La caída de Constantinopla
En sus comienzos, el médico del sultán otomano califa Selim Tercero, Ismail ibn Mani al-Dir, era un qadi armenio que estudiaba leyes y medicina en Constantinopla. Ascendió rápidamente en la jerarquía de la burocracia otomana debido a la eficacia de sus servicios, hasta que finalmente el sultán lo llamó para que cuidara a una de las mujeres del palacio. La muchacha del harén se recuperó con los cuidados de Ismail y, poco tiempo después de eso, el sultán Selim también fue curado por Ismail de una dolencia de la piel. Después de aquello el sultán nombró a Ismail Médico Principal de la Sublime Puerta y su palacio.
Por lo tanto Ismail pasaba el tiempo yendo de un lado para otro, de paciente en paciente, intentando no molestar, continuando con su formación como hacen los médicos, practicando. No frecuentaba las ceremonias de la corte. Llenaba gruesos libros con estudios de casos, tomando nota de síntomas, medicinas, tratamientos y resultados. Cuando era llamado, asistía a los interrogatorios de los jenízaros y allí también tomaba notas.
El sultán, impresionado por la dedicación y la destreza del médico, se interesó en sus estudios de casos. Los cadáveres de los jenízaros decapitados en el frustrado golpe de 1202 fueron puestos a disposición de Ismail, y la prohibición religiosa de realizar autopsias y disecciones fueron declaradas nulas en este caso de criminales ejecutados. Había que hacer mucho trabajo en muy poco tiempo, a pesar de que los cuerpos estaban sumergidos en hielo; de hecho, el mismo sultán participó en muchas de las disecciones e hizo preguntas en cada corte. No tardó mucho tiempo en ver y sugerir las ventajas de la vivisección.
Una noche de 1207, el sultán llamó a su médico para que fuera al palacio de la Sublime Puerta. Uno de sus antiguos mozos de cuadra se estaba muriendo, y Selim había hecho que lo acomodaran en una cama colocada sobre el plato de una enorme balanza; en el otro plato se habían puesto unas pesas de oro de manera que ambos se mantuvieran al mismo nivel en el centro de la habitación.
A media noche, mientras el hombre jadeaba en la cama, el sultán cenaba y lo observaba. Le dijo al médico que estaba seguro de que su prueba permitiría determinar la presencia y el peso del alma, si es que ésta existía.
Ismail se acercó al mozo de cuadra y le acarició suavemente la muñeca con los dedos. La respiración del anciano se debilitó, hasta convertirse en un jadeo. El sultán se puso de pie y apartó a Ismail mientras señalaba el extremadamente delicado fiel de la balanza. Nada debía ser alterado.
El anciano dejó de respirar.
—Esperad —susurró el sultán—. Observad.
Todos estaban expectantes. Tal vez había diez personas en la habitación. Todo estaba perfectamente en silencio e inmóvil, como si el mundo entero se hubiera detenido para presenciar la prueba.
Lentamente, muy lentamente, el plato sobre el que estaba el hombre muerto comenzó a elevarse. Alguien soltó un grito ahogado. La cama se elevó y quedó en el aire sobre sus cabezas. El anciano había perdido peso.
—Quitad solamente una muy pequeña cantidad de peso de la otra bandeja —susurró el sultán.
Así lo hizo uno de sus guardaespaldas, quitando algunos trozos de lámina de oro. Luego algunos más. Finalmente el plato que sostenía al hombre muerto en el aire comenzó a bajar, hasta que quedó más abajo que el otro. El guardaespaldas eligió el trozo más pequeño y lo puso sobre la bandeja. Con habilidad volvió a poner la balanza en equilibrio. Al morir, el peso del hombre era un cuarto de grano menor.
—¡Interesante! —declaró el sultán tranquilamente.
Regresó a su comida y le hizo un gesto a Ismail.
—Ven, come. Y luego dime qué piensas de esta gentuza del este, que según dicen nos están atacando.
El médico dijo que no tenía ninguna opinión formada sobre la cuestión.
—Con toda seguridad habrás oído algo —lo animó el sultán—. Cuéntame lo que hayas oído.
—Como todo el mundo, he oído decir que vienen del sur de la India —dijo Ismail obedientemente—. Los mogoles han sido derrotados por ellos. Tienen un ejército muy eficaz, y una flota que los lleva de un puerto a otro y bombardea las ciudades costeras. Su jefe se hace llamar el Kerala de Travancore. Han conquistado a los safavidas, y han atacado a Siria y a Yemen…
—Esas noticias son viejas —interrumpió el sultán—. Lo que yo te pido a ti, Ismail, es una explicación. ¿Cómo han podido lograr hacer todas estas cosas?
—No lo sé, excelencia —dijo Ismail—. Las pocas cartas que he recibido de colegas médicos del este no hablan de temas militares. Yo saco la conclusión de que esa gente se mueve con rapidez; he oído decir que recorren unas cien leguas cada día.
—¡Cien leguas! ¿Cómo es posible?
—No lo sé. Uno de mis colegas escribió algo acerca del tratamiento de las heridas de quemaduras. He oído que los invasores perdonan a sus prisioneros, y que los ponen a cultivar la tierra en las zonas conquistadas.
—Curioso. ¿Son hindúes?
—Hindúes, budistas, sijs; tengo la idea de que practican cierta mezcla de esas tres religiones, o una especie de nueva religión, inventada por este sultán de Travancore. Los gurús indios hacen esto a menudo, y parece que él es esa clase de jefe.
El sultán Selim meneó la cabeza.
—Come —ordenó, e Ismail cogió una copa de sorbete—. ¿Atacan con fuego griego o con la alquimia negra de Samarcanda?
—No lo sé. Esa ciudad ha sido abandonada, según tengo entendido, después de varios años de peste y algunos terremotos. Pero quizá su alquimia continuó desarrollándose en la India.
—Entonces somos atacados por la magia negra —reflexionó el sultán, aparentemente intrigado.
—No podría decirlo.
—¿Y qué hay de esa flota que tienen?
—Vos sabéis más que yo, excelencia. He escuchado que navegan en el ojo del viento.
—¡Más magia negra!
—El poder de la máquina, excelencia. Tengo un corresponsal sij que me ha dicho que hierven agua en unas ollas tapadas, y sacan el vapor por unos tubos, como las balas de una pistola, y el vapor empuja los remos como un río empuja una rueda hidráulica, y así avanzan los barcos.
—Seguramente sólo conseguirán retroceder.
—Ésa puede ser otra forma de avanzar, excelencia.
El sultán miró con suspicacia al médico.
—¿Alguno de estos barcos puede explotar?
—Podría suceder, si algo sale mal.
Selim lo pensó.
—¡Vaya; eso podría ser muy interesante! ¡Si una bala de cañón acertara en una de esas ollas donde hierven el agua, el barco podría volar en mil pedazos!
—Es muy posible.
El sultán estaba satisfecho.
—Sería bueno para practicar la puntería. Ven conmigo.
Encabezó su habitual tren de criados y salió de la habitación: seis guardaespaldas, cocinero y camareros, astrónomo, ayuda de cámara, y el Jefe Eunuco Negro del palacio, todos detrás de él y el médico, a quien el sultán tenía cogido por el hombro. Guió a Ismail por la Puerta de la Felicidad y después entraron en el harén sin decir una palabra a sus guardias, dejando que sus criados resolvieran una vez más quién se suponía que debía seguirlo dentro del palacio. Al final entraron solamente un camarero y el Jefe Eunuco Negro.
En el palacio todo era de oro y mármol, seda y terciopelo, las paredes de los salones exteriores estaban cubiertas de pinturas e iconos religiosos de la época de Bizancio. El sultán hizo un gesto al Eunuco Negro, quien a su vez hizo un gesto con la cabeza a un guardia que estaba en la puerta.
Apareció una de las concubinas del harén y, tras ella, cuatro criadas: era una muchacha de piel muy blanca y cabellos rojizos, su cuerpo desnudo brillaba a la luz de los faroles. No era albina, sino más bien una persona de piel naturalmente pálida, una de las famosas esclavas blancas del palacio, entre las únicas supervivientes conocidas de los desaparecidos firanjis. Habían sido engendradas durante varias generaciones por los sultanes otomanos, quienes mantenían la pureza de la línea. Nadie fuera del serrallo veía nunca a las mujeres, y nadie fuera del palacio del sultán veía nunca a los hombres utilizados para engendrar.
Los cabellos de esta joven mujer eran rojos y con cierto brillo dorado, los pezones rosados y la piel de un blanco tan translúcido que dejaba ver las venas, especialmente en los pechos, que estaban ligeramente hinchados. El médico estimó que llevaba tres meses de embarazo. El sultán no parecía notarlo; ella era su preferida y aún la tenía cada día.
Entonces, la rutina cotidiana tuvo lugar. La odalisca fue hasta la cama y el sultán la siguió sin molestarse en correr las cortinas. Las damas de honor ayudaron a la mujer para que se acomodara bien en la cama, le extendieron los brazos, le separaron y levantaron las piernas. Selim se acercó a la cama. Sacó el miembro erecto de entre sus ropas y la cubrió. Se movieron juntos de la manera habitual hasta que, con un estremecimiento y un gutural gruñido, el sultán eyaculó y se sentó al lado de la mujer y le acarició el vientre y las piernas.
Se le ocurrió algo y miró a Ismail:
—¿Qué aspecto tiene ahora el sitio del que ella viene? —preguntó.
El médico se aclaró la garganta.
—No lo sé, excelencia.
—Dime lo que has oido.
—He oído que Firanja, al oeste de Viena, está principalmente dividida entre los andalusíes y la Horda de Oro. Los andalusíes ocupan las antiguas tierras de los francos y las islas que están al norte de ellas. Son sunníes, con los habituales elementos sufies y wahabies luchando por la influencia de los emires. El este es una mezcla de príncipes vasallos de la Horda de Oro y los safavidas, muchos de ellos chiítas. Hay muchas órdenes sufies. También han ocupado las islas que están cerca de la costa y la península romana, a pesar de que sobre todo es berberisca y maltesa.
El sultán asintió con la cabeza.
—Entonces prosperan.
—No lo sé. Allí llueve más que en las estepas, pero hay montañas o colinas por todas partes. Hay una llanura en la costa del norte donde se cultivan uvas y cosas semejantes. A la región de al-Andalus y a la península romana les va bien, por lo que veo. Al norte de las montañas, la vida es más dura. Se dice que las tierras bajas aún son zonas donde reina la muerte.
—¿Por qué? ¿Qué sucedió allí?
—Son húmedas y el frío no cesa. Eso se dice. —El médico se encogió de hombros—. Nadie lo sabe. Quizá la piel pálida de la gente de allí les haya hecho más susceptibles a la peste. Eso es lo que dijo Al-Ferghana.
—Pero ahora allí viven buenos musulmanes, sin efectos negativos.
—Sí. Los otomanos balcánicos, los andalusíes, los safavidas, los de la Horda de Oro. Todos musulmanes, aparte de algunos judíos y algunos zott.
—Pero el islam está fracturado. —El sultán meditó, mientras pasaba la mano por los rojos cabellos pubianos de la odalisca—. Dime una vez más: ¿de dónde son los antepasados de esta muchacha?
—Son de islas que están cerca de la costa norte de las tierras francas —se aventuró a decir el médico—. Inglaterra. Allí la gente era de piel muy pálida, y algunas de las islas más remotas escaparon a la peste y sus pueblos fueron descubiertos y esclavizados uno o dos siglos después. Se dice que no tenían idea de lo que había pasado al otro lado del mar.
—¿Tienen buenas tierras?
—En absoluto. Son tierras de bosques y rocas. Vivían de la cría de la oveja y de la pesca. Eran muy primitivos, casi como la gente del Nuevo Mundo.
—Un sitio donde han encontrado mucho oro.
—Inglaterra era más conocida por el estaño que por el oro, según tengo entendido.
—¿Cuántos de estos supervivientes fueron sacados de allí?
—He leído que apenas unos mil. La mayoría murieron o se mezclaron con el pueblo. Tal vez vos tengáis los únicos ejemplares puros que quedan.
—Sí. Y esta mujer está embarazada de un hombre de su raza, como ya te había dicho. Nosotros cuidamos de los hombres con tanto esmero como de las mujeres; queremos mantener el linaje.
—Muy sabio.
El sultán miró al Eunuco Negro.
—Ya estoy preparado para Jasmina.
Entró otra muchacha, muy negra, cuyo cuerpo era casi idéntico al de la joven blanca, aunque no estaba embarazada. Juntas, parecían dos piezas de ajedrez. La muchacha negra reemplazó a la blanca en la cama. El sultán se puso de pie y se acercó a ella.
—Vaya, vaya… La zona de los Balcanes es un sitio que da pena —reflexionó—. Pero más hacia el oeste podría estar mejor. Podríamos trasladar la capital del imperio a Roma, igual que ellos trajeron la suya aquí.
—Sí. Pero la península romana está completamente repoblada.
—¿Venecia también?
—No. Continúa abandonada, excelencia. A menudo se inunda, y allí la peste fue particularmente devastadora.
El sultán Selim frunció los labios con desagrado.
—No me gusta…, ah…, no me gusta la humedad.
—No, excelencia.
—Bueno, tendremos que luchar contra ellos aquí. Les diré a los soldados que el alma de cada uno de ellos, ese cuarto de grano que más aprecian, se elevará hasta el Paraíso de los Diez Mil Años si ellos mueren defendiendo la Sublime Puerta. Ellos vivirán allí como vivo yo aquí. Nos encontraremos con los invasores en los estrechos.
—Sí, excelencia.
—Ahora déjame.
Pero cuando la armada india apareció no fue en el mar Egeo, sino en el mar Negro, el mar otomano. Pequeños barcos negros llenaban el mar Negro, barcos con ruedas hidráulicas en los costados y sin velas, sólo penachos de humo blanco que salían de las chimeneas y cubrían unas casetas sobre la cubierta. Parecían los hornos de una herrería y que en cualquier momento se hundirían como piedras. Pero no lo hicieron. Dominaron el relativamente poco vigilado estrecho del Bósforo, hicieron añicos las baterías de la costa y fondearon frente a la Sublime Puerta. Desde allí bombardearon el palacio Topkapi y las baterías que defendían ese lado de la ciudad con proyectiles explosivos. Las baterías destruidas, de carácter ceremonial, estaban desatendidas desde hacía mucho tiempo puesto que durante siglos nadie había llegado para atacar Constantinopla. El hecho de que los barcos hubieran aparecido por el mar Negro nadie podía explicarlo.
De cualquier manera allí estaban, y bombardearon las defensas hasta que todo quedó en silencio, luego dispararon una y otra vez contra los muros del palacio y contra las baterías que quedaban al otro lado del Cuerno de Oro, en Pera. La gente de la ciudad se apiñaba en las casas, o se refugiaba en las mezquitas, o se alejaba de la ciudad hacia los campos fuera de la muralla de Teodosio; pronto la ciudad pareció quedar desierta, excepto por algunos hombres jóvenes que se quedaron para ser testigos del ataque. En las calles comenzaron a aparecer más y más de estos muchachos cuando empezó a parecer que los barcos de hierro no iban a bombardear la ciudad, sino únicamente Topkapi, el cual estaba sufriendo un duro castigo a pesar de sus enormes muros impenetrables.
Ismail fue llamado por el sultán para que acudiera a aquel gran blanco de la artillería. En ese momento, él estaba metiendo en cajas la masa de papeles que había acumulado durante los últimos años, todas sus notas y registros, bosquejos, muestras y especímenes. Deseó que pudieran hacerse los preparativos necesarios para que todas aquellas cosas se enviaran a la madraza médica de Nsara, donde vivían y trabajaban muchos de sus más fieles corresponsales; o incluso al hospital de Travancore, hogar de sus agresores, pero también de otro grupo muy fiel de corresponsales médicos.
Ahora no había manera de organizar semejante traslado, así que dejó las cajas en sus habitaciones con una nota encima que describía su contenido y atravesó caminando las calles desiertas hasta llegar a la Sublime Puerta. Era un día soleado; podían oírse voces que venían de la gran mezquita azul, pero aparte de eso sólo se veían perros, como si hubiera llegado el día del Juicio Final y a Ismail lo hubieran dejado atrás.
El día del Juicio Final había llegado sin duda para el palacio; los proyectiles estallaban contra él continuamente. Ismail entró en el palacio y fue llevado hasta donde estaba el sultán, a quien encontró visiblemente excitado por los acontecimientos, como si estuviera en un parque de atracciones: Selim Tercero estaba en la atalaya más alta de Topkapi, a plena vista de la flota que los bombardeaba, observando la acción mediante un largo telescopio de plata.
—¿Por qué el hierro no hunde a los barcos? —le preguntó a Ismail—. Deben de ser tan pesados como una arca llena de oro.
—Dentro del casco de esos barcos debe de haber el aire necesario para que floten —dijo el médico, disculpándose por la insuficiencia de la explicación—. Si el casco de uno de esos barcos fuera perforado, seguramente se hundiría más rápido que cualquier casco de madera.
Uno de los barcos disparó, largando humo y deslizándose un poco hacia atrás. Sus cañones disparaban hacia adelante, uno por barco. Parecían bastante pequeños, como grandes dhows de carga, o gigantes bichos de agua.
El proyectil estalló en una pared del palacio que estaba a su izquierda. Ismail sintió que todo se sacudía bajo sus pies. Suspiró.
El sultán le lanzó una mirada.
—¿Estás asustado?
—Un poco, excelencia.
El sultán sonrió.
—Ven, quiero que me ayudes a decidir qué debo llevar. Por supuesto, las joyas más valiosas. —Pero entonces divisó algo en el cielo—. ¿Qué es eso? —Se puso el telescopio en el ojo. Ismail miró hacia arriba; había un punto rojo en el cielo. Se dejaba llevar por la brisa sobre la ciudad, parecía un huevo rojo—. ¡Hay un cesto que cuelga de él! —exclamó el sultán—. ¡Y hay gente en el cesto! —Se rio—. ¡Saben hacer que las cosas vuelen por el aire!
Ismail protegió sus ojos del sol con la mano.
—¿Puedo utilizar el catalejo, excelencia?
Debajo de unas nubes blancas e hinchadas, el punto rojo flotaba hacia ellos.
—El aire caliente se eleva —dijo Ismail, cada vez más sorprendido a medida que se iba dando cuenta—. Deben de llevar un brasero en el cesto, y el aire caliente que desprende el fuego entra en la bolsa y se queda allí atrapado, y entonces toda esa cosa se eleva y vuela.
El sultán volvió a reírse.
—¡Maravilloso! —Cogió otra vez el catalejo—. Sin embargo, no veo llamas.
—Tal vez sea un fuego pequeño, si no podrían quemar la bolsa. Un brasero de carbón, eso no puede verse desde aquí. Entonces cuando quieren bajar, apagan el fuego.
—Yo quiero hacer eso —declaró el sultán—. ¿Por qué no has hecho uno así para mí?
—No se me ocurrió.
Ahora el sultán estaba especialmente de buen humor. La roja bolsa voladora se acercaba adonde ellos se encontraban.
—Esperemos que los vientos la lleven a cualquier otra parte —señaló Ismail mientras la observaba.
—¡No! —gritó el sultán—. Quiero ver qué es capaz de hacer.
Su deseo se cumplió. La bolsa flotante se dejó llevar hasta que llegó encima del palacio, justo debajo de las nubes, o entre ellas, o incluso desapareciendo dentro de una de ellas, lo cual le dio a Ismail la sensación aún más fuerte de que el objeto volaba como un pájaro. ¡Gente volando como si fueran pájaros!
—¡Disparadles! —gritaba el sultán con entusiasmo—. ¡Disparad a la bolsa!
Los guardas del palacio lo intentaron, pero el único cañón que quedaba sobre la muralla destrozada no podía elevarse lo suficiente. Los mosqueteros le dispararon, los rotundos chasquidos de sus mosquetes eran seguidos por gritos del sultán. El humo de la pólvora llenaba los campos, mezclándose con los olores de los cítricos y del jazmín y de la tierra pulverizada. Pero hasta donde ellos podían ver, nadie le había acertado a la bolsa ni al cesto. A juzgar por los diminutos rostros que miraban hacia abajo desde el borde de la cesta, aparentemente envueltos con gruesas bufandas de lana, Ismail pensó que tal vez estuvieran fuera de su alcance, demasiado alto como para ser alcanzados por las balas.
—Probablemente las balas no lleguen tan alto —dijo.
Y sin embargo ellos nunca estarían demasiado altos para arrojar cosas sobre todo lo que estuviera debajo. La gente del cesto parecía saludarlos; entonces, cayó algo negro como un halcón en picado, un halcón que descendía a una velocidad increíble, y se estrelló en el techo de uno de los edificios interiores, explotando y haciendo volar por los aires fragmentos de teja que armaron un gran estrépito al caer en el patio y el jardín.
El sultán gritaba eufóricamente. En el palacio cayeron otras tres bombas de pólvora, una sobre un muro en el que unos soldados rodeaban uno de los cañones grandes, matándolos brutalmente.
A Ismail le dolían más los oídos por los rugidos del sultán que por las explosiones. Señaló los barcos de hierro.
—Ya vienen.
Los barcos estaban muy cerca de la orilla y lanzaban lanchas llenas de hombres. El bombardeo desde otros barcos continuó durante el desembarco, más intenso que nunca; sus botes iban a desembarcar triunfantes sin oposición alguna en un sector de la ciudad donde la muralla había desaparecido.
—Pronto estarán aquí —se aventuró a decir Ismail.
Mientras tanto, la bolsa y el cesto flotante habían ido hacia el oeste, más allá del palacio y sobre el campo abierto que se extendía detrás de la muralla de la ciudad.
—Vamos —dijo Selim de repente, cogiendo a Ismail por el brazo—. De prisa.
Bajaron corriendo las destrozadas escaleras de mármol, seguidos por el séquito más cercano del sultán. El sultán señalaba el camino a través de las incontables habitaciones y pasillos que había en las partes más bajas del palacio.
Allí abajo las lámparas de aceite apenas iluminaban las cámaras llenas con el botín de cuatro siglos de dominio otomano, y tal vez también con el tesoro bizantino, si no romano o griego, o hitita o sumerio; todas las riquezas del mundo, amontonadas en salones y salones. Uno estaba completamente lleno de oro, principalmente en forma de monedas y lingotes; otro de arte de devoción bizantina; otro de armas antiguas; otro de muebles de maderas y pieles raras, otro de trozos de rocas de colores, sin valor alguno hasta donde Ismail sabía.
—No habrá tiempo para registrar todo esto —señaló Ismail, andando con pasos rápidos detrás del sultán.
Selim simplemente se rio. Atravesó una extensa galería o almacén de pinturas y estatuas hasta llegar a una pequeña habitación lateral, vacía como no fuera por una hilera de sacos sobre un banco.
—Traedlos —ordenó a los sirvientes cuando entraron a la pequeña habitación; luego retomó su camino, seguro de la ruta que llevaba.
Llegaron a una escalera que bajaba atravesando la roca que sostenía el palacio: una vista extraña, una tersa escalera de mármol que descendía a través de un agujero escarpado entre las rocas hasta las mismas entrañas de la Tierra. La gran caverna de depósito de agua de la ciudad estaba en alguna parte hacia el sur y el este, hasta donde Ismail sabía; pero cuando llegaron a una caverna natural de poca altura y el suelo lleno de agua, encontraron un muelle de piedra, y amarrada a él, una gran embarcación tripulada por guardias imperiales. Había antorchas en el muelle y faroles en la barcaza que iluminaban la escena. Aparentemente, estaban en un pasadizo lateral de la caverna de depósito de agua, y podían navegar dentro de ella.
Selim le señaló a Ismail el techo del hueco de la escalera, e Ismail vio que había explosivos en grietas y agujeros perforados; después de haber zarpado y cuando se encontraran a cierta distancia, supuestamente aquel sitio sería volado, y algunas partes de los cimientos del palacio cegarían el subterráneo; de cualquier manera, la ruta de escape quedaría escondida y sería imposible que alguien los siguiera.
Los hombres estaban ocupados cargando la barcaza, mientras el sultán inspeccionaba los bultos. Cuando todo estuvo listo para partir él mismo encendió las mechas, sonriendo alegremente. Ismail miraba fijamente aquella escena, que tenía la cualidad irreal de algunos de los iconos bizantinos que había visto en los almacenes del tesoro.
—Nos uniremos al ejército balcánico, cruzaremos el Adriático e iremos a Roma —anunció el sultán—. ¡Conquistaremos el oeste y regresaremos para aniquilar a estos infieles por su imprudencia!
Los hombres de la barcaza gritaron con entusiasmo después de aquellas palabras, sonando como miles por los ecos que resonaban en aquel lago subterráneo y en su cielo de rocas. El sultán recibió el vitoreo con los brazos abiertos, luego dio un paso hacia adelante y entró en la barcaza, sostenida en equilibrio por tres o cuatro de sus hombres. Nadie vio a Ismail cuando daba media vuelta y subía corriendo las ya condenadas escaleras hacia un destino diferente.