Sólo como una cuestión práctica, en aquel entonces Bahram estaba empezando a interesarse por un metal de color gris apagado que parecía plomo por fuera y estaño por dentro. Era evidente que había mucho azufre en el mercurio —si acaso podía creerse en toda esa descripción de metales— y, al principio, su presencia era tan indefinible que pasaba desapercibido. Pero estaba demostrando en varias pequeñas pruebas y demostraciones ser menos quebradizo que el hierro, más flexible que el oro, y, en pocas palabras, un metal diferente de todos aquellos mencionados por Al-Razi e Ibn Sina, por muy extraño que resultara. ¡Un metal nuevo! Y se combinaba bien con el hierro para formar una especie de acero que tal vez podría llegar a servir para fundir cañones.
—¿Cómo puede ser que haya un metal nuevo? —preguntó Bahram a Khalid y a Iwang—. ¿Y cómo debería llamarse? No podemos seguir llamándolo «la cosa gris».
—No es nuevo —dijo Iwang—. Siempre estuvo ahí con los demás, pero estamos llegando a temperaturas que nunca habíamos alcanzado, entonces se ha manifestado.
En broma Khalid lo llamó «plomoro», pero el nombre quedó a falta de otro. Y el metal, encontrado ahora cada vez que fundían ciertos minerales de cobre de color azulado, se convirtió en parte de su arsenal.
Pasaron los días de frenético trabajo. Los rumores de la guerra en el oeste crecían día a día. Se decía que en China los bárbaros estaban tratando otra vez de derribar la Gran Muralla, de derrocar la despreciable dinastía Ming y de hacer estallar al gigante con una agitación de violencia que ahora se expandía en todas las direcciones. Esta vez los bárbaros no venían de Mongolia sino de Manchuria, al noreste de China; se decía que eran los guerreros más expertos jamás vistos en el mundo y que era muy probable que conquistaran y destruyeran todo lo que se interpusiera en su camino, incluyendo la civilización islámica, a menos que se hiciera algo que hiciera posible una adecuada defensa contra ellos.
Eso era lo que decía la gente en el zoco, y Nadir también, con su modo más tortuoso, confirmaba que algo estaba sucediendo; el sentimiento de peligro fue creciendo a medida que el invierno avanzó y pasó, y llegó otra vez el tiempo de las campañas militares. Primavera, época de guerra y de peste, los dos brazos más grandes de la muerte de seis brazos, como decía Iwang.
Durante aquellos meses, Bahram trabajó como si una gran tempestad estuviera permanentemente visible, amenazante, en el horizonte hacia el este, moviéndose hacia atrás contra los vientos predominantes, presagiando una catástrofe. Esto agregó una nota de dolor al placer que le ofrecía su pequeña familia, y a la más amplia existencia en el recinto: su hijo y su hija correteando de acá para allá y moviéndose sin parar durante la oración, vestidos impecablemente por Esmerine; los niños, muy educados, excepto cuando se enfurecían, algo a lo que ambos tenían tendencia, llegaban a un grado de enfado que sorprendía tanto a su madre como a su padre. Era uno de sus principales temas de conversación, en las profundidades de la noche, cuando el deseo se despertaba y Esmerine salía un rato para aliviarse, luego regresaba y se quitaba rápidamente la camisa, sus pechos como plateadas gotas de lluvia a la luz de la luna en las manos de Bahram para darles calor, en ese mundo soñoliento de sexo de vigilia que era uno de los espacios más hermosos de la vida cotidiana, la salvación del dormir, el sueño del cuerpo, tanto más cálida y afectuosa que cualquier otra parte del día que cuando llegaba la mañana resultaba difícil creer que realmente había sucedido, que él y Esmerine, tan seria en su forma de vestir y en sus modales, Esmerine, que dirigía a las mujeres en sus trabajos tan duramente como Khalid lo hacía en sus momentos más tiránicos, quien nunca le hablaba a Bahram ni lo miraba excepto de la manera más formal, puesto que era lo más adecuado y correcto, había sido de hecho transportada junto con él a otros mundos de arrebato, en las profundidades de la noche, en su cama. Mientras la observaba trabajar durante las tardes, Bahram pensaba: el amor lo cambiaba todo. Después de todo, todos eran simplemente animales, criaturas que Dios había creado no muy diferentes de los monos, y no había una verdadera razón por la que los pechos de una mujer debían ser distintos de las ubres de una vaca, oscilando de un modo tan poco elegante cuando ella se inclinaba hacia adelante para hacer alguna tarea; pero el amor los convertía en joyas de la más suprema belleza, y lo mismo pasaba con todo en el mundo. El amor ponía las cosas bajo la lente de una lupa, y sólo el amor podía salvarlas.
En busca de algún dato de este nuevo «plomoro», Khalid releyó algunos capítulos informativos en sus viejos textos, y se interesó mucho al llegar a un párrafo en el antiguo clásico de Jabir Ibn Hayyam, El libro de las propiedades, escrito en los primeros años de la jihad, en el que Jabir enumeraba siete metales, a saber: oro, plata, plomo, estaño, cobre, hierro y kharsini, que significaba «hierro chino», de un gris apagado, plateado cuando era pulido, conocido por los chinos como paitung, o «cobre blanco». Los chinos, había escrito Jabir, con ese material habían hecho espejos capaces de curar las enfermedades del ojo de los que se miraban en ellos. Khalid, cuyos ojos se debilitaban cada año, se encomendó inmediatamente a la fabricación de un pequeño espejo con el plomoro obtenido, sólo para ver. Jabir también sugirió que hicieran campanas de kharsini que sonarían en un tono particularmente agradable; entonces Khalid hizo que con el material que les quedaba se fabricara una campana, para ver si su tono era especialmente bonito, lo cual podría ayudar a identificar el metal. Todos estuvieron de acuerdo en que la campana sonaba muy agradablemente; pero la vista de Khalid no mejoró después de mirarse en el espejo del nuevo metal.
—Llamadlo kharsini —dijo Khalid. Suspiró—. Quién sabe qué será. No sabemos nada.
Pero siguió haciendo pruebas, escribiendo largos comentarios acerca de cada prueba, cada noche y hasta más de un amanecer insomne. Él y su amigo Iwang se dedicaban a sus estudios. Khalid ordenó a Bahram, a Paxtakor, a Jalil y al resto de sus antiguos artesanos que hicieran nuevos telescopios y microscopios y medidores de presión y bombas. El recinto se había convertido en un lugar en el que sus habilidades en metalurgia y en artesanía mecánica se combinaban para darles más poder para construir cosas nuevas; si podían imaginar algo, ellos eran capaces de construir una primera aproximación de lo que imaginaban. Cada vez que los viejos artesanos lograban hacer moldes y herramientas con más precisión, podían afinar aún más el ajuste de las piezas, y por consiguiente, a medida que iban progresando, todo podía ser mejorado: desde la complejidad de un mecanismo de relojería hasta la fuerza aplastante de las ruedas hidráulicas o los cañones. Khalid desmontó un telar persa para alfombras con el objeto de estudiar todas sus pequeñas piezas de metal, luego le comentó a Iwang que combinado con un engranaje de cremallera y piñón, el dispositivo podía adaptarse para funcionar con sellos con formas de letras, en lugar de una lanzadera, en matrices que podían ser entintadas y luego prensadas sobre un papel; de ese modo se podría escribir toda una página de una sola vez, y eso podría repetirse tantas veces como uno quisiera, de manera que los libros acabarían siendo algo tan común y corriente como las balas de cañón. Iwang se había reído y había dicho que en el Tíbet los monjes habían grabado unos bloques parecidos, pero que la idea de Khalid era mejor.
Mientras tanto, Iwang trabajaba en sus asuntos matemáticos. Una vez le dijo a Bahram:
—Sólo un Dios pudo haber pensado estas cosas desde el principio. ¡Y luego las utilizó para encarnar un mundo! Si nosotros logramos describir aunque sólo fuera una millonésima parte del mundo, podríamos descubrir más de lo que ningún otro ser consciente ha conocido en todos los siglos y ver claramente la mente divina.
Bahram asintió con la cabeza dubitativamente. Para entonces, ya sabía que él no quería que Iwang se convirtiera al islamismo. Parecía algo falso tanto para Dios como para Iwang. Sabía que era egoísta sentir algo así y que Dios se encargaría de eso. Y por lo que parecía, Él ya lo había hecho, puesto que Iwang ya no iba a la mezquita cada viernes, tampoco a los estudios religiosos en el morabito. Dios o Iwang, o ambos, habían llegado a la misma conclusión que Bahram. La religión no podía fingirse o utlizarse con propósitos mundanos.