Sin parar de menear la cabeza al ver la borrachera de Bahram, Khalid comenzó a examinar la caja.
—La misma mierda de siempre —dijo en un momento dado. Luego sacó uno y lo abrió—. Ah, un texto frengi, traducido del latín al árabe por un tal Ibn Rabi de Nsara. Original de un tal Bartolomeo el Inglés, escrito en algún momento del siglo sexto. Veamos qué dice, hmm, hmm… —Leyó con el dedo índice de la mano izquierda guiando a sus ojos en una rápida persecución a través de las hojas—. ¿Qué? ¡Éstas son exactamente las palabras de Ibn Sina!… ¡Y éstas también! —Alzó la vista para mirar a Bahram—. ¡Los capítulos sobre alquimia están sacados directamente de Ibn Sina!
Siguió leyendo, riendo su breve risa de aburrimiento.
—¡Escucha esto! «El argento vivo», es decir el mercurio, «posee tantas virtudes y tanta fuerza, que aunque tengáis una piedra de cien libras y la sopeséis con dos libras de argento vivo, éste aguantará el peso».
—¿Qué?
—¿Has oído alguna vez semejante tontería? Cuando alguien habla de medidas de peso, uno supone que esa persona tiene el sentido común de entender de qué está hablando.
Siguió leyendo.
—Ah —dijo después de un rato—. Aquí cita a Ibn Sina directamente. «El vidrio, tal como dijo Avicena, es entre las piedras como un tonto entre los hombres, puesto que adopta toda clase de colotes y pinturas». Dicho por un verdadero espejo de hombre… Ah… Mira, aquí hay una historia que podría ser la de nuestro Sayyed Abdul Aziz. «Hace mucho tiempo, vivió alguien que convertía el cristal en algo flexible, algo que podía ser moldeado y trabajado con un martillo; esta persona llevó una redoma de cristal al emperador Tiberio y la arrojó al suelo; el cristal no se rompió, apenas se dobló. Y el hombre arregló la redoma con un martillo». ¡Tenemos que pedirle este cristal a Iwang! «Entonces el Emperador ordenó que a aquel hombre le cortaran la cabeza, para que su arte no se conociera. Porque si fuera así el oro no tendría mucho más valor que la arcilla, y todos los demás metales perderían su valor, porque con toda seguridad si las vasijas de cristal no eran frágiles, entonces comenzarían a tener más valor que las vasijas de oro». Ésta sí que es una propuesta bastante curiosa. Supongo que en aquella época el cristal era algo bastante raro. —Se puso de pie, se estiró y suspiró—. Por otra parte, los Tiberios serán siempre algo común.
Hojeó rápidamente casi todos los otros libros y los dejó nuevamente en la caja. Pero leyó página a página La mesa esmeralda. Luego llamó a Iwang, y más tarde a algunos de los matemáticos de la Sher Dor, para que le ayudaran a poner a prueba cada una de las frases que aparecían allí y que contuvieran alguna sugerencia tangible para futuras acciones en los talleres o en el mundo en general. Finalmente, estuvieron de acuerdo en que se trataba sobre todo de información falsa y que lo único auténtico eran los más triviales y comunes comentarios sobre la metalurgia o la conducta natural.
Bahram pensó que aquello podría significar una desilusión para Khalid pero, en realidad, después de todo lo que había pasado, parecía de hecho estar contento con aquellos resultados, incluso más tranquilo. De repente, Bahram lo comprendió todo: Khalid se hubiera sorprendido si hubiera acontecido algo mágico, se hubiera sorprendido y decepcionado, puesto que ello hubiera hecho que el mismísimo orden que ahora asumía como existente en la naturaleza se convirtiera en algo irregular e insondable. Así que vio cómo fallaban todas las pruebas con adusta satisfacción; luego puso el antiguo libro que contenía la sabiduría de Hermes Trimegisto en lo más alto de una estantería con el resto de sus hermanos y de ahí en adelante los ignoró. Después de eso, sólo se interesaba por sus libros con las páginas en blanco, unas páginas que él llenaba inmediatamente después de cada demostración y, más tarde, a lo largo de las largas noches, yacían abiertos por todas partes, principalmente sobre las mesas y el suelo del estudio. Una fría noche en la que Bahram había salido a dar un paseo por la fábrica, entró en el estudio de Khalid y lo encontró dormido en su sillón. Bahram lo abrigó con una manta y apagó casi todos los faroles, pero a la luz del que quedaba encendido, miró los grandes libros abiertos desparramados en el suelo. La letra escrita por la mano izquierda de Khalid era tan irregular que prácticamente era ilegible, parecía un código secreto, pero los pequeños dibujos y bosquejos que él había incluido estaban bastante bien a pesar de su aspecto un tanto tosco: el corte transversal de un globo ocular, una gran carreta, franjas de luz, balas de cañón volando por el aire, alas de pájaros, sistemas de engranajes, listas de numerosas variedades de acero de Damasco, interiores de hornos, termómetros, altímetros, mecanismos de todo tipo, pequeñas figuras luchando con espadas o colgando de gigantes espirales como semillas de tilo, rostros de pesadilla con miradas lascivas, tigres acostados o en pleno salto, rugiendo en los garabatos de los márgenes.
Demasiado frío para seguir mirando más páginas, Bahram se quedó mirando fijamente a aquel hombre durmiente, su suegro, cuyo cerebro estaba tan atestado de cosas. Es extraña la gente que nos rodea en esta vida. Tropezando, volvió a la cama y al calor de Esmerine.