—China es indestructible, nosotros somos demasiados. Ya pueden venir incendios, inundaciones, hambruna, guerra: esto es como podar un árbol. Las ramas se cortan para estimular nueva vida. El árbol sigue creciendo.

El comandante Kuo se sentía expansivo. Estaba amaneciendo, ésa era la hora china. Las primeras luces de la mañana iluminaban los puestos avanzados musulmanes y ponían el sol en sus ojos, de manera que sentían recelo de los francotiradores, y a ellos mismos se les daba también bastante mal. La puesta del sol era la hora de los musulmanes. La llamada a la oración, el fuego de los francotiradores, a veces una lluvia de proyectiles de artillería. Al atardecer, mejor quedarse en la trinchera, o abajo en las cuevas.

Pero ahora tenían al sol de su lado. El cielo de un azul helado, de un lado para otro y frotarse las manos con guantes, té y cigarrillos, el lejano disparo de los cañones hacia el norte. Ya hacía dos semanas que sonaban. Probablemente fuera la preparación de otro gran ataque, tal vez hasta se tratara de la rotura del frente de la que se venía hablando hacía tantos años —tantos que había dado origen a una expresión para referirse a algo que nunca llegaría a suceder: «cuando rompamos el frente», como «cuando los cerdos vuelen» o algo por el estilo. Así que tal vez no fuera eso.

Nada de lo que ellos pudieran ver les aclaraba la situación. Afuera, en medio del corredor Gansu, las altas montañas del sur y los interminables desiertos del norte no eran visibles. Parecían las estepas, o lo habían parecido antes de la guerra. Ahora, toda la anchura del corredor, desde las montañas hasta el desierto, y toda su longitud, desde Ningxia hasta Jiayuguan, se había convertido en un barrizal. Las trincheras se habían movido hacia atrás y hacia adelante, li a li, durante más de sesenta años. En aquella época cada claro de hierba y cada terrón de tierra había volado por los aires más de una vez. Lo que quedaba era una especie de desordenado océano negro, cercado, lleno de rugosidades y de cráteres. Como si en el lodo alguien hubiera intentado hacer una réplica de la superficie de la luna. Los hierbajos de primavera hacían valientes esfuerzos para regresar, pero ninguno lo conseguía. Alguna vez la ciudad de Ganzhou había estado cerca de este preciso lugar, junto al río Jo; hoy no había rastros de la ciudad ni del río. La tierra había sido pulverizada hasta descubrir la roca primitiva. Ganzhou había sido el hogar de una próspera cultura sirio-musulmana, así que este yermo que se veía ahora, desierto a la luz del amanecer, era un ideograma perfecto de la guerra prolongada.

El sonido de los grandes cañones comenzó detrás de ellos. Los proyectiles de los últimos cañones se lanzaban al espacio, y caían a doscientos lis del sitio de disparo. El sol subió un poco más. Los soldados se retiraron al reino subterráneo de lodo negro y húmedas tablas que era su hogar. Trincheras, túneles, cuevas. Muchas cuevas albergaban Budas, generalmente en su hierática postura, con las manos estiradas como un agente de tránsito. Había agua en el fondo de las trincheras más bajas, después de las intensas lluvias de la noche.

Abajo en la cueva de comunicaciones, el operador del telégrafo había recibido órdenes. El ataque general comenzaría en dos días. Atacar en todo el ancho del corredor. Intento de acabar con el punto muerto, o al menos eso era lo que Iwa especulaba. El tapón de corcho sale disparado del agujero. ¡Hacia las estepas y hacia el oeste! Por supuesto que el punto donde se rompería el frente era el peor lugar donde estar, mencionó él, pero sólo con su habitual interés académico. Una vez iniciado el ataque, en verdad, las cosas ya no podrían empeorar más. Sería analizar grados de lo absoluto, porque ellos ya estaban en el infierno y eran hombres muertos, tal como les recordaba el comandante Kuo cada vez que brindaban con su rakshi.

—¡Somos hombres muertos! ¡Un brindis por el Señor Muerte-por-gradaciones!

Así que ahora Bai y Kuo apenas asentían con la cabeza: el peor lugar, sí, allí era donde siempre los enviaban, donde habían pasado los últimos cinco años, o, visto desde una perspectiva temporal más larga, toda su vida. Cuando terminó el té, Iwa dijo:

—Seguro que será muy interesante.

Le gustaba leer los telegramas y los periódicos y tratar de descubrir qué estaba pasando.

—Mirad esto —solía decir, examinando papeles mientras estaban recostados en sus literas—. Los musulmanes han sido expulsados de Yingzhou. Una campaña de veinte años.

O esto otro:

—Gran batalla en alta mar, ¡doscientos barcos hundidos! Sólo veinte de ellos eran nuestros, pero los nuestros son más grandes, sin duda, norte del Dahai, agua a cero grados, ¡ay!, eso sí que es frío, ¡me alegro de no ser marinero!

Él escribía notas y dibujaba mapas; era un erudito de la guerra. La aparición del telégrafo le había alegrado enormemente, había pasado horas en la cueva de comunicaciones hablando con otros entusiastas de todo el mundo.

—¡Gran bote esta noche en la esfera qi, me ha dicho un tipo de Sudáfrica! Malas noticias, sin embargo —dijo marcando sus mapas—. Dijo que los musulmanes han vuelto a hacerse con todo el Sahel y han reclutado a toda la gente del oeste de África como soldados esclavos.

Él pensaba que las voces que salían de la oscuridad no eran informantes de confianza, pero en todo caso no lo eran menos que los comunicados oficiales del cuartel general, en general mera propaganda, o mentiras concebidas para engañar a los espías enemigos.

—Mirad esto —solía burlarse mientras leía en su litera—. Dicen que están reuniendo a todos los judíos, los zott, los cristianos y los armenios, y que los están matando. Con ellos hacen experimentos médicos…, les cambian la sangre por la de una mula para ver cuánto pueden vivir…, ¿a quién se le ocurren estas cosas?

—Tal vez sea verdad —sugirió Kuo—. Exterminan a los indeseables, a los que pueden traicionarlos en su propio frente…

Iwa dio vuelta la página.

—Eso no puede ser. ¿Por qué no aprovechar esa mano de obra?

Ahora estaba en la radio tratando de averiguar más acerca del inminente ataque. Pero no se necesita ser un erudito de la guerra para saber algo sobre las roturas de frente. Todos habían participado en los intentos anteriores, y aquel conocimiento tendía a estropearles el resto del día. El frente se había movido diez lis en tres años, y además hacia el este. Tres campañas consecutivas de ramadán, con un precio altísimo para los musulmanes, un millón de hombres por campaña, calculaba Iwa, para que ahora lucharan con muchachos y batallones de mujeres: al igual que los chinos. Habían muerto tantos que aquellos que habían sobrevivido los últimos tres años eran como los Ocho Inmortales, caminando bajo una descripción, sobreviviendo día tras día muy lejos de un mundo del que solamente oían hablar, al que solamente veían mal a través de un telescopio. Ahora para ellos todo se reducía a una taza de té. Otro ataque general, masas de hombres avanzando por el lodo hacia el oeste, a través de alambradas, cañones y proyectiles de artillería que bajaban desde el espacio: así sea. Ellos bebían el té. Pero tenía un sabor amargo.

Bai estaba preparado para terminar con aquello. En esta vida ya había perdido el corazón. Kuo estaba resentido con la Cuarta Asamblea de Talento Militar, por haber ordenado el ataque durante la breve temporada de lluvias.

—¡Por supuesto!, ¿qué puede esperarse de algo que se llama «La Cuarta Asamblea de Talento Militar»?

Esto no era del todo justo, tal como dejaba bien claro la habitual descripción de ellos que hacía Kuo: la Primera Asamblea habían sido algunos hombres de edad que trataban de luchar en la guerra anterior; la Segunda Asamblea, arribistas demasiado ambiciosos listos para utilizar hombres como si fueran balas; la Tercera Asamblea, una mala mezcla de cabos prudentes e idiotas desesperados; y la Cuarta había llegado poco después del golpe que había derrocado a la dinastía Qing y la había reemplazado por un gobierno militar, por lo que en principio era posible que la Cuarta Asamblea fuera una mejora y la que tal vez finalmente hiciera las cosas bien. Sin embargo hasta ahora los resultados no daban pie a tanto optimismo.

Iwa sentía que aquel asunto ya lo habían discutido demasiadas veces, y limitaba sus comentarios a la calidad del arroz del día. Cuando ya lo había comido, salían para decirles a sus hombres que se prepararan. Los pelotones de Bai en su mayoría eran muchachos reclutados de Sichuan, incluyendo tres pelotones de mujeres que se ocupaban de las trincheras cuatro, cinco y seis, y que eran consideradas las afortunadas. Cuando Bai era joven y las únicas mujeres que conocía eran las de los burdeles de Lanzhou, se sentía incómodo en su presencia, como si estuviera tratando con miembros de otra especie, criaturas gastadas que lo miraban como a través de un abismo abierto, y que parecían, al menos hasta donde él podía ver, cautelosamente horrorizadas y acusatorias, como si pensaran para ellas mismas: Vosotros, pandas de idiotas, habéis destruido el mundo. Pero ahora que estaban en las tricheras no eran más que soldados como cualquier otro, que sólo diferían en que de vez en cuando le daban a Bai una sensación de lo mal que se habían puesto las cosas: ahora no quedaba nadie en el mundo que pudiera reprocharles algo.

Aquella tarde los tres oficiales se reunieron una vez más para hacerle una breve visita al general de esa parte del frente, una nueva luminaria de la Cuarta Asamblea, un hombre al que nunca habían visto antes en sus vidas. No pusieron especial atención en sus breves palabras, que enfatizaban la importancia del ataque del día siguiente.

—Somos una diversión —declaró Kuo cuando el general Shen subió a su tren personal y volvió al interior—. Hay espías entre nosotros, y él quiso engañarlos. Si éste fuera el verdadero punto de ataque tendríamos un millón más de soldados frente a nosotros, y se pueden oír los trenes, llegan todos a la hora habitual.

De hecho había habido trenes extras, según Iwa. Habían llegado miles de reclutas, y no había sitio para ellos. No podrían quedarse aquí durante mucho tiempo.

Esa noche llovió. Flotas de aviones musulmanes zumbaban sobre sus cabezas, lanzando bombas que dañaban las vías del ferrocarril. Las reparaciones comenzaron apenas terminó el ataque. Las lámparas de arco tiñeron la noche de un plateado brillante manchado de blanco, como un negativo de fotografía arruinado, y en ese resplandor químico los hombres se movían por todas partes con piquetas y palas y martillos y carretillas, como después de cualquier otro desastre, pero dándose mucha prisa, como solía suceder en algunas películas. No llegaron más trenes, y después de todo cuando llegó el amanecer no había muchos refuerzos. También faltaban pertrechos adicionales para el ataque.

—A ellos no les importará —predijo Kuo.

El plan era primero soltar gas tóxico, que les precedería cuesta abajo aprovechando el viento matutino del este. A primera hora llegó un telegrama del general: al ataque.

Hoy, sin embargo, no había brisa matutina. Kuo telegrafió la noticia al puesto de mando de la Cuarta Asamblea, a treinta lis en la retaguardia, pidiendo más órdenes. Pronto las tuvo: proceder con el ataque. Gas, como fue ordenado.

—Nos matarán a todos —prometió Kuo.

Se pusieron las máscaras, abrieron las válvulas de los depósitos de acero que contenían el gas. Éste salió y comenzó a esparcirse, pesado, casi viscoso, de un color amarillo virulento, deslizándose hacia adelante y bajando por una ligera pendiente, hasta que se estancó en la tierra de nadie, camuflando su camino. En ese aspecto, bien, aunque los efectos en aquellos que tenían máscara de gas defectuosa serían desastrosos. Sin duda era una imagen espantosa para los musulmanes, ver una niebla amarilla que se acercaba pesadamente a ellos y, luego, emergiendo de ella, olas y olas de monstruos con cabeza de insecto disparando sus armas y lanzagranadas. Sin embargo se pegaron a sus ametralladoras y los acribillaron.

Bai se encontró rápidamente absorto en la tarea de moverse de agujero en agujero, utilizando montículos de tierra o los cadáveres a modo de escudo y recomendando encarecidamente a los soldados que se refugiaban en los agujeros que siguieran adelante.

—Es más seguro si salís de los agujeros ahora, el gas se estanca. Necesitamos llegar a sus líneas y hacer callar sus ametralladoras.

Eso, y cosas por el estilo, en medio del ensordecedor estruendo que no permitía que alguien le oyese. Una ráfaga de la habitual brisa matutina movió la nube de gas sobre la devastación hasta las líneas musulmanas, y ahora sonaban menos disparos de ametralladora. El ataque se aceleró, los encargados de cortar los alambres estaban trabajando por todas partes con las alambradas, los hombres pasaban en fila. Entonces llegaron a las trincheras musulmanas, y giraron las enormes ametralladoras iraníes para disparar al enemigo que se retiraba, hasta que se agotaron las municiones.

Después de eso, si hubiera habido refuerzos disponibles, podría haber sido interesante. Pero con los trenes atascados a cincuenta lis detrás de las líneas, y con la brisa que ahora empujaba el gas hacia el este, y con la artillería pesada de los musulmanes que ahora comenzaba a pulverizar su propia línea de frente, la rotura del frente se hizo insostenible. Bai guió a sus tropas hasta los túneles musulmanes en busca de protección. El día pasó en una confusión de gritos y telégrafos móviles e incomprensibles comunicaciones por radio. Fue Kuo quien le gritó que finalmente había llegado la orden de retirada; reunieron a los supervivientes y regresaron por el lodo envenenado, destrozado y cubierto de cadáveres que había sido la ganancia del día. Una hora después de que cayera la noche estaban de regreso en sus propias trincheras; eran menos de la mitad de los que habían estado allí por la mañana.

Bien pasada la medianoche, los oficiales se reunieron en su pequeña cueva y encendieron la cocina y comenzaron a cocer el arroz, cada uno atrapado en el estruendo de sus propios oídos; apenas podían oírse unos a otros. Sería así durante uno o dos días. Kuo todavía estaba que burbujeaba de irritación, no hacía falta oír lo que decía para darse cuenta de eso. Parecía que estaba intentando decidir si debía revisar los Cinco Grandes Errores de la campaña Gansu, escribiendo los menos importantes de los grandes errores anteriores, o convertirlos en los Seis Grandes Errores. Ciertamente una asamblea de talentos, gritó mientras sostenía la olla del arroz sobre los carbones encendidos de su pequeño hornillo, le temblaban las manos ennegrecidas y desnudas. Un puñado de malditos idiotas. Sobre el agujero, los trenes del hospital traqueteaban con un sonido seco y metálico. A ellos les resonaban los oídos. De todas formas les habían pasado demasiadas cosas para que pudieran hablar. Comieron en el silencio de un gran estruendo. Desgraciadamente Bai comenzó a vomitar y después no podía respirar bien. Tuvo que dejarse llevar hasta uno de los trenes hospital. Lo dejaron allí con la multitud de hombres heridos, asfixiados por el gas y moribundos. Tardaron todo el día siguiente en hacer veinte lis hacia el este, y después otro día esperando ser procesados por los abrumados equipos de médicos. Bai casi se moría de sed, pero fue salvado por una muchacha con máscara, que le daba sorbos de agua mientras un médico le diagnosticaba pulmones quemados por el gas, y lo pinchaba con agujas de acupuntura en el cuello y la cara, después de lo cual pudo respirar con más facilidad. Esto le dio fuerzas para beber más, después comió un poco de arroz, y luego habló para salir del hospital antes de morir allí de hambre o de una infección. Regresó caminando al frente, consiguiendo que al fin lo llevaran en el fondo de una carreta arrastrada por mulas. Ya era de noche cuando pasó una de las enormes baterías de artillería, y la llamativa imagen de los grandes morteros y cañones que apuntaban al cielo nocturno, las diminutas figuras moviéndose de aquí para allá a la luz de las lámparas de arco y poniéndose las manos en las orejas (Bai también lo hacía) antes del disparo, esa imagen le dejaba bien claro una vez más que todos deberían haber sido arrastrados a la próxima esfera y verse atrapados en una guerra de asuras, un conflicto titánico en el que los humanos eran como hormigas, aplastados debajo de las ruedas de las máquinas sobrehumanas de los asuras.

Cuando estuvo de regreso en la cueva, Kuo se rio de Bai por haber regresado tan rápido.

—Eres como un mono doméstico, no hay manera de deshacerse de ti.

—Aquí se está más seguro que en el hospital.

Esto hizo reír a Kuo otra vez. Iwa regresó de la cueva de comunicaciones lleno de noticias: aparentemente el ataque había sido después de todo una diversión, tal como había dicho Kuo. La clavija Gansu había sido bajada para inmovilizar a los ejércitos musulmanes, mientras que una fuerza japonesa había cumplido finalmente con el acuerdo de ayudar a la causa, a cambio de su libertad, la cual de todas maneras ya había sido conseguida pero podría haberse visto en peligro, y los japoneses, que estaban frescos, habían conseguido romper el frente en el norte y se habían abierto paso a través de las líneas y habían hecho posible un gran ataque que avanzaba hacia el oeste y el sur como un puñado de ronin enloquecidos embarcados en una broma asesina. Afortunadamente, ellos se quedarían en la parte de atrás de las líneas musulmanas y forzarían una retirada de Gansu, dejando a los destrozados chinos solos y en paz en el campo.

—Supongo que el odio que nos tenían los japoneses —dijo Iwaha—, ha sido suplantado por el rechazo de que el islam conquiste el mundo.

—Acabarán con Corea y con Manchuria —predijo Kuo—. Nunca las devolverán. Ni unas cuantas ciudades portuarias. Ahora pueden hacer lo que les plazca.

—Bueno —dijo Bai—. Que les den Pekín si la quieren, con tal que eso termine esta guerra.

Kuo le lanzó una mirada.

—No estoy seguro de quiénes serían peor, si los musulmanes o los japoneses. Esos japoneses son peligrosos, y no nos tienen mucho aprecio. Y después del terremoto que demolió Edo, ellos piensan que tienen a los dioses de su parte. Ya mataron a todos los chinos de Japón.

—Al final no estaremos ni con unos ni con otros —dijo Bai—. Los chinos somos indestructibles, ¿recordáis?

Los dos días anteriores no le habían hecho mucho honor al proverbio.

—Salvo los chinos —dijo Kuo—. Salvo el talento de los chinos.

—Quizás esta vez hayan roto el flanco norte —señaló Iwa—. Eso sí que sería algo digno de tener en cuenta.

—Podría ser el final del juego —dijo Bai, y tosió.

Kio se rio de él.

—Atrapado entre el mortero y la mano —dijo.

Fue hasta el armario, lo abrió y sacó una jarra de rakshi y dio un sorbo. Bebía una jarra de aquella fuerte bebida cada día, cuando podía conseguirla, comenzando en el primer momento de su día y terminando en el último.

—¡Por el Décimo Gran Éxito! ¿O es el Undécimo? Y hemos sobrevivido a todos. —Por un instante había ido más allá de la precaución habitual de no hablar de aquellos asuntos—. Hemos sobrevivido a todos ellos, y a los Seis Grandes Errores, y a los Tres Increíbles Follones, y a los Nueve Más Importantes Sucesos de la Mala Suerte. ¡Un milagro! Hermanos, debe de haber unos cuantos dioses hambrientos con inmensos paraguas que velan por nosotros.

Bai asintió con la cabeza un poco intranquilo; no le gustaba hablar de esas cosas. Intentaba oír sólo el ruido de las explosiones. Intentaba olvidar todo lo que había visto los últimos tres días.

—¿Cómo demonios hemos podido sobrevivir tanto tiempo? —preguntó Kuo imprudentemente—. Todos los que comenzaron con nosotros están muertos. De hecho nosotros tres hemos sobrevivido a cinco o seis generaciones de oficiales. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cinco años? ¿Cómo puede ser?

—Yo soy Peng-zu —dijo Iwa—. Soy el Desdichado Inmortal, nunca podrá matarme nadie. Podría sumergirme en el gas y aun así no moriría.

Levantó tristemente la vista de su plato de arroz. Hasta Kuo se asustó con aquello.

—Bueno, tendrás más oportunidades, no te preocupes. No pienses que esto va a terminar demasiado pronto. Quizá los japoneses pueden tomar el norte porque a nadie le importa. Cuando traten de salir de la taiga hacia las estepas, allí es cuando se pondrá interesante. No creo que puedan avanzar mucho. Si la ruptura del frente hubiera sido en el sur sería otra cosa. Necesitamos conectar con los indios.

Iwa negó con la cabeza.

—Eso no sucederá.

Este tipo de análisis era muy propio de él; los otros dos le pidieron que se explicara. Para los chinos, les explicó él, el frente sur estaba formado por la gran muralla del Himalaya y por el Pamir, las selvas de Anam, de Birmania, de Bengala y de Asam. Había apenas algunos desfiladeros entre las montañas que no podían tenerse en cuenta, y sus defensas eran impenetrables. En cuanto a las selvas, los ríos ofrecían el único camino para atravesarlas, pero estaban demasiado expuestos. Las fortificaciones del frente sur chino eran por lo tanto geográficas e inamovibles, pero lo mismo valía para los musulmanes que estaban del otro lado. Mientras tanto, los indios estaban atrapados al sur del Decán. Las estepas eran el único camino; pero los ejércitos de ambos lados estaban concentrados allí. De ahí el punto muerto.

—Algún día tiene que acabar —señaló Bai—. De lo contrario no acabará nunca.

Kuo escupió un trago de rakshi en un ataque de risa.

—¡Ésa es una lógica muy profunda, amigo Bai! Pero ésta no es una guerra lógica. Éste es el final que nunca finalizará. Viviremos toda nuestra vida en esta guerra, y la siguiente generación, y la siguiente, hasta que todos estén muertos y podamos empezar el mundo otra vez, o no, es algo que también podría suceder.

—No —replicó Iwa suavemente—. No puede durar mucho tiempo más. El final vendrá por algún otro lado, eso es todo. La guerra en el mar o en África o en Yingzhou. El corte vendrá de otra parte, y entonces esta región será simplemente un…, un…, un accidente geográfico de una larga guerra, una anomalía o algo por el estilo. El frente que no se pudo mover. El aspecto congelado de una larga guerra en su punto de máxima congelación. Contarán nuestra historia hasta el fin de los tiempos, porque nunca más habrá nada parecido.

—Eso sí que es un consuelo —dijo Kuo—. ¡Pensar que estamos en el peor aprieto que ningún soldado ha estado jamás!

—Algo teníamos que ser —dijo Iwa.

—¡Exactamente! ¡Es una distinción! Un honor, si lo pensamos bien.

Bai prefería no hacerlo. Una explosión sacudió la tierra del techo de la cueva y un poco de polvo cayó sobre sus cabezas. Se apresuraron a cubrir copas y platos.

Unos días más y habían vuelto a la rutina habitual. Si todavía continuaba el avance japonés en el norte, aquí no había manera de saberlo, donde el bombardeo y los disparos cotidianos de los musulmanes no habían cambiado, como si los Seis Grandes Errores, con sus pérdidas de tal vez cincuenta mil hombres y mujeres, nunca hubieran sucedido.

Poco tiempo después, los musulmanes también empezaron a utilizar gas tóxico, y lo esparcieron con el viento en la tierra de nadie de la misma manera en que lo habían hecho los chinos, pero también lo enviaron dentro de proyectiles explosivos que caían con un fuerte silbido, junto con la metralla habitual (incluyendo cualquier cosa que hiciera daño, puesto que ellos también se estaban quedando sin metal, así que podían encontrarse palos, huesos de gato, pezuñas, una dentadura postiza), es decir, que ahora con la metralla también llegaba un gas espeso y amarillo, que aparentemente no sólo contenía gas mostaza sino una variedad de venenos y cáusticos, que obligaba a los chinos a mantener tanto la máscara de gas como las capuchas y los guantes siempre con ellos. Se estuviera o no vestido, cuando uno de estos proyectiles caía era difícil no quemarse en las muñecas, los tobillos y el cuello.

Un nuevo inconveniente se sumó a los ya conocidos: un proyectil de enorme calibre, lanzado tan alto por los cañones adecuados, que cuando caía del cielo llegaban con más velocidad que su propio sonido, por lo cual no le precedía advertencia alguna. El diámetro de estos proyectiles excedía la altura de un hombre, y estaban diseñados para que penetraran en el barro hasta cierta profundidad y luego estallaran, en increíbles explosiones que con frecuencia solían enterrar muchos más hombres en trincheras, túneles y cuevas de los que morían por la explosión misma. Los trozos que quedaban de estos proyectiles eran desenterrados y quitados con mucho cuidado, cada uno ocupaba un vagón de tren entero. El explosivo que se utilizaba en ellos era uno nuevo que parecía un paté de pescado y olía a jazmín.

Una noche temprano después del atardecer, estaban todos reunidos bebiendo rakshi y discutiendo las noticias que Iwa había traído de la cueva de comunicaciones. El ejército del sur había sido castigado por algún fallo cometido en ese frente, y cada comandante debía mandar a la retaguardia a uno de cada cien soldados a sus órdenes para que fueran ejecutados y dieran el ejemplo a los que quedaban.

—¡Qué buena idea! —dijo Kuo—. Yo sé muy bien a quién enviaría.

Iwa meneó la cabeza.

—Una lotería daría lugar a más solidaridad.

—Solidaridad —dijo Kuo en tono de burla—. También podrías deshacerte de los falsos enfermos mientras puedas, antes de que una noche te peguen un tiro por la espalda.

—Es una idea terrible —dijo Bai—. Son chinos, ¿cómo podemos matar a chinos si no han hecho nada malo? Es una locura. La Cuarta Asamblea de Talento Militar se ha vuelto loca.

—Digamos que nunca fueron demasiado cuerdos —dijo Kuo—. Hace cuarenta años que no hay un cuerdo en la Tierra.

De repente todos cayeron al suelo debido a una violenta explosión de aire. Bai logró levantarse a duras penas y se topó con Iwa, que hacía lo mismo. Estaba completamente sordo. No lograba ver a Kuo, había desaparecido y donde él había estado ahora se veía un enorme agujero, un agujero perfectamente redondo y de unos tres metros y medio de diámetro y nueve metros de profundidad; en el fondo se veía la parte de atrás de uno de los superproyectiles musulmanes. Otra birria de las que no estallaban.

Una mano derecha estaba en el suelo junto al agujero como una araña blanca de mimbre.

—Oh, maldita sea —dijo Iwa en medio del estruendo—. Hemos perdido a Kuo.

El proyectil musulmán había aterrizado directamente sobre él. Probablemente, decía Iwa más tarde, su presencia de alguna manera había evitado que explotara. Lo había embutido dentro de la tierra como si hubiera sido un gusano. Solamente había quedado su pobre mano.

Bai miraba fijamente la mano, demasiado aturdido para moverse. La risa de Kuo parecía todavía resonar en sus oídos. Desde luego que Kuo se habría reído si hubiera podido ver la manera en que habían cambiado las cosas. La mano era perfectamente reconocible: era la suya. Bai descubrió que la conocía íntimamente sin que nunca hubiera tenido consciencia de ello hasta ahora, tantas horas sentados juntos en la pequeña cueva, Kuo sosteniendo la olla de arroz o la tetera para hervir té en la cocina u ofreciendo una taza de té o de rakshi, su mano, como todo el resto de él, una parte de la vida de Bai, con callos y cicatrices, la palma limpia y el dorso sucio, y aún ahora era la misma, incluso sin el resto de su dueño. Bai se sentó en el lodo.

Iwa recogió con cuidado la mano rígida, y le ofrecieron la misma ceremonia fúnebre con que trataban a cadáveres más completos antes de llevarla a uno de los trenes de los muertos que iban a los crematorios. Después bebieron lo que quedaba del rakshi de Kuo. Bai no podía hablar, e Iwa no intentó forzarlo. Las manos de Bai exhibían el temblor habitual del estrés de trinchera. ¿Qué le había pasado a su paraguas mágico? ¿Qué haría él ahora, sin la risa ácida de Kuo capaz de atravesar los miasmas mortales?

Entonces, a los musulmanes les llegó el turno de atacar, y los chinos estuvieron ocupados durante una semana defendiendo sus trincheras, sin quitarse la máscara de gas, disparando y disparando sin cesar contra los fantasmales fellahins y asesinos que aparecían en medio de la niebla amarilla. Los pulmones de Bai fallaron brevemente una vez más, tuvo que ser evacuado; pero al final de la semana él e Iwa estaban de regreso en la misma trinchera donde habían comenzado, con un nuevo pelotón compuesto casi totalmente por reclutas de Aozhou, la tierra de la tortuga que sostenía el mundo, verdes sureños lanzados al conflicto como ráfagas de disparos de ametralladora. Habían estado tan ocupados que ya les parecía que había pasado mucho tiempo desde la muerte de Kuo.

—Una vez tuve un hermano llamado Kuo —le contó Bai a Iwa.

Iwa asentía con la cabeza, le daba unos golpecitos a Bai en el hombro.

—Ve a ver si tenemos nuevas órdenes.

Tenía el rostro negro por la cordita, salvo alrededor de la boca y de la nariz, donde había estado la máscara, y debajo de los ojos, donde se extendían deltas blancos de arroyos de lágrimas. Parecía un títere en una obra de teatro, y su rostro, la máscara del sufrimiento asura. Había estado detrás de la ametralladora durante más de cuarenta horas seguidas, y durante ese tiempo tal vez había matado a tres mil hombres. Sus ojos miraban más allá de Bai, más allá del mundo.

Bai se alejó tambaleándose, bajando por el túnel hasta la cueva de comunicaciones. Se agachó para entrar y se desplomó sobre una silla, intentando recuperar el aliento, sintiendo cómo caía y caía, a través del suelo, a través de la tierra, en una caída ilusoria hacia el olvido. Un crujido lo llevó de nuevo hacia arriba; miró para ver quién estaba en la silla frente a la mesa de la radio.

Era Kuo, allí sentado, y le sonreía.

Bai se enderezó.

—¡Kuo! —dijo—. ¡Pensábamos que estabas muerto!

Kuo asintió con la cabeza.

—Estoy muerto —dijo—. Y tú también.

La mano derecha de Kuo estaba allí donde había estado siempre.

—El proyectil estalló —dijo— y nos mató a todos. Desde entonces has estado en el Bardo. Todos hemos estado en el Bardo. Has llegado aunque simulabas que todavía no habías llegado. Aunque no puedo imaginarme por qué querías aferrarte a ese mundo infernal en el que estábamos viviendo. Maldita sea, eres tan terco, Bai. Necesitas ver que estás en el Bardo para entender lo que te está sucediendo. Lo que importa es la guerra en el Bardo, después de todo. La batalla por el alma de cada uno de nosotros.

Bai trató de decir sí; luego, no; después se encontró a si mismo en el suelo de la cueva, aparentemente se había caído de la silla, y eso lo había despertado. Kuo se había marchado, la silla estaba vacía.

—¡Kuo! ¡Regresa!

Pero la sala seguía vacía.

Más tarde Bai contó a Iwa lo que había sucedido, le temblaba la voz, y el tibetano lo miró fija y seriamente, luego se encogió de hombros.

—Tal vez él tenía razón —dijo haciendo un gesto—. ¿Hay algo que pruebe que estaba equivocado?

Entonces sufrieron otro ataque y de repente les dieron órdenes de retirarse, de regresar a retaguardia y luego subir a los trenes. En la estación de embarque todo era un caos, por supuesto; pero unos hombres les apuntaban con sus armas y los subieron a los vagones como si fueran ganado; así partieron los trenes chirriando y retumbando con sonidos metálicos.

Iwa y Bai se sentaron en el fondo del vagón mientras avanzaban hacia el sur. De vez en cuando utilizaban su privilegio de oficiales y salían hasta la base de enganche de los vagones para fumar un cigarrillo y mirar el cielo de acero cada vez más bajo sobre sus cabezas. Subieron y subieron y subieron, cada vez hacía más y más frío. El escaso aire hacía daño a los pulmones de Bai.

—Entonces —dijo, señalando el hielo y las rocas junto a los que pasaban—. Tal vez sea el Bardo.

—Esto es el Tíbet —dijo Iwa.

Pero Bai podía ver bien que el paisaje era más desolado que el tibetano. Unos cirros colgaban como hoces justo sobre ellos, como en el decorado de un escenario, el cielo negro y plano. Nada parecía ser real.

De cualquier manera, fuera cual fuera el sitio, el Tíbet o el Bardo, en la vida o fuera de ella, la guerra continuaba. Por la noche pasaban volando rugientes aparatos que les arrojaban bombas. Los reflectores de arco perforaban la oscuridad como con una lanceta y clavaban las máquinas contra las estrellas, y a veces las hacían estallar en gotas de llamas que caían. Las imágenes de los sueños de Bai caían del escaso aire como de la nada. La nieve negra brillaba a la luz blanca de un sol bajo.

Se detuvieron ante una imponente cordillera, otro decorado puesto por el teatro de los sueños. Un desfiladero tan profundo que visto a la distancia parecía hundirse suavemente bajo el seco manto de la estepa. Ese paso era el objetivo de todos ellos. La tarea que les esperaba consistía en hacer volar por los aires las defensas y avanzar hacia el sur por ese paso, hacia un nivel más bajo que el suelo del universo donde estaban. El paso que llevaba a la India, supusieron. La puerta de entrada a un reino más bajo. Muy bien defendida, por supuesto.

Los «musulmanes» que defendían el paso se mantenían invisibles, siempre sobre la inmensa masa nevada de las cimas de granito, más grandes de lo que podría ser ninguna montaña de la Tierra, montañas asura, y los grandes cañones que habían traído para intimidarlos, cañones asura. Para Bai nunca había estado tan claro que estaban atrapados en una guerra más grande, muriendo junto a millones por una causa que no era la de ellos. Los colmillos de hielo y de roca tocaban el techo de estrellas, nubes de nieve se movían como vapor en el viento monzónico alejándose de las cimas, fundiéndose con la Vía Láctea, convirtiéndose al atardecer en llamas asura que ardían horizontalmente, como si el reino de los asuras estuviera perpendicular al de ellos, tal vez otra razón por la que sus penosas imitaciones de batallas eran siempre tan desesperadamente torcidas.

La artillería de los musulmanes estaba en el lado sur de la cordillera, nunca llegaron a oírla. Sus proyectiles silbaban cerca de las estrellas y dejaban estelas de escarcha blanca en forma de arco iris en el cielo negro. La mayoría de estos proyectiles aterrizaban en la enorme montaña blanca que estaba hacia el este del enorme desfiladero, perforándola con una explosión increíble tras otra, como si los musulmanes se hubieran vuelto locos y le hubieran declarado la guerra a las rocas de la Tierra.

—¿Por qué odian tanto esa montaña? —preguntó Bai.

—Esa montaña es Chomolungma —dijo Iwa—. Era la montaña más alta del mundo, pero los musulmanes bombardearon la cumbre hasta que quedó más baja que la que le seguía en altura, una montaña de Afganistán. Ahora, la cima más alta del mundo es musulmana.

Su rostro era del blanco habitual, pero sonaba triste, como si la montaña le importara. Esto preocupó a Bai: cuando Iwa se volviera loco, todos en la Tierra ya se habrían vuelto locos. Iwa sería el último en volverse loco. Pero tal vez eso había sucedido. Un soldado de su pelotón había comenzado a llorar desconsoladamente al ver a los caballos y las mulas muertos; el hombre soportaba bien cuando veía cadáveres humanos tirados por todas partes, pero los cuerpos hinchados de sus pobres bestias le rompían el corazón. De alguna manera extraña, eso tenía sentido, pero por las montañas Bai era incapaz de evocar cualquier tipo de compasión. Como mucho era un dios menos. Parte de la batalla en el Bardo.

Por las noches, el frío se acercaba a la estasis. Con las estrellas que brillaban sobre la meseta vacía, fumando un cigarrillo junto a las letrinas, Bai pensaba en qué podría significar que hubiera guerra en el Bardo. Ése era el lugar donde las almas eran clasificadas, donde se reconciliaban con la realidad; allí eran enviadas otra vez al mundo. Después del juicio y la evaluación del karma, las almas eran enviadas otra vez para que volvieran a intentarlo, o eran liberadas en el nirvana. Bai había estado leyendo el ejemplar que Iwa tenía del Libro de los Muertos, mirando a su alrededor y viendo cómo cada frase daba forma a la meseta. Vivos o muertos, ellos habían entrado en una sala del Bardo, trabajando en su destino. ¡Siempre era así! Esta sala sombría como cualquier otro escenario vacío. Acampaban sobre la gravilla y la arena en el fondo de un glaciar gris. Sus grandes cañones estaban acurrucados, apuntando al cielo. Unos cañones más pequeños junto a los muros del valle protegían contra los ataques aéreos; estos emplazamientos parecían los viejos monasterios de estilo dzong que todavía se alineaban a lo largo de algunos contrafuertes en aquellas montañas.

Llegó el rumor de que intentarían abrirse paso a través de Nangpa La, el profundo puerto de montaña que interrumpía la cordillera. Uno de los antiguos pasos utilizados por los comerciantes de sal, el mejor en muchos lis en cualquier dirección. Los sherpas serían los guías, los tibetanos que se habían trasladado al sur del puerto. En el otro lado, se extendía un cañón hasta su capital, la pequeña Namche, un zoco que ahora estaba en ruinas, como todo lo demás. Desde Namche, los caminos iban directamente hacia el sur hasta las llanuras de Bengala. De hecho era un paso muy bueno para atravesar el Himalaya. Los rieles podían reemplazar a los caminos en cuestión de días, entonces se podrían enviar los numerosos ejércitos de China, o lo que quedaba de ellos, hasta las llanuras del valle del Ganges. Los rumores rodaban de aquí para allá y eran reemplazados cada día por nuevos rumores. Iwa pasó toda la noche escuchando la radio.

A Bai le parecía que se trataba de un cambio en el mismísimo Bardo. Pasaban a la próxima habitación, un mundo de infierno tropical atascado con historia antigua. Por lo tanto, la batalla por el puerto sería particularmente violenta, como lo es cualquier paso entre dos mundos. La artillería de las dos civilizaciones se agolpaba a ambos lados de las montañas. Las avalanchas provocadas eran algo frecuente en las escarpas de granito. Mientras tanto, las explosiones en la cumbre de Chomolungma seguían quitándole altura. Los tibetanos peleaban como pretas al ver aquello. Iwa parecía haberse reconciliado con eso.

—Ellos tienen un dicho que dice que la montaña fue a Mahoma. Pero yo no creo que eso le importe a la diosa madre.

Sin embargo, este hecho evocó la demencia de sus adversarios. Discípulos ignorantes y fanáticos de un culto cruel y estéril, a quienes se les prometía la eternidad en un paraíso en el que el orgasmo con hermosas huríes duraba diez mil años, no era de extrañar que tan a menudo fueran valientes suicidas, felices de morir en narcotizadas, insensatas y desenfrenadas maneras difíciles de contrarrestar. De hecho eran conocidos por ser prodigiosos consumidores de bencedrina y fumadores de opio, que hacían la guerra en un estado de espasmódico sueño que podía incluir una ira bestial. Muchos chinos se hubieran alegrado de unirse a ellos en ese aspecto; el opio se había abierto camino entre los ejércitos chinos, por supuesto, pero la provisión era escasa. Sin embargo Iwa tenía contactos locales, y mientras se preparaban para el ataque en Nangpa La consiguió un poco de los policías militares. Él y Bai lo fumaban en cigarros y lo bebían como una solución medicinal de alcohol, junto con clavo y una tableta de medicinas de Travancore que agudizaba la vista y embotaba las emociones, según se decía. Funcionaba bastante bien.

Finalmente había tantos regimientos y divisiones y grandes armas acumuladas en aquella alta llanura del Bardo, que Bai se convenció de que los rumores estaban en lo cierto, y que un ataque general en Kali o en Shiva o en Brahma estaba a punto de comenzar. Como evidencia confirmatoria, él hizo notar que muchas divisiones estaban compuestas por soldados veteranos, no por muchachos novatos ni campesinos ni mujeres; eran divisiones experimentadas en las batallas de las islas del Nuevo Mundo, donde la lucha había sido particularmente intensa, y a las que se atribuían todas las victorias. En otras palabras, eran precisamente esos soldados los que con mayor probabilidad ya deberían haber muerto. Y parecían muertos. Fumaban como hombres muertos. Un ejército de muertos, reunidos y preparados para invadir el rico sur de los vivos.

La luna subía y bajaba y el bombardeo del enemigo invisible continuaba en toda la cordillera. Flotas de aviones con la forma de una hoz pasaban disparadas sobre el puerto y nunca regresaban. El octavo día del cuarto mes, la fecha de la concepción de Buda, comenzó el ataque.

El paso había sido convertido en una trampa: cuando sus últimos defensores ya estaban muertos o se habían retirado hacia el sur, las crestas que lo protegían volaron en enormes explosiones y cayeron sobre el paso. El Cho Oyu perdió parte de su masa con esta explosión. Ése fue el fin para varios regimientos que debían hacerse con el puerto. Bai miraba desde abajo y se preguntaba dónde iría uno cuando moría en el Bardo. Era simplemente una cuestión de suerte que la unidad de Bai no hubiera estado en la primera oleada.

Las defensas fueron enterradas al igual que la primera oleada de chinos. Después de aquello, el paso estaba asegurado y se podía comenzar el descenso por el enorme cañón cortado por el glaciar hacia el sur, hacia el Ganges. Eran atacados a cada paso, principalmente con bombardeos a distancia, trampas explosivas y poderosas minas enterradas en los caminos, en puntos cruciales.

Las desactivaban o las hacían estallar tan pronto como podían, lamentaban las esporádicas bajas, reconstruían el camino y las vías férreas a medida que iban avanzando. Era sobre todo un trabajo de construcción de caminos a gran velocidad, mientras los musulmanes cedían terreno y se retiraban a la llanura, y solamente quedaban sus bombardeos aéreos más distantes, proyectiles disparados desde los alrededores de Delhi, irregulares e irrisorios, a menos que por casualidad dieran un golpe afortunado.

En el profundo cañón del sur, se encontraron en un mundo diferente. De hecho, Bai tuvo que reconsiderar la idea de que estaba en el Bardo. Si lo estaba, desde luego, éste era un nivel diferente: caluroso, húmedo, exuberante, los árboles, arbustos y hierbas explotaban de la tierra negra y lo invadían todo. El granito mismo parecía estar vivo aquí abajo. Tal vez Kuo le había mentido, y él, Iwa y el resto habían estado vivos todo el tiempo, en un mundo real convertido ahora en uno sepulcral por la muerte. ¡Qué idea más espantosa! El mundo real se convierte en el Bardo, los dos son lo mismo… Bai repasaba sus días agitados y se sentía horrorizado. Después de tanto sufrimiento simplemente había vuelto a nacer en su propia vida, aún en curso, ahora recuperada como si no hubiera habido ningún corte, sólo un momento de cruel ironía, unos pocos días de locura, y ahora reanudaba la marcha en una nueva existencia kármica mientras seguía atrapado en el mismo miserable ciclo biológico que por alguna razón se había convertido en un excelente simulacro del propio infierno, como si la rueda kármica se hubiera roto y los engranajes que conectaban la vida kármica con la vida biológica se hubieran separado, se hubieran ido de manera que se fluctuaba sin advertencia previa; a veces se vivía en el mundo físico, otras veces en el Bardo, a veces en sueños y a veces despierto, y muy a menudo todo al mismo tiempo, sin motivo ni explicación. Los años en el corredor Gansu, Bai hubiera dicho antes toda su vida, ya se habían convertido en un sueño casi olvidado, y hasta la mística y narcotizada extrañeza de la planicie tibetana se estaba convirtiendo rápidamente en un recuerdo irreal, difícil de evocar a pesar de que estaba grabada en sus globos oculares y él aún seguía mirándola.

Una tarde, el oficial del telégrafo salió corriendo y ordenó a todos que subieran inmediatamente la colina. Los musulmanes habían bombardeado la presa de un lago glacial más arriba y ahora una enorme masa de agua bajaba por el río, llenando el cañón hasta una altura de ciento cincuenta metros o más, dependiendo de la estrechez de la garganta.

Comenzaron a subir como pudieron. Aquí estaban, hombres ya muertos, muertos hacía años, y sin embargo escalaban como monos, frenéticos por escalar la pared del cañón. Habían estado acampando en un estrecho y empinado desfiladero, el mejor sitio para evitar las bombas que caían del aire, y mientras subían arrastrándose oyeron con más claridad que nunca un rugido distante como el retumbo constante de truenos, probablemente unas cataratas en el generalmente ruidoso Dudh Kosi, pero tal vez no, quizá fuera la riada que se acercaba, hasta que finalmente llegaron a un descanso en la pendiente; después de una hora estaban todos a unos buenos trescientos metros sobre el Dudh Kosi, mirando hacia abajo el hilo de agua que ahora parecía tan inofensivo desde el ancho morro de un promontorio donde los oficiales los habían reunido, mirando hacia abajo a través de la garganta pero también a su alrededor los inmensos muros y picachos de hielo, escuchando el rugido que llegaba desde el norte, un saludable rugido, como el de un dios tigre. Aquí arriba estaban en una buena posición para presenciar la inundación, que llegó justo cuando caía la noche: el rugido creció hasta convertirse en algo casi tan intenso como el bombardeo en el frente, pero que iba por debajo, casi subterráneo, sentido tanto en las plantas de los pies como en los oídos; entonces apareció una muralla de agua blanca y sucia, que llevaba árboles y rocas en su caótico muro frontal desgarrando las paredes del cañón hasta la roca firme y formando diques, algunos de los cuales eran lo suficientemente grandes como para retener el torrente unos minutos, antes de que el agua lo arrastrara en la inundación general. Cuando aquella masa de agua acabó de pasar, sólo quedaron unos muros destrozados, blancos a la luz del crepúsculo, y un río marrón y espumoso que bramaba con sonido metálico y sordo apenas un poco más arriba de su nivel habitual.

—Deberíamos construir los caminos a más altura —señaló Iwa.

Bai sólo atinó a reírse ante la frescura de Iwa. El opio estaba haciendo de las suyas. De repente comprendió algo:

—¡Vaya, se me acaba de ocurrir: ya me he ahogado antes en alguna inundación! Ya he sentido el agua que me cubría. Agua, nieve y hielo. ¡Tú también estabas allí! Me pregunto si eso no estaría destinado a nosotros, quizás hemos escapado por casualidad. Creo que en realidad no deberíamos estar aquí.

Iwa lo miró.

—¿En qué sentido?

—¡En el sentido de que se suponía que la inundación ahí abajo tenía que matarnos!

—Bueno —dijo Iwa lentamente, aparentemente preocupado—. Supongo que la esquivamos.

A Bai sólo le cabía reírse. Este Iwa: toda una mente.

—Sí. Al diablo, con la inundación. Ésa era una vida diferente.

Sin embargo, los constructores de caminos habían aprendido una buena lección sin perder muchas vidas (la pérdida de los equipos era otro tema). Ahora construían en lo alto de las paredes del cañón, allí donde se inclinaban hacia atrás, cortando pendientes y declives, subiendo por cañones afluentes y construyendo puentes sobre los arroyos secundarios. También emplazamientos antiaéreos y hasta una pequeña pista de aterrizaje en una plataforma casi a nivel cerca de Lukla. Convertirse en un batallón de construcción era mucho mejor que luchar, que era lo que estaban haciendo otros más abajo, en la boca del cañón, a fin de mantenerlo abierto el tiempo suficiente para lograr que el tren llegara al llano. No podían creer en su suerte, ni en los días cálidos, ni en la realidad de la vida detrás del frente, tan lujosa, el silencio, la reducción de la tensión muscular, mucho arroz y extrañas pero frescas verduras…

Entonces, en medio de una neblina de días felices, terminaron de construir la carretera y los rieles y llevaron algunos trenes hasta abajo y acamparon en una inmensa y polvorienta llanura verde, sin lluvias monzónicas todavía, división tras división para abrirse paso hacia el frente, a cierta distancia fluctuante al oeste de donde ellos estaban. Allí era donde todo estaba ocurriendo ahora.

Una mañana, ellos también se pusieron en camino, todo el día en tren rumbo al oeste, y luego bajaron de los vagones y marcharon sobre un puente de pontones tras otro, hasta que llegaron a un lugar cerca de Bihar. Aquí había otro ejército ya instalado, un ejército que estaba de su parte. Aliados, ¡vaya concepto! Los indios, aquí, en su propio país, trasladándose hacia el norte después de cuatro décadas de resistir a la horda islámica, en el sur del continente. Ahora ellos también estaban en guerra, cruzando el río Indo, y por lo tanto los musulmanes corrían el peligro de quedar aislados en un ataque de pinza grande como toda Asia, algunos de ellos ya estaban atrapados en Birmania, la mayoría de ellos todavía juntos en el oeste y comenzando una lenta y difícil retirada.

Así que Iwa tuvo una conversación de una hora con algunos oficiales de Travancore que hablaban nepalés, idioma que él había aprendido de niño. Los oficiales indios y sus soldados eran de piel oscura y pequeños, tanto los hombres como las mujeres, muy rápidos y ágiles, limpios, bien vestidos, bien armados: orgullosos, incluso arrogantes, suponiendo que habían aguantado lo peor de la guerra contra el islam, que habían salvado a China de la conquista actuando como segundo frente. Iwa se alejó no muy seguro de que discutir con ellos acerca de la guerra fuera una buena idea.

Pero Bai estaba impresionado. Después de todo, tal vez el mundo sería salvado de la esclavitud. El ataque en el norte de Asia aparentemente se estaba atrasando, los Urales actuaban como una especie de Gran Muralla China hecha por la naturaleza para la Horda de Oro y los firanjis. Aunque los mapas parecían indicar que estaba bien hacia el oeste. Y haber atravesado el Himalaya en masa contra semejante resistencia, haberse encontrado con los ejércitos indios, estar partiendo en dos el mundo del islam…, ¡vaya faena!

—Pues, el poder naval podría hacer que toda la guerra terrestre en Asia se convirtiera en algo irrelevante —dijo Iwa mientras estaban sentados una noche en el suelo, comiendo arroz que había sido condimentado a nuevos e incendiarios niveles. Entre bocados atragantados, sudando profusamente, añadió—: Durante toda esta guerra hemos visto tres o cuatro generaciones de armamentos, de tecnología en general, los grandes cañones, el poder en el mar, ahora el poder en el aire; no tengo dudas de que está llegando una época en que las flotas de dirigibles y los aviones serán lo único que importe. La lucha continuará ahí arriba, para ver quién puede controlar los cielos y tirar bombas más grandes que las que nunca podrías disparar con un cañón, justo sobre las capitales del enemigo. Para hacer polvo fábricas, palacios, edificios gubernamentales.

—Bueno —dijo Bai—. Así es menos complicado. Ir a la cabeza y acabar con ella. Eso es lo que diría Kuo.

Iwa asintió con la cabeza, sonriendo sólo al pensar en cómo lo diría Kuo. El arroz de aquí no podía compararse con el de Kuo.

Los generales de la Cuarta Asamblea de Talento Militar se encontraron con sus colegas indios, y mientras ellos hablaban se construían más líneas de ferrocarriles en el nuevo frente al oeste de donde ellos se encontraban. Estaba claro que se estaba trabajando en una ofensiva combinada, y todos especulaban mucho con esto. Que los dejarían atrás para defender la retaguardia de los ataques musulmanes que aún quedaban en la península Malaya; que los meterían en unos barcos en la boca del sagrado río Ganges y los depositarían en la costa arábiga para atacar a la mismísima Meca; que los destinarían a un ataque en el que establecerían una cabeza de playa en alguna península del noroeste de Firanja; y cosas así. Nunca un final para las historias que ellos mismos se contaban sobre cómo continuaría su trabajo.

Al final, sin embargo, avanzaron igual que siempre, hacia el oeste, ocupando el flanco derecho contra las estribaciones de Nepal, cerros que se disparaban bruscos y verdes desde el valle del Ganges, como si, comentaba distraídamente Iwa un día, la India fuera un buque con espolón que hubiera embestido Asia y se hubiera enterrado debajo de ella, empujando por debajo más allá del Tíbet y duplicando la altura de esa tierra.

Bai meneaba la cabeza al oír aquella fantasía geomórfica, sin querer pensar en la tierra moviéndose como grandes barcos, queriendo entender la tierra como algo sólido, porque estaba intentando ahora convencerse a sí mismo de que Kuo había estado equivocado y de que él todavía estaba vivo y no en el Bardo, donde por supuesto las tierras podían deslizarse de un lado para otro como decorados de escenario que eran. Probablemente, Kuo estaba desorientado como consecuencia de su muerte súbita y confundido con respecto a su paradero; ésa no era una buena señal teniendo en cuenta que se trataba de una reaparición en su próxima reencarnación. O tal vez sólo había querido gastar una broma a Bai; Kuo podía burlarse de cualquiera más que nadie, aunque muy raramente bromeaba. Tal vez hasta había estado haciendo un favor a Bai, haciéndole que pasara la peor parte de la guerra convencido de que ya estaba muerto y no tenía nada que perder; de hecho, estaba peleando la guerra en un nivel que realmente podría llegar a significar algo, podría llegar a servir de algo, podría llegar a ser una cuestión de cambiar las almas de las personas en su existencia pura fuera del mundo, donde podrían ser capaces de cambio, donde podrían darse cuenta de lo que era importante y regresar a la vida la próxima vez con nuevas capacidades en sus corazones, con nuevos objetivos en la mente.

¿Cuáles podrían ser esos objetivos? ¿Para qué estaban peleando? Estaba claro contra qué estaban peleando: contra reaccionarios fanáticos y esclavistas, que querían que el mundo se mantuviera inmóvil al igual que las dinastías Tang o Sung —absurdamente atrasadas y llenas de sangrientos fanáticos religiosos—, asesinos sin escrúpulos que luchaban enloquecidos por el opio y sus antiguas y ciegas creencias. Contra todo eso, desde luego, pero ¿para qué? Los chinos luchaban…, decidió Bai, por la claridad, o por lo que fuera opuesto a la religión. Por la humanidad. Por la compasión. Por el budismo, el taoísmo y el confucianismo, la triple hebra que había descrito tan bien una relación con el mundo: la religión sin dios, sólo con este mundo, también otros tantos posibles reinos de realidad, reinos mentales, y el propio vacío, pero ningún dios, ningún pastor gobernando con las estúpidas censuras de un viejo patriarca demente, sino más bien innumerables espíritus inmortales en una inmensa panoplia de reinos y seres, incluyendo a los humanos y a muchos otros seres sensibles, todo vivo, todo bendito, sagrado, parte del Dios-cabeza; porque sí, había un DIOS, vale decir, una entidad universal trascendente y consciente de sí misma que era la realidad en sí, el cosmos, abarcativa del todo, incluso las ideas humanas y las formas y las relaciones matemáticas. Esa idea en sí era Dios, y evocaba una especie de culto que era atención al mundo real, una especie de estudio natural. El budismo de los chinos era el estudio natural de la realidad y conducía a sentimientos de devoción sencillamente mediante la observación de las hojas cada día, los colores del cielo, los animales mirados con el rabillo del ojo. Los movimientos de la leña cuando es cortada y el sonido del agua que corre. Este estudio inicial de la devoción llevaba a un entendimiento más profundo puesto que profundizaba en el fundamento matemático de los modos de las cosas, sólo por curiosidad y porque parecía ayudarles a ver aún con más claridad, y entonces habían hecho instrumentos para ver más adentro y más afuera, todavía más alto el yang, todavía más hondo el yin.

Lo que había venido después era una especie de entendimiento de la realidad humana que daba mucha importancia a la compasión, creado por un entendimiento amplio de miras, creado por el estudio de lo que había en el mundo. A esto se refería Iwa constantemente, mientras que Bai prefería pensar en las emociones creadas por toda esa adecuada atención y esfuerzo concentrado: la paz, la tremenda curiosidad y el interés arrebatado, la compasión.

Pero ahora todo era una pesadilla. Una pesadilla que se aceleraba, y sin embargo se rompía y estaba llena de non sequitur, como si el soñador sintiera los primeros movimientos rápidos de los ojos en el final del sueño y el despertar de un nuevo día. Cada día despertamos en un mundo nuevo, cada sueño produce una nueva encarnación. Algunos de los gurús locales hablaban de ello como si aconteciera con cada respiración.

Dejaron el Bardo y fueron al mundo real, el de la guerra. A su derecha tenían a los mejores regimientos de choque de la India, hombres negros con pequeñas barbas, hombres blancos más altos y de narices aguileñas, sijs con barba y turbante, mujeres de pechos opulentos, gurkhas bajados de las montañas, una compañía de mujeres nepalíes, cada una de las cuales era la belleza en su región, o al menos eso era lo que parecía; todos juntos como en un circo, pero tan rápidos, tan bien armados, en divisiones de trenes y de camiones, que los chinos no podían seguirles el ritmo, pero tendieron más vías férreas y trataron de ponerse a la misma altura, organizando grandes contingentes de hombres que avanzaban con todos sus pertrechos. Más allá del final de las vías férreas los indios siguieron avanzando, corriendo descalzos o en coches motorizados con ruedas de goma, cientos de hombres que corrían libremente por los caminos de las aldeas en esta seca estación, echando polvo por todas partes, y también por una red más limitada de caminos asfaltados, los únicos que aún serían transitables cuando comenzaran las lluvias monzónicas.

Avanzaron rumbo a Delhi todos al mismo tiempo, más o menos, y se lanzaron sobre el ejército musulmán que se retiraba por el Ganges río arriba, por ambas orillas, tan pronto como los chinos estuvieron en su posición al pie de las montañas nepalíes.

Por supuesto, el flanco derecho se extendía por la falda de las montañas, cada ejército tratando de flanquear al otro. El pelotón de Iwa y Bai estaba ahora operando en la montaña debido a su experiencia en el Dudh Kosi; entonces las órdenes eran de tomar las primeras estribaciones y mantenerse en ellas al menos hasta las primeras crestas, lo cual suponía coger algunos puntos altos en cerros aún más al norte. Se movían durante la noche, aprendiendo a escalar por los oscuros senderos encontrados y marcados por los exploradores gurkha. Bai también se convirtió en explorador diurno; mientras se arrastraba para subir barrancos llenos de matorrales no se preocupaba por la posibilidad de ser descubierto por algún musulmán, puesto que ellos se limitaban sin excepción a quedarse en sus caminos y campamentos; sólo le preocupaba si un batallón de cientos de hombres podría o no seguir las tortuosas sendas que él se veía obligado a utilizar en algunos lugares.

—Por eso te han enviado, Bai —le explicaba Iwa—. Si tú puedes hacerlo, cualquiera lo hará. —Sonreía y agregaba—: Eso mismo diría Kuo.

Todas las noches Bai subía y bajaba guiando y comprobando que los caminos funcionaran como él lo había imaginado, aprendiendo y estudiando y yéndose a dormir únicamente cuando veía el amanecer desde algún escondite nuevo.

Todavía estaban haciendo eso cuando los indios avanzaron en avalancha por el flanco izquierdo. Oyeron la artillería distante y luego vieron el humo que subía como un penacho en el cielo blanco de una mañana de neblina, la neblina que probablemente señalaba la llegada de las lluvias monzónicas. Realizar un ataque total tan cerca del monzón estaba más allá de todo entendimiento lógico; lo más probable era que aquello pasara directamente a la cabeza de la lista de los recientemente aumentados Siete Grandes Errores, y mientras las nubes vespertinas florecían, y se construían, y volvían a caer sobre ellos, perforando sierras y llanura con descargas de enormes rayos que golpeaban el metal en varios emplazamientos artilleros en las crestas, era asombroso enterarse de que los indios continuaban avanzando sin problema. Entre otros tantos logros, también habían perfeccionado la guerra en medio de la lluvia. Esta gente no eran chinos budistas taoístas racionalistas, estuvieron de acuerdo Bai y su amigo Iwa, no se trataba de la Cuarta Asamblea de Talento Militar, sino de hombres salvajes con cierto comportamiento religioso, incluso más espirituales que los musulmanes, puesto que la religión de los musulmanes parecía pura fanfarronería y satisfacción del deseo y apoyo a la tiranía con su Dios Padre. Los indios tenían una miríada de dioses, algunos con cabeza de elefante o con seis brazos, incluso la muerte era un dios, tanto femeninos como masculinos; la vida, la nobleza, había un dios para cada una de ellas, cada una de las cualidades humanas estaba deificada. Lo cual posibilitaba la existencia de un pueblo abigarrado, devoto, tremendamente feroz en la guerra, entre muchas otras cosas; eran fantásticos cocineros, gente muy sensual; las fragancias, los sabores y la música; el color de sus uniformes, su arte minucioso, todo estaba allí para ser visto en los campamentos, hombres y mujeres de pie alrededor de un tambor y cantando: las mujeres altas y de grandes pechos, grandes ojos y gruesas cejas, mujeres realmente impresionantes, con los brazos como los de un guardabosque y formando los mejores regimientos de tiradores.

—Sí —había dicho un ayudante indio en tibetano—. Las mujeres son mejores tiradoras, sobre todo las de Travancore. Comienzan a los cinco años, tal vez ése sea todo el secreto. Haced que los niños comiencen también a los cinco años y lo harán tan bien como ellas.

Ahora las lluvias estaban llenas de ceniza negra, que caía sobre el lodo aguachento. Lluvia negra. Llegaron órdenes de que el pelotón de Bai e Iwa debía bajar inmediatamente a la llanura y unirse al ataque general lo más rápidamente posible. Bajaron los caminos corriendo, se reunieron a unos veinte lis detrás de la línea del frente y comenzaron a marchar. Tenían que atacar en el extremo del flanco, en la llanura misma pero justo al pie de las estribaciones, preparados para escalar la primera pendiente de las colinas si encontraban resistencia.

Ése era el plan, pero a medida que se acercaron al frente llegaron rumores de que los musulmanes se habían quebrado y estaban en plena retirada; ellos se unieron a la persecución.

Pero los musulmanes luchaban ferozmente, y los indios les pisaban los talones; los chinos no podían hacer otra cosa que seguir a los dos ejércitos a través de campos y bosques, cruzando canales y atravesando las vallas de bambú, los muros y los grupos de casas demasiado pequeños para ser llamados aldeas, todo tranquilo y silencioso, generalmente quemado, de cualquier manera una demora. Cuerpos muertos en el suelo formando corrillos, hinchándose ya. Todo el sentido de la encarnación era manifestado aquí por su antagónico, incorporeidad, muerte, partida del alma, tan poco dejado atrás: una masa putrefacta, lo más parecido a una salchicha. Allí no había nada humano. Excepto, aquí y allá, un rostro intacto, a veces hasta sereno; por ejemplo un indio tirado en el suelo, con la mirada fija hacia un lado pero completamente inmóvil, sin moverse, sin respirar; la estatua de lo que debe haber sido un hombre impresionante, de complexión fuerte, hombros resistentes, hábil —un ser dominante, con la frente alta, el rostro con bigote, los ojos como los de un pescado en el mercado, redondos y sorprendidos, pero inmóviles—, impresionante. Bai tuvo que pronunciar un ensalmo para poder pasar junto a él; después se encontraron en una zona donde la mismísima tierra echaba humo, como en Gansu, charcos de agua plateada y envenenada que apestaba y el aire lleno de humo y polvo, cordita, neblina de sangre. El Bardo mismo debía de tener un aspecto similar, ahora atestado de gente con los recién llegados, todos enfadados y confundidos, angustiados y con tremendos dolores, la peor manera posible de entrar en el Bardo. Y aquí el espejo vacío, destruido e inmóvil. El ejército chino marchaba atravesando el silencio.

Bai encontró a Iwa, y juntos se abrieron camino por las ruinas quemadas de Bodh-Gaya, hasta llegar a un parque en la orilla occidental del río Phalgu. Allí era donde había estado el Árbol Bodhi, según les habían dicho, el viejo árbol assattha, la higuera debajo de la cual Buda había recibido la iluminación hacía ya tantos siglos. La zona había recibido tantos ataques como la cumbre del Chomolungma, y no quedaba vestigio alguno de parque ni de aldea ni de arroyo, apenas un charco de lodo negro hasta donde alcanzaba la vista.

Un grupo de oficiales indios discutía acerca de unos trozos de raíz que alguien había encontrado en el lodo cerca de lo que algunos pensaban que podía ser la localización del árbol. Bai no reconoció el idioma. Se sentó con un pequeño trozo de corteza en la mano. Iwa se acercó para escuchar a los oficiales.

Entonces Kuo apareció frente a Bai.

—Es un trozo de rama —dijo, ofreciendo una ramita del Árbol Bodhi.

Bai la cogió. Era la mano izquierda; a Kuo aún le faltaba la mano derecha.

—Kuo —dijo Bai, y tragó saliva—. Me sorprende verte.

Kuo lo miró.

—Entonces después de todo estamos en el Bardo —dijo Bai.

Kuo asintió con la cabeza.

—No me has creído, ¿verdad? Pero es cierto. Aquí puedes verlo… —dijo alzando la mano para señalar la llanura humeante—. El suelo del universo. Otra vez.

—¿Pero por qué? —preguntó Bai— Sencillamente no lo entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—No entiendo qué diablos estoy haciendo. Vida tras vida; ¡ahora las recuerdo! —Pensó en ello, mirando hacia atrás a través de los años—. Ahora las recuerdo, y lo he intentado en todas. ¡Lo sigo intentando! —Al otro lado de la llanura negra parecía que podían ver juntos las imprecisas imágenes pasadas de sus vidas anteriores, danzando en la infinita seda de la lluvia que caía suavemente—. No parece estar cambiando nada. Lo que hago no cambia nada.

—Sí, Bai. Tal vez sea así. Pero después de todo, tú eres un tonto. Un bondadoso idiota de los cojones.

—Basta, Kuo, que no estoy de humor. —Aunque su rostro intentaba sonreír dolorosamente, contento de haber sido burlado otra vez. Iwa y él habían intentado burlarse el uno al otro, pero nadie podía hacerlo como Kuo—. Tal vez no sea un gran líder como tú pero he hecho algunas cosas buenas, y no me han dado resultado. Parece que no hay reglas del dharma que realmente sean convenientes.

Kuo se sentó a su lado, cruzó las piernas y se puso cómodo.

—Bueno, quién sabe. Yo también he estado pensando en estas cosas, esta vez en el Bardo. Ha habido mucho tiempo, créeme; han sido lanzados tantos aquí al mismo tiempo que hay una larga cola de espera, es como el resto de la guerra, una pesadilla logística. He estado observándote durante toda la lucha, dándote porrazos contra las cosas como una polilla en una botella; sé que yo también lo hice, y me he sorprendido. Algunas veces he pensado que tal vez todo salió mal cuando yo era Kheim y tú eras Mariposa, una niña a la que todos adorábamos. ¿Te acuerdas de ella?

Bai negó con la cabeza.

—Cuéntame.

—Cuando era Kheim, yo era anamita. Continué con la orgullosa tradición de los grandes almirantes chinos de ser extranjeros y tener mala fama, había sido un rey pirata durante años en la extensa costa de Anam, y los chinos hicieron un trato conmigo como lo harían con cualquier gran potentado. Se cerró un trato en el que yo aceptaba dirigir una invasión de Nipón, al menos en su aspecto naval y tal vez más.

»En cualquier caso nos perdimos todo eso por falta de viento, y seguimos adelante y descubrimos los continentes oceánicos, y te encontramos a ti, y entonces te llevamos con nosotros, y te perdimos, y te salvamos del dios verdugo de la gente del sur; y ahí fue cuando lo sentí, bajando de la montaña después de haberte salvado. Apuntaba a gente con mi pistola y apretaba el gatillo, y sentí el poder de la vida y de la muerte en mis manos. Yo podía matarlos, y ellos se lo merecían, malditos caníbales que eran, asesinos de niños. Me bastaba con apuntarles. Y en aquel entonces me pareció que mi poder, tanto más grande, tenía un significado, un sentido. Que nuestra superioridad en cuestión de armas provenía de una superioridad general de pensamiento que incluía una superioridad moral. Que nosotros éramos mejores que ellos. Bajé a zancadas hasta los barcos y navegué hacia el oeste aún sintiendo que nosotros éramos seres superiores, como dioses para esos horrorosos salvajes. Y por eso murió Mariposa. Moriste para enseñarme que estaba equivocado, que a pesar de haberla salvado también la habíamos matado, que ese sentimiento que habíamos tenido, caminando entre ellos como entre perros despreciables, era un veneno que nunca iba a dejar de propagarse entre hombres que tuvieran armas. Hasta que toda la gente como Mariposa, que vivía en paz y sin armas, estuviera muerta, asesinada por nosotros. Y entonces solamente quedarían hombres con armas, y ellos también se matarían unos a otros, tan rápido como pudieran con la esperanza de que no les pasara a ellos, hasta que el mundo humano muriera, y todos cayéramos en este reino preta y luego en el infierno.

»Así que nuestro pequeño jati está aquí atrapado con todos los demás, no importa lo que hagas, no porque tú hayas sido especialmente eficaz, debo volver a decirlo, Bai, hablando de tu tendencia a la crédula simplicidad y de tu general ineficacia melindrosa de buen corazón…

—¡Oye! —dijo Bai—. Eso no es justo. He estado ayudándote. No he hecho más que avanzar contigo.

—Bueno, está bien. Lo admito, es cierto. De todas formas ahora estamos todos juntos en el Bardo y vamos otra vez rumbo a los reinos más bajos, en el mejor de los casos al reino de los humanos, pero probablemente estemos descendiendo por la espiral de la muerte para entrar en los mundos infernales siempre debajo de nuestros pies; pudimos haberlo hecho y estamos en la caída de la que no podemos escapar, la humanidad perdida para nosotros durante un tiempo incluso como una posibilidad, tanto es el daño que hemos hecho. ¡Malditos estúpidos bastardos! ¡Maldita sea! ¿Crees que yo tampoco lo he estado intentando? —Kuo saltó, agitado—. ¿Crees que eres el único que ha intentado hacer algo bueno en este mundo? —Sacudió su puño solitario frente a Bai, y luego señalando las oscuras nubes grises—. ¡Pero hemos fracasado! ¡Hemos matado a la mismísima realidad, me entiendes! ¿Me entiendes?

—Sí —dijo Bai, abrazándose las rodillas y temblando tristemente—. Lo entiendo.

—Pues ahora estamos en este reino inferior. Tenemos que apañarnos. Nuestro dharma todavía ordena buenas acciones, incluso aquí. Con la esperanza de avanzar poco a poco hacia arriba. Hasta que se restablezca la propia realidad, después de muchos millones de vidas de esfuerzo. El mundo entero tendrá que ser reconstruido. Ahí nos encontramos ahora.

Y con un golpecito en el brazo de Bai a modo de despedida, se alejó caminando, hundiéndose cada vez más a cada paso en el lodo negro, hasta que desapareció.

—¡Eh! —dijo Bai—. ¡Kuo! ¡No te vayas!

Después de un rato Iwa regresó y se detuvo delante de él, lo miró desde arriba curiosamente.

—¿Y bien? —preguntó Bai, levantando la cabeza de entre las rodillas, recobrando el dominio de sí mismo—. ¿Qué sucede? ¿Salvarán al Árbol Bodhi?

—No te preocupes por el árbol —dijo Iwa—. Cogerán un retoño en Lanka. No sería la primera vez. Mejor preocúpate por la gente.

—Allí también más brotes. Hacia la próxima vida. Hacia un tiempo mejor. —Bai se lo gritó a Kuo—: ¡Hacia un tiempo mejor!

Iwa suspiró. Se sentó donde había estado sentado Kuo. La lluvia caía sobre ellos. Pasó un largo rato en un silencio agotado.

—El asunto es —dijo Iwa—: ¿qué pasa si no hay una próxima vida? Eso es lo que yo pienso. Es esto y se acabó. Fan Chen dijo que el alma y el cuerpo son simplemente dos aspectos de la misma cosa. Habla del filo y del cuchillo, el alma y el cuerpo. Sin cuchillo, no hay filo.

—Sin filo, no hay cuchillo.

—Sí…

—Y el filo sigue, el filo nunca muere.

—Pues mira allí esos cuerpos muertos. Aquellos que eran ya no regresarán. Cuando llega la muerte, no regresamos.

Bai pensó en el hombre indio, que yacía tan inmóvil sobre la tierra.

—Lo que pasa es que estás muy turbado —dijo—. Por supuesto que regresamos. Hace apenas unos instantes he estado hablando con Kuo.

Iwa lo miró fijamente.

—Deberías intentar no aferrarte tanto, Bai. Esto es lo que Buda aprendió, aquí mismo. No intentes detener el tiempo. Nadie puede hacerlo.

—El filo permanece. Te lo aseguro, ¡él se puso agresivo conmigo, como siempre!

—Tenemos que tratar de aceptar el cambio. Y el cambio lleva a la muerte.

—Y luego a través de la muerte.

Bai dijo aquello lo más alegremente que pudo, pero su voz era desoladora. Echaba de menos a Kuo.

Iwa pensó en lo que Bai había dicho, con una mirada que parecía decir que él había albergado la esperanza de que un budista en el Árbol Bodhi tal vez hubiera dicho algo más útil. ¿Pero qué se podía decir? El propio Buda lo había dicho: el sufrimiento es real. Hay que enfrentarlo, vivir con él. No hay escapatoria.

Después de un rato, Bai se puso de pie y se acercó a los oficiales para ver qué estaban haciendo. Estaban cantando un sutra, tal vez en sánscrito, pensó Bai, y se unió suavemente con el «Lengyan jing», en chino. Y a medida que avanzó el día muchos budistas de ambos ejércitos se reunieron alrededor de aquel sitio, cientos de ellos, el lodo estaba cubierto de gente, y ofrecieron oraciones en todos los idiomas del budismo, allí de pie sobre la tierra quemada que echaba humo bajo la lluvia hasta donde llegaba la vista, negro grisáceo y plateado. Finalmente quedaron en silencio. Paz en el corazón, compasión, paz. El filo permanecía en ellos.