Ahora, cuando Bahram visitaba la caravasar, oía muchas historias inquietantes que llegaban del este. Las cosas estaban agitadas, la nueva dinastía Manchú de China tenía un talante expansivo. El nuevo emperador, como buen usurpador que era, no estaba contento con el viejo y descolorido imperio que había conquistado, pero estaba decidido a revigorizarlo militarmente y extender sus conquistas hacia los ricos reinos de arroz del sur: Anam, Siam y Birmania, pero también hasta las tierras yermas abrasadas en el centro del mundo, los desiertos y las montañas que separan a China del Dar, atravesados por las pistas de la Ruta de la Seda. Después de cruzar ese yermo entrarían en la India, en los kanatos islámicos y en el imperio savafida. En el caravasar se decía que Yarkand y Kashgar ya habían sido tomadas, algo perfectamente creíble, puesto que habían sido defendidas durante décadas por las más insignificantes de las guarniciones Ming y por jefes militares bandidos. Nada separaba el kanato de Bokhara de aquellas tierras yermas excepto la cuenca del Tarim y las montañas de Ferghana, que la Ruta de la Seda atravesaba en dos o tres sitios. Allí donde iban las caravanas, también llegarían los tambores de la guerra.
Y poco tiempo después, eso sucedió. Llegaron noticias de que las fuerzas manchúes habían tomado el paso de Torugart, que era el punto más alto de una de las Rutas de la Seda, entre Tashkent y el Takla Makán. El viaje de las caravanas que viajaban desde el este sería interrumpido durante al menos un tiempo, lo cual significaba que Samarcanda y Bokhara dejarían de ser el centro del gran mundo del comercio; ahora serían un punto de llegada bastante inútil. Era una catástrofe.
Un grupo de gente, armenios, zott, judíos e hindúes, que viajaban en caravana, apareció con estas noticias. Se habían visto obligados a correr para salvar el pellejo y a dejar atrás todas sus posesiones. Aparentemente, la puerta de Dzhungaria, entre Xin-jiang y la estepa de Kazajstán, también estaba a punto de ser tomada. A medida que las noticias llegaban al caravasar y resonaban en Samarcanda, muchas de las caravanas que se encontraban allí cambiaron sus planes. Muchas decidieron regresar a Frengistán que, a pesar de estar lleno de insignificantes conflictos de taifas, al menos era completamente musulmán y sus pequeños kanatos, emiratos y sultanatos negociaban entre ellos casi sin cesar, incluso mientras peleaban.
Esas decisiones acabarían en poco tiempo con Samarcanda. Como punto final de un trayecto, la ciudad no era nada, sólo era el límite de Dar al-Islam. Nadir estaba preocupado y el kan enfurecido. Sayyed Abdul Aziz ordenó que se recuperara la puerta de Dzhungaria y envió una expedición para ayudar a defender el paso de Khyber, de manera que las relaciones comerciales con la India al menos quedaran aseguradas.
Nadir, acompañado de una numerosa guardia, describió aquellas órdenes muy brevemente a Khalid y a Iwang. Presentó el problema como si, de alguna manera, Khalid fuera el culpable de la situación. Al final de su visita, les informó de que Bahram, su esposa y sus hijos debían regresar con Nadir al kanato de Bokhara. Sólo se les permitiría regresar a Samarcanda cuando Khalid e Iwang diseñaran una arma capaz de derrotar a los chinos.
—Podrán recibir visitas en el palacio. Sois bienvenidos para visitarlos, o de hecho uniros a ellos allí, a pesar de que creo que vuestro trabajo puede hacerse mejor aquí, con vuestros hombres y vuestras máquinas. Si pensara que trabajaríais más de prisa en palacio, también os trasladaría a vosotros, creedme.
Khalid lo miró furioso, demasiado para hablar sin poner a todos en peligro.
—Iwang se mudará aquí, contigo; él será más útil aquí que en otro sitio. Recibirá una extensión de su amán por adelantado, en reconocimiento por su importancia en los asuntos del Estado. De hecho tiene prohibido marcharse. Tampoco podría hacerlo. El dragón del este ya se ha comido el Tíbet. Así que estáis asumiendo una tarea divina; podéis estar orgullosos de haber sido llamados a ella.
Le lanzó una mirada a Bahram.
—Cuidaremos bien a tu familia, y tú cuidarás bien las cosas de aquí. Puedes vivir en el palacio con los tuyos, o aquí ayudando con el trabajo; donde tú prefieras.
Bahram asintió con la cabeza, mucho por la consternación y el miedo.
—Haré ambas cosas —logró decir, mirando a Esmerine y a los niños.
Ya nada volvió a la normalidad. Jamás.
Muchas vidas cambian así —súbitamente— y para siempre.