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Un caso de robo de alma

La viuda Kang era sumamente puntillosa con los aspectos ceremoniales de su viudez. Siempre se refería a sí misma como wei-wang-ren, «la persona que no ha muerto todavía». Cuando los hijos quisieron celebrar su cuadragésimo cumpleaños, ella puso reparos diciendo:

—Esto no es apropiado para alguien que no ha muerto todavía.

Viuda a los treinta y cinco años, justo después del nacimiento de su tercer hijo, se había arrojado a las profundidades de la desesperación; había amado mucho a su esposo Kung Xin. Sin embargo había descartado la idea del suicidio, como una afectación Ming. Una interpretación más auténtica del deber confuciano dejaba claro que cometer un suicidio era abandonar las responsabilidades propias y depositarlas en manos de los hijos y los parientes; evidentemente, algo impensable. La viuda Kang Tongbi se empeñó en cambio en permanecer célibe hasta pasar la edad de cincuenta, escribiendo poesía y estudiando a los clásicos y organizando, dirigiendo y administrando el recinto familiar. A los cincuenta años reuniría los requisitos para pedir un certificado de viuda casta, y recibiría una distinción con la elegante letra del emperador Qianlong, que planeaba enmarcar y colgar en la entrada de su casa. Sus tres hijos podrían incluso construir un arco de piedra en honor a ella.

Sus dos hijos mayores se movían por todo el país al servicio de la burocracia imperial, y ella criaba al más pequeño mientras seguía organizando y administrando el hogar familiar que quedaba en Hangzhou, que ahora se reducía a su hijo Shih y a los sirvientes dejados allí por los hijos mayores. Supervisaba la sericultura, que era el ingreso principal del hogar, puesto que sus hijos mayores aún no podían enviar demasiado dinero a casa y todo el proceso de fabricación de la seda, hilandería y bordados estaba a su cargo. Ninguna otra casa llevada por un magistrado regional era gobernada con parecida mano de hierro. Esto también honraba la erudición han, puesto que en los mejores hogares el trabajo de las mujeres, generalmente fabricando tejidos de cáñamo y seda, era considerado una virtud desde mucho antes de que la política Qing restableciera su apoyo oficial.

La viuda Kang vivía en la zona destinada a las mujeres del pequeño recinto, que estaba situado cerca del río Chu. Las paredes externas estaban cubiertas de estuco, las internas de trozos de madera, y la zona de las mujeres, en la parte más profunda de la propiedad, ocupaba un hermoso edificio blanco y cuadrado con techo de tejas, lleno de luz y de flores. En aquella construcción, y en los talleres contiguos a ella, la viuda Kang y sus mujeres solían tejer y bordar por lo menos algunas horas cada día, y a menudo más, si la luz era buena. Aquí también la viuda Kang hacía que su hijo menor recitara las partes de los clásicos que había aprendido de memoria siguiendo sus órdenes. Ella solía trabajar en el telar o, por las tardes, sólo hilaba o trabajaba en los diseños más grandes de bordado, todo el rato haciendo que Shih practicara las «Analectas», o Mencio, insistiendo en una memorización perfecta, tal como lo harían los examinadores llegado el momento. El pequeño Shih no era muy bueno con los estudios, incluso cuando lo comparaba con sus hermanos mayores, quienes habían sido apenas aceptables, y a menudo estaba sumido en un mar de lágrimas para cuando terminaba la tarde; pero Kang Tongbi era implacable, y cuando él terminaba de llorar, todo volvía a empezar. Con el tiempo mejoró bastante. Pero era un muchacho nervioso y desdichado.

Así que nadie era más feliz que Shih cuando la rutina cotidiana del hogar era interrumpida por una celebración. Los tres cumpleaños del Bodhisattva Guanyin eran días festivos importantes para su madre, especialmente el principal, que se celebraba el día diecinueve del sexto mes. A medida que se iba acercando este fantástico acontecimiento, la viuda comenzaba a relajar sus estrictas instrucciones, y se dedicaba en cambio a los preparativos: lectura perfecta, escritura de poesía, recogida de incienso y de comida para las mujeres necesitadas del vecindario; aquellas actividades se sumaban a las de sus ya ajetreados días. A medida que se acercaba la festividad, ella ayunaba y se abstenía de realizar cualquier acción contaminante, incluso enfadarse, por lo cual suspendía durante un tiempo las lecciones de Shih, y ofrecía sacrificios en el pequeño altar del recinto:

El anciano en la luna ataba hilos rojos

en nuestras piernas cuando éramos bebés.

Nos conocimos y nos casamos; ahora te has ido.

La vida efímera es como el agua que fluye;

de repente, hemos sido separados por la muerte todos estos años.

Las lágrimas brotan con el comienzo de un temprano otoño.

La que no ha muerto todavía aparece en los sueños

de un fantasma lejano. Vuela una grulla, cae una flor;

sola y desolada, dejo de lado mis bordados

y voy hasta el patio a contar los gansos

que han perdido su bandada. Que Bodhisattva Guanyin

me ayude a sobrevivir estos últimos años fríos.

Cuando llegaba el día, todos ayunaban, y, por la tarde, se unían en una gran procesión en lo más alto de la colina del lugar, llevando sándalo en un saco de tela y agitando banderines, sombrillas y faroles de papel, cada grupo detrás de la bandera de su templo, y del gran farol que marcaba el camino y mantenía alejados a los demonios. Para Shih, la emoción de la marcha nocturna, más la pausa en sus estudios, hacía que aquél fuera un extraordinario día festivo, y caminaba detrás de su madre balanceando un farol de papel, cantando canciones y sintiéndose feliz de un modo a menudo imposible para él.

—Miao Shan era una muchacha que se negó a cumplir la orden de que se casara que su padre le había dado —dijo su madre a las jóvenes que caminaban delante de ellos, aunque todas conocían la historia—. En un ataque de ira la ingresó en un monasterio y luego lo incendió. Un bodhisattva, Dizang Wang, llevó su espíritu hasta el Bosque de los Cadáveres, donde ella ayudó a los fantasmas intranquilos. Después de eso descendió todos los niveles del infierno y enseñó a los espíritus que allí se encontraban la manera de ascender por encima de sus sufrimientos, y tuvo tanto éxito que el dios Yama la hizo regresar en la forma de Bodhisattva Guanyin, para que los vivos aprendieran aquellas buenas cosas mientras están con vida, antes de que sea demasiado tarde para ellos.

Shih no escuchó aquel cuento tantas veces oído; no lograba entenderlo. No se parecía a nada en la vida de su madre, y él no comprendía por qué ella se sentía atraída por esa historia. Las canciones, la luz del fuego y el intenso olor del humo de incienso, todo convergía en el santuario que estaba en lo alto de la colina. Allí arriba, el abad budista dirigía las oraciones, y la gente cantaba y comía pequeñas golosinas.

Bastante después de la puesta de la luna bajaron todos la colina y siguieron por el camino del río hasta llegar a casa, todavía cantando canciones en la ventosa oscuridad. Todos los habitantes del hogar avanzaban lentamente, no sólo porque estuvieran cansados, sino para complacer el afectado andar de la viuda Kang. Sus pies eran muy pequeños y hermosos, pero se movía casi tan bien como las criadas de pies grandes y planos, con pasos rápidos y un movimiento característico de las caderas, una forma de andar sobre la que nadie nunca comentaba nada.

Shih iba delante de todos, cuidando todavía de que no se apagara la última vela que le quedaba; con su luz vislumbró movimientos junto a la pared de la casa: una gran figura oscura, caminando tan extrañamente como lo hacía su madre, por lo que por un instante pensó que sería su sombra sobre la pared.

Pero luego se oyó algo como el gemido de un perro, y Shih dio un salto hacia atrás y gritó a modo de advertencia. Los demás se acercaron corriendo, Kang Tongbi a la cabeza del grupo, y todos vieron a la luz de los faroles a un hombre con ropas andrajosas, sucio, encorvado, que los miraba fijamente, con grandes ojos de miedo.

—¡Un ladrón! —gritó alguien.

—No —dijo el hombre con una voz ronca—. Soy Bao Ssu, un monje budista de Suzhou. Sólo intento sacar agua del río. Desde aquí lo oigo.

Hizo un gesto, luego intentó cojear en dirección al sonido del río.

—Un mendigo —dijo alguien.

Pero se decía que había brujos al oeste de Hangzhou, y entonces la viuda Kang puso su farol tan cerca del rostro del desconocido que éste se vio obligado a entrecerrar los ojos.

—¿Eres realmente un monje, o uno de esos asquerosos que se ocultan en sus templos?

—Un monje de verdad, os lo juro. Tenía un certificado, pero me lo quitó el magistrado. Estudié con el maestro Yu del templo del Bosque de Bambú Púrpura.

Y comenzó a recitar el sutra del diamante, el favorito de las mujeres cuando habían pasado de cierta edad.

Kang inspeccionó su rostro detenidamente a la luz del farol. Se estremeció visiblemente, dio un paso hacia atrás.

—¿Te conozco? —se dijo a sí misma. Y luego a él—: ¡Te conozco!

El monje inclinó su cabeza.

—No sé, señora. Vengo de Suzhou. Tal vez hayáis estado allí de visita.

Ella sacudió la cabeza, aún trastornada, mirando atentamente aquellos ojos.

—Te conozco —susurró.

Luego les dijo a los sirvientes:

—Dejadlo dormir junto a la puerta trasera. Vigiladlo; ya averiguaremos más mañana por la mañana. Ahora está todo demasiado oscuro para ver bien la naturaleza de un hombre.

A la mañana siguiente, un niño apenas unos años más pequeño que Shih se había unido al hombre. Ambos estaban mugrientos y examinaban cuidadosamente la basura en busca de las sobras más frescas de comida, que devoraban inmediatamente. Miraban a los habitantes de aquel hogar desde la puerta con la cautela de un zorro. Pero no podían salir corriendo y escapar; los tobillos del hombre estaban hinchados y magullados.

—¿Por qué os han interrogado? —preguntó Kang duramente.

El hombre dudó y miró al niño.

—Mi hijo y yo estábamos viajando para regresar al templo del Bosque de Bambú Púrpura; parece que en aquel momento le cortaron la coleta a un muchacho.

Kang silbó, y el hombre la miró a los ojos, con una mano en alto.

—No somos brujos —dijo—. Por eso nos dejaron ir. Pero mi nombre es Bao Ssu, cuarto hijo de Bao Ju, y un mendigo que tenían a mano fue interrogado acerca de la maldición del jefe de una aldea, y éste nombró a un brujo que decía haber conocido, llamado Bao Ssu-ju. Pensaron que yo podría ser aquel hombre. Pero yo no soy ningún ladrón de almas. Simplemente un pobre monje con su hijo. Al final trajeron otra vez al mendigo, y éste confesó que se lo había inventado todo, para que no lo interrogaran más. Entonces nos dejaron ir.

Kang los observaba sin merma de sus sospechas. No meterse en problemas con los magistrados era una regla primordial; así que como mínimo eran culpables de eso.

—¿A ti también te torturaron? —le preguntó Shih al muchacho.

—Estuvieron a punto de hacerlo —respondió el niño—, pero en lugar de eso me dieron una pera, y yo les dije que el nombre de padre era Bao Ssu-ju. Pensé que estaba bien.

Bao seguía mirando a la viuda.

—¿Os importa que saquemos agua del río?

—No. Por supuesto que no. Adelante.

Y no dejó de observarlo mientras el hombre cojeaba por el sendero que bajaba al río.

—No podemos dejarlos entrar —decidió ella—. Shih, no te acerques a ellos. Pero pueden cuidar la puerta del santuario. Hasta que llegue el invierno, eso será mejor para ellos que andar los caminos, supongo.

Aquello no sorprendió a Shih. Su madre siempre estaba adoptando a gatos callejeros y a concubinas extraviadas, ayudaba a mantener el orfanato del pueblo y hacía rendir al máximo sus fondos financiando a las monjas budistas. Con frecuencia hablaba de convertirse ella misma en una de ellas. Escribía poesía:

—Estas flores sobre las que camino lastiman mi corazón —solía recitar de uno de sus poemas diurnos—. Cuando terminen mis días de arroz y de sal, copiaré los sutras y oraré todo el día. ¡Pero mientras tanto, más vale que todos nos pongamos a trabajar!

Fue así que el monje Bao y su hijo se convirtieron en rasgos distintivos de la puerta y de aquella parte del río, en medio del bambú y el santuario oculto en aquel bosque cada vez más ralo. Bao nunca recuperó un andar normal, pero ya no cojeaba tanto como la noche del día de la iluminación de Guanyin, y lo que él no podía hacer, lo hacía por ambos su hijo Xinwu, que era bastante fuerte teniendo en cuenta su tamaño. El siguiente día de Año Nuevo se unieron a los festejos, y Bao se las había arreglado para conseguir algunos huevos y pintarlos de rojo, para poder dárselos a Kang y a Shih y a los habitantes del hogar.[3]

Bao ofreció los huevos con gran seriedad:

—Ge Hong contó que Buda dijo que el cosmos tiene forma de huevo y que la Tierra es como la yema que está dentro. —Al darle uno a Shih dijo—: Aquí tienes, ponlo longitudinalmente en la mano e intenta romperlo.

Shih parecía asustado, y Kang se opuso:

—Es demasiado bonito.

—No os preocupéis, es fuerte. Adelante, intenta romperlo. Si lo consigues, yo lo limpiaré.

Shih apretó con mucha cautela, inclinando hacia un lado la cabeza, y luego con más fuerza. Apretó hasta que su antebrazo se tensó. El huevo seguía entero. La viuda Kang lo cogió y lo intentó ella misma. Sus brazos eran muy fuertes por los trabajos de bordado, pero el huevo aguantó intacto.

—¿Lo veis? —dijo Bao—. La cáscara de huevo es frágil, pero la curva es resistente. La gente también es así. Cada persona es débil, pero juntas son fuertes.

Después de aquello, los días festivos religiosos, Kang solía reunirse con Bao junto a la puerta y discutir las escrituras budistas con él. El resto del tiempo ignoraba a ambos y se concentraba en su mundo dentro de las cuatro paredes.

Los estudios de Shih iban bastante mal. Él no parecía ser capaz de entender las operaciones aritméticas más allá de la suma y era incapaz de memorizar los clásicos más allá de las primeras palabras de cada párrafo. Su madre estaba completamente decepcionada.

—Shih, sé que tú no eres un muchacho tonto. Tu padre era un hombre brillante, tus hermanos son serios pensadores y tú siempre has sido rápido para encontrar razones para exculparte de todo y para que las cosas se hagan como tú quieres. Piensa en las ecuaciones como si se tratara de excusas, ¡y estarás bien! ¡Pero lo único que haces es pensar en la manera de no pensar en las cosas!

Tanto menosprecio, expresado con tonos de voz extremadamente agudos, nadie podía aguantarlo. No sólo eran las palabras de Kang, sino la forma en que las decía, con una nota de aspereza y la voz de una corneja, y la curva de sus labios, y la mirada asesina, encendida y santurrona a la vez —aquella manera que tenía de mirar como si te sacudiera con sus palabras— nadie podía enfrentarse a todo aquello. Lamentándose tristemente como siempre, Shih se alejó de esta última explosión fulminante.

Poco después de ese episodio, él regresó corriendo del mercado, lamentándose en serio. Chillando, en realidad, preso de un ataque de histeria.

—¡Mi coleta, mi coleta, mi coleta!

Se la habían cortado. Los sirvientes gritaban consternados, durante unos instantes todo fue un caos, pero el alboroto fue cortado de repente al igual que la pequeña coleta de Shih cuando sonó la voz de la viuda.

—¡Callaos todos!

Cogió a Shih por los brazos y lo sentó en el alféizar de la ventana donde tantas veces lo había examinado. Le secó brutalmente las lágrimas y lo acarició.

—Cálmate, tranquilízate. ¡Tranquilízate! Cuéntame lo ocurrido.

Con sollozos e hipos compulsivos contó la historia. Se había detenido en el camino de regreso a casa desde el mercado para observar a un malabarista, cuando de repente alguien le había tapado los ojos con las manos y le habían puesto un trapo que le cubrió toda la cara, tanto los ojos como la boca. Entonces comenzó a sentirse mareado y se desplomó en el suelo; cuando se levantó, no había nadie, y le faltaba la coleta.

Kang lo miraba atentamente mientras él contaba su historia; cuando terminó y se quedó mirando fijamente el suelo, ella frunció los labios y se acercó a la ventana. Miró durante un buen rato a través de ella los crisantemos que estaban debajo del viejo y nudoso enebro. Finalmente la jefa de los sirvientes, Pao, se acercó a ella. A Shih se lo llevaron para que se lavara la cara y comiera algo.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Pao en voz baja. Kang lanzó un pesado suspiro.

—Tendremos que denunciarlo —dijo sombríamente—. Si no lo hiciéramos, seguramente la gente se enteraría igual, por los sirvientes que hablan en el mercado. Y entonces se pensaría que estamos fomentando una rebelión.[4]

—Por supuesto —dijo Pao, aliviada—. ¿Debo ir a informar al magistrado?

La respuesta se hizo esperar mucho. Pao miraba a la viuda Kang fijamente, cada vez más asustada. Kang parecía estar presa de un encantamiento maligno, como si estuviera en ese mismo momento luchando contra los ladrones de almas para salvar el alma de su hijo.

—Sí. Ve con Zunli. Nosotros iremos después con Shih.

Pao se fue. Kang vagó por la casa, mirando un objeto tras otro, como inspeccionando las habitaciones. Finalmente salió por la puerta principal y bajó lentamente por el sendero junto al río.

En la orilla debajo del gran roble encontró a Bao y a su hijo Xinwu, en el lugar donde estaban siempre.

—A Shih le han cortado la coleta —dijo.

El rostro de Bao se puso gris. Su frente comenzó a sudar.

—Ahora mismo lo llevamos al magistrado —agregó ella.

Bao asintió con la cabeza, tragando saliva. Lanzó una mirada a Xinwu.

—Si quieres ir de peregrinaje a un santuario lejano —dijo Kang con aspereza—, nosotros podríamos cuidar de tu hijo.

Bao asintió una vez más con la cabeza, con el rostro afligido. Kang miró el agua del río que fluía bajo la luz vespertina. Los rayos de sol que se reflejaban en el agua le obligaban a entrecerrar los ojos.

—Si te vas —agregó—, estarán seguros de que fuiste tú quien lo hizo.

El agua del río seguía fluyendo. Más abajo, Xinwu arrojaba piedras al agua y gritaba con cada chapoteo.

—Lo mismo sucederá si me quedo —dijo Bao finalmente.

Kang no respondió.

Después de un rato, Bao llamó a Xinwu y le dijo que debido a que él tenía que hacer una larga peregrinación, Xinwu se quedaría con Kang y Shih y el resto de la gente de la casa.

—¿Cuándo regresarás? —preguntó Xinwu.

—Pronto.

Xinwu estaba satisfecho, o poco dispuesto a pensar en ello.

Bao estiró la mano y tocó la manga de Kang.

—Gracias.

—Vete. Ten cuidado, que no te cojan.

—Lo tendré. Si puedo, enviaré un mensaje al templo del Bosque de Bambú Púrpura.

—No. Si no sabemos nada de ti, querrá decir que estás bien.

Él asintió con la cabeza. Cuando estaba a punto de irse, dudó unos instantes.

—Sabéis, señora, todos los seres han vivido muchas vidas. Vos decís que ya nos conocemos, pero antes de la festividad de Guanyin yo nunca había estado ni siquiera cerca de aquí.

—Lo sé.

—Así que debe ser que nos conocimos en otra vida.

—Lo sé. —Lo miró brevemente—. Vete.

Se alejó cojeando río arriba por el camino de la orilla, mirando a su alrededor para ver si alguien lo estaba mirando. De hecho, había algunos pescadores en la otra orilla, sus sombreros de paja brillaban bajo el sol.

Kang llevó a Xinwu hasta la casa, luego se sentó en una silla de manos para llevar a Shih, que no dejaba de lloriquear, a la ciudad, a las oficinas del magistrado.

El magistrado parecía estar tan disgustado como lo había estado la viuda Kang por tener que vérselas con semejante episodio. Pero, como ella, no podía permitirse ignorarlo, y entonces entrevistó a Shih, airadamente, e hizo que los guiara hasta el lugar donde había sucedido todo. Shih señaló un lugar en el camino cerca de un bosquecillo de bambú, apenas fuera de la vista de los primeros puestos del mercado de aquel distrito. Ninguna de las personas que estaban allí habitualmente había visto a Shih ni a un desconocido aquella mañana. Era un callejón sin salida.

Así que Kang y Shih se fueron a casa, y Shih lloraba y se quejaba diciendo que se sentía mal y que no podía estudiar. Kang lo miró fijamente y le dejó el día libre; además le dio una dosis saludable de yeso en polvo mezclado con cálculo biliar de vaca. No supieron nada de Bao ni del magistrado, y Xinwu se adaptó bien a los sirvientes de la casa. Kang dejó tranquilo a Shih durante un tiempo, hasta que un día se enfadó con él y cogió lo que le quedaba de la coleta y lo arrastró hasta el asiento de examen, diciendo:

—¡Con alma robada o no, aprobarás tus exámenes!

Y miró fijamente aquel rostro gatuno, hasta que el niño comenzó a musitar la lección del día anterior al corte de la coleta, sintiendo pena de sí mismo, e implacable ante el desprecio de su madre. Pero ella era aún más implacable. Si quería cenar tenía que aprender.

Luego llegaron noticias que decían que Bao había sido capturado en las montañas del oeste y que había sido traído de regreso para ser interrogado por el magistrado y el prefecto del distrito. Los soldados que llegaron con la noticia querían que Kang y Shih bajaran a la prefectura inmediatamente; habían traído un palanquín para llevarlos.

Kang silbó al oír las noticias y regresó a sus aposentos para vestirse adecuadamente para el viaje. Los sirvientes vieron que le temblaban las manos, en realidad le temblaba todo el cuerpo, y sus labios estaban blancos a pesar de la pintura que utilizaba para darles color. Antes de abandonar su habitación se sentó ante el telar y lloró amargamente. Luego se puso de pie y volvió a pintarse los ojos, y salió para reunirse con los guardias.

En la prefectura, Kang bajó de la silla y arrastró a Shih con ella hasta la cámara de examen del prefecto. Allí, los guardias estuvieron a punto de detenerla, pero el magistrado ordenó que la dejaran pasar, agregando amenazadoramente:

—Ésta es la mujer que le daba cobijo.

Shih se encogió de vergüenza al escuchar aquello y miró a los oficiales escondiéndose detrás del traje de seda bordada de Kang. Junto con el magistrado y el prefecto había varios oficiales que vestían unas túnicas rayadas con cintas en los brazos y decoradas con las insignias de oficiales de más alto rango: oso, venado, hasta una águila.

No hablaban, sin embargo, se limitaban a estar sentados en su silla observando al magistrado y al prefecto, quienes estaban de pie junto al desgraciado Bao. Bao estaba amarrado a un dispositivo de madera que le mantenía los brazos en alto sobre la cabeza. Sus piernas estaban atadas por los tobillos a una prensa.

La prensa que apretaba los tobillos tenía un mecanismo muy sencillo. Tres postes se erguían a partir de una base de madera; el del medio, entre los tobillos de Bao, había sido fijado a la base. Los otros dos estaban unidos al del medio aproximadamente a la altura de la cintura por una barra de hierro que pasaba a través de los tres, dejando sueltos a los dos de los extremos, aunque unos grandes pernos indicaban que únicamente podían moverse hacia afuera y hasta cierto punto. Los tobillos de Bao estaban atados a ambos lados del poste central; las puntas inferiores de los postes de los extremos hacían presión en la parte exterior de los tobillos de Bao. Las puntas superiores habían sido separadas del poste central por cuñas de madera. Todo estaba ya lo más apretado que podía llegar a estar; cualquier golpe más que el magistrado diera a las cuñas con su mazo presionaría aún más los tobillos de Bao.

—¡Responde a la pregunta! —rugió el magistrado, inclinándose hacia abajo para gritar en el rostro de Bao.

Se enderezó, caminó lentamente, y le dio a la cuña más cercana un golpe seco con el mazo.

Bao aulló de dolor.

—¡Soy un monje! ¡He estado viviendo con mi hijo junto al río! ¡No puedo caminar mucho más lejos! ¡No voy a ninguna parte!

—¿Por qué tienes estas tijeras en tu bolsa? —le preguntó el prefecto tranquilamente—. Tijeras, polvos, libros. Y un trozo de coleta.

—¡Eso no es cabello! ¡Es mi talismán del templo, mirad cómo está trenzado! Son escrituras del templo… ¡ah!

—Es cabello —dijo el prefecto, mirándolo bajo la luz.

El magistrado dio otro golpe con su mazo.

—No es el pelo de mi hijo —se interpuso la viuda Kang, sorprendiendo a todos los presentes—. Este monje vive cerca de nuestra casa. Sólo va al río a buscar agua.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el prefecto, clavando los ojos en los de Kang—. ¿Cómo podrías saberlo?

—Lo veo allí a todas horas. Nos trae agua y algo de madera. Tiene un hijo. Cuida nuestro santuario. Es sólo un pobre monje, un mendigo. Que ha quedado cojo como consecuencia de la utilización de estas cosas vuestras —dijo ella, señalando el instrumento de tortura.

—¿Qué está haciendo esta mujer aquí? —preguntó el prefecto al magistrado.

El magistrado se encogió de hombros, parecía enfadado.

—Es un testigo como cualquier otro.

—Yo no pedí testigos.

—Nosotros la llamamos —dijo uno de los oficiales del gobernador—. Hacedle más preguntas.

El magistrado se dirigió a ella.

—¿Puedes dar fe de la presencia de este hombre el día diecinueve del mes pasado?

—Estaba en mi propiedad, tal como he dicho antes.

—¿Ese día en particular? ¿Cómo puedes saberlo?

—La fiesta de la anunciación de Guanyin fue al día siguiente, y Bao Ssu nos ayudó con los preparativos. Trabajamos todo el día preparando los sacrificios.

Un silencio total invadió la habitación. Luego el dignatario dijo secamente:

—¿Entonces eres budista?

La viuda Kang lo observó con calma.

—Soy la viuda de Kung Xin, que antes de su muerte era un yamen local. Mis hijos Kung Yen y Kung Yi han aprobado ambos sus exámenes y están sirviendo al emperador en Nankín y…

—Sí, sí. Pero pregunto si eres budista.

—Sigo las costumbres de los han —dijo Kang fríamente. El oficial interrogador era un manchú, uno de los oficiales de alto rango del emperador Qianlong. Comenzaba a enrojecer un poco.

—¿Qué tiene que ver eso con tu religión?

—Todo. Por supuesto. Sigo las tradiciones antiguas, para honrar a mi esposo, a mis parientes y a mis antepasados. Cómo ocupo las horas antes de reunirme nuevamente con mi esposo no le incumbe a nadie más que a mí, por supuesto. Simplemente es el trabajo espiritual de una mujer mayor, una que no ha muerto todavía. Pero yo vi lo que vi.

—¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y un sui.[5]

—Y pasaste todas las horas del día diecinueve del noveno mes con este mendigo que está aquí.

—Las suficientes como para saber que no pudo haber ido hasta el mercado de la ciudad y regresar. Naturalmente, trabajé en el telar por la tarde.

Otro silencio en la cámara. Luego el oficial manchú hizo un irritado gesto al magistrado.

—Hazle más preguntas al hombre.

Con una venenosa mirada a Kang, el magistrado se inclinó hacia adelante para gritarle a Bao:

—¿Por qué tienes tijeras en tu bolsa?

—Para hacer talismanes.

El magistrado golpeó la cuña aún con más fuerza que antes, y Bao aulló una vez más.

—¡Dime realmente para qué eran! ¿Por qué llevas una coleta en tu bolsa?

Golpeó duramente después de cada pregunta.

Luego las preguntas las hizo el prefecto, cada una acompañada por un golpe con el mazo del furioso magistrado y continuos gemidos de Bao.

Finalmente, ya de color escarlata y sudando a mares, Bao gritó:

—¡Basta! Por favor, basta. Confieso. Os contaré lo que ocurrió.

El magistrado descansó su mazo sobre una de las cuñas.

—Cuéntanos.

—Fui engañado por un brujo para que les ayudara. Al principio yo no sabía de qué se trataba. Me dijeron que si no les ayudaba robarían el alma de mi hijo.

—¿Cómo se llamaba ese brujo?

—Bao Ssu-nen, casi como yo. Venía de Suzhou, y tenía muchos aliados trabajando para él. Podía sobrevolar toda China en una noche. Me dio un poco de polvo aturdidor y me dijo lo que tenía que hacer. ¡Por favor, aflojad la prensa, por favor! Ahora os estoy diciendo todo. No podía dejar de hacerlo. Tuve que hacerlo por el alma de mi hijo.

—Así que sí cortaste coletas el diecinueve del mes pasado.

—¡Sólo una! Sólo una, por favor. Cuando me obligaron a hacerlo. ¡Por favor, aflojad un poco la prensa!

El oficial manchú levantó las cejas y miró a la viuda Kang.

—De modo que tú no pudiste haber estado tanto tiempo con él como dices. Tal vez sea mejor así para ti.

Alguien se rio por lo bajo.

Kang dijo con su voz ronca y seca:

—Evidentemente, ésta es una de esas confesiones de las que hemos oído hablar, obtenidas gracias a la tortura. Todo el miedo al robo de almas está basado en confesiones como ésta, y lo único que hace es crear un sentimiento de pánico entre los sirvientes y los trabajadores. Nada podía ser un peor servicio para el emperador…

—¡Silencio!

—Vosotros enviáis estos informes y hacéis que el emperador se preocupe terriblemente y, luego, cuando se hace una investigación como debe ser, se revela la sucesión de mentiras forzadas…

—¡Silencio!

—¡Sois transparentes por arriba y por abajo! ¡El emperador lo verá!

El oficial manchú se puso de pie y señaló a Kang.

—Tal vez quieras ocupar el lugar de este brujo en la prensa.

Kang no dijo nada. Shih temblaba junto a ella, que se inclinó sobre él y adelantó un pie hasta que dejó de estar cubierto por la túnica, calzado con una pequeña zapatilla de seda. Clavó sus ojos en los del manchú.

—No sería la primera vez.

—Sacad a esta demente criatura del interrogatorio —dijo el manchú tajantemente; su rostro se había teñido de un rojo oscuro.

El pie de una mujer mostrado durante la instrucción de un crimen tan serio como el robo de almas: eso estaba más allá de toda norma.[6]

—Soy un testigo —dijo Kang, sin moverse.

—Por favor —le dijo Bao—. Marchaos, señora. Haced lo que os dice el magistrado. —Apenas pudo moverse un poco para mirarla—. Todo irá bien.

Entonces, madre e hijo se marcharon. En el camino de regreso a casa, sobre el palanquín, Kang lloró mientras apartaba las manos reconfortantes de Shih.

—¿Qué sucede, madre? ¿Qué sucede?

—He avergonzado a tu familia. He destruido las esperanzas más valiosas de tu padre.

Shih parecía asustado.

—Es sólo un mendigo.

—¡Calla! —siseó. Luego maldijo como uno de los sirvientes—. ¡Ese manchú! ¡Miserables extranjeros! Ni siquiera son chinos, verdaderos chinos. Todas las dinastías comienzan bien, limpian la degradación de la que ha caído. Pero después le llega el turno a su corrupción. Y ahí están los Qing. Por eso les interesa tanto el tema del corte de coletas. Ésa es la marca que ellos nos imponen, la huella impresa en cada hombre chino.

—Pero es así, madre. ¡Tú no puedes cambiar las cosas!

—No. ¡Oh, estoy tan avergonzada! He perdido la razón. Nunca debería haber ido allí. No he hecho más que colaborar con los golpes en los pobres tobillos de Bao.

Una vez llegados a la casa, ella se dirigió a la zona de las mujeres. Ayunaba, trabajaba con sus tejidos durante todas las horas que permanecía despierta, y no quería hablar con nadie.

Luego, llegaron noticias de que Bao había muerto en prisión, víctima de una fiebre que no tenía nada que ver con el interrogatorio, o al menos eso habían dicho los carceleros. Kang se encerró en su habitación, llorando, y no quiso salir. Cuando lo hizo, días después, pasó todas sus horas de vigilia tejiendo o escribiendo poemas; comía en el telar o en el escritorio donde escribía. Se negó a enseñar algo más a Shih, incluso a hablarle, lo cual lo perturbó bastante; en realidad, eso le asustaba más que nada de lo que pudiera haberle dicho. Pero disfrutaba jugando junto al río. A Xinwu se le pidió que se mantuviera lejos de él, y era cuidado por los sirvientes.

A mi pobre mono se le cayó el melocotón.

A la luna nueva se le olvidó brillar.

Ya no se subirá más al pino,

ya no irá más con el pequeño mono en la espalda.

Regresa como una mariposa,

y yo seré tu sueño.

Un día, no mucho tiempo después de aquello, Pao trajo a Kang una pequeña coleta negra, que había sido encontrada, enterrada debajo de la morera, por un sirviente que había estado removiendo la tierra. Estaba cortada en ángulo, y éste coincidía con lo que quedaba en la cabeza de Shih.

Kang resopló al ver la coleta; entró en la habitación de Shih y le dio un duro golpe en una oreja. El niño gritó su dolor y preguntó el porqué del castigo. Kang lo ignoró y regresó llorando a la zona de las mujeres; y cogió unas tijeras y cortó toda la seda que estaba extendida en los marcos para ser bordada. Las criadas gritaron alarmadas, no podían creer lo que veían sus ojos. La señora de la casa se había vuelto loca. Nunca la habían visto llorar así, ni siquiera después de la muerte de su esposo.

Más tarde, ella ordenó a Pao que no dijera nada sobre la coleta encontrada. De todas maneras, los sirvientes se enteraron del descubrimiento; Shih no abandonaba su habitación. No parecía importarle.

A partir de entonces, la viuda Kang dejó de dormir por las noches. A menudo llamaba a Pao para pedirle vino.

—Lo he visto otra vez —solía decir—. Esta vez era un monje joven, llevaba otro traje. Era un hui-hui. Y yo era una joven reina. Entonces me salvaba y escapábamos juntos. Ahora su fantasma tiene hambre y vaga entre los mundos.

Dejaban ofrendas para él al otro lado de la puerta, y en las ventanas. Kang seguía despertando a toda la casa con sus gritos en sueños, como los de un pavo real, y a veces la encontraban caminando dormida entre los edificios del recinto, hablando en lenguas extrañas y hasta con voces que no eran la suya. La costumbre era no despertar a alguien que caminaba dormido, para que el espíritu no se asustara ni se confundiera y olvidara el camino de regreso al cuerpo. Así que iban delante de ella, moviendo los muebles para que no se lastimara, y pellizcaban al gallo para que cantara más temprano. Pao intentó hacer que Shih escribiera una carta a sus hermanos mayores y les contara lo que estaba sucediendo, o al menos que escribiera lo que su madre decía por las noches, pero Shih se negó. Finalmente, Pao contó lo que sucedía a la hermana del jefe de sirvientes del hermano mayor de Shih, en el mercado cuando estaba de visita en Hangzhou, y así las noticias llegaron a oídos del hermano mayor, en Nankín. Sin embargo, no visitó a su madre; no le permitían hacer una pausa en sus tareas.[7]

Pero hizo que un erudito musulmán lo visitara, un médico que procedía de la frontera, y puesto que este hombre tenía un interés profesional en circunstancias como las de la viuda Kang, unos meses más tarde pasó a visitarla.