La diosa y la ley

Paralelamente a estos nuevos estudios religiosos, Iwang continuaba sus investigaciones y ensayos con Khalid. Dedicaban la porción más grande de estos esfuerzos a los proyectos para Nadir y el kan. Elaboraron un sistema de señales de largo alcance para el ejército que utilizaba espejos y pequeños telescopios; también fundieron cañones cada vez más y más grandes, con enormes carros para llevarlos con caballos o camellos de un campo de batalla a otro.

—Para esto necesitaremos caminos apropiados para carros, si es que queremos moverlos —señaló Iwang.

Incluso la mismísima Ruta de la Seda no era más que una pista para camellos en casi toda su extensión.

La última investigación privada que realizaran sobre las causas de las cosas involucraba un pequeño telescopio que aumentaba los objetos demasiado pequeños para ser vistos a simple vista. Los astrónomos de la madraza Ulug Bek habían diseñado el aparato, que sólo podía ser enfocado en una tajada de aire muy estrecha, de modo que los objetos translúcidos que se encontraban entre dos láminas de cristal aparecieran de la mejor manera posible, iluminados por la luz del sol que se reflejaba en un espejo desde abajo. Entonces aparecían nuevos pequeños mundos, allí, al alcance de la mano.

Los tres hombres se pasaban horas mirando gotas de agua estancada a través de aquel telescopio; esa agua resultó estar llena de criaturas extrañamente articuladas, todas nadando de un lado a otro. Observaban trozos de piedra, de madera y de hueso, todos ellos translúcidamente finos; y hasta su propia sangre, que estaba llena de bultos borrosos tan espantosos como los animales del agua estancada.

—El mundo se hace cada vez más y más pequeño —decía un maravillado Khalid—. Si pudiéramos poner la sangre de esas pequeñas criaturas dentro de la nuestra y ponerla bajo una lente incluso más poderosa que ésta, no tengo duda de que esa sangre contendría animálculos igual que la nuestra; lo mismo sucedería también con la de esos animales, y así sucesivamente hasta…

Su voz fue bajando lentamente, el sobrecogimiento le dio una expresión de perturbación. Bahram nunca lo había visto tan feliz.

—Probablemente haya un posible tamaño más pequeño de todas las cosas —dijo Iwang pragmáticamente—. Eso era lo que postulaban los antiguos griegos. Las partículas elementales, desde donde se construye todo lo demás. Sin duda más pequeñas de lo que nunca podamos ver.

Khalid frunció el ceño.

—Esto es sólo un comienzo. Seguramente se fabricarán lentes más poderosas. Y entonces quién sabe lo que podrá verse. Tal vez, con el tiempo, nos permitan entender la composición de los metales y trabajar las transmutaciones.

—Tal vez —reconoció Iwang. Miró por el ojo de la lente, susurrando para sí mismo—. Desde luego, los pequeños cristales del granito se ven con claridad.

Khalid asintió con la cabeza y escribió una nota en un cuaderno. Regresó al cristal y luego dibujó en una de las páginas las formas que veía.

—La más pequeña y la más grande —dijo.

—Estas lentes son un gran regalo de Dios —dijo Bahram—. Para recordarnos que todo es un sólo mundo. Una sustancia penetrada en todas partes por la estructura, aunque sigue siendo una, de lo grande a lo pequeño.

Khalid asintió con la cabeza.

—Por consiguiente, puede que las estrellas estén después de todo sobre nosotros. Tal vez las estrellas también sean animales, como estas criaturas; si sólo pudiéramos verlas mejor.

Iwang movió la cabeza mostrando incredulidad.

—Todo uno, sí. Cada vez parece más evidente. Pero, seguramente, no todo es animal. Tal vez las estrellas sean algo que se parece más a la roca que a estas minúsculas criaturas.

—Las estrellas son fuego.

—Rocas, fuego; pero no animales.

—Pero todo uno —insistió Bahram.

Y los dos viejos asintieron con la cabeza; Khalid enfáticamente, Iwang con desgana, y con un susurro grave en la garganta.

Después de aquel día, a Bahram le pareció que Iwang estaba siempre susurrando. Llegaba al recinto y se unía a Khalid en sus demostraciones, e iba con Bahram al morabito y escuchaba las conferencias de Ali, y cada vez que Bahram lo visitaba en su taller estaba jugando con números o haciendo sonar un ábaco chino para un lado y para otro, siempre distraído, siempre susurrando. Los viernes acudía a la mezquita y se quedaba de pie junto a la puerta, escuchando la oración y las lecturas, de cara a La Meca y parpadeando ante el sol, pero nunca arrodillado o postrado o rezando; siempre susurrando.

Bahram no creía que Iwang tuviera que convertirse. Incluso aunque fuera al Tíbet durante un tiempo y luego regresara, para Bahram estaba claro que su amigo era un musulmán. Y entonces no estaría bien.

De hecho, a medida que pasaron las semanas, comenzó a parecer más extraño y ajeno; incluso hasta más escéptico; llevaba a cabo pequeñas pruebas para él solo, que eran como sacrificios con la luz, el magnetismo, el vacío o la gravedad. Un alquimista, precisamente, pero con una tradición oriental más extraña que la de cualquier sufí, como si no sólo estuviera volviendo al budismo sino yendo más allá de él, de regreso a la vieja religión del Tíbet, Bon, como la llamaba Iwang.

Aquel invierno se sentaba en su taller con Bahram, ante el fuego abierto del brasero, las manos extendidas para mantener calientes los dedos que sobresalían de las puntas de los guantes como pequeños bebés, fumando hachís con una pipa de largo tubo y pasándola a Bahram de vez en cuando, hasta que los dos hombres quedaban allí sentados observando el baile de los carbones sobre un fondo de ardiente color naranja. Una noche, en medio de una tormenta de nieve, Iwang salió en busca de más madera para avivar el fuego, y Bahram sintió un movimiento y se dio vuelta para encontrar a una vieja mujer china sentada junto al fuego; llevaba un vestido rojo y el cabello recogido formando un nudo sobre la cabeza. Bahram se sobresaltó; la anciana giró la cabeza y lo miró, y él vio que sus ojos negros estaban llenos de estrellas. En ese momento se cayó del taburete, y a ciegas se puso de pie para ya no encontrarla más allí. Cuando Iwang regresó a la habitación y Bahram se la describió, Iwang se encogió de hombros y sonrió misteriosamente:

—Hay muchas ancianas en esta zona de la ciudad. Aquí vive la gente pobre, entre ellos viudas, que tienen que dormir en el suelo del taller de su difunto marido, con el permiso del nuevo dueño, y hacer lo que puedan para mantener al hambre del otro lado de la puerta.

—Pero el vestido rojo, su rostro, ¡sus ojos!

—En realidad todo eso me hace pensar en la diosa del hornillo. Aparece junto al fuego, si tienes suerte.

—No fumaré más hachís.

Iwang se rio.

—¡Si sólo bastara con eso!

Otra noche de helada, unas cuantas semanas después, Iwang llamó a la puerta del recinto y entró enormemente entusiasmado —borracho, se podría haber dicho, de haberse tratado de otro hombre—, parecía un poseído.

—¡Mira! —le dijo a Khalid, cogiéndolo por el brazo y arrastrándolo hasta el estudio—. Mira, por fin lo he resuelto.

—¿La piedra filosofal?

—¡No, no! ¡Eso es demasiado trivial! Es la única ley, la ley sobre todas las demás. Una ecuación. Mira.

Sacó una pizarra y escribió algo sobre ella muy rápidamente, utilizando los símbolos alquímicos que Khalid y él habían convenido para marcar las cantidades diferentes en distintas situaciones.

—Lo mismo arriba, lo mismo abajo, tal como dice siempre Bahram. Todo es atraído por todo lo demás precisamente por este nivel de atracción. Multiplica las dos masas que se atraen mutuamente, divide eso por el cuadrado de la distancia que las separa, multiplica por cualquiera que sea la velocidad que parte del cuerpo central, y el resultado será la fuerza de la atracción. Mira; inténtalo con la órbita de los planetas alrededor del sol, funciona con todas. Y se mueven en órbitas elípticas alrededor del sol, porque todos se atraen unos a otros al mismo tiempo que se sienten atraídos hacia el sol, por lo que el sol se sitúa en uno de los focos de la elipse, mientras que la suma de todas las otras atracciones forma el otro foco.

Mientras hablaba, dibujaba frenéticamente; Bahram jamás lo había visto tan agitado.

—Esto explica las discrepancias de las observaciones que hicimos en Ulug Bek. Funciona para los planetas, sin duda también para las estrellas en sus constelaciones y para el vuelo de una bala de cañón sobre la Tierra, ¡y para el movimiento de aquellos pequeños animálculos que están en el agua estancada o en la sangre!

Khalid asentía con la cabeza.

—Esto es la mismísima fuerza de la gravedad, representada matemáticamente.

—Sí.

—La atracción está en proporción inversa al cuadrado de la distancia.

—Sí.

—Y esto sucede con todo.

—Eso creo.

—¿Y qué pasa con la luz?

—No lo sé. La luz debe de tener muy poca masa. Si es que tiene alguna. Pero tenga la masa que tenga, se siente atraída por todas las otras masas. La masa atrae a la masa.

—Pero esto —dijo Khalid— es otra vez acción a la distancia.

—Sí —dijo Iwang sonriendo—. Tal vez se trate de tu espíritu universal. Actuando a través de un agente que no conocemos. De ahí se desprende la gravedad, el magnetismo, la iluminación.

—Una especie de fuego invisible.

—O tal vez para el fuego como lo son para nosotros los animales más pequeños. Cierta fuerza sutil. Y sin embargo nada escapa a ella. Todo la contiene. Todos vivimos en ella.

—Un espíritu activo en todas las cosas.

—Como el amor —dijo Bahram.

—Sí, como el amor —reconoció Iwang por esta vez—. En el sentido de que sin ella todo en la Tierra estaría muerto. Nada se atraería ni se repelería, ni circularía, ni cambiaría de forma, ni viviría de ninguna manera; sólo estaría ahí, inerte y frío.

Entonces Iwang sonrió, abiertamente, sus tersas y brillantes mejillas tibetanas tenían dos profundos hoyuelos, sus enormes dientes de caballo relucían:

—¡Y aquí estamos! Así debe ser, ¿lo ves? Todo se mueve, todo vive. Y la fuerza actúa exactamente en proporción inversa a la distancia que hay entre las cosas.

—Me pregunto si esto podría ayudarnos a transmutar… —aventuró Khalid.

Pero los otros dos hombres lo interrumpieron.

—¡El plomo en oro! ¡El plomo en oro! —dijeron ambos riéndose de él.

—Ahora todo es oro —dijo Bahram.

Los ojos de Iwang brillaron de repente, fue como si la diosa del hornillo hubiera entrado en él; cogió a Bahram y le dio un abrazo tosco, húmedo y confuso, susurrando otra vez.

—Eres un buen hombre, Bahram. Eres un muy buen hombre. Escucha, si yo creyera en el amor del que tú hablas, ¿podría quedarme aquí? ¿Sería una blasfemia para ti que yo creyera en la gravedad y en el amor y en la unidad de todas las cosas?