escandalizada, después se puso furiosa; sobre todo consigo misma, juzgó Budur a través de sus lágrimas, aunque durante un rato se descargó con ella, diciendo—: ¡Lo que yo hago es algo importante, no una travesura de niña! Dime, ¿y ahora qué sucederá? ¿Qué sucederá? ¡Debería enviarte de vuelta con el próximo tren!
Budur sólo meneó la cabeza y lloró un poco más.
El tren traqueteaba rápidamente sobre las vías, atravesando un campo que era más bien soso; colina y granja, colina y granja, bosques llanos y pasturas, todo chasqueando a una velocidad tremenda; mirar por la ventanilla casi la ponía enferma, a pesar de que había viajado en tren toda la vida y ya había mirado antes por la ventanilla sin ningún problema.
Al final de un largo día, el tren entró en las sombrías afueras de una ciudad, como Riobajo, sólo que más grande, li tras li de bloques de apartamentos y casas adosadas, zocos llenos de gente, mezquitas de barrio y edificios más grandes de diferentes tipos; después edificios realmente grandes, todo un nudo de ellos flanqueando el río cubierto de puentes, justo antes de abrirse al estuario, un puerto gigantesco, protegido por un rompeolas tan ancho que sobre él había una calle con tiendas en ambos lados.
El tren las llevó directamente al corazón de aquel barrio de altos edificios, hasta una estación mugrienta y con techo de cristal; al salir, se encontraron con una calle ancha que tenía una hilera de árboles, una calle partida en dos dividida por grandes robles plantados en hilera que bajaban hasta una isla central. Estaban a unas pocas calles de los muelles y el rompeolas. Olía a pescado.
El amplio paseo marítimo estaba bordeado por una hilera de árboles de hojas rojas. Idelba caminaba rápidamente por aquella carretera junto al acantilado, como la de Turi junto al lago, sólo que mucho más grande, hasta que dobló por una estrecha calle flanqueada de bloques de tres pisos de apartamentos, los bajos ocupados por restaurantes y tiendas. Entraron a un edificio y subieron una escalera, luego llegaron a un vestíbulo con tres puertas. Idelba tocó el timbre en la puerta del medio, la puerta se abrió y fueron recibidas en un apartamento que parecía un antiguo palacio a punto de desmoronarse.
No era un antiguo palacio, sino un viejo museo. Ninguna de sus habitaciones era muy grande ni impresionante, pero había muchas de ellas. Falsos techos, cielos rasos abiertos y bruscos cortes en la pintura de los muros y en los revestimientos dejaban claro que las habitaciones más grandes habían sido divididas y sub-divididas. Muchas de las habitaciones tenían poco más que una cama o un catre, y la enorme cocina estaba llena de mujeres preparando una comida o esperando para comerla. Eran mujeres delgadas, en su mayoría. Se oían muchas voces y el ruido de ventiladores de cocina.
—¿Qué es esto? —preguntó Budur a Idelba gritando por el barullo.
—Esto es una zawiyya. Una especie de casa de huéspedes para mujeres. —Luego, con una sombría sonrisa—: Un antiharén.
Le explicó que estas casas habían sido tradicionales en el Magreb, y que ahora se habían extendido por toda Firanja. La guerra había dejado a muchas más mujeres sobrevivientes que a hombres, a pesar de la devastación indiscriminada de las dos últimas décadas del conflicto bélico, en las que habían muerto más civiles que soldados y las brigadas de mujeres se habían convertido en algo común en ambos lados. Turi y los otros emiratos alpinos habían mantenido a más hombres en casa que la mayoría de los demás países, poniéndolos a trabajar en los arsenales, eso era lo que Budur había oído acerca del problema de la despoblación, pero nunca lo había visto. En cuanto a las zawiyyas, Idelba decía que teóricamente todavía eran ilegales, de la misma manera que las leyes contra el derecho de propiedad de las mujeres nunca habían sido modificadas; pero la propiedad nominal masculina y otras artimañas legales eran utilizadas para legitimar a muchas de ellas, cientos de esas instituciones.
—¿Por qué no fuiste a vivir en uno de estos sitios cuando murió tu esposo? —preguntó Budur.
Idelba frunció el ceño.
—Necesitaba irme durante un tiempo.
Les dieron una habitación que tenía tres camas, aunque no habría otra inquilina. La tercera cama serviría de escritorio y de mesa. La habitación tenía bastante polvo, y desde su pequeña ventana podían verse otras ventanas igual de mugrientas; todas daban a un patio de luz, como le decía Idelba. Aquí los edificios estaban tan pegados unos con otros que tenían que acordarse de dejar los patios de luz.
Pero no había motivos para quejarse. Una cama, una cocina, muchas mujeres a su alrededor; Budur estaba contenta. Pero Idelba todavía estaba muy preocupada, le preocupaba algo que tenía que ver con su sobrino Piali y su trabajo. En la nueva habitación miraba fijamente a Budur con indisimulable consternación.
—¿Sabes?, debería enviarte de regreso con tu padre. Yo ya tengo demasiados problemas.
—No. No iré.
Idelba la miraba fijamente.
—Una vez más, ¿cuántos años tienes?
—Tengo veintitrés.
Todavía faltaban dos meses para que los cumpliera. Idelba estaba sorprendida.
—Creía que eras más joven.
Budur se sonrojó y bajó la mirada. Idelba hizo una mueca.
—Lo siento. Ése es el efecto del harén. Y ya no quedan hombres para casarse. Pero mira, tienes que hacer algo.
—Quiero quedarme aquí.
—Bueno, de todas maneras; tienes que informar a tu padre de que estás aquí, y decirle que yo no te he secuestrado.
—Entonces, vendrá aquí para llevarme con él.
—No. No lo creo. De todas maneras tienes que decirle algo. Llámalo por teléfono o escríbele una carta.
Budur tenía miedo de hablar con su padre, incluso por teléfono. La idea de una carta era interesante. Podía explicarse sin revelar su paradero exacto.
Escribió:
Queridos Padre y Madre:
Seguí a tía Idelba cuando se marchó de la casa, pero ella no lo sabía. He venido a Nsara a vivir y a estudiar. El Corán dice que todas las criaturas de Alá son iguales ante Sus ojos. Os escribiré, tanto a vosotros como al resto de la familia, un informe semanal de lo que haga aquí, y en Nsara viviré una vida pacífica que no avergonzará a la familia. Estoy viviendo en una buena zawiyya con tía Idelba; ella me cuidará. Aquí hay muchas mujeres jóvenes haciendo lo mismo, y todas me ayudarán. Estudiaré en la madraza. Por favor, transmitidle todo mi cariño a Yasmina, a Rema, a Aisha, a Nawah y a Fátima.
Vuestra afectuosa hija,
Budur
Envió la carta y, después de eso, dejó de pensar en Turi. La carta le ayudaba a sentirse menos culpable. Después de un tiempo se dio cuenta, a medida que pasaban las semanas, y hacía trabajos religiosos, y limpiaba, y cocinaba, y ayudaba de otras formas en la zawiyya, y organizaba todo para comenzar sus estudios en el instituto anejo a la madraza, de que no iba a recibir una respuesta de su padre. Madre era analfabeta, y a sus primas sin duda se les prohibía escribir y tal vez estuvieran también enfadadas con ella por haberlas abandonado; no enviarían a su hermano tras ella ni él lo querría, ni sería arrestada por la policía y enviada en un tren cerrado hasta Turi. Eso no le sucedía a nadie. Había literalmente miles de mujeres que tanto habían escapado de sus casas como habían liberado a los que quedaban atrás del peso de hacerse cargo de ellas. Lo que en Turi parecía haber sido un sistema inmutable de leyes y costumbres que todo el mundo acataba, en realidad era nada más que las costumbres anticuadas de un segmento moribundo de una sociedad aislada, rodeada de montañas y conservadora, que inventaba furiosamente «tradiciones» panislamistas que incluso en aquel entonces ya estaban desapareciendo, como la neblina matutina o (sería más apropiado decir) como el humo del campo de batalla. Nunca regresaría, ¡tan sencillo como eso! Y nadie iba a obligarla. Tampoco nadie quería obligarla; eso también había sido un duro golpe. A veces no estaba segura de si se había escapado o si había sido abandonada.
Sin embargo, había un hecho fundamental, que recordaba todos los días cuando dejaba la zawiyya: ya no vivía en un harén. Podía ir a donde quisiera y cuando quisiera. Esto solo le alcanzaba para que se sintiera mareada y extraña —libre, solitaria— casi demasiado feliz, hasta el punto de sentirse desorientada o hasta sentir cierto pánico: una vez, en medio de esta euforia, vio las espaldas de un hombre que salía de la estación del ferrocarril y pensó por un instante que era su padre, y se sintió contenta, aliviada; pero no era él; y el resto de aquel día le temblaron las manos de rabia, vergüenza, miedo y nostalgia.
Tiempo más tarde, volvió a suceder. Sucedió varias veces, y comenzó a pensar que aquellas experiencias eran una especie de visiones fantasmales como las que se vislumbran en el espejo, su vida pasada que la acechaba: su padre, sus tíos, su hermano, sus primos, de hecho siempre los rostros de varios extraños, apenas lo suficientemente parecidos como para darle un buen susto, para hacer que su corazón saltara de miedo, a pesar de que los quería a todos. Le hubiese hecho muy feliz pensar que estaban orgullosos de ella, que les importaba tanto a todos que irían a buscarla. Pero si eso significaba regresar al harén, entonces no quería verlos nunca más. Nunca más se sometería a las reglas de nadie. Ahora, hasta las normas más corrientes y sensatas le daban un breve arrebato de furia, un NO instantáneo y completo que solía invadirla como un grito nervioso. Islam, en su significado literal, quería decir sumisión: ¡pero NO! Ella había perdido ese rasgo. Una mujer policía de tráfico, advirtiéndole que no cruzara la carretera del ajetreado puerto si no era por el paso de peatones: Budur la insultó. Las normas de la casa en la zawiyya; apretaba los dientes con todas sus fuerzas. No dejes platos sucios en el fregadero, ayuda a lavar las sábanas cada jueves; NO.
Pero toda esa rabia era trivial comparada con el hecho de su libertad. Se despertaba por la mañana, se daba cuenta de dónde estaba, saltaba de la cama llena de una sorprendente energía. Una hora de vigoroso trabajo en la zawiyya la dejaba preparada y satisfecha, es decir, un poco de trabajo comunal, baños limpios, platos, todas las faenas que debían hacerse cada día, todas esas que en casa las habían hecho siempre los criados; ¡pero cuánto mejor era hacer ese trabajo durante una hora que tener a otros seres humanos sacrificando toda su vida para hacerlo! ¡Estaba tan claro que ése era el modelo para todos los trabajos y las relaciones humanas!
Después de hacer todas esas cosas, salía al fresco aire del océano, una droga fría, salada y húmeda, a veces con la lista de la compra, a veces sólo con la bolsa de libros y los materiales para escribir. No importaba adónde iba: cogía el camino del puerto para ver el océano del otro lado del rompeolas y el viento azotando las banderas; una hermosa mañana se detuvo al final del rompeolas sin un sitio adonde ir y sin nada que hacer; nadie en el mundo sabía dónde estaba en ese momento. ¡Dios mío, el sentimiento de esa libertad! El puerto atestado de barcos, el agua marrón saliendo al mar con la marea baja, el cielo una pincelada de límpido azul celeste y, de repente, ella floreció; en su pecho había océanos de nubes, y lloró de alegría. ¡Ah, Nsara! ¡Nsssarrrrra!
Pero lo primero, muchas mañanas, era visitar la Casa de los Inválidos de la Media Luna Blanca, un amplio cuartel del ejército remodelado que estaba a un buen trecho en el parque del río. Ése era uno de los deberes que Idelba le había asignado, a Budur le resultaba al mismo tiempo pavoroso e inspirador, como se suponía que tenía que ser ir a la mezquita cada viernes y en realidad nunca lo había sido. La mayor parte de aquel cuartel devenido hospital estaba habilitada para unos cuantos miles de soldados ciegos, que habían quedado así por el gas en el frente oriental. Por las mañanas se sentaban todos en silencio, en camas, en sillas o en sillas de ruedas, según fuera el caso, mientras alguien les leía, generalmente una mujer: los periódicos del día con sus finas hojas entintadas o diferentes textos, en algunas ocasiones el Corán y la hadith, aunque éstos eran menos populares. Además de quedar ciegos, muchos hombres habían sido heridos y no podían caminar ni moverse; se sentaban allí con su resto de cara o sin piernas, conscientes, aparentemente, de su aspecto y mirando fijamente hacia donde estaban las lectoras con semblante hambriento y avergonzado, como si fueran a matarla o comérsela si pudieran, consecuencia del amor imposible o del amargo resentimiento, o de todo mezclado. Nunca en su vida, Budur había visto expresiones tan desnudas; a menudo mantenía la mirada fija en el texto que estaba leyendo, como si supiera que en el caso de que levantara la vista para mirarlos ellos lo sabrían y la esquivarían o resoplarían para mostrar desaprobación. Su vista periférica le mostraba una audiencia salida de una pesadilla, como si una de las habitaciones del infierno hubiera surgido del mundo subterráneo para exponer a sus habitantes, que esperaban ser procesados, como lo habían esperado mientras vivían y ya habían sido procesados. A pesar de que ella intentaba no mirar, cada vez que les leía, Budur veía que más de uno de ellos lloraba, sin importar qué estuviera leyendo, aunque fuera la información meteorológica de cualquier parte del mundo. De hecho, la página del tiempo de los periódicos era una de las lecturas favoritas de aquellos despojos humanos.
Entre las compañeras lectoras de Budur había mujeres muy poco atractivas que sin embargo se destacaban por su voz: grave, clara, musical, mujeres que habían cantado durante toda su vida sin haberse enterado (la conciencia de ello hubiera estropeado el efecto); cuando ellas leían, muchos hombres se incorporaban en su cama o silla de ruedas, ensimismados, enamorados de una mujer a la que nunca hubieran mirado dos veces si hubieran podido verla. Budur se daba cuenta también de que algunos hombres se incorporaban de la misma manera cuando ella leía, aunque para ella misma su voz era desagradablemente aguda y áspera. Pero tenía sus admiradores. A veces les leía las historias de Scheherazade, y se dirigía a ellos como si fueran el furioso rey Shahryar y ella la astuta narradora de cuentos, que conseguía sobrevivir una noche más; un día, después de emerger de aquella antesala del infierno y regresar a la empapada luz del sol del nublado mediodía, casi se quedó pasmada al darse cuenta del drástico cambio de la historia: Scheherazade podía marcharse, mientras que los Shahryars se quedaban para siempre encerrados en sus cuerpos destrozados.
Cumplido ese deber, Budur atravesaba el zoco hasta llegar al sitio donde tomaba clases, las asignaturas que había sugerido tía Idelba. Las clases del instituto de la madraza se daban en el monasterio y en el hospital budista; Budur pagaba una cuota con el dinero que le prestaba Idelba para hacer tres cursos: principios de estadística (que de hecho comenzaban con una aritmética sencilla), contabilidad e historia del islam.
Este último curso era dado por una mujer llamada Kirana Fawwaz, una argelina de tez oscura y baja estatura, con una voz intensa que sonaba ronca por el hábito de fumar. Parecía tener cuarenta o cuarenta y cinco años. En la primera clase les informó de que ella había trabajado en los hospitales de guerra y luego, cerca del fin de la Nakba (o de la Catástrofe, como solían llamar en aquel entonces a la guerra) en la brigada de mujeres magrebíes. Sin embargo no se parecía en nada a los soldados de la Casa de la Media Luna Blanca; ella había salido de la contienda con el aire de alguien que había vencido, y en la primera clase declaró que de hecho los musulmanes habrían ganado la guerra si no hubieran sido traicionados tanto dentro como fuera de casa.
—¿Traicionados por quién? —preguntó con su voz áspera de grajo, viendo la pregunta en los rostros de todos sus oyentes—. Os lo diré: por los clérigos. En general por nuestros hombres. Y por el propio islam.
Su audiencia la miró fijamente. Algunos bajaron la cabeza con cierta incomodidad, como esperando que Kirana fuera a ser detenida en aquel preciso instante, si no fulminada por un relámpago. Seguramente que como mínimo más tarde aquel día sería atropellada por un tranvía inesperado. Y en la clase también había varios hombres, de hecho uno de ellos estaba sentado al lado de Budur, y llevaba un parche en el ojo. Pero ninguno de ellos dijo nada, y la clase siguió como si fuera posible decir semejantes cosas y salir impune.
—El islamismo es el último de los antiguos monoteísmos del desierto —les dijo Kirana—. En ese sentido es arcaico, es una anomalía. Siguió los pasos de los primeros monoteísmos pastorales del Occidente Medio y se construyó sobre la base de éstos, que precedieron a Mahoma por lo menos varios siglos: el cristianismo, el esenismo, el judaismo, el zoroastrismo, el mitraismo, etcétera, etcétera. Todos ellos eran fuertemente patriarcales, llegados para reemplazar a anteriores politeísmos matriarcales creados por las primeras civilizaciones agrícolas, en las que los dioses estaban presentes en todas las plantas domésticas y se consideraba que las mujeres eran decisivas en la producción de comida y de vida nueva.
»Por lo tanto, el islamismo llegó tarde, y por ello, fue un agente correctivo de los antiguos monoteísmos. Tuvo la posibilidad de ser el mejor de los monoteísmos, y en muchos sentidos lo fue. Pero debido a que comenzó en una Arabia que había sido destrozada por las guerras del imperio romano y de los estados cristianos, tuvo que enfrentarse primero con un caos casi absoluto, una guerra tribal de todos contra todos, en la que las mujeres estaban a merced de cualquiera de los contendientes. Desde aquellas profundidades ninguna religión nueva podía saltar muy alto.
»De esta manera, Mahoma llegó como un profeta que intentaba tanto hacer el bien como no ser aplastado por la guerra y por haber oído voces divinas que farfullaban cosas en algunas ocasiones, tal como atestigua el Corán.
Este comentario provocó resoplidos, y varias mujeres se pusieron de pie y salieron de la sala. Sin embargo, todos los hombres se quedaron allí como si estuvieran paralizados.
—Ya fuera que se lo hubiera dicho Dios o que farfullara lo que se le pasaba por la cabeza (eso no tiene importancia), el resultado final fue bueno, al principio. Aumentó tremendamente el acatamiento de la ley, la justicia, los derechos de las mujeres y, en un sentido general, el orden y el propósito humano en la historia. De hecho, fue precisamente este sentido de justicia y propósito divino lo que dio al islam su poder único en los primeros siglos anteriores a la Hégira, cuando se extendió por el mundo a pesar de que no aportaba ninguna ventaja material; una de las únicas demostraciones bien definidas del poder de la idea misma en toda la historia.
»Pero entonces vinieron los califas, los sultanes, las divisiones, las guerras, los clérigos y la hadith. La hadith creció por encima del propio Corán; se valieron de cada trozo de misoginia que estuviera disperso en el trabajo esencialmente feminista de Mahoma, y los cosieron a la mortaja con la que envolvieron al Corán, por ser demasiado radical para ser promulgado. Generaciones y generaciones de clérigos patriarcales fomentaron una masa de hadith que no contiene autoridad coránica alguna, reconstruyendo de esta manera una tiranía injusta, utilizando frecuentemente la autoridad falsificada de la transición personal de hombre maestro a hombre alumno, como si una mentira pasada a través de tres o diez generaciones de hombres sufriera de alguna manera una metamorfosis hasta convertirse en una verdad. Pero no es así.
»Y entonces el islamismo, como el cristianismo y el judaismo anteriormente, se estancó y degeneró. Debido a que su expansión fue tan grande, costó más ver aquel fallo y aquel derrumbe; de hecho, no quedó claro sino hasta la mismísima Nakba. Pero esta perversión del islamismo hizo que perdiéramos la guerra. Fueron los derechos de las mujeres, y nada más, los que dieron la victoria a China, a Travancore y a Yingzhou. Fue la ausencia de los derechos de las mujeres en el islam lo que llevó a la mitad de la población a convertirse en un ganado analfabeto e improductivo, y nos hizo perder la guerra. El tremendo progreso intelectual y mecánico que había sido iniciado por los científicos islámicos fue captado y recogido por los monjes budistas de Travancore y por la diáspora japonesa y llevado a alturas insospechables hasta entonces, y esta revolución de la capacidad mecánica fue rápidamente desarrollada por China y por los estados libres del Nuevo Mundo; de hecho, por todos, excepto por Dar al-Islam. Incluso nuestra dependencia respecto de los camellos no llegó a su fin sino hasta que estuvimos en la mitad de la Larga Guerra. Sin un camino más ancho que dos camellos, con todas las ciudades construidas como una kasbah o una medina, todos bien apretados como en un zoco, no pudo hacerse nada en pos de la modernización. Lo único que nos permitía reconstruir de manera moderna era la destrucción del corazón de las ciudades durante la guerra, y lo único que trajo cierto progreso industrial del que valga la pena hablar fue nuestro intento desesperado de defendernos. Pero para entonces, ese progreso era demasiado pequeño y llegaba demasiado tarde.
En este momento, el salón estaba un poco más vacío que cuando Kirana Fawwaz había comenzado su clase, y dos muchachas se habían marchado echando pestes y diciendo que informarían de aquellas blasfemias a los clérigos y a la policía. Pero Kirana Fawwaz se limitó a hacer una pausa para enceder un pitillo y a mover la mano para que se dieran prisa, antes de continuar.
—Pues bien —prosiguió, tranquila, inexorable, implacablemente—, en el período posterior a la Nakba, todo tiene que ser reconsiderado, todo. El islamismo debe ser examinado desde la raíz, incluyendo sus ramas y sus hojas, con un gran esfuerzo para hacerlo bien, si es que tal cosa es posible; con un gran esfuerzo para hacer que nuestra civilización sea capaz de sobrevivir. Pero a pesar de esta evidente necesidad, los regresivos repiten como niños su vieja y estropeada hadith, como si se tratara de hechizos mágicos para hacer aparecer jinns, y en estados como Afganistán o Sudán, o incluso en rincones de la propia Firanja, en los emiratos alpinos y en Skandistán, por ejemplo, la norma hezbollah, y las mujeres son obligadas a usar el chador y a aceptar el hijab y el harén, y los hombres que están en el poder en estos estados intentan simular que aún se vive en el año 300 en Bagdad o en Damasco y que Harón al-Rashid entrará por la puerta para arreglarlo todo. También podrían simular ser cristianos y esperar que vuelvan las catedrales y que Jesús baje del cielo volando.
Mientras Kirana hablaba, Budur veía en su mente a los ciegos del hospital; las calles residenciales amuralladas de Turi; el rostro de su padre cuando le leía a su madre; la vista del océano; una tumba blanca en la selva; de hecho toda su vida y muchas otras cosas en las que nunca había pensado antes. Se había quedado con la boca abierta, estaba aturdida, asustada, pero también eufórica, después de aquellas escandalosas palabras, unas palabras que confirmaban todo lo que ella había sospechado en su ignorante, rebelde y furiosa adolescencia, cuando estaba atrapada en la casa de su padre. Se había pasado toda la vida pensando que había algo que estaba seriamente mal en ella, o en el mundo, o en ambos. Ahora parecía que la realidad se había abierto debajo de ella como si fuera una escotilla, mientras todas sus sospechas se confirmaban luminosamente. Budur se quedó sentada, tranquila, y miró fijamente a la mujer que les daba la clase; los que no se habían marchado estaban hipnotizados como si un gran halcón volara sobre sus cabezas formando círculos, hipnotizados no solamente por el furioso análisis de todo lo que había salido mal, sino por la imagen de la historia que Kirana había evocado, la extensa sucesión de acontecimientos que habían conducido a la historia hasta este momento, aquí y ahora en esta ciudad portuaria occidental azotada por la lluvia; hipnotizados por el oráculo del tiempo en sí, hablando con su apremiante, áspera y estridente voz de grajo. Ya habían pasado tantas cosas, nahdas y nakbas, una y otra vez; ¿qué podía decirse después de tanto horror? Era necesario tener valor incluso para intentar hablar de esas cuestiones.
Pero estaba muy claro que a esta Kirana Fawwaz no le faltaba valor. En ese momento se detuvo, y miró a su alrededor: la sala estaba medio vacía.
—Muy bien —dijo con entusiasmo, dibujando una breve sonrisa sardónica a la asombrada mirada de Budur, de alguna manera como la de los peces que vendían en el mercado—. Parece que hemos quitado de aquí a todos los que podíamos. Se han quedado los de corazón valiente, los que están dispuestos a lanzarse a ese país oscuro que es nuestro pasado.
Los de corazón valiente o los de miembros débiles, pensó Budur, echando un vistazo a su alrededor. Un viejo soldado manco observaba imperturbablemente. El otro, al que le faltaba un ojo, aún seguía a su lado. Varias mujeres de diferentes edades estaban sentadas mirando a su alrededor un tanto intranquilas, moviéndose nerviosamente en su asiento. A Budur, algunas le parecieron mujeres de la calle, y una de ellas sonreía. Aquello no era lo que Budur había imaginado cuando Idelba le había hablado de la madraza de Nsara y del Instituto de Estudios Superiores; los restos de Dar al-Islam, de hecho, los penosos supervivientes de la Nakba, los cisnes en invierno; mujeres que habían perdido a sus esposos, a sus prometidos, a sus padres, a sus hermanos; mujeres que se habían quedado huérfanas y ya no habían tenido posibilidad de conocer a un hombre; y los propios heridos de guerra, incluyendo a un veterano ciego como los oyentes de Budur, el manco y el del parche en el ojo que estaban en la sala; también una madre y una hija hodenosauníes, muy dignas y seguras de sí mismas, tranquilas, interesadas, pero sin nada que perder; también un estibador con la espalda rota, que parecía estar allí sobre todo para no tener que soportar la lluvia al menos durante seis horas a la semana. Ésos eran los que se habían quedado: almas perdidas de la ciudad que buscaban un techo donde hubiera algo que ocupara su tiempo, no estaban seguros de qué. Pero tal vez, al menos de momento, bastaría con quedarse allí y escuchar la dura clase de Kirana Fawwaz.
—Lo que quiero hacer —dijo entonces— es cortar todas las historias, los millones de historias que hemos construido para defendernos de la realidad de la Nakba, para conseguir alguna explicación. Para poder entender el significado de lo que ha ocurrido, ¿lo entendéis? Ésta es una introducción a la historia, como Khaldun, sólo que hablado entre nosotros, conversando entre nosotros. Os sugeriré varios proyectos para que investiguemos más a medida que vayamos avanzando. Ahora, ¿qué os parece si vamos a tomar algo?
Los condujo afuera, en el ocaso de la larga tarde norteña, hasta un café detrás de los muelles, donde encontraron a alguna gente conocida de Kirana que ya estaba allí comiendo algo o fumando o aspirando de un narguile comunal o bebiendo pequeñas tazas de espeso café. Se sentaron y hablaron durante el largo crepúsculo, y más tarde toda la noche, los muelles detrás de las ventanas desiertos y tranquilos, las luces del otro lado del puerto garabateando sobre el agua negra. Resultó ser que el hombre con el parche en el ojo era amigo de Kirana; se llamaba Hasán y él mismo se presentó a Budur y la invitó a sentarse en el banco que estaba junto a él y su grupo de amigos, entre los que había cantantes y actores del instituto y de los teatros de la ciudad.
—Mi compañera de clase, me atrevo a decir —dijo Hasán a los demás—, se quedó bastante sorprendida con las primeras palabras de nuestra profesora.
Budur asintió tímidamente con la cabeza, y todos rieron. Luego pidió una taza de café.
La conversación alrededor de las sucias mesas de mármol era generalizada, tal como sucedía siempre en aquellos lugares, incluso en Turi. Las noticias en los periódicos. Interpretaciones de la guerra. Cotilleos acerca de los oficiales de la ciudad. Comentarios sobre obras de teatro y de cine. A veces Kirana callaba y escuchaba, a veces seguía hablando como si aún estuviera en la clase.
—Irán es la uva de la historia, siempre la están pisando.
—Algunas cosechas son mejores que otras…
—… así que para ellos todas las grandes civilizaciones tienen que ser finalmente pisoteadas.
—Esto no es más que la repetición de al-Katalan. Es demasiado sencillo.
—La historia del mundo debe ser algo sencillo —dijo el viejo soldado manco. Budur se enteró de que su nombre era Naser Shah; cuando hablaba firanjic, el acento revelaba su origen iraní—. El truco es llegar hasta las causas de las cosas, para encontrarle un sentido general a la historia.
—Pero ¿y si no lo tiene? —preguntó Kirana.
—Desde luego que lo tiene —dijo Naser con tranquilidad—. Todas las personas que han vivido alguna vez en la Tierra han actuado juntas para crear la historia del mundo. Es una sola historia. Algunas pautas en ella son evidentes. Las teorías colisionarias de Ibrahim al-Lanzhou, por ejemplo. No cabe duda de que son sólo yin y yang otra vez, pero hacen que resulte bastante claro que mucho de lo que nosotros llamamos progreso viene del choque entre dos culturas.
—Progreso por colisión, ¿qué clase de progreso es éste, habéis visto el otro día los tranvías después de que uno de ellos se saliera de las vías?
—Las civilizaciones centrales de al-Lanzhou representan a las tres religiones lógicamentre posibles —dijo Kirana—, con el islam que cree en un dios único, la India en muchos dioses y China en ninguno.
—Por eso ganó China —dijo Hasán, su único ojo brillando con picardía—. Resultó ser que tenían razón. La Tierra se coaguló a partir del polvo cósmico, la vida apareció y evolucionó hasta que cierto simio hizo más y más sonidos, y ahí comenzó todo. Allí nunca tuvo nada que ver un dios, ni nada sobrenatural, ni almas eternas que se reencarnan una y otra vez. Los chinos son los únicos que realmente se enfrentan a eso y nos enseñan el camino con su ciencia, honrando únicamente a sus ancestros, trabajando exclusivamente para sus descendientes. ¡Y así nos dominan a todos!
—Lo que pasa sencillamente es que ellos son más —dijo una de las mujeres de dudoso vivir.
—Pero pueden mantener a más gente en menos tierra. ¡Esto prueba que tienen razón!
—El punto fuerte de cada cultura también puede ser su punto débil —dijo Naser—. Eso lo vimos en la guerra. La irreligiosidad de los chinos los hizo espantosamente crueles.
Aparecieron las mujeres hodenosauníes de la clase y se unieron a ellos; ellas también eran conocidas de Kirana. Kirana les dio la bienvenida.
—¡Aquí están nuestras conquistadoras —les dijo—, una cultura en la que las mujeres tienen poder! Me pregunto si podríamos juzgar a las civilizaciones por el comportamiento de sus mujeres.
—Ellas las han construido todas —proclamó la mayor de las mujeres que estaban allí, que hasta ahora se había limitado a hacer punto. Tenía por los menos ochenta años, por lo tanto había vivido gran parte de la guerra, prácticamente toda ella—. No existen civilizaciones sin el hogar que cada mujer construye desde dentro.
—Bueno, ¿entonces cuánto poder político han tenido las mujeres? ¿Acaso sus hombres se sienten cómodos con la idea de que las mujeres tengan ese poder?
—Eso vendría a ser China.
—No, en el caso de los hodenosauníes.
—¿Y los de Travancore?
Nadie se atrevía a decirlo.
—¡Esto tendría que ser investigado! —dijo Kirana—. Éste será uno de vuestros proyectos. Una historia de las mujeres en las culturas del mundo: qué han hecho como criaturas políticas, cómo les ha ido. El hecho de que esto haya faltado en el análisis de la historia tal y como la hemos visto hasta ahora, es señal de que aún vivimos en las ruinas del patriarcado. Y en ningún sitio esto es más cierto que en el islam.
Por supuesto, Budur contó a Idelba todo acerca de la clase de Kirana y de la reunión en el café después de la clase, describiéndolos a todos llena de entusiasmo mientras lavaban los platos y hacían la colada. Idelba asentía con la cabeza y hacía preguntas, interesada; pero al final dijo:
—Espero que sigas trabajando mucho en el curso de estadística. Uno se puede pasar la vida hablando de esas cosas, pero los números son lo único que te llevará a alguna parte.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que el mundo funciona con números, con leyes físicas que se expresan matemáticamente. Si las conoces, comprenderás mejor todas las cosas. Y también poseerás alguna habilidad para trabajar. Por cierto, creo que puedo conseguirte un empleo: hay que lavar la cristalería en el laboratorio. Te vendrá bien, te dejará un poco más de dinero y te enseñará que se necesitan ciertas habilidades para trabajar. No te dejes absorber por el remolino de las charlas de café.
—¡Pero eso puede ser bueno! Aprendo tanto, no solamente sobre la historia, sino también sobre el significado de las cosas. Ayuda a aclararlas, como soliamos hacer en el harén.
—¡Exactamente! ¡En el harén puedes hablar todo lo que quieras! Pero el instituto es el único sitio donde puedes aprender ciencias. Ya que te has tomado la molestia de venir aquí, bien podrías aprovechar lo que se te ofrece.
Esto hizo callar momentáneamente a Budur. Idelba se dio cuenta de que ella se lo estaba pensando.
—Incluso si quieres estudiar historia, lo cual es perfectamente razonable, hay un modo de hacerlo que va más allá de las charlas de café, que examina los artefactos y los sitios reales que quedaron del pasado, y establece lo que puede afirmarse con evidencias físicas que lo respalden, como en las otras ciencias. Firanja está llena de lugares antiguos que están siendo investigados por primera vez con un método científico como éste, y es muy interesante. Y llevará décadas investigarlos todos, incluso siglos.
Se enderezó y se masajeó la parte inferior de la espalda mientras observaba a Budur.
—Ven a merendar conmigo el viernes. Te llevaré a un sitio y verás los menhires.
—¿Los menhires? ¿Qué son?
—Ya lo verás el viernes.
Llegado el viernes, cogieron el tranvía hacia el sur hasta la última parada en la costa, luego se cambiaron a un autobús y viajaron media hora más, mirando por las ventanillas los huertos de manzanos y las esporádicas vislumbres del océano azul oscuro. Finalmente, en una de las paradas Idelba dijo que debían bajar, y caminaron hacia el oeste más allá de una pequeña aldea e inmediatamente después se metieron en un bosque de enormes piedras colocadas en posición vertical y en largas hileras en una llanura cubierta de hierba y ligeramente ondulada, interrumpida aquí y allá por enormes y viejos robles. Era un paisaje extraño.
—¿Quién las puso? ¿Los francos?
—Gente anterior a los francos. Anterior a los celtas, tal vez. Nadie está del todo seguro. Los poblados donde vivía esta gente todavía no han sido encontrados y es muy difícil precisar la época en que estas piedras fueron plantadas.
—¡Deben de haber tardado, no sé…, siglos en poner todas estas piedras!
—Depende de la cantidad de gente que emplearon, supongo. Tal vez en aquel entonces había tantas personas como ahora, ¿quién puede saberlo? Aunque yo pensaría que no, puesto que no encontramos ciudades en ruinas, como sucede en Egipto o en el Occidente Medio. No; debe de haber sido una población más pequeña, y les debe haber exigido mucho tiempo y esfuerzo.
—¿Pero cómo puede un historiador trabajar con cosas como éstas? —preguntó Budur en determinado momento, mientras bajaban entre las hileras de piedras, estudiando los dibujos del liquen negro y amarillo que crecía sobre su superficie. Muchos doblaban la altura de Budur.
—Se estudian las cosas en vez de las historias. Es algo diferente a la historia, antes bien es una investigación científica de las condiciones materiales en las que vivía la gente hace mucho tiempo, de las cosas que hacían. Es la arqueología. Una vez más, es una ciencia que comenzó durante el primer florecimiento islámico, en Siria e Irak, y luego no fue profundizada sino hasta la Nahda, es decir, el renacimiento de la alta cultura islámica en ciertas ciudades como Teherán y El Cairo, en el último medio siglo antes de que comenzara la Guerra Larga y lo destrozara todo. Ahora la comprensión que tenemos de la física y la geología ha avanzado tanto que se están sugiriendo continuamente nuevos métodos de investigación. Y los proyectos de construcción y de reconstrucción también están desenterrando toda clase de nuevos objetos, y la gente sale deliberadamente en busca de más, y todo se está uniendo de una manera muy emocionante. Es una ciencia que se está consolidando, a ver si me entiendes. Muy interesante. Y Firanja está resultando ser uno de los mejores lugares para practicarla. Éste es un lugar lleno de historia.
Señaló las largas hileras de piedras, como un cultivo realizado por grandes dioses de piedra que nunca habían regresado para hacer una cosecha. Las nubes se deslizaban muy bajas encima de sus cabezas.
—Estas piedras y los anillos de piedra de Gran Bretaña no son las únicas que hablan de historia; también hay tumbas, monumentos, aldeas enteras de piedra. Tendré que llevarte alguna vez a las islas Orcadas. Tengo ganas de ir pronto por allí; te llevaré conmigo. En cualquier caso, piensa acerca de la posibilidad de estudiar también este tipo de cosas, como un conocimiento básico que será útil cuando escuches a madame Fawwaz y sus historias.
Budur pasó una mano sobre una piedra cubierta por una delgada capa de liquen de muchos colores. Las nubes eran cada vez más veloces.
—Lo haré.
Las clases, un nuevo trabajo en el laboratorio de Idelba, los paseos por los muelles y el malecón, los sueños con una nueva síntesis, un islam que incluía lo importante en el budismo y lo corriente en los laboratorios: los días de Budur pasaban en una bruma de pensamientos; todo lo que veía y lo que hacía formaba parte de esa bruma. Muchas de las mujeres que trabajaban en el laboratorio de Idelba eran monjas budistas, y muchos de los hombres eran monjes. La compasión y las buenas acciones eran una especie de agape, como solían llamarlo los antiguos griegos; los griegos, aquellos fantasmas siempre presentes, gente que ya había tenido todas las ideas en un perdido paraíso, que incluso había tenido la historia del paraíso perdido, en la forma de los cuentos de la Atlántida, de Platón, que estaban resultando ser ciertos, de acuerdo con los últimos estudios arqueológicos de los eruditos de Creta.
Budur se apuntó en un curso de este nuevo campo, la arqueología. Una historia que era más que palabras, que podía ser una ciencia… La gente que se dedicaba a ello era una mezcla extraña: geólogos, arquitectos, físicos, eruditos coránicos, historiadores, todos estudiando no sólo las historias, sino las cosas que habían quedado atrás.
Mientras tanto, las conversaciones seguían, tanto en la clase de Kirana como en el café más tarde. Una noche, en el café, Budur preguntó a Kirana qué pensaba acerca de la arqueología, y ella le contestó:
—La arqueología es muy importante, por supuesto. Aunque esas piedras en posición vertical son más bien mudas a la hora de decirnos cosas. Aun así, en el sur están descubriendo cuevas que tienen las paredes llenas de pinturas y que parecen ser muy antiguas, más antiguas aún que los griegos. Puedo darte los nombres de una gente de Aviñón que está trabajando en eso.
—Gracias.
Kirana tomó un sorbo de café y escuchó a los demás durante un rato. Luego le dijo a Budur en medio del barullo:
—Lo que creo que es interesante, más allá de todas las teorías que discutimos, es lo que nunca llega a ser escrito. Esto es crucial especialmente para las mujeres, porque muchísimas cosas que hicimos nunca llegaron a escribirse. Hablo de las cosas más normales, ya sabes, de la vida cotidiana. El trabajo de criar hijos y alimentar una familia y mantener unido el hogar, como una cultura oral pasada de generación en generación. Cultura uterina, la llamaba Kang Tongbi. Tienes que leer su obra. De todas formas, la cultura uterina no tiene dinastías conocidas, ni guerras, ni nuevos continentes descubiertos; por lo tanto, los historiadores nunca han tratado de analizarla: por lo que es, la forma en que se transmite, cómo cambia con el tiempo de acuerdo con las condiciones sociales y materiales. Cambiando con ellas, quiero decir, como entramada con ellas.
—En el harén es evidente —dijo Budur, que se sentía nerviosa por estar rodilla con rodilla con esta mujer. La prima Yasmina había realizado suficientes «sesiones prácticas» clandestinas de besos y cosas por el estilo entre las muchachas, de manera que Budur sabía bien qué significaba la presión de la pierna de Kirana. La ignoró con resolución y prosiguió—: En realidad es como con Scheherazade. Contar historias para ir avanzando. La historia de las mujeres sería así, historias contadas una detrás de la otra. Y cada día todo el proceso tiene que ser renovado.
—Sí, Scheherazade es un buen ejemplo sobre cómo tratar con los hombres. Pero tiene que haber mejores modelos para mostrar cómo las mujeres deben transmitir la historia de unas a otras, a las mujeres más jóvenes, por ejemplo. Los griegos tenían una mitología muy interesante, llena de diosas que hacían de modelo de varias conductas de mujer con mujer. Deméter, Perséfone… para estas cosas también tienen una poetisa maravillosa, Safo. ¿No has oído hablar de ella? Te daré alguna referencia.
Aquélla fue la primera de muchas conversaciones personales de las dos mujeres mientras bebían café, tarde por la noche, en los cafés azotados por la lluvia. Kirana prestaba a Budur libros sobre toda clase de temas, pero especialmente sobre la historia firanji: la supervivencia de la Horda de Oro a la peste que había matado a los cristianos; la continua influencia de las estructuras nómadas de la Horda sobre las culturas descendientes de los estados Skandistani; la ocupación de al-Andalus, Nsara y las islas Celtas por los magrebíes; la zona de conflicto entre las dos culturas que ocupaban el valle del Rin. Otros textos describían el movimiento de los turcos y los árabes a través de los países balcánicos, acrecentando la discordia de los emiratos firanjis, los pequeños reinos de taifas que lucharon durante siglos, según lealtades sunníes o chiítas, sufies o wahabitas, turcas, magrebíes o tártaras; la lucha por la preponderancia o por la supervivencia, a menudo desesperadas, con condiciones generalmente represivas para las mujeres, de manera que únicamente en el occidente más lejano había habido algún avance cultural antes de la Guerra Larga, un carácter progresista que Kirana asociaba con la presencia del mar y el contacto con otras culturas y con los orígenes de Nsara como refugio de heterodoxos y marginales, fundada de hecho por una mujer, la legendaria sultana refugiada Katima.
Budur cogió aquellos libros y probó a leerlos en voz alta a sus soldados ciegos en el hospital. Les leyó la historia de la Gloriosa Revolución Ramadánica, cuando las mujeres turcas y kirguises habían estado al frente de las tomas de las grandes centrales eléctricas de los pantanos de Samarcanda y se trasladaron a las ruinas de la ciudad legendaria, que había sido abandonada durante casi un siglo debido a una serie de violentos terremotos; cómo habían formado una nueva república en la que las leyes sagradas del ramadán se extendían a todo el año y la vida de la gente era un acto comunal de culto divino, todos los seres humanos completamente iguales, hombres y mujeres, adultos y niños, de tal manera que el lugar había reclamado su glorioso patrimonio del décimo siglo, y había hecho asombrosos avances en lo que a cultura y a ley se refiere, y allí todos habían sido felices, hasta que el sha había enviado a sus ejércitos hacia el este desde Irán y los había aplastado como si fueran herejes.
Los soldados asentían con la cabeza mientras escuchaban el relato. Así es como suceden las cosas, decían sus silenciosos rostros. El bueno siempre es aplastado. Los que ven más lejos son los que no tienen ojos. Budur, al ver el modo en que ellos se colgaban de cada palabra, como los perros hambrientos que observan desde la acera a la gente que come en las mesas de los cafés, llevó más libros prestados para leerlos a los ciegos. El libro de los Reyes de Firdusi, el inmenso poema épico que describe a Irán antes del islamismo, fue muy bien acogido. Al igual que el poeta lírico sufí Hafiz, y por supuesto Rumi y Jayam. Budur misma disfrutó leyendo un ejemplar lleno de anotaciones de El Muqaddimah de Ibn Khaldun.
—Hay tantas cosas en Khaldun —les dijo a sus oyentes—. Todo lo que aprendo en el instituto lo encuentro en Khaldun. Uno de mis profesores es aficionado a una teoría que dice que el mundo es una cuestión de tres o cuatro grandes civilizaciones, cada una de ellas un Estado central, rodeado de Estados periféricos. Escuchad a Khaldun, en la sección titulada «Cada dinastía tiene cierta cantidad de provincias y de tierras, y nada más».
»Cuando los grupos dinásticos se han extendido por las regiones fronterizas, sus números se agotan por fuerza. Éste, entonces, es el momento en que el territorio de la dinastía ha alcanzado su extensión mayor, en que las regiones fronterizas forman un cinturón alrededor del centro del reino. Si en ese momento la dinastía asume la tarea de extenderse más allá de sus tierras, su cada vez más amplio territorio queda sin protección militar y expuesto a cualquier ataque fortuito del enemigo o un vecino. Esto es perjudicial para la dinastía.»
Budur levantó la vista.
—Una descripción muy sucinta de la teoría del centro y la periferia. Khaldun también habla de la falta de un Estado central islámico alrededor del cual los demás puedan reunirse.
La audencia asintió con la cabeza; ellos sabían bien de qué se estaba hablando; la ausencia de coordinación en los diferentes frentes de la guerra había sido un problema famoso, a veces con terribles resultados.
—Khaldun también habla de un problema sistémico en la economía islámica que, en un principio, era común entre los beduinos. Dice del problema: «Los lugares que sucumben a los beduinos quedan arruinados rápidamente. La razón de esto es que los beduinos son una nación salvaje, totalmente acostumbrada al salvajismo y a las cosas que lo provocan. El salvajismo se ha convertido en su carácter y su naturaleza. Lo disfrutan, porque significa la liberación de la autoridad y el desacato a cualquier liderazgo. Una predisposición tan natural es la negación y la antítesis de la civilización». Y después sigue diciendo: «Su naturaleza les lleva a robar cualquier cosa que otra gente posea. Su sustento está allí donde cae la sombra de sus lanzas». Y después de eso nos ofrece la teoría laboral del valor, diciendo: «Pues bien, el trabajo es la verdadera base de la ganancia. Cuando no se aprecia el trabajo y se hace por nada, la esperanza de ganancia desaparece, y no se hace ningún trabajo productivo. La población sedentaria se dispersa y la civilización se degrada». Realmente es bastante asombroso lo mucho que veía Khaldun, y esto en una época en la que la gente que vivía aquí en Nsara se estaba muriendo por la peste y el resto del mundo ni siquiera estaba cerca de pensar históricamente.
El tiempo de lectura se acabó. Su audiencia se acomodó en sus sillas y camas, y se acurrucó para las largas horas vacías de la tarde.
Budur se fue con su habitual combinación de culpa, alivio y alegría; aquel día fue directamente a la clase de Kirana.
—¿Cómo podremos progresar alguna vez desde nuestros orígenes —le preguntó lastimeramente a su maestra— cuando la fe nos ordena que no los abandonemos?
—Nuestra fe no ha dicho tal cosa —respondió Kirana—. Eso es algo que los fundamentalistas dicen sólo para conservar el poder.
Budur se sintió confundida.
—¿Pero qué hay de las partes del Corán que nos dicen que Mahoma es el último profeta y que las reglas del Corán deberían mantenerse siempre vigentes?
Kirana sacudió la cabeza con impaciencia.
—Éste es otro caso de tomar una excepción como regla general, una táctica fundamentalista muy común. De hecho, hay algunas verdades en el Corán que Mahoma declaró eternas, realidades existenciales tales como la igualdad fundamental de todas las personas; ¿cómo podría eso cambiar alguna vez? Pero las preocupaciones más mundanas del Corán, las que tienen que ver con la construcción de un Estado árabe, cambiaron con las circunstancias, incluso dentro del mismísimo Corán, igual que sus variables declaraciones contra el alcohol. Es lo que sucede con el principio del naskh, en el que instrucciones coránicas posteriores reemplazaron a otras anteriores. Y en sus últimas declaraciones, Mahoma dejó muy claro que él quería que respondiéramos a situaciones cambiantes y que mejoráramos el islamismo: que ideáramos soluciones morales que tanto se ajustaran al marco básico como que respondieran a las nuevas realidades.
—Me pregunto si alguno de los siete amanuenses de Mahoma pudo haber introducido alguna idea suya en el Corán —dijo Naser.
Kirana meneó la cabeza una vez más.
—Recuerda la manera en que fue compilado el Corán. El mushaf, el documento físico final, fue el resultado de la acción de Osmán de reunir a todos los testigos sobrevivientes del dictado de Mahoma —sus amanuenses, esposas y compañeros— quienes, juntos, acordaron una única versión correcta del libro sagrado. Ninguna interpolación personal pudo haber sobrevivido a ese proceso. No, el Corán es una voz única, la voz de Mahoma, la voz de Alá. ¡Y es un mensaje de inmensa libertad y justicia en esta Tierra! Es la hadith la que contiene los mensajes falsos, la reimposición de la jerarquía y el patriarcado, los casos excepcionales tergiversados hasta convertirse en reglas generales. Es la hadith la que abandona la jihad principal, la lucha contra las propias tentaciones, por la jihad menor, la defensa del islam contra el ataque exterior. No. Así, los soberanos y los clérigos han distorsionado el Corán en función de sus propios propósitos. Esto ha acontecido en todas las religiones, por supuesto. Es inevitable. Toda cosa divina debe llegar a nosotros envuelta en ropas terrenales, y de esta manera nos llega cambiada. Lo divino es como la lluvia que golpea la tierra; por lo tanto todos nuestros esfuerzos de devoción son cenagosos, todos excepto esos escasos instantes de total inundación, los momentos descritos por los místicos, cuando no somos nada más que lluvia. Pero esos momentos siempre son breves, como los propios sufies admiten. Así que deberíamos dejar que se rompiera el cáliz ocasional, si fuera necesario, para llegar a la verdad del agua que hay dentro.
—¿Entonces, cómo podemos ser musulmanes modernos? —preguntó Budur, animada.
—No podemos —dijo la mujer más anciana, sin dejar de hacer punto—. Es un antiguo culto del desierto que ha llevado a la ruina a innumerables generaciones, incluyendo la mía y la tuya, me temo. Es hora de admitir esto y seguir adelante.
—¿Y hacia dónde?
—¡Hacia lo que venga! —gritó la anciana—. Hacia vuestra ciencia, ¡hacia la mismísima realidad! ¿Por qué preocuparse por alguna de esas antiguas creencias? No son más que una cuestión de los fuertes que dominan a los débiles, de los hombres que dominan a las mujeres. ¡Pero son las mujeres las que dan a luz a los niños y los crían y cultivan el campo y lo cosechan y cocinan la comida y cuidan el hogar y se ocupan de los ancianos! ¡Son las mujeres las que hacen el mundo! Los hombres hacen sus guerras y tratan a los demás despóticamente con sus leyes, sus religiones y sus armas. ¡Matones y gángsters, eso es la historia! ¡No veo por qué deberíamos tratar de complacer en absoluto nada de eso!
Hubo un silencio en la clase y la anciana retomó su trabajo como si estuviera apuñalando a cada rey y cada clérigo que haya vivido en esta Tierra. De repente oyeron la lluvia que caía detrás de los cristales, las voces de algunos estudiantes en el patio, las agujas de la anciana chasqueando en plan asesino.
—Pero si tomamos ese camino —dijo Naser—, los únicos que han ganado de verdad son los chinos.
Más silencio.
—Ganaron por una razón —dijo por fin la anciana—. No tienen dios y veneran a sus ancestros y a sus descendientes. Su humanismo les ha permitido la ciencia, el progreso: todo lo que a nosotros se nos ha negado.
Un silencio aún más profundo, tanto que podían oír la sirena de niebla que sonaba afuera, mugiendo en la lluvia.
—Tú hablas sólo de sus clases altas. Pero a sus mujeres les vendaban los pies hasta convertirlos en pequeñas protuberancias, para inmovilizarlas, para cortarles las alas como a los pájaros. Eso también es chino. Son cabrones duros, créeme lo que te digo. Yo lo vi en la guerra. No quiero contarte lo que vi, pero lo sé, créeme. No tienen sentido alguno de la santidad, por lo tanto, tampoco normas de conducta; nada que les diga que no deben ser crueles, por lo tanto, son crueles. Espantosamente crueles. No piensan que la gente fuera de China sea realmente humana. Únicamente los han son humanos. El resto, somos hui-hui, como perros. Son arrogantes, crueles más allá de las palabras; a mí no me parece que imitar sus hábitos pueda ser algo bueno, pero no me parece bien que ganen la guerra así tan completamente.
—Pero nosotros fuimos tan malos como ellos —dijo Kirana.
—Sí, excepto cuando nos comportamos como verdaderos musulmanes. Pienso que lo que podría ser un buen proyecto para una clase de historia sería concentrarse en lo mejor del islam, lo que ha perdurado a través de la historia, y ver si ahora eso puede guiarnos. Cada sura del Corán nos lo recuerda con sus palabras iniciales: «Bismala, en el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo. Misericordia, compasión»; ¿cómo expresamos eso? Éstas son ideas que los chinos no tienen. Los budistas trataron de introducirlas allí y fueron tratados como mendigos y ladrones. Pero son ideas cruciales y son las piezas clave del islamismo. La nuestra es una visión de toda la gente como una única familia, bajo el dominio de la misericordia y de la compasión. Esto fue lo que condujo a Mahoma, impulsado por Alá o por su propio sentido de la justicia, el Alá que está dentro de nosotros. ¡Para mí, esto es el islamismo! Por eso luché en la guerra. Éstas son las cualidades que tenemos para ofrecer al mundo y que los chinos no tienen. Amor, sencillamente, amor.
—Pero si no vivimos de acuerdo a esas cosas…
—¡No! —dijo Naser—. No nos pegues con ese palo. Yo no veo a nadie en esta Tierra que viva de acuerdo con sus creencias. Esto debe ser lo mismo que veía Mahoma cuando miraba a su alrededor. Salvajismo por todas partes, hombres como bestias. Entonces cada sura empezó con una petición de misericordia.
—Hablas como un budista —dijo alguien.
El viejo soldado estaba dispuesto a admitirlo.
—Misericordia. Para el budista, ¿no es ése el principio rector de la acción? Me gusta lo que ellos hacen en este mundo. Tienen un efecto positivo sobre nosotros. Tuvieron un efecto positivo sobre los japoneses, y sobre los hodenosauníes. He leído libros que dicen que todo nuestro progreso en el campo de la ciencia viene de la diáspora japonesa, como la última y más poderosa diáspora budista. Retomaron las ideas de los antiguos griegos y de la gente de Samarcanda.
—Tal vez tengamos que encontrar las partes más budistas del islamismo. Y cultivarlas —dijo Kirana.
—¡Yo digo que abandonemos todo pasado! —rugió la anciana amenazando con una aguja.
—Entonces podría llegar a surgir un nuevo salvajismo científico —dijo Naser negando con la cabeza—. Como durante la guerra. Tenemos que retener los valores morales que parecen buenos, los que promueven la misericordia. Tenemos que utilizar lo mejor del antiguo camino para crear uno nuevo, uno mejor que el anterior.
—Ésa me parece una buena política —dijo Kirana—. Y después de todo, eso es lo que Mahoma nos recomendaba.
Así, el amargo escepticismo de la anciana, la terca esperanza del viejo soldado, las insistentes preguntas de Kirana, preguntas que nunca tenían la respuesta que ella esperaba pero que eran forjadas como resultado del juego de las ideas, poniéndolas a prueba en contraste con su percepción de las cosas, y en contraste con treinta años de lectura insaciable y la sórdida vida detrás de los muelles de Nsara. Budur, envolviéndose con su impermeable de hule y encorvándose al atravesar la llovizna hasta llegar a la zawiyya, sentía las fuerzas invisibles que brotaban a su alrededor: la rápida y fervorosa desaprobación de los jóvenes mutilados que pasaban por la calle, las nubes cada vez más bajas, los mundos secretos envueltos dentro de los materiales con que tía Idelba trabajaba en el laboratorio. Su trabajo de cada noche, de barrer y reponer cosas en el lugar vacío, era… sugestivo. Había cosas mucho más grandes en la destilación final de todo ese trabajo, en las fórmulas garabateadas en las pizarras. Había años de trabajo matemático detrás de los experimentos de los físicos, siglos de trabajo que ahora se realizaban en exploraciones materiales que podrían traer nuevos mundos. Budur sentía que no podría aprender nunca las matemáticas que aquel trabajo conllevaba, pero los laboratorios tenían que avanzar para que todo progresara, y comenzó a meterse en la tarea de ordenar las provisiones, manteniendo la cocina y el comedor en funcionamiento, pagando las cuentas (la cuenta de qi era enorme).
Mientras tanto, las conversaciones entre los científicos seguían, interminables como las charlas de los cafés. Idelba y su sobrino Piali pasaban largas sesiones frente a la pizarra atropellándose con sus ideas y proponiendo soluciones para sus misteriosos misterios, absortos, contentos, a menudo también preocupados, una nota de enfado en la voz de Idelba, como si de alguna manera las ecuaciones estuvieran revelando noticias que no le gustaban mucho o que no podía acabar de creer. Otra vez pasaba mucho tiempo al teléfono, ahora con el que había en su pequeño armario de la zawiyya, y muchas veces desaparecía sin decir dónde había estado. Budur no podía asegurar que todos aquellos asuntos estuvieran conectados. Había muchas cosas acerca de la vida de Idelba que ella no sabía. Hombres con los que hablaba fuera de la zawiyya, paquetes, llamadas… A juzgar por las líneas verticales grabadas entre sus cejas parecía que tenía muchas cosas entre las manos, que de alguna manera era una existencia complicada.
—¿Qué problema hay con ese estudio que estás haciendo con Piali y los demás? —le preguntó Budur una noche mientras Idelba limpiaba concienzudamente su escritorio.
Ellas serían las últimas en salir; eso hacia que Budur sintiera una sólida satisfacción; la de saber que en Nsara la gente confiaba en ellas. Fue aquello lo que le dio el coraje suficiente para interrogar a su tía.
Idelba dejó de limpiar para mirarla.
—Tenemos algunas razones para estar preocupados, o al menos eso es lo que parece. No debes hablar con nadie acerca de esto. Pero…, bueno…, como te he dicho antes, el mundo está hecho de átomos, cosas diminutas con centros, y alrededor de ellos partículas relámpago que viajan en caparazones concéntricos. Todo esto sucede a una escala tan pequeña que cuesta imaginárselo. Cada mota de polvo que barres está formada por millones de esas cosas. Hay miles de millones de ellas en la yema de un dedo.
Sacudió las mugrientas manos en el aire.
—Y además, cada átomo almacena mucha energía. En realidad, son como relámpagos atrapados, la energía qi; tienes que imaginarte esa clase de energía abrasadora. Muchos billones de qi en cada pequeña cosa. —Señaló el gran mandala circular pintado en una de las paredes, la mesa de los elementos, las letras y los números árabes cubiertos de puntos adicionales—. Dentro del núcleo de esos átomos hay una fuerza que mantiene junta toda esa energía, como te he dicho, una fuerza muy poderosa a una distancia muy corta, uniendo el poder del relámpago con el núcleo, con tanta fuerza que nunca pueden ser separados. Lo cual es bueno, porque las cantidades de energía contenida son realmente muy grandes. Latimos con ella.
—Eso es lo que se siente —dijo Budur.
—Por supuesto. Pero mira, es muchas veces más de lo que podemos sentir. La fórmula propuesta es, como te he dicho, que la energía es igual a la masa multiplicada por la velocidad de la luz elevada al cuadrado, y la luz es de verdad muy rápida. De manera que si cogemos apenas un poco de materia…, si se liberara algo de la energía que hay en ese poco de materia… —Meneó la cabeza—. Por supuesto que la fuerza es tan poderosa que eso nunca sucederá. Pero seguimos investigando este elemento alactino, al que los físicos de Travancore llaman Mano de Tara. Sospecho que el núcleo del alactino es inestable, y Piali empieza a estar de acuerdo conmigo. Está claro que está muy lleno del jinn, tanto yin como yang, de una manera tal que yo creo que está actuando como un gota de agua que se mantiene unida gracias a la tensión superficial, pero es tan grande que la tensión superficial no hace otra cosa que sostenerla, y se estira como una gota de agua en el aire, deformándose para un lado y para otro, pero siempre unida, excepto algunas veces, cuando se estira demasiado para que se trate de una tensión superficial; en este caso se trata de una fuerza poderosa, y entonces la repulsión natural entre los jinns hace que uno de los centros se parta en dos, convirtiéndose en átomos conductores, pero que también liberan un poco de su poder de unión, en forma de rayos de energía invisible. Eso es lo que vemos en las placas fotográficas con las que tú nos ayudas. Es bastante energía, y no se trata más que de un solo centro que se rompe. Lo que nos estamos preguntando —lo que nos hemos visto obligados a considerar, dada la naturaleza del fenómeno— es, si juntamos una cantidad suficiente de estos átomos, y rompemos aunque sea un solo centro, ¿el qi liberado rompería a otros muchos más al mismo tiempo, cada vez más y más, a la velocidad de la luz, en un espacio así de grande? —dijo separando las manos—. Si acaso no se produciría una breve reacción en cadena —dijo.
—Es decir…
—¡Es decir que se produciría una explosión enorme!
Durante un buen rato, Idelba se quedó con la mirada perdida en un espacio de puras matemáticas, según parecía.
—No cuentes a nadie lo que te he dicho —dijo otra vez.
—No lo haré.
—A nadie.
—Está bien.
Palabras invisibles, llenas de energía y de poder: harenes subatómicos, cada uno de ellos latiendo al borde de una gran explosión. Budur suspiró cuando esta imagen acudió a su mente. No había manera de escapar a la latente violencia que había en el corazón de las cosas. Hasta las piedras eran letales.
Cada mañana, en la zawiyya, Budur se levantaba y ayudaba en la cocina y en la oficina; de hecho, había muchas cosas que eran iguales en su trabajo en la zawiyya y su trabajo en el laboratorio, y a pesar de que parecían bastante diferentes en los distintos decorados, aun así encontraba en ellos cierto tedio; las clases y los paseos por la gran ciudad se convirtieron en las ocasiones en que Budur elaboraba sus sueños e ideas.
Caminaba por el puerto y el río, sin esperar ya que apareciera alguien de Turi y la llevara de regreso a la casa de su padre. Todavía, una gran parte de la inmensa ciudad era desconocida para ella, pero se movía por determinados barrios y a veces subía a un tranvía y llegaba hasta el final de su recorrido únicamente para ver los barrios por donde pasaba. Los barrios cerca del mar y del río constituían su estudio particular, lo cual por supuesto le daba mucho en qué pensar. Los pálidos rayos del sol se astillaban atravesando las nubes que galopaban sobre las olas arrastradas por el viento que llegaba del mar; ella se sentaba en los cafés detrás de los muelles o los que estaban al lado de la playa, leyendo y escribiendo, y levantaba la mirada para ver la cresta blanca de las olas lanzándose contra el gran faro al final del malecón. También caminaba por la costa rocosa del norte y por las playas. Los azules pálidos y lavados en el cielo detrás de las nubes que caían, los azules heridos del mar, los blancos de las nubes y las olas rotas; le encantaban los colores de aquellas cosas, las amaba con todo su corazón. Aquí era libre de ser totalmente ella misma. Valía la pena toda la lluvia para que después el aire estuviera tan limpio.
En un barrio bastante abandonado y castigado por las tormentas, al final del recorrido de la línea seis del tranvía, había un pequeño templo budista; un día, Budur vio fuera de él a la señora y la hija hodenosauníes de la clase de Kirana. Ellas la vieron y se acercaron.
—Hola —dijo la madre—. ¡Has venido a visitarnos!
—En realidad sólo estaba paseando por aquí —dijo Budur, sorprendida—. Me gusta este barrio.
—Sí —dijo amablemente, como si no le creyera—. Lamento haber supuesto mal, pero somos conocidas de tu tía Idelba, y pensé que tal vez habías venido aquí enviada por ella. Pero no es así…, bueno…, ¿te gustaría entrar?
—Gracias.
Un poco desconcertada, Budur las siguió dentro del recinto, que tenía un jardín de arbustos y gravilla alrededor de una campana que había junto a un estanque. Monjas vestidas de rojo oscuro caminaban dentro yendo a alguna parte. Una se sentó para hablar con las mujeres hodenosauníes, cuyos nombres eran Hanea y Ganagweh, madre e hija. Todas hablaban en firánjico, con un fuerte acento de Nsara mezclado con algo más. Budur las oyó hablar acerca de unas reparaciones en el tejado. Luego la invitaron a que fuera con ellas hasta una sala donde había una gran radio; Hanea se sentó delante de un micrófono y tuvo una conversación en su lengua a través del océano.
Después de eso, se unieron a varias monjas en una sala de meditación y se sentaron a salmodiar durante un rato.
—¿Entonces sois budistas? —preguntó Budur a las mujeres hodenosauníes una vez terminada la sesión y de regreso en el jardín.
—Sí —dijo Hanea—. Es bastante común entre nuestra gente. Lo encontramos muy similar a nuestra antigua religión. Y pienso que también debe de haber sido cierto que nos gustó la forma en que nos vinculó con los japoneses del lado oeste de nuestro país, que son como nosotros en tantos otros aspectos. Necesitábamos su ayuda contra la gente de vuestro lado.
—Entiendo.
Se detuvieron frente a un grupo de mujeres y hombres que estaban sentados en círculo sacando lascas a unos bloques de piedra arenisca para hacer unos ladrillos planos, según parecía, de forma perfecta y muy refinada. Hanea los señaló y explicó:
—Son piedras de devoción, para la cima de Chomolungma. ¿Has oído hablar de este proyecto?
—No.
—Bueno, ya sabes, Chomolungma era la montaña más alta del mundo, hasta que fue bombardeada por la artillería musulmana durante la Guerra Larga. Así que ahora se ha comenzado un proyecto, muy lento por supuesto, para reemplazar la cumbre de la montaña. Se llevan hasta allí ladrillos como éstos, y luego hay escaladores que suben la montaña de Chomolungma. Cada escalador lleva un ladrillo y su tubo de oxígeno, y lo deja arriba para que los albañiles recuperen la cumbre.
Budur miraba fijamente los bloques de piedra, más pequeños que muchos de los cantos que decoraban el jardín. La invitaron a que cogiera uno, y así lo hizo; era casi tan pesado como tres o cuatro libros.
—¿Se necesitarán muchos?
—Muchos miles. Es un proyecto a muy largo plazo. —Hanea sonrió—. ¿Cien años, mil años? Depende de cuántos escaladores estén dispuestos a llevar una de estas placas hasta lo alto de la montaña. Los explosivos destrozaron una masa considerable de piedras. Pero es una buena idea, ¿verdad? Es el símbolo de una restauración más general del mundo.
En la cocina se estaba preparando una comida; e invitaron a Budur a que se quedara a comer con ellos, pero ella se disculpó, diciendo que necesitaba coger el tranvía de regreso.
—Por supuesto —dijo Hanea—. Dale nuestros recuerdos a tu tía. Esperamos ansiosamente reunirnos pronto con ella.
La mujer no explicó el porqué de ese interés, y Budur se quedó pensando en eso mientras iba hasta la parada de la playa y mientras el tranvía entraba en la ciudad, acurrucada en su pequeño refugio de cristal, protegida de las ráfagas del viento. Medio dormida, vio la imagen de una fila de gente que llevaba toda una biblioteca de libros de piedra hasta la cima del mundo.
—Ven conmigo a las Orcadas —le dijo un día Idelba—. Podrías ayudarme, además quiero enseñarte las ruinas que hay allí.
—¿A las Orcadas? ¿Dónde están?
Resultó ser que eran las más septentrionales de las islas celtas, al norte de Escocia. Buena parte de Gran Bretaña estaba ocupada por una población originaria de al-Andalus, el Magreb y África occidental; luego, durante la Guerra Larga los hodenosauníes habían construido una gran base naval en una bahía en la mayor de las islas, y aún estaban allí, en realidad vigilando a Firanja, pero también protegiendo con su presencia a algunos restos de la población original, celtas que habían sobrevivido a la afluencia tanto de francos como de firanjis, y por supuesto a la peste. Budur había leído algunos relatos acerca de estos supervivientes de la gran peste, altos, de piel pálida, cabellos rojos y ojos azules; cuando ella e Idelba se sentaron a una mesa que había junto a una ventana en la góndola del dirigible, observando las verdes colinas de Inglaterra que pasaban lentamente debajo de ellas, moteadas por la sombra de las nubes y cortadas en grandes cuadrados por cultivos, setos y muros de piedra gris, Budur se preguntó cómo sería estar frente a un verdadero celta; se preguntó si sería capaz de soportar aquella mirada fija, muda y acusadora, si acaso podría plantarse sin inmutarse al ver su piel y sus ojos albinos.
Pero, por supuesto, no fue así. Aterrizaron para descubrir que las islas Orcadas eran más bien ondulantes colinas cubiertas de hierba, con muy pocos árboles a la vista, excepto algunos agrupados alrededor de blanqueadas granjas con chimeneas en los extremos, un diseño ubicuo y aparentemente antiguo, puesto que estaba reproducido exactamente en ruinas grises en campos cercanos a las versiones actuales. Y los habitantes de las Orcadas no eran los consanguíneos imbéciles, medio brujos, pecosos y con esparaván que Budur había esperado ver a partir de los relatos de los esclavos blancos del sultán otomano, sino fornidos pescadores cubiertos de ropas impermeables, con el rostro rubicundo y cabellos de paja en algunos casos, con cabellos negros o castaños en otros, que se gritaban unos a otros como los pescadores de cualquier aldea de la costa de Nsara. Eran muy poco cohibidos en su trato con los firanjis, como si ellos fueran los normales y los firanjis los exóticos; lo cual, por supuesto, era cierto aquí. Estaba claro que, para ellos, las Orcadas eran todo el mundo.
Y cuando Budur e Idelba atravesaron el campo en una carreta motorizada para ver las ruinas de la isla, comenzaron a ver el porqué; el mundo había estado viniendo a las Orcadas durante tres mil años o más. Tenían razones para sentir que estaban en el centro de todas las cosas, en la encrucijada. Todas las culturas que habían vivido allí alguna vez, y quizás habría habido diez de ellas a lo largo de los siglos, habían construido utilizando la piedra arenisca estratificada de la isla, que había sido agrietada por las olas hasta formar placas de un tamaño manejable y vigas y anchos ladrillos planos, perfectos para construir muros sin necesidad de argamasa alguna, que eran aún más resistentes si se afianzaban con mortero. Los habitantes más antiguos también habían utilizado esas piedras para construir la estructura de sus camas y los estantes de sus cocinas, de manera que aquí, en una pequeña parcela de hierba que daba al mar occidental, era posible mirar el interior de unas casas de piedra de las que habían quitado de la arena que las llenaba y ver cómo había vivido la gente hacía más de cinco mil años, según se decía, incluidos sus herramientas y sus muebles tal como los habían dejado. Las habitaciones parecían a Budur iguales a las que ellas tenían en la zawiyya. Nada esencial había cambiado en tanto tiempo.
Idelba sacudía la cabeza al escuchar la cantidad de siglos que atribuían a aquellos hogares y los métodos de datación que utilizaban, y pensaba en voz alta acerca de ciertas geocronologías que ella tenía en mente y que podían ser profundizadas. Pero después de un rato se quedó tan en silencio como el resto, y miró atentamente los hermosos interiores de las antiguas casas. Esas cosas nuestras que perduran.
De regreso en la única ciudad de la isla, Kirkwall, caminaron atravesando calles empedradas hasta llegar a otro templo budista situado detrás de la antigua catedral de los lugareños, muy pequeña en compación con los grandes esqueletos que quedaban atrás en la tierra firme, pero techada y completa. El templo que había detrás era muy modesto; eran cuatro construcciones estrechas que rodeaban un jardín de rocas, en un estilo que para Budur era chino.
Aquí Idelba fue recibida por Hanea y Ganagweh. Budur se sorprendió al verlas, y ellas rieron al ver la expresión que se dibujó en su rostro.
—Te dijimos que volveríamos a verte pronto, ¿no es cierto?
—Sí —dijo Budur—. ¿Pero aquí?
—Ésta es la comunidad hodenosauní más grande de Firanja —dijo Hanea—. En realidad, cuando nosotras llegamos a Nsara, habíamos salido de aquí. Y regresamos aquí bastante a menudo.
Después de que les enseñaran todo el complejo y se sentaran en una habitación junto al jardín para tomar el té, Idelba y Hanea se retiraron, dejando detrás a una Budur perpleja en compañía de Ganagweh.
—Madre me dijo que necesitarían hablar un par horas —le dijo Ganagweh—. ¿Sabes de qué están hablando?
—No —dijo Budur—. ¿Y tú?
—No. Quiero decir, supongo que tiene algo que ver con los esfuerzos de tu tía para crear relaciones diplomáticas más sólidas entre nuestros países. Pero eso es algo obvio.
—Sí —dijo Budur, improvisando—. Sé que está interesada en eso. Pero el encuentro con vosotras en la clase de Kirana Fawwaz…
—Sí. Y después la manera en que apareciste en el monasterio. Parece que nuestros caminos están destinados a cruzarse. —Sonreía de una manera que Budur no logró interpretar—. Vamos a dar un paseo; ellas querrán hablar un buen rato. Hay mucho que hablar, después de todo.
Budur percibía muchas novedades, pero no dijo nada, y estuvo el resto del día paseando por Kirkwall con Ganagweh, una muchacha muy animada, alta, rápida, segura de sí misma; una muchacha a quien las calles estrechas y los fornidos hombres de las Orcadas no le daban miedo. De hecho, al final de la línea del tranvía caminaron por una playa desierta junto a la gran bahía que una vez había sido una base naval con mucho movimiento; Ganagweh se detuvo frente a unas rocas y se desnudó y corrió gritando hasta meterse en el agua, unos segundos después salió de golpe y gritando otra vez en un frenesí de aguas espumosas, la brillante oscuridad de su piel relucía al sol mientras se escurría el agua con los dedos, salpicando deliberadamente a Budur y animándola a que se zambullera también.
—¡Es muy bueno! ¡No está muy fría; te despertará!
Sencillamente, era el tipo de cosas que Yasmina siempre había insistido en hacer, pero Budur había rechazado con timidez; le resultaba difícil mirar el hermoso animal, húmedo y vital, que estaba desnudo frente a ella bajo los rayos del sol. Cuando se acercó al agua para tocarla, se alegró de haberlo hecho; estaba muy fría. De pronto, sintió como si hubiera despertado, consciente del fresco viento salino y de los cabellos húmedos y negros de Ganagweh chorreando como si fuera un perro, salpicándola. Ganagweh se rio de ella y se vistió la piel mojada. En el camino de regreso, pasaron junto a un grupo de muchachos de piel pálida que las observaron con curiosidad.
—Regresemos y veamos qué tal están las señoras —dijo Ganagweh—. Es gracioso ver a esas abuelas coger el destino del mundo con sus propias manos, ¿verdad?
—Sí —dijo Budur, preguntándose qué estaría sucediendo en el mundo.
En el viaje de regreso a Nsara, Budur le preguntó a Idelba acerca de aquella conversación, pero Idelba negó con la cabeza. No quería hablar del tema; estaba ocupada escribiendo en su cuaderno.
—Más tarde —dijo.
De regreso en Nsara, Budur trabajó y estudió. Siguiendo los consejos de Kirana leía sobre el sureste de Asia, y entendió cómo la cultura hindú, la budista y la islámica se habían mezclado allí para crear un nuevo y dinámico retoño, que había sobrevivido a la guerra y ahora estaba utilizando las grandes riquezas botánicas y minerales de Birmania y la península malaya, Sumatra, Java, Borneo y Mindanao para crear un grupo de pueblos unidos contra el poder centrípeto de China, liberándose de la influencia china. Se habían extendido hasta Aozhou, la gran isla continente que estaba más al sur, e incluso, a través del océano, hasta Inca, y en la otra dirección hasta Madagascar y el sur de África: era una especie de cultura mundial austral emergente, con las inmensas ciudades de Pyinkayaing, Jakarta y Kwinana en la costa occidental de Aozhou encabezando la lista, comerciando con Travancore, y construyendo frenéticamente, erigiendo ciudades con muchos rascacielos de acero de más de cien plantas. La guerra había dañado pero no había llegado a destruir estas ciudades, y ahora los gobiernos del mundo se reunían en Pyinkayaing siempre que intentaban elaborar una administración de posguerra más duradera y justa.
Había cada vez más reuniones, a medida que la situación se iba complicando más y más; cualquier cosa para evitar que regresara la guerra, ya que tan poco había sido resuelto con ella. O al menos, eso era lo que sentía la gente de la alianza derrotada. Había llegado un punto en que ya no estaba claro si los chinos y sus aliados, o los países de Yingzhou, que habían entrado en el conflicto mucho más tarde que el resto, tenían algún tipo de interés en complacer las preocupaciones islámicas. Kirana comentó con aire despreocupado en clase un día que era muy probable que el islamismo estuviera en el cubo de la basura de la historia sin saberlo todavía; y cuanto más leía Budur sus libros, tanto menos segura estaba de que aquello fuera necesariamente algo malo para el mundo. Las religiones antiguas morían; si un imperio intentaba conquistar el mundo y fracasaba, generalmente terminaba desapareciendo. Los escritos de Kirana dejaban eso muy claro. Budur encontró sus libros en la biblioteca del monasterio y los cogió; algunos habían sido publicados casi veinte años antes, durante la misma guerra, en la que Kirana habría sido bastante joven. Budur los leyó con mucho interés; oía la voz de Kirana en cada frase que leía; era como una transcripción de todo lo que le había oído decir, excepto que en el libro tenía aún más cuerda. Ella había escrito acerca de muchos temas, tanto teóricos como prácticos. Libros enteros de sus escritos africanos estaban dedicados a varios temas de la salud pública y las mujeres. Budur abrió uno al azar y se encontró con un sermón que se les daba a las comadronas en el Sudán:
Si los padres de la niña insisten, si no pueden ser convencidos de lo contrario, es muy importante que apenas un tercio del clítoris sea cortado y que los otros dos tercios queden intactos. Alguien que prácticamente ataca a una niña con un cuchillo cortándolo todo, va en contra de las palabras del Profeta. Hombres y mujeres han sido creados para ser iguales ante Dios. Pero si a una mujer se le corta todo el clítoris queda como una especie de eunuco, se vuelve fría, perezosa, sin deseo, sin interés, sin humor, como un muro de lodo, un trozo de cartón, sin chispa, sin objetivos, sin deseo, como un charco de agua estancada, sin vida, sus hijos son infelices, su esposo es infeliz, no hace nada por su vida. Aquellos de vosotros que debáis llevar a cabo las circuncisiones, recordad por lo tanto: ¡cortad un tercio, dejad dos tercios! ¡Cortad un tercio, dejad dos tercios!
Budur daba vuelta a las páginas del libro, trastornada. Después de un rato recobró el dominio de sí misma, y leyó la nueva página que se abría ante ella:
He tenido el privilegio de ser testigo del regreso de Raiza Tarami de su viaje al Nuevo Mundo, donde ha asistido a la conferencia sobre temas femeninos en la Isla Larga de Yingzhou, muy poco después de que terminara la guerra. Los asistentes a la conferencia, llegados de todo el mundo, se quedaron enormemente sorprendidos al ver que aquella mujer de Nsara exhibía un conocimiento total de todos los temas de importancia. Ellos esperaban encontrarse con una mujer atrasada, que dejaba detrás de sí los muros del harén, ignorante y con velo. Pero Raiza no era así, estaba en pie de igualdad con sus hermanas de China, Birmania, Yingzhou y Travancore, de hecho se había visto obligada, por ciertas condiciones en su hogar, a llegar mucho más lejos que muchos en la exploración teórica.
De manera que nos representó muy bien, y cuando regresó a Firanja, había comprendido que el velo era el obstáculo más grande en el camino del progreso de la mujer musulmana, puesto que revelaba una complicidad general con todo el sistema. El velo tenía que caer para que cayera el sistema reaccionario. Entonces, cuando llegó a los muelles de Nsara, se encontró con sus compañeras del instituto de mujeres, y se presentó ante ellas con el rostro descubierto. Sus más fieles compañeras también se habían quitado el velo. A nuestro alrededor las señales de desaprobación podían verse claramente entre la multitud, que gritaba y daba empujones y hacía otras cosas por el estilo. Entonces las mujeres que estaban entre la multitud comenzaron a apoyar a las que se habían quitado el velo, quitándose ellas también el suyo y arrojándolo al suelo. Fue un momento hermoso. Después de aquello el velo comenzó a desaparecer en Nsara a gran velocidad. En tan sólo unos pocos años quitarse el velo fue una costumbre que se extendió por todo el país, y ese ladrillo del muro de los reaccionarios había sido quitado. Nsara se convirtió en la pionera de Firanja gracias a aquel acontecimiento. Yo tuve la gran suerte de poder ver aquello con mis propios ojos.
Budur tomó aire y marcó el pasaje como algo que leería a los soldados ciegos. Y a medida que iban pasando las semanas ella seguía leyendo, abriéndose camino por varios de los volúmenes de ensayos y conferencias de Kirana, una experiencia agotadora, puesto que Kirana nunca dudaba en atacar de frente y en toda la línea lo que no le gustaba. ¡Y a pesar de ello, cómo había vivido! Budur se sintió avergonzada de su niñez y juventud enclaustrada, del hecho de tener ya veintitrés años, casi veinticuatro, y todavía no haber hecho nada; cuando Kirana Fawwaz tenía esa edad ya había pasado años en África, luchando en la guerra y trabajando en hospitales. ¡Debía recuperar tanto tiempo perdido!
Budur también leía muchos libros que Kirana no le había señalado, concentrándose durante un tiempo en las culturas sinomusulmanas que habían existido en Asia central, en cómo habían intentado durante varios siglos reconciliar las dos culturas: las malas y viejas fotografías de los libros mostraban a esta gente, de apariencia china y creencia musulmana, de lengua china y ley musulmana; resultaba difícil imaginar que alguna vez habían existido personas tan híbridas. Los chinos habían matado a la mayoría durante la guerra y habían dispersado al resto al otro lado del Dahai hacia los desiertos y las selvas de Yingzhou y de Inca, donde trabajaban en minas y plantaciones, prácticamente como esclavos, a pesar de que los chinos aseguraban que ya no practicaban la esclavitud, diciendo que era un atavismo musulmán. Dijeran lo que dijeran de la esclavitud, los musulmanes de las provincias del noroeste habían desaparecido. Y eso podía suceder en cualquier parte.
Budur comenzó a dudar de que hubiera alguna parte de la historia que no fuera deprimente, indignante, aterradora, horrible; a menos que se tratara de la del Nuevo Mundo, en donde los hodenosauníes y los dinei habían organizado una civilización capaz, apenas capaz, de resistir a los chinos y a los firanjis y mantenerlos a cada cual en su sitio. Excepto que, incluso en Firanja, las enfermedades y las pestes habían causado tantos estragos entre ellos en los siglos doce y trece que habían sido reducidos a una población bastante pequeña, escondida en el centro de sus islas. Sin embargo, a pesar de su reducido número, habían perseverado y se habían adaptado. Habían permanecido de alguna manera abiertos a influencias extranjeras, atando todo lo que pudieron a sus ligas, convirtiéndose en budistas, aliándose a su vez con la Liga de Travancore al otro lado del mundo, a la que de hecho habían ayudado a formar con su ejemplo; en pocas palabras, avanzando de fuerza en fuerza, incluso cuando estaban ocultos en lo más profundo de sus salvajes espesuras, lejos de ambas costas y del Viejo Mundo en general. Tal vez eso había ayudado. Tomando lo que podían aprovechar, deshaciéndose del resto. Un lugar en el que las mujeres siempre habían tenido poder. Y ahora que la Guerra Larga había destrozado el Viejo Mundo, ellos se habían convertido en un nuevo gigante emergente del otro lado de los mares, representado aquí por personas altas y atractivas como Hanea y Ganagweh, caminando por las calles de Nsara con largos abrigos de piel o de hule, matando el firánjico con amistosa dignidad. Kirana no había escrito mucho sobre ellos, al menos hasta donde Budur pudo averiguar; pero Idelba estaba tratando con ellos, de alguna misteriosa manera que ahora implicaba llevar paquetes, que Budur ayudaba a cargar en el tranvía hasta el templo de Hanea y de Ganagweh en la costa norte. Cuatro veces hizo aquel trabajo para Idelba sin preguntar nada; tampoco Idelba ofreció muchas explicaciones. Una vez más, como en Turi, a Budur le parecía que Idelba sabía cosas que los demás no sabían. Idelba estaba viviendo una vida muy complicada. Hombres en la puerta, algunos de ellos suspirando por ella románticamente, uno golpeando la puerta cerrada y gritando:
—¡Idelbaaa, te amo, por favooor! —y cantando borracho en una lengua que Budur no lograba reconocer mientras castigaba una guitarra.
Mientras tanto, Idelba desaparecía en su habitación y una hora después fingía que nada había ocurrido; luego otra vez, desaparecía durante días seguidos y regresaba con la frente muy arrugada, a veces feliz, a veces nerviosa… una vida muy complicada. Sin embargo, más de la mitad de esa vida continuaba siendo un secreto.
—Sí —le dijo Kirana a Budur una vez en respuesta a una pregunta acerca de los hodenosauníes, mirando a un grupo de ellos que pasaba frente al café donde estaban sentadas aquel día—, quizá sean la esperanza de la humanidad. Pero yo no creo que los comprendamos lo suficiente para estar seguros. Cuando hayan acabado de tomar el poder del mundo, lo sabremos mejor.
—Estudiar historia te ha vuelto cínica —señaló Budur. La rodilla de Kirana presionaba otra vez la de ella. Budur la dejaba hacer sin darse nunca por enterada—. O, para ser más precisa, lo que has visto por ahí y la enseñanza te han convertido en una pesimista.
Budur quería ser justa.
—De ninguna manera —dijo Kirana, encendiendo un cigarrillo. Lo señaló y dijo a modo de explicación—: Ya ves cómo nos tienen esclavizados con su mala hierba. De todos modos, no soy una pesimista. Sólo soy realista. Llena de esperanza, ¡vaya! Pero podrás ver cuáles son las probabilidades, si te atreves a mirar. —Hizo una mueca y aspiró una larga calada—. Lo siento; calambres. Ah. Hasta ahora la historia ha sido como las reglas de las mujeres, un pequeño huevo de posibilidades, escondido en la materia normal de la vida, una horda de diminutos bárbaros que entran en tromba, tratando de encontrar el huevo, fracasando, luchando unos con otros; finalmente, una sangrienta porquería acaba con esas posibilidades y todo tiene que volver a comenzar.
Budur rio, escandalizada y divertida. Nunca se le había ocurrido aquello.
Kirana sonrió tímidamente al ver la reacción de Budur.
—El huevo rojo —dijo—. Sangre y vida. —Ahora, la rodilla presionaba con más fuerza—. La pregunta es: ¿se encontrará la horda de espermatozoides alguna vez con el huevo? ¿Habrá alguno que se adelante a los otros, que fecunde la semilla, y el mundo quede embarazado? ¿Nacerá alguna vez una verdadera civilización? ¡O acaso la historia está condenada siempre a ser una soltera estéril!
Se rieron juntas, Budur incómoda de diferentes maneras y por diferentes razones.
—Tiene que escoger la pareja apropiada —se atrevió a decir.
—Sí —dijo Kirana con picardía, las comisuras de sus labios se elevaron apenas un poquito—. Los marcianos, tal vez.
Budur recordó la «práctica de besos» de la prima Yasmina. Mujeres que aman a mujeres, hacen el amor con mujeres; era algo común en la zawiyya y probablemente en otros lados. Después de todo, había muchas más mujeres que hombres en Nsara, como en todo el mundo. Casi no se veían hombres de más de treinta o cuarenta años en las calles o en los cafés de Nsara, y los pocos que se veían a menudo parecían atormentados o furtivos, perdidos en una bruma de opio, conscientes de que de alguna manera ellos habían escapado a un destino. No: toda esa generación había sido aniquilada. Así que por todas partes se veían mujeres que paseaban en pareja, de la mano, que convivían en edificios sin ascensor o en zawiyyas. Más de una vez Budur las había oído en su propia zawiyya, en los baños o en las habitaciones, o caminando por los pasillos tarde por la noche. No era más que una parte de la vida, no importaba lo que dijera la gente. Alguna vez, Budur había participado en los juegos de Yasmina en el harén. Ella solía leer en voz alta alguna de sus novelas románticas y escuchar, en sus programas de radio, las lastimeras canciones que llegaban desde Venecia; después solía caminar en el patio cantándole a la luna, deseando tener en aquellos momentos un hombre que la espiara, o que saltara el muro y la cogiera entre sus brazos, pero allí no había hombres que pudieran hacer eso. «Practiquemos a ver cómo sería», solía murmurarle a Budur con voz ronca al oído, «entonces sabremos qué haremos»; siempre decía lo mismo, y luego solía besar apasionadamente a Budur en la boca y apretarse contra ella, y después de que Budur se recuperara de la sorpresa sentía que la pasión pasaba a su boca a través de una especie de transferencia qi, y ella devolvía el beso pensando: ¿Me latirá el pulso de esta forma cuando suceda esto realmente? ¿Podrá ser así?
La prima Rima era aún más hábil, aunque menos apasionada, que Yasmina, ya que como Idelba había estado casada una vez y más tarde había vivido en una zawiyya en Roma, solía observarlas y decir con frialdad: «No, así, sentaos a horcajadas sobre la pierna del hombre al que beséis, presionad el hueso púbico con fuerza contra su muslo, eso lo volverá completamente loco, entonces se hace un circuito completo, el qi describe círculos alrededor de ambos como en una dinamo». Y cuando lo probaron descubrieron que era cierto. Después de eso, a Yasmina solían ponérsele las mejillas rosadas, y ella gritaba un muy poco convincente: «¡Oh!, somos malas, somos malas», y entonces Rima solía resoplar y decir: «Siempre ha sido así, en todos los harenes del mundo. Así de estúpidos son los hombres. Así se ha hecho el mundo».
Ahora, avanzada la noche en este café de Nsara, Budur apretó también apenas la pierna contra la rodilla de Kirana, con complicidad, amistosa pero inexpresivamente. Hasta ahora, siempre se las había arreglado para marcharse con algunos de los estudiantes, evitando la mirada de Kirana en aquellos momentos para no darle falsas esperanzas, tal vez, porque no estaba segura de qué podría significar eso para sus estudios o su vida en general, si llegaba a responder más favorablemente y se dejaba llevar por todo aquello, fuera lo que fuera, más allá de los besos y las caricias. Conocía el sexo, ésa era la parte sencilla del problema; ¿pero qué pasaría con el resto? No estaba segura de querer involucrarse con aquella intensa mujer mayor, su maestra, en algunos aspectos aún una desconocida. Pero hasta que no se diera el paso decisivo, ¿acaso no seguirían todos siendo desconocidos para siempre?
Budur y Kirana estaban juntas en una recepción al aire libre dada en un patio repleto de gente sobre el río Liwaya. Sus hombros se tocaban apenas, como por casualidad, como si el gentío que rodeaba al rico mecenas de las artes y filósofo Tahar Labid fuera tan grande que tenían que apretarse para atrapar las hermosas perlas que caían de los labios de él; aunque, en realidad, era un terrible y evidente fanfarrón, un hombre que decía tu nombre una y otra vez en una conversación, casi cada vez que te dirigía la palabra, de manera que resultaba muy repelente, como si estuviera tratando de apoderarse de ti, o simplemente de recordar en su solipsismo con quién estaba hablando, sin percibir nunca que eso hacía que la gente quisiera escapar de él a toda costa.
Después de un poco de aquello Kirana se estremeció, por el ensimismamiento de él tal vez, demasiado parecido al de ella como para que se sintiera en absoluto cómoda, y llevó a Budur lejos de allí. Levantó la mano de Budur, con la piel agrietada por sus trabajos de limpieza, y dijo:
—Deberías usar guantes de goma. Pienso que te irían bien en el laboratorio.
—Así es. Los uso. Pero a veces es difícil coger las cosas con ellos.
—Aun así.
Aquella hosca preocupación por la salud de sus manos de parte de la gran intelectual, de la maestra, de repente rodeada de una audiencia propia, preguntándole qué pensaba ella acerca de ciertas feministas chinas… Budur escuchó la respuesta inmediata y pormenorizada acerca de sus orígenes entre las chinas musulmanas, especialmente Kang Tongbi, quien, con el apoyo de su esposo, el erudito sinomusulmán Ibrahim al-Lanzhou, había realizado el fundamento teórico de un feminismo que más tarde había sido elaborado en la mismísima China durante generaciones de mujeres de la última etapa de los Qing —gran parte de su progreso cuestionado por la burocracia imperial, por supuesto— hasta que la Guerra Larga había disuelto todo código previo de conducta en el racionalismo puro de una guerra total, y las brigadas de mujeres y las empleadas de las fábricas habían establecido una posición en el mundo que ya nunca podría retroceder, sin importar todos los intentos de los burócratas chinos. Kirana podía enumerar de memoria la lista de demandas en tiempos de guerra hecha por el Consejo de Mujeres Chinas Trabajadoras Industriales, y ahora hacía precisamente eso:
—Igualdad de derechos para hombres y mujeres, extensión de la educación para las mujeres y construcción de las instalaciones necesarias para ese fin, mejora de la posición de la mujer en el hogar, monogamia, libertad de matrimonio, fomento de carreras, prohibición del concubinato, de la compra y venta de mujeres y de la mutilación física, mejor posición política, reforma de la prostitución.
Aquélla era una canción con un sonido muy extraño, o un canto, o una oración.
—Pero ya ves, las feministas chinas aseguraban que las mujeres lo tenían mejor en Yingzhou y en Travancore, y en Travancore las feministas aseguraban haberlo aprendido de las sijs, quienes lo habían aprendido del Corán. Y aquí nos referimos a las chinas. Así que, ya ves, ha sido una cuestión de llegar nosotras mismas sin ayuda ajena, cada una imaginando que es mejor en otro país y que debemos luchar para igualar a las demás…
Y siguió hablando, tejiendo los tres últimos siglos de la manera más genial, y durante todo aquel rato Budur apretaba sus agrietadas manos blancas, pensando. Te desea, quiere que tus manos estén sanas porque si se sale con la suya, ellas la acariciarán.
Budur se puso a vagar sola, inquieta, vio a Hasán en otra terraza y se unió al grupo que le rodeaba, entre ellos Naser Shah y la anciana abuela de la clase de Kirana, que parecía desocupada sin sus utensilios de punto en la mano. Resultó ser que ambos eran hermanos y ella la anfitriona de aquella recepción: Zainab Shah, muy seca cuando finalmente se la presentaron a Budur; Hasán era un viejo amigo de la familia. Todos conocían a Kirana desde hacía años, y antes habían asistido a sus clases, según supo Budur por boca de Naser a medida que la conversación giraba alrededor de ellos.
—Lo que me molesta es ver qué repetitivo y estrecho de mente puede ser, qué abogado…
—Por eso trabaja tan bien…
—¿Para quién trabaja? Él era el abogado de los clérigos.
—De cualquier manera, él no es escritor.
—El Corán debería ser dicho y escuchado; en árabe es como música, y él es tan buen poeta. Tendrías que oírlo en la mezquita.
—No pienso ir. Eso es para gente que pretende decir: «Soy mejor que tú, sencillamente porque afirmo mi creencia en Alá». Yo rechazo eso. El mundo es mi mezquita.
—La religión es como un castillo de naipes. Un golpecito con el dedo de la realidad y todo se cae.
—Suena ingenioso pero no es cierto, como casi todos tus aforismos.
Budur dejó a Naser y a Hasán, y fue hasta una larga mesa donde había algo para comer y vasos de vino tinto y blanco, escuchando secretamente mientras caminaba, comiendo arenque encurtido sobre una galleta.
—He oído decir que el consejo de ministros ha tenido que rebajarse ante el ejército para mantenerlos apartados de la hacienda pública, así que al final terminamos en lo mismo…
—… el loka es el nombre de cada parte del cerebro que realiza cada proceso mental. Son seis. El nivel de las bestias es el cerebelo, el nivel de los fantasmas hambrientos es el archipiélago límbico, el reino humano está en los lóbulos del habla, el reino de los asuras es la corteza frontal y el reino de los dioses es el puente entre las dos mitades del cerebro, que cuando es activado nos permite vislumbrar atisbos de una realidad superior. Es impresionante, realmente, clasificar cosas que claramente por pura introspección…
—Pero ésos son solamente cinco, ¿qué hay del infierno?
—El infierno son los demás.
—… estoy seguro de que no son tantos.
—Tienen el control de los mares, así que pueden venir cuando quieran, pero nosotros no podemos ir a ellos sin su permiso. Así que…
—Así que deberíamos agradecer la suerte que tenemos. Queremos que los generales se sientan lo más débiles posible.
—Es cierto, pero nada de excesos. Podríamos descubrir que se convierte en un caso de caer de la cafetera al fuego.
—… está bien arraigado el hecho de que una creencia en la reencarnación es algo que flota en todo el mundo, de una cultura a otra, que emigra a las culturas más angustiadas.
—Tal vez emigra con las pocas almas que están realmente transmigrando, ¿has pensado alguna vez en eso?
—… con estudiante tras estudiante, es como una especie de obligación. Un sustituto para los amigos o algo así. Triste realmente, pero los estudiantes son realmente los que sufren, así que es difícil sentir demasiada pena…
—Toda la historia hubiera sido diferente, si sólo…
—¿Sí, sólo si? ¿Sólo qué?
—Si sólo hubiéramos conquistado Yingzhou cuando tuvimos la oportunidad.
—Él es un verdadero artista, no es tan fácil trabajar con las fragancias, cada uno tiene sus propias asociaciones, pero de alguna manera él toca todas las más profundas que tiene cada uno, y puesto que es el sentido que está más ligado a la memoria, él realmente produce un efecto. Ese cambio de vainilla a cordita, a jazmín, ésos son exactamente los aromas dominantes, por supuesto, cada ligera emanación de olor es una mezcla de montones de ellos, pienso, pero qué sucesión, desgarradora os lo aseguro…
Cerca de la mesa de las bebidas un amigo de Hasán, llamado Tristán, tocaba un oud con una extraña afinación, rasgueando acordes sencillos una y otra vez y cantando en una de las viejas lenguas de los francos. Budur bebía sorbos de vino blanco y observaba al músico, intentando escapar de las voces que hablaban a su alrededor y la distraían. La música del hombre era interesante, los tonos parejos de su voz pendían en el aire con tranquilidad. Su bigote negro se arqueaba sobre la boca. Se encontró con la mirada de Budur y sonrió brevemente. La canción llegó a su fin y hubo un repiqueteo de aplausos, algunos se acercaron para hacerle preguntas. Budur se acercó también para escuchar las respuestas. Hasán también se unió a ellos, y entonces Budur se situó a su lado. Tristán se explicaba con frases cortas y entrecortadas, como si fuera tímido. No quería hablar de su música. A Budur le gustaba su aspecto. Según decía, las canciones eran de Francia, de Navarra y de Provenza. De los siglos tres y cuatro. La gente pidió más, pero él se encogió de hombros y guardó el oud en su estuche. No dio explicaciones, pero Budur pensó que la multitud era sencillamente demasiado ruidosa. Tahar se estaba acercando a la mesa de las bebidas, y su grupo venía con él.
—Pero te digo, Vika, lo que sucede es esto…
—… todo se remonta a Samarcanda, cuando todavía había…
—Debió haber sido hermoso y muy duro, debió haber hecho avergonzar a la gente.
—Ése fue el día, el preciso momento en que todo comenzó…
—Tú, Vika, probablemente sufres de sordera intermitente.
—Pero la cosa es que…
Budur se escabulló alejándose del grupo, y más tarde, sintiéndose ya cansada de la fiesta y de sus invitados, se marchó de la misma manera. Leyó los horarios que estaban en la parada del tranvía y se dio cuenta de que faltaba casi media hora para que llegara el próximo, así que comenzó a caminar junto al río. Cuando llegó al centro de la ciudad, estaba disfrutando del hecho de caminar y continuó por el malecón, a través de las pescaderías y contra el viento, donde el malecón se convertía en un camino desierto y asfaltado que se agrietaba sobre enormes trozos de roca que sobresalían del agua brillante de aceite que se metía ruidosamente en los intersticios. Observó las nubes y el cielo y, de repente, se sintió feliz; una emoción como un niño dentro de ella, una felicidad en la que la preocupación era algo vago y distante, apenas la sombra de una nube sobre la oscura superficie azul del mar. ¡Y pensar que toda su vida podría haber pasado sin haber visto nunca el mar!
Idelba se acercó a ella una noche en la zawiyya y le dijo:
—Budur, tienes que acordarte de no contar nunca a nadie lo que te dije acerca del alactino. Sobre lo que puede significar el hecho de partirlo.
—Por supuesto que no. ¿Pero por qué me lo dices ahora?
—Bueno… estamos comenzando a sentir que nos vigilan. Aparentemente, una parte del gobierno, cierto departamento de seguridad. El asunto es un poco turbio. Pero de cualquier manera, es mejor tener mucho cuidado.
—¿Por qué no vas a la policía?
—Bueno. —Budur se dio cuenta de que la tía había evitado poner los ojos en blanco. Bajó la voz suavemente—: La policía forma parte del ejército. Es así desde la guerra y nunca cambió. Así que… preferimos no llamar la atención con lo que estamos haciendo.
Budur hizo un gesto señalando a su alrededor.
—Sin embargo, aquí seguramente no tenemos nada de que preocuparnos. Ninguna mujer de la zawiyya traicionaría a otra que viva con ella, y menos aún con el ejército.
Idelba la miró fijamente para ver si estaba hablando en serio.
—No seas ingenua —dijo por fin, menos suavemente y, después de darle una palmadita en la rodilla, se puso de pie para ir al baño.
Ésta no fue la única nube que se acercó en aquellos momentos y dejó caer su sombra sobre la felicidad de Budur. Por todo Dar al-Islam, el malestar llenaba los periódicos, y la inflación era algo universal. Los golpes militares en Skandistán, en Moldavia, en al-Alemand y en el Tirol, muy cerca de Turi, alarmaban al resto del mundo de una manera totalmente desproporcionada con su reducido tamaño, como si indicaran un resurgimiento de la agresividad musulmana. Todo el islam era acusado de estar rompiendo los compromisos que se le habían impuesto en la Conferencia de Shanghai después de la guerra, como si el islamismo fuera un bloque monolítico, un concepto ridículo incluso en las profundidades de la propia guerra. Se pedían sanciones y embargos en China, en la India y en Yingzhou. El efecto de la amenaza se sintió inmediatamente en Firanja: el precio del arroz se disparó, luego el de las patatas y el del jarabe de arce y el de los granos de café. Pronto la gente comenzó a acumular comida, empezaban a volver las viejas costumbres de tiempos de guerra, e incluso cuando los precios subían, los productos básicos desaparecían de los estantes de las tiendas de comestibles apenas aparecían. Esto afectaba de igual manera a todo lo demás, tanto a la comida como a otros asuntos. El acaparamiento era un fenómeno muy contagioso, una mala mentalidad, una pérdida de fe en la capacidad del sistema para mantener todo en marcha; y como el sistema se había realmente venido abajo tan desastrosamente al final de la guerra, mucha gente era propensa a acumular al primer atisbo de temor. Cocinar en la zawiyya se convirtió en un ejercicio de ingenio. Con frecuencia, cenaban sopa de patata, condimentada o guarnecida de una u otra forma para que continuara siendo sabrosa, pero a veces tenía que ponérsele mucha agua para que todos los comensales tuvieran su taza de sopa.
La vida en los cafés seguía más alegre que nunca, al menos a primera vista. Tal vez había notas más agudas en las voces de la gente; los ojos brillaban más, las risas eran más estruendosas, las juergas más alcohólicas. El opio, también, se convirtió en un objeto de acumulación. Alguno llegaba con una carretilla de papel moneda, o exhibía cinco mil millones de dracmas romanas, riendo mientras los ofrecía a cambio de una taza de café y le respondían que no. En realidad no era muy gracioso; cada semana las cosas eran notablemente más caras, y no parecía haber nada que pudiera hacerse al respecto. Se reían de su propia impotencia. Budur iba cada vez menos a los cafés, lo cual le ayudaba a gastar menos dinero y a evitar el riesgo de un momento incómodo con Kirana. A veces iba con Piali, el sobrino de Idelba, a otro tipo de cafés, con una clientela más desaliñada; a Piali y a sus socios, entre los cuales a veces estaban Hasán y su amigo Tristán, parecían gustarles los establecimientos más precarios frecuentados por marineros y estibadores. Así que en ese invierno de espesas neblinas que flotaban en las calles como una lluvia libre de gravedad, Budur se sentaba y escuchaba cuentos de Yingzhou y del tempestuoso Atlántico, el más mortal de todos los mares.
—Existimos por tolerancia —dijo Zainab Shah amargamente mientras hacía punto en su café habitual—. Somos como los japoneses después de la conquista china.
—Deja que se rompa alguno que otro cáliz —murmuró Kirana. Su expresión en la luz tenue era serena, indómita.
—Todos se han roto —dijo Naser. Se sentó en un rincón, mirando la lluvia a través del cristal de la ventana. Golpeó ligeramente su cigarrillo en el cenicero—. No puedo decir que lo siento.
—En Irán tampoco parece importarles. —Kirana daba la impresión de querer animarlo—. Allí están haciendo grandes progresos, están marcando el camino en muchos terrenos. Lingüística, arqueología, ciencias físicas; tienen a toda la gente destacada.
Naser asintió con la cabeza, mirando hacia dentro. Budur había sacado en conclusión que, desde un exilio de algún tipo inexplicado, él había gastado su fortuna para financiar muchos de aquellos esfuerzos. Otra vida complicada.
Llegó otra tormenta. El clima parecía sumarse a su situación; el viento y la lluvia abofeteaban las grandes ventanas del Café Sultana y sacudían salvajemente la lámina de cristal, empujada para un lado y para el otro por las ráfagas de viento. El viejo soldado miraba cómo subía el humo de su cigarrillo, hebras blancas y azules enroscadas, enredándose más y más a medida que subían. Piali había descrito una vez la dinámica de aquel ascenso perezoso, al igual que el de la lluvia que bajaba por los cristales. Los pálidos rayos de un sol de tormenta daban un lustre plateado a las calles húmedas. Budur se sentía feliz. El mundo era hermoso. Tenía tanta hambre que su café con leche era como una comida en su interior. La luz de la tormenta era una comida. Pensó: ahora él es hermoso. Estos viejos persas son hermosos; su acento persa es hermoso. La extraña serenidad de Kirana es hermosa. Deshacerse del pasado y del futuro. El viejo Jayam de los persas lo había entendido, una entre muchas razones por las que a los mulás nunca les había gustado:
Ven a llenar la taza y, en el resplandor de la primavera,
arroja la prenda invernal del arrepentimiento.
El pájaro del tiempo sólo tiene un pequeño camino:
Volar, ¡y eh! ¡El pájaro está en el ala!
Los otros se fueron, y Budur se sentó con Kirana, miró cómo escribía algo en su cuaderno de tapas marrones. Levantó la mirada, feliz de ver que Budur la observaba. Hizo una pausa para fumar y luego hablaron durante un rato acerca de Yingzhou y los hodenosauníes. Como de costumbre, los pensamientos de Kirana hacían interesantes giros. Pensaba que la etapa más primitiva de civilización en la que estaban viviendo los hodenosauníes cuando fueron descubiertos por el Viejo Mundo era lo que les había permitido sobrevivir, a pesar de lo insólito que pudiera parecer aquello. Ellos habían sido hábiles cazadores-recolectores, más inteligentes como individuos que la gente de culturas más desarrolladas, y mucho más flexibles que los incas, quienes estaban limitados por una teocracia muy rígida. Si no hubiera sido por su susceptibilidad a las enfermedades del Viejo Mundo, los hodenosauníes sin duda ya lo habrían conquistado. Ahora estaban recuperando el tiempo perdido.
Hablaron de Nsara, del ejército y de los clérigos, de la madraza y del monasterio. De la infancia de Budur. De la época que Kirana había vivido en África.
Cuando el café cerró Budur fue con ella a la zawiyya de Kirana, donde ella tenía una pequeña buhardilla en la que había un estudio con una puerta que generalmente estaba cerrada, y se tendieron juntas en un sofá, besándose y pasando de un abrazo a otro, Kirana abrazándola con tanta fuerza que Budur pensó que se romperían las costillas; y fueron puestas a prueba una vez más cuando su estómago se contrajo en un violento orgasmo.
Después Kirana la abrazó con su habitual sonrisa pícara, más tranquila que nunca.
—Ahora te toca a ti.
—Yo ya me he corrido; me estuve frotando con tu espinilla.
—Hay formas más delicadas.
—No, de verdad, estoy bien. Estoy satisfecha.
Y Budur, con un vuelco del corazón, se dio cuenta de que Kirana no iba a dejar que ella la tocara.
Después de aquello, Budur se sentía bastante extraña en clase. Tanto allí como más tarde en el café, Kirana actuaba con ella igual que como lo había hecho siempre, sin duda era una cuestión de decoro; pero a Budur le resultaba chocante, y también triste. En el café se sentaban en extremos opuestos de la mesa y sus miradas no se cruzaban muchas veces. Kirana aceptaba aquello y participaba en la conversación de su extremo de la mesa, discutiendo en su modo habitual, el que ahora le parecía a Budur un poco forzado, incluso despótico, a pesar de que no era más verboso que antes.
Budur dirigió su atención hacia Hasán, quien estaba describiendo un viaje a las Islas del Azúcar, entre Yingzhou e Inca, donde planeaba fumar opio cada día y tirarse en las playas blancas o en las aguas de color turquesa lejos de la costa, cálidas como una bañera.
—¿No sería estupendo? —preguntó Hasán.
—En mi próxima vida —sugirió Budur.
—Tu próxima vida —resopló Hasán, con los ojos inyectados en sangre mirándola sardónicamente—. Es muy bonito pensar eso.
—Nunca se sabe —dijo Budur.
—Sí, claro. Tal vez deberíamos hacer un viaje para ver a madame Sururi; podrías ver quién eras en tus vidas pasadas. Y hablar con tus seres queridos en el Bardo. La mitad de las viudas de Nsara lo están haciendo, estoy segura de que es bastante reconfortante. Si pudieras creerlo. —Hizo un gesto señalando el otro lado del cristal, donde la gente pasaba por la calle con abrigos negros, encorvados debajo del paraguas—. Aunque es una tontería. A mucha gente ni siquiera le gusta la única vida que tiene.
Una vida. Era una idea que a Budur le costaba mucho aceptar, a pesar de que la ciencia y todo lo demás habían dejado bien claro que una vida era todo lo que se tenía. Cuando Budur era niña, su madre le había dicho: «Sé buena o regresarás en la forma de un caracol». En los funerales se decía una oración para la próxima existencia del fallecido, pidiéndole a Alá que le diera a él o a ella una oportunidad para mejorar. Ahora todo eso había sido desechado, con todo el resto de la vida en el más allá, el cielo y el infierno, el mismísimo Dios; todas esas tonterías, todas las supersticiones de generaciones anteriores en su inmensa ignorancia, inventando mitos para encontrarle un sentido a las cosas. Ahora vivían en un mundo material, evolucionado hasta lo que era por la casualidad y las leyes de la física; luchaban durante toda una vida y morían; eso era lo que los científicos habían revelado con sus estudios, y no había nada que Budur hubiera visto o experimentado jamás que pareciera indicar lo contrario. Sin duda era verdad. Ésa era la realidad; tenían que adaptarse a ella o vivir en un engaño. Adaptarse cada uno a su propia soledad cósmica, a la nakba, al hambre y a la preocupación, al café y al opio, al conocimiento de un final.
—¿He oído mal o has dicho que deberíamos visitar a madame Sururi? —preguntó Kirana desde el otro lado de la mesa—. ¡Qué buena idea! Hagámoslo. Sería como un viaje didáctico para la clase de historia, como visitar un lugar en el que la gente todavía vive como lo hacía hace cientos de años.
—Por lo que sé, ella es una vieja charlatana y divertida.
—Un amigo mio la visitó y dijo que se lo pasó muy bien.
Ya hacía muchas horas que estaban sentados allí, mirando los mismos ceniceros y marcas de la taza de café sobre la mesa, los mismos arroyos de lluvia en las ventanas. Así que cogieron sus abrigos y paraguas, y tomaron el tranvía número cuatro que subía junto al río hasta llegar a un barrio miserable de apartamentos que lindaban con los astilleros más viejos, los edificios donde había pequeñas tiendas magrebíes en cada esquina. Entre un taller de costura y una lavandería se escondía una pequeña construcción con habitaciones sobre las tiendas. La puerta se abrió cuando la golpearon, y fueron invitados a pasar a un camino de entrada, y luego, más adelante, a una habitación llena de sillones y pequeñas mesas, obviamente la sala de un viejo apartamento bastante grande.
Ocho o diez mujeres y tres ancianos estaban sentados en sillas, frente a una mujer de cabellos negros que era más joven de lo que Budur había esperado, pero no tan joven, una mujer que llevaba un vestido zott, mucho kohl y lápiz de labios, y muchas joyas de cristal de muy mal gusto. Había estado hablandoles a sus devotos con un tono de voz bastante bajo, luego hizo una pausa y señaló a los recién llegados unas sillas vacías que había en el fondo del salón sin decir nada.
—Cada vez que el alma desciende a un cuerpo —continuó cuando ya estaban sentados—, es como un soldado divino que entra en el campo de batalla de la vida y lucha contra la ignorancia y la maldad. Intenta revelar su propia divinidad interior y establecer la verdad divina en la Tierra, según sus capacidades. Luego, al final de su viaje en esa encarnación, regresa a su propia región del Bardo. Yo puedo hablar con esa región cuando las condiciones son las adecuadas.
—¿Cuánto tiempo pasa allí un alma antes de regresar otra vez? —preguntó una de las mujeres de la audiencia.
—Esto varía de acuerdo con las condiciones —contestó madame Sururi—. No hay un único proceso para la evolución de almas superiores. Algunas comienzan desde el reino mineral y algunas desde el animal. A veces comienza por el otro extremo, y los dioses cósmicos adoptan directamente forma humana. —Asentía con la cabeza como si tuviera una relación personalmente directa con este fenómeno—. Hay muchas maneras diferentes.
—¿Entonces es cierto que pudimos haber sido animales en una reencarnación anterior?
—Sí, es posible. En la evolución de nuestra alma hemos sido todas las cosas, incluyendo rocas y plantas. No es posible cambiar demasiado entre dos reencarnaciones, cualesquiera que sean, por supuesto. Pero después de muchas encarnaciones, pueden hacerse grandes cambios. El Señor Buda reveló que él había sido una cabra en una vida anterior, por ejemplo. Pero debido a que él se había dado cuenta de que era un dios, esto no tenía importancia.
Kirana intentó reprimir algo así como un resoplido, se movió en la silla para disimularlo.
Madame Sururi la ignoró:
—Para él era fácil ver qué había sido en el pasado. A algunos de nosotros se nos dota con esa clase de clarividencia. Pero él sabía que el pasado no era importante. Nuestra meta no está detrás de nosotros, sino delante de nosotros. Siempre digo que para una persona espiritual el pasado es polvo. Digo esto porque el pasado no nos ha dado lo que queremos. Lo que queremos es llegar a ser dioses, y estar en contacto con nuestros seres queridos, y eso depende totalmente de nuestro grito interior. Debemos decir: «No tengo pasado. Estoy comenzando aquí y ahora, con la gracia de Dios y mi propia aspiración».
No había mucho que objetar con respecto a eso, pensó Budur; iba extrañamente hacia el corazón, dada la fuente; pero podía sentir el escepticismo que emanaba de Kirana como si fuera calor, de hecho la habitación parecía estar caldeándose, como si un calentador eléctrico hubiera sido colocado en el suelo y encendido a plena potencia. Tal vez era una función de la vergüenza de Budur. Estiró la mano y apretó la de Kirana. Le pareció que la vidente era más interesante de lo que permitían escuchar los continuos movimientos de Kirana.
Una viuda anciana, que aún llevaba un prendedor que se les daba en las décadas centrales de la guerra, dijo:
—Cuando una alma escoge entrar en un nuevo cuerpo, ¿ya sabe qué clase de vida va a tener?
—Únicamente puede ver probabilidades. Dios lo sabe todo, pero encubre el futuro. Ni siquiera Él utiliza siempre su total clarividencia. De lo contrario, no habría juego.
La boca de Kirana se abrió tan redonda como un cero, casi como si fuera a hablar, y Budur le dio un codazo.
—¿El alma pierde los detalles de sus experiencias anteriores o tiene memoria?
—El alma no necesita recordar esas cosas. Sería como recordar lo que has comido hoy, o cómo era la comida de una discípula. Si sé que la discípula era muy buena conmigo, que me traía comida, entonces eso es suficiente. No necesito saber los detalles de la comida. Sólo la impresión del servicio. Esto es lo que recuerda el alma.
—A veces, mi…, mi amigo y yo meditamos mirándonos mutuamente a los ojos, y cuando lo hacemos, a veces vemos cómo cambia el rostro del otro. Hasta nuestro cabello cambia de color. He estado pensando en qué podría significar esto.
—Significa que estáis viendo encarnaciones pasadas. Pero esto no es aconsejable. Supón que ves que hace tres o cuatro encarnaciones eras un tigre feroz. ¿Qué beneficio puede aportarte esto? El pasado es polvo, ya te digo.
—¿Alguno de tus discípulos, alguno de nosotros se conoció en encarnaciones pasadas?
—Sí. Viajamos en grupos, nos encontramos una y otra vez. Aquí hay dos discípulas, por ejemplo, que son amigas muy cercanas en esta encarnación. Cuando medité sobre ellas, vi que eran hermanas físicas en su encarnación anterior, y muy unidas. Y en la encarnación anterior a ésa, habían sido madre e hijo. Así es como sucede. Nada puede eclipsar la clarividencia de mi tercer ojo. Cuando habéis establecido un verdadero lazo espiritual, ese sentimiento nunca puede desaparecer de verdad.
—¿Puedes decirnos…, puedes decirnos quiénes fuimos antes? ¿O quiénes entre nosotros tienen ese vínculo?
—Yo no se lo he dicho abiertamente a estas dos personas, pero a los que sois mis verdaderos discípulos se lo he dicho internamente, entonces ya lo saben dentro de ellos. Mis verdaderos discípulos —aquellos a quienes he tomado por propios, y quienes me han tomado a mí— se sentirán satisfechos y realizados en esta reencarnación, o en la próxima, o dentro de muy pocas encarnaciones. Algunos discípulos pueden necesitar veinte reencarnaciones o más, debido a que han tenido un comienzo muy malo. Algunos que han acudido a mí en su primera o segunda encarnación humana pueden necesitar cientos de encarnaciones más para llegar a su meta. La primera o segunda reencarnación es todavía una encarnación medio animal, casi siempre. El animal aún está allí como un factor predominante, ¿así que cómo pueden llegar a la realización de Dios? Incluso en el Centro de Desarrollo Espiritual de Nsara, aquí entre nosotros, hay muchos discípulos que han tenido apenas seis o siete encarnaciones, y en las calles de la ciudad veo africanos, u otra gente del otro lado del mar, que son obviamente más animales que humanos. ¿Qué puede hacer un gurú con esas almas? Con esta gente un gurú puede hacer mucho.
—¿Puedes…, puedes ponernos en contacto con almas que han fallecido? ¿Ahora? ¿Ya es la hora?
Madame Sururi volvió a su mirada fija e interrogadora, llana y tranquila.
—Ya te están hablando, ¿no es así? No podemos traerlos aquí delante de todos esta noche. A los espíritus no les gusta estar tan expuestos. Y tenemos invitados que todavía no están acostumbrados. Y yo estoy cansada. Habéis visto lo agotador que es decir en voz alta en este mundo las cosas que se están diciendo en nuestra mente. Retirémonos al salón ahora, y disfrutemos con las ofrendas que habéis traído. Comeremos sabiendo que nuestros seres queridos nos hablan en nuestra mente.
Después de lanzarse algunas miradas, los visitantes del café decidieron marcharse mientras los demás se retiraban al otro salón, antes de cometer el crimen de coger comida ajena sin creer en su religión. Le dejaron algunas monedas a la vidente a modo de ofrenda o de obsequio, quien las aceptó con dignidad, ignorando el tono de la mirada de Kirana, mirándola fijamente sin culpa ni complicidad.
El próximo tranvía no llegaría hasta después de media hora; entonces el grupo regresó caminando por el barrio industrial y bajando junto a la orilla del río, representando de nuevo algunos de los trozos destacados de la entrevista y tambaleándose por la risa. Kirana por su parte no podía dejar de reírse, a carcajadas que se oían desde el otro lado del río:
—¡Mi tercer ojo lo ve todo! ¡Pero ahora mismo no puedo decíroslo! ¡Qué mierda más increíble!
—Ya os he dicho lo que queréis saber con mi voz interior, ¡ahora vamos a comer!
—Algunas de mis discípulas fueron hermanas en vidas pasadas, hermanas cabras en realidad, pero vosotros podéis preguntar todo lo que queráis acerca del pasado, ¡ja ja ja ja ja ja ja ja!
—Bueno, ya está bien —dijo Budur de repente—. Sólo se está ganado la vida. —A Kirana—: Ella dice cosas a la gente y la gente le paga, ¿cuál es la gran diferencia con lo que haces tú? Ella hace que los demás se sientan mejor.
—¿Tú crees?
—Les da algo a cambio de comida. Les dice lo que quieren escuchar. Tú, por tu comida, dices a la gente lo que no quiere oír, ¿acaso eso es mejor?
—Pues sí —dijo Kirana, riendo otra vez—. Es un truco cojonudamente bueno, ahora que lo planteas así. ¡Éste es el trato! —gritó sobre el río para que la oyera el mundo entero—. ¡Yo te diré lo que no quieres oír, tú dame comida!
Hasta Budur tuvo que reír.
Atravesaron cogidas del brazo el último puente, riendo y hablando, luego llegaron al centro de la ciudad, los tranvías chirriaban en sus rieles, la gente corría de un lado para otro. Budur miraba con curiosidad los rostros que pasaban, recordando el semblante cansado de la falsa gurú, formal y duro. Sin duda, Kirana tenía razón al reírse. Todos los antiguos mitos no eran más que historias. La única reencarnación que había era el despertar de cada día. Nadie más era tú, ni siquiera el tú que había existido un año antes, ni el tú que podría existir dentro de diez años, o incluso el día siguiente. Era una cuestión del momento, una inimaginable fracción de segundo, siempre recién desaparecido. La memoria era parcial, una habitación de oropel sombría en un barrio destartalado, iluminado por destellos de relámpagos distantes. Una vez había sido una niña en el harén de un buen comerciante, ¿pero qué importaba eso ahora? Ahora era una mujer libre en Nsara, una mujer que atravesaba la ciudad nocturna con un grupo de intelectuales muertos de risa: eso era todo lo que había ahora. La hizo reír a ella también, un grito de risa doloroso y frenético, lleno de un regocijo parecido a la ferocidad. En realidad, eso era lo que Kirana daba a cambio de su comida.
Tres nuevas mujeres aparecieron en la zawiyya de Budur, mujeres calladas que habían llegado con historias típicas, y que en general no tenían mucho trato con nadie. Comenzaron a trabajar en la cocina, como era la costumbre. Budur se sentía incómoda con las miradas que le lanzaban, y no se miraban entre ellas. Todavía no podía terminar de creer que mujeres jóvenes como aquéllas traicionarían a una mujer joven como ella; dos de las tres en realidad eran muy agradables. Budur era más dura con ellas de lo que en realidad le hubiera gustado ser, sin llegar a ser en realidad hostil, ya que Idelba le había advertido que podía dar lugar a sospechas. Era una delgada línea en un juego que Budur no estaba acostumbrada a jugar —o no del todo—, la situación le recordaba las varias fachadas que había puesto entre ella y su padre y su madre, un recuerdo muy desagradable. Quería ahora que todo fuera nuevo, quería ser ella misma y ser auténtica con todo el mundo, pecho contra pecho como decían los iraníes. Pero parecía que la vida implicaba el hecho de ponerse máscaras durante gran parte del tiempo. Tenía que ser informal en las clases de Kirana e indiferente con Kirana en los cafés, incluso cuando sus piernas se tocaban; además, tenía que ser cortés con las espías.
Mientras tanto, al otro lado de la plaza, en el laboratorio, Idelba y Piali trabajaban duramente, quedándose hasta muy tarde por la noche casi todas las noches; Idelba se fue poniendo cada vez más y más seria al respecto, intentando, pensaba Budur, ocultar sus preocupaciones detrás de un modo poco convincente de restarle importancia al asunto.
—No es más que física —solía decir cuando se le preguntaba algo—. Estamos intentando resolver algo. Ya sabes lo interesante que pueden llegar a ser las teorías, pero no son más que teorías. Nada que ver con los verdaderos problemas. —Parecía que todos se ponían una máscara ante el mundo, hasta Idelba, tan poco hábil para hacer eso, a pesar de que parecía tener una necesidad frecuente de máscaras. Ahora, Budur pudo ver muy claramente que Idelba pensaba que había muchas cosas en juego.
—¿Estáis haciendo una bomba? —preguntó Budur una vez en voz muy baja, una noche mientras estaban cerrando el edificio vacío.
Idelba dudó sólo un instante.
—Posiblemente —susurró, mirando a su alrededor—. La posibilidad está. Asi que, por favor, nunca hables de esto otra vez.
Durante aquellos meses Idelba trabajaba durante interminables horas y, como todos los demás en la zawiyya, comía tan poco que cayó enferma, y tuvo que guardar cama. Esto era muy frustrante para ella, y junto con la desdicha de la enfermedad, luchó para levantarse antes de estar preparada, incluso trató de trabajar en la cama con sus papeles, haciendo ruido con el lápiz y el ábaco logarítmico todo el tiempo que estaba despierta.
Un día, tía Idelba recibió una llamada telefónica mientras Budur estaba allí, y se arrastró por el corredor para cogerla, envolviéndose con su bata de noche. Cuando colgó el teléfono, se apresuró hasta la cocina y le pidió a Budur que se reuniera con ella en la habitación.
Budur la siguió, sorprendida de verla moviéndose con tanta prisa. En su habitación Idelba cerró la puerta y comenzó a meter unos papeles y cuadernos en una bolsa de tela para libros.
—Esconde esto, por favor —dijo con urgencia—. Aunque no creo que puedas irte; te detendrán y te registrarán. Tienes que hacerlo en algún lugar de la zawiyya que no sea tu habitación ni la mía, registrarán las dos. Pueden registrarlo todo, no estoy segura de qué sitio te podría sugerir. —Hablaba en voz baja pero el tono era frenético; Budur nunca la había oído hablar así.
—¿Quiénes?
—No importa, ¡apresúrate! Es la policía. Están en camino, vamos.
El timbre de la puerta sonó y volvió a sonar.
—No te preocupes —dijo Budur, y se apresuró por el corredor hasta su habitación.
Miró a su alrededor, buscarían en la habitación, quizás en toda la casa, y la bolsa de papeles era grande. Miró a su alrededor, dibujando la zawiyya en su mente, preguntándose si a Idelba le importaría si de alguna manera ella se las arreglaba para destruir el contenido de la bolsa (no era que tuviera ningún método en mente, pero no estaba segura de la importancia de los papeles), pero probablemente podían ser rotos y arrojados a algún retrete.
Había gente en el corredor, voces de mujeres. Aparentemente, la gente que había entrado eran oficiales de la policía femenina, por lo que no estaban rompiendo la regla de la casa que prohibía la entrada a hombres. Una señal tal vez; pero desde la calle llegaban voces de hombres, discutiendo con las ancianas de la zawiyya; las mujeres estaban en el corredor; llamaron con fuerza a su puerta, habían venido primero a su habitación, sin duda al mismo tiempo que a la de Idelba. Se colgó la bolsa del hombro, trepó a su cama, luego al cabezal de hierro, y se acercó a la pared y levantó uno de los paneles del falso techo, y con un empujón trepó como con un paso de baile, la rodilla apoyada en el encuentro de las dos paredes, se metió en la polvorienta parte superior del techo, que medía unos setenta centímetros de ancho. Se sentó allí y volvió a colocar el panel en su lugar, muy silenciosamente.
El viejo museo tenía techos muy altos, con algunas claraboyas de cristal que ahora estaban completamente opacas por el polvo. En medio de aquella oscuridad podía ver los cielos rasos de varias hileras de habitaciones y los vestíbulos y las paredes verdaderas, lejos en todas las direcciones. No era un buen lugar para esconderse, sólo bastaría con que se les ocurriera mirar ahí arriba desde cualquier sitio.
Debía buscar un escondrijo mejor. Se apoyó sobre las manos y las rodillas, se colocó la bolsa sobre la espalda y comenzó a gatear sobre las polvorientas vigas, buscando un agujero mientras se mantenía bien alejada de los vestíbulos, donde una simple mirada hacia arriba podía descubrirla. Desde aquí, toda la disposición de la casa parecía destartalada, pergeñada de cualquier manera y apresuradamente; y no tardó en encontrar un sitio en el que se encontraban tres paredes y una viga había sido cortada. No era lo suficientemente grande para meter la bolsa entera, pero podía meter los papeles, y lo hizo con mucha rapidez, hasta que la bolsa quedó vacía; también metió la bolsa. No era un sitio perfecto si querían ser exhaustivos, pero era lo mejor que se le había ocurrido, y estaba bastante conforme con ello, a decir verdad; pero si la encontraban allí arriba entre las vigas, todo estaría perdido. Siguió gateando lo más silenciosamente posible, oyendo voces que provenían del lado de su habitación. Solamente tendrían que ponerse de pie sobre el cabecero de su cama y empujar un panel para echar un vistazo y verla. En el lejano cuarto de baño no parecía que hubiera alguien adentro, así que gateó en esa dirección, lastimándose la piel de una rodilla con la cabeza de un clavo; levantó un panel un par de centímetros y miró con atención hacia el interior del baño —vacío—, lo puso a un lado, se colgó de la viga, saltó, golpeó con fuerza el suelo embaldosado. La pared se manchó de polvo y de sangre; tenía las rodillas y los pies mugrientos, y las palmas de las manos lo marcaban todo como la mano de Caín. Se limpió en un lavabo, se quitó precipitadamente la chilaba y la puso con la colada, sacó toallas limpias del armario y mojó una para limpiar la pared. El panel del techo todavía estaba desplazado a un lado, y no había una silla en el cuarto de baño; no podía subir para volver a ponerlo en su lugar. Echó un vistazo por el corredor —había voces que discutían acaloradamente, la de Idelba entre ellas, protestando, nadie a la vista— atravesó el corredor a toda prisa hasta llegar a una habitación y cogió una silla y corrió nuevamente al cuarto de baño y puso la silla contra la pared, se subió a ella, colocándose cuidadosamente sobre el respaldo, estiró la mano y de un tirón colocó el panel nuevamente en su sitio, aplastándose los dedos entre dos paneles. Los sacó de un tirón, colocó bien el panel, bajó otra vez, y la silla resbaló en el suelo embaldosado. El estruendo fue tremendo, pero se puso de pie y echó un vistazo afuera, seguían discutiendo, se acercaban; volvió a poner la silla en su lugar, regresó al cuarto de baño, se metió en una ducha y se enjabonó las piernas, y sintió un intenso escozor en la herida. Se enjabonaba y se enjabonaba, escuchaba voces afuera del cuarto de baño. Se enjuagó el jabón lo más rápido que pudo, y ya estaba seca y envuelta en una gran toalla cuando las mujeres entraron en el cuarto, incluyendo a dos con uniforme militar, que se parecían a los soldados como los que Budur había visto hacía mucho tiempo, en la estación del ferrocarril en Turi. Puso la cara más asustada que pudo y apretó la toalla con fuerza.
—¿Eres Budur Radwan? —preguntó una de las policías.
—¡Sí! ¿Qué queréis?
—¡Queremos hablar contigo! ¿Dónde has estado?
—¿Que dónde he estado? ¡Podéis ver bien dónde he estado! ¿Qué sucede, por qué me buscáis? ¿Por qué han entrado?
—Queremos hablar contigo.
—Pues bien, dejad que vaya a vestirme y hablaré con vosotras. No he hecho nada malo, supongo, ¿no? E imagino que puedo vestirme antes de hablar con las mujeres que protegen a mi país, ¿no?
—Esto es Nsara —dijo una de ellas—. Tú eres de Turi, ¿verdad?
—Es cierto, pero aquí todas somos firanjis, todas somos buenas mujeres musulmanas en una zawiyya, a menos que esté equivocada.
—Vamos, vístete —dijo la otra—. Tenemos que hacerte algunas preguntas sobre ciertos asuntos, amenazas a la seguridad que pueden tener que ver con este sitio. Así que vamos. ¿Dónde está tu ropa?
—¡En mi habitación, por supuesto!
Y Budur pasó como un rayo junto a ellas para ir a su habitación, pensando en qué chilaba sería la mejor para ocultar sus rodillas y cualquier resto de sangre en las piernas. Su sangre estaba caliente, pero su respiración era tranquila; se sentía fuerte y había una furia que crecía dentro de ella, grande como una roca del rompeolas, que la mantenía firme desde el interior.
A pesar de que realizaron una búsqueda bastante exhaustiva, no encontraron los papeles de Idelba, ni consiguieron nada más que perplejidad e indignación como respuesta a sus interrogatorios. La zawiyya presentó una queja contra la policía ante los tribunales, por invasión de la intimidad sin adecuada autorización, y sólo la invocación de las leyes de secretos en tiempos de guerra evitó que aquello se convirtiera en un escándalo en los periódicos. Los tribunales de justicia respaldaron la búsqueda pero también el futuro derecho de privacidad de la zawiyya, y después de eso todo volvió a la normalidad, más o menos; Idelba nunca volvió a hablar de su trabajo, ya no trabajaba en algunos de los laboratorios en los que se había desempeñado antes, y ya no se veía con Piali.
Budur seguía con su rutina, haciendo sus recorridos desde la zawiyya hasta el trabajo, hasta el Café Sultana. Allí se sentaba detrás de las ventanas de inmensos cristales y miraba los muelles, y el bosque de mástiles y superestructuras de acero, y el fanal del faro al final del rompeolas, mientras las voces se arremolinaban a su alrededor. Muy a menudo, también estaban Hasán y Tristán, sentados como lapas en su estanque con la marea ya desaparecida, expuestos a la luz de la luna. Las polémicas y la poesía de Hasán le convertían en alguien a quien se debía tener en cuenta, una realidad que todos los vanguardistas de la ciudad reconocían, ya fuera con entusiasmo o con desgana. Hasán mismo hablaba de su reputación con una sonrisa desdeñosa que intentaba ser modesta, una sonrisa traviesa que dejaba al descubierto su fuerza. A Budur le caía bien a pesar de que sabía perfectamente que él era en algunos sentidos una persona desagradable. Ella estaba más interesada en Tristán y en su música, la cual incluía no solamente canciones como las que había cantado en aquella fiesta, sino también ambiciosos trabajos para grupos de hasta doscientos músicos. A veces él era el solista con su kundun, una caja de Anatolia con cuerdas y lengüetas de metal que cambiaban ligeramente los tonos de las cuerdas, un instrumento endiabladamente difícil de tocar. En aquellas piezas escribía las partes de cada uno de los instrumentos, incluyendo cada acorde y cada cambio, y hasta cada nota. Como en sus canciones, estas composiciones más largas mostraban su interés en la adaptación de las melodías primitivas de los cristianos perdidos, en su mayoría sencillos acordes armónicos, pero que contenían la posibilidad de variaciones más sofisticadas, que en algunos momentos estratégicos podían regresar a los principios básicos pitagóricos utilizados en los corales y en los cantos tiempo atrás perdidos. El escribir cada nota y exigir que los músicos tocaran única y exactamente las notas escritas era un acto que todos consideraban como megalomaníaco hasta el punto de la imposibilidad; la música en conjunto, aunque estructurada de tal manera que a la larga regresaba a los clásicos ragas hindúes, permitía sin embargo improvisaciones individuales de los detalles de las variaciones, creaciones espontáneas que de hecho proporcionaban gran parte del interés que despertaba aquella música, puesto que el instrumentista tocaba dentro o fuera de las formas raga. Nadie habría aceptado las demenciales censuras de Tristán si no hubiera sido porque los resultados eran, eso no podía negarse, magníficos y preciosistas. Y Tristán insistía en que el procedimiento no era idea suya, sino simplemente la manera en que lo había hecho la civilización perdida; que él estaba siguiendo los caminos olvidados, y hasta estaba haciendo todo lo que estaba a su alcance para canalizar a los fantasmas ávidos de los ancianos en sus sueños y en sus ensueños musicales. Las antiguas piezas francas que invocaba eran músicas religiosas, de devoción, y tenían que ser entendidas y utilizadas como tal, como música sacra. Aunque era cierto que en aquel círculo hiperestético de los vanguardistas lo sagrado era la música en sí, como todas las artes, por lo cual la descripción era redundante.
También era cierto que tratar al arte como algo sagrado muchas veces significaba fumar opio o beber láudano para estar preparado para la experiencia; algunos incluso utilizaban los destilados de opio más fuertes desarrollados durante la guerra, fumándolos y hasta inyectándoselos. Los estados de ensueño resultantes hacían de la música de Tristán algo fascinante, según decían los dados a estas prácticas, incluso aquellos que no eran aficionados a las melodías de la civilización perdida; el opio provocaba un profundo ensimismamiento en la superficie sensual del sonido musical, en las armonías de las melodías sencillas, vibrando entre una banda drogada y una audiencia drogada. Si la actuación se combinaba con los aromas de un artista de las fragancias, los resultados podían ser verdaderamente místicos. Algunos eran escépticos con respecto a todo aquello: Kirana dijo una vez:
—Con todo lo que se meten, podrían cantar una sola nota durante una hora entera y olerse los sobacos, y estarían felices como pajarillos.
Tristán mismo solía dirigir las ceremonias de opio antes de la música, por lo que aquellas noches tenían para ellos un cierto aire ritual, como si Tristán fuera una especie de maestro sufí, o un personaje del martirologio de Husain, obras a las que el público del opio también asistía después de cruzar a la tierra de los sueños, para mirar cómo Husain se ponía su propia mortaja antes de ser muerto por Shemr, el público gimiendo, no por el asesinato en el escenario, sino por aquella elección de martirio. En algunos de los países chiítas la persona que interpretaba a Shemr tenía que correr para no ser asesinada después de la actuación, y más de un desafortunado actor había acabado su carrera a manos del público enfurecido. Tristán lo aprobaba totalmente; ésa era la clase de inmersión en el arte que quería que alcanzaran sus audiencias musicales.
Pero únicamente en el mundo profano; era todo por la música, no por Dios; Tristán era más persa que iraní, como decía él a veces, mucho más omariano que cualquier tipo de mulá, o un místico de talento zoroástrico, que montaba rituales en honor a Ahura-Mazda, una especie de culto al sol que en la Nsara brumosa podría venir directamente del corazón. Encauzar cristianos, fumar opio y adorar el sol; hacía toda clase de locuras por su música, incluyendo trabajar durante muchas horas todos los días para que cada nota quedara en la página en el sitio indicado; y sin embargo nada de todo aquello hubiera importado si la música no hubiera sido buena, pero sí lo era, era más que eso; era la música de la vida de todos ellos, la música de Nsara en su época cumbre.
Sin embargo, él hablaba de la teoría que estaba detrás de su música con pequeñas frases y aforismos crípticos que luego se divulgaban como «las últimas de Tristán»; y a menudo se trataba simplemente de un encogimiento de hombros y una sonrisa y una mano que ofrecía una pipa de opio y, sobre todo, de su música. Componía lo que componía, y los intelectuales de la ciudad podían escuchar y después hablar acerca del significado de todo aquello, y muchas veces lo hacían durante toda la noche. Tahar Labid solía hablar infinitamente sobre la música de Tristán, y luego le decía a éste, con una agresividad casi burlona: «Ah, claro, ¿no es acaso Tristán Ahura?» y continuaba sin esperar respuesta, como si hubiera que reírse de Tristán como de un sabio idiota que nunca se dignaba a responder; como si en realidad no supiera qué significaba su música. Pero Tristán sólo sonreía a Tahar, como una esfinge y enigmáticamente debajo del bigote, relajado como si estuviera echado junto a su ventana mirando afuera los húmedos adoquines negros o pinchando a Tahar con una mirada divertida.
—¿Por qué no respondes nunca? —exclamó Tahar una vez.
Tristán frunció los labios y le silbó una respuesta.
—Oh, vamos —dijo Tahar, enrojeciendo—. Di algo para que al menos pensemos que tienes una idea en la cabeza.
Tristán dejó de silbar.
—¡No seas grosero! ¡Por supuesto que no hay una sola idea en mi cabeza!; ¿qué crees que soy?
Entonces Budur se sentó a su lado. Se sentó con él cuando, con un leve movimiento de la barbilla y un fruncimiento de los labios, la invitó a uno de los salones en la parte de atrás del café donde se reunían los fumadores de opio. Había decidido que se uniría a ellos si se le presentaba la oportunidad, para ver cómo era escuchar la música de Tristán bajo aquella influencia; para ver cómo era aquella droga, utilizando la música como la ceremonia que le permitiría superar su miedo al humo típico de Turi.
El salón era pequeño y oscuro. El huqqah, más grande que un narguile, estaba sobre una mesa baja situada en el centro de unos cojines que había en el suelo; Tristán cortó un trozo de una tableta negra de opio y lo puso en el cuenco, lo encendió con un encendedor plateado mientras otro aspiraba. A medida que iba pasando la única boquilla, los fumadores aspiraban de ella, y uno tras otro comenzaban inmediatamente a toser. La tableta negra que había en el cuenco burbujeaba dejando un alquitrán a medida que se iba quemando; el humo era espeso y blanco, y olía como el azúcar. Budur decidió aspirar tan poco que no llegaría a toser, pero cuando le llegó la boquilla e inhaló suavemente, el primer sabor del humo la hizo toser endemoniadamente. Parecía imposible que pudiera afectarle algo que hubiese estado dentro de ella tan poco tiempo.
Luego sintió el efecto. Sintió que la sangre le llenaba primero la piel y después todo el cuerpo. La sangre la llenaba como si fuera un globo, saldría a chorros de no haber sido por la piel caliente que la contenía. Latía con su pulso, y el mundo latía con ella. Todo de alguna manera saltaba hacia adelante dentro sí mismo, al ritmo de los latidos de su corazón. Las superficies de las cosas se arremolinaban con una presión y una tensión centrífugas, se veían como lo que Idelba decía que eran en realidad, paquetes de energía envasada. Budur se puso de pie con los demás y caminó, balanceándose cuidadosamente, atravesando las calles hasta la sala de conciertos del viejo palacio, y entró en un espacio largo y alto como una baraja de naipes puesta de lado. Los músicos entraron en fila y se sentaron, sus instrumentos parecían extrañas armas. Siguiendo las indicaciones de Tristán, expresadas con la mano y con los ojos, comenzaron a tocar. Los cantantes cantaban en la antigua tonalidad pitagórica, pura y almibarada, una sola voz vagando arriba en contrapunto. Luego Tristán con su oud, y los otros músicos de las cuerdas, del bajo al tiple, entraron furtivamente por debajo, destrozando las armonías simples, presentando todo un mundo nuevo, una Asia de sonido, tanto más compleja y oscura —la realidad— filtrándose y, durante el curso de una larga lucha, aplastando al canto sencillo del viejo occidente. Lo que Tristán estaba cantando era la historia de Firanja, pensó Budur de repente, una expresión musical de la historia de este lugar en el que vivían. Los firanjis, los francos, los celtas, los más antiguos allá en la oscuridad del tiempo… Aquellos pueblos arrasados uno tras otro. No era una actuación con aromas, pero había incienso ardiendo delante de los músicos, y a medida que sus canciones se iban tejiendo, los fuertes olores de sándalo y de jazmín llenaron la sala, entraron con el aliento de Budur y cantaron dentro de ella, tocando un complejo rondó con su pulso, igual que en la propia música, que era tan claramente otra manera que tenía el cuerpo para hablar, una lengua que sentía podía entender en el momento en que sucedía, aunque no fuera capaz de articularla ni de recordarla.
El sexo también era un lenguaje como ése; tal como descubriría más tarde, aquella noche, cuando fue con Tristán a su mugriento apartamento y a la cama con él. Su apartamento estaba del otro lado del río en el barrio al sur del muelle, una buhardilla fría y húmeda, un tópico artístico y sucio, según parecía, porque su esposa había muerto casi en el final de la guerra —un accidente en una fábrica, había oído Budur de boca de otros, una cuestión de mal cálculo del tiempo y una máquina rota— pero la cama estaba allí, y las sábanas limpias, lo cual despertó cierta sospecha en Budur; pero después de todo ella había estado mostrando interés por Tristán, así que tal vez fuera simplemente una cuestión de cortesía, o de un amor propio bastante alentador. Él era un amante de ensueño y la tocaba como a un oud, lánguida y apenas burlonamente, de manera que algo refrenaba su pasión, provocaba resistencia y lucha, todo sumándose de alguna manera al erotismo de la experiencia, de un modo que más tarde la consumió, como si se hubiera quedado en ella enganchado —nada que ver con el modo directo y abrasador de Kirana— y Budur se preguntaba qué era lo que Tristán se proponía con ello, pero se dio cuenta también aquella primerísima noche de que no iba a saberlo por las palabras que salieran de la boca de Tristán, puesto que era tan reservado con ella como lo era con Tahar, o casi; así que tendría que conocerlo por lo que podía intuirse a través de la música y sus miradas. Lo cual era por cierto muy revelador de sus estados de ánimo y de su ciclotimia, así como de su carácter (tal vez), el cual a ella le gustaba. Así que durante un tiempo fue a casa con él con bastante frecuencia, haciendo lo necesario para conseguir condones de la clínica de la zawiyya, saliendo por las noches a los cafés y aprovechando la oportunidad cuando se presentaba.
Sin embargo, después de un tiempo comenzó a ser fastidioso intentar tener una conversación con un hombre que sólo cantaba melodías; como intentar vivir con un pájaro. Era como un eco doloroso de aquella distancia de su padre y de la cualidad muda de sus intentos de estudiar el pasado remoto, ambas carentes de palabras. Y a medida que las cosas en la ciudad se iban poniendo más complicadas, y cada semana se agregaba otro cero a los números de los billetes, era cada vez más y más difícil reunir los grandes conjuntos de músicos necesarios para tocar las composiciones que Tristán estaba haciendo en aquel momento. Cuando el panchayat del barrio que se ocupaba del antiguo palacio decidía no prestar la sala para conciertos o cuando los músicos estaban ocupados en sus verdaderos empleos, en clase o en los muelles o en las tiendas vendiendo sombreros e impermeables, entonces Tristán sólo podía rasguear su oud, y acariciar sus lápices con los dedos y tomar interminables notas, en una notación musical india que se decía era más antigua que el sánscrito, aunque Tristán le había confesado a Budur que se había olvidado del sistema durante la guerra, y ahora utilizaba uno de invención propia que había tenido que enseñarles a sus músicos. Sus melodías eran cada vez más malhumoradas, pensaba ella, melodías de un corazón lleno de pesar que lloraba por las pérdidas de la guerra y todas las que habían ocurrido desde entonces y seguían ocurriendo ahora, en el mismísimo momento en que sonaba. Budur las comprendía y seguía viendo a Tristán de vez en cuando, observando los tics nerviosos debajo de su bigote en busca de pistas que le dijeran qué le divertía cuando ella u otros hablaban, observando sus dedos amarillentos mientras sentían las melodías o mientras apuntaban un lamento de mercurio tras otro. Ella escuchó a una cantante y pensó que podría gustarle a Tristán, y lo llevó para que la escuchara; desde luego le gustó, canturreó durante todo el camino a casa, mirando por la ventanilla del tranvía las oscuras calles de la ciudad, donde la gente pasaba corriendo de farol en farol sobre adoquines relucientes, encorvados debajo de sus paraguas o sus sarapes.
—Es como en el bosque —dijo Tristán levantando un poco el bigote—. Arriba en tus montañas, ya sabes, ves sitios en los que las avalanchas han torcido los troncos de los árboles; entonces, cuando la nieve se derrite, los árboles se quedan todos torcidos. —Señaló un grupo de gente que esperaba en una parada de tranvía—. Así estamos ahora.
A medida que pasaban los días y las semanas Budur seguía leyendo vorazmente, en la zawiyya, en el instituto, en los parques, en la punta del rompeolas, en el hospital para los soldados ciegos. Mientras tanto llegaban billetes de diez billones de piastras con los inmigrantes desde el Medio Occidente, cuando ellos estaban ya con diez mil millones de dracmas; recientemente un hombre había llenado su casa hasta el techo con dinero y sólo pudo comprar un cerdo. En la zawiyya era cada vez más y más complicado conseguir comida suficiente para alimentar a todas. Cultivaban vegetales sobre el tejado, maldiciendo a las nubes, y se alimentaban con la leche de sus cabras, los huevos de sus gallinas, pepinos en inmensas tinas de vinagre, calabazas cocinadas de todas las maneras imaginables y sopa de patatas, con tanta agua que resultaba más aguada que la leche.
Un día Idelba encontró a las tres espías revolviendo el pequeño armario que había sobre su cama, y logró que las echaran de la casa por ladronas, llamando a la policía del barrio y evitando el tema del espionaje, sin entrar, sin embargo, en el triste tema de qué poco, aparte de sus ideas, tenía ella que valiera la pena ser robado.
—Tendrán problemas —comentó Budur después de que se llevaran a las tres muchachas—. Aunque sus empleadores las saquen de la cárcel.
—Sí —convino Idelba—. Yo iba a dejarlas aquí, como habrás visto. Pero una vez que habían sido descubiertas, teníamos que actuar como si no supiéramos quiénes eran. Y la verdad es que no podemos permitirnos el lujo de alimentarlas. Así que pueden regresar con quien las envió. Con suerte. —Una expresión adusta; no quería pensar en eso; qué condena les esperaba. Eso no era su problema. Ella se había endurecido en los escasos dos años pasados desde que había traído a Budur a Nsara, o al menos eso era lo que le parecía a Budur—. No es solamente mi trabajo —explicó, al ver la expresión de Budur—. Eso sigue latente. Son los problemas que tenemos ahora. No será necesario que vuele nada si antes todos nos morimos de hambre. La guerra terminó mal, todo se reduce a eso. Quiero decir no solamente para nosotros, los vencidos, sino para todos. Las cosas están tan desequilibradas, que todo podría venirse abajo. Así que todos tenemos que aunar fuerzas. Y si alguna gente no lo hace, entonces no sé…
—Mientras trabajas en la música de los francos —le dijo Budur a Tristán una tarde en el café—, ¿piensas alguna vez en cómo eran ellos?
—Pues sí —respondió él, satisfecho con la pregunta—. Continuamente. Pienso que eran iguales a nosotros. Eran luchadores. Tenían monasterios y madrazas y máquinas que funcionaban con la fuerza del agua. Sus barcos eran pequeños, pero podían navegar contra el viento. Podrían haber controlado los mares antes que nadie.
—Ni hablar —dijo Tahar—. Comparados con los barcos chinos no eran más que dhows. Vamos, Tristán, tú lo sabes.
Tristán se encogió de hombros.
—Tenían diez o quince lenguas distintas, treinta o cuarenta principados, ¿no es cierto? —dijo Naser—. Estaban demasiado divididos para conquistar a nadie.
—Lucharon juntos para tomar Jerusalén —señaló Tristán—. Las disputas internas les daban experiencia. Ellos pensaban que eran el pueblo elegido de Dios.
—Los pueblos primitivos suelen pensar eso.
—Es cierto. —Tristán sonrió, inclinándose para mirar por la ventana hacia la mezquita del barrio—. Como digo yo, ellos eran iguales a nosotros. Si hubieran sobrevivido, habría más gente como nosotros.
—No hay nadie como nosotros —dijo Naser tristemente—. Yo pienso que los francos deben de haber sido muy diferentes.
Tristán volvió a encogerse de hombros.
—Puedes decir lo que quieras acerca de ellos, no tiene importancia. Puedes decir que hubieran sido esclavizados como los africanos, o convertidos en esclavos del resto de nosotros, o que hubieran traído una era dorada, o que hubieran hecho una guerra peor que la Guerra Larga…
La gente negaba con la cabeza al oír aquellas imposibilidades.
—… pero no tiene importancia. Nunca lo sabremos, así que podéis decir lo que queráis. Son nuestros jinns.
—Es gracioso el modo en que los despreciamos —observó Kirana—, y sólo porque han muerto. A un nivel inconsciente parece que eso hubiera sido por su propia culpa. Una debilidad física, o un fallo moral, o una mala costumbre.
—Afrentaron a Dios con su orgullo.
—Eran pálidos porque eran débiles, o viceversa. Muzaffar ha demostrado, que cuanto más oscura es la piel, tanto más fuertes son las personas. Los africanos más negros son los más fuertes de todos, los más pálidos de la Horda de Oro son los más débiles. Hizo pruebas. Los francos eran hereditariamente incompetentes, ésa fue su conclusión. Perdedores en el juego evolutivo de la supervivencia del más apto.
Kirana negó con la cabeza.
—Lo más probable es que sólo fuera una mutación de la peste, tan fuerte que mató a todos sus huéspedes, y por lo tanto ella misma murió. Podría haberle sucedido a cualquiera de nosotros. A los chinos, o a nosotros mismos.
—Pero hay una especie de anemia que es común en todo el Mediterráneo, que pudo haberlos hecho más susceptibles…
—No. Podríamos haber sido nosotros.
—Eso podría haber sido bueno —dijo Tristán—. Ellos creían en un Dios misericordioso; su Cristo era todo amor y misericordia.
—Es difícil llegar a esa conclusión si se recuerda lo que hicieron en Siria.
—O en al-Andalus…
—Eso estaba latente en ellos, listo para salir disparado. Mientras que para nosotros lo que está latente es la jihad.
—Tú dijiste que eran iguales a nosotros.
Tristán sonrió debajo de su bigote.
—Tal vez. Son el espacio en blanco del mapa, las ruinas que están debajo de nuestros pies, el espejo vacío. Las nubes en el cielo que se parecen a tigres.
—Es un ejercicio completamente inútil —reflexionó Kirana—. ¿Y qué habría pasado si esto hubiera ocurrido, si aquello hubiera ocurrido, qué habría pasado si la Horda de Oro hubiera forzado el paso en el corredor Gansu al comienzo de la Guerra Larga, qué habría pasado si los japoneses hubieran atacado China después de recuperar Japón, qué habría pasado si los Ming hubieran conservado su flota tesoro, qué habría pasado si nosotros hubiéramos descubierto y conquistado Yingzhou, qué habría pasado si Alejandro Magno no hubiera muerto joven?, y así hasta el infinito, y todas esas cosas habrían marcado enormes diferencias, y sin embargo siempre es totalmente inútil. Esos historiadores que hablan acerca de utilizar el método contrafactual para fortalecer sus teorías son ridículos. Porque nadie sabe por qué suceden las cosas, ¿lo veis? Cualquier cosa podría ser consecuencia de cualquier otra. Ni siquiera la historia real nos dice algo. Porque no sabemos si la historia es sensible, y una civilización se perdió por el canto de una uña, o si nuestras acciones más significativas son como pétalos en una inundación, o algo entremedio, o ambas cosas a la vez. Simplemente no lo sabemos, y ninguna conjetura nos ayuda a descubrirlo.
—¿Entonces por qué a la gente le gusta tanto hacer conjeturas?
Kirana se encogió de hombros, y le dio una calada a su cigarrillo.
—No son más que historias.
Y de hecho inmediatamente se propusieron más historias, porque a pesar de la inutilidad que se reflejaba en los ojos de Kirana, la gente disfrutaba haciendo conjeturas: qué habría pasado si la perdida flota marroquí de 924 hubiera llegado hasta las islas de Azúcar y regresado; qué habría pasado si el Kerala de Travancore no hubiera conquistado tantas partes de Asia y hubiera desarrollado sus líneas de ferrocarril y su sistema legal; qué habría pasado si no hubiera habido una sola isla de un Nuevo Mundo; qué habría pasado si Birmania hubiera perdido la guerra con Siam…
Kirana no paraba de menear la cabeza.
—Tal vez sería mejor pensar en el futuro.
—¿Tú, una historiadora, dices esto?
—¡Es absolutamente imposible conocer el futuro!
—Bueno, pero para nosotros es como un proyecto que debe ser representado. Desde la Ilustración de Travancore, nuestra noción de futuro es la de algo que construimos. Esta nueva conciencia del tiempo futuro es muy importante. Nos convierte en una hebra en un tapiz que se ha desenrollado durante los siglos anteriores a nosotros, y se seguirá desenrollando durante los siglos posteriores. Estamos a mitad de camino atravesando el telar: ése es el presente, y lo que hacemos dispone la hebra en una dirección peculiar, y en consecuencia cambia el dibujo del tapiz. Cuando comencemos a tratar de hacer un dibujo que sea agradable para nosotros y para los que vienen después, entonces tal vez podréis decir que nos hemos hecho con la historia.
Pero era posible sentarse con gente asi, tener conversaciones como ésa y seguir caminando afuera a la luz de un sol aguado sin nada para comer y sin dinero que sirviera para algo. Budur trabajaba muy duro en la zawiyya, y organizaba clases en persa y en firánjico para las muchachas hambrientas que llegaban y que únicamente hablaban la lengua berberisca o árabe o andalusí o skan-distaní o turco. Por las noches, seguía yendo a los cafés y las cafeterías y, a veces, a los antros del opio. Consiguió trabajo con un organismo del gobierno como traductora de documentos, y siguió estudiando arqueología. Se preocupó cuando Idelba volvió a caer enferma, y pasó mucho tiempo cuidándola. Los médicos decían que Idelba sufría «agotamiento nervioso», algo parecido a la fatiga de batalla de la guerra; pero a Budur le parecía muy evidente que estaba cada día más débil físicamente, dañada por algo que los médicos no podían identificar. Una enfermedad sin causa; a Budur esto le resultaba algo demasiado aterrador. Probablemente se tratara de una causa oculta, pero eso también era algo aterrador.
Se involucró más aún en la administración de la zawiyya, haciéndose cargo de algunas de las tareas que solía hacer Idelba. Había menos tiempo para leer. Además, quería hacer algo más que leer, o incluso algo más que escribir informes: se sentía demasiado ansiosa como para leer, y el mero hecho de leer por encima un número de textos y luego reducirlos a un texto nuevo le parecía una actividad extraña; era como ser un alambique, como destilar ideas. La historia como si fuera un coñac; pero ella quería algo más sustancial.
Mientras tanto, muchas noches seguía saliendo y disfrutando del paisaje de medianoche en el café y en las salas de opio, escuchando el oud de Tristán (ahora eran sólo amigos), a veces en un sueño opiáceo que le permitía pasearse por las salas neblinosas de sus pensamientos sin entrar en realidad en ninguna de ellas. Estaba en lo más profundo de un ensueño acerca de la naturaleza de colisión ibrahámica del curso de la historia, algo como los mismísimos continentes, si los geólogos estaban en lo cierto, que creaban nuevas fusiones, como en Samarcanda, o en la India mogol, o los hodenosauníes enfrentados con China en el oeste y con el islam en el este, o Birmania, sí; todo esto estaba apareciendo cada vez más claro, como trozos diferentes de rocas de colores en el suelo arremolinándose en uno de los elaborados arabescos de Hagia Sophia repetidos hasta el infinito, un efecto común del opio para estar seguros, pero entonces eso era lo que siempre había sido la historia, un dibujo alucinado que creaba acontecimientos fortuitos, así que no había razón alguna para no creer en la iluminación simplemente por eso. La historia como un sueño de opio…
Halali, una compañera de la zawiyya, irrumpió en el café mirando a su alrededor; al verla, Budur supo inmediatamente que algo le había pasado a Idelba. Halali se acercó, su rostro tenía una expresión muy seria.
—Ha empeorado.
Budur la siguió, tropezando bajo el peso del opio, intentando desterrar inmediatamente todos los efectos con el pánico, pero eso sólo consiguió lanzarla cada vez más lejos en distorsiones visuales de toda clase; nunca había visto a Nsara tan desagradable como aquella noche, la lluvia cayendo con fuerza en las calles, garabatos de luz pergeñándose debajo de sus pies, figuras de gente que más parecían ratas nadando…
Idelba ya no estaba en la zawiyya; la habían llevado al hospital más cercano, una inmensa y laberíntica estructura de la época de la guerra que estaba sobre una colina al norte del puerto. Budur llegó hasta allí arriba caminando con dificultad, dentro de la mismísima nube de lluvia; luego el sonido de la lluvia golpeaba el barato techo de lata. La luz era un intenso latido blanco amarillento en el que todos parecían vacíos y muertos, como carne que caminaba, como solían decirles a los hombres que eran enviados al frente durante la guerra.
Idelba no tenía peor aspecto que el resto, pero Budur fue corriendo a su lado.
—Le cuesta mucho respirar —dijo una enfermera, levantando la vista desde su silla.
Budur pensó: esta gente trabaja en el infierno. Estaba muy asustada.
—Escucha —dijo Idelba tranquilamente. Luego a la enfermera—: Por favor, déjanos solas diez minutos. —Cuando la enfermera se hubo marchado, le dijo a Budur en voz baja—: Escucha, si muero, tendrás que ayudar a Piali.
—¡Pero tía Idelba! Tú no vas a morir.
—Tranquilízate. No puedo arriesgarme a escribir esto, tampoco puedo arriesgarme a decírselo a una sola persona, por si algo les ocurre a ellos también. Tienes que conseguir que Piali vaya a Ispahán, para que explique nuestros resultados a Abdol Koroush. También a Ananda, en Travancore. Y a Chen, en China. Todos ellos tienen muchísima influencia en sus respectivos gobiernos. Hanea se ocupará de su parte. Recuérdale a Piali lo que decidimos que era mejor. Pronto, sabes, todos los físicos atómicos entenderán las posibilidades teóricas de la manera de dividir el alactino. La posible aplicación. Si todos saben que la posibilidad existe, habrá una razón para que ellos presionen para hacer que la paz sea algo permanente. Los científicos pueden presionar a sus respectivos gobiernos, dejando bien claro cuál es la situación y tomando el control de la dirección de los campos más importantes de la ciencia. Deben mantener la paz, o si no habrá una avalancha de destrucción. Si se les da la opción, tienen que elegir la paz.
—Sí —dijo Budur, preguntándose si realmente sería así. Su mente estaba tambaleándose ante la perspectiva de semejante responsabilidad, que cargaba ahora. Piali no le caía demasiado bien—. Por favor, tía Idelba, por favor. No te aflijas. Todo saldrá bien.
Idelba asentía con la cabeza.
—Es muy probable.
Aquella noche, se recuperó; más tarde, justo antes del amanecer, justo cuando Budur comenzaba a salir de su delirio de opio, cuando era incapaz de recordar mucho de lo que había pasado durante la noche, una noche que había durado siglos. Pero todavía sabía qué quería Idelba que ella intentara hacer. El amanecer llegó tan oscuro como si hubiera habido un eclipse y allí se hubiera quedado.
Idelba no murió hasta el año siguiente.
Al funeral asistió mucha gente, cientos de personas, de la zawiyya y de la madraza y del instituto, y del monasterio budista, y de la embajada hodenosauní, y del panchayat del barrio y del consejo del estado, y de muchos otros lugares de toda Nsara. Pero ni una sola persona de Turi. Budur estaba de pie, entumecida en una fila de recepción con algunas de las mujeres mayores de la zawiyya, y estrechaba una mano tras otra. Más tarde, durante el triste despertar, Hanea se acercó a ella una vez más.
—Nosotros también la queríamos —dijo con una sonrisa de piedra—. Te aseguramos que cumpliremos las promesas que le hicimos.
Un par de días después, Budur asistió al hospital para leer a los soldados ciegos. Entró en la sala y se sentó mirándolos fijamente en sus sillas y en sus camas, y pensó: Probablemente esto sea un error. Puede que me sienta vacía pero probablemente no lo esté. Les contó acerca de la muerte de su tía, y trató de leerles algo del trabajo de Idelba, pero no era como el de Kirana; incluso las sinopsis eran incomprensibles, y los textos en sí, estudios científicos que hablaban del comportamiento de cosas invisibles y compuestos, en gran parte, de tablas numéricas. Renunció a leer aquellos escritos y cogió otro libro.
—Éste es uno de los libros favoritos de mi tía, una colección de los escritos autobiográficos encontrados de Abu Ali Ibn Sina, uno de los primeros científicos y filósofos, un gran héroe para ella. Por lo que he leído de él, Ibn Sina y mi tía eran parecidos en muchos sentidos. Ambos sentían una gran curiosidad por el mundo. Ibn Sina fue el primero en dominar la geometría de Euclides, luego se propuso entender todo lo demás. Idelba hizo exactamente lo mismo. Cuando Ibn Sina aún era joven cayó en una especie de fiebre de investigación, que se apoderó de él durante casi dos años. Ahora os leeré lo que él mismo dice sobre ese momento de su vida:
Durante esta época, no dormí completamente ni una sola noche, ni durante el día me dediqué a otra cosa que no fuera estudiar. Compilé una serie de archivos para mí, y para cada prueba que examinaba, introduje en los archivos sus premisas silogísticas, su clasificación, y lo que podía deducirse de ellas. Reflexioné acerca de las condiciones que podrían ser aplicadas a sus premisas, hasta haber verificado aquella cuestión para mí mismo en cada caso. Cada vez que me vencía el sueño o que era consciente de mi debilidad, tomaba una copa de vino, para que me volvieran las fuerzas. Y cada vez que el sueño me vencía, solía ver esos mismos problemas en los sueños; lograba aclarar muchas cuestiones durante esas horas. Seguí en esto hasta que todas las ciencias echaron profundas raíces dentro de mí y yo las entendí hasta donde era humanamente posible. Todo lo que aprendí en aquella época es tal como lo sé ahora; hasta hoy, no he agregado nada que tenga demasiada importancia.
—Ésa es la clase de persona que era mi tía —dijo Budur.
Dejó ese libro y cogió otro, pensando que sería mejor dejar de leer cosas inspiradas en Idelba. Eso no hacía que se sintiera mejor. El libro que eligió se llamaba Cuentos del marinero de Nsara, historias verídicas acerca de los marineros y los pescadores del lugar, conmovedoras aventuras llenas de peces y de peligros y de muerte pero también del aire del mar, de las olas y del viento. Los soldados habían disfrutado con otros capítulos de este libro, que ella ya les había leído antes.
Pero esta vez leyó uno llamado «El ramadán ventoso», que resultó ser acerca de una época remota, en la era de la navegación a vela, cuando los vientos contrarios habían mantenido a la flota de cereales fuera del puerto, de manera que habían tenido que fondear en la rada, en aguas protegidas, mientras caía la noche; luego, durante la noche el viento había virado y una gran tormenta se acercó rugiendo desde el Atlántico, y no había manera de que los barcos en el mar pudieran buscar refugio en la costa, y los que estaban en tierra nada podían hacer más que caminar por la playa toda la noche. El autor del relato tenía una esposa que estaba cuidando a tres niños huérfanos de madre cuyo padre era uno de los patrones que estaban en la flota e, incapaz de observar a los niños en su juego nervioso, había salido a caminar por el rompeolas con los demás, haciéndole frente al rugiente viento de la tempestad. Al amanecer, todos vieron la capa de grano empapado sobre la marca de la marea alta y supieron que había ocurrido lo peor. «Ni un solo barco sobrevivió a la tempestad, y de punta a punta de la playa los cuerpos llegaron con la marea. Y como había amanecido un viernes, a la hora señalada, el almuecín fue al minarete para llamar a la oración, y el idiota del pueblo lo detuvo lleno de rabia, gritando:
»—¿Quién puede rezar al Señor en un momento como éste?»
Budur dejó de leer. Un silencio profundo llenó la sala. Algunos de los hombres asentían con la cabeza, como dicendo: Sí, es así como sucede; yo he pensado lo mismo durante años; sin embargo, algunos estiraron las manos como para arrebatarle el libro de las manos, o hicieron gestos como para echarla, diciéndole que se fuera. Si hubieran podido ver, la habrían acompañado hasta la puerta o habrían hecho algo; pero dada la situación nadie sabía qué hacer.
Ella dijo algo, se puso de pie y se marchó, y caminó río abajo atravesando la ciudad, hasta llegar a los muelles, luego hasta el gran rompeolas, y lo recorrió hasta el final. El hermoso mar azul chapoteaba junto a los bloques de piedra, bisbiseando con su limpia bruma de sal en el aire. Budur se sentó en la última roca bañada por el sol y miró las nubes que llegaban volando sobre Nsara. Estaba tan llena de dolor como el océano de agua, sin embargo, algo en la imagen de la ruidosa ciudad le resultaba alentador; pensó: Nsara, ahora eres mi único familiar vivo. Ahora serás mi tía Nsara.
Y ahora tenía que conocer a Piali.
Él era un hombre pequeño, ensimismado, soñador y poco comunicativo, aparentemente lleno de sí mismo. Budur había pensado que sus aptitudes en física eran compensadas por una excepcional falta de gracia.
Pero ahora estaba impresionada por la profundidad del dolor que él sentía por la muerte de Idelba. En vida, ella le había tratado, solía pensar Budur, como a un accesorio vergonzoso, un colaborador necesitado pero no deseado en su trabajo. Ahora que ella no estaba, él se sentaba sobre el banco de un pescador del rompeolas en donde se había sentado algunas veces con Idelba cuando el clima lo permitía, y suspiraba, diciendo:
—Era un gran placer conversar con ella, ¿no es cierto? Nuestra Idelba era una física verdaderamente brillante, déjame que te diga. Si hubiera nacido hombre, no habría habido un final: ella habría cambiado el mundo. Por supuesto que había cosas en las que no era tan buena, pero tenía tanta capacidad de penetración en el modo en que podrían funcionar las cosas. Y cuando nos quedábamos atascados, Idelba seguía machacando el problema sin desmayo, golpeando con la frente el muro de ladrillos, sabes, y yo paraba, pero ella era persistente, y tan lista a la hora de encontrar nuevos caminos para llegar a una cosa, cambiando el flanco si el muro no quería ceder. Encantadora. Era una persona sumamente encantadora.
Se puso terriblemente serio y enfatizó la palabra «persona» en lugar de «mujer», como si Idelba le hubiera enseñado algunas cosas sobre la capacidad de las mujeres que él no había cometido la tontería de dejar pasar. Tampoco caía en el error de la idealización; ningún físico tendía a pensar que las excepciones fueran una categoría válida; así que, ahora hablaba con Budur casi como si conversara con Idelba o con sus colegas masculinos, sólo que más atentamente, concentrándose en conseguir algo de la apariencia de humanidad normal, tal vez, y consiguiéndolo. Casi. Seguía siendo un hombre muy distraído y desagradable. Pero a Budur empezó a caerle mejor.
Esto era algo bueno, puesto que Piali comenzó a interesarse por ella también, y durante los meses siguientes la cortejó en su modo tan particular; iba a la zawiyya, y allí conoció el entorno de ella y la escuchó cuando contaba sus problemas con los estudios de historia, mientras hablaba durante horas interminables acerca de sus problemas con la física y en el instituto. También compartía con ella cierta propensión a la vida en los cafés, y no parecían importarle las variadas indiscreciones que ella había cometido desde que llegara a Nsara; él ignoraba todo aquello y se concentraba en las cosas de la mente, incluso cuando estaba sentado en un café bebiendo un coñac y escribiendo en las servilletas, una de sus peculiares costumbres. Hablaban sobre la naturaleza de la historia durante horas, y fue bajo el impacto del profundo escepticismo —o materialismo— de Piali, que Budur completó finalmente el cambio en el énfasis del estudio de la historia a la arqueología, de los textos a las cosas, convencida, en parte, por el argumento de Piali de que los textos siempre eran sencillamente las impresiones de la gente, mientras que los objetos tenían en sí mismos cierta inmutable realidad. Por supuesto, los objetos llevaban directamente a otras impresiones, y se encajaban con ellas en el entramado de pruebas que cualquier estudioso del pasado tenía que presentar para poder fundamentar un argumento; pero comenzar con las herramientas y con las construcciones en lugar de hacerlo con las palabras del pasado era realmente un alivio para Budur. Estaba cansada de destilar coñac. Comenzó a asumir conscientemente algo de la curiosidad sobre el mundo real que Idelba siempre había manifestado, como una manera de honrar su recuerdo. Echaba tanto de menos a Idelba que no podía pensar en ello directamente, sino que tenía que eludirlo con homenajes como los que se proponía, invocando la presencia de Idelba en sus costumbres, como si estuviera convirtiéndose en una especie de madame Sururi. Más de una vez, se le ocurrió que había maneras en que se conoce mejor a los muertos que a los vivos, porque la persona misma ya no está allí para distraer los pensamientos que tenemos acerca de ella.
A partir de estos variados hilos de pensamiento, a Budur también comenzaron a darle vueltas un gran número de preguntas que conectaban su trabajo con el de Idelba tal y como ella lo había entendido, puesto que tenía en cuenta los cambios físicos que se producían en los materiales utilizados en el pasado: cambios químicos o físicos o qi o pérdida de la energía qi, que podían ser utilizados como relojes, enterrados en la textura de los materiales empleados. Le preguntó a Piali acerca de eso, y él no tardó en mencionar el cambio que se producía con el tiempo en los tipos de partículas tanto en el núcleo como en la superficie, de manera que, por ejemplo, los anillos de vida catorces dentro de un cuerpo, después de la muerte de un organismo, comenzarán lentamente a retroceder a anillos de vida doces, comenzando alrededor de cincuenta años después de la muerte de un organismo y siguiendo durante aproximadamente cien mil años, hasta que todo el anillo de vida del material retroceda a doces, y el reloj deje de funcionar.
Esto sería suficiente tiempo como para datar muchas actividades humanas, pensó Budur. Ella y Piali comenzaron a trabajar juntos en el método, y consiguieron la ayuda de otros científicos del instituto. La idea fue aceptada y extendida por un equipo de científicos de Nsara que creció con los meses, y el esfuerzo no tardó tampoco en hacerse mundial, como suele suceder en el mundo de la ciencia. Budur nunca había estudiado tanto.
Así fue que con el tiempo se convirtió en una arqueóloga, trabajando entre otras cosas con los métodos de datación, siempre con la ayuda de Piali. De hecho, había reemplazado a Idelba como colega de Piali, y él por lo tanto había trasladado parte de su trabajo a un campo diferente, para coincidir con lo que ella estaba haciendo. Su método para relacionarse con alguien era trabajar con ellos; así que a pesar de que ella era más joven, y de que estaba en un campo diferente, él sencillamente se amoldó y continuó en su modo habitual. Él también siguió profundizando sus estudios en física atómica, por supuesto, colaborando con muchos colegas en los laboratorios del instituto, y con algunos científicos de la fábrica de radios que estaba en las afueras de la ciudad, cuyo laboratorio estaba comenzando ahora a competir con la madraza y con el instituto como un centro de investigación de física pura.
Los militares de Nsara se estaban implicando también. Las investigaciones físicas de Piali continuaron en la línea impuesta por Idelba, y a pesar de que no había nada más publicado acerca de la posibilidad de crear una reacción de desintegración en cadena del alactino, desde luego había un pequeño grupo de físicos musulmanes, en Skandistán, en la Toscana y en Irán, que discutieron esa posibilidad; ellos sospechaban que discusiones similares se estaban llevando a cabo en laboratorios de China, Travancore y el Nuevo Mundo. Había estudios publicados internacionalmente acerca de este aspecto de la física y estaban siendo analizados ahora en Nsara para ver qué podría haber sido excluido, para ver si estaban apareciendo nuevos avances o si silencios y ausencias repentinas podrían marcar la clasificación gubernamental de estos asuntos. Hasta entonces no habían aparecido signos claros de censura pero Piali parecía sentir que era sólo una cuestión de tiempo, y que probablemente ya sucedía en otros países puesto que estaba entre ellos, semiconsciente y carente de plan. Tan pronto como hubiera otra crisis política mundial, antes de que las hostilidades llegaran a un punto crítico, podía esperarse que todo ese campo de la investigación desapareciera por completo en los laboratorios militares secretos, y junto con él un número significativo de físicos, todos ellos incomunicados de sus colegas del resto del mundo.
Y por supuesto podía haber problemas en cualquier momento. China, a pesar de haber vencido en la guerra, había sido tan completamente destrozada como la coalición derrotada, y parecía estar cayendo en el caos y la guerra civil. Aparentemente, estaba llegando el final del liderazgo de la época de guerra que había reemplazado a la dinastía Qing.
—Eso es bueno —dijo Piali a Budur—, porque sólo una burocracia militar hubiera intentado construir una bomba tan peligrosa. Pero es malo porque a los gobiernos militares no les gusta caer sin haber presentado batalla.
—A ningún gobierno le gusta —dijo Budur—. Recuerda lo que decía Idelba. Lo mejor para que ningún gobierno monopolice el uso de esa idea sería difundir el conocimiento entre todos los físicos del mundo, lo más rápido posible. Si todos saben que todos podrían construir una arma semejante, nadie lo intentaría.
—Tal vez no al principio —dijo Piali—, pero eso podría ocurrir en años venideros.
—Aun así —dijo Budur.
Y continuó dando la lata a Piali para que tomara las medidas que había sugerido Idelba. Él no renunció a ellas, pero tampoco hizo nada para ponerlas en marcha. De hecho, Budur tuvo que estar de acuerdo con él en que era difícil ver exactamente qué había que hacer al respecto. Se sentaron sobre el secreto como palomas sobre un huevo de cuco.
Mientras tanto, la situación en Nsara seguía deteriorándose. Un buen verano había seguido a varios malos, desechando la posibilidad de caer en una hambruna, sin embargo los periódicos estaban llenos de informaciones sobre luchas por el pan y huelgas en las fábricas junto al Rin, el Ruhr y el Ródano, y hasta una «sublevación contra las reparaciones de guerra» en las Pequeñas Atlas, una rebelión que no resultó fácil de reprimir. El ejército parecía tener en su seno algunos elementos que alentaban en lugar de contener estos signos de malestar, tal vez por solidaridad, tal vez para desestabilizar aún más las cosas y justificar una total toma militar del poder. Se extendían rumores de un golpe de estado.
Todo esto era depresivamente similar al final de la Guerra Larga, y el acaparamiento de alimentos continuó aumentando. A Budur le resultaba difícil concentrarse en sus lecturas, y a menudo se sentía llena de dolor por Idelba. Por lo tanto, se sorprendió, y se alegró, cuando Piali le dijo que habría una conferencia en Ispahán, una reunión internacional de físicos atómicos para discutir los últimos hallazgos en sus respectivos campos de investigación, incluyendo, dijo, el problema del alactino. No sólo eso, la conferencia también estaba ligada a la cuarta convocatoria de una gran reunión semestral de científicos, la primera de las cuales había tenido lugar fuera de Ganono, la gran ciudad portuaria de los hodenosauníes, así que ahora eran llamadas Conferencias de Isla Larga. La segunda había sido celebrada en Pyinkayaing y la tercera en Pekín. La conferencia de Ispahán sería por lo tanto la primera que se llevaría a cabo en el Dar, e iba a incluir una serie de reuniones sobre arqueología; Piali ya había conseguido una financiación de parte del instituto para que Budur asistiera con él, como coautora de estudios que habían escrito con Idelba acerca de métodos de datación con isótopos radiactivos.
—A mí me parece un buen lugar para hablar en privado acerca de las ideas de tu tía. Habrá una sesión dedicada a su obra, organizada por Zoroush; Chen y algunos otros de sus corresponsales estarán allí. ¿Vendrás?
—Por supuesto.