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Una noche puede cambiar el mundo.

Los Guardianes de la Puerta enviaron corredores que llevaban sartas de wampum para anunciar una reunión del consejo en el Puente Flotante. Querían dar el rango de jefe al extranjero al que llamaban Deloeste. Los cincuenta sachems habían acordado celebrar la reunión, ya que no había nada anormal en esto. Había muchos más jefes que sachems, y el título moría con el hombre, y cada nación era libre de elegir el suyo propio, según lo que sucediera en las aldeas cuando estuvieran en pie de guerra. El único aspecto fuera de lo común de aquella promoción era la procedencia extranjera del candidato; sin embargo él había estado viviendo cierto tiempo con los Guardianes de la Puerta; además, se rumoreaba en las nueve naciones y las ocho tribus que él era una persona interesante.

El extranjero había sido salvado por un grupo armado de Guardianes que había llegado bastante lejos hacia el oeste para infligir otro ataque a los sioux, el pueblo occidental que vivía al lado de los hodenosauníes. Los guerreros se habían encontrado con una sesión de tortura de los sioux; la víctima estaba colgada del pecho con unos ganchos y ardía un fuego debajo de él. Mientras esperaban que la emboscada estuviera preparada, los guerreros se habían quedado impresionados con las palabras que decía la víctima, dichas en una versión comprensible del dialecto de los Guardianes, como si se hubiese dado cuenta de que ellos estaban por allí.

El comportamiento habitual de la gente durante la tortura era reír intensamente frente al enemigo, para demostrarle que ningún dolor causado por el hombre puede triunfar sobre el espíritu. Con el extranjero no había sido así. Comentó tranquilamente a sus captores, en la lengua de los Guardianes más que en la de los sioux:

—Sois unos torturadores muy incompetentes. Lo que hiere al espíritu no es la pasión, porque toda pasión es ánimo. Como me odiáis me ayudáis. Lo que realmente duele de verdad es ser aplastado como un gusano en un miserable agujero. En el sitio de donde yo vengo tienen mil maneras para arrancar la piel, pero lo que duele de verdad es su indiferencia. Aquí me recordáis que soy humano y que estoy lleno de pasión, que soy un blanco de la pasión. Soy feliz de estar aquí. Y estoy a punto de ser rescatado por guerreros mucho mejores que vosotros.

Los senequianos emboscados habían tomado aquello como una innegable señal de ataque y, con alborozados gritos de guerra, se habían lanzado sobre los sioux y habían descabellado a todos los que habían podido atrapar mientras que habían tenido particular cuidado al rescatar al cautivo que había hablado tan elocuentemente y en su propia lengua.

—¿Cómo sabías que estábamos aquí? —le preguntaron.

—Suspendido en lo alto como estaba —dijo él—, vi vuestros ojos entre los árboles.

—¿Y cómo conoces nuestra lengua?

—Hay una tribu de parientes vuestros en la costa oeste de esta isla, que viven allí desde hace mucho tiempo. Con ellos aprendí vuestra lengua.

Y entonces lo habían curado y llevado a casa, y vivió con los Guardianes de la Puerta y con la Gente de la Gran Colina, cerca del Niágara, durante varias lunas. Salió a cazar y a guerrear contra los enemigos, y las noticias de sus logros se habían difundido por las nueve naciones, y mucha gente lo había conocido y había quedado impresionada. A nadie le sorprendía que lo nombraran jefe.

El consejo se puso en el camino hacia la colina sobre el lago Canandaigua, donde los hodenosauníes habían aparecido por primera vez en el mundo saliendo de la tierra como los topos.

Como el Pueblo de la Colina, el Pueblo Granito, los Dueños del Sílex y los Tejedores de Camisas, llegados al sur dos generaciones antes, habían tenido malas experiencias con la gente que había llegado por el mar desde el este, viajaban hacia el oeste por el Camino Iroqués, que atraviesa de este a oeste la tierra de la liga. Acamparon a cierta distancia de la casa del consejo de los Guardianes y enviaron a unos corredores para anunciar su llegada, como aconsejaban las antiguas costumbres. Los sachems senequianos confirmaron el día de la reunión y repitieron su invitación.

En la mañana acordada, antes del amanecer, la gente se levantó y cogió sus rollos, y se reunió alrededor de algunas hogueras y de una rápida comida de tortas de maíz tostado y agua de arce. Al amanecer, el cielo estaba despejado, había apenas un rastro de borrosa nube gris hacia el este, como los dobladillos delicadamente bordados de los abrigos que llevaban las mujeres. La bruma que cubría el lago se arremolinaba como si la retorcieran unas hadas que patinaban sobre el lago, para reunirse en un consejo de hadas igual al de los humanos, como a menudo ocurría. El aire era frío y húmedo, sin indicio alguno del calor sofocante que seguramente llegaría con la tarde.

Las naciones visitantes fueron en grupo hasta los prados junto a la orilla del lago y se reunieron en los sitios habituales. Cuando el cielo se iluminó y pasó del gris al azul, ya había unas cien personas dispuestas a escuchar el Saludo al Sol cantado por uno de los viejos sachems senequianos.

Las naciones onondaga conservan el estilo del consejo y el wampum en el que se han depositado las leyes de la liga. Ahora, el poderoso y antiguo sachem, Guardián del Wampum, se puso de pie y expuso con las manos extendidas las cuerdas de wampum, pesadas y blancas. La de los onondagas es la nación central, su consejo dejó el escaño de los consejos de la liga. El Guardián del Wampum realizó una tosca danza por el prado cantando algo que muchos de ellos oyeron apenas como un grito distante.

Se encendió un fuego en el punto central y las pipas comenzaron la ronda habitual. Los mohawks, los onondagas y los senequianos, hermanos todos y padres de los otros seis, se instalaron al oeste del fuego; los oneidas, los cayugas y los tuscaroras se sentaron al este; las nuevas naciones, cheroqui, shawni y chactra, se sentaron al sur. El sol agrietó el horizonte; su luz inundó el valle como agua de arce, vertiéndose sobre todo y tiñiéndolo de un amarillo estival. El humo se enroscaba, el gris y el marrón se hacían uno. Era una mañana sin viento; las nubecillas sobre el lago se disiparon. Los pájaros cantaban desde la cubierta frondosa del bosque hacia el este del prado.

De entre los arcos de luz y de sombra salió un hombre de baja estatura y hombros anchos, descalzo y vestido con apenas un cinturón de corredor. Tenía el rostro redondo, muy plano. Era un extranjero. Caminaba con las manos juntas, mirando hacia abajo humildemente y pasó entre las naciones nuevas hasta llegar a la hoguera central; allí ofreció las manos abiertas a Honowenato, Guardián del Wampum.

—Hoy te conviertes en un jefe de los hodenosauníes —le dijo éste—. En estas ocasiones es costumbre que yo lea la historia de la liga tal como la recuerda el wampum y que reitere las leyes de la liga que nos han dado paz durante tantas generaciones y ha hecho que nuevas naciones se unan a nosotros desde el mar hasta el Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el Tennessee.

Deloeste asintió con la cabeza. Su pecho tenía profundas cicatrices como consecuencia de la tortura de los sioux. Era tan solemne como un buho.

—Me siento muy honrado. La vuestra es la más generosa de las naciones.

—Somos la más grande liga de naciones que existe bajo estos cielos —dijo el Guardián—. Vivimos en la tierra más alta de los iraqueses, con buenos caminos que bajan en todas las direcciones.

»En cada nación hay ocho tribus, que a su vez se dividen en dos grupos. Lobo, Oso, Castor y Tortuga; Ciervo, Cazador, Garza y Halcón. Cada miembro de la tribu Lobo es hermano y hermana de todos los otros Lobos, sin importar de qué nación sean. La relación que se tiene con otros Lobos es casi más fuerte que la que se tiene con los miembros de la propia nación. Es una relación cruzada, como la urdimbre utilizada en las cestas y las telas. Entonces somos una sola prenda. Como naciones, no podemos estar en desacuerdo, porque eso rompería el tejido de las tribus. Un hermano no puede luchar contra su hermano, una hermana no puede luchar contra su hermana.

»Pues bien, como Lobo, Oso, Castor y Tortuga son hermanos y hermanas, no pueden casarse entre ellos. Tienen que casarse con un Halcón, Garza, Ciervo o Cazador.

Deloeste asentía con la cabeza después de cada una de las declaraciones del Guardián. Éste las hacía con el tono de voz grave y solemne de un hombre que había dedicado su vida a hacer que aquel sistema funcionara y se expandiera a lo largo y a lo ancho. Deloeste había sido declarado miembro de la tribu Halcón, y jugaría con los halcones en el partido matutino de lacrosse. Ahora miraba al Guardián con la intensidad de un halcón, asimilando cada una de las irascibles palabras del anciano, sin tomar conciencia de la creciente multitud que se estaba reuniendo en la orilla del lago. La gente, por su parte, se ocupaba de sus asuntos, las mujeres en las hogueras preparando el banquete, algunos hombres marcando el campo de juego en el prado más grande.

Por fin, el Guardián terminó su recitación, y Deloeste se dirigió a todos en voz alta.

—Éste es el mayor honor de mi vida —dijo lentamente con su acento extraño pero comprensible—. Ser acogido por la mejor gente de la Tierra es más de lo que cualquier pobre vagabundo puede desear. Sin embargo, era algo que yo deseaba. Pasé muchos años en esta fantástica isla esperando este momento.

Inclinó la cabeza, las manos juntas.

—Un hombre sin pretensiones —comentó Iagogeh, La Que Escucha, esposa del Guardián del Wampum—. Tampoco es tan joven. Será interesante oír lo que nos diga esta noche.

—A ver cómo le va en el juego —dijo Tecarnos, Gota de Aceite, una de las sobrinas de Iagogeh.

—Ocúpate de la sopa —dijo ésta.

—Sí, madre.

El campo de juego era inspeccionado por los jueces por si había piedras o cuevas de conejo, y los altos palos de las porterías fueron colocados a ambos extremos del campo. Como siempre, los juegos enfrentaban a las tribus de los Lobos, los Osos, los Castores y las Tortugas con las de los Ciervos, los Cazadores, los Halcones y las Garzas. Las apuestas se pusieron en marcha, y los objetos apostados fueron expuestos por los organizadores en ordenadas hileras; en su mayoría se trataba de adornos personales, pero también podían encontrarse piedras, flautas, tambores, bolsas de tabaco y pipas, agujas y flechas, dos pistolas de chispa y cuatro mosquetes.

Los dos equipos y los árbitros se reunieron en el medio campo, y la multitud se dispuso alrededor y sobre la colina para ver el espectáculo desde arriba. El partido del día sería de diez a diez, así que ganarían los que hicieran cinco pases por la portería. El arbitro principal enumeró las reglas fundamentales: no tocar la pelota con la mano, ni con el pie, ni con las extremidades, ni con el cuerpo, ni con la cabeza; no golpear deliberadamente a los adversarios con los bates. Levantó la pelota redonda, hecha con piel de ciervo y llena de arena, aproximadamente del tamaño de un puño. Los veinte jugadores se pusieron de a diez de cada lado, defendiendo sus porterías, y uno de cada bando se acercó para disputar la pelota con que comenzaría el partido. En medio de un terrible rugido de la multitud, el árbitro dejó caer la pelota y se retiró fuera del campo de juego, donde él y sus compañeros observarían atentamente si se infringían alguna de las reglas.

Los jefes de ambos equipos lucharon enloquecidamente por la pelota, las redes de los bates se arrastraban por el suelo y se golpeaban una con otra. Mientras que estaba prohibido pegarle a otra persona, pegarle al bate de otro jugador con el propio estaba permitido; sin embargo era un juego peligroso, puesto que un golpe accidental a una persona daría al jugador golpeado un golpe de castigo en la portería. Así que los dos jugadores iban golpeando y alejándose hasta que un garza levantó la pelota y la pasó a uno de sus compañeros de equipo y todos comenzaron a correr.

Los adversarios corrían tras el que llevaba la pelota, quien pasaba ágilmente entre ellos para llegar tan lejos como podía, luego pasaba la pelota con un golpe de bate y la metía en la red de uno de sus compañeros de equipo. Si la pelota caía al suelo, entonces la mayoría de los jugadores que estaban cerca se tiraba sobre ella, los bates golpeaban violentamente unos contra otros mientras sus dueños luchaban por quedarse con la bola. Dos jugadores de cada equipo se mantenían al margen de la lucha, preparados para defender su portería en caso de que un adversario cogiera la pelota y saliera disparado.

Pronto quedó claro que Deloeste ya había jugado lacrosse alguna vez, seguramente con los Guardianes de la Puerta. No era tan joven como muchos de los otros jugadores, ni tan veloz como los corredores más rápidos que había en ambos lados, pero los más veloces se colocaban vigilándose unos a otros, y Deloeste sólo tenía que enfrentarse a los más grandes del equipo de Osos-Lobos-Castores-Tortugas, quienes podían compensar su baja y sólida masa con obstrucciones, pero no poseían la rapidez de Deloeste. El extranjero sostenía su bate con ambas manos como si fuera una guadaña, hacia abajo y a un lado o delante de él, como si estuviera a punto de lanzar un golpe que arrojaría la pelota al otro extremo del campo de juego. Pero sus adversarios no tardaron en darse cuenta de que un golpe así nunca haría caer la pelota y, que si lo intentaban, Deloeste daría una extraña vuelta y se iría hacia adelante con bastante rapidez para ser un hombre corpulento y de baja estatura. Cuando otros contrincantes lo bloqueaban, sus pases a compañeros de equipo que estaban disponibles eran como los disparos de un arco; eran demasiado fuertes, puesto que sus compañeros a veces tenían problemas para atrapar sus lanzamientos. Pero si lo hacían, corrían hacia la entrada, sacudiendo los bates para confundir al último defensor de la portería y gritando junto con la multitud emocionada. Deloeste nunca gritaba ni decía una sola palabra, jugaba sumido en un extraño silencio, sin burlarse nunca del otro equipo ni buscar la mirada de los rivales; sólo miraba la pelota o, según parecía, el cielo. Jugaba como si estuviera en trance, o confundido; sin embargo, cuando sus compañeros de equipo eran alcanzados y obstaculizados, siempre estaba preparado para recibir un pase y no le importaba cuánto pudieran correr sus contrincantes para alcanzarlo. Sus compañeros, rodeados e intentando desesperadamente mantener el bate libre para golpear la pelota y sacarla fuera del campo, encontrarían allí a Deloeste, en la única dirección donde podía ser lanzada la pelota, tropezando pero milagrosamente preparado, y se la lanzarían y él atraparía la bola con destreza y daría una de sus impredecibles carreras, pasando por detrás de la gente y a través del campo formando extraños ángulos, ángulos mal tomados, hasta que le bloqueaban el paso y tenía una oportunidad de pasar la pelota a un compañero y uno de sus poderosos lanzamientos sobrevolaba el suelo como si la pelota estuviera sobre una cuerda. Mirarlo era un placer, su aspecto extraño resultaba cómico, y la multitud bramaba mientras el equipo Ciervo-Cazador-Halcón-Garza lanzaba la pelota que superaba la defensa y entraba en la portería. Pocas veces se había visto antes un tanto marcado con tanta rapidez.

Después de aquello, el equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga hizo todo lo posible por detener a Deloeste, pero se quedaban perplejos al vérselas con sus extrañas respuestas y no podían defenderse bien contra él. Si todos iban tras él, Deloeste pasaba la pelota a algún compañero más rápido y joven; todos estaban cada vez más animados a causa del triunfo. Si intentaban cubrirlo individualmente, él se escabullía y amagaba y tropezaba en aparente confusión para pasar a su defensa, hasta que se encontraba sorprendentemente cerca de la portería, daba una vuelta, de repente se balanceaba, con el bate a la altura de la rodilla, y con un golpe de muñeca lanzaba la pelota como una flecha a la portería. Nunca se habían visto lanzamientos tan potentes.

De vez en cuando, todos se reunían en las líneas de banda para beber agua y agua de arce. El equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga se consultaba lúgubremente y hacía sustituciones. Después de eso, un golpe de bate «accidental» a la cabeza de Deloeste le abrió el cuero cabelludo y lo dejó sangrando, pero la falta significó un lanzamiento libre, que él convirtió casi desde el medio campo, para delirio de la multitud. Y no detuvo su extraño pero eficaz juego, ni regaló a sus rivales ni una sola mirada. Iagogeh le dijo a su sobrina:

—Juega como si los del otro equipo fueran fantasmas. Juega como si estuviera solo, tratando de aprender cómo correr con más elegancia.

Ella era una experta en el juego y le hacía feliz ver aquellos partidos.

Muy rápidamente, el juego estuvo en cuatro por uno a favor de los más jóvenes, y los mayores se reunieron para acordar alguna estrategia. Las mujeres repartieron calabazas de agua y agua de arce, y Iagogeh, ella misma un Halcón, se acercó a Deloeste y le ofreció una calabaza de agua, puesto que había observado antes que era lo único que él bebía.

—Ahora necesitas un buen compañero —murmuró ella mientras se agachaba a su lado—. Nadie puede terminar solo.

Él la miró, sorprendido. Ella señaló con un gesto de la cabeza hacia donde estaba su sobrino Doshoweh, Partir el Tenedor.

—Él es tu hombre —dijo, y se fue.

Los hombres volvieron a reunirse en el medio campo para poner en juego la pelota, y el equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga dejó atrás sólo a un hombre como defensor. Consiguieron la pelota y comenzaron a avanzar hacia el este con la furia hija de la desesperación. El juego siguió durante un largo rato sin que ninguno de los dos equipos consiguiera la ventaja, corriendo ambos enloquecidamente de una punta a la otra del campo. Entonces, uno de los del equipo Ciervo-Cazador-Halcón-Garza se lastimó el tobillo y Deloeste pidió a Doshoweh que saliera al campo.

El equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga comenzó a avanzar una vez más, poniendo toda su confianza en el nuevo jugador. Pero uno de sus pases llegó demasiado cerca de Deloeste, quien cogió la pelota en el aire mientras saltaba sobre un hombre que había caído al suelo. Se la arrojó a Doshoweh y todos se lanzaron sobre el muchacho, quien parecía asustado y vulnerable; pero tuvo la serenidad de realizar un lanzamiento largo que llevó la pelota hasta el otro lado del campo, para dejarla una vez más en poder de Deloeste, quien ya estaba corriendo a toda velocidad. Deloeste cogió la bola y todos salieron disparados detrás de él. Pero resultó ser que tenía un resto de velocidad que no había revelado hasta ese momento, ya que nadie pudo alcanzarlo antes de llegar a la portería este; después de hacer una finta con el cuerpo y el bate, giró y lanzó la pelota, que pasó a la defensa y se perdió en el bosque. El partido había terminado.

La multitud estalló en aclamaciones y gritos de entusiasmo. Sombreros y bolsas de tabaco llenaban el aire y caían como lluvia sobre el campo de juego. Los agotados jugadores se tendieron sobre la hierba, luego se pusieron de pie y se reunieron en un gran abrazo.

Después Deloeste se sentó a la orilla del lago con los demás.

—Qué alivio —dijo—. Ya estaba empezando a cansarme.

Dejó que algunas mujeres le vendaran la herida de la cabeza con un trapo bordado y se lo agradeció, mirando hacia abajo.

Por la tarde, los más jóvenes lanzaron jabalinas para pasarlas por un aro en movimiento. Deloeste fue invitado y accedió a hacer un intento. Se puso de pie, casi inmóvil y, con un movimiento suave, lanzó la jabalina, que pasó a través del aro, el cual siguió girando. Deloeste se inclinó y dejó su lugar.

—Jugaba con jabalinas cuando era niño —dijo—. Era parte del entrenamiento para convertirnos en guerreros, lo que nosotros llamábamos un samurai. Lo que el cuerpo aprende, nunca lo olvida.

Iagogeh presenció aquella exhibición y se acercó a su esposo, el Guardián del Wampum.

—Deberíamos invitar a Deloeste para que nos cuente más cosas sobre su país —le dijo.

Él asintió con la cabeza, frunciendo un poco el ceño a causa de la intromisión de su mujer, como siempre hacía, aunque hubieran discutido cada aspecto de los asuntos de la liga, cada día durante cuarenta años. Así era el Guardián, irritable y de mirada colérica; pero eso era simplemente porque la liga significaba mucho para él, por lo cual Iagogeh ignoraba su proceder. Normalmente.

Se sirvió el banquete y se pusieron a comer. A medida que el sol iba cayendo en el bosque las hogueras ardían brillantes entre las sombras, y el campo ceremonial entre las cuatro hogueras principales se convirtió en la escena de cientos de personas que se pasaban la comida, llenaban los cuencos con maíz machacado con especias y tortas de maíz, sopa de habichuelas, cayote cocido y carne asada de venado, de alce, de pato y de codorniz. El silencio fue invadiéndolo todo mientras la gente comía. Después del plato principal, llegaron las palomitas de maíz y la mermelada de fresa rociada con azúcar de arce, que generalmente se comía más despacio y era una de las preferencias de los niños.

Durante aquel banquete, Deloeste paseó por el campo, con un muslo de ganso en la mano, presentándose a los desconocidos y escuchando sus historias, o respondiendo a sus preguntas. Se sentó con la familia de sus compañeros de equipo y recordó los triunfos del día en el campo de lacrosse.

—Ese juego es como mi antiguo trabajo —dijo—. En mi país los guerreros pelean con armas que parecen agujas gigantes. Veo que tenéis agujas y algunas pistolas. Deben de haber llegado con alguno de mis hermanos mayores o de la gente que llega hasta aquí desde vuestro mar oriental.

Todos asintieron con la cabeza. Algunos extranjeros que habían llegado del otro lado del mar habían establecido una aldea fortificada costa abajo, cerca de la entrada de la gran bahía en la desembocadura del río del Este. Las agujas habían llegado con ellos, así como las igualmente sólidas hojas de los tomahawks y las pistolas.

—Las agujas son algo muy valioso —dijo Iagogeh—. Si no pregúntale a Rompedor de Agujas.

La gente se rio de Rompedor de Agujas, quien sonrió avergonzado.

—El metal se saca de ciertas rocas y se derrite —dijo Deloeste—, rocas rojas que contienen el metal mezclado en su composición. Si hicierais un fuego con una temperatura lo suficientemente elevada, en un gran horno de arcilla, podríais hacer vuestro propio metal. La roca adecuada está justo al sur de vuestra tierra de la liga, allí abajo en los valles curvos y estrechos.

Dibujó un esbozo de mapa sobre el suelo con un palo.

Dos o tres sachems estaban escuchando con Iagogeh. Deloeste se inclinó ante ellos.

—Me gustaría hablar con el consejo de sachems sobre todos estos asuntos.

—¿Puede un horno de arcilla albergar un fuego tan ardiente? —preguntó Iagogeh, inspeccionando la gran aguja perforadora de cuero que ella llevaba en un collar.

—Sí. La roca negra que arde, lo hace a temperaturas tan altas como el carbón. Yo mismo solía hacer espadas. Son como guadañas, pero más largas. Como cuchillas de hierba, o bates de lacrosse. Son largas como los bates, pero sus bordes son como los de un tomahawk o como los de una cuchilla de hierba, y pesadas, sólidas. Aprendes a utilizarlas bien —agitó una mano con el dorso hacia arriba—, y a rematar con la cabeza. Nadie puede detenerte.

Todos los que alcanzaban a oír lo que él estaba contando estaban muy interesados. Todavía podían verlo corriendo de aquí para allá con su bate, como una semilla de olmo dando vueltas con el viento.

—Excepto un hombre con una pistola —señaló el sachem mohawk, Sadagawadeh, Temperamento Tranquilo.

—Es cierto. Pero la parte importante de las pistolas es el tubo y está hecho con el mismo metal.

Sadagawadeh asintió con la cabeza, ahora muy interesado. Deloeste se inclinó.

El Guardián del Wampum hizo que algunos de los jóvenes Neutrales reunieran a los otros sachems y se pasearon por ahí hasta que reunieron a cincuenta. Cuando regresaron, Deloeste estaba sentado en medio de un grupo, sosteniendo una pelota de lacrosse entre el pulgar y el índice. Sus manos eran grandes y cuadradas, tenían muchas cicatrices.

—Bien, permitidme que aquí dibuje el mundo. El mundo está cubierto por agua, en su gran mayoría. Hay dos grandes islas en el lago del mundo. La más grande está en el otro lado del mundo. Esta isla en la que estamos nosotros es grande, pero no tan grande como la otra. La mitad de grande, o tal vez menos. Qué tamaño tiene el lago del mundo, no lo sé.

Marcó la pelota con un trozo de carbón para indicar las islas del inmenso mar del mundo. Luego le dio al Guardián la pelota de lacrosse.

—Es una especie de wampum.

El Guardián asintió con la cabeza.

—Como un cuadro.

—Sí, un cuadro. De todo el mundo, en una pelota, porque el mundo es una gran pelota. Y podéis marcarlas con los nombres de las islas y los lagos.

El Guardián no parecía estar muy convencido, pero por qué razón era así, Iagogeh no lo sabía. Dio instrucciones a los sachems para que se prepararan para el consejo.

Iagogeh se marchó para ayudar con la limpieza. Deloeste llevó cuencos sucios a la orilla del lago.

—Por favor —dijo Iagogeh, avergonzada—. Eso lo hacemos nosotras.

—Yo no soy el sirviente de nadie —dijo Deloeste.

Siguió un rato trayendo cuencos hasta donde estaban lavando las muchachas, preguntándoles acerca de sus bordados. Cuando vio que Iagogeh se había marchado para sentarse en un sitio más elevado, él se sentó a su lado.

Mientras miraban a las muchachas, él dijo:

—Sé que la sabiduría de los hodenosauníes establece que las mujeres deciden quién se casa con quién.

Iagogeh lo pensó durante unos instantes.

—Supongo que podría decirse que es así.

—Ahora soy un Guardián de la Puerta, y un Halcón. Viviré el resto de mis días aquí entre vosotros. Yo también espero casarme algún día.

—Entiendo. —Lo miró, miró a las muchachas—. ¿Tienes a alguien en mente?

—¡Oh, no! —contestó él—. No podría ser tan atrevido. Eso tienes que decidirlo tú. Después de tu consejo sobre los jugadores de lacrosse, estoy seguro de que sabrás hacer la mejor elección.

Ella sonrió. Miró los coloridos vestidos de las muchachas, conscientes o inconscientes de la presencia de sus mayores. Y le preguntó:

—¿Cuántos veranos has visto?

—Treinta y cinco o algo asi, en esta vida.

—¿Has tenido otras vidas?

—Todos hemos tenido otras vidas. ¿No las recuerdas?

Ella lo miró, no estaba segura de si él hablaba en serio.

—No.

—Los recuerdos vienen en los sueños, principalmente, pero á veces también cuando sucede algo que uno reconoce.

—Yo he tenido esa sensación.

—Justamente.

Ella se estremeció. Estaba comenzando a hacer frío. Era hora de acercarse al fuego. A través de las ramas frondosas brillaban una o dos estrellas.

—¿Estás seguro de que no tienes ninguna preferencia?

—Ninguna. Las mujeres hodenosauníes son las mujeres más poderosas de este mundo. No es sólo la herencia y la descendencia, sino el hecho de elegir a los compañeros de matrimonio. Eso significa que vosotras decidís quién regresará al mundo.

Ella se burló de eso.

—Si los niños fueran como sus padres.

Los hijos que habían tenido ella y el Guardián eran todos personas muy preocupantes.

—El que viene al mundo estaba allí esperando. Pero había muchos más esperando. El que llega depende de quiénes son los padres.

—¿Eso crees? A veces, cuando observo a los míos, me parecen extraños, invitados en la comunidad.

—Como yo.

—Sí. Como tú.

Entonces los sachems los encontraron, y se llevaron con ellos a Deloeste.

Iagogeh se aseguró de que hubiera acabado la limpieza, luego fue tras los sachems y se unió a ellos para ayudar a preparar al nuevo jefe. Peinó sus lisos cabellos negros, muy parecidos a los de ella, y le ayudó a atarlos como él quería, en un rodete. Miró su alegre rostro. Era un hombre poco común.

Le dieron las correas adecuadas para la cintura y para los hombros, cada una de ellas el trabajo de todo un invierno de una hábil mujer, y de repente se vio muy bien con ellas, un guerrero y un jefe, a pesar de su rostro plano y redondo y de sus ojos de grandes párpados. No se parecía a nadie que ella hubiera conocido antes, desde luego ni por asomo a lo que ella había alcanzado a ver de los extranjeros que habían llegado por el mar oriental hasta sus costas. Pero de todas formas estaba comenzando a sentir que de alguna manera u otra él le resultaba familiar, de una manera que la hacía sentirse extraña.

Deloeste levantó la vista para mirarla, agradeciéndole la ayuda. Cuando ella se encontró con su mirada, sintió una extraña sensación de reconocimiento.

Se arrojaron algunas ramas y varios troncos inmensos a la hoguera central, y los tambores y el sonido de los caparazones de tortuga se hicieron cada vez más intensos a medida que los cincuenta sachems hodenosauníes se reunían en su gran círculo para el nombramiento de Deloeste. La multitud se apretó detrás de ellos, maniobrando y luego sentándose de modo que todos pudieran ver, formando una especie de amplio valle de rostros.

La ceremonia de nombramiento de un jefe no era larga comparada con la de los cincuenta sachems. El sachem patrocinador dio un paso adelante y anunció el nombramiento del jefe. En este caso era Frente Grande, de la tribu Halcón, quien contó otra vez a todos la historia de Deloeste, cómo se habían topado con él cuando era torturado por los sioux; cómo había dado instrucciones a los sioux sobre algunos métodos superiores de tortura que tenían en su propio país; cómo ya hablaba una versión desconocida del dialecto de los Guardianes, y cómo su deseo había sido visitar a los iroqueses antes de ser capturado por los sioux. Cómo había vivido entre los Guardianes y cómo había aprendido sus costumbres, y cómo había encabezado un grupo de guerreros aguas abajo por el río Ohio para rescatar a mucha gente senequiana que había sido esclavizada por los lakotas, guiándolos de tal manera que pudieron salvar a aquella gente y llevarla de regreso a casa. Cómo esta y otras acciones lo habían convertido en candidato a jefe, con el apoyo de todos los que lo conocían.

Frente Grande siguió diciendo que los sachems se habían reunido esa mañana y habían aprobado la elección de los Guardianes, incluso antes de la demostración de destreza de Deloeste en el juego de lacrosse. Luego, con un fragor de aclamaciones, Deloeste fue conducido hasta el centro del círculo de sachems, su rostro plano brillando a la luz del fuego, la sonrisa tan amplia que sus ojos desaparecían en los pliegues de la cara.

Estiró una mano, indicando que estaba listo para decir su discurso. Los sachems se sentaron en el suelo de manera que toda la congregación pudiera verlo.

—Éste es el mejor día de mi vida —dijo entonces Deloeste—. Nunca jamás olvidaré ni un solo momento de este hermoso día. Permitidme que os cuente ahora cómo llegué hasta este día. Habéis oído sólo una parte de la historia. Nací en la isla de Hokkaido, en la isla nación de Nipón, y crecí allí como un joven monje y luego como un samurai, un guerrero. Mi nombre era Busho.

»En Nipón la gente organizaba sus cosas de otro modo. Teníamos un grupo de sachems con un único líder, llamado el emperador, y había una tribu de guerreros que era entrenada para luchar para los jefes y hacer que los campesinos les dieran parte de sus cosechas. Dejé el servicio de mi primer jefe debido a la crueldad que él ejercía con sus campesinos y me convertí en un ronin, un guerrero sin tribu.

»Viví así durante años, recorriendo las montañas de Hokkaido y Honshu como mendigo, monje, cantor, guerrero. Luego todo Nipón fue invadido por gente del lejano oeste, gente de la gran isla del mundo. Esta gente, los chinos, gobiernan la mitad del otro lado del mundo, o quizá más. Cuando invadieron Nipón, ningún intenso viento de tormenta kamikaze vino a hundir sus canoas, como siempre había sucedido antes. Los antiguos dioses abandonaron Nipón, tal vez a causa de los devotos de Alá que se habían apoderado de sus islas más australes. En cualquier caso, con el agua por fin navegable, ellos eran imparables. Utilizamos muchas armas, cadenas en el agua, fuego, emboscadas nocturnas, ataques de nadadores en el mar interior, y matamos a muchos de ellos, flota tras flota, pero seguían viniendo. Establecieron una fortaleza en la costa de la que no pudimos echarlos, una fortaleza que protegía una larga península, y en un mes habían llenado esa península. Luego atacaron toda la isla de golpe, desembarcando en todas las playas occidentales con miles y miles de hombres. Toda la gente de la liga hodenosauní no hubiera sido más que un puñado en medio de aquella multitud. Y aunque luchamos y luchamos, en las colinas y montañas donde sólo nosotros conocíamos las cuevas y los barrancos, ellos conquistaron las llanuras, y Nipón, mi nación y mi tribu, dejó de existir.

»Para entonces yo tendría que haber muerto más de cien veces, pero en cada batalla el azar me salvaba de una u otra manera y vencía al enemigo o me escurría y vivía para luchar una vez más. Finalmente sólo quedaban algunos grupos de los nuestros en todo Honshu. Entonces ideamos un plan, y nos reunimos una noche y robamos tres grandes canoas de transporte de los chinos, unas enormes embarcaciones tan grandes como muchas viviendas vuestras amarradas unas con otras. Navegamos con ellas hacia el este a las órdenes de los que habían estado antes en la Montaña Dorada.

»Estos barcos tenían alas de tela atadas a los postes para atrapar el viento, como las que quizás habéis visto que utilizan los extranjeros que vienen del este, y hay muchos vientos del oeste, tanto allí como aquí. Así que navegamos hacia el este varias lunas; cuando los vientos eran flojos, íbamos a la deriva arrastrados por la gran corriente del mar.

»Cuando llegamos a la Montaña Dorada descubrimos que otros nipones habían llegado allí antes que nosotros, no sabíamos si hacía meses, años o cientos de años. Allí había bisnietos de colonos, que hablaban una forma antigua de nipón. Se alegraron al ver que desembarcaba un grupo de samurais: decían que éramos como los legendarios cincuenta y tres ronin, porque los barcos chinos ya habían llegado, y habían entrado en el puerto y bombardeado las aldeas con sus grandes armas, antes de regresar a China para contarle a su emperador que estábamos allí para ser atravesados por las agujas.

Hizo un gesto para mostrar cómo era morir con una aguja gigante, su imitación era espantosamente sugestiva.

—Decidimos ayudar a nuestras tribus allí para defender el lugar y convertirlo en un nuevo Nipón, con la idea de regresar en algún momento a nuestro verdadero hogar. Pero unos años más tarde los chinos volvieron a aparecer, no en barcos que llegaban a través de la Puerta Dorada, sino a pie desde el norte, con un gran ejército, construyendo caminos y puentes a medida que iban avanzando, y hablando de oro en las colinas. Una vez más los nipones fueron exterminados como ratas en un granero, expulsados hacia el sur o hacia el este, hacia un desierto de empinadas montañas en donde sobrevivía solamente uno de cada diez.

»Cuando los que se salvaron estuvieron bien escondidos en las cuevas y en los barrancos, decidí que no vería cómo los chinos invadían la isla Tortuga tal como están invadiendo la gran isla del mundo hacia el oeste, si podía evitarlo. Viví con tribus y aprendí algo de la lengua, y a medida que iban pasando los años fui avanzando hacia el este, atravesando los desiertos y las grandes montañas, un terreno yermo desnudo de roca y arena tan cercano al sol que no hay manera de escapar del calor, y el suelo es como maíz ardiente, cruje bajo los pies. Las montañas son enormes picos de roca con estrechos cañones que pasan a través de ellas. En la empinada pendiente del este de estas montañas están los pastizales detrás de vuestros ríos, cubiertos por grandes manadas de búfalos, y por tribus de gente que vive de ellos en campamentos. Se mueven hacia el norte o hacia el sur junto con los búfalos, los siguen dondequiera que vayan. Esta gente es peligrosa, están siempre peleando unos con otros a pesar de la abundancia en la que viven; yo procuré esconderme cuando viajaba entre ellos. Caminé hacia el este hasta que me encontré con algunos campesinos esclavos que eran de los hodenosauníes, y por lo que me dijeron, en una lengua que sorprendentemente para mí ya podía entender, los hodenosauníes eran las primeras personas de las que yo había oído hablar que serían capaces de terminar con la invasión china.

»Así que busqué a los hodenosauníes y llegué aquí, durmiendo dentro de troncos, arrastrándome como una serpiente para ver todo lo que pudiera de vosotros. Subí por el Ohio y exploré toda esta tierra, y salvé a una niña esclava senequiana y aprendí más palabras con ella; luego un día fuimos capturados por un grupo de guerreros sioux. Fue por un error de la niña; ella luchó con tanta garra que la mataron. Y me estaban matando a mí también, cuando vosotros llegasteis y me salvasteis. Como estaban poniéndome a prueba, pensé: Un grupo de guerra senequiano te rescatará; incluso ahora hay uno por aquí. Ahí veo sus ojos, reflejando la luz del fuego. Y entonces vosotros estabais allí.

Extendió los brazos, y gritó:

—¡Gracias, gracias a todos vosotros los senequianos! —Sacó unas hojas de tabaco de su cinturón y las arrojó con gracia al fuego—. Gracias, Gran Espíritu, Mente Única que nos albergas a todos.

—Gran Espíritu —murmuró toda la gente junta a modo de respuesta, sintiendo el momento de comunión.

Deloeste cogió una larga pipa de ceremonia que le entregaba Frente Grande, y la llenó muy cuidadosamente con tabaco. Mientras acomodaba las hojas en el horno de la pipa continuó con su discurso.

—Lo que vi de vuestra gente me sorprendió. En cualquier otro lugar del mundo, las armas lo rigen todo. Los emperadores ponen las armas en la cabeza de los sachems, quienes las ponen en la de los guerreros, quienes las ponen en la de los campesinos y todos juntos las ponen en la de las mujeres, y únicamente el emperador y algunos sachems tienen voz y voto en sus asuntos. Ellos son dueños de las tierras como vosotros de vuestra ropa, y el resto de la gente son esclavos de una u otra clase. En todo el mundo hay tal vez cinco o diez de estos imperios, pero cada vez son menos puesto que se enfrentan unos con otros, y luchan hasta que uno prevalece. Gobiernan el mundo, pero no le caen bien a nadie, y cuando las armas no les amenazan, la gente se va o se rebela, y todo es violencia de uno contra otro, de hombre contra hombre y de hombres contra mujeres. Y a pesar de todo eso, cada vez son más, porque crían ganado, como alces, que dan leche y carne y cuero. Crían cerdos, como jabalíes, y ovejas y cabras, y caballos sobre los que se montan, como pequeños búfalos. Y entonces crecen en grandes cantidades, más que las estrellas en el cielo. Entre sus animales domésticos y sus vegetales, como vuestras tres hermanas, cayote y habichuelas y maíz, y un cereal al que llaman arroz, que crece en el agua, pueden alimentar a tantas personas que en cada uno de vuestros valles pueden mantener a tanta gente como todos los hodenosauníes juntos. Esto es cierto, lo he visto con mis propios ojos. En vuestra propia isla ya está comenzando, en la lejana costa occidental, y tal vez también en la costa oriental.

Hizo un gesto amable con la cabeza a todos, hizo una pausa para coger un hierro del fuego y encendió la pipa. La entregó al Guardián del Wampum, y siguió mientras cada sachem aspiraba una larga calada de la pipa.

—Pues bien, he observado a los hodenosauníes tan de cerca y atentamente como un niño observa a su madre. Veo cómo los hijos son criados siguiendo las costumbres de la madre, y que no pueden heredar nada de sus padres, para que no se haga una acumulación de poder en ningún hombre. Aquí no puede haber emperadores. He visto cómo las mujeres escogen los matrimonios y dan consejos en todos los aspectos de la vida, cómo se cuida de los ancianos y de los huérfanos. Cómo las naciones son divididas en tribus, vinculadas de tal manera que sois todos hermanos y hermanas a través de la liga, trama y urdimbre. Cómo los sachems son elegidos por la gente, incluyendo a las mujeres. Cómo si un sachem llegara a hacer algo malo sería destituido. Cómo sus hijos no son nada especial, sino hombres como cualquier otro, que en cualquier momento se casarán y tendrán sus hijos que se irán, e hijas que se quedarán, hasta que todos hagan su vida. He observado cómo este sistema de vida trae paz a vuestra liga. Es, en todo este mundo, el mejor sistema de gobierno que jamás haya inventado el ser humano.

Alzó las manos en gesto de agradecimiento. Volvió a llenar la pipa y la encendió una vez más, y echó un penacho de humo en medio del humo más grande que se elevaba de la hoguera. Lanzó más hojas al fuego y le pasó la pipa al sachem que estaba a su lado en el círculo, Hombre Asustado, quien de hecho en aquel momento parecía sentirse un poco intimidado. Pero los hodenosauníes eran sensibles a las habilidades para la oratoria tanto como a las habilidades para la guerra, y ahora todos escuchaban felizmente mientras Deloeste continuaba.

—El mejor gobierno, sí. Pero observad: vuestra isla tiene tanta abundancia de comida que no tenéis que fabricar utensilios para alimentaros. Vivís en paz y en abundancia, pero tenéis pocas herramientas y no habéis crecido mucho en número. Tampoco tenéis metales ni armas hechas de metal. Así es como ha ocurrido; podéis escarbar muy profundo en la tierra y encontrar agua, ¿pero por qué habríais de hacerlo si tenéis arroyos y lagos por todas partes? Así es como vivís vosotros.

»Pero las gentes de la isla grande han luchado unas contra otras durante muchas generaciones, y han fabricado muchas armas y herramientas, y ahora pueden navegar por los grandes mares en todos los lados de esta isla y desembarcar aquí. Y de este modo es que están viniendo, arreados como ciervos por montones de lobos que vienen detrás. Esto puede verse en vuestra costa oriental, más allá de Allende el Claro. Ésa es gente del otro lado de la misma gran isla de la que yo escapé, que se está extendiendo por todo el mundo.

»¡Seguirán viniendo! Y yo os diré qué pasará si vosotros no os defendéis en ésta, vuestra isla. Vendrán, y construirán más fortalezas en la costa, algo que ya han empezado a hacer. Comerciarán con vosotros, telas por pelajes; ¡telas!, telas para obtener el derecho de adueñarse de esta tierra como si de su ropa se tratara. Cuando vuestros guerreros se opongan, os dispararán con armas de fuego, y traerán más y más guerreros con armas, y vosotros no podréis enfrentaros a ellos durante mucho tiempo, no importa a cuántos de ellos matéis, puesto que tienen tanta gente como granos de arena hay en las playas. Caerán sobre vosotros como el Niágara.

Hizo una pausa para dejar que esa potente imagen hiciera mella. Luego alzó las manos.

—No tiene por qué ser así. Un pueblo tan maravilloso como el de los hodenosauníes, con sus sabias mujeres y sus astutos guerreros, una nación por la cual cualquier persona moriría con gusto, como si se tratara de una familia, un pueblo como éste puede aprender a prevalecer sobre imperios, imperios en los que solamente los emperadores creen realmente.

»¿Cómo podemos hacerlo?, os preguntáis. ¿Cómo podemos evitar que caiga el agua del Niágara?

Hizo otra pausa, rellenó la pipa y echó más tabaco al fuego. Le pasó la pipa a la gente que estaba detrás del círculo de sachems.

—Ésta es la manera de hacerlo. Vuestra liga puede expandirse, como ya lo habéis demostrado con la inclusión de los Tejedores de Camisas, la de los shawnee, la de los chactas y la de los chickasaw. Deberíais invitar a todas las naciones vecinas a que se unan a vosotros, luego enseñarles vuestras costumbres y hablarles del peligro de la gran isla. Cada nación puede traer sus propias destrezas y dedicaciones y utilizarlas para defender esta isla. Si trabajáis juntos, los invasores nunca podrán abrirse camino a través de las profundidades del gran bosque, que es casi impenetrable incluso sin oposición alguna.

»Además, y aún más importante, tenéis que ser capaces de fabricar vuestras propias armas.

Ahora la atención de la multitud estaba totalmente concentrada en él. Uno de los sachems se puso de pie y levantó el mosquete que había obtenido en la costa para que todos pudieran verlo. Caja de madera, cañón de metal, gatillo de metal y llave de chispa, con una piedra. Se veía lustroso y misterioso a la luz anaranjada del fuego, brillando como sus rostros, algo nacido, no fabricado.

Pero Deloeste lo señaló.

—Sí. Así. Menos partes que cualquier cesto. El metal viene de las rocas trituradas puestas al fuego. Los tiestos y los moldes que se utilizan para colocar el metal derretido están hechos de un metal aún más resistente, que ya no puede derretirse más. O de arcilla. Igual que con las barras, dobláis una lámina de metal ardiente, para hacer el cañón del arma. El fuego se lleva a una temperatura lo suficientemente alta alimentándolo con carbón y con hulla, y avivándolo con el aire de un fuelle. Además, podéis meter una rueda en el río para que gire con la corriente, que conseguirá abrir y cerrar el fuelle con la fuerza de mil hombres.

Entró en una descripción detallada de aquel proceso que pareció ser principalmente en su propio idioma. Algo le hacía algo a algo. Pero lo ilustró soplando la punta de una rama que ardía delante de su boca, hasta que estalló una llama amarilla.

—Los fuelles son como bolsas de piel de ciervo, se las aprieta una y otra vez con manos de madera, paredes de madera con una bisagra —agitó las manos enérgicamente—. Los dispositivos pueden ser impulsados por el río. Cualquier trabajo puede ser relacionado con la fuerza de la corriente de los ríos, y esta fuerza puede aumentar enormemente. Por lo tanto la fuerza del río se convierte en vuestra fuerza. La fuerza del Niágara pasa a estar a vuestras órdenes. Podéis hacer discos de metal con bordes dentados, conectarlos al río, y cortar los árboles como si fueran palillos, cortar árboles a lo largo para hacer tablas para construir casas y barcos. —Hizo un gesto señalando a su alrededor—. El bosque cubre la mitad oriental de la isla Tortuga. Hay infinidad de árboles. Podríais construir cualquier cosa. Grandes barcos para cruzar los grandes mares, para llevar la lucha a las costas del invasor. Cualquier cosa. Podríais navegar hasta ese país y preguntarle a su gente si quiere ser esclava de un imperio, o una tribu entretejida en la trama de la liga. ¡Cualquier cosa!

Deloeste hizo una pausa para echar otra calada a la pipa. El Guardián del Wampum aprovechó la oportunidad para decir:

—Siempre hablas de peleas y de luchas. Pero los extranjeros que habitan la costa han sido muy amables y solícitos. Comercian con nosotros, nos dan armas a cambio de pieles, no nos disparan, ni nos temen. Hablan de su dios como si no fuera asunto nuestro.

Deloeste asintió con la cabeza.

—Y así será, hasta que miréis a vuestro alrededor y os deis cuenta de que estáis rodeados de extranjeros, en vuestros valles, en fuertes sobre vuestras colinas, e insistiendo en que son dueños de la tierra de sus granjas como si de su bolsa de tabaco se tratara, y deseando dispararle a cualquiera que mate allí a un animal, o a cualquiera que corte un árbol. Y llegado ese punto dirán que su ley gobierna a vuestra ley, porque ellos son más y tienen más armas. Y tendrán guerreros permanentemente armados, listos para defenderlos y atacar en cualquier momento y en cualquier parte del mundo. Y entonces vosotros estaréis corriendo hacia el norte para intentar escapar de ellos, dejando atrás esta tierra, la tierra más alta del mundo.

Saltó para mostrar qué alta era. Muchos rieron a pesar de su consternación. Lo habían observado mientras aspiraba tres o cuatro largas caladas a la pipa, y para entonces ya todos habían dado una, así que sabían lo alto que debía sentirse. Ahora los estaba dejando, todos podían verlo. Comenzó a hablar como si estuviera muy lejos de allí, desde dentro de su espíritu, o afuera entre las estrellas.

—Traerán enfermedades. Muchos de vosotros moriréis de fiebres y de infecciones que parecerán salir de la nada y que se propagarán de persona a persona. Las enfermedades os comen por dentro, como el muérdago, crecen en vuestro interior en todas partes. Pequeños parásitos dentro de vuestro cuerpo, grandes parásitos fuera de vuestro cuerpo, gente que vive de vuestro trabajo aunque se queda del otro lado del mundo, obligándoos a hacerlo a fuerza de leyes y de armas. ¡Leyes como muérdago! Para financiar los lujos de un emperador de todo el mundo. Tantos de ellos que podrán cortar todos los árboles del bosque.

Respiró profundamente, y sacudió la cabeza como un perro para salir de aquel lugar oscuro.

—¡Bueno! —gritó—. ¡Entonces! ¡Tenéis que vivir como si ya estuvierais muertos! Vivir como si ya fuerais guerreros capturados, ¿comprendéis? Los extranjeros de la costa tienen que ser resistidos y empujados hasta una ciudad puerto, si podéis hacerlo. La guerra llegará finalmente; no importa lo que vosotros hagáis. Pero cuanto más tarde llegue tanto más podréis prepararos para enfrentarla y si es posible ganarla. Después de todo, defender un hogar es más fácil que conquistar el otro lado del mundo. ¡Así que podríamos triunfar! Desde luego que debemos intentarlo, ¡por todas las generaciones que vendrán después de nosotros!

Otra larga inhalación de la pipa.

—¡Por lo tanto, pistolas y cañones! ¡Armas grandes y pequeñas! Pólvora. Aserraderos. Caballos. Solamente con estas cosas, podríamos conseguirlo. Y mensajes en canoas hechas de corteza de abedul. Una marca particular para cada sonido de las lenguas. Se hace la marca, se hace el sonido. Es fácil. Entonces se puede hablar así todo el tiempo, a grandes distancias de tiempo y espacio, entre hablantes y oyentes. Estas cosas se están haciendo por toda la otra mitad del mundo. Escuchad, vuestra isla está aislada de la otra por mares tan inmensos que vosotros habéis vivido como en otro mundo, durante todos estos siglos desde que el Gran Espíritu creara a la gente. ¡Pero ahora los otros están llegando aquí! Para enfrentarlos tenéis solamente vuestra inteligencia, vuestro espíritu, vuestro coraje y el acuerdo de vuestra nación, como la trama y urdimbre de vuestras cestas, tanto más poderosa que cualquier simple reunión de saetas. ¡Más poderosa que los cañones!

De repente miró hacia arriba y se lo gritó a las estrellas que iluminaban el cielo del este.

—¡Más poderosa que los cañones!

A las estrellas que iluminaban el cielo del oeste.

—¡Más poderosa que los cañones!

A las estrellas del norte.

—¡Más poderosa que los cañones!

A las estrellas que había al sur.

—¡Más poderosa que los cañones!

Muchos gritaron con él.

Esperó otra vez a que se hiciera el silencio.

—A cada nuevo jefe se le permite pedir al consejo de sachems reunido para honrar su nombramiento, que considere algún punto de política. Ahora les pido a los sachems que consideren el tema de los extranjeros en la costa oriental, y que consideren también resistirse a ellos y aprovechar la fuerza del río para fabricar armas y llevar a cabo una campaña general contra ellos. Pido a los sachems que persigamos nuestro propio poder en el manejo de los asuntos que nos incumben.

Juntó las manos y se inclinó.

Los sachems se pusieron de pie.

El Guardián dijo:

—Ahí hay más de una propuesta. Pero tendremos en cuenta la primera; ésa cubrirá a las demás.

Los sachems se reunieron en pequeños grupos y comenzaron a discutir, Golpear la Piedra hablando rápido como siempre, y Iagogeh se dio cuenta de que estaba argumentando en favor de Deloeste.

Se exigía que todos estuvieran de acuerdo en decisiones de este tipo. Los sachems de cada nación se dividían en grupos de dos o tres hombres cada uno, y hablaban entre ellos en voz baja, muy concentrados unos en otros. Cuando decidían la actitud que tomaría cada grupo, uno de ellos se reunía con los representantes de los otros de esa nación: cuatro para los Guardianes de la Puerta y para los Pantaneros. Éstos discutían también durante un rato, mientras los sachems terminaban su consulta con la pipa. En seguida uno de los sachems de cada nación transmitía la decisión tomada a los otros ocho, y ellos veían cuál era su posición.

Esa noche, la conferencia de los ocho representantes duró largo rato, tanto que la gente comenzó a mirarlos con curiosidad. Unos años antes, cuando discutían acerca de qué hacer con los extranjeros en la costa oriental, no habían podido llegar a un acuerdo, y no se había hecho nada. Por casualidad o deliberadamente, Deloeste había traído a colación otra vez uno de los problemas más importantes y no resueltos de la época.

Ahora ocurría algo similar. El Guardián pidió que se interrumpiera la conferencia y anunció a la gente:

—Los sachems volverán a reunirse mañana por la mañana. El asunto que están tratando es demasiado complejo para concluirlo esta noche, y no queremos retrasar más el baile.

La decisión fue apoyada por todos. Deloeste hizo una gran reverencia ante los sachems, y se unió al primer grupo de bailarines, quienes dirigían al resto con el traqueteo de los caparazones de tortuga. Cogió uno de aquellos instrumentos y lo sacudió enérgicamente, tan extrañamente como había hecho con el bate de lacrosse. Había cierta fluidez en sus movimientos, muy diferentes a los de la forma de bailar de los guerreros hodenosauníes, que se parecían más a ataques con tomahawks, extremadamente ágiles y enérgicos, saltando en el aire una y otra vez, cantando sin cesar. Un lustre de sudor cubrió rápidamente los cuerpos, y el canto fue interrumpido por fuertes jadeos para recuperar el aire. Deloeste observaba aquellas evoluciones con una sonrisa de admiración, negando con la cabeza para indicar lo lejos que él estaba de aquellos bailarines. La multitud, complacida de que hubiera algo en lo que él no era bueno, se rio y se unió al baile. Deloeste se fue yendo hacia atrás, bailando con las mujeres, como las mujeres, y la hilera de bailarines giró alrededor del fuego, alrededor del campo de lacrosse y otra vez junto al fuego. Deloeste dio un paso para salir de la serpiente, cogió algunas hojas de tabaco molidas de su pequeña bolsa y puso una pequeña cantidad en la lengua de todos los que pasaban, incluyendo a Iagogeh y a todas las mujeres que bailaban, cuyos graciosos movimientos durarían mucho más tiempo que los de los guerreros saltarines.

—Tabaco chamán —le explicaba a cada persona—. Regalo chamán, para bailar.

El tabaco sabía amargo; muchos bebieron un poco de agua de arce para quitarse ese sabor. Los hombres y las mujeres jóvenes seguían bailando, los brazos y piernas desdibujados a la luz de la hoguera, más robustos y bruñidos que antes. El resto de la gente, más joven o más vieja, bailaba ligeramente en su sitio mientras hablaban de los acontecimientos del día. Muchos se reunían alrededor de los que estudiaban el mapa del mundo sobre la pelota de lacrosse que había dibujado Deloeste, quien parecía brillar a la luz del fuego como si su corazón ardiera un poco.

—Deloeste —dijo Iagogeh después de un rato—, ¿qué había en ese tabaco chamán?

—Viví con una nación del oeste que me lo dio. Esta noche más que cualquier otra noche, los hodenosauníes necesitan buscar una visión compartida. Hacer un viaje espiritual, como siempre lo es. Esta vez saldremos todos juntos fuera de la comunidad.

Cogió una flauta que alguien le alcanzaba y colocó los dedos con cuidado sobre los agujeros, tocó algunas notas y luego una escala.

—¡Ah! —dijo, y miró el instrumento detenidamente—. ¡En las flautas de mi tierra, los agujeros están distribuidos de otra manera! Lo intentaré de todas formas.

Tocó tan bien que todos terminaron bailando al son de su melodía, como pájaros. Deloeste hacía muecas mientras tocaba, hasta que por fin su rostro se calmó, y siguió tocando reconciliado con la nueva escala.

Cuando terminó miró la flauta otra vez.

—Eso fue «Sakura» —dijo—. Los agujeros para «Sakura», pero salió otra cosa. No me cabe duda de que todo lo que os digo sale cambiado también. Y vuestros hijos tomarán lo que vosotros hacéis y lo cambiarán una vez más. Así que no tendrá mucha importancia lo que diga yo esta noche ni lo que hagáis vosotros mañana.

Una de las muchachas bailaba sosteniendo un huevo pintado de rojo, uno de sus juguetes, y Deloeste la miraba fijamente, asombrado por algo. Él miraba a su alrededor; todos vieron que el corte en la cabeza de Deloeste había comenzado a sangrar otra vez. Se le pusieron los ojos en blanco, y se desplomó como si alguien lo hubiese golpeado; dejó caer la flauta. Gritó algo en un idioma extraño. La multitud empezó a aquietarse y los que estaban cerca de él se sentaron en el suelo.

—Esto ya ha ocurrido antes —declaró Deloeste con la voz de un extraño, lentamente y con aparente dificultad—. ¡Oh! sí; ¡ahora me vuelve todo a la memoria! —Un grito sordo, o un gemido—. No esta noche, repetida exactamente, sino una visita anterior. Escuchad: vivimos muchas vidas. Morimos y luego regresamos en otra vida, hasta que hayamos vivido lo suficiente para terminar. En otra vida fui un guerrero de Nipón, no, ¡de China! —Hizo una pausa, pensando en lo que acababa de decir—. Sí. Chino. Y Peng era mi hermano. Él atravesó la isla de la Tortuga, roca por roca, durmiendo en troncos, luchando contra un oso en su guarida, hasta llegar aquí a la parte más alta, a este mismo campamento, a esta cámara del consejo, a este lago. Me contó sobre todo aquello después de que ambos muriéramos.

Dio un breve grito, miró a su alrededor como buscando algo, luego salió corriendo hacia la casa de los huesos.

En este sitio, se conservan los huesos de los antepasados después de que los entierros individuales los hayan expuesto el tiempo necesario para que los pájaros y los dioses los purifiquen hasta dejarlos blancos. Se apilan con pulcritud en la casa de los huesos que está debajo de la colina; éste no es un sitio de visita durante un baile. En realidad, casi nunca lo es.

Pero los chamanes son notoriamente audaces en estos asuntos, y la multitud observaba la casa de los huesos metiendo rayos de luz a través de las grietas de sus despellejadas paredes, iluminando el lugar como con chispas mientras Deloeste movia su antorcha. Un inmenso gemido se fue convirtiendo en grito:

—¡Ahhhhhh! —Y apareció con la antorcha alzada para iluminar una calavera blanca, a la cual farfullaba en su incomprensible lengua.

Se detuvo junto a la fogata y enseñó a todos la calavera.

—Lo veis —dijo Deloeste—, ¡es mi hermano! ¡Soy yo!

Y puso el cráneo junto a su rostro y miró a todos a través de las cuencas vacías y, verdaderamente, coincidía bastante con la forma de su propia cabeza. Esto hizo que todos se quedaran inmóviles y lo escucharan atentamente una vez más.

—Dejé nuestro barco en la costa oeste, y vagamos por el interior de la isla con una muchacha. Siempre hacia el este, hacia el sol naciente. Llegué aquí justo cuando vosotros estabais reunidos en consejo como ahora, para decidir las leyes con las que convivís ahora. Las cinco naciones habían reñido, y luego habían sido convocadas a una reunión por Daganoweda para que un consejo decidiera cómo acabarían la disputa en estos hermosos valles.

Todo aquello era cierto; ésa era la historia del origen de los hodenosauníes.

—¡Daganoweda, yo vi cómo lo hacía! Llamó a todos a la reunión y propuso crear una liga de naciones, gobernada por sachems, y por las tribus sobresalientes entre las naciones y por las mujeres mayores. Y todas las naciones estuvieron de acuerdo, y vuestra liga nació en aquella ocasión, el primer año, y se ha mantenido tal cual fuera concebida por el primer consejo. Sin duda muchos de vosotros estabais allí también, en vuestras vidas anteriores, o tal vez estuvierais en el otro lado del mundo, presenciando la construcción del monasterio en el que yo crecí. Los caminos de la reencarnación son extraños. Los caminos son extraños. Yo estuve aquí para proteger a vuestras naciones de las enfermedades que seguramente traeríamos con nosotros. Yo no les traje vuestro maravilloso gobierno, Daganoweda lo creó con el resto de todos vosotros, yo no sabía nada de eso. Pero yo os enseñé todo acerca de las escaras. Él las trajo, y les enseñó a hacer un rasguño poco profundo y a poner un poco de costra en el corte, y a conservar algunas de las escaras que se formaban, y a hacer los rituales de la viruela, la alimentación y las oraciones para el dios de la viruela. ¡Oh, es cierto que podemos curarnos a nosotros mismos en esta Tierra! Y por lo tanto en el cielo.

Giró la calavera de manera que quedara de cara a él y observó su interior.

—Él hizo esto y nadie lo supo —dijo—. Nadie supo quién era, nadie recuerda esta acción mía, no existe nada que dé constancia de ella, excepto en mi mente, de vez en cuando, y en la existencia de toda la gente que está aquí, que habría muerto si yo no lo hubiera hecho. Ésta es la historia humana, no la de los emperadores ni la de los generales ni la de sus guerras, sino las anónimas acciones de la gente que nunca son registradas; el bien que hacen por los demás pasa como una bendición, es simplemente hacer por extraños lo que tu madre hizo por ti o no hacer aquello que ella siempre rechazó. Y todo lo que nos hace avanzar y nos convierte en lo que somos.

La siguiente parte del discurso de Deloeste fue en su propia lengua, y duró un buen rato. Todos observaban atentamente mientras hablaba a la calavera que tenía en la mano, y la acariciaba. La imagen tenía a todos como hechizados, y cuando se detuvo para escuchar ensimismado la respuesta de la calavera, ellos parecían también oírla, más palabras en una lengua que se parecía mucho al canto de los pájaros. Hablaban y se contestaban, la calavera y él, y Deloeste lloró un poco. Cuando se dispuso a hablar a los demás otra vez, en su extraño senequiano, todo el mundo estaba impresionado.

—¡El pasado nos reprocha! Tantas vidas. Cambiamos lentamente, tan lentamente. Vosotros creéis que no es así, pero sí lo es. Tú… —utilizó la calavera para señalar al Guardián del Wampum—, tú nunca hubieras podido convertirte en sachem cuando te conocí por última vez, oh hermano mío. Estabas demasiado enfadado, pero ahora ya no lo estás. Y tú…

Señaló a Iagogeh con la calavera, quien sintió que el corazón le latía en el pecho con todas sus fuerzas…

—Nunca antes hubieras sabido qué hacer con tu inmenso poder, oh, hermana mía. Nunca hubieras podido enseñarle tanto al Guardián.

»Crecemos juntos, tal como Buda nos dijo que sucedería. Recién ahora podemos entender y asumir nuestra propia carga. Tenéis el mejor gobierno de esta Tierra, nadie como aquí ha comprendido que todos somos nobles, que todos formamos parte de la Mente Única. Pero esto también es una carga, ¿comprendéis? Tenéis que cargar con ella: ¡todas las vidas que quedan por nacer dependen de vosotros! Sin vosotros el mundo se convertiría en una pesadilla. El juicio de los antepasados —dijo balanceando la calavera, haciendo gestos hacia la casa de los huesos.

La herida de su cabeza estaba sangrando y él lloraba; la multitud lo observaba boquiabierta, viajando ahora con él por el espacio sagrado del chamán.

—Todas las naciones de esta isla son vuestros futuros hermanos, vuestras futuras hermanas. Así es como debéis recibirlos. ¡Hola, futuro hermano! ¿Cómo te ha ido? Ellos reconocerán vuestra alma como la suya propia. Se unirán a vosotros si sois su hermano mayor y les mostráis el camino que deben seguir. Terminarán las peleas entre hermanos y hermanas, y una nación tras otra, una tribu tras otra se unirán a la liga de los hodenosauníes. Cuando los extranjeros lleguen por el mar para tomar vuestra tierra, podréis enfrentarlos todos unidos, resistir sus ataques, tomar de ellos lo que sea provechoso y rechazar lo dañino, y hacerles frente como iguales en esta tierra. Ahora puedo ver qué sucederá en un futuro, ¡puedo verlo! ¡Puedo verlo! ¡Puedo verlo! ¡Puedo verlo! Las personas en las que me convertiré sueñan ahora y me hablan, hablan a través de mí, me dicen que toda la gente del mundo observará maravillada la justicia del gobierno de los hodenosauníes. La historia pasará de comunidad en comunidad, y llegará a todos los sitios en los que la gente es esclavizada por sus gobernadores, hablarán unos con otros de los hodenosauníes, y de una posible manera de vivir, compartir las cosas, todas las personas con derecho a decidir lo mejor para su vida, sin esclavos ni emperadores, sin conquistas ni sumisiones, gente libre como pájaros en el cielo. ¡Como águilas en el cielo! Oh, traedlo; oh, que llegue el día; oh, ooohhhhhhhhhhhh…

En ese momento Deloeste hizo una pausa, para tomar aire. Iagogeh se acercó a él y le ató un trozo de tela en la cabeza para restañar la sangre que salía de la herida. Él olía a sudor y a sangre. Miró a la mujer como atravesándola con los ojos, luego levantó la vista para mirar el cielo nocturno y dijo:

—Ah.

Como si las estrellas fueran pájaros, o el brillo de almas aún no nacidas. Miró fijamente la calavera incapaz de saber cómo había llegado hasta sus manos. Se la dio a Iagogeh, y ella la cogió. Caminó hacia donde estaban los jóvenes guerreros, cantó no muy convincentemente la primera parte de una de las canciones para bailar. Esto liberó a los hombres del hechizo que había caído sobre ellos, y de repente todos se pusieron de pie, y el sonido de los tambores y el traqueteo se reanudaron. Los bailarines no tardaron en rodear la hoguera.

Deloeste tomó otra vez la calavera. Iagogeh sintió como si le estuviera entregando su propia cabeza. Él caminó lentamente hasta la casa de los huesos, tambaleándose como un borracho, pareciendo cada vez más pequeño con cada uno de sus pasos de cansado. Entró sin antorcha. Cuando salió, sus manos estaban vacías, y cogió una flauta que alguien le ofrecía, y regresó al baile. Allí se balanceó ligeramente sin moverse del lugar y tocó con los otros músicos, llevando el ritmo sin ninguna melodía en particular. Iagogeh bailaba frenéticamente, y cuando pasó junto a él lo cogió y lo hizo entrar nuevamente en la hilera de bailarines, y él la siguió.

—Eso estuvo muy bien —dijo—. La historia que contaste es muy buena.

—¿En serio? —preguntó él—. No lo recuerdo.

Ella no se sorprendió.

—Estabas ido. Otro Deloeste habló a través de ti. Fue una buena historia.

—¿Los sachems también lo creyeron así?

—Los convenceremos.

Lo guió a través de la multitud, observando qué aspecto tenía junto a una joven, junto a otra, todas muchachas que quizá fueran buenas candidatas. Él no reaccionó en contra de ninguna de aquellas posibles parejas, se limitó a bailar y a soplar la flauta, mirando hacia abajo o al fuego. Parecía agotado y pequeño después de bailar durante un rato más, Iagogeh lo alejó del fuego. Él se sentó con las piernas cruzadas, tocando la flauta con los ojos cerrados, añadiendo salvajes trinos a la música.

Antes del amanecer, el fuego se desmoronó para convertirse en un gran montón de brasas. Mucha gente se había ido a las viviendas de los onondagas para dormir, y muchos otros estaban acurrucados como perros con sus mantas sobre la hierba bajo los árboles. Los que aún estaban despiertos se habían sentado en círculo junto al fuego, cantando canciones o contando historias mientras esperaban al alba, tirando ramas al fuego para que no se apagara.

Iagogeh paseaba por el campo de lacrosse, cansada; las extremidades le zumbaban por el baile y el tabaco. Buscó a Deloeste con la mirada, pero no lo encontró, ni en la comunidad, ni en la pradera, ni en el bosque, ni en la casa de los huesos. Se sorprendió preguntándose si toda aquella magnífica aparición no había sido tan sólo un sueño que habían compartido.

El cielo oriental estaba poniéndose gris. Iagogeh bajó al lago, a la zona de las mujeres, detrás de una pequeña lengua de tierra arbolada, pensando en lavarse antes de que alguien se acercara. Se quitó la ropa, toda excepto la camisa, se metió caminando en el lago hasta que el agua le cubrió los muslos y se lavó.

Del otro lado del lago vio un alboroto. Una cabeza negra en el agua, como un castor. Era Deloeste, percibió ella, nadando como un castor o una nutria en el lago. Tal vez se había convertido otra vez en un animal. Su cabeza era precedida por ondas en el agua. Respiraba como un oso.

Ella estuvo un rato inmóvil; cuando él apoyó los pies en el fondo del lago, donde la tierra era cenagosa, ella se dio vuelta para tenerlo cara a cara. Él la vio y se congeló. Llevaba solamente el cinturón, como en el juego. Juntó las manos, hizo una profunda reverencia. Ella chapoteo lentamente hacia él.

—Ven —dijo ella en voz muy baja—. Ya he elegido a alguien para ti.

Él la miró con calma. Parecía mucho mayor que el día anterior.

—Gracias —le dijo, y agregó algo en su lengua. Un nombre, pensó ella. Un nombre para ella.

Caminaron hasta la orilla. Los pies de ella tropezaron y ella posó una mano sobre el antebrazo que él le ofrecía, decorosamente, para sostenerla. En la orilla ella se secó con los dedos y se vistió, mientras él recuperaba su ropa y hacía lo mismo. Caminaron lado a lado otra vez hasta la hoguera, pasaron a los que observaban el amanecer, atravesando los nudos de cuerpos durmientes. Iagogeh se detuvo delante de uno de esos cuerpos. Tecarnos, una joven mujer; no era una muchacha, pero estaba soltera. Mordaz y divertida, inteligente y llena de espíritu. Dormida como estaba no revelaba todas aquellas cualidades, pero tenía una pierna estirada con elegancia y parecía fuerte debajo de la manta.

—Tecarnos —dijo Iagogeh suavemente—. Mi hija. Hija de mi hermana mayor. De la tribu Lobo. Una buena mujer. La gente confía en ella.

Deloeste asintió con la cabeza, una vez más las manos juntas delante del cuerpo, mirándola.

—Te doy las gracias.

—Hablaré con las otras mujeres. Se lo diremos a Tecarnos y a los hombres.

Él sonrió, miró a su alrededor como si lo atravesara todo con la mirada. La herida que tenía en la frente estaba en carne viva y seguía goteando sangre aguada. La luz del sol entraba intermitentemente a través de los árboles del este, y el canto que llegaba desde la hoguera sonaba cada vez más fuerte.

—Vosotros dos traeréis más almas buenas a este mundo —dijo Iagogeh.

—Esperemos que sí.

Ella puso una mano sobre el hombro de él, igual que lo había hecho al salir del lago.

—Cualquier cosa puede pasar. Pero nosotros —con esto, ella quería decir ellos dos, o las mujeres, o los hodenosauníes—, nosotros intentaremos hacer lo mejor posible. Es todo lo que puede hacerse.

—Lo sé. —Deloeste miró la mano que reposaba sobre su brazo y miró al sol entre los árboles—. Tal vez todo salga bien.

Iagogeh, la narradora de este cuento, ella misma vio todas esas cosas.