Así sucedió que cuando se iba acercando la hora de que el trabajo rojo del gran alquimista llegara a su fin, en la multiplicación final, el derrame del hidrolito sófico en la fermentación provocando la reacción que buscaba —es decir, la transmutación de un metal vil en oro—, el yerno del alquimista, un tal Bahram al-Bokhara, corrió y se abrió paso a empujones a través del zoco de Samarcanda con un recado de última hora, ignorando las llamadas de sus varios amigos y acreedores.
—No puedo detenerme —les decía—. ¡Se me hace tarde!
—¡Demasiado tarde para pagar tus deudas! —le dijo Divendi, cuyo puesto de venta de café estaba metido en un pequeño espacio junto al taller de Iwang.
—Es cierto —dijo Bahram, que se detuvo para tomar un café—. Siempre tarde pero nunca aburrido.
—Khalid te tiene a los saltos.
—Literalmente, ayer. La retorta grande se hizo pedazos durante la destilación, y todo se derramó sobre mí: vitriolo de Chipre con sal amoniacal.
—¿Es peligroso?
—Ay, Dios mío. Allí donde salpicó se comió la tela de los pantalones, y el humo era horrible. ¡Tuve que correr para no morir!
—Como siempre.
—Es cierto. Tosí y escupí hasta que casi me salieron las entrañas por la boca, me lloraron los ojos durante toda la noche. Fue como tomar una taza de este café que tú me sirves.
—El tuyo lo hago con la borra, siempre.
—Lo sé —dijo revolviendo el último trago arenoso—. ¿Entonces vienes mañana?
—¿Para ver cómo conviertes el plomo en oro? Allí estaré.
El taller de Iwang estaba dominado por su horno de ladrillos. Un chisporroteo familiar y el aroma del fuego encendido, el sonido del martillo, el brillo del cristal fundido, Iwang girando la barra atentamente y a gran velocidad: Bahram saludó al soplador de vidrio y platero:
—Khalid quiere más del lobo.
—Khalid siempre quiere más del lobo.
Iwang seguía girando su bulto borroso de cristal ardiente. Alto y ancho y de rostro amplio, tibetano de nacimiento, pero hacía ya mucho tiempo uno de los residentes de Samarcanda, era uno de los socios más cercanos de Khalid.
—¿Esta vez mandó el dinero para pagar?
—Por supuesto que no. Dijo que lo cargues en su cuenta.
Iwang frunció los labios.
—Últimamente tiene demasiadas cuentas pendientes.
—Pagará todo pasado mañana. Terminó la destilación setecientos setenta y siete.
Iwang abandonó su trabajo y fue hasta una pared repleta de cajas. Estiró la mano y le alcanzó a Bahram una pequeña bolsa de cuero cargada de cuentas de plomo.
—El oro crece en la tierra —dijo—. Ni el mismísimo Al-Razi pudo hacerlo crecer en un crisol.
—Khalid no estaría de acuerdo con eso. Y Al-Razi vivió hace demasiado tiempo. No podía conseguir el calor que nosotros logramos ahora.
—Tal vez —dijo Iwang escéptico—. Dile que tenga cuidado.
—¿De quemarse?
—De que el kan lo queme.
—¿Tú estarás allí para verlo?
Iwang asintió desganadamente con la cabeza.
Llegó el día de la demostración y, excepcionalmente, el gran Khalid Ali Abu al-Samarqandi parecía estar nervioso; Bahram podía entender el porqué. Si el kan Sayyed Abdul Aziz, gobernador del kanato de Bokhara, inmensamente rico y poderoso, decidía apoyar los esfuerzos de Khalid, todo estaría bien; pero él no era un hombre al que uno quisiera desilusionar. Hasta su más cercano consejero, el secretario de hacienda Nadir Divanbegi, evitaba a toda costa afligirlo. Recientemente, por ejemplo, Nadir había hecho construir un nuevo caravasar en el lado este de Bokhara; el kan había sido llevado allí para la ceremonia inaugural, y puesto que era un poco distraído de naturaleza, los había felicitado por construir una madraza tan magnífica. En lugar de corregirle inmediatamente, Nadir había ordenado que el sitio se convirtiera en una madraza. Ésa era la clase de kan que era Sayyed Abdul Aziz, y era el kan al que Khalid le iba a demostrar la transmutación. Era suficiente para que a Bahram le doliera el estómago y el pulso se le acelerara, y a pesar de que Khalid parecía el de siempre, listo, impaciente y seguro de sí mismo, Bahram se dio cuenta de que tenía el rostro sorprendentemente pálido.
Pero había trabajado en aquella proyección durante años, y había estudiado todos los textos de alquimia que había podido obtener, incluyendo muchos comprados por Bahram en un caravasar hindú, como El libro del fín de la búsqueda, de Jildaki, y el Libro de los equilibrios, de Jabir, también El secreto de los secretos, que una vez se había dado por perdido, y el texto chino Libro de referencia para la penetración de la realidad; Khalid tenía en su lujosos talleres la capacidad mecánica para repetir las destilaciones requeridas a una temperatura muy alta y con mucha claridad, cada una de las setecientas setenta y siete veces. Dos semanas antes había declarado que sus últimos esfuerzos habían dado fruto; ahora todo estaba preparado para una demostración en público, que por supuesto tenía que incluir a testigos de la realeza.
Así que Bahram corría de aquí para allá en el recinto de Khali en el extremo norte de Samarcanda, extendido por la orilla del río Zeravshán, que proporcionaba energía a la fundición y a los numerosos talleres. Las paredes del establecimiento estaban rodeadas de grandes montones de carbón que esperaban ser quemados, y en su interior había algunas construcciones, agrupadas holgadamente alrededor de la zona central de trabajo, un patio salpicado de cubas y coloridas soluciones químicas. Varios hedores diferentes se combinaban para formar el particular olor violento característico del taller de Khalid. Era el productor de pólvora y metales más importante del kanato, entre otras cosas; estas empresas prácticas le financiaban la alquimia, que era su verdadera y gran pasión.
Bahram se movía ágilmente en medio del desorden, asegurándose de que la zona de la demostración estuviera preparada. Las largas mesas de los talleres abiertos estaban atestadas de un ordenado surtido de equipos; las paredes estaban pulcramente cubiertas de herramientas. El atanor principal rugía con el calor.
Pero no encontraban a Khalid por ninguna parte. Los sopladores no lo habían visto; Esmerine, la esposa de Bahram, hija de Khalid, no lo había visto. La casa que estaba en el fondo del recinto parecía estar vacía, y nadie respondía a las llamadas de Bahram. Él comenzó a preguntarse si Khalid habría huido dominado por el miedo.
Entonces Khalid apareció saliendo de la biblioteca que estaba junto a su estudio, la única habitación en el recinto que tenía una puerta que podía cerrarse.
—Ahí estás —dijo Bahram—. Vamos, padre, Al-Razi y María la Judía no te ayudarán ahora. Llegó el momento de mostrar al mundo lo que has hecho.
Khalid, asustado de verle allí en aquel momento, asintió con la cabeza bruscamente.
—Estaba haciendo los últimos preparativos —dijo.
Llevó a Bahram hasta el cobertizo del horno, donde los fuelles movidos por ruedas hidráulicas colocadas en el río bombeaban aire en los rugientes fuegos.
El kan y su grupo llegaron bastante tarde, cuando ya había pasado gran parte de la tarde. Veinte jinetes entraron tronando con sus brillantes galas, después venía una fila de cincuenta camellos, todos sacando espuma por la boca y al galope. El kan bajó de su caballo blanco y atravesó el patio con Nadir Divanbegi a su lado, y varios oficiales de la corte pisándoles los talones.
El intento de Khali de comenzar con un saludo formal, incluyendo la presentación del obsequio de uno de sus más preciados libros de alquimia, fue interrumpido bruscamente por Sayyed Abdul Aziz.
—Muéstranos —le ordenó el kan, cogiendo el libro sin siquiera mirarlo.
Khalid hizo una reverencia.
—El alambique que he utilizado es éste que veis aquí, llamado pelícano. La materia de base es principalmente plomo calcinado y mercurio. Se ha sublimado en continuas destilaciones y redestilaciones, hasta que toda la materia hubo pasado por la retorta setecientas setenta y siete veces. En ese momento el espíritu del león, bueno, para decirlo con palabras más mundanas, el oro, se condensa a la temperatura más elevada del atenor. Entonces, echamos el lobo en este recipiente, lo ponemos en el crisol, y esperamos una hora, agitándolo mientras tanto siete veces.
—Muéstranos.
Estaba claro que el kan se aburría con los detalles.
Entonces, sin más preámbulos, Khalid los condujo directamente hasta el taller, y sus asistentes abrieron la pesada y gruesa puerta del horno, y después de permitir que los visitantes cogieran e inspeccionaran el cuenco de cerámica, Khalid levantó unas tenazas y echó el destilado gris en el crisol, colocó la bandeja en el horno y la deslizó dentro del intenso calor. El aire que cubría el atanor brillaba con luz trémula mientras el mulá de Sayyed Abdul Aziz recitaba oraciones y Khalid observaba la segunda manecilla de su mejor reloj. Cada cinco minutos hacía una señal a los sopladores, quienes abrían la puerta y sacaban la bandeja, momento en el que Khalid removía el metal líquido, ahora de un color naranja brillante, con su cucharón, siete veces siete círculos; luego volvía a introducirlo en el calor del fuego. Durante los últimos minutos de la operación, el chasquido del carbón era el único sonido en el patio. Los observadores, sudados, incluyendo a muchos conocidos de la ciudad, observaban en el reloj los tictacs del último minuto de aquella hora en un silencio igual al de los sufies en un trance de enmudecimiento o, pensaba Bahram un tanto intranquilo, como halcones observando el suelo allí abajo desde las alturas.
Finalmente Khalid hizo una seña con la cabeza a sus ayudantes, y él mismo levantó el cuenco de la bandeja con una gran tenaza y lo llevó hasta una mesa en el patio, puesta allí especialmente para la demostración.
—Ahora quitamos la escoria, gran Kan —dijo mientras con una paleta quitaba el plomo derretido fuera del cuenco y lo ponía en un bote de piedra que estaba sobre la mesa—. Y en el fondo podemos ver; ah…
Sonrió y se secó la frente con la manga, luego señaló el cuenco.
—Hasta cuando está derretido encandila los ojos.
En el fondo del cuenco el líquido era de un rojo más oscuro. Con una espátula, Khalid quitó con cuidado los desechos que quedaban; allí, en el fondo del cuenco, se veía una masa de oro líquido que comenzaba a enfriarse.
—Mientras esté líquido podemos verterlo en un molde con forma de lingote —dijo Khalid con modesta satisfacción—. Por lo que veo, aquí podría haber unas diez onzas. Eso sería una séptima parte de los materiales básicos, tal como lo había pronosticado.
El rostro de Sayyed Abdul Aziz brillaba como el oro. Se dio vuelta para mirar a su secretario Nadir Divanbegi, quien observaba detenidamente el crisol de cerámica.
Sin expresión alguna en su rostro, Nadir hizo señas a uno de los guardias del kan para que se acercara. El resto de ellos susurraba detrás del equipo del alquimista. Sus picas estaban aún erguidas, pero ahora estaban en posición de firmes.
—Incautaos de los instrumentos —ordenó al jefe de los guardias.
Tres soldados le ayudaron a recoger todas las herramientas utilizadas en la operación, incluyendo la gran retorta. Cuando tuvieron todo en su poder, Nadir se acercó a uno de los guardias y cogió el cucharón que Khalid había utilizado para remover los metales líquidos. Con un único e inesperado movimento lo golpeó violentamente contra la mesa. Sonó como una campana. Levantó la vista para mirar a Sayyed Abdul Aziz, quien a su vez miraba fijamente a su secretario, desconcertado. Nadir llamó a uno de los piqueros y luego puso el cucharón sobre la mesa.
—Cortadlo.
La pica bajó con fuerza, y el cucharón se abrió justo en la cavidad. Nadir levantó el mango y el cazo y los inspeccionó. Se los mostró al kan.
—Véis; el tubo es hueco. El oro estaba en el tubo dentro del mango, y cuando revolvía, el calor derretía el oro, entonces se deslizaba hasta salir y mezclarse con el plomo en el crisol. Mientras él revolvía, el oro se asentaba en el fondo.
Bahram miró a Khalid, escandalizado, y vio que era cierto. El rostro de su suegro estaba pálido y había dejado de sudar. Ahora era hombre muerto.
El kan rugió pero no dijo una sola palabra, luego saltó sobre Khalid y lo golpeó con el libro que él le había regalado antes. Khalid no se resistió.
—¡Lleváoslo! —bramó Sayyed Abdul Aziz a sus soldados.
Ellos levantaron a Khalid por los brazos y lo arrastraron atravesando la polvareda, sin permitirle que se pusiera de pie, y lo arrojaron sobre un camello. En un minuto no había nadie en el recinto, en el aire flotaban el humo y el polvo y los gritos que sonaban lejos.