Mientras Khalid ponía a trabajar a sus artesanos, Iwang se encargó de soplar el vidrio; algunas semanas después tenían una máquina que constaba de dos partes: un globo de cristal grueso que sería vaciado y una potente bomba para extraer el aire. Hubo un sinnúmero de pequeños fracasos: filtraciones y fallos de la válvula, pero los viejos maquinistas del taller eran ingeniosos y resolvieron las averías, por fin, se quedaron con cinco versiones muy similares del dispositivo, todas ellas muy pesadas. La bomba era enorme e incluía nuevas sopapas, tubos y válvulas; el globo de cristal era como un grueso matraz, con cuello y unos resaltes en la superficie interior en los que se colgarían distintos objetos, para ver qué les sucedería cuando se evacuara todo el aire del globo. Cuando resolvieron los problemas de filtraciones, tuvieron que construir un dispositivo con cremallera y piñón para que la bomba tuviera la fuerza suficiente para evacuar hasta la última gota de aire del globo. Iwang les aconsejó que no exageraran y crearan un vacío tan perfecto que terminara aspirando la misma bomba, el taller, o posiblemente el mundo entero, como un jinn de regreso a su encierro; como siempre, la cara de piedra de Iwang no les daba señal alguna que permitiera saber si decía una broma o hablaba en serio. Cuando por fin lograron que todos los mecanismos funcionaran prácticamente sin fallas (de vez en cuando se rajaría el cristal de alguno o se rompería alguna válvula), instalaron la máquina sobre un soporte de madera, y Khalid comenzó una sucesión de pruebas, introduciendo cosas en los globos de cristal, sacando el aire con la bomba y viendo qué sucedía. Ahora quedaron olvidadas todas las preguntas filosóficas acerca de la naturaleza de lo que quedaba dentro del globo después de que se quitara todo el aire.
—Sólo veamos qué sucede —decía—. Esto es lo que es.
Dispuso varios grandes libros de páginas en blanco sobre la mesa que estaba junto al aparato, y él o sus secretarios dejaban constancia en ellos de todos los detalles de las pruebas, midiendo sus tiempos con el mejor reloj que tenían.
Después de unas semanas para conocer el aparato e intentar varias cosas, Khalid pidió a Iwang y Bahram que organizaran una pequeña reunión, invitando a varios de los qadis y maestros de las madrazas del Registán, en especial a los matemáticos y a los astrónomos de la madraza de Sher Dor, quienes ya estaban metidos en discusiones sobre las nociones de los antiguos griegos y los califatos clásicos acerca de la realidad física. El día señalado, cuando todos esos invitados estaban reunidos en el taller abierto que estaba junto al estudio de Khalid, éste presentó a todos el aparato y describió su funcionamiento e indicó lo que todos podían ver, que había colgado un reloj con alarma dentro del globo de cristal, de manera tal que oscilaba suavemente en el extremo de un trozo de hilo de seda. Khalid giró veinte veces la manivela de la bomba con su brazo izquierdo. Explicó que la alarma del reloj estaba puesta para que sonara a la sexta hora de la tarde, poco después de que la oración vespertina fuera cantada desde el alminar más septentrional de Samarcanda.
—Para asegurarnos de que la alarma sonará de verdad —dijo Khalid— hemos dejado el badajo al descubierto, para que podáis verlo cuando golpee las campanas. También volveré a introducir aire en el globo poco a poco, después de que hayamos visto los primeros resultados, para que vosotros mismos podáis escuchar el efecto.
Su tono era seco y directo. Bahram se dio cuenta de que quería evitar el portentoso y mágico estilo que había simulado durante sus transmutaciones de alquimia. No afirmaba nada ni decía conjuros. El recuerdo de su última y desastrosa demostración —el fraude— estaría en su mente en aquel momento, al igual que en la de todos los demás. Ahora sólo señaló con la mano el reloj, que avanzaba sin prisa hacia el seis.
Cuando llegó la hora, el reloj comenzó a girar colgado del cordel; se podía ver claramente que el badajo golpeaba las pequeñas campanas de latón. Pero del cristal no salía ningún sonido. Khalid hizo un gesto.
—Tal vez penséis que el cristal no deja pasar el sonido, pero cuando introduzca nuevamente aire en la cámara, veréis que esto no es así. Primero os invito a que acerquéis el oído al cristal, para que podáis confirmar que no se oye nada.
Hicieron aquello uno por uno. Luego Khalid abrió una válvula que permitía la entrada del aire en el matraz y se oyó un penetrante silbido que precedió al de los apagados golpes de la alarma; rápidamente se oyeron cada vez más fuertes, hasta que el sonido se pareció mucho al de una alarma que suena en la habitación contigua.
—Parece que no hay sonido mientras no haya aire que lo transmita —comentó Khalid.
Los visitantes de la madraza estaban ansiosos por inspeccionar el aparato y por discutir su posible empleo en diferentes pruebas. Mientras tanto, especulaban acerca de qué quedaría —si era que quedaba algo— dentro de la cámara cuando todo el aire era aspirado. Khalid fue inflexible y se negó a discutir aquella cuestión; en cambio, prefirió hablar sobre lo que parecía indicar la demostración en cuanto a la naturaleza del sonido y su transmisión.
—Quizás el eco podría aclarar este asunto —dijo uno de los qadis.
A él y a todos los otros testigos invitados les brillaban los ojos, estaban complacidos, e intrigados.
—Hay algo que golpea el aire, lo empuja, y el sonido es un golpe que se mueve por el aire, como las olas en el agua. Rebotan, como rebotan las olas cuando chocan contra una pared. A este movimiento le lleva tiempo atravesar el espacio; de ahí la demora del eco.
—Con la ayuda de un acantilado con eco —dijo Bahram—, tal vez podríamos medir la velocidad del sonido.
—¡La velocidad del sonido! —dijo Iwang—. ¡Muy bien!
—Muy buena idea, Bahram —dijo Khalid.
Se aseguró de que su secretario estuviera tomando nota de todo lo que se hacía o se decía. Abrió completamente la válvula, de manera que todos pudieran oír la alarma. Era extraño que el badajo hubiera estado tan silencioso antes. Se rascó el cuero cabelludo.
—Me pregunto —continuó Khalid después de reflexionar unos segundos— si, a partir del mismo principio, también podríamos establecer que la luz se mueve a cierta velocidad.
—¿Y el eco? —preguntó Bahram.
—Bueno, si apuntáramos la luz de un farol, digamos… un farol descubierto, a un espejo distante y tuviéramos un reloj que se pudiera leer con mucha precisión, o uno que se pudiera poner en marcha y detener, aún mejor…
Iwang sacudió la cabeza.
—El espejo tendría que estar muy lejos para que el que tomara el tiempo pudiera medir el intervalo; entonces el destello de luz del farol no sería visible a menos que el espejo estuviera perfectamente apuntado.
—Supongamos que una persona es el espejo —sugirió Bahram—. Cuando la persona que está en la colina lejana ve la luz del farol, enciende la suya, y la persona que encendió la primera luz toma el tiempo de la aparición de la segunda.
—Muy bien —dijeron varias personas al mismo tiempo.
—Aun así podría ser demasiado rápido.
—Tenemos que comprobarlo —dijo Khalid con entusiasmo—. Una demostración aclarará el asunto.
Dicho aquello, Esmerine y Fedwa se acercaron empujando la bandeja helada con sus «demostraciones de sorbetes», tal como los calificara Iwang, y la multitud se sirvió, conversando alegremente, mientras Iwang hablaba del débil sonido de los goraks en el alto Himalaya, donde el aire era escaso, y otras cosas por el estilo.