3

La Montaña del Oro

En el año duodécimo del emperador Xianfeng, las lluvias inundaron la Montaña del Oro. Empezó a llover en el tercer mes del otoño, el comienzo habitual de la temporada de lluvias en esa parte de la costa de Yingzhou, pero ya no paró hasta el segundo mes de la primavera siguiente. Llovió todos los días durante medio año, generalmente una lluvia constante, que calaba hasta los huesos, como si se tratara del trópico. Antes de que hubiera pasado la mitad de aquel invierno, todo el gran valle central de la Montaña del Oro se había inundado en mayor o menor medida varias veces y se había formado un lago poco profundo de 1 500 lis de largo y 300 de ancho. El agua corría de color marrón entre las colinas verdes que bordeaban el delta, hasta desembocar en la gran bahía y salir por la Puerta del Oro, manchando el mar de lodo hasta las islas Peng-lai. La corriente era fortísima, sin embargo no alcanzaba para vaciar el gran valle. Las granjas y las aldeas y los pueblos chinos que estaban en el fondo plano del valle fueron cubiertos hasta los tejados, y toda la población del valle tuvo que irse en busca de tierras más altas, en la cordillera de la costa o en las estribaciones de la Montaña del Oro o, en su mayoría, en la ciudad, la legendaria Fangzhang. Los que vivían en el lado oriental del valle central tendieron a trasladarse a las faldas de la montaña, subiendo por las vías y las carreteras que atravesaban huertos de manzanos y viñedos, desde donde podían verse los hondos cañones que cortaban las mesetas. Allí estaba la enorme población japonesa del lugar.

Muchos de estos japoneses habían venido en la diáspora, después de que los ejércitos chinos conquistaran Japón, en la dinastía Yung Cheng, ciento veinte años antes. Ellos fueron los primeros que comenzaron a cultivar arroz en el valle central; pero después de apenas una o dos generaciones, la inmigración china llenó el valle como ahora lo hacía el agua, y muchos de los japoneses nisei y sansei buscaron tierras más altas para cultivar uvas y manzanas, incluso podrían encontrar oro. Allí se encontraron con un buen número de los más viejos, ocultos en cuevas y luchando para sobrevivir a una epidemia de malaria que recientemente había matado a la mayoría. Los japoneses se llevaron bien con los supervivientes, y con los otros más viejos que venían del este, y juntos se opusieron a las incursiones chinas de todas las maneras posibles, al borde de la insurrección; puesto que en la Montaña del Oro había altos y desolados desiertos alcalinos, donde nada podía vivir. Estaban arrinconados entre la espada y la pared.

Así que la llegada de tantas familias de refugiados chinos expertos en la agricultura no fue un acontecimiento muy feliz para los que ya estaban allí. Aquellas tierras estaban compuestas de mesetas que subían un poco en la montaña y eran atravesadas por desfiladeros muy profundos, escabrosos y densamente boscosos. Estos desfiladeros llenos de manzanita eran impenetrables para las autoridades chinas, y ocultos en ellos había muchas familias japonesas, muchas de ellas cribando la tierra en busca de oro o trabajando en pequeñas excavaciones. Las campañas chinas para la construcción de caminos se limitaban en su mayoría a las mesetas, y los desfiladeros habían quedado en gran parte en manos de los japoneses, a pesar de la presencia de prospectores chinos: un reducto Hokkaido en China, metido entre el valle chino y el gran desierto de los nativos. Ahora este mundo se estaba llenando de cultivadores chinos de arroz.

A ninguno de los grupos le gustaba la situación. Para entonces las malas relaciones entre los chinos y los japoneses eran tan naturales como entre perros y gatos. Los japoneses de los desfiladeros intentaban ignorar los campamentos de refugiados que los chinos instalaban junto a las estaciones de ferrocarril; los chinos intentaban ignorar las granjas de los japoneses a las que invadían. El arroz comenzó a escasear, la paciencia a perderse, y las autoridades chinas enviaron tropas a la zona para mantener el orden. La lluvia seguía cayendo.

Un grupo de chinos escapó de la inundación por uno de los caminos paralelos al río de la Trucha Arco Iris. Más allá de la margen norte del río había huertos de manzanos y pasturas de ganado, que pertenecían principalmente a los chinos de Fangzhang, aunque eran trabajados por japoneses. Este grupo de chinos acampó en uno de los huertos, e hizo lo que pudo para construir una protección contra la lluvia que seguía cayendo, día tras día tras día. Levantaron una construcción de palos techada con tejas planas de madera que parecía un granero, con un hogar en el fondo, y cuyas paredes eran meras sábanas; la protección era escasa, pero aquello era mejor que nada. Durante el día, los hombres bajaban al desfiladero para pescar en el torrente, y otros iban al bosque para cazar ciervos, matando a un gran número de estos animales y secando su carne.

La matriarca de una de estas familias, de nombre Yao Je, estaba frenética porque había tenido que dejar los gusanos de seda en su granja, en cajas escondidas entre las tejas de su hilandería. Su esposo pensaba que no podía hacerse nada al respecto, pero la familia contrató a un niño criado japonés llamado Kiyoaki, quien se ofreció para regresar al valle, coger la canoa de remo el primer día de calma y recuperar los gusanos de seda. Al amo no le gustó demasiado la propuesta, pero su señora la aprobó, porque quería recuperar los gusanos de seda. Así que una mañana lluviosa, Kiyoaki partió para hacer el intento de regresar a la granja inundada de aquella familia, si es que podía.

Encontró la canoa de la familia Yao aún amarrada al mismo roble donde la habían dejado. Desató la amarra y remó hasta donde había estado el arrozal del este de la granja, cerca del recinto. Un viento del oeste alzaba altas olas que lo empujaban hacia el este. Cuando llegó al inundado recinto de los Yao, tenía las palmas de las manos llenas de ampollas, arrimó la canoa al muro exterior y la amarró al techo de la hilandería, la construcción más alta de la granja. Subió al tejado por una ventana lateral y encontró las hojas de papel húmedo cubiertas de huevos de gusano de seda, en las cajas llenas de piedrecillas, hojas de mora, estiércol y paja. Recogió todo y lo metió en una bolsa de hule que bajó por la ventana hasta la canoa; se sentía satisfecho.

Ahora, la lluvia castigaba el paisaje de la inundación; Kiyoaki pensó en pasar la noche en el ático de la casa de los Yao. Pero el vacío de aquel lugar lo asustó y, sencillamente por esa razón, decidió regresar. El hule protegería los huevos, y él llevaba húmedo tanto tiempo que ya se había acostumbrado. Era como una rana que entraba y salía de su estanque dando saltitos, a él le daba lo mismo. Así que se embarcó en la canoa y comenzó a remar.

Pero ahora, perversamente, el viento había virado al este, y las olas eran muy altas. Le dolían las manos; de vez en cuando la canoa pasaba rozando cosas hundidas: la copa de un árbol, postes telegráficos, tal vez otras cosas, estaba demasiado inquieto como para ponerse a mirar. ¡La mano de un muerto! No podía ver demasiado lejos debido a la creciente penumbra y, a medida que la noche iba cayendo, perdió el rumbo. La canoa llevaba un encerado enrollado en la proa; él lo estiró sobre la borda, lo ató a los lados y se refugió debajo de él dejándose llevar por la corriente, tendido en el fondo de la embarcación, y sacando de vez en cuando agua con una lata. Tenía agua pero no se hundiría. Dejó que la canoa chapoteara sobre las olas y finalmente se quedó dormido.

Durante la noche despertó varias veces, pero después de sacar agua con la lata siempre se obligaba a dormir otra vez. El bote daba vueltas y se balanceaba, pero las olas nunca rompían sobre él. Si lo hicieran, la canoa se hundiría y él se ahogaría, pero intentó no pensar en eso.

El amanecer dejó claro que había derivado hacia el oeste en lugar del este. Estaba lejos en medio del mar interior en el que se había convertido el valle. Un grupo de robles marcaba una pequeña isla que aún se mantenía por encima de la inundación, y él remó hacia allí.

Debido a que estaba remando de espaldas a la isla, no la vio hasta que la proa golpeó con fuerza contra ella. Inmediatamente descubrió que estaba cubierta por una enorme cantidad de arañas, bichos, serpientes, ardillas, topos, ratas, ratones, mapaches y zorros, que, sin perder tiempo, saltaron sobre el bote al mismo tiempo, como si se tratara de una nueva tierra de salvación. Él también formaba parte de esa tierra y vio con desesperación que cientos de alimañas lo cubrían a pesar de que manoteaba frenéticamente, cuando una muchacha y un bebé saltaron a bordo como un animal más. La muchacha empujó la canoa para alejarla del árbol contra el que Kiyoaki había chocado.

—¡Quieren comérsela, quieren comerse a mi niña!

Kiyoaki estaba preocupado por los cientos de criaturas que se arrastraban sobre él, hasta el punto que estuvo a punto de perder uno de los remos. Finalmente, consiguió librarse de los intrusos, y volvió a poner los remos en los escálamos y se alejó remando rápidamente. La muchacha se sentó con su bebé en la cubierta del bote sin dejar de machacar insectos y todo tipo de bestias.

Las nubes grises cada vez más bajas comenzaron a descargar lluvia una vez más. En todo el horizonte, sólo se veía agua, salvo los árboles de la pequeña isla de la que habían huido tan precipitadamente.

Kiyoaki remaba hacia el este.

—Vas en dirección contraria —se quejó la muchacha, que, evidentemente, era china.

—Por aquí he venido —dijo Kiyoaki—. La familia que me emplea está en esta dirección.

La muchacha no respondió.

—¿Cómo llegaste hasta esa isla?

Otra vez no hubo respuesta.

El hecho de tener pasajeros hacía más arduo el trabajo de remar, y las olas rompían sobre el bote con más facilidad. Grillos y arañas seguían saltando en el fondo entre los pies; una zarigüeya se había refugiado en la proa debajo de la cubierta. Kiyoaki remó hasta que las manos le sangraron, pero nunca llegaron a ver tierra; la lluvia era tan fuerte que impedía ver cualquier cosa.

La muchacha se quejaba, amamantaba al bebé, mataba bichos.

—Rema hacia el oeste —seguía diciendo—. La corriente te ayudará.

Kiyoaki remó hacia el este. La canoa daba tumbos sobre las olas; de vez en cuando achicaban agua con la lata. El mundo entero parecía haberse convertido en un mar. Una vez, Kiyoaki creyó ver la sierra costera a través de una pequeña grieta en las nubes bajas del oeste, mucho más cerca de lo que él hubiera esperado o deseado. La corriente del agua que bajaba de la inundación estaría llevándolos hacia el oeste.

Casi al anochecer llegaron a otra pequeña isla arbolada.

—¡Es la misma de antes! —dijo la muchacha.

—Sólo parece la misma.

El viento empezó a refrescar otra vez, como la brisa vespertina del delta que tanto disfrutaban durante los calurosos y húmedos veranos. Las olas eran cada vez más altas; golpeaban fuerte contra la proa, salpicaban el lienzo y entraban hasta mojarles los pies. Ahora tendrían que ir a tierra, o se hundirían y se ahogarían.

Así que Kiyoaki llevó el bote hasta el islote. Una vez más una infinidad de animales e insectos los invadió. La muchacha china maldecía con sorprendente fluidez, golpeando a las criaturas más grandes para alejarlas de su niña. A las más pequeñas sencillamente había que acostumbrarse. Arriba, en las altas ramas de los robles, se había acomodado una miserable manada de monos de las nieves, que los miraban fijamente. Kiyoaki amarró el bote a una rama y bajó a tierra, extendió una manta húmeda sobre el resbaladizo lodo entre dos raíces, quitó rápidamente el encerado del bote y cubrió con él a la muchacha y a su bebé, ajustándolo lo mejor que pudo con unas ramas rotas. Se arrastró debajo del lienzo con ella, y toda una reserva de bichos y culebras y roedores se instaló allí para pasar la noche. En esas circunstancias, sería difícil conciliar el sueño.

A la mañana siguiente llovía más que nunca. La muchacha había puesto al bebé entre los dos para protegerlo de las ratas. Ahora le estaba dando de mamar. Debajo del lienzo hacía menos frío que afuera. Kiyoaki deseaba poder hacer un fuego para cocinar alguna culebra o ardilla, pero allí no había nada seco.

—Podríamos continuar remando —dijo.

Salieron a la fría llovizna y regresaron al bote. Mientras Kiyoaki soltaba amarras, unos diez monos saltaron desde las ramas sobre el bote con ellos. La muchacha se puso a chillar y cubrió al bebé con su camisa, para protegerlo mientras miraba fijamente a los monos. Pero ellos se sentaron allí como si fueran pasajeros, mirando hacia abajo o a lo lejos, a la lluvia, tratando de hacer creer que estaban pensando en cualquier otra cosa. Ella amenazó a uno de ellos, que se encogió y retrocedió.

—Déjalos en paz —dijo Kiyoaki.

Los monos eran japoneses y a los chinos no les gustaban; siempre se quejaban de su presencia en Yingzhou.

Vagaron sin rumbo en el gran mar interior. La muchacha y su bebé estaban cubiertas de arañas y pulgas, como si fueran un cuerpo muerto. Los monos comenzaron a cogerlos, comiéndose a algunos de ellos y arrojando a otros por la borda.

—Mi nombre es Kiyoaki.

—Yo soy Peng-ti —dijo la muchacha china, quitando cosas del bebé e ignorando a los monos.

Las manos de Kiyoaki estaban ampolladas por los remos pero, después de un rato, el dolor se fue calmando. Se dirigió hacia el oeste, rindiéndose a la corriente que ya los había llevado tan lejos en esa dirección.

En medio de la llovizna apareció un pequeño barco de vela. Kiyoaki gritó, despertando a la muchacha y al bebé, pero los hombres del barco ya los habían visto y se acercaron a ellos.

Había dos marineros japoneses a bordo. Peng-ti los miraba con los ojos entornados.

Uno de ellos dijo a los jóvenes que subieran a su barca.

—Pero decid a los monos que se queden donde están —dijo con una carcajada.

Peng-ti les pasó a su bebé, luego se alzó sobre la borda.

—Tenéis suerte de que sólo sean monos —dijo el otro—. Arriba, en el norte del valle, la ciudad junto al Fuerte Negro es la única tierra alta que queda por allí; los animales que se refugiaron allí son muchos más de los que vosotros habéis visto. Hay osos, lobos, alces, todo el maldito bosque de Hsu Fu caminando por las calles de Fuerte Negro, y toda la gente está encerrada en sus áticos esperando que los animales se marchen.

Los hombres reían con placer al pensar en todo aquello.

—Tenemos hambre —dijo Peng-ti.

—Eso parece —dijeron ellos.

—Estábamos yendo hacia el este —mencionó Kiyoaki.

—Nosotros vamos hacia el oeste.

—Bueno —dijo Peng-ti.

Seguía lloviendo. Pasaron junto a otro grupo de árboles en un terraplén apenas cubierto por el agua; sentados en las ramas como los monos había una docena de empapados y miserables chinos, muy contentos de subir al velero. Llevaban allí seis días, decían. El hecho de haber sido rescatados por japoneses no parecía afectarles.

Ahora el velero y el bote eran arrastrados por una corriente de agua marrón, entre colinas verdes apenas entrevistas en la niebla.

—Vamos a la ciudad —dijo el patrón del barco—. Es el único lugar donde todavía quedan muelles seguros. Además, queremos secarnos y comer una buena cena en Ciudad Japón.

Atravesaron la bahía marrón salpicada de lluvia. El delta y sus islas estaban inundados, todo era un gran lago marrón con hileras de copas de árboles que sobresalían aquí y allá; aparentemente, esto permitía que los marineros se situaran y conocieran su posición. Enfilaban hacia determinadas líneas y discutían con mucho entusiasmo, el fluido japonés que hablaban contrastaba notablemente con su rústico chino.

Finalmente, llegaron a un estrecho que pasaba entre dos altas colinas; como el viento soplaba muy fuerte en aquel estrecho —la Puerta Interior, supuso Kiyoaki— arriaron la vela y se dejaron llevar por la corriente, procurando mantenerse en la parte más rápida, la que hacía una curva que acompañaba el borde de las colinas hacia el sur, detrás de las cuales encontraron la gran extensión de la Bahía del Oro, cuyas aguas estaban ahora manchadas con la espuma que coronaba las olas de color marrón, rodeadas de colinas verdes que desaparecían entre las nubes bajas y grises. A medida que avanzaban en la dirección de la ciudad, las nubes se hacían cada vez menos espesas convirtiéndose en unas pocas cintas sobre la alta cresta de la península del norte, y una luz tenue caía sobre los tejados de los edificios y las calles que cubrían la península, hacia arriba hasta la cima del monte Tamalpi, tiñendo algunos barrios de blanco o de plateado o de peltre, en medio del gris general. Era una vista impresionante.

En el lado occidental de la bahía justo al norte de la Puerta del Oro había varias penínsulas que penetraban en la bahía; estas penínsulas también estaban cubiertas de edificios, de hecho eran algunos de los barrios más animados de la ciudad, puesto que allí estaba la zona portuaria. Esta zona tenía tres sectores, que correspondían a otras tantas amplias calas. La que estaba en el medio de las tres era la más grande, allí estaba el puerto comercial. Aquí, tal como habían dicho los marineros, los muelles flotantes y los embarcaderos estaban intactos y funcionaban normalmente, como si el valle central no estuviera completamente inundado. Únicamente el agua marrón y sucia de la bahía revelaba que algo había cambiado.

A medida que se iban acercando a los muelles, los monos que estaban en el bote comenzaron a inquietarse. Para ellos era como pasar del agua a la sartén; finalmente, uno de ellos saltó al agua y empezó a nadar hacia una isla que había al sur. Los demás no tardaron en seguirle para retomar la conversación en el punto en que la habían dejado.

—Por eso la llaman la isla del Mono —dijo el patrón.

Amarraron en el puerto comercial. Entre la gente del muelle había un magistrado chino, que miró hacia abajo.

—Por lo que veo todavía está todo inundado por allí —dijo.

—Sigue inundado y sigue lloviendo.

—La gente debe estar empezando a pasar hambre.

—Sí.

Los chinos subieron al muelle y dieron las gracias a los marineros, quienes desembarcaron con Kiyoaki, Peng-ti y el bebé. El timonel se unió a ellos mientras seguían al magistrado hacia la Oficina de Refugiados del Gran Valle, que había sido instalada en el edificio de la aduana detrás de los muelles. Allí fueron registrados los nombres de cada uno, el lugar de residencia antes de la inundación, y el paradero de sus familias y vecinos, si es que lo sabían; todo quedaba registrado. Los funcionarios les dieron notas firmadas que les permitirían pedir una cama en los edificios de control de inmigración, situados en la gran isla de laderas empinadas junto a la bahía.

El timonel meneaba la cabeza. Aquellos grandes edificios habían sido construidos para poner en cuarentena a los inmigrantes que no fueran chinos de la Montaña del Oro, hacía unos cincuenta años. Estaban rodeados con vallas de alambres de espino, y tenían enormes dormitorios separados para hombres y mujeres. Ahora albergaban a algunos de los grupos de refugiados que llegaban a la bahía arrastrados por la corriente, en su mayoría chinos desplazados del valle, pero los guardias del lugar habían conservado el talante de carceleros que habían tenido para con los inmigrantes, y los refugiados del valle estaban allí quejándose amargamente y haciendo todo lo posible para mudarse con sus parientes locales o instalarse nuevamente en la costa o, al menos, regresar al valle inundado a esperar a que el agua desapareciera. Pero se había informado de casos de cólera, y el gobernador de la provincia había declarado el estado de emergencia que le permitía actuar directamente según los intereses del emperador: ahora estaba vigente la ley marcial, que había sido impuesta por el ejército y la marina.

El timonel, después de explicar todo esto, dijo a Kiyoaki y Peng-ti:

—Podéis quedaros con nosotros, si queréis. Nosotros nos hospedamos en una casa de huéspedes en Ciudad Japón que es limpia y barata. Os darán crédito si nosotros les aseguramos que vosotros pagaréis.

Kiyoaki miró a Peng-ti, quien bajó la vista. Culebras o arañas; vivienda de refugiados o Ciudad Japón.

—Iremos con vosotros —dijo ella—. Muchas gracias.

La calle que, perpendicular al muelle, se internaba en el centro de la ciudad estaba flanqueada a ambos lados por restaurantes y hoteles y pequeñas tiendas, la fluida caligrafía japonesa aparecía con tanta frecuencia como los variados ideogramas chinos. Las calles laterales eran estrechas callejuelas, los tejados terminados en punta se curvaban hasta que los edificios casi se encontraban en las alturas. La gente llevaba ponchos y chaquetas de hule, y paraguas negros o estampados de colores, muchos bastante andrajosos después de tanto tiempo lluvioso. Todo el mundo estaba mojado, las cabezas bajas y los hombros encorvados, y el centro de la calle parecía un riachuelo abierto de aguas marrones que desembocaban en la bahía. Las colinas verdes que se elevaban hacia el oeste de este barrio brillaban con sus techos de tejas rojas y verdes y azul profundo: un barrio próspero, a pesar de tener a Ciudad Japón a sus pies. O, tal vez, debido a eso. A Kiyoaki le habían enseñado que el azul de aquellas tejas se llamaba azul Kioto.

Caminaron atravesando callejuelas hasta una gran casa de comercio de cerería en la zona más poblada de Ciudad Japón, y los dos hombres japoneses —el mayor se llamaba Gen, supieron entonces— presentaron a los jóvenes náufragos a la propietaria de una casa de huéspedes que estaba al lado. La mujer era una desdentada vieja japonesa que llevaba un sencillo kimono marrón, y tenía un santuario en el vestíbulo y salón de recepción. Entraron y comenzaron a quitarse las ropas mojadas, y ella los observó con mirada crítica.

—Estos días todos están tan mojados —se quejaba—. Parece que os hayan sacado del fondo de la bahía. Que os hayan masticado los cangrejos.

Ella les dio ropa seca, y mandó las otras a una lavandería. El establecimiento estaba dividido en una ala para hombres y otra para mujeres, y a Kiyoaki y a Peng-ti se les asignaron sendas alfombrillas, luego les dieron un plato caliente de arroz y otro de sopa, seguido por una taza de sake tibio. Gen lo pagaba todo y hacía ademanes que rechazaban las gracias con el brusco comportamiento típicamente japonés.

—Ya pagaréis cuando regreséis a casa —decía Gen—. Vuestras familias estarán felices de devolverme el favor.

Ninguno de los dos náufragos tenía mucho que decir frente a eso. Con el estómago lleno, secos, sólo quedaba ir a las respectivas habitaciones y dormir como era debido.

Al día siguiente, Kiyoaki se despertó con los gritos del cerero en la casa de al lado. Kiyoaki miró por la ventana de su habitación a través de una ventana de la cerería, y vio al furioso cerero golpeando a su desdichado ayudante en la cabeza con un ábaco.

Gen había entrado en la habitación y observaba impasible la escena en el otro edificio.

—Vamos —le dijo a Kiyoaki—. Tengo que hacer algunos recados; aprovecharé para mostrarte parte de la ciudad.

Y partieron hacia el sur por la avenida que conectaba los puertos más pequeños de la gran bahía y las islas que había en ella. El último puerto era más estrecho que el que estaba junto a Ciudad Japón; allí había un bosque de mástiles y chimeneas. Más atrás y más arriba la ciudad era una gran masa de edificios de tres y cuatro plantas, todos de madera con techo de tejas, embutidos unos con otros según el habitual estilo de los chinos, explicaba Gen, en algunos sitios incluso se había construido sobre el agua. Esta masa compacta de construcciones cubría toda la península, sus calles iban rectas de este a oeste desde la bahía hasta el mar y de norte a sur hasta que terminaban en parques y paseos sobre la Puerta del Oro. El estrecho estaba cubierto de una bruma que flotaba sobre la corriente amarilla que se vaciaba en el mar; la niebla marrón amarillenta era tan intensa que no podía verse nada del azul del mar. Hacia ese lado estaban las grandes baterías de defensa de la ciudad, unas fortalezas de hormigón que según Gen dominaban el estrecho y el mar hasta más de cincuenta lis de la costa.

Gen se sentó en el bajo muro de uno de los paseos que daban al estrecho. Movió una mano señalando el norte, donde las calles y los tejados cubrían todo lo que estaba a la vista.

—El mejor puerto de la Tierra. La mejor ciudad del mundo, dicen algunos.

—Es grande, de eso no cabe duda. No sabía que era tan…

—Dicen que aquí viven un millón de personas. Y siguen llegando más sin cesar. No paran de construir hacia el norte, hacia arriba en la península.

Más allá, en el otro lado del estrecho, la península austral era una zona de marjales y colinas desnudas y empinadas. En comparación con la ciudad, parecía un sitio muy desolado. Kiyoaki hizo una observación al respecto.

Gen se encogió de hombros:

—Demasiado pantanoso, supongo, y demasiado empinado para construir calles. Me imagino que en algún momento llegarán allí también, pero aquí se está mejor.

Las islas que salpicaban la bahía estaban ocupadas por las residencias de los burócratas imperiales. En la isla más grande, la mansión del gobernador estaba techada con oro. El agua marrón de la bahía estaba salpicada de pequeñas embarcaciones de carga, la mayoría de ellas de vela, algunas llevaban un humeante motor de dos tiempos. Junto a las islas había pequeñas marinas de cuadradas casas flotantes, Kiyoaki contemplaba el paisaje alegremente.

—Tal vez me mude aquí. Aquí debe de haber trabajo.

—Oh, sí. Abajo, en el muelle, en la descarga de los barcos de carga. Coge una habitación en la casa de huéspedes; hay mucho trabajo. En la cerería también.

Kiyoaki recordó el despertar de aquella mañana.

—¿Por qué estaba ese hombre tan enfadado?

Gen frunció el ceño.

—Eso fue una casualidad. Tagomi-san es un buen hombre, no suele golpear a sus ayudantes, te lo aseguro. Pero está frustrado. No podemos lograr que las autoridades entreguen arroz para alimentar a la gente que está atrapada en el valle. El cerero tiene mucho poder en la comunidad japonesa de aquí, y ya hace meses que lo está intentando. Cree que los burócratas chinos, allá en la isla —dijo señalando con un gesto— esperan que gran parte de la gente que está tierra adentro se muera de hambre.

—¡Pero eso es una locura! Muchos de ellos son chinos.

—Sí, seguro, muchos son chinos, pero aún hay más japoneses.

—¿Cómo es eso?

Gen lo miró.

—Hay más de los nuestros que chinos en el valle central. Piensa en ello. Quizá no sea muy evidente, porque sólo a los chinos se les permite poseer tierras, y entonces se encargan de los arrozales, especialmente allí de donde vienes tú, del lado este. Pero en la parte de arriba del valle y en la de abajo, es decir, en los extremos, la mayoría son japoneses, y en las faldas de la montaña y en la sierra costera, incluso más. Nosotros estábamos aquí primero, ¿entiendes? Ahora viene esta gran inundación, la gente debe abandonar sus casas por la inundación y se muere de hambre. Los burócratas piensan que cuando todo acabe y la tierra pueda volver a cultivarse, suponiendo que esto suceda algún día, si la mayoría de los japoneses y de los nativos han muerto de hambre, entonces podrán enviarse nuevos inmigrantes para que tomen el valle. Y serán todos chinos.

Kiyoaki no supo qué decir.

Gen lo miraba fijamente y con curiosidad. Parecía gustarle lo que vio:

—Así que, ya sabes; Tagomi ha estado organizando una ayuda benéfica privada, y nosotros la hemos llevado tierra adentro con la inundación. Pero no va muy bien y nos cuesta mucho dinero; ésa es la razón por la que el viejo está irritado. Sus pobres trabajadores están pagando por eso. —Gen se rio.

—Pero tú rescataste a esos chinos que estaban en los árboles.

—Sí, sí. Ése es nuestro trabajo. Es nuestro deber. Lo bueno tiene que salir de lo bueno, ¿no? Eso es lo que dice la mujer que te hospeda. Por supuesto, la engañan siempre.

Observaron una nueva capa de niebla que entraba en el estrecho. Las nubes de lluvia sobre el horizonte parecían una gran flota tesoro a punto de llegar. Una negra escoba de lluvia ya barría la desolada península austral.

Gen le dio unas palmadas en el hombro de manera amistosa.

—Vamos, tengo que comprar algunas cosas en la tienda que ella me encargó.

Condujo a Kiyoaki hasta una estación de tranvías, y subieron al primero que salió hacia el lado occidental de la ciudad. Subiendo y bajando calles, pasando por sombreados barrios residenciales, luego otro barrio del gobierno, en lo alto de las pendientes de cara al océano manchado, amplios paseos con hileras de cerezos; luego otra fortaleza. Los barrios en la montaña al norte de aquellos cañones albergaban muchas de las mansiones más ricas de la ciudad, decía Gen. Miraron detenidamente algunas desde el tranvía mientras pasaban junto a ellas. Desde lo alto de las empinadas calles podían ver los templos de la cumbre del monte Tamalpi. Luego bajaron a un valle, descendieron del tranvía y fueron hacia el este en otro que atravesó la península y los llevó de regreso a Ciudad Japón, con las bolsas de comida que compraron en un mercado para la propietaria de las casa de huéspedes.

Kiyoaki miró en el ala de las mujeres para ver cómo estaban Peng-ti y su bebé. Ella estaba sentada en el alféizar de una ventana con la niña en brazos, parecía pálida y desolada. No había salido a buscar a algún pariente chino ni a buscar la ayuda de las autoridades chinas, aunque tampoco parecía que por ese lado pudiera conseguir demasiado; de cualquier manera, no parecía muy interesada. Se quedaba con los japoneses, como escondiéndose. Pero no hablaba japonés, y eso era todo lo que hablaban aquí, a menos que pensaran hablarle a ella directamente en chino.

—Ven conmigo —le dijo él en chino—. Tengo algo de dinero que me ha dejado Gen para el tranvía, podemos ver la Puerta del Oro.

Ella dudó, luego aceptó. Kiyoaki la llevó con los tranvías que acababa de conocer, y bajaron hasta el parque desde donde se veía el estrecho. La niebla estaba casi disipada por completo, y la siguiente línea de nubes de tormenta todavía no había llegado; y el espectáculo de la ciudad y la bahía brillaba bajo la luz húmeda y parpadeante del sol. El agua marrón seguía descargando en el mar, las líneas de espuma mostraban lo rápido que avanzaba la corriente; quizás era la hora del reflujo. Allí estaban todos los arrozales del valle central, lavados y llevados por la corriente hasta el gran océano. Tierra adentro todo tendría que ser construido de nuevo. Kiyoaki dijo algo acerca de aquello, y un destello de ira cruzó el rostro de Peng-ti, rápidamente reprimido.

—Bueno —dijo ella—. No quiero volver a ver ese lugar, jamás.

Kiyoaki la miró con atención, sorprendido. Ella no tendría más de dieciséis años. ¿Qué pasaba con sus padres, con su familia? Ella no lo decía, y él era demasiado educado para preguntar.

En cambio, se sentaron bajo el sol, tan poco frecuente, mirando la bahía. La niña gimoteó, y Peng-ti la amamantó discretamente. Kiyoaki observó su rostro y la marea de gente que subía por la Puerta del Oro, pensando en los chinos, en su implacable burocracia, en sus inmensas ciudades, en su dominio de Japón, Corea, Mindanao, Aozhou, Yingzhou e Inca.

—¿Cómo se llama tu bebé? —preguntó Kiyoaki.

—Hu Die —contestó la muchacha—. Significa…

—Mariposa —dijo Kiyoaki, en japonés—. Lo sé.

Simuló un aleteo de mariposa con la mano, y ella sonrió y asintió con la cabeza.

Las nubes oscurecieron el sol una vez más, y pronto la brisa del mar lo enfrió todo. Cogieron el tranvía de regreso a Ciudad Japón.

Cuando llegó a la casa de huéspedes, Peng-ti fue al ala de las mujeres, y Kiyoaki, al ver que el ala de los hombres estaba vacía, fue a la cerería de al lado, pensando en pedir trabajo. La tienda estaba desierta, y oyó voces en la planta de arriba, así que subió la escalera.

Allí estaban la contabilidad y el taller. La puerta de la oficina del cerero estaba cerrada, pero desde dentro podían oírse voces. Kiyoaki se acercó, y oyó a unos hombres que hablaban japonés:

—… no veo cómo podríamos coordinar nuestros esfuerzos, cómo podríamos asegurarnos de que todo salga a tiempo…

La puerta se abrió de golpe y Kiyoaki fue cogido por el cuello y arrastrado dentro de la sala. Ocho o nueve japoneses lo miraban con furia, todos sentados alrededor de un extranjero anciano y calvo, sentado en la silla del invitado de honor.

—¿Quién lo ha dejado entrar? —bramó el cerero.

—Abajo no hay nadie —dijo Kiyoaki—. Yo sólo quería hablar con alguien por un…

—¿Cuánto hace que estás ahí? —El anciano parecía listo para golpear a Kiyoaki con su ábaco, o algo peor—. ¿Cómo te atreves a escuchar detrás de la puerta? Con eso conseguirás que alguien te ate una gran piedra en los pies y te arroje al fondo de la bahía.

—Éste es uno de los que recogimos en el valle —dijo Gen en un rincón—. He estado conociéndolo. Bien podríamos alistarlo, puesto que ya está aquí. Ya lo he investigado. No tiene nada mejor que hacer. De hecho, será bueno.

Mientras el anciano balbuceaba algunos reparos, Gen se puso de pie y cogió a Kiyoaki de la camisa.

—Que alguien cierre la puerta de entrada —dijo a uno de los más jóvenes, quien salió rápidamente de la sala. Luego se dirigió a Kiyoaki—: Escucha, muchacho. Estamos tratando de ayudar a los japoneses, como te dije esta mañana.

—Me parece bien.

—En realidad estamos trabajando para liberar a los japoneses. No sólo aquí, sino también en Japón.

Kiyoaki tragó saliva, y Gen lo sacudió.

—¡Eso es, en el propio Japón! Una guerra de independencia para liberar el viejo país, y aquí también. Puedes trabajar para nosotros, y unirte a una de las mejores causas posibles para un japonés. ¿Estás con nosotros o no?

—¡Con vosotros! —dijo Kiyoaki—. ¡Contad conmigo, por supuesto! ¡Sólo decidme qué puedo hacer!

—Puedes sentarte y cerrar la boca —dijo Gen—. Eso ante todo. Escucha y luego se te dirán más cosas.

El anciano extranjero hizo una pregunta en su idioma.

Otro de los hombres indicó a Kiyoaki que se apartara, y contestó en el mismo idioma.

—Éste es el doctor Ismail, que nos visita desde Travancore, la capital de la Liga India —explicó a Kiyoaki—. Está aquí para ayudarnos a organizar la resistencia contra los chinos. Si vas a quedarte en esta reunión, debes jurar que nunca dirás a nadie nada de lo que veas y escuches. Significa que estás comprometido con la causa y que ya no tienes posibilidad de echarte atrás. Si nos enteramos de que alguna vez le cuentas algo de esto a alguien, te mataremos, ¿entiendes?

—Entiendo —dijo Kiyoaki—. He dicho que estoy con vosotros. Podéis proceder sin temer nada de mi parte. He sido esclavo de los chinos trabajando en el valle toda mi vida.

Los hombres de la sala lo miraron fijamente; sólo Gen sonreía al ver a alguien tan joven utilizando la frase «toda mi vida». Kiyoaki se dio cuenta y se sonrojó. Pero aquello era cierto sin importar cuántos años tuviera. Apretó la mandíbula y se sentó en el suelo en el rincón junto a la puerta.

Los hombres retomaron la conversación. Estaban haciendo preguntas al extranjero, quien los miraba con la expresión vacía de un pájaro, acariciando con los dedos un bigote blanco, hasta que el hombre que hacía de intérprete le habló a él, en una lengua fluida que no parecía tener sonidos suficientes para crear todas las palabras; pero el viejo extranjero le entendió y respondió a las preguntas cuidadosamente y con detenimiento, haciendo pausas después de algunas oraciones para que el joven intérprete lo dijera en japonés. Evidentemente, el hombre estaba muy acostumbrado a trabajar con intérpretes.

—Dice que su país estuvo bajo el yugo de los mogoles durante muchos siglos, y finalmente se liberaron en una campaña militar dirigida por su Kerala. Los métodos que utilizaron han sido sistematizados y pueden ser enseñados. El propio Kerala fue asesinado, hace unos veinte años. El doctor Ismail dice que eso fue un… un desastre que no puede describirse con palabras, podéis ver que aún le afecta hablar del tema. Pero la única cura es seguir adelante y hacer lo que el Kerala hubiera querido que hicieran. Y él quería que todo el mundo fuera liberado de todos los imperios. Así que ahora la propia Travancore forma parte de una Liga India, la cual tiene sus desavenencias, incluso violentas, pero normalmente resuelven sus diferencias como iguales. Dice que esta clase de liga se desarrolló primero aquí en Yingzhou, en el este, entre los nativos hodenosauníes. Los firanjis han tomado gran parte de la costa oriental de Yingzhou, así como nosotros hemos hecho con la parte occidental, y muchos de los que llevan largo tiempo allí han muerto por enfermedad, como aquí, pero los hodenosauníes todavía tienen la zona alrededor de los Grandes Lagos, y los de Travancore les han ayudado a luchar contra los musulmanes. Dice que ésa es la clave del éxito; los que luchan contra los grandes imperios tienen que ayudarse mutuamente. Dice que también han ayudado a algunos africanos, en el sur, a un tal rey Moshesh, de la tribu basuto. El doctor viajó él mismo hasta allí e hizo lo necesario para conseguir ayuda para los basutos, lo que les permitió defenderse de los comerciantes de esclavos musulmanes así como de la tribu zulú. Sin su ayuda, los basutos probablemente no hubieran sobrevivido.

—Pregúntale a qué se refiere exactamente cuando habla de ayuda.

El médico extranjero asintió con la cabeza cuando se le hizo la pregunta. Utilizó los dedos para enumerar su respuesta.

—Dice que primero ayudan enseñando el sistema elaborado por el Kerala para organizar una fuerza de combate, incluso ejércitos cuando los ejércitos oponentes son mucho más grandes. En segundo lugar, en algunos casos pueden ayudar con armas. Pueden introducirlas subrepticiamente en nuestro país si comprueban que somos serios. Y tercero, algo poco frecuente pero posible, pueden unirse a nosotros en la lucha, si creen que esto puede ayudar a cambiar el curso de la historia.

—Pelearon contra los musulmanes, pero los chinos también luchan contra ellos. ¿Por qué deberían ayudarnos a nosotros?

—Dice que ésa es una buena pregunta. Dice que lo que importa es tratar de mantener el equilibrio y de que los dos grandes poderes se enfrenten. Los chinos y los musulmanes están luchando unos contra otros en todas partes, incluso en la propia China, donde hay rebeliones musulmanas. Pero, ahora mismo, los musulmanes en Firanja y en Asia están divididos y débiles, siempre están peleándose entre ellos, incluso aquí en Yingzhou. Mientras tanto, China continúa engordando con sus colonias aquí y alrededor del Dahai. A pesar de que la burocracia Qing es corrupta e ineficiente, sus industrias están siempre ocupadas, y el oro sigue llegando, desde aquí y desde Inca. Así que no importa lo ineficientes que sean, ellos son cada vez más ricos. A estas alturas, dice, los de Travancore están interesados en evitar que China llegue a ser tan poderosa que pueda dominar el mundo entero.

Uno de los japoneses resopló.

—Nadie puede dominar el mundo entero —dijo—. Es demasiado grande.

El extranjero preguntó qué se había dicho, y el traductor lo tradujo. El doctor Ismail levantó un dedo al escucharlo y respondió.

—Dice que quizás eso fuera cierto hace tiempo, pero que ahora, con los buques de vapor y la comunicación por qi, el comercio y las travesías a todas partes por el océano, y las máquinas funcionando con la fuerza de varios miles de camellos, podría ocurrir que algún país dominante tomara ventaja y siguiera creciendo. Hay una especie de, ¿cómo diríamos?… de multiplicación de poder por medio del poder. Así que lo mejor es tratar de evitar que cualquier país sea tan poderoso que pueda hacer que ese proceso se ponga en marcha. Durante cierto tiempo todo parecía indicar que el islam iba a apoderarse del mundo, dice, antes de que su Kerala fuera hasta el corazón de los antiguos imperios musulmanes y los destruyera. Podría ser que China necesitara un tratamiento similar; entonces ya no habría imperios, y la gente podría hacer lo que quisiera, y formar las alianzas que más la beneficien.

—¿Pero cómo podemos mantenernos en contacto con ellos, del otro lado del mundo?

—Él está de acuerdo en que eso no es nada fácil. Pero los buques de vapor son rápidos. Es posible construirlos. Lo han hecho en África y en Inca. Los cables de qi pueden conectar rápidamente a todos los grupos.

Siguieron hablando, las preguntas eran cada vez más prácticas y precisas, algo que perdía a Kiyoaki, puesto que él no sabía dónde estaban muchos de los lugares que se mencionaban: Basuto, Nsara, Seminola, etcétera, etcétera. Finalmente, el doctor Ismail pareció cansarse, y la reunión acabó con un té. Kiyoaki ayudó a Gen a servir y repartir las tazas y, luego, Gen lo llevó abajo y volvió a abrir la cerería.

—Casi me metes en un buen lío —le dijo a Kiyoaki—. Y a ti mismo también. Tendrás que trabajar duro para compensar el susto que me diste.

—Lo siento; lo haré. Gracias por ayudarme.

—Oh, ese sentimiento pernicioso. No, gracias. Tú haz tu trabajo, yo haré el mío.

—Bien.

—Ahora, el viejo te tomará para que trabajes en la cerería; puedes vivir aquí al lado. Te golpeará con su ábaco, como has visto. Pero tu trabajo principal será enviar mensajes y cosas por el estilo. Si los chinos se enteran de lo que estamos haciendo, la cosa se pondrá fea, te lo advierto. Será la guerra, ¿lo entiendes? Puede que sea una guerra secreta, por la noche, en las callejuelas y en la bahía. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

Gen lo observaba.

—Ya veremos. Nuestra primera tarea será regresar al valle y hacer correr la voz en la montaña, con algunos amigos míos. Luego regresaremos a la ciudad, para trabajar aquí.

—Lo que tú digas.

Un ayudante guió a Kiyoaki en un recorrido por la cerería, que él no tardó en conocer bien. Después de eso regresó a la casa de huéspedes. Peng-ti estaba ayudando a la anciana a cortar algunas verduras; Hu Die estaba al sol junto a la cesta de la colada. Kiyoaki se sentó junto a la niña, y la entretuvo jugando con un dedo, mientras pensaba en todo lo que le había sucedido. Miró a Peng-ti; estaba aprendiendo las palabras japonesas para nombrar las verduras. Ella tampoco quería regresar al valle. La anciana hablaba chino bastante bien, y las dos mujeres estaban conversando, pero Peng-ti no le contaba acerca de su pasado más que lo que había contado a Kiyoaki. La cocina era cálida. Afuera, la lluvia empezaba a caer otra vez. La niña le sonreía como para tranquilizarlo. Como para decirle que todo iría bien.

Un día que volvieron al parque de la Puerta del Oro, Kiyoaki se sentó en un banco junto a Peng-ti.

—Escucha —le dijo—. Voy a quedarme aquí, en la ciudad. Haré un viaje hasta el valle y le llevaré los gusanos de seda a madame Yao, pero me quedaré a vivir aquí.

Ella asintió con la cabeza.

—Yo también. —Señaló la bahía—. ¿Acaso podría ir a otro sitio? —Cogió a Hu Die, la alzó y la hizo girar para que se enfrentara a los cuatro vientos—. ¡Éste es tu nuevo hogar, Hu Die! ¡Crecerás aquí!

Hu Die miraba el paisaje con ojos desorbitados.

Kiyoaki se rio.

—Sí. Le gustará vivir aquí. Pero escucha, Peng-ti, yo voy a ser… —Pensó en la mejor manera de decirlo—. Voy a trabajar para Japón. ¿Entiendes?

—No.

—Voy a trabajar para Japón, contra China.

—Entiendo.

—Voy a trabajar contra China.

Ella apretó la mandíbula.

—¿Crees que me importa? —dijo con dureza. Miró hacia la bahía y la Puerta Interior, allí donde el agua marrón bañaba las verdes colinas—. Estoy muy contenta de haber dejado el valle. —Miró a Kiyoaki a los ojos, y él sintió que el corazón le saltaba del pecho—. Yo te ayudaré.