Las cosechas de otoño llegaron y pasaron, y el caravasar se vació durante el invierno, cuando se cerraron los pasos hacia el este. Los días de Bahram se enriquecieron con la presencia de Iwang en el morabito sufí, donde se sentaba muy atrás y escuchaba atentamente todo lo que decía el viejo maestro Ali, hablando muy de vez en cuando; cuando lo hacía, era sólo para formular las preguntas más sencillas, generalmente el significado de una u otra palabra. En la terminología sufí había muchas palabras árabes y persas, y a pesar de que el turco-sogdi de Iwang era bueno, el lenguaje religioso le resultaba bastante opaco. Finalmente, el maestro le dio a Iwang un diccionario de términos técnicos sufies, o un istilahat, de Ansari, titulado Cien campos y lugares de descanso, el cual tenía una introducción que terminaba con la frase «La verdadera escencia de los estados espirituales de los sufies es tal que las expresiones no son adecuadas para describirla: sin embargo, estas expresiones son comprendidas perfectamente por quienes han experimentado esos estados».
Bahram sentía que aquélla era la causa principal del problema de Iwang: no había experimentado los estados que allí se describían.
—Es muy probable —acordó Iwang cuando Bahram se lo dijo—. ¿Pero cómo se supone que tengo que llegar a esos estados?
—Con amor —diría Bahram—. Debes amar todo lo que es, especialmente a los demás. Ya verás; el amor lo mueve todo.
Iwang frunció los labios con desagrado.
—Con el amor viene el odio —dijo—. Son dos lados de un exceso de sentimiento. Más que amor, compasión; para mí ésa es la mejor manera. La compasión no tiene un lado malo.
—La indiferencia —sugirió Bahram.
Iwang asentió con la cabeza, pensando mejor las cosas. Pero Bahram se preguntaba si llegaría a tener alguna vez la actitud adecuada. La fuente del amor del propio Bahram, como la poderosa fuente de un pozo artesiano en las colinas, era lo que sentía por su esposa y por sus hijos, y luego por Alá, quien le había permitido tener el privilegio de vivir una vida entre almas tan hermosas; no solamente ellos tres, sino también Khalid y Fedwa y todos sus parientes y la comunidad del recinto, la mezquita, el morabito, Sher Dor; de hecho, toda Samarcanda y el mundo entero, cuando lo sentía. Iwang no tenía un punto de partida semejante, puesto que era soltero y no tenía hijos, hasta donde Bahram sabía; además, era un pagano. ¿Cómo iba a empezar a sentir un amor más generalizado y difuso, si no tenía el más específico?
—El corazón que es más grande que el intelecto no es aquél que late en el pecho.
Eso le diría Ali. Era una cuestión de abrir el corazón a Dios y de dejar que el amor aparezca primero desde allí. Iwang ya era bueno a la hora de calmarse, de prestarle atención al mundo en sus momentos de silencio, sentado afuera en el recinto algunos amaneceres después de haber pasado la noche en un sillón en el taller. Alguna que otra vez, Bahram se unía a él en esas ocasiones; incluso una vez se sintió inspirado por un cielo sin viento puramente dorado y recitó a Rumi:
¡Qué silenciosa se ha vuelto la casa del corazón!
El corazón como calor y hogar
ha rodeado al mundo.
Cuando Iwang por fin respondió, después de que el sol se alzara sobre las crestas orientales e inundara el valle con una luz de mantequilla, sólo dijo:
—Me pregunto si el mundo será tan grande como dijo Brahmagupta.
—Dijo que era una esfera, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. Eso puede verse desde las estepas, cuando viene una caravana desde el horizonte y lo primero que se ven son las cabezas. Estamos sobre la superficie de una gran bola.
—El corazón de Dios.
La única respuesta fue un balanceo de la cabeza, lo cual significaba que Iwang no estaba de acuerdo pero no quería contradecirle. Bahram desistió, y le preguntó sobre la estimación hindú del tamaño de la tierra, que evidentemente era lo que ahora le interesaba a Iwang.
—Brahmagupta se dio cuenta cierto día de que el sol brillaba en línea recta dentro de un pozo en el Decán; al año siguiente lo preparó todo para estar a mil yogandas al norte de allí, y midió el ángulo de las sombras, y utilizó la geometría esférica para calcular el segmento de círculo que era ese arco de mil yogandas. Muy sencillo, muy interesante.
Bahram asintió con la cabeza; sin duda era verdad; pero sólo alguna vez ellos verían apenas una pequeña fracción de aquellas yogandas, y aquí, ahora, Iwang necesitaba iluminación espiritual. O, más bien, amor. Bahram lo invitó a comer con su familia, para que observara a Esmerine cuando servía la comida, e instruía a los niños en cuestión de modales. Los niños eran por sí solos un placer, sus ojos líquidos inmensos en los rostros cuando paraban en sus carreras de aquí para allá para escuchar impacientemente los sermones de Esmerine. Sus juegos por todo el recinto también eran un placer. Iwang asentía con la cabeza cuando oía todo aquello.
—Eres un hombre afortunado —le dijo a Bahram.
—Todos somos hombres afortunados —le respondió Bahram.
Iwang estuvo de acuerdo.