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Travancore

Los guardaespaldas del sultán habían preparado más bombas para hacer volar por los aires las jaulas del zoológico del palacio; cuando Ismail volvió a subir las escaleras y llegó nuevamente al aire libre, encontró todo en medio del caos, tanto los invasores como los invadidos corrían de un lado para otro persiguiendo o escapando de elefantes, leones, camellos y jirafas. Un par de rinocerontes negros, que parecían jabalíes salidos de una pesadilla, cargaban contra todo lo que veían, sangrando a través de multitudes de hombres que gritaban y disparaban sus armas. Ismail levantó las manos, esperando recibir una bala en cualquier momento y pensando que después de todo quizás hubiera estado bien escapar con Selim.

Pero los únicos que eran heridos por las balas eran los animales. Algunos de los guardias del palacio yacían muertos en el suelo, o heridos, y el resto se había rendido; estaban vigilados y causaban menos problemas que los animales. Por el momento parecía que la matanza de los derrotados no formaba parte de las prácticas de los invasores, tal como decían los rumores. De hecho, estaban sacando a los prisioneros del palacio, mientras las explosiones sacudían la tierra y los penachos de humo salían disparados por las ventanas y los huecos de las escaleras, y las paredes y los techos se desmoronaban: la demolición preparada por el sultán y las bestias enloquecidas determinaron que era prudente desocupar Topkapi durante cierto tiempo.

Volvieron a reunirse al oeste de la Sublime Puerta, dentro de la muralla de Teodosio, una plaza de armas donde el sultán solía inspeccionar a sus tropas y cabalgar un poco. Las mujeres del serrallo, todas tapadas con su chador, estaban rodeadas por los eunucos y un muro de guardias. Ismail se sentó con el séquito del palacio que quedaba: el astrónomo, los ministros de diferentes departamentos administrativos, los cocineros, los sirvientes, etcétera, etcétera.

Las horas del día pasaban y comenzaron a tener hambre. A últimas horas de la tarde, un grupo del ejército indio se acercó a ellos con bolsas de un pan chato. Eran hombres pequeños y de piel oscura.

—¿Tu nombre, por favor? —preguntó uno de ellos a Ismail.

—Ismail ibn Mani al-Dir.

El hombre comenzó a bajar el dedo señalando una hoja de papel, se detuvo y enseñó a un compañero lo que había encontrado.

El otro, que parecía ser un oficial, inspeccionó a Ismail.

—¿Tú eres el médico Ismail de Constantinopla, el que ha escrito cartas a Bhakta, la abadesa del hospital de Travancore?

—Sí —contestó Ismail.

—Ven conmigo, por favor.

Ismail se puso de pie y lo siguió, devorando mientras caminaba el pan que le habían dado. Condenado o no, estaba famélico; no había indicios de que lo estuvieran llevando afuera para matarlo. De hecho, la mención del nombre de Bhakta parecía señalar todo lo contrario.

En una tienda de campaña sencilla pero espaciosa, un hombre sentado detrás de un escritorio interrogaba a los prisioneros, a ninguno de los cuales reconoció Ismail. Fue conducido al frente de aquel grupo, y el oficial interrogador lo miró con curiosidad.

—Tú estás entre los primeros que deben presentarse ante el Kerala de Travancore —le dijo en persa.

—Me sorprende oír esto.

—Debes congratularte. Según parece, Bhakta, abadesa del hospital de Travancore, ha pedido tu comparecencia.

—Ella y yo tenemos correspondencia desde hace ya muchos años, sí.

—Está todo claro, entonces. Por favor permite que el capitán te lleve hasta el barco que partirá hacia Travancore. Pero primero una pregunta: tenemos informes que dicen que eres amigo íntimo del sultán. ¿Es cierto esto?

—Era cierto.

—¿Puedes decirnos adónde ha ido el sultán?

—El y sus guardaespaldas se han fugado —dijo Ismail—. Creo que quieren ir a los países balcánicos y que tienen la intención de restablecer el sultanato en el oeste.

—¿Sabes cómo han escapado del palacio?

—No. Ellos me han dejado atrás, como podéis ver.

Los barcos de los invasores funcionaban con el calor del fuego, tal como Ismail había oído decir, con hornos que hervían agua; el vapor obtenido pasaba por unos tubos para empujar las ruedas hidráulicas, encajonadas en grandes cubiertas protectoras de madera a cada lado del casco. Unas válvulas controlaban la cantidad de vapor que empujaba cada rueda, y el barco podía girar en un mismo punto. Avanzaba contra el viento, cabeceando torpemente sobre las olas y a través de ellas, y la espuma pasaba por encima de la cubierta. Cuando el viento soplaba desde popa, la tripulación izaba pequeñas velas, y el barco avanzaba como de costumbre pero con el impulso adicional de las ruedas. En los hornos quemaban carbón; los marineros hablaban de unos yacimientos de carbón en las montañas de Irán que llenarían las carboneras de sus barcos hasta el final de los tiempos.

—¿Quién construyó los barcos? —preguntó Ismail.

—El Kerala de Travancore los mandó construir. Los técnicos de Anatolia aprendieron a hacer hornos, calderas y ruedas hidráulicas. Los constructores navales de los puertos orientales del mar Negro hicieron el resto.

Desembarcaron en un pequeño puerto cerca de Trebisonda, la antigua Trapezos; Ismail formaba parte de un grupo que viajó hacia el sudeste atravesando Irán. El viaje se hizo a caballo, pasando cadena tras cadena de colinas secas y montañas nevadas, hasta llegar a la India. Por todas partes había soldados de baja estatura y piel oscura vestidos de blanco, montados a caballo, con muchos cañones montados sobre ruedas en baterías bien visibles en todas las ciudades y cruces de carreteras. Todas las ciudades parecían intactas, animadas, prósperas. Cambiaban de caballo en grandes edificios fortificados que estaban a cargo del ejército, también dormían en estos sitios durante la noche. Muchas de estas postas estaban debajo de colinas en las que ardían hogueras durante toda la noche; tapando intermitentemente la luz de estas hogueras cada noche se transmitían mensajes a largas distancias, en todas las direcciones del nuevo imperio. El Kerala estaba en Delhi, estaría de regreso en Travancore en un par de semanas; la abadesa Bhakta estaba en Benarés, pero regresaría a Travancore en pocos días. Se dijo a Ismail que ella esperaba ansiosamente encontrarse con él.

Ismail, mientras tanto, estaba descubriendo el verdadero tamaño del mundo. Aunque, sin duda no era infinito. Diez días seguidos de cabalgata los llevaron al otro lado del Indo. En la verde costa occidental de la India, otra sorpresa: embarcaron en carretas de hierro similares a los barcos, con ruedas de hierro, y que circulaban por carreteras elevadas que albergaban dos carriles paralelos de hierro, sobre los cuales las carretas avanzaban con tanta suavidad como si estuvieran volando, atravesando las ciudades antiguas gobernadas durante tanto tiempo por los mogoles. La carretera elevada con los carriles de hierro atravesaba el borde accidentado del Decán, al sur hacia una región de interminables palmerales de cocoteros, y avanzaban empujados por el vapor tan rápidamente como el viento, hacia Travancore, en la última costa del suroeste de la India.

Después de los últimos triunfos imperiales mucha gente se había trasladado a aquella ciudad. Pasaron lentamente por una zona de huertos y cultivos de cereales que Ismail no reconoció, y llegaron a las afueras de la ciudad, que estaban llenas de nuevas construcciones, campamentos, astilleros, instalaciones y servicios de mantenimiento: de hecho, durante muchas leguas y en todas las direcciones no parecía haber otra cosa que obras en construcción.

Entre tanto, el núcleo interior de la ciudad también estaba siendo transformado. El tren de carretas de hierro se detuvo en un espacio con varios carriles paralelos, y los recién llegados pasaron por una gran puerta para entrar en el centro de la ciudad. Un palacio de mármol blanco, muy pequeño en comparación con la Sublime Puerta, había sido construido en medio de un parque que seguramente reemplazaría a gran parte del casco antiguo de la ciudad. El puerto al que daba este parque estaba lleno de toda clase de barcos. Hacia el sur podía verse un astillero en el que se construían nuevas naves; un rompeolas se alargaba en el agua verde y poco profunda del mar; el espejo de agua allí encerrado, protegido por una extensa y baja isla, estaba tan atestado de barcos como el puerto interior, con muchos pequeños botes que se movían entre ellos, a vela o a remo. Comparada con la apatía polvorienta del puerto de Constantinopla, la escena era tumultuosa.

Ismail fue llevado a caballo por la bulliciosa ciudad, y luego hacia la costa, hasta un palmeral situado detrás de una ancha playa amarilla. Allí, unos muros rodeaban un gran monasterio budista, también había nuevos edificios alineados en un buen trayecto a través del palmeral. Desde las construcciones de la playa se extendía un muelle en el que estaban amarrados varios barcos de vapor. Aparentemente aquél era el hogar del famoso hospital de Travancore.

En los jardines del monasterio no soplaba el viento y todo estaba en calma. Ismail fue conducido hasta un comedor en el que le sirvieron una comida, luego le invitaron a que se lavara después del viaje. Los baños estaban embaldosados, y el agua era tanto caliente como fría, a elección; los baños fríos estaban a cielo abierto.

Detrás de los baños se erguía un pequeño pabellón en el centro de un verde jardín lleno de flores. Ismail se puso un albornoz marrón limpio que le ofrecieron y caminó descalzo y con suavidad por el césped recién cortado hasta el pabellón donde una mujer mayor hablaba con otras.

Ella calló cuando vio a los visitantes; el guía de Ismail lo presentó.

—Ah. Un gran placer —dijo la mujer en persa—. Yo soy Bhakta, la abadesa de este lugar, y tu humilde corresponsal. —Se puso de pie e hizo una reverencia ante Ismail, con las manos juntas. Sus dedos estaban retorcidos y su andar era agarrotado; Ismail pensó que ella sufriría artritis—. Bienvenido a nuestro hogar. Déjame que te sirva un poco de té, o de café, si prefieres.

—Me gustaría una taza de té —dijo Ismail.

—Bodhisattva —dijo un mensajero a la abadesa—, la próxima luna nueva seremos visitados por el Kerala.

—Será un gran honor —dijo la abadesa—. La luna llegará junto con la estrella matutina. ¿Tendremos tiempo para completar los mandalas?

—Ellos creen que sí.

—Muy bien.

La abadesa bebió unos sorbos de té.

—¿Te ha llamado bodhisattva? —se aventuró a preguntar Ismail.

La abadesa sonrió como una niña.

—Es una demostración de afecto que no tiene fundamento real alguno. Apenas soy una pobre monja, a quien se le ha concedido el honor de dirigir este hospital durante un tiempo; nuestro Kerala lo ha dispuesto así.

—Cuando nos escribíamos, no mencionaste estas cosas —dijo Ismail—. Se supone que sólo eres una monja, en algo parecido a una madraza y hospital.

—Así fue durante mucho tiempo.

—¿Cuándo te convertiste en abadesa?

—Según vuestra cronología, en 1194. El abad anterior era un lama japonés. Practicaba una forma japonesa de budismo, que fue traída aquí por su antecesor, que llegó con otros muchos monjes y monjas después de que los chinos conquistaran Japón. Los chinos perseguían incluso a los budistas de su propio país; en Japón fue peor. Así que vinieron aquí, bueno…, primero a Lanka y luego aquí.

—E hicieron muchos estudios en medicina, supongo.

—Sí. Mi antecesor, en particular, tenía muy buena vista y muchísima curiosidad. Generalmente vemos como si fuera de noche pero él siempre veía con la luz de la mañana, porque continuamente ponía a prueba la veracidad de lo que creemos saber haciendo pruebas sistemáticas. Podía sentir las fuerzas de las cosas, la fuerza del movimiento, y diseñaba pruebas para verificar su presencia en demostraciones de todo tipo. Aún estamos transitando el camino que él nos mostró.

—Sin embargo creo que lo habéis seguido a lugares nuevos.

—Sí, siempre se revelan cosas nuevas, y nosotros hemos estado trabajando duro desde que él abandonó su cuerpo. El avance de la navegación nos ha proporcionado muchos documentos valiosos y extraordinarios, entre ellos algunos de Firanja. Cada vez estoy más convencida de que la isla de Inglaterra estaba a punto de convertirse en una especie de Japón, en el otro lado del mundo. Ahora tienen un bosque que no ha sido talado durante siglos, que crece entre las ruinas, así disponen de madera para comerciar, y ellos mismos construyen barcos. Nos traen libros y manuscritos encontrados en las ruinas, y los eruditos de aquí y de alrededor de Travancore han aprendido las lenguas de allí y han traducido los libros; son muy interesantes. Alguna gente como el Maestro de Henly era más avanzada de lo que se piensa. Abogaban por la organización eficiente, por una buena contabilidad, por las auditorías, por el uso de pruebas y registros para determinar los réditos; en general, para administrar racionalmente las granjas, tal como lo hacemos nosotros aquí. Tenían fuelles que funcionaban con la fuerza del agua y eran capaces de calentar sus hornos hasta el blanco brillante, o al menos amarillo claro. También les preocupaba la pérdida de bosques en su época. Henly calculó que un horno podía quemar todos los árboles en el radio de un yoganda en apenas cuarenta días.

—Supongo que eso volverá a suceder —dijo Ismail.

—Sin duda, e incluso con más rapidez. Pero mientras tanto, se están haciendo ricos.

—¿Y aquí?

—Aquí somos ricos de otra manera. Ayudamos al Kerala, y él extiende la influencia del reino cada mes, y dentro de sus límites, todo tiende a mejorar. Se produce más comida, se hacen más telas. Hay menos guerra y bandolerismo.

Después del té, Bhakta le mostró los jardines. Un correntoso río pasaba por el centro del monasterio y movía cuatro grandes molinos de madera con sus ruedas; en el extremo de un estanque de captación había una enorme compuerta. En ambas márgenes del río había prados de verde hierba y palmeras, pero de las grandes construcciones de madera junto a los molinos salía el sonido de intensa actividad, y el humo brotaba de chimeneas de ladrillo que se erguían sobre ellas.

—Fundiciones, herrerías, aserraderos y fábricas.

—Tú me has escrito algo acerca de un arsenal —dijo Ismail—, y de una instalación en la que se produce pólvora.

—Sí. Pero el Kerala no quiso imponernos esa carga, puesto que el budismo está generalmente en contra de la violencia. Enseñamos a su ejército algunas cosas acerca de las armas de fuego porque ellos protegen a Travancore. Le preguntamos al Kerala sobre esto, le dijimos que para los budistas era importante trabajar para el bien, y él prometió que en todas las tierras que controlara impondría una legislación que mantendría a la gente ajena a la violencia y los malos tratos. En efecto, le ayudamos a proteger a la gente. Por supuesto que tenemos recelo, viendo lo que hacen los gobernantes, pero el Kerala está muy interesado en la ley. Al final hace lo que quiere, por supuesto. Pero le gustan las leyes.

Ismail pensó en el casi incruento período posterior a la conquista de Constantinopla.

—Tiene que haber algo de verdad en todo eso, de lo contrario yo no estaría vivo.

—Sí, háblame de eso. Parecería que la capital otomana no fue defendida con mucha energía.

—No. Pero eso en parte se debió al vigor del ataque. La gente se sintió acobardada por los barcos de vapor y por las bolsas voladoras que pasaban por encima de sus cabezas.

Bhakta parecía interesada.

—Debo admitir que nosotros somos los responsables de esas cosas. Sin embargo, los barcos no parecen tan formidables.

—Ten en cuenta que cada barco es una batería móvil.

La abadesa asentía con la cabeza.

—La movilidad es una de las palabras clave del Kerala.

—No me extraña que sea así. Al final, lo que prevalece es la movilidad, y todo lo que esté a tiro de cañón de un barco puede ser destruido. Y Constantinopla, toda ella, está en esa situación.

—Entiendo lo que quieres decir.

Después del té la abadesa llevó a Ismail a visitar el monasterio y los talleres, incluso el muelle y los astilleros, unos lugares muy ruidosos. Más tarde aquel día, fueron al hospital, y Bhakta condujo a Ismail hasta las habitaciones utilizadas para enseñar medicina a los monjes. Los maestros se reunieron para darle la bienvenida, y le mostraron una pared cubierta por una estantería consagrada por ellos a los libros y papeles, cartas y dibujos que él le había enviado a Bhakta a lo largo de tantos años, todos catalogados de acuerdo a un sistema que él no logró comprender.

—Cada página ha sido copiada varias veces —dijo uno de los hombres.

—Tu trabajo parece ser muy diferente al de la medicina china —dijo otro—. Esperábamos que quizá pudieras hablarnos de las diferencias entre la teoría china y la tuya.

Ismail negó con la cabeza mientras acariciaba con los dedos aquellos vestigios de su anterior existencia. Nunca hubiera dicho que había escrito tanto. Tal vez hubiera múltiples copias en ese mismo estante.

—No tengo teorías —dijo—. No he hecho más que tomar nota de lo que he visto. —Su rostro se tensó—. Será un placer hablar con vosotros sobre lo que queráis, por supuesto.

—Sería muy bueno si pudieras hablar en una reunión sobre estas cosas —dijo la abadesa—; hay mucha gente que quisiera escucharte y hacerte preguntas.

—Será un placer, por supuesto.

—Gracias. Entonces mañana nos reuniremos para eso.

En algún sitio un reloj dio las campanadas de la hora.

—¿Qué tipo de reloj utilizáis?

—Una versión de la rueda de mercurio de Bhaskara —dijo Bhakta, y condujo a Ismail hasta el alto edificio que lo albergaba—. Va muy bien para los cálculos astronómicos; el Kerala ha decretado un nuevo año con él, con más exactitud que ninguno de los anteriores. Pero a decir verdad, ahora estamos probando relojes con escapes mecánicos movidos por un peso. También estamos probando relojes que giran con un muelle, que podrían ser muy útiles en alta mar, donde llevar un registro preciso del tiempo es algo indispensable para determinar la longitud.

—No sé nada de ese tema.

—No. Tú has estado ocupándote de la medicina.

—Sí.

Al dia siguiente regresaron al hospital; en un amplio salón en donde se llevaban a cabo las operaciones quirúrgicas, un gran número de monjes y monjas vestidos con túnicas de color marrón y granate y amarillo se sentaron en el suelo para escucharle. Bhakta hizo que algunos ayudantes llevaran unos gruesos libros a la mesa donde Ismail iba a hablar; todos ellos estaban llenos de dibujos anatómicos, la mayoría chinos.

Todos parecían estar esperando que él comenzara a hablar.

—Me complace compartir mis observaciones con vosotros —dijo entonces Ismail—. Tal vez os ayuden, no lo sé. Sé muy poco de los sistemas médicos convencionales. He estudiado algo del conocimiento griego antiguo traducido por Ibn Sina y por otros colegas, pero nunca pude sacar demasiado provecho de él. Muy poco de Aristóteles, un poco más de Galeno. La medicina otomana no es algo demasiado impresionante. En realidad, en ningún sitio he podido encontrar una explicación general que concuerde con lo que he visto con mis propios ojos; por lo tanto, hace ya muchísimo tiempo que renuncié a todas las hipótesis y decidí que intentaría dibujar y escribir sólo lo que viera. Así que vosotros tenéis que hablarme de estas ideas chinas, si es que podéis expresarlas en persa, y yo veré si puedo deciros si mis observaciones coinciden o no con ellas. —Se encogió de hombros—. Eso es todo lo que puedo hacer.

Todos lo miraban fijamente, y él prosiguió un tanto nervioso:

—Muy útil, la lengua persa. La que une el islam con la India. —Agitó una mano—. ¿Alguna pregunta?

La propia Bhakta rompió el silencio.

—¿Qué hay de las líneas meridianas de las que hablan los chinos, las que atraviesan el cuerpo desde la piel hacia dentro y nuevamente hasta la piel?

Ismail buscó los dibujos del cuerpo a los que ella se refería en uno de los libros.

—¿Podría ser que fueran nervios? —dijo él—. Algunas de estas líneas siguen las trayectorias de los nervios más importantes. Pero después divergen. No he visto nervios que se entrecrucen de esta manera, de la mejilla al cuello, bajando por la espina dorsal hasta el muslo, subiendo por la espalda. Por lo general, los nervios se bifurcan como las ramas de un almendro, mientras que los vasos sanguíneos se bifurcan como las de un abedul. No se ve una maraña como ésta.

—No creemos que las líneas meridianas tengan algo que ver con los nervios.

—Entonces, ¿con qué? ¿Veis algo allí cuando hacéis las autopsias?

—Nosotros no hacemos autopsias. Cuando hemos tenido la oportunidad de observar cuerpos desgarrados, sus partes tienen el aspecto con que tú las has descrito en las cartas que nos has enviado. Pero los conocimientos de los chinos son muy antiguos y detallados, y ellos obtienen buenos resultados clavando alfileres en los puntos meridianos apropiados, entre otros métodos. Muy a menudo obtienen buenos resultados.

—¿Cómo lo sabéis?

—Pues…, algunos de nosotros lo hemos visto. Lo entendemos principalmente por lo que ellos nos han dicho. Nos preguntamos si acaso están encontrando sistemas tan pequeños que no se pueden ver. ¿Podemos estar seguros de que los nervios son los únicos mensajeros de movimiento para los músculos?

—Eso creo —dijo Ismail—. Cortad un nervio y los músculos que están más allá de él no se moverán. Pinchad un nervio y el músculo apropiado saltará.

La audiencia lo miraba fijamente.

—Tal vez se produce alguna otra clase de transferencia de energía —dijo un hombre mayor—, no necesariamente a través de los nervios, sino a través de las líneas, y esa transferencia es tan necesaria como los nervios.

—Tal vez. Pero observad esto —dijo señalando uno de los diagramas—; no muestran el páncreas. Ni tampoco las glándulas suprarrenales. Ambos llevan a cabo funciones necesarias.

—Para ellos los órganos cruciales son once, cinco yin y seis yang —dijo Bhakta—. El corazón, los pulmones, el bazo, el hígado y los riñones, son yin.

—El bazo no es algo esencial.

—… luego los seis órganos yang son la vesícula, el estómago, el intestino delgado, el intestino grueso, la vejiga y el quemador triple.

—¿El quemador triple? ¿Qué es eso?

—Los chinos dicen: «Tiene nombre pero no forma» —leyó ella el epígrafe de la ilustración—. Combina los efectos de los órganos que regulan el agua, como un fuego debe controlar al agua. El hornillo superior es una neblina, el hornillo del medio una espuma, el hornillo inferior un pantano. Por lo tanto, de arriba abajo, corresponden respectivamente a la cabeza y la parte superior del cuerpo; el medio desde las tetillas o pezones hasta el ombligo; y la parte inferior al abdomen debajo del ombligo.

Ismail movió la cabeza mostrando incredulidad.

—¿Han encontrado ese quemador en las disecciones?

—Ellos, como nosotros, raras veces hacen disecciones. Tienen similares limitaciones religiosas. Una vez en su dinastía Sung, alrededor del año 390 del islam, diseccionaron y analizaron minuciosamente los cadáveres de cuarenta y seis rebeldes.

—Dudo que eso haya servido para algo. Hay que ver muchas disecciones y vivisecciones, sin ideas preconcebidas, antes de que las cosas empiecen a mostrar algo de claridad.

Ahora los monjes y las mojas lo miraron fijamente y con una expresión extraña, pero él siguió adelante con ímpetu y firmeza mientras examinaba los dibujos.

—Este flujo que ellos muestran en el cuerpo y todas sus partes, ¿no será la sangre?

—Un equilibrio armonioso de fluidos, algunos materiales, como la sangre, algunos espirituales, como el jing y el shen y el qi, los llamados Tres Tesoros…

—Explicadme qué son, por favor.

—El jing es la fuente de cambio —dijo una monja con cierta inseguridad—, protectora y nutritiva, como un fluido. «Esencia» es otra palabra persa que utilizaríamos para llamarlo. En sánscrito, «semen», o posibilidad generativa.

—¿Y el shen?

—El shen es la conciencia, el entendimiento. Como nuestro espíritu, pero también es una parte del cuerpo.

Ismail estaba interesado en todo aquello.

—Los chinos, ¿lo han pesado?

Bhakta fue la primera en reírse.

—Sus médicos no pesan las cosas. Para ellos no se trata de cosas, sino de fuerzas y de relaciones.

—Bueno, yo no soy más que un anatomista. Lo que da vida a las partes está más allá de mis conocimientos. Tres tesoros, uno, una miríada: no lo sé. Aunque parece cierto que habría cierta vitalidad animadora, que viene y va, sube y baja. La disección no puede encontrarla. Nuestra alma, tal vez. Vosotros creéis que el alma regresa, ¿verdad?

—Así es.

—¿Los chinos también?

—Sí, en su mayoría. Para sus taoístas no hay espíritu puro, siempre está mezclado con las cosas materiales. De manera que su inmortalidad requiere del transporte de un cuerpo a otro. Y toda la medicina china está muy influida por el taoísmo. Su budismo es en gran parte como el nuestro, aunque una vez más, más materialista. Es principalmente lo que hacen las mujeres en sus últimos años de vida, ayudar a la comunidad y prepararse para la próxima vida. La cultura confuciana oficial no habla mucho del alma, a pesar de que reconoce su existencia. En casi toda la literatura médica china, la línea que se traza entre el espíritu y la materia es imprecisa, a veces inexistente.

—Evidentemente —dijo Ismail, mirando otra vez el dibujo de la línea meridional. Suspiró—. Bueno. Ellos han estudiado durante mucho tiempo y han ayudado a que la gente viva, mientras que yo sólo he dibujado disecciones.

Continuaron. Cada vez hacían más y más preguntas, con comentarios y observaciones. Ismail contestaba cada pregunta lo mejor que podía. El movimiento de la sangre en las cámaras del corazón; la función del bazo, si es que existía; la localización de los ovarios; el shock como reacción a la amputación de las piernas; la inundación de los pulmones perforados; los movimientos de las distintas extremidades cuando una parte del cerebro al descubierto era tocada con la punta de una aguja; Ismail describió lo que había visto en cada caso, y a medida que el día iba transcurriendo, las personas sentadas en el suelo lo miraba desde abajo con expresiones cada vez más cautelosas o extrañas. Un par de monjas se retiraron silenciosamente. Mientras Ismail estaba describiendo la coagulación de la sangre después de la extracción de un diente, el salón se quedó en absoluto silencio. Algunos lo miraron directamente a los ojos, y al notarlo, él vaciló:

—Como he dicho antes, soy apenas un anatomista… Tendremos que ver si podemos conciliar lo que yo he visto con vuestros textos teóricos…

Ismail parecía acalorado, como si tuviera fiebre, pero sólo en el rostro.

Finalmente, la abadesa Bhakta se puso de pie, se acercó a él y sostuvo las manos temblorosas de Ismail entre las suyas.

—Ya está bien —dijo dulcemente. Los monjes y las monjas se pusieron de pie, con las manos juntas delante del cuerpo, como para rezar, y se inclinaron ante él—. Has cumplido lo que prometiste —dijo Bhakta—. Ahora descansa y deja que nosotros nos ocupemos de ti.

Después de esto, Ismail se instaló en una pequeña habitación del monasterio que le ofrecieron, estudió los textos chinos recientemente traducidos al persa por los monjes y las monjas, y enseñó anatomía.

Una tarde, él y Bhakta abandonaron el hospital y fueron al comedor, atravesando el aire caliente y bochornoso, el aire que precede a las lluvias monzónicas; era como un manto cálido y húmedo. La abadesa señaló a una niña que corría entre los surcos el melonar del huerto.

—Ahí está la nueva encarnación del lama anterior. Vino a nosotros apenas el año pasado, pero nació a la misma hora en que murió el viejo lama, lo cual es algo muy poco común. Tardamos algún tiempo en encontrarla, por supuesto. La búsqueda comenzó el año pasado; ella apareció inmediatamente.

—¿El alma pasó de un hombre a una mujer?

—Aparentemente. Desde luego, la búsqueda se hizo entre los niños, como marca la tradición. Eso fue algo que nos permitió identificarla tan fácilmente. Ella insistió en ser probada, a pesar de su sexo. Tenía cuatro años. E identificó todas las cosas de Peng Roshi, muchas más de las que la nueva encarnación suele identificar, y me habló del contenido de la última conversación que yo había tenido con Peng, casi palabra por palabra.

—¡Es increíble! —Ismail miraba fijamente a Bhakta. Bhakta se encontró con la mirada del médico.

—Fue como mirarlo a los ojos otra vez. Por lo tanto, decimos que Peng ha regresado a nosotros en el cuerpo de una bodhisattva Tara, y comenzamos a prestar más atención a las niñas y a las monjas, algo que por supuesto yo siempre había procurado. Hemos adoptado la costumbre china de invitar a las mujeres mayores de Travancore a que vengan al monasterio y dediquen su vida no sólo al estudio de los sutras sino también de la medicina, y a que regresen a las aldeas para cuidar de los suyos, y para enseñar a sus nietos y bisnietos.

La pequeña desapareció entre las palmeras del fondo de la huerta. Al anochecer, la luna menguante marcaba el cielo como una hoz, colgando de una brillante estrella. El sonido de los tambores llegaba con la brisa.

—El Kerala se ha retrasado —dijo Bhakta al oír los tambores—. Llegará mañana.

El sonido de los tambores volvió a oírse al amanecer, justo después de que las campanas del reloj marcaran el comienzo del día. Unos tambores distantes, como truenos o disparos, pero más rítmicos que cualquiera de estos dos, anunciaban la llegada del Kerala. A medida que salía el sol parecía que el suelo se estremecía. Los monjes y monjas y sus familias que vivían en el monasterio salían de los dormitorios para presenciar la llegada, y el gran jardín detrás de la verja fue despejado rápidamente.

Los primeros soldados bailaban en un rápido andar, todos avanzando con el mismo pie, dando un saltito hacia adelante cada cinco pasos, y gritando cada vez que cambiaban el rifle de un hombro al otro. Los tambores venían detrás llevando el paso, avanzando con brincos mientras sus manos golpeaban las tablas. Algunos tocaban platillos de manos. Llevaban camisas de uniforme con parches rojos cosidos en el hombro, y se acercaban rodeando una columna alrededor del gran jardín, hasta que cerca de unos quinientos hombres se detuvieron formando filas curvas delante de la verja. Cuando el Kerala y sus oficiales entraron a caballo, los soldados presentaron armas y gritaron tres veces. El Kerala levantó una mano, y el comandante del destacamento gritó unas órdenes: los que tocaban los tablas redoblaron el ritmo, y los soldados entraron bailando al comedor.

—Son rápidos, como dicen todos —le dijo Ismail a Bhakta—. Y todo está muy organizado.

—Sí, viven al unísono. Cuando están en una batalla son iguales. La recarga de los rifles ha sido desmenuzada en diez movimientos, y hay diez toques de tambor que dan las órdenes, y diferentes grupos de ellos están coordinados en diferentes puntos del ciclo, por lo que disparan en masas rotativas con un efecto verdaderamente devastador, según me han dicho. Ningún ejército puede hacerles frente. O al menos, así fue durante muchos años. Ahora parece que la Horda de Oro está comenzando a entrenar a sus ejércitos de manera similar. Pero ni siquiera así, aunque tengan armas modernas, podrán resistir al Kerala.

Entonces el hombre desmontó, y Bhakta se acercó a él, llevando consigo a Ismail. El Kerala desechó las reverencias, y Bhakta dijo sin preámbulos:

—Éste es Ismail de Constantinopla, el famoso médico otomano.

El Kerala lo miró fija y atentamente, e Ismail tragó saliva, sintiendo el calor de aquella mirada impaciente. El Kerala era de baja estatura y compacto, de cabellos negros, rostro estrecho y movimientos rápidos. Su torso parecía un poco demasiado largo para sus piernas. Su rostro era muy bello, cincelado como el de una estatua griega.

—Espero que el hospital te haya causado una buena impresión —dijo en un persa muy claro.

—Es el mejor que he visto en mi vida.

—¿En qué estado estaba la medicina otomana cuando la dejaste?

—Estábamos progresando en cuanto al mejor entendimiento de las partes del cuerpo —respondió Ismail—. Pero mucho seguía siendo un misterio.

—Ismail ha examinado las teorías médicas de los antiguos egipcios y griegos —añadió Bhakta—, y nos trajo lo que encontró provechoso en ellos, como también hizo muchos nuevos descubrimientos propios, corrigiendo a los antiguos o enriqueciendo sus conocimientos. Las cartas que él ha escrito han creado uno de los fundamentos de nuestros trabajos en el hospital.

—Ah sí. —Ahora la mirada del Kerala era aún más penetrante. Sus ojos parecían salir de la órbita, sus iris, una mezcla de colores, como círculos de jaspe—. ¡Muy interesante! Tenemos que hablar más acerca de estas cosas. Pero primero quisiera discutir acontecimientos recientes contigo a solas, Madre Bodhisattva.

La abadesa asintió con la cabeza, y caminó de la mano con el Kerala hasta un pabellón que daba al huerto enano. No les acompañó ningún guardaespaldas; éstos se limitaron a sentarse cómodamente y a vigilar desde el jardín, los rifles preparados, con guardias apostados sobre el muro del monasterio.

Ismail fue con algunos monjes hasta la orilla del río, donde estaban organizando una ceremonia de mandalas de arena. Los monjes y las monjas vestidos con sotanas de color granate y azafrán iban de una punta a la otra en la orilla del río, disponiendo alfombras y cestos llenos de flores, parloteando felizmente y sin demasiado apuro, ya que el Kerala solía consultar con su abadesa durante casi medio día, o aún más. Todos sabían que eran amigos.

Hoy, sin embargo, terminaron antes, y la velocidad se aceleró considerablemente cuando se supo que los dos estaban dejando el pabellón. Se arrojaron cestas de flores al río, y los soldados reaparecieron al son de un ritmo de tablas cada vez más frenético. Fueron dando brincos hasta la orilla del río sin los rifles y se sentaron, dejando entre ellos un pasillo para que se acercara el jefe. Él avanzó entre sus hombres, deteniéndose para posar la mano sobre uno u otro hombro, saludando a cada uno por su nombre, preguntando por su salud y cosas por el estilo. Los monjes que habían organizado el mandala salieron de su estudio, cantando al son de un gong y de los estruendos de trompetas bajas, llevando dos mandalas; unos discos de madera grandes como piedras de molino, cada uno sostenido a la misma altura por dos hombres, con los mandalas de fuertes colores colocados encima de esos discos sobre un poco de arena. Uno era una compleja figura geométrica de colores vivos: rojo, verde, amarillo, azul, blanco y negro. El otro era un mapa del mundo, en el que Travancore era un punto rojo como un bindu, y la India ocupaba el centro del círculo; el resto del mandala representaba casi toda la anchura del mundo, desde Firanja hasta Corea y Japón, con África y las Indias haciendo una curva alrededor de la parte inferior. Todo estaba coloreado de manera natural, los océanos de un azul oscuro, los mares de las islas de azul más claro, la tierra verde o marrón, según fuera el caso, con las cordilleras montañosas marcadas con verde oscuro y blanco nieve. Los ríos fluían en hilos azules, y una línea al rojo vivo rodeaba lo que Ismail supuso eran los límites de las conquistas del Kerala, que ahora incluían al imperio otomano, hacia el norte pasando por Anatolia y Constantinopla, aunque no por los países balcánicos ni por Crimea. Un objeto muy hermoso, era como mirar el mundo desde arriba, desde la aventajada posición del sol.

El Kerala de Travancore caminó junto a la abadesa, ayudándola para que no perdiera el equilibrio mientras bajaba por el sendero. Se detuvieron en la orilla del río, y el Kerala inspeccionó los mandalas detenidamente, con lentitud, señalando y haciéndoles preguntas a la abadesa y a los monjes acerca de una u otra característica. Otros monjes cantaban en voz baja, y los soldados se sumaron en una canción. Bhakta se puso frente a ellos y cantó con voz aguda. El Kerala cogió el mandala y lo levantó cuidadosamente; casi era demasiado grande para que lo sostuviera un solo hombre. Dio unos pasos con él, se metió en el río, y unos ramos de hortensias y de azaleas flotaron entre sus piernas. Puso el mandala geométrico sobre su cabeza, ofreciéndolo al cielo, y luego, en un cambio de la canción, y ante la rugiente entrada de las trompetas, bajó el disco frente a él, y muy lentamente lo inclinó hacia un lado. La arena resbaló y cayó de repente, los colores se vertían en el agua y se perdían juntos, manchando las medias de seda del Kerala. Metió el disco en el agua y quitó el resto de la arena formando una nube multicolor que se perdió en la corriente. Despejó la superficie con la palma de su mano desnuda, y luego salió a zancadas del agua. Sus zapatos estaban llenos de lodo, sus medias húmedas y manchadas de verde y de rojo y de azul y de amarillo. Cogió el otro mandala de las manos de sus creadores, hizo una reverencia sobre él y ante ellos, dio media vuelta, y lo llevó al río. Esta vez los soldados se movieron e inclinaron hasta apoyar la frente en la tierra, cantando juntos una plegaria. El Kerala bajó lentamente el disco, y como un dios que le ofrece un mundo a un dios superior, lo apoyó sobre el agua y dejó que flotara, haciéndolo girar una y otra vez muy lentamente bajo sus dedos, un mundo flotante que hundió en el agua tanto como pudo justo en el punto álgido de la canción, dejando que toda la arena se mezclara con el agua y subiera flotando sobre sus brazos y piernas. Cuando se acercó a la orilla, adornado con colores, los soldados se pusieron de pie y gritaron tres veces y otras tres más.

Más tarde, mientras tomaban un té perfumado con delicadas fragancias, el Kerala se sentó y habló con Ismail. Escuchó todo lo que Ismail pudo contarle acerca del sultán Selim Tercero, y luego le contó a Ismail la historia de Travancore, con los ojos siempre clavados en el rostro del médico.

—Nuestra lucha para derrotar al yugo de los mongoles comenzó hace mucho tiempo con Shivaji, quien se hizo llamar Señor del Universo e inventó la guerra moderna. Shivaji utilizó todos los métodos posibles para liberar a la India. Una vez le pidió ayuda a un lagarto decán gigante para que le ayudara a escalar los acantilados que protegían la Fortaleza del León. Otra vez fue rodeado por el ejército Bijapuri, comandado por el gran general mogol, el kan Afzal. Después de verse cercado Shivaji ofreció rendirse ante el kan Afzal en persona, y apareció ante aquel hombre vestido sólo con una camisa de tela, que sin embargo ocultaba un puñal con cola de escorpión; los dedos de su oculta mano izquierda envolvían la daga como las afiladas garras de un tigre. Cuando abrazó al kan Afzal lo apuñaló ante todos hasta matarlo y, respondiendo a aquella señal, su ejército arremetió contra los mogoles y los derrotó.

»Después de eso Alamgir atacó en serio y pasó el último cuarto de siglo de su vida reconquistando a los decán, pagando un precio de cien mil vidas por año. Cuando logró someter a los decán su imperio ya estaba vacío. Mientras tanto se estaban llevando a cabo otras sublevaciones contra los mogoles en el noroeste, entre los sijs, los afganos y los súbditos orientales del imperio safavida, también entre los rajputs, los bengalíes, los tamiles, y así por toda la India. Todos ganaron algo, y los mogoles, que habían cobrado muchísimos impuestos durante años, sufrieron la rebelión de sus propios terratenientes y el colapso general de su economía. Una vez que los marathas y los rajputs y los sijs se establecieron con éxito, todos instituyeron sus propios sistemas de impuestos, y los mogoles no pudieron sacarles más dinero, aunque siguieran jurando lealtad a Delhi.

»Así que las cosas no les salieron muy bien a los mogoles, especialmente aquí en el sur. Pero a pesar de que tanto los marathas como los rajputs eran hindúes, hablaban lenguas diferentes y apenas se conocían, de modo que terminaron enfrentándose, y esto alargó el control de los mogoles sobre la madre India. En aquellos días finales, el Nazim se convirtió en primer ministro de un kan completamente perdido entre su harén y su narguile, y este Nazim fue al sur para formar el principado que inspiró nuestro desarrollo de Travancore por medio de un sistema similar.

»Entonces, Nadir Shah cruzó el Indo por el mismo vado que había utilizado Alejandro Magno, y saqueó Delhi, matando a treinta mil hombres y llevándose a casa millones y millones de rupias en oro y joyas, y el trono del Pavo Real. Con eso los mogoles estaban acabados.

»Los marathas han estado desde entonces ampliando sus territorios, todo el camino hasta Bengala. Pero los afganos se liberaron de los safavidas, y avanzaron en masa hacia el este, por todo el camino hasta Delhi, a la que también saquearon. Cuando se retiraron, los sijs tomaron el control del Punjab, por una contribución de una quinta parte de las cosechas. Después de eso, los patanes saquearon Delhi una vez más, sin control alguno durante un mes entero en una ciudad convertida en una pesadilla. El último emperador con un título mogol fue dejado ciego por un cacique afgano menor.

»Después de eso, una caballería de treinta mil marathas marchó por toda Delhi, reuniendo doscientos mil voluntarios rajput a medida que avanzaba hacia el norte, y en las fatídicas tierras de Panipat, en donde el destino de la India ha sido tantas veces decidido, se encontraron con un ejército de tropas afganas y antiguos mogoles que estaban en plena jihad contra los hindúes. Los musulmanes contaban con el apoyo de la gente del lugar y tenían al gran general Shah Abdali a la cabeza; en la batalla murieron cien mil marathas, y treinta mil fueron capturados para pedir rescate. Pero después los soldados afganos se cansaron de Delhi, y obligaron a su kan a que regresara a Kabul.

»Sin embargo, los marathas estaban igual de abatidos. Los sucesores del Nazim consiguieron el sur, y los sijs tomaron el Punjab, y los bengalíes Bengala y Asam. Aquí abajo encontramos que los sijs eran nuestros mejores aliados. Su último gurú declaró que sus escritos sagrados serían la personificación del gurú desde ese momento en adelante, y después de eso prosperaron enormemente, creando en efecto una inmensa muralla entre nosotros y el islam. Y los sijs también nos enseñaron. Son una especie de mezcla de hindúes y musulmanes, algo insólito en la historia de la India, insólito e instructivo. Así que prosperaron y, al aprender de ellos, al coordinar nuestros esfuerzos con los de ellos, nosotros también hemos prosperado.

»Luego, en la época de mi abuelo, muchos refugiados de las conquistas chinas de Japón llegaron a esta región, budistas que se sentían atraídos por Lanka, el corazón del budismo. Samurais, monjes y marineros, muy buenos marineros; ellos habían navegado por el gran océano oriental al que llaman el Dahai; de hecho, navegaron hacia nosotros tanto por el este como por el oeste.

—¿Dando la vuelta al mundo?

—Así es. Y enseñaron muchas cosas a nuestros constructores de barcos, y los monasterios budistas de aquí se convirtieron en centros de mecánica y cerámica. Los matemáticos locales desarrollaron al máximo los cálculos para utilizarlos en la navegación, en la fabricación de armas y en la mecánica. Todo junto surgió en los grandes astilleros de aquí, y nuestras flotas mercantes y navales no tardaron en ser más grandes incluso que las de China. Esto es algo bueno, puesto que el imperio chino domina cada vez más partes del mundo —Corea, Japón, Mongolia, el Turquestán, Anam y Siam, el archipiélago malayo— en realidad la región que solíamos llamar Gran India. Así que necesitamos barcos para protegernos de ese poder. De una invasión por mar estamos a salvo; aquí abajo, debajo de las retorcidas y salvajes tierras del Decán, no es tan fácil conquistarnos con caballería e infantería. Y parece que el islam ya ha tenido suficiente en la India, si no en todo el oeste.

—Habéis conquistado la más poderosa de sus ciudades —observó Ismail.

—Sí. Seguiré acosando a los musulmanes para que no vuelvan a atacar la India jamás. Delhi ya ha sido invadida demasiadas veces. De modo que hice construir una pequeña armada en el mar Negro para atacar Constantinopla, y he derrotado a los otomanos como el Nazim derrotó a los mogoles. Estableceremos pequeños estados en toda Anatolia e influiremos en esa tierra como lo hemos hecho en Irán y en Afganistán. Mientras tanto, seguimos trabajando con los sijs, tratándolos como a los principales aliados y socios de lo que se está convirtiendo en una importante confederación india de principados y estados. La unificación de la India sobre esa base no es algo a lo que mucha gente se opone, porque cuando da buenos resultados, el resultado es la paz. Paz por primera vez desde que los mogoles invadieran hace más de cuatro siglos. Así que la India ha emergido de su larga noche. Y ahora llevaremos la luz del día por todas partes.

Al día siguiente, Bhakta llevó a Ismail a una fiesta en el jardín del palacio del Kerala de Travancore. El gran parque que albergaba el pequeño edificio de mármol estaba cerca del extremo norte del puerto, alejado del intenso ruido y el trajín de los astilleros, que podían verse en el lado sur de la baja bahía, inocuos en la distancia. Fuera del parque, había más palacios blancos, pero éstos no pertenecían al Kerala sino a los armadores del lugar, quienes se habían hecho ricos construyendo barcos, haciendo expediciones comerciales y, principalmente, financiando esas expediciones. Entre los invitados del Kerala había muchos de estos hombres, todos vestidos suntuosamente con sedas y joyas. Especialmente apreciadas en esta sociedad, le pareció a Ismail, eran las piedras semipreciosas —turquesa, jade, lapislázuli, malaquita, ónice, jaspe y otras similares— pulidas formando grandes botones redondos y cuentas de collares. Las esposas e hijas de los armadores llevaban brillantes saris, y algunas se paseaban con guepardos domesticados que llevaban con una correa.

La gente circulaba a la sombra de los árboles y las palmeras del jardín, sirviéndose de grandes mesas cubiertas de exquisiteces o bebiendo algo en copas de cristal. Los monjes budistas destacaban con su granate o su azafrán, y a Bhakta se le acercaron varios de ellos. La abadesa presentó a Ismail a algunos de ellos. Le indicó cuáles eran los sijs entre los invitados, unos hombres que llevaban turbante y barba; y los marathas, y los bengalíes, también los africanos, los malayos, los birmanos, los sumatrinos, los japoneses, y los hodenosauníes del Nuevo Mundo. O bien la abadesa conocía a toda aquella gente personalmente, o podía identificarlos por alguna característica de vestuario o de figura.

—Aquí hay muchos tipos de gente —observó Ismail.

—Son el resultado del avance de la navegación.

Muchos de ellos parecían ansiosos por intercambiar unas palabras con Bhakta, y ella presentó a Ismail uno de los «ayudantes de más confianza» del Kerala, un tal Pyidaungsu, un hombre de piel oscura y baja estatura que, según él mismo decía, había crecido en Birmania y en el lado oriental del extremo de la India. Su persa era excelente, sin duda ésta era la razón por que la abadesa le había presentado a Ismail, mientras ella conversaba con otra gente.

—El Kerala está muy contento de haberte conocido —le dijo inmediatamente Pyidaungsu—. Tiene muchos deseos de progresar en algunos asuntos médicos, especialmente los que tienen que ver con las enfermedades contagiosas. Perdemos más soldados por enfermedades e infecciones que por la acción de nuestros enemigos, y esto le apena.

—Es muy poco lo que sé de eso —dijo Ismail—. Soy un anatomista, intento conocer las estructuras del cuerpo.

—Pero todos los avances en el conocimiento del cuerpo nos ayudan en lo que el Kerala quiere saber.

—Bueno, en teoría tal vez. Con el tiempo.

—¿Pero no podrías examinar los procedimientos del ejército para encontrar algunos aspectos que igual contribuyan a la propagación de las enfermedades?

—Quizá —dijo Ismail—. Aunque algunos aspectos no pueden ser modificados, como el hecho de viajar juntos, de dormir juntos.

—Sí, pero la manera en que se hacen esas cosas…

—Posiblemente. Es posible que algunas enfermedades sean transmitidas por criaturas que la vista del hombre no alcanza a ver…

—¿Las criaturas que se ven en los microscopios?

—Sí, o más pequeñas. La exposición a una cantidad muy pequeña de estas criaturas, o a algunas que se han matado previamente, parece proporcionar a la gente cierta resistencia en posteriores exposiciones, como sucede con los que sobreviven a la viruela.

—Sí, la variolización. Las tropas ya están tratadas con costras de viruela.

Ismail se sorprendió al escuchar aquello, y el oficial se dio cuenta.

—Estamos intentándolo todo —dijo con una carcajada—. El Kerala cree que todos los hábitos tienen que ser examinados nuevamente, sin prejuicios para cambiarlos y mejorarlos todo lo posible. Los hábitos de comida, los de baño, los sanitarios; él empezó como oficial de artillería cuando era muy joven y aprendió el valor de los procedimientos regulares. Propuso que el ánima de los cañones se trabajara mecánicamente en lugar de ser fundida, puesto que los moldes de fundición nunca pueden hacerse con verdadera precisión. Con un ánima trabajada con precisión se consiguen cañones más ligeros y más poderosos y, por lo tanto, más precisos. El Kerala puso a prueba todas estas cosas y redujo el empleo de la artillería a una serie de movimientos determinados, como una danza, casi lo mismo para los cañones de todos los tamaños, haciéndolos capaces de un despliegue tan rápido como el de la infantería, casi tan rápido como el de la caballería. Y pueden trasladarse fácilmente en barcos. Los resultados han sido prodigiosos, como podrás ver —dijo señalando con satisfacción el ambiente que los rodeaba.

—Tú eras un oficial de artillería, supongo.

El hombre se rio.

—Sí, así es.

—Así que ahora disfrutas con esta celebración.

—Sí; también hay otras razones para esta reunión. Los banqueros, los constructores de barcos. Pero todos ellos cabalgan sobre el lomo de la artillería, no sé si me entiendes.

—Y los médicos no.

—No. ¡Pero ojalá fuera así! Dime otra vez si ves alguna parte de la vida militar a la que deba hacérsela más saludable.

—¿Prohibir el contacto con prostitutas?

El hombre volvió a reírse.

—Bueno, para muchas de ellas, ésa es una actividad religiosa, tienes que entenderlo. Las bailarinas del templo son importantes en muchas ceremonias.

—Ah. Bueno. Entonces, la higiene. Los animálculos pasan de cuerpo en cuerpo por medio del polvo, en el tacto, en la comida o en el agua y la respiración. Pueden reducirse las infecciones si se hierven los instrumentos quirúrgicos. Y también se puede reducir la propagación de las infecciones si los médicos y las enfermeras y los pacientes usan máscaras.

El oficial parecía satisfecho.

—La limpieza es una virtud de la pureza de casta. El Kerala no aprueba las castas, pero la limpieza podría llegar a ser una prioridad importante.

—Parece ser que el calor mata a los animálculos. Los utensilios de cocina, las ollas y las cazuelas, el agua que se bebe; todo puede ser hervido. No es muy práctico, supongo.

—No, pero es posible. ¿Qué otros métodos pueden aplicarse?

—Algunas hierbas, tal vez, y cosas que resulten venenosas para los animálculos pero no para la gente. Pero nadie sabe si esas cosas existen o no.

—Pero pueden hacerse pruebas.

—Posiblemente.

—Con envenenadores, por ejemplo.

—Ya se ha hecho.

—Oh, el Kerala se pondrá contento. ¡Cómo le gustan las pruebas, los registros y los números de los matemáticos que demuestren que las opiniones de los médicos son verdaderas cuando se aplican al ejército como si fuera un gran cuerpo! Querrá hablar contigo nuevamente.

—Le diré todo lo que pueda —dijo Ismail.

El oficial le estrechó la mano y la sostuvo entre las suyas.

—Dentro de poco tiempo te reunirás una vez con el Kerala. Mira, veo que los músicos ya están aquí. Me gusta escucharlos desde la terraza.

Ismail lo siguió durante un rato como en un remolino; más tarde, uno de los ayudantes de la abadesa lo cogió y lo condujo junto al grupo reunido por el Kerala para escuchar el concierto.

Las cantantes estaban vestidas con hermosos saris, los músicos llevaban chaquetas de seda de diferentes colores y texturas, principalmente de un azul cielo brillante y de un rojo sangre anaranjado. Los músicos comenzaron a tocar; los tambores marcaban el ritmo con las tablas, y otros tocaban altos instrumentos de cuerdas, como laúdes de largos mástiles, que a Ismail le recordaban Constantinopla, toda la ciudad respondiendo ante la llamada de aquellos instrumentos tan parecidos al laúd.

Una de las cantantes dio un paso adelante y cantó en una lengua extranjera, las notas se deslizaban por los tonos sin detenerse en ningún sitio, siempre arqueándose en tonalidades desconocidas para Ismail, sin tonos ni semitonos que subieran o bajaran rápidamente, como en el canto de algunos pájaros. Las que acompañaban a la cantante bailaban detrás de ella, moviéndose menos cuando ella llegaba a los tonos más tranquilos, pero siempre en movimiento, las manos extendidas con las palmas hacia afuera, hablando en el idioma de la danza.

Ahora los dos tambores cambiaron a un ritmo complejo pero constante, que se entretejía como una trenza con el canto. Ismail cerró los ojos; nunca había oído una música semejante. Las melodías se superponían y seguían interminablemente. El público se balanceaba siguiendo el ritmo, los soldados bailaban en su lugar, todos moviéndose alrededor del centro inmóvil del Kerala, y hasta él se bamboneaba en el sitio, siguiendo el ritmo. Cuando los tambores entraron en un frenesí final para marcar el final de la pieza, los soldados vitorearon y gritaron con entusiasmo y saltaron en el aire. Las cantantes y los músicos hicieron prolongadas reverencias, sonriendo, y se acercaron para recibir las felicitaciones del Kerala. Él conversó un rato con la cantante solista, como si ella fuera una vieja amiga. Ismail se descubrió a sí mismo en medio de algo así como una hilera de recepción formada por la abadesa, y saludó con la cabeza a los sudorosos intérpretes uno por uno a medida que iban pasando. Eran jóvenes. Muchos perfumes diferentes llenaban las fosas nasales de Ismail: jazmín, naranja, espuma de mar, y el pecho se le hinchaba con cada inhalación. El olor del mar llegó con más fuerza arrastrado por la brisa, esta vez desde el propio mar. El mar estaba allí afuera, verde y azul, como un camino que conduce a todas partes.

La fiesta comenzó a girar otra vez alrededor del jardín, formando dibujos determinados por el lento progreso del Kerala. Ismail fue presentado a un grupo de cuatro banqueros, dos sijs y dos de Travancore, y los oyó mientras discutían, en persa para ser amables con él, la complicada situación en la India y alrededor del océano Índico y en el mundo en general. Las ciudades y los puertos se enfrentaban, nuevas ciudades se construían en desembocaduras de ríos hasta entonces deshabitadas, las lealtades de la gente de los pueblos comenzaban a cambiar, los esclavistas musulmanes del oeste de África, el oro en el sur de África, el oro en Inca, la isla al oeste de África; todas eran cosas que habían estado sucediendo desde hacía años, pero por alguna razón ahora era diferente. La caída de los antiguos imperios musulmanes, la rápida y amplia expansión de nuevas máquinas, nuevos estados, nuevas religiones, nuevos continentes, y todo emanaba de Travancore, como si la lucha violenta dentro de la India fuera un cambio que repercutiera hacia fuera en olas que inundan el resto del mundo y vuelven a encontrarse con las que regresan.

Bhakta presentó otro hombre a Ismail, y los dos se saludaron con la cabeza, inclinándose brevemente. El nombre del presentado era Wasco, y era del Nuevo Mundo, la gran isla al oeste de Firanja, a la cual los chinos llamaban Yingzhou. Wasco la identificaba como Hodenosauniga.

—… que significa territorios de los pueblos de la Casa Larga —dijo en un persa aceptable.

Él era quien representaba a la Liga hodenosauní, explicó Bhakta. Parecía siberiano o mongol, o un machú que no se afeitaba la cabeza. Alto, de nariz aguileña, llamaba la atención, incluso allí a pesar de la intensa luz solar que irradiaba el propio Kerala; parecía como si esas islas aisladas del otro lado del mundo hubieran producido una raza más enérgica y saludable. Sin duda había sido enviado por su gente precisamente por esa razón.

Bhakta los dejó, e Ismail dijo con cortesía:

—Yo soy de Constantinopla. ¿Vuestra gente tiene música como la que oímos hace un momento?

Wasco se lo pensó.

—Bueno… nosotros cantamos y bailamos, pero lo hacemos todos juntos y al mismo tiempo, informalmente y sin preparación previa, si sabes a qué me refiero. El sonido de los tambores aquí fue mucho más fluido y complicado. Un sonido compacto. Me ha parecido fascinante. Me gustaría escuchar más, para ver si he oído lo que he oído. —Agitó una mano de una manera que Ismail no comprendió; tal vez fuera asombro por el virtuosismo de los músicos.

—Tocan espléndidamente —dijo Ismail—. Nosotros también tenemos tambores, pero estos músicos han llevado el toque de tambor a un nivel más elevado.

—Es cierto.

—¿Qué hay de las ciudades, de los barcos, todo eso? ¿Hay en vuestra tierra un puerto como éste? —preguntó Ismail.

La expresión de sorpresa de Wasco se parecía a la de cualquier otra persona, lo cual, pensó Ismail, era totalmente lógico, puesto que era posible ver la misma expresión en el rostro de un bebé. De hecho, con su fluido dominio del persa, a Ismail le parecía impresionante la rapidez con que comprendía todo, a pesar de su exótico origen.

—No. En mi tierra no nos reunimos en tanta cantidad. Creo que en esta bahía vive más gente que en todo mi país.

Ahora era Ismail el sorprendido.

—¿Tan pocos sois?

—Sí. Aunque creo que aquí hay mucha gente. Pero nosotros vivimos en un gran bosque, sumamente espeso y denso. Los ríos conforman los mejores caminos. Hasta que vosotros llegasteis, nosotros cazábamos y teníamos algunos cultivos, sólo hacíamos lo que necesitábamos, no teníamos metales ni barcos. Los musulmanes los trajeron a nuestra costa oriental, y levantaron fuertes en algunos puertos, particularmente en la desembocadura del río del Este y en Isla Larga. Al principio no eran muchos, y nosotros aprendimos muchas cosas de ellos que pusimos en práctica en nuestro beneficio. Pero hemos sido atacados por enfermedades que no conocíamos, y muchos de los nuestros han muerto; al mismo tiempo que llegaron muchos más musulmanes, que traían esclavos de África para que les ayudaran. Pero nuestra tierra es muy grande, y la costa donde se concentran los musulmanes no es una tierra muy buena. Así que comerciamos con ellos, y aún mejor, con los barcos de aquí, cuando llegaron los de Travancore. Nos pusimos muy contentos al ver estos barcos, sinceramente, porque estábamos preocupados por los musulmanes firanji. Aún lo estamos. Tienen muchos cañones, y van a donde quieren, y nos dicen que no conocemos a Alá, y que deberíamos rezarle a su dios, y cosas por el estilo. Así que nos gustó ver la llegada de otra gente, en buenos barcos. Gente que no era musulmana.

—Los de Travancore que están allí, ¿han atacado a los musulmanes?

—Todavía no. Desembarcaron en la desembocadura del río Mississippi, un gran río. Puede ser que finalmente terminen atacándose unos a otros. Los dos están muy bien armados, y nosotros no, aún no. —Miró a Ismail a los ojos y sonrió alegremente—. Debo recordar que tú también eres musulmán, sin duda.

—Yo respeto la opción de cada uno —dijo Ismail—. El islamismo te permite elegir.

—Sí, eso decían ellos. Pero aquí en Travancore se puede ver cuando eso es de verdad así. Sijs, hindúes, africanos, japoneses; aquí están todos. Al Kerala parece no importarle. O le gusta.

—Los hindúes absorben todo lo que tocan, dicen.

—A mí eso me parece bien —dijo Wasco—. O en cualquier caso, es preferible a que a uno le impongan a Alá a punta de pistola. Ahora estamos construyendo nuestros propios barcos en unos grandes lagos, y pronto podremos llegar hasta vosotros bordeando África. Bueno, sabemos que el Kerala tiene intención de cavar un canal en el desierto de Sinaí, para conectar el Mediterráneo con el mar Rojo; así tendremos un acceso más directo a vosotros. Intentará conquistar todo Egipto para poder hacerlo. Bueno, hay mucho de que hablar, hay muchas decisiones que tomar. A mi liga le gustan mucho las ligas.

Luego llegó Bhakta y se llevó nuevamente a Ismail.

—Tienes el honor de haber sido invitado a unirte al Kerala en uno de los carros del cielo.

—¿Las bolsas flotantes?

Bhakta sonrió.

—Sí.

—Vaya, qué alegría.

Siguiendo a la abadesa coja, Ismail pasó por varias terrazas, cada una de ellas con un aroma propio que la perfumaba: nuez moscada, lima, canela, menta, rosa, subiendo cada vez más por estrechas escaleras de piedra, sintiendo a medida que avanzaba como si subiera a un reino superior, donde tanto los sentidos como las emociones ganaban profundidad; sintió en el cuerpo un leve terror según las fragancias lo iban llevando a estados cada vez más elevados.

La cabeza le daba vueltas. Él no temía a la muerte, pero a su cuerpo no le gustaba la idea de lo que pudiera ocurrirle al llegar ese momento final. Alcanzó a la abadesa y caminó a su lado, para estabilizarse con la calma de la mujer. Por la forma en que subía la escalera se dio cuenta de que ella siempre sentía dolor. Sin embargo nunca hablaba de ello. Ahora volvía la vista atrás y miraba el océano, recobraba el aliento y posaba una mano anudada sobre el brazo de Ismail, y le decía lo contenta que estaba de que él estuviera allí entre ellos, cuánto podrían lograr juntos trabajando bajo la dirección del Kerala, quien estaba creando el espacio necesario para el surgimiento de la grandeza. Ellos iban a cambiar el mundo. Mientras ella hablaba, Ismail se mareaba otra vez con las fragancias que llenaban el aire, parecía que veía las cosas que estaban por venir, al Kerala reenviando gente y cosas de todo el mundo a medida que iba conquistando un sitio tras otro, reenviando al monasterio libros, mapas, instrumentos, medicinas, herramientas, gente con enfermedades insólitas o nuevas técnicas, desde el norte de los Urales y el este del Pamir, desde Birmania, Siam, la península malaya, Sumatra y Java, desde la costa oriental de África. Ismail vio a un médico brujo de Madagascar enseñándole las alas casi transparentes de una especie de murciélago, que permitían un exhaustivo reconocimiento de venas y arterias con vida, momento en el cual él le ofrecería al Kerala una detallada descripción de la circulación de la sangre, y el Kerala estaría muy satisfecho con aquello; después Ismail vio a un médico sumatrino chino que le enseñaba lo que querían decir los chinos con qi y con shen, que resultaba ser lo que Ismail siempre había llamado linfa, producida por unas pequeñas glándulas debajo de los brazos, que podían ser afectadas con cataplasmas de hierbas hervidas y drogas, como siempre habían asegurado los chinos, y luego vio a un grupo de monjes budistas organizando gráficos de diferentes elementos en diferentes familias, según las propiedades químicas y físicas, todos ellos dispuestos en un hermoso mandala, tema de interminables discusiones en salas de lectura, en talleres, en fundiciones y en hospitales, todos explorando aunque no navegaran por el mundo, aunque nunca abandonaran Travancore, todos ansiosos por tener algo interesante que contar al Kerala la próxima vez que fuera a visitarlos. No tanto porque el Kerala fuera a recompensarlos, aunque así sería, sino porque se pondría muy contento con la nueva información. Había una expresión en su rostro que todos ansiaban ver, y ésa era toda la historia de Travancore, eso mismo.

Llegaron a una amplia terraza en la que estaba atada la cesta voladora. Su inmensa bolsa de seda ya estaba llena de aire caliente, y estirada daba bruscos tirones en las cuerdas que la amarraban al suelo. La cesta de mimbre de bambú tenía el tamaño de un carruaje o un pequeño pabellón; el cordaje que la conectaba a la parte inferior de la bolsa de seda era una red de hilos, a cual más delgado, pero claramente resistentes en conjunto. La seda de la bolsa era diáfana. Un brasero cerrado con fuego de carbón, con un fuelle de mano pegado a un lado, estaba atornillado a un marco de bambú fijado debajo de la bolsa, justo a la altura de la cabeza cuando pasaron por una puerta para entrar en la cesta.

El Kerala, la cantante, Bhakta e Ismail se apiñaron dentro y se situaron en las esquinas. Pyidaungsu se asomó y dijo:

—Ay, parece que no hay lugar para mí, si entro seremos demasiados y estaremos incómodos; subiré la próxima vez, aunque me apena haber perdido la oportunidad.

Las cuerdas fueron soltadas por el piloto y los pasajeros; sólo quedó un único cordel. Casi no había viento, y el vuelo, le dijeron a Ismael, iba a ser controlado. Iban a elevarse como una cometa, explicó el piloto, y cuando completaran casi toda la extensión del cordel, cerrarían la estufa y se estabilizarían en ese punto preciso como cualquier otra cometa, a unas mil manos sobre el paisaje. La habitual brisa vespertina procedente del mar se encargaría de que flotaran tierra adentro, si la cuerda llegaba a romperse.

Y subieron.

—Es como el carro de Arjuna —les dijo el Kerala, y todos asintieron con la cabeza, los ojos brillantes por la emoción. La cantante era hermosa, el recuerdo de cuando había cantado los envolvía como una canción en el aire que los rodeaba; y el Kerala aún más hermoso; y Bhakta la más hermosa de todos. El piloto bombeó el fuelle una o dos veces.

Desde el aire el mundo demostró tener aspecto de llanura. Se extendía a una tremenda distancia hacia el horizonte: verdes colinas hacia el noreste y hacia el sur, y hacia el oeste el liso plato azul del mar; la luz del sol brillaba sobre él como el oro sobre la cerámica azul. Las cosas allí abajo eran pequeñas pero podían verse claramente. Los árboles eran como manojos de lana verde. Parecía que los paisajes pintados en unas miniaturas persas hubieran sido diseminados en el espacio bajo sus pies, magníficamente distribuidos. Los campos de arroz estaban bordeados y rodeados por sinuosas filas de palmeras, y detrás de ellas había huertos de pequeños árboles, plantados en hileras, formando lo que parecía la trama de una tela, extendiéndose hasta las oscuras colinas del este.

—¿Qué árboles son ésos? —preguntó Ismail.

El Kerala contestó, puesto que, como quedó claro, él mismo había dirigido el establecimiento de muchos de los huertos que se podían ver.

—Esos huertos forman parte de las tierras de la ciudad, de ahí proceden los aceites esenciales que cambiamos por las mercancías que llegan de otros países. Has olido algunos de ellos en el camino hasta la cesta. Vetiver, costo, valeriana y angélica, arbustos como keruda, lotes, kadam, parijat y reina de la noche. Hierbas como citronela, hierba luisa, jengibre y palmarrosa. Flores, como podéis ver, incluyendo tuberosas, campacanes, rosas, jazmines, franchipán. Hierbas como menta, menta verde, pachulí, artemisa. Luego allí, atrás en los bosques, ésos son huertos de sándalo. Todos estos árboles son reproducidos, plantados, cultivados, cosechados, procesados y embotellados o empaquetados para el comercio con África, Firanja, China y el Nuevo Mundo, donde antiguamente no tenían fragancias ni sustancias curadoras ni nada tan poderoso, y por lo tanto están sumamente sorprendidos, y las desean mucho. He enviado gente para que registre todo el planeta y encuentre más hierbas de distintas clases, para ver qué podría plantarse aquí. Las que prosperan son cultivadas, y sus aceites se venden en todo el mundo. Hay tanta demanda de ellos que es difícil satisfacerla, y el oro entra sin parar en Travancore mientras sus maravillosas fragancias perfuman toda la Tierra.

La cesta giró cuando la cuerda interrumpió el ascenso, y a sus pies se reveló el corazón del reino, la ciudad de Travancore tal como la veían los pájaros, o Dios. La tierra junto a la bahía estaba cubierta de tejados, árboles, caminos, muelles, todos pequeños como los juguetes de una princesa, sin extenderse tanto como Constantinopla pero, aun así, bastante grande. Todo estaba salpicado por un verdadero jardín botánico de verdes árboles, apenas desplazados por las construcciones y los caminos. Sólo en la zona de los muelles se veían más tejados que árboles.

Sobre sus cabezas flotaba un tapiz de nubes que se movía tierra adentro arrastrado por el viento. Desde el mar, una gran hilera de altas nubes de mármol navegaba hacia ellos.

—Tendremos que bajar dentro de poco —le dijo el Kerala al piloto. Éste asintió con la cabeza y revisó la estufa.

Una bandada de buitres se detuvo junto a ellos con curiosidad, y el piloto les gritó, luego sacó una arma de caza de una bolsa que guardaba en la cesta. Él nunca lo había visto, dijo, pero había oído decir de una bandada de pájaros que había picoteado una bolsa hasta hacerla caer. Halcones, celosos de su territorio, aparentemente; probablemente los buitres no serían tan audaces; pero no sería algo muy agradable como sorpresa.

El Kerala se rio, miró a Ismail e hizo un gesto señalando los coloridos y fragantes campos.

—Éste es el mundo que queremos que tú nos ayudes a construir —dijo—. Saldremos al mundo y plantaremos jardines y huertos hasta el horizonte, construiremos caminos que atraviesen las montañas y los desiertos, y llenaremos las montañas de terrazas y regaremos los desiertos hasta que haya jardines por todas partes y abundancia para todos, y ya no habrá más imperios ni reinos, ni califas, ni sultanes, ni emires, ni kanes, ni terratenientes, ni reyes ni reinas ni príncipes, ni qadis ni mulás ni ulemas, se acabarán la esclavitud y la usura, la propiedad y los impuestos, los ricos y los pobres; se acabarán las matanzas, las mutilaciones, las torturas, las ejecuciones; no habrá más carceleros ni presos; basta de generales, soldados, ejércitos y armadas, no más patriarcado, no más clanes, no más castas, no más hambre, no más sufrimientos de los que la vida nos trae por haber nacido y tener que morir. Entonces veremos de verdad y por primera vez qué clase de criaturas somos.