Al día siguiente, Nadir salió con su guardia completa; llevaba consigo a Esmerine y a sus hijos. Nadir asintió con la cabeza bruscamente ante el excesivo agradecimiento de Bahram y luego le dijo a Khalid:
—Los proyectiles venenosos podrían llegar a convertirse en algo necesario; quiero que fabriques todos los que puedas, por lo menos quinientos. El kan te recompensará como corresponde a su regreso y se compromete por adelantado a esa recompensa, liberando a tu familia.
—¿Se va?
—La peste ha llegado a Bokhara. El caravasar y el Joco, las mezquitas, las madrazas y el kanato: todo está cerrado. Los más importantes de la corte acompañarán al kan a su residencia de verano. Yo haré todos lo preparativos para él desde allí. Pensad en vosotros. Si podéis abandonar la ciudad y continuar con vuestro trabajo, el kan no lo prohibirá, pero espera que podáis quedaros aquí en el recinto y seguir adelante. Cuando la peste haya pasado podremos volver a reunirnos.
—¿Y los manchúes? —preguntó Khalid.
—Nos han llegado noticias de que ellos también han sido atacados. Tal como era de esperar. Es posible también que ellos la hayan traído. Hasta puede que hayan enviado a sus enfermos entre nosotros para transmitir la infección. Eso no se diferencia mucho de arrojar aire envenenado sobre el enemigo.
Khalid se ruborizó al oír semejante comentario pero no dijo nada. Nadir se fue, claramente para ocuparse de otros asuntos necesarios antes de huir de Samarcanda. Khalid cerró de golpe la puerta detrás de él y lo maldijo en voz baja. Bahram, extático por el inesperado regreso de Esmerine y los niños, los abrazó hasta que Esmerine gritó que los aplastaría. Lloraron de alegría; sólo más tarde, cuando estaban cerrando el recinto y aislándolo de la ciudad, algo que habían hecho con éxito diez años antes cuando una peste de moquillo había pasado por la ciudad, perdiendo solamente a uno de los sirvientes que se había escabullido a la ciudad para encontrarse con su novia y nunca había vuelto. Más tarde, Bahram vio que su hija Laila tenía las mejillas rojas, con un rubor agitado, y que yacía apáticamente sobre un cofre.
La pusieron en una habitación con cama. El rostro de Esmerine estaba deformado por el miedo. Khalid dispuso que Laila se quedara allí encerrada y que se le diera alimento y bebida desde la puerta, con palos y bolsas de red y platos y cuencos que no fueran utilizados por nadie más. Pero Esmerine le dio un fuerte abrazo a la pequeña, por supuesto, antes de que se estableciera aquel régimen, y al día siguiente, en su habitación, Bahram vio que su mujer tenía las mejillas rojas y que gemía al despertarse y levantaba los brazos, y allí estaban las señales en las axilas, bubas duras y amarillas que sobresalían de la piel y (le pareció ver a él cuando ella bajaba los brazos) estaban facetadas como si fueran carbunclos o como si ella estuviera convirtiéndose en una joya desde adentro.
Después de eso la casa fue una casa enferma, y Bahram se pasó los días atendiendo a los demás, corriendo a todas horas del día y de la noche de acá para allá, con una fiebre distinta de la que tenían los enfermos, escuchando las encarecidas recomendaciones de Khalid de que nunca tocara ni se acercara al aliento de su aquejada familia. A veces Bahram lo intentaba, a veces no, abrazándolos como si pudiera aferrarlos así a este mundo. O volver a traerlos hasta él, cuando los niños murieron.
Luego comenzaron a morir también los adultos, y quedaron encerrados apartados de la ciudad más como una casa enferma que como una casa a salvo. Fedwa murió pero Esmerine resistió. Khalid y Bahram hacían turnos para cuidarla; Iwang los acompañaba en el recinto.
Una noche, Iwang y Khalid hicieron que Esmerine respirara en un vaso, y observaron la humedad a través de su pequeña lente, y no dijeron mucho. Bahram miró brevemente y entrevió la multitud de pequeños dragones, gárgolas, murciélagos y otras criaturas. No pudo volver a mirar, pero supo que todos estaban condenados.
Esmerine murió y Khalid dejó ver sus síntomas en ese mismo momento. Iwang no podía levantarse de su sillón en el taller de Khalid, pero estudiaba su propio aliento y su sangre y su bilis con la pequeña lente, intentando tomar nota con la mayor precisión posible del avance de la enfermedad en su cuerpo. Una noche, mientras estaba acostado jadeando, dijo en voz baja:
—Me alegro de no haberme convertido. Sé que tú no lo querías así. Y ahora sería un blasfemador, porque si hay un Dios quisiera reprocharle esto.
Bahram no dijo nada. Se trataba de un castigo, ¿pero por qué? ¿Qué habían hecho? ¿Serían acaso los proyectiles de gas una afrenta para Dios?
—Los hombres viven hasta los setenta —dijo Iwang—. Apenas tengo poco más de treinta años. ¿Qué haré con esos años?
Bahram no podía pensar.
—Tú dijiste que regresamos —dijo lentamente.
—Sí. Pero a mí me gustaba esta vida. Tenía planes para esta vida.
Se quedaba sobre el sofá pero no podía comer nada y tenía la piel muy caliente. Bahram no le dijo que Khalid ya había muerto, muy rápidamente, derribado por la pena o por la rabia que le provocaba la pérdida de Fedwa, de Esmerine y de los niños; como si hubiera muerto de apoplejía más que de peste. Bahram sólo se sentaba con el tibetano en el silencioso recinto.
En cierto momento Iwang habló:
—Me pregunto si Nadir sabía que estaban infectados, y los liberó para que la peste nos matara a nosotros.
—¿Pero por qué?
—Tal vez le tuviera miedo al exterminador de miríadas. O a alguna fracción de la corte. Tenía que preocuparse también por otras cosas aparte de nosotros. O tal vez fuera otra persona. O nadie.
—Nunca lo sabremos.
—No. Quizás hasta la mismísima corte haya desaparecido totalmente. Nadir, el kan, todos ellos.
—Eso espero —dijo la boca de Bahram.
Iwang asintió con la cabeza. Murió al amanecer, en silencio y luchando.
Bahram hizo que todos los supervivientes del recinto se cubrieran la cara con un trozo de tela y que llevaran los cuerpos hasta un taller que luego cerró con llave, detrás de los hoyos químicos. Estaba tan lejos de sí mismo que los movimientos de sus extremidades entumecidas le sorprendían, y hablaba como si fuera otro. Haz esto, haz aquello. Vamos a comer. Luego, mientras llevaba una gran olla a la cocina, notó una buba en la axila y se sentó como si se le hubieran roto los tendones de la parte posterior de las rodillas.
Entonces supo que había llegado su hora.