De regreso en el Bardo

Pues bien, como es de imaginar después de un final como el que sabemos, fue un pequeño jati muy desanimado el que se acurrucó esta vez en el suelo negro del Bardo. ¿Quién podría culparlos? ¿Por qué habrían de tener deseos de continuar? Era difícil imaginarse una recompensa, alguna clase de progreso, una justicia dhármica de cualquier tipo. Ni siquiera Bahram podía encontrarle el lado bueno a todo aquello; los demás tampoco lo intentaban. Mirando hacia atrás a través del valle de los siglos la interminable repetición de sus reencarnaciones, antes de que les obligaran a beber sus copas de olvido y todo se convirtiera en algo oscuro una vez más para ellos, no podían ver ningún tipo de evolución en tantos esfuerzos; si los dioses tenían un plan, o aunque sólo fuera una serie de procedimientos, si se suponía que el largo tren de las transmigraciones llevaba a alguna parte, si no era nada más que una repetición sin sentido, el tiempo en sí apenas una sucesión de caos, nadie podía decirlo. Y la historia de sus transmigraciones, más que ser una narración sin muerte, tal como las primeras experiencias de reencarnación quizá parecían sugerir, se había convertido en cambio en un verdadero osario. ¿Por qué seguir leyendo? ¿Por qué coger un libro de la pared distante, donde ha sido arrojado con indignación y dolor, y seguir leyendo? ¿Por qué someterse a semejante crueldad, a tan mal karma, a tan perversa conspiración?

La razón es sencilla: estas cosas pasaban. Pasaban incontables veces, exactamente así. Los océanos están salados por nuestras lágrimas. Nadie puede negar que estas cosas pasaban.

Y entonces no hay opción en el asunto. No pueden escapar a la rueda de nacimiento y muerte, ni en su experiencia ni en su posterior contemplación. Y su antólogo, el propio Viejo Tinta Roja, debe contar sus historias honestamente, debe vender la realidad; de lo contrario, las historias no significan nada. Y es crucial que las historias signifiquen algo.

Pues bien. No hay escapatoria de la realidad: se sentaron allí, una docena de almas tristes, acurrucadas unas contra otras en un rincón lejano del gran escenario de la sala del tribunal. Todo estaba oscuro y hacía frío. La perfecta luz blanca había durado esta vez sólo unos escasísimos segundos, un destello como si explotara el globo ocular; después de eso, aquí estaban de nuevo. Arriba en la tarima retozaban los perros y los demonios y los dioses negros, en una bruma neblinosa que lo envolvía todo, que humedecía todo sonido.

Bahram lo intentó, pero no se le ocurrió nada que pudiera decir. Todavía estaba aturdido por los acontecimientos de los últimos días de vida en el mundo; todavía estaba preparado para levantarse y salir y comenzar otro día, otra mañana igual a todas las demás. Enfrentar la amenaza de una invasión desde el este, de que se llevaran a su familia, si así tenía que ser. Enfrentar cualquier problema que resultara de vivir; problemas, crisis, por supuesto, la vida es así. Pero esto no. Esto ya no. Lágrimas de sal de muerte oportuna, lágrimas de alumbre de muerte inoportuna: la tristeza llenaba el aire como humo. ¡Me gustaba esa vida! ¡Yo tenía planes para esa vida!

Khalid se sentó allí como siempre se sentaba Khalid, como si estuviera recluido en su estudio pensando en algún problema. Aquella imagen le dio a Bahram una profunda punzada de pesar y de pena. Toda esa vida se había ido. Se ha ido, se ha ido, se ha ido por completo al más allá… El pasado se ha ido. Aunque puedas recordarlo, se ha ido. E incluso en el momento en que estaba sucediendo, Bahram sabía cuánto había amado aquello, había vivido en un estado de nostalgia por el presente, cada uno de sus días.

Ahora se había ido.

El resto del jati se sentó o se tumbó sobre el barato suelo de madera alrededor de Khalid. Hasta Sayyed Abdul parecía estar muy turbado, no solamente apenado por sí mismo, sino muy turbado por todos ellos, triste por haber dejado aquel turbulento pero ¡oh!, tan interesante mundo.

Pasó un rato; un momento, un año, un siglo, el propio kalpa, ¿quién podía saberlo en un lugar tan terrible?

Bahram respiró profundamente, se esforzó, se incorporó.

—Estamos progresando —anunció firmemente.

Khalid resopló.

—Somos como ratones para los gatos. —Señaló con un gesto el escenario, donde los grotescos seguían revelándose—. Son unos idiotas insignificantes, eso es lo que creo. Nos matan por deporte. Ellos no mueren y no entienden.

—Olvídalos —le aconsejó Iwang—. Tendremos que hacer esto solos.

—Dios juzga y nos envía ahí fuera otra vez —dijo Bahram—. El hombre propone, Dios dispone.

Khalid negó con la cabeza.

—Míralos. Son un puñado de niños viciosos que están jugando. Nadie los guía, no hay un dios de dioses.

Bahram lo miró, sorprendido.

—¿No ves acaso al que envuelve a todos los demás, dentro del cual descansamos? ¿Alá, o Brahma, o como quieras llamarle, el único verdadero Dios de Dioses?

—No. No veo ningún indicio de su existencia.

—¡No estás mirando! ¡Nunca has mirado todavía! Cuando mires, lo verás. Cuando lo veas, todo cambiará para ti. Entonces todo estará bien.

Khalid frunció el ceño.

—No nos insultes con esas necias tonterías. Buen Señor, Alá, si estáis ahí, ¿por qué me habéis castigado con este niño tonto? —Pateó a Bahram—. ¡Aquí todo es más fácil sin ti! ¡Tú y tu maldito «todo estará bien»! ¡No está bien! ¡Todo es un maldito lío! ¡Y tú no haces más que empeorar las cosas con tus tonterías! ¿No has visto lo que nos acaba de suceder, a tu esposa y a tus hijos, a mi hija y a mis nietos? ¡No está bien! ¡Empieza por ahí, si quieres! ¡Es posible que estemos aquí en medio de una alucinación, pero ésa no es excusa para delirar!

Bahram se sintió herido por esto último.

—Tú eres el que te rindes ante las cosas —protestó—. Siempre igual. Ahí está tu cinismo; ni siquiera lo intentas. No tienes el coraje de seguir adelante.

—¿Qué demonios dices? Nunca me he rendido. Sólo se trata de que no estoy dispuesto a enfrentar nada farfullando mentiras. No, tú eres el que nunca lo intenta. Siempre esperando que yo o Iwang hagamos las cosas más difíciles. ¡Hazlo tú por una vez! ¡Deja de farfullar sobre el amor e inténtalo tú una vez, maldita sea! Inténtalo tú solo, y observa qué difícil es mantener alegre un rostro cuando te enfrentas cara a cara con la verdad de la situación.

—¡Ah! —dijo Bahram, herido—. Yo sí que hago mi parte. Siempre he hecho mi parte. Sin mí ninguno de vosotros sería capaz de seguir adelante. ¡Se necesita coraje para mantener al amor en el centro de todas las cosas, cuando sabes tan bien como cualquiera cuál es el verdadero estado de las cosas! Es fácil enfadarse, cualquiera puede hacerlo. La parte difícil es hacer el bien, seguir teniendo fe, ¡ésa es la parte difícil! Mantenerse en el amor: ésa es la parte difícil.

Khalid movió la mano.

—Todo lo que dices está muy bien, pero sólo importa si te enfrentas con la verdad y luchas. Estoy harto del amor y de la felicidad; quiero justicia.

—¡Yo también!

—Muy bien; entonces demuéstramelo. Demuéstrame lo que puedes hacer esta próxima vez ahí afuera, en ese mundo miserable: algo más que la felicidad.

—¡Lo haré!

—Bien.

Khalid se levantó pesadamente y cojeó hasta donde estaba Sayyed Abdul Aziz; sin que mediara ninguna advertencia, lo pateó y lo arrastró por todo el escenario.

—¡Y tú! —bramó—. ¡Cuál es tu EXCUSA! ¿Por qué eres siempre tan malo? ¡La coherencia no es una excusa, tu CARÁCTER no es una EXCUSA!

Sayyed lo miró con furia desde el suelo y se llevó un nudillo lastimado a la boca. Su mirada era asesina.

—Déjame en paz.

Khalid amagó patearlo otra vez, luego renunció.

—Ya tendrás tu merecido —prometió—. Un día de éstos, tendrás tu merecido.

—Olvídalo —le aconsejó Iwang—. Él no es el verdadero problema; el problema siempre formará parte de nosotros. Olvídate de él y de los dioses. Vamos a concentrarnos en hacerlo nosotros, sin ayuda. Nosotros podemos crear nuestro propio mundo.