El cofre de la sabiduría

Bastante más allá del otro lado de la muralla occidental de la ciudad, allí donde la vieja ruta de la Seda se extendía hacia Bokhara, los armenios estaban tranquilos en su pequeño caravasar, junto al más grande y estridente de los hindúes. Los armenios cocinaban al atardecer en sus braseros. Sus mujeres tenían la cabeza descubierta y la mirada atrevida; reían entre ellas en su propia lengua. Los armenios eran buenos comerciantes y a pesar de eso bastante retraídos. Traficaban únicamente con las mercancías más valiosas y parecían saberlo todo acerca de todos los sitios. Entre todos los pueblos comerciantes, ellos eran los más ricos y poderosos. A diferencia de los judíos y de los nestorianos y de los zott, tenían una pequeña tierra natal en el Cáucaso, a la cual muchos de ellos regresaban regularmente y la gran mayoría eran musulmanes, lo cual les daba una tremenda ventaja en todo Dar al-Islam, que era como decir todo el mundo, excepto China y la India debajo del Decán. A Bahram le llegaron rumores de que en realidad ellos pretendían ser musulmanes aunque en secreto continuaban siendo cristianos, rumores que a él le sonaban como envidiosas puñaladas por la espalda dadas por otros comerciantes, probablemente los engañosos zott, que habían sido expulsados de la India mucho tiempo atrás (algunos decían que de Egipto) y ahora vagaban por el mundo sin hogar, y a quienes no les gustaba el crédito que tenían los armenios en tantos mercados en relación a los productos más lucrativos.

Bahram se paseaba entre sus fuegos y sus faroles, deteniéndose para conversar y aceptar algún trago de vino con sus conocidos, hasta que un anciano le señaló al vendedor de libros Mantuni, más anciano aún, un pequeño hombre marchito y con la espalda encorvada que llevaba unas gafas que hacían que sus ojos parecieran tener el tamaño de dos limones. Su turco era básico y con mucho acento; Bahram cambió al persa, deferencia que Mantuni recibió con una agradecida inclinación de la cabeza. El anciano señaló una caja de madera que estaba en el suelo completamente llena de libros que había conseguido para Khalid en Frengistán.

—¿Podrás llevarla? —le preguntó ansiosamente a Bahram.

—Por supuesto que sí —contestó Bahram, pero tenía en cambio otras preocupaciones—: ¿Cuánto costará todo esto?

—No te preocupes; ya está pagado. Khalid me envió los fondos necesarios, de lo contrario no hubiera podido comprarlos. Son parte de la herencia de una familia de Damasco, una familia de alquimistas muy antigua que terminó con un ermitaño nada interesante. Mira esto, el Tratado de los instrumentos y los hornos de Zosimos, publicado hace apenas dos años: es para ti. El resto lo he ordenado cronológicamente por fecha de composición, como podrás ver; aquí está La suma de la perfección de Jabir, y sus Diez libros de la rectificación, y… mira, El secreto de la creación.

Este último era un volumen encuaderando con piel de carnero.

—Lo escribió el griego Apolonio. Uno de sus capítulos es el legendario «Mesa esmeralda» —dijo golpeando delicadamente la cubierta—. Este capítulo solo vale el doble de lo que pagué por toda la colección, pero ellos no lo sabían. El original de «Mesa esmeralda» fue encontrado por Sara, la esposa de Abraham, en una cueva cerca de Hebrón, tiempo después de la Gran Inundación. Estaba grabado en una placa de esmeralda que Sara encontró entre las manos del cadáver momificado del Grandísimo Hermes, el padre de toda la alquimia. Estaba escrito en caracteres fenicios. Aunque debo admitir que he leído otros informes que dicen que ha sido descubierto por Alejandro Magno. De cualquier manera aquí está, en una traducción al árabe de la época del califato de Bagdad.

—Está bien —dijo Bahram. No estaba seguro de si Khalid estaría todavía interesado o no en todo aquello.

—También encontrarás Las biografías completas de los inmortales, un trabajo bastante corto, después de todo, habida cuenta de su contenido, y El cofre de la sabiduría, y un libro de un frengi, Bartolomeo el Inglés, Sobre las propiedades de las cosas, también La epístola del sol a la luna creciente, y El libro de los venenos, tal vez os sea útil, y El gran tesoro, y El documento acerca de los tres parecidos, en chino…

—Iwang podrá leerlo —dijo Bahram—. Gracias.

Intentó levantar la caja. Parecía que estuviera llena de rocas; se tambaleó.

—¿Estás seguro de que podrás llevarla hasta la ciudad sin peligro?

—No te preocupes. La llevaré a la casa de Khalid, donde Iwang tiene una sala para sus trabajos. Gracias otra vez. Estoy seguro de que Iwang querrá visitarte para hablar de los libros; es posible que Khalid también. ¿Cuánto tiempo te quedarás en Samarcanda?

—Un mes más; luego me marcharé.

—Ellos vendrán para hablar contigo acerca de los libros.

Bahram comenzó a caminar con la caja haciendo equilibrio sobre la cabeza. Se detenía de vez en cuando para descansar la cabeza y para fortalecerse con un poco más de vino. Cuando llegó al recinto era tarde y la cabeza le daba vueltas, pero las lámparas estaban encendidas en el estudio de Khalid; cuando Bahram lo encontró, él estaba leyendo; ya frente a él, Bahram dejó caer la caja triunfalmente.

—Más libros para leer —dijo, y se desplomó sobre una silla.