Mejores obsequios para el kan

—Supongo que debería hacerle al kan una nueva armadura de acero de Damasco —dijo Khalid después—. Algo bonito.

Iwang sonrió.

—¿Sabes cómo hacerla?

—Por supuesto. Es acero templado. Nada demasiado misterioso. La carga del crisol es un hierro esponjoso llamado wootz, forjado en una placa de hierro junto con madera, que cede su ceniza a la mezcla, y también algo de agua. Algunos crisoles se colocan en el horno, y cuando están derretidos, sus componentes se vierten sobre un hierro fundido, a una temperatura más baja que la de la fusión completa de los dos elementos. El acero que se consigue se graba entonces al agua fuerte con un sulfato mineral de uno u otro tipo. Se obtienen diferentes dibujos y colores dependiendo del sulfato que se utilice, la clase de wootz y la temperatura. Esta hoja de aquí —dijo alzando una daga gruesa y curva con cabo de marfil y la hoja cubierta con un denso dibujo de líneas que se entrecruzaban en color blanco y gris oscuro— es un buen ejemplo del grabado llamado «La escalera de Mahoma». Un trabajo persa que según se dice es de la forja del alquimista Jundi-Shapur. Dicen que en el proceso hay alquimia. —Hizo una pausa, se encogió de hombros.

—Y tú piensas que el kan…

—Si modificáramos sistemáticamente la composición del wootz, la estructura del hierro esponjoso, las temperaturas, el líquido de grabado, seguramente podríamos encontrar algunos dibujos nuevos. Me gustan algunos de los remolinos que he conseguido con un acero muy leñoso.

El silencio se alargó. Khalid estaba triste, eso estaba claro.

—Podrías tomártelo como una serie de pruebas —dijo Bahram.

—Como siempre —dijo Khalid, irritado—. Pero en este caso, sólo puedes hacer las cosas si ignoras completamente sus causas. Hay demasiados materiales, demasiadas sustancias y acciones, todo mezclado. Supongo que todo sucede en un nivel demasiado pequeño para que pueda ser observado. Los cortes que se ven después de la fundición parecen estructuras cristalinas cuando se rompen. Lo que sucede es interesante, pero no hay manera de decir por qué sucede ni de predecirlo. Esto es lo que sucede con una demostración provechosa, ¿ves? Te dice algo distinto. Responde a una pregunta.

—Podemos intentar hacer preguntas que el acero pueda responder —sugirió Bahram.

Khalid asintió con la cabeza aún insatisfecho. Pero lanzó una mirada a Iwang para ver qué pensaba él acerca de eso.

Iwang pensaba que en teoría era una buena idea, pero en la práctica, a él también le costaba mucho idear preguntas para hacer acerca del proceso. Sabían cómo hacer el horno, qué minerales y madera y agua debían introducir, durante cuánto tiempo debían mezclarlos, qué dureza resultaría. Todas las preguntas referentes a la práctica habían sido respondidas hacía ya mucho tiempo, desde que se había comenzado a hacer acero en Damasco. Las preguntas más básicas sobre las causas que todavía podían ser respondidas, eran difíciles de formular. El propio Bahram lo intentaba con mucho esfuerzo, sin conseguir siquiera que una sola idea acudiera a su mente. Y las buenas ideas eran su fuerte, o al menos eso era lo que siempre le decían.

Mientras Khalid intentaba resolver aquel problema, Iwang estaba cada vez más y más absorto en sus trabajos matemáticos; incluso había olvidado su trabajo de soplar cristal y el de platería, que normalmente dejaba en manos de sus aprendices, unos enjutos jóvenes tibetanos que habían aparecido sin ninguna explicación hacía ya algún tiempo. Estudiaba esmeradamente sus libros en hindi y sus viejos papeles tibetanos, marcando su pizarra con tiza y luego agregando aquello a las notas que apuntaba en el papel: diagramas en tinta, patrones de números hindis, símbolos o letras chinos, tibetanos o sánscritos; un alfabeto personal para un lenguaje personal, o al menos eso era lo que pensaba Bahram. Un emprendimiento un tanto inútil, que resultaba inquietante observar, puesto que las hojas de papel parecían irradiar un poder palpable, mágico o tal vez simplemente loco. Todas esas extrañas ideas, organizadas en estructuras hexagonales de números e ideogramas; para Bahram la tienda del zoco comenzaba a parecerse a la sombría cueva de un mago, acariciando con los dedos los confines de la realidad…

El propio Iwang rechazaba todas aquellas telarañas. Afuera, bajo el sol, se sentaba con Khalid, Zahhar, Tazi de Sher Dor y Bahram haciéndoles sombra y mirando por encima del hombro de sus colegas, esbozaba una matemática del movimiento, a la cual llamaba la velocidad de la velocidad.

—Todo está en movimiento —decía—. Eso es el karma. La Tierra gira alrededor del Sol, el Sol viaja a través de las estrellas, las estrellas también viajan. Pero ahora, por el bien del estudio, para las demostraciones, postulamos un reino en el que no hay movimiento. Quizás, el universo está contenido dentro de un vacío de no movimiento semejante, pero eso no importa; para nuestros propósitos éstas son dimensiones puramente matemáticas, que pueden ser marcadas como verticales y horizontales, en estos términos, o por longitud, anchura y altura, si queremos las tres dimensiones del mundo. Pero comencemos con dos dimensiones, para que nos resulte más sencillo de comprender. Y el movimiento de los objetos, por ejemplo el de una bala de cañón, puede ser medido en relación con estas dos dimensiones. Cuánto de alto o de bajo, cuánto a la izquierda o a la derecha. Puede trasladarse a un mapa. Y entonces otra vez, la dimensión horizontal puede marcar el tiempo pasado y el movimiento vertical en una única dirección. Eso posibilitará la existencia de líneas curvas, que representarán el paso de los objetos por el aire. Luego, las líneas tangentes a la curva indican la velocidad. Así que medimos lo que podemos, marcamos dichas medidas y será como ir pasando a través de las habitaciones de una casa. Cada habitación tiene un volumen diferente, como los matraces, dependiendo de sus dimensiones. Es decir, a qué distancia y en cuánto tiempo. Cantidades de movimiento, ¿entendéis? Una tonelada de movimiento, un dracma.[2]

—La trayectoria de la bala de un cañón podría ser descrita con precisión —dijo Khalid.

—Sí. Con mucha más facilidad que la mayoría de las cosas, porque la bala de un cañón persigue una única línea. Una línea curva, pero no es como el vuelo de una águila, por ejemplo, o como una persona en sus recorridos diarios. La matemática para eso sería… —Iwang se perdió, giró la cabeza bruscamente, volvió a ellos—. ¿Qué estaba diciendo?

—Balas de cañón.

—Ah. Sí, es posible medirlas.

—Eso significa que necesitamos la velocidad de salida del cañón y el ángulo de tiro…

—Podríamos decir con bastante exactitud el sitio donde caerá, sí.

—Deberíamos decirle esto a Nadir en privado.

Khalid elaboró una serie de tablas para calcular los disparos de un cañón, con hábiles dibujos de las curvas del vuelo de las balas y un pequeño libro tibetano lleno de los esmerados cálculos numéricos de Iwang. Estos artículos fueron colocados en una vistosa caja de tamarindo, con incrustaciones de plata, turquesa y pedrería, y llevados al Kanato de Bokhara, junto con un precioso peto de acero de Damasco para el kan. El rectángulo de acero en el centro de aquel peto era un espectacular remolino de acero blanco y gris, con motas de hierro grabadas muy suavemente con un tratamiento de ácido sulfúrico y otros cáusticos. Khalid llamaba a aquel dibujo «Remolinos zeravshán», y era cierto que el dibujo se parecía a un remolino que había en el río, que giraba alejándose de los cimientos del puente de Dagbit cuando el agua estaba alta. Era una de las piezas de metal más hermosas que Bahram había visto jamás; estaba convencido de que el peto y la caja decorada con las matemáticas de Iwang eran unos obsequios muy impresionantes para Sayyed Abdul Aziz.

Él y Khlalid se vistieron con sus mejores galas para la ocasión; Iwang los acompañó con la túnica roja oscura y con el sombrero cónico de alas de los monjes tibetanos, realmente parecía un lama de la más alta distinción. Así que los obsequiadores eran tan impresionantes como sus obsequios, pensó Bahram; aunque una vez que estuvieron en el Registán, debajo del inmenso arco de la madraza Tilla Kari toda cubierta de oro, se sintió menos imponente. Y una vez que estuvo en compañía de la corte se sintió algo rústico, hasta andrajoso, como si fueran niños que simulaban ser cortesanos o, simplemente, paletos.

El kan, sin embargo, que quedó encantado con el peto y elogió enormemente las artes de Khalid, hasta el punto de ponerse la pieza sobre sus galas y no quitársela. También admiró la caja, mientras le pasaba a Nadir los papeles que encontró dentro.

Tan sólo unos instantes después fueron despedidos, y Nadir los condujo hasta el jardín de Tilla Kari. Los diagramas eran muy interesantes, decía a medida que los iba mirando; quería observarlos más detenidamente; entre tanto, sus armeros le habían informado al kan que después de marcar una estría en espiral en el interior de sus cañones había hecho que uno de ellos explotara al ser disparado; el resto había perdido alcance. Así que Nadir quería que Khalid visitara a los armeros y hablara con ellos sobre el problema.

Khalid asintió con la cabeza relajadamente, aunque Bahram podía leerle el pensamiento en la mirada; una vez más se vería obligado a abandonar lo que realmente le interesaba. Nadir en cambio no lo notó, a pesar de que observó atentamente el rostro de Khalid. De hecho, siguió diciendo alegremente lo mucho que apreciaba el kan la gran sabiduría y el arte de Khalid y lo mucho que a él le debería toda la gente del kanato y de Dar al-Islam en general si, tal como todo indicaba, sus esfuerzos ayudaban a prevenir cualquier invasión de los chinos, de quienes se decía que estaban avanzando por las fronteras occidentales de su imperio. Khalid asintió educadamente con la cabeza, y los hombres fueron despedidos.

Mientras caminaba de regreso por el camino que pasaba junto al río, Khalid estaba irritado:

—Este viaje no ha servido para nada.

—Todavía no lo sabemos —dijo Iwang.

Bahram asintió con la cabeza.

—Sí que lo sabemos. El kan es un… —murmuró éste—. Y está claro que Nadir cree que somos sus sirvientes.

—Todos somos sirvientes del kan —le recordó Iwang.

Eso le hizo callar.

A medida que sé acercaban a Samarcanda, pasaron junto a las ruinas de la vieja Afrasiab.

—Ojalá tuviéramos otra vez a los reyes sogdianos —dijo Bahram.

Khalid meneó la cabeza.

—Éstas no son las ruinas de los reyes sogdianos, sino de Markanda, que estuvo aquí antes que Afrasiab. Alejandro Magno decía que ésa era la ciudad más bella que había conquistado en su vida.

—Y mírala ahora —dijo Bahram—. Viejos cimientos llenos de polvo, muros rotos…

—Samarcanda también acabará en ruinas —dijo Iwang.

—¿O sea que no importa si estamos siempre a disposición de Nadir? —preguntó Khalid de repente.

—Bueno, eso también pasará —dijo Iwang.