El recuerdo
Kang Tongbi recibió al visitante en el salón junto al patio delantero consagrado a las visitas de la casa, y se sentó observándolo detenidamente mientras él explicaba quién era, en un chino claro aunque con extraño acento. Su nombre era Ibrahim ibn Hasam. Era un hombre menudo y de aspecto frágil, aproximadamente de la misma estatura y complexión de Kang, sus cabellos eran blancos. Nunca se quitaba unas gafas para leer, y sus ojos nadaban detrás de los cristales como los peces de un estanque. Era un verdadero hui, oriundo de Irán, aunque había vivido en China durante casi todo el reinado del emperador Qianlong; como casi todos los extranjeros que ya llevaban mucho tiempo en China, se había comprometido a quedarse el resto de su vida.
—China es mi hogar —dijo, algo que sonó extraño con su acento. Asintió atentamente con la cabeza al ver la expresión de Kang—. No soy un han puro, obviamente, pero me gusta vivir aquí. De hecho, pronto volveré a vivir en Lanzhou, para estar entre la gente de mi misma fe. Creo que he aprendido bastante estudiando con Liu Zhi para poder servir a aquellos que desean un mejor entendimiento entre los chinos musulmanes y los chinos han. En cualquier caso, ésa es mi esperanza.
Kang asintió amablemente con la cabeza al escuchar aquella inverosímil tarea.
—¿Y habéis venido aquí para…?
Él hizo una reverencia.
—He estado ayudando al gobernador de la provincia en estos conocidos casos de…
—¿Robos de almas? —preguntó Kang repentinamente.
—Pues… Sí. En cualquier caso, coletas cortadas. No es tan fácil determinar si se trata de brujería o simplemente de rebelión contra la dinastía. Ante todo, soy un erudito, un erudito religioso, pero también he estudiado las artes médicas, por eso me llamaron para ver si podía aportar algún dato que pudiera ayudar a esclarecer el asunto. También he estudiado casos de… posesión del alma. Y otras cosas semejantes.
Kang lo miró fríamente. Él dudó un poco antes de continuar.
—Vuestro hijo mayor me ha informado de que habéis tenido algún incidente de esta clase.
—Yo no sé nada de eso —contestó ella secamente—. A mi hijo menor le cortaron la coleta, eso es todo lo que sé. El caso ha sido investigado sin ningún resultado en particular. En cuanto al resto, lo ignoro. Duermo, y me he despertado algunas veces con frío y en algún sitio que no era mi cama. En cualquier otro lugar del recinto, de hecho. Mis sirvientes me dicen que he estado diciendo cosas que ellos no entienden. Hablando en una lengua que no es chino.
Los ojos de él nadaban detrás de los cristales.
—¿Habláis alguna otra lengua, señora?
—Desde luego que no.
—Lo siento. Vuestro hijo dijo que erais muy culta.
—Mi padre se complacía en enseñarme los clásicos, tanto a mí como a sus hijos.
—Tenéis reputación de ser una excelente poetisa.
Kang no respondió, pero se sonrojó un poco.
—Espero tener el privilegio de leer algunos de vuestros poemas. Podrían ayudar en mi trabajo.
—¿En qué consiste vuestro trabajo?
—Bueno…, en curar a quien recibe visitaciones, si es posible. Y en ayudar al emperador en la investigación de los cortes de coletas.
Kang frunció el ceño y miró hacia otro lado.
Ibrahim tomó unos cuantos sorbos de té y esperó. Parecía tener la habilidad de esperar más o menos indefinidamente.
Kang hizo un gesto a Pao para que volviera a llenar la taza de Ibrahim.
—Proceda, entonces.
Ibrahim hizo una reverencia en su asiento.
—Gracias. Tal vez podríamos empezar hablando de este monje que murió, Bao Ssu.
Kang se puso rígida en la silla.
—Sé que es difícil —murmuró Ibrahim—. Todavía estáis al cuidado de su hijo.
—Sí.
—Y me han dicho que cuando él llegó aquí vos estabais convencida de que lo conocíais de alguna otra parte.
—Sí, así es. Pero él dijo que venía de Suzhou y que nunca había estado antes aquí. Y yo jamás he estado en Suzhou. Pero sentí que lo conocía.
—¿Y con este muchacho sentisteis lo mismo?
—No. Pero siento lo mismo con vos.
Ella se tapó la boca con la mano.
—¿De verdad?
Ibrahim la observó. Kang meneó la cabeza.
—¡No sé por qué he dicho eso! Pasó, sencillamente.
—Esas cosas pasan a veces. —No le dio mucha importancia—. Pero hablemos de este Bao, que no os reconoció. Poco después de que él llegara aquí, se denunciaron algunos incidentes. Cortes de coletas, nombres de personas escritos en trozos de papel y colocados debajo de pilotes que estaban a punto de ser clavados en el muelle; ese tipo de cosas. Actividades de robo de almas.
Kang negó con la cabeza.
—Él no tenía nada que ver con eso. Pasaba los días junto al río, pescando con su hijo. Era un simple monje, eso es todo. Lo torturaron en vano.
—Él confesó haber cortado una coleta.
—¡Lo hizo bajo tortura! ¡Hubiera dicho cualquier cosa, cualquiera hubiera hecho lo mismo! Ésa es una manera estúpida de investigar semejantes crímenes. Hace que surjan por todas partes, como un círculo de setas venenosas.
—Es cierto —dijo el hombre. Tomó un sorbo de té—. Yo mismo he dicho eso muchas veces. Y de hecho está cada vez más claro que eso es lo que ha ocurrido aquí.
Kang lo miró lúgubremente.
—Contadme.
—Bueno. —Ibrahim bajó la vista—. El monje Bao y su hijo fueron llevados en principio para ser interrogados en Anchi; seguramente él os lo debe haber dicho. Habían estado mendigando, cantando canciones frente a la casa del caudillo de la aldea. El caudillo les dio un solo trozo de pan caliente; aparentemente Bao y Xinwu tenían tanta hambre que aquél insultó al caudillo, quien decidió que ambos no eran personas de su agrado y los echó una vez más. Bao lo insultó otra vez antes de irse, y el caudillo se puso tan furioso que ordenó que los arrestaran y les revisaran la bolsa. Encontraron algunos escritos y medicinas y tijeras…
—Lo mismo que encontraron aquí.
—Sí. Y entonces el caudillo hizo que los ataran a un árbol y los golpearan con cadenas. Sin embargo no pudieron sacarles nada más, aunque ambos estaban bastante lastimados. Así que el caudillo cogió parte de una coleta falsa que llevaba un guardia calvo que trabajaba para él, y la puso en la bolsa de Bao y lo mandó a que lo examinara el prefecto con la prensa de tobillos.
—Pobre hombre —exclamó Kang, mordiéndose el labio—. Pobre alma.
—Sí. —Ibrahim bebió otro sorbo—. Así que, recientemente, el gobernador general comenzó a investigar estos incidentes por orden del emperador, quien está muy preocupado. Yo he ayudado de alguna manera en la investigación (no con interrogatorios) examinando pruebas físicas, como la coleta falsa, de la cual demostré que estaba hecha con cabellos de personas diferentes. Así que se interrogó al caudillo, y él contó toda la historia.
—Así que todo era una mentira.
—Exactamente. Y en realidad todos los incidentes pueden remontarse a un origen, para el caso, similar al de Bao, en Suzhou…
—Monstruoso.
—… excepto el que tiene que ver con vuestro hijo Shih.
Kang no dijo nada. Hizo un gesto, y Pao volvió a llenar las tazas de té.
Después de un extenso silencio, Ibrahim dijo:
—No me cabe duda de que los gamberros de la ciudad se aprovecharon del miedo para asustar a vuestro hijo.
Kang asintió con la cabeza.
—Y también —siguió diciendo—, si habéis estado experimentando… posesión de espíritus…, posiblemente él también…
Ella no dijo nada.
—¿Sabéis de alguna rareza…?
Durante un buen rato estuvieron allí sentados uno junto al otro en silencio, bebiendo té. Finalmente Kang dijo:
—El miedo en sí es un tipo de posesión.
—Es cierto.
Bebieron té un rato más.
—Le diré al gobernador general que aquí no hay nada de qué preocuparse.
—Gracias.
Otro silencio.
—Pero yo estoy interesado en cualquier otra manifestación de… cualquier cosa fuera de lo normal.
—Por supuesto.
—Espero que podamos hablarlo. Conozco modos de investigar este tipo de cosas.
—Posiblemente.
Poco después la visita del médico hui llegó a su fin.
Después de que se hubo retirado, Kang se paseó por el recinto de sala en sala, seguida por la preocupada Pao. Miró en la habitación de Shih, ahora vacia, sus libros en los estantes, cerrados. Shih había ido a jugar a la orilla del río, sin duda con su amigo Xinwu.
Kang miró la zona de las mujeres, el telar que era gran parte de su fortuna y el atril sobre el que escribía, el tintero, los pinceles, la pila de papel.
Los gansos vuelan hacia el norte contra la luna.
Los hijos crecen y se van.
En el jardín, mi viejo banco.
Algunos días preferiría tener arroz y sal.
Sentado como una planta y el pescuezo estirado:
¡Grazna, grazna! ¡Vuela!
Luego fue a la cocina y al jardín, debajo del viejo enebro. No dijo una sola palabra y se retiró a su habitación en silencio.
Aquella noche, sin embargo, otra vez unos gritos despertaron a todos los habitantes de la casa. Pao salió corriendo a la cabeza del grupo de sirvientes y encontró a la viuda Kang desplomada sobre el banco del jardín, debajo del árbol. Pao levantó la camisa de su señora para taparle los pechos y la sentó en el banco.
—¡Señora Kang! —le gritó; porque aunque ella tenía los ojos abiertos no veía nada de este mundo.
Tenía los ojos en blanco, y parecía que mirara a través de Pao y los sirvientes, viendo a otra gente y mascullando en otras lenguas, un parloteo de sonidos, gritos y chillidos dichos con una voz que no era la suya.
—¡Fantasmas! —gritó Shih, que se había despertado con el alboroto—. ¡Está poseída!
—Silencio, por favor —dijo Pao—. Debemos llevarla a su cama sin despertarla.
Ella le cogió un brazo, Zunli cogió el otro, y lo más delicadamente que pudieron, la alzaron. Era tan ligera como un gato, más ligera de lo que supuestamente debería haber sido.
—Con cuidado —decía Pao mientras la pasaban por el alféizar y la dejaban sobre la cama.
Incluso cuando estuvo allí acostada, la viuda intentó levantarse otra vez como un títere, y dijo, en algo parecido a su propia voz:
—A pesar de todo la pequeña diosa murió.
Pao envió un mensaje al médico hui contándole lo que había ocurrido, y recibió una nota de respuesta en la que pedía otra entrevista. Kang resopló y dejó caer la nota sobre la mesa sin decir una palabra. Pero una semana después pidió a los sirvientes que prepararan de comer para recibir a una visita, e Ibrahim ibn Hasam apareció en la puerta, parpadeando detrás de sus gafas.
Kang lo recibió con las más exageradas formalidades y lo condujo al salón, donde ya estaba dispuesta la mejor vajilla de porcelana.
Después de la comida, cuando estaban tomando el té, Ibrahim hizo un gesto con la cabeza y dijo:
—Tengo entendido que habéis tenido otro ataque de sonambulismo.
Kang se ruborizó.
—Mis sirvientas son muy poco discretas.
—Lo siento. Se trata de que podría estar relacionado con mi investigación.
—Lo lamento, pero no recuerdo nada del incidente. Me desperté y encontré a toda la gente muy perturbada.
—Sí. A lo mejor podría preguntar a vuestros sirvientes lo que habéis dicho mientras estabais… ¿hechizada, tal vez?
—Desde luego.
—Gracias. —Otra reverencia, otro sorbo de té—. También…, me preguntaba si estaríais de acuerdo en ayudarme a encontrar esa…, esa otra voz que tenéis dentro.
—¿Cómo pensáis hacerlo?
—Con un método desarrollado por los médicos de al-Andalus. Supone una especie de meditación centrada en un objeto, como en un templo budista. Un examinador ayuda a que la persona que está meditando haga una descripción, como ellos la llaman; entonces, a veces las voces interiores hablan con el examinador.
—¿Entonces se parece al robo de almas?
Él sonrió.
—No hay ningún robo. Es, sobre todo, una conversación, ya sabéis. Como llamar al espíritu de alguien que está ausente, incluso para que acuda a sí mismo. Como las invocaciones de almas que se hacen en vuestras ciudades del sur. Luego, cuando termina la meditación, todo regresa a la normalidad.
—¿Creéis en el alma, doctor?
—Por supuesto.
—¿Y en el robo de almas?
—Bueno. —Larga pausa—. Creo que esta idea tiene que ver con un concepto chino del alma. Tal vez vos podáis aclarármelo. ¿Acaso hacéis una distinción entre el hun, el alma espiritual, y el po, el alma corporal?
—Sí, por supuesto —contestó Kang—. Ése es un aspecto del yin-yang. El alma hun pertenece al yang, el alma po pertenece al yin.
Ibrahim asintió con la cabeza.
—Y el alma hun, puesto que es ligera y activa, volátil, es la que puede separarse de la persona viva. De hecho, lo hace cada noche durante el sueño, y regresa cuando nos despertamos. Por lo general, regresa.
—Sí.
—Y si por casualidad, o deliberadamente, el alma no regresa, puede ser una causa de enfermedad, especialmente en los niños, como los cólicos, y de muchas formas de sonambulismo, locura y cosas por el estilo.
—Sí.
Ahora la viuda Kang ya no lo miraba.
—Y el hun es el alma que buscan los ladrones de almas que supuestamente merodean por el campo. Chiao-hun.
—Sí. Evidentemente, vos no creéis que sea así.
—No, no, en absoluto. Reservo el juicio para lo que se puede ver. Puedo ver la distinción que se hace, de eso no cabe duda. Yo mismo viajo en sueños; creedme, viajo. Y he tratado a pacientes inconscientes, cuyo cuerpo sigue funcionando bien, se podría decir que rebosan salud, mientras están allí recostados en la cama y nunca se mueven; no, no se mueven durante años. A uno de ellos le lavé la cara, y le estaba lavando las pestañas cuando de repente me dijo que no hiciera eso. Después de dieciséis años. No; creo que he visto al alma hun tanto cuando se va como cuando regresa. Creo que sucede como con muchas otras cosas. Los chinos tienen determinadas palabras, determinados conceptos y determinadas categorías, mientras que el islam tiene otras palabras, naturalmente, y categorías ligeramente diferentes, pero cuando se observa más de cerca todas ellas pueden ser correlacionadas y se puede demostrar que son una sola. Porque la realidad es única.
Kang frunció el entrecejo, como si tal vez no estuviera de acuerdo.
—¿Conocéis el poema de Rumi Balki: «Morí como mineral»? ¿No? Es del fundador de la secta de los derviches, los musulmanes más espirituales.
Y empezó a recitar:
Morí como mineral y regresé como planta,
morí como planta y regresé como animal,
morí como animal y regresé como hombre.
¿Por qué tener miedo? ¿Cuándo he perdido al morir?
Sin embargo debo morir una vez más como humano
para elevarme con ángeles benditos allí arriba.
Y cuando sacrifique mi alma de ángel,
me convertiré en lo que ninguna mente ha imaginado jamás.
—La última muerte creo que se refiere al alma hun, que abandona el alma po para trascender.
Kang estaba pensándolo.
—Entonces en el islam, ¿creéis que las almas regresan? ¿Que vivimos muchas vidas y que nos reencarnamos?
Ibrahim bebió un sorbo de té verde.
—El Corán dice: «Dios crea seres y los envía una y otra vez, hasta que regresan a Él».
—¿De verdad? —Ahora Kang miraba a Ibrahim con interés—. Eso mismo es lo que creemos los budistas.
Ibrahim asintió con la cabeza.
—Un maestro sufí al que he seguido, Sharif Din Maneri, nos dijo: «Tened la certeza de que este trabajo ha existido antes de vosotros y de mí en eras pasadas y de que cada persona ya ha alcanzado cierto nivel. Nadie es el primero en comenzar este trabajo».
Kang miró a Ibrahim fijamente; estaba inclinada hacia él en su asiento. Se aclaró la garganta delicadamente.
—Recuerdo pequeños fragmentos del hechizo del sonambulismo —admitió ella—. A menudo me parece que soy otra persona. Generalmente una mujer joven, una…, una reina de un país lejano, que está en problemas. Tengo la impresión de que ocurrió hace mucho tiempo, pero todo es muy confuso. A veces despierto con la sensación de que ha pasado un año o más. Luego me centro otra vez completamente en este mundo, y todo se desmorona, y apenas puedo recordar una o dos imágenes, como si hubiera sido un sueño, o como si recordara una ilustración en un libro, pero menos nítida, menos… Lo siento. No puedo verlo con claridad.
—Claro que podéis hacerlo —dijo Ibrahim—. Con mucha claridad.
—Creo que os he conocido antes —susurró—. A vos y a Bao, y a mi hijo Shih, y a Pao, y a algunos otros. Yo…, es como ese momento que a veces uno siente, que parece que lo que está pasando ya ha pasado antes, exactamente de la misma manera.
Ibrahim asintió con la cabeza.
—Yo he sentido eso. En otra parte del Corán dice: «Os digo una verdad, que los espíritus que ahora tienen afinidad serán afines, aunque todos se encuentren en nuevas personas y con nuevos nombres».
—¿De verdad? —exclamó Kang.
—Sí. Y en otra parte, dice: «Su cuerpo se cae como el caparazón de un cangrejo, y él forma uno nuevo. La persona es simplemente una máscara que el alma se pone durante una temporada, la utiliza el tiempo necesario, luego la abandona y utiliza otra».
Kang lo miraba fijamente, con la boca abierta.
—Apenas si puedo creer lo que estoy oyendo —susurró—. No he podido contar estas cosas a nadie. Creen que estoy loca. Ahora se dice que soy una…
Ibrahim asintió con la cabeza y bebió unos sorbos de té.
—Lo entiendo. Pero yo estoy interesado en estas cosas. Yo mismo he recibido ciertas… señales. ¿Entonces os parece que tal vez podamos intentar hacer el proceso de la descripción y ver lo que podemos averiguar?
Kang asintió con la cabeza decididamente.
—Sí.
Debido a que él quería oscuridad, fueron hasta el asiento interior al pie de la ventana del vestíbulo, con la ventana y las puertas cerradas. Sólo una vela ardía sobre una mesa baja. Los cristales de las gafas reflejaban la llama. Se dieron órdenes para que la casa permaneciera en completo silencio, era posible oír el débil ladrido de algún perro, las ruedas de alguna carreta, el murmullo de la ciudad distante, todo muy suave.
Con sus dedos fríos y finos, Ibrahim cogió una muñeca de la viuda. Sintió el pulso de ella, quizás ahora más rápido. Pero él le pidió que mirara fijamente la llama de la vela y le habló en persa, en árabe y en chino; canturreando en voz baja, sin énfasis ni tono, un sutil murmullo. Ella nunca había oído una voz como ésa.
—Estáis caminando en el fresco rocío de la mañana, todo está en paz, todo está en orden. En el corazón de la llama el mundo se despliega como una flor. Respiráis en la flor, inhalando lentamente, exhalando lentamente. Todos los sutras hablan a través de vos dentro de esta flor de luz. Todo está centrado, subiendo y bajando por vuestra espina dorsal como la marea. El sol, la luna, las estrellas, cada uno en su sitio, girando alrededor de nosotros, abrazándonos.
De aquella misma manera siguió murmurando, hasta que el pulso de Kang estuvo sereno y constante en los tres niveles, un pulso flotante y relajado, la respiración profunda y relajada. Ibrahim tuvo realmente la cabal sensación de que ella había abandonado aquella habitación a través del pórtico de la llama de la vela. Nunca había experimentado antes que alguien se alejara de él tan rápidamente.
—Ahora —sugirió—, viajáis en el mundo del espíritu, y veis todas vuestras vidas. Decidme lo que veis.
La voz de la viuda sonó aguda y dulce, diferente a la habitual.
—Veo un viejo puente, muy antiguo, que atraviesa un arroyo seco. Bao es joven y lleva una túnica blanca. La gente me sigue sobre el puente hacia un…, un lugar. A la vez viejo y nuevo.
—¿Qué ropa lleváis?
—Una larga… camisa. Como ropa para dormir. Es abrigada. La gente grita mientras pasamos.
—¿Qué dicen?
—No lo entiendo.
—Sólo repetid los sonidos que oís.
—In sha ar am. In sha ar am. Hay gente montada a caballo. Oh; ahí estáis vos. También sois joven. La gente quiere algo. La gente grita. Los hombres a caballo se acercan. Se acercan con rapidez. Bao me advierte…
Ella se estremeció.
—¡Ah! —dijo, con su voz habitual.
Su pulso comenzó a hacerse correoso, a acelerarse. Sacudió violentamente la cabeza, miró a Ibrahim.
—¿Qué fue eso? ¿Qué sucedió? —preguntó.
—Os habíais ido. Veíais otra cosa. ¿Lo recordáis?
Ella negó con la cabeza.
—¿Caballos?
Cerró los ojos.
—Caballos. Un jinete. Una caballería. ¡Yo tenía problemas!
—Hmm. —Le soltó la muñeca—. Probablemente.
—¿Qué ocurría?
Él se encogió de hombros.
—Tal vez alguna… ¿Habláis algún…? No. Ya habéis dicho antes que no. Pero en este viaje hun, parecíais estar oyendo árabe.
—¿Árabe?
—Sí. Una oración bastante común. Muchos musulmanes suelen recitarla en árabe, aunque ésa no sea su lengua. Pero…
Ella se encogió de hombros.
—Tengo que descansar.
—Por supuesto.
Ella lo miró, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Yo…, podría ser; por qué yo, aunque… —Sacudió la cabeza y las lágrimas cayeron—. ¡No entiendo por qué pasa esto!
Él asintió con la cabeza.
—Es muy raro que entendamos por qué suceden las cosas.
Ella se rio brevemente.
—Pero a mí me gusta entender.
—A mí también. Creedme; es el mayor de mis placeres. Por raro que suene.
Una pequeña sonrisa, o una mueca de desazón, que él ofreció para que ella la compartiera. Un entendimiento compartido, por la solitaria frustración que cada uno sentía por entender tan poco.
Kang respiró profundamente y se puso de pie.
—Os agradezco vuestra ayuda. Confío en que volveréis otra vez, ¿no es cierto?
—Por supuesto. —Él también se puso de pie—. No ha sido nada, señora. Siento que sólo hemos comenzado.
De repente se asustó, vio a través de él.
—Volaban pancartas, ¿recordáis?
—¿Qué?
—Vos estabais allí. —Ella sonrió como pidiendo disculpas, se encogió de hombros—. Vos también estabais allí.
Él fruncía el ceño, tratando de entenderle.
—Pancartas… —Pareció ensimismarse un rato—. Yo… —Meneó la cabeza—. Tal vez. Recuerdo… cuando veía pancartas, de niño, en Irán, eso solía significar tanto para mí. Más de lo que yo podría explicar. Como si estuviese volando.
—Venid otra vez, por favor. Tal vez vuestra alma hun también pueda ser invocada.
Él asintió con la cabeza, frunciendo el ceño, como si todavía estuviese buscando un pensamiento escurridizo, una pancarta en la memoria. Incluso mientras se despedía y se marchaba, aún estaba distraído.
Ibrahim regresó otro día de esa misma semana, y ambos tuvieron otra sesión «dentro de la vela» como le decía Kang. Desde las profundidades de su trance comenzó a hablar sin parar en una lengua que ninguno de ellos entendía: ni Ibrahim mientras la escuchaba, ni Kang cuando él le leyó más tarde lo que había escrito.
Él se encogió de hombros, parecía conmocionado.
—Les preguntaré a algunos colegas. Por supuesto podría tratarse de una lengua completamente perdida para nosotros. Debemos concentrarnos en lo que veis.
—¡Pero no recuerdo nada! O muy poco. Como se recuerdan los sueños, que desaparecen rápidamente al despertar.
—Entonces cuando estáis de verdad dentro de la vela, en ese momento, tengo que utilizar mi inteligencia, hacer las preguntas correctas.
—¿Pero y si no os entiendo? ¿O si respondo en esa otra lengua?
Él asintió con la cabeza.
—Pero parecéis entenderme, al menos en parte. Tiene que haber una traducción en más de un campo. O el alma hun encierra más cosas de lo que siempre se ha sospechado. O el zarcillo que os mantiene en contacto con el alma hun que viaja transporta otras partes de lo que sabéis. O la que entiende es el alma po.
Levantó las manos: ¿quién podría saberlo?
Entonces algo acudió a la cabeza de ella y posó una mano sobre el hombro de él.
—¡Había un desprendimiento de tierras!
Se quedaron los dos en silencio, de pie. El aire se estremecía ligeramente.
Él se fue desconcertado, distraído. En cada partida se iba atónito, y en cada regreso no dejaba de murmurar ideas, esperando impacientemente su próximo viaje dentro de la vela.
—Un colega de Pekín piensa que la lengua que vos utilizáis podría ser una forma de berberisco. En otros momentos, quizás utilizáis el tibetano. ¿Conoceis esos lugares? Marruecos está en el otro lado del mundo, el extremo occidental del norte de África. Los marroquíes son los que volvieron a poblar al-Andalus cuando murieron los cristianos.
—Ah —dijo ella, pero lo negó con la cabeza—. Yo siempre fui china, estoy segura. Debe de ser algún antiguo dialecto chino.
Él sonrió, era una imagen extraña y agradable.
—China está en vuestro corazón, tal vez. Pero yo creo que, de vida en vida, nuestras almas recorren todo el mundo.
—¿En grupos?
—Los destinos de la gente se entrelazan, como dice el Corán. Como los hilos en vuestro bordado. Se mueven juntos como las razas vagabundas de la Tierra: los judíos, los cristianos, los zott. Restos de antiguas costumbres que han quedado sin hogar.
—O las nuevas islas del mar Oriental, ¿verdad? ¿Entonces también pudimos haber vivido allí, en los imperios de oro?
—Ésos podrían ser egipcios de épocas remotas, huidos del diluvio de Noé hacia el oeste. Las opiniones están divididas.
—Sea lo que sea, yo estoy segura de ser china de pies a cabeza. Y siempre lo he sido.
Él la observó con una pizca de su sonrisa en los ojos.
—La lengua que habláis cuando estáis dentro de la vela no suena como chino. Y si la vida es inextinguible, tal como parece ser, quizás hayáis vivido antes incluso de que existiera China.
Ella respiró profundamente y suspiró.
—Es fácil de creer.
Cuando Ibrahim llegó la vez siguiente era de noche, así que pudieron trabajar en silencio y oscuridad; de manera que la llama de la vela, la habitación sombría y el sonido de la voz de él serían lo único que parecería existir. Era el quinto día del quinto mes, un día de mala suerte, el día de la festividad de los fantasmas hambrientos, cuando a aquellos pobres pretas que nunca habían tenido descendientes vivos se les honraba y se les daba un poco de paz. Kang había recitado el sutra surangama, el que exponía el rulai-zang, un estado de mente vacía, mente tranquila, mente verdadera.[8]
Ella hizo los rituales de purificación de la casa y ayunó, también le pidió a Ibrahim que hiciera lo mismo. Así que cuando por fin terminaron con todos los preparativos, ambos se sentaron solos en la mal ventilada y oscura cámara, observando una vela ardiendo. Kang entró en la llama casi en el mismo instante en que Ibrahim le tocó la muñeca; su pulso fluía, un pulso «yin en yang». Ibrahim la observaba atentamente. Ella murmuró algo en la lengua que él no podía comprender, o tal vez en otra lengua diferente. Había un brillo en su frente, y parecía muy turbada.
La llama de la vela se encogió hasta tener el tamaño de una judía. Ibrahim tragó saliva, intentando alejar el miedo, entrecerrando los ojos por el esfuerzo.
Ella se movió, su voz se agitaba cada vez más.
—Habladme en chino —dijo él suavemente—. Hablad en chino.
Ella gimió, murmuró. Luego dijo, muy claramente:
—Mi esposo ha muerto. Ellos no querían…, lo envenenaron, no querían aceptar a una reina entre ellos. Querían lo que teníamos nosotros. ¡Ah!
Y comenzó otra vez a hablar en el otro idioma. Ibrahim retuvo las palabras más claras en la mente, luego vio que la llama de la vela había crecido otra vez, pero que había superado su tamaño normal, elevándose tanto que la habitación se calentó y comenzó a estar sofocante; él temió por el techo de papel.
—Por favor, calmaos. Oh, espíritus de los muertos —dijo él en árabe. Kang gritó con la voz que no era la suya.
—¡No! ¡No! ¡Estamos atrapados!
Después, ella estaba sollozando, llorando con todas sus fuerzas. Ibrahim la contuvo sosteniéndole los brazos, apretándola suavemente, y de repente ella lo miró; parecía despierta, y sus ojos se agrandaron.
—¡Vos estabais allí! Estabais allí con nosotros, estábamos atrapados en una avalancha, ¡estábamos allí atrapados a punto de morir!
Él negó con la cabeza.
—No lo recuerdo…
Ella se liberó y le dio una bofetada. Las gafas de Ibrahim salieron volando y atravesaron la habitación, ella se precipitó sobre él y lo cogió de la garganta como para estrangularlo, sus ojos fijos en los de él, de repente mucho más pequeños.
—¡Estabais allí! —gritaba—. ¡Recordad! ¡Recordad!
Él pareció ver lo que ocurría en los ojos de ella.
—¡Oh! —dijo, horrorizado, mirando ahora a través de ella—. Oh, Dios mío. Oh…
Ella lo soltó, y él cayó al suelo. Ibrahim daba palmaditas en el suelo como buscando sus gafas.
—Inshalá, inshalá. —Buscaba a tientas, luego levantó la vista para mirarla—. Apenas erais una niña…
—Ah —dijo ella, y se desplomó sobre el suelo junto a él. Ahora lloraba a moco tendido—. Ha pasado tanto tiempo. Estaba tan sola. —Sorbió por la nariz con fuerza, se secó los ojos—. Siguen matándonos. Nos siguen matando.
—Así es la vida —dijo él, secándose los ojos. Se incorporó—. Eso es lo que sucede. Ésos son los recuerdos que conserváis. Una vez fuisteis un muchacho negro, un hermoso muchacho negro, ahora puedo veros. Y una vez fuisteis mi amigo, dos viejos juntos. Estudiábamos el mundo, éramos amigos. Buenos tiempos.
La llama de la vela descendió lentamente hasta quedar en su tamaño normal. Se sentaron en el suelo uno junto al otro, demasiado cansados para moverse.
En cierto momento Pao llamó muy suavemente a la puerta, y ellos se sobresaltaron con una sensación de culpabilidad, a pesar de que ambos habían estado perdidos en sus propios pensamientos. Se pusieron de pie y volvieron a sentarse en las sillas, y Kang llamó a Pao y le pidió que llevara un poco de zumo de melocotón. Cuando ella regresó con el zumo, ambos se habían tranquilizado; Ibrahim había recuperado sus gafas, y Kang había abierto el postigo de la ventana para dejar entrar el aire nocturno. La luz de la luna menguante a medias velada por las nubes se sumaba al resplandor de la llama de la vela.
Con las manos aún temblando, Kang bebió unos sorbos de zumo de melocotón y le dio unos mordiscos a una ciruela. Su cuerpo también estaba temblando.
—No estoy segura de poder hacer eso otra vez —dijo, mirando hacia otro lado—. No sé si lo soportaría.
Él asintió con la cabeza. Fueron al jardín y se sentaron en el frescor de la noche, debajo de las nubes, comiendo y bebiendo. Tenían hambre. El aroma de los jazmines llenaba el aire oscuro. Aunque no hablaban, parecían acompañarse.
Soy más vieja que la propia China,
caminé por la jungla en busca de comida,
navegué los mares del mundo,
luché en la larga guerra de los asuras.
Me cortaron y sangré. Por supuesto. Por supuesto.
No es extraño que mis sueños sean tan descabellados,
no es extraño que me sienta tan cansada.
No es extraño que siempre esté enfadada.
Montones de nubes que ocultan mil picos;
vientos que soplan y dan color a diez mil árboles.
Ven a mí, esposo; vamos a vivir juntos
las próximas diez vidas.
Cuando Ibrahim hizo la visita siguiente, la expresión en su rostro era solemne, y estaba vestido con más elegancia que las otras veces que se habían visto; parecía que llevaba el atuendo de un clérigo musulmán.
Después de los saludos habituales, cuando estuvieron solos otra vez en el jardín, él se puso de pie y la miró a los ojos.
—Tengo que regresar a Gansu —le dijo—. Debo ocuparme de unos asuntos familiares. Y mi maestro sufí me necesita en su madraza. Lo he postergado todo el tiempo que he podido, pero ahora debo marcharme.
Kang miró hacia otro lado.
—Lo sentiré.
—Sí. Yo también. Todavía hay mucho de que hablar.
Silencio.
Luego Ibrahim se movió y habló otra vez.
—He pensado en una manera de resolver este problema, esta separación entre nosotros, tan poco deseada, y es que te cases conmigo: acepta mi propuesta de matrimonio y cásate conmigo, y venid tú y tu gente, conmigo, a Gansu.
La viuda Kang parecía completamente sorprendida. Lo miraba boquiabierto.
—¡Vaya!; no puedo casarme. Soy una viuda.
—Las viudas pueden volver a casarse —dijo Ibrahim—. Sé que Qing no lo aconseja, pero Confucio no dice nada en contra de ello. He investigado y lo he consultado con los mejores expertos. La gente lo hace.
—¡No la gente respetable!
Él entrecerró los ojos, de repente parecía chino.
—¿Respetable para quién?
Ella miró para otro lado.
—No puedo casarme contigo. Tú eres hui, y yo soy alguien que todavía no ha muerto.
—Los emperadores Ming ordenaron a todos los hui que se casaran con buenas mujeres chinas, para que sus hijos fueran chinos. Mi madre era una mujer china.
Ella miró hacia arriba, sorprendida una vez más. Su rostro estaba encendido.
—Por favor —dijo él, con la mano extendida—. Sé que es una idea nueva. Una sorpresa. Lo siento. Por favor, piénsalo, antes de darme una respuesta definitiva. Piénsalo detenidamente.
Ella se enderezó para enfrentarlo formalmente.
—Lo pensaré.
Un ligero golpe de la mano de la viuda indicó su deseo de quedarse sola, y él, con un saludo truncado, acabado con una frase en otro idioma y dicha con mucha intensidad, salió del salón.
Después de aquello, la viuda Kang deambulaba por la casa de un lado a otro. Pao estaba afuera en la cocina, dando órdenes a las muchachas, y Kang le pidió que fuera a hablar con ella en el jardín. Pao la siguió hasta allí, y Kang le contó lo que había sucedido; Pao se rio.
—¡De qué te ríes! —le dijo Kang bruscamente—. ¿Crees que me importa tanto la recomendación de un emperador Qing? ¿Y que debería encerrarme en esta caja el resto de mi vida, para conseguir un papel escrito con tinta roja?
Pao se quedó helada, al principio se asustó, luego se llenó de temor.
—Pero, señora Kang; Gansu…
—No sabes nada de Gansu. Vete.
Después de eso nadie se atrevió a hablar con ella. Vagó por la casa como un fantasma hambriento, ignorando a todo el mundo. Apenas hablaba. Visitó el santuario del Templo del Bosque de Bambú Púrpura y recitó el sutra del diamante cinco veces, y regresó a casa con las rodillas doloridas. Se acordó del poema «Una súbita imagen de los años», de Li Anzi:[9]
A veces todos los hilos en el telar
insinúan la futura alfombra.
Entonces sabemos que nuestros futuros hijos
nos esperan en el Bardo.
Tejemos para ellos hasta que nuestros brazos se cansan.
Hizo que los sirvientes la llevaran al edificio del magistrado, allí les hizo dejar la silla de mano y no se movió del sitio durante una hora. Los hombres apenas podían ver el rostro de la viuda detrás de la cortina de gasa de la ventana. La llevaron de regreso a casa sin haber puesto un pie en tierra.
Al día siguiente hizo que la llevaran al cementerio, a pesar de que no era un día festivo, y bajo el cielo vacío caminó sin rumbo arrastrando los pies con su particular forma de andar, recorriendo las tumbas de los ancestros familiares, luego se sentó al pie de la tumba de su esposo, con la cabeza entre las manos.
Al día siguiente bajó sola al río, caminando todo el tiempo, de un lado para otro, mirando los árboles, los patos, las nubes en el cielo. Se sentó en la orilla, inmóvil como si estuviera en un templo.
Xinwu estaba allí abajo como casi siempre, arrastrando su palo de pesca y su canasta de bambú. Al verla se alegró, le enseñó los peces que había atrapado. Se sentó a su lado, y los dos se quedaron observando el gran río marrón que fluía a sus pies, brillante y compacto. Él pescaba, ella estaba sentada y observaba.
—Eres muy bueno con la pesca —le dijo ella, mientras lanzaba el sedal en la corriente.
—Me enseñó mi padre. —Después de un rato—: Lo echo de menos.
—Yo también. —Luego—: Crees…, me pregunto qué pensaría él.
Después de otra pausa:
—Si nos mudamos al oeste, debes venir con nosotros.
Invitó a Ibrahim a que regresara; cuando lo hizo, Pao lo acompañó hasta el vestíbulo, el cual Kang había ordenado llenar de flores.
Él se detuvo ante ella con la cabeza inclinada.
—Soy vieja —le dijo ella—. He pasado por todas las etapas de la vida.[10]
»Soy alguien que no ha muerto todavía. No puedo ir hacia atrás. No puedo darte hijos.
—Entiendo —murmuró él—. Yo también soy viejo. Sin embargo pido tu mano para casarme contigo. No para tener hijos, sino para tenerte conmigo.
Ella lo miraba, los colores le iban subiendo a la cara.
—Entonces acepto tu oferta de matrimonio.
Él sonrió.
Después de aquel día, la casa estuvo como en medio de un torbellino. Los sirvientes, aunque criticaban mucho la unión, debían trabajar todo el día, todos los días, para preparar el lugar para el día quince del sexto mes, que, según la tradición, era el momento del verano más favorable para comenzar un viaje. Los hijos mayores de Kang no aprobaban la unión, por supuesto, pero de todas formas hicieron planes para asistir a la boda. Los vecinos estaban escandalizados, horrorizados más allá de lo imaginable, pero como no fueron invitados, no tuvieron oportunidad de expresar su opinión en la casa de Kang. Las hermanas de la viuda la felicitaron en el templo y le desearon lo mejor.
—Puedes llevar la sabiduría de Buda a los hui —le decían—. Será muy provechoso para todos.
Así que se casaron en una pequeña ceremonia a la que asistieron todos los hijos de Kang; Shih fue el que menos felicitó a su madre, se pasó casi toda la mañana haciendo pucheros en su habitación, hecho del que Pao ni siquiera se molestó en informar a Kang. Después de la ceremonia, celebrada en el jardín, la fiesta se extendió hasta el río, y a pesar de haber sido pequeña, fue definitivamente alegre. Después de eso, la casa terminó los preparativos para el viaje, cargaron los muebles y los bienes en carretas que saldrían con diferentes destinos: o bien a la nueva casa en el oeste, o al orfanato que Kang había ayudado a establecer en la ciudad, o a las residencias de sus hijos mayores.
Cuando todo estuvo preparado, Kang dio un último paseo, deteniéndose para mirar fijamente cada una de las habitaciones desnudas, ahora extrañamente pequeñas.
Este espacio ha contenido mi vida.
Ahora el ganso se va volando,
perseguido por una ave fénix del oeste.
Cómo podría una vida abarcar semejante cambio.
Realmente vivimos más de una vida.
En seguida salió y subió a la silla de manos.
—Ya se ha ido —le dijo a Ibrahim.
Él le entregó un obsequio, un huevo pintado de rojo: felicidad para el año nuevo. Ella inclinó la cabeza. Él asintió con la suya, y ordenó que el pequeño tren comenzara el viaje hacia el oeste.