Después de tantas peripecias, navegar por el Gran Océano les resultó algo muy familiar, muy pacífico. Los días pasaban unos tras otros. Siguieron al sol en su marcha hacia el oeste, siempre hacia el oeste. Casi todos los días eran calurosos y soleados. Luego, durante un mes, las nubes crecían cada día y por la tarde estallaban en grises chubascos con truenos que pronto callaban. Después de los chubascos, el viento soplaba desde el sudeste, el más franco para la travesía. Los recuerdos de la gran isla comenzaron a parecer sueños o las leyendas que habían oído sobre el reino de los asuras. Si no fuera por la presencia de Mariposa, les habría costado creer que todo aquello había sucedido.
Mariposa jugaba en el buque insignia. Se balanceaba en la arboladura como un mono pequeño. Había cientos de hombres a bordo, pero la presencia de una niña pequeña lo cambiaba todo: navegaban con una bendición. Los otros barcos se mantenían cerca del buque insignia con la esperanza de poder verla o de ser bendecidos con una visita ocasional. Muchos de los marineros creían que ella era la diosa Tianfei, que viajaba con ellos para mantenerlos a salvo, y que ésa era la razón por la que el viaje de regreso estaba siendo más tranquilo de lo que había sido la navegación hacia el Levante. El clima era más afable, el aire más cálido, los peces más abundantes. Tres veces pasaron junto a pequeños atolones, deshabitados, y pudieron sacar cocos y corazones de palmera, incluso una vez agua. Pero lo más importante, sentía Kheim, era que iban con rumbo al oeste, de regreso a casa, al mundo que conocían. La sensación de esta travesía era tan diferente a la del anterior que parecía extraño que se tratara de la misma actividad. ¡Simplemente esa orientación podía marcar semejante diferencia! Era difícil navegar hacia el sol de la mañana, era difícil navegar alejándose del mundo.
Navegar, día tras día. El sol saliendo por popa, poniéndose a proa, acompañándolos. Hasta el sol les estaba ayudando —tal vez demasiado— ahora ya estaban en el séptimo mes, y hacía un calor infernal; después no hubo viento durante casi todo un mes. Le rezaban a Tianfei, ostensiblemente sin mirar a Mariposa mientras lo hacían.
Ella jugaba en los obenques, inconsciente de las miradas de reojo. Ahora hablaba chino bastante bien, y le había enseñado a I-Chin todo lo que pudo recordar de la lengua de su tierra. I-Chin había escrito cada palabra, para tener un diccionario que sería útil en futuras expediciones a la isla. Era interesante, le decía a Kheim, porque generalmente sólo elegía el ideograma o la combinación de ideogramas que sonara más como la palabra miwok al ser pronunciada y escribía la definición más precisa que podía de su significado miwok, dada la fuente de información; pero por supuesto cuando buscaba los ideogramas para los sonidos era imposible no oír su significado chino por lo que toda la lengua miwok se convertía en una nueva serie de homónimos que se debían agregar al ya gigantesco número existente en chino. Muchos de los símbolos literarios o religiosos chinos dependían de puros accidentes de homonimia para hacer su conexión metafórica, por lo que se decía que el décimo día del mes, shi, era el aniversario de la piedra, shi; o la imagen de una garza real y un loto, lu y lian, por homonimia se convertía en el mensaje: «que tu camino (lu) sea siempre ascendente (lian)»; o la imagen de un mono sobre el lomo de otro mono se podía leer de forma similar a «que seas gobernador generación tras generación». Pues para I-Chin las palabras miwok para decir «ir a casa» se parecían a wu ya, cinco patos, mientras que la palabra miwok para decir «nadar» se parecía a Peng-zu, el personaje legendario que había vivido ochocientos años. Por lo que solía cantar «cinco patos nadando a casa, sólo les llevaría ochocientos años», o «voy a saltar del extremo y convertirme en Peng-zu», y Mariposa solía reírse a carcajadas. Otras similitudes en las palabras de la navegación y el mar de las dos lenguas hacían sospechar a I-Chin que la expedición de Hsu Fu hacia el este había llegado después de todo al continente de Yingzhou y que al menos había dejado allí algunas palabras chinas; si es que los miwok no eran descendientes directos de los hombres de aquella expedición.
Algunos ya hablaban de regresar a la nueva tierra, a la que llamaban el reino de oro del sur, para someterlo y llevarse su oro al mundo real. No decían «Lo haremos», lo cual sería de mala suerte, obviamente; decían «Si alguien lo hiciera…». Otros hombres escuchaban estas conversaciones abriendo en sus mentes una enorme brecha que los alejaba de aquellas palabras, sabiendo que si Tianfei los dejaba llegar a casa, ya nada los induciría nunca a cruzar el Gran Océano.
Luego quedaron totalmente encalmados, en un sitio donde no llovía, no había una nube, no soplaba viento y el agua no se movía por la ausencia de corriente. Era como si hubiese caído sobre ellos una maldición, probablemente como consecuencia de las vagas conversaciones sobre el codiciado oro. Comenzaron a calcinarse. Alrededor de los barcos había tiburones, por lo que no podían nadar para refrescarse; debían echar una vela al mar entre dos barcos y formar una especie de piscina, de agua muy caliente, donde el agua les llegaba hasta el pecho. Kheim hizo que Mariposa se pusiera una camisa y le permitió que saltara al agua. Negarse al deseo de la niña hubiera significado enfurecer a la tripulación. Resultó ser que nadaba como una nutria. Los hombres la trataban como a la diosa que era, y a ella le causaba gracia verlos coqueteando como niños. Era un alivio poder hacer algo diferente, pero la vela no podía aguantar la humedad y los botes que pegaban sobre ella, y poco a poco se deshizo. Así que sólo lo hicieron una vez.
La calma ecuatorial comenzó a ser peligrosa. Se quedarían sin agua, luego sin comida. Probablemente alguna corriente suave siguiera empujándolos hacia el oeste, pero I-Chin no era optimista.
—Lo más probable que hayamos derivado hasta el centro de la gran corriente circular y que estemos como en el centro de un remolino.
Recomendó que se navegara hacia el sur siempre que fuera posible, para regresar tanto con el viento como con la corriente; Kheim estuvo de acuerdo, pero la calma era total y era imposible navegar. Todo se parecía mucho a lo que había sucedido en el primer mes de la expedición, sólo que ahora no estaban en el Kurosiwo. Otra vez discutieron sobre la posibilidad de arriar los botes y remolcar los barcos, pero los enormes juncos eran demasiado grandes para esta maniobra, e I-Chin consideró que era peligroso desollar las manos de sus hombres con los remos cuando ya las tenían tan secas. El único recurso eran los destiladores; dejarlos todo el día al sol y racionar el agua que quedara en los barriles. Y dar agua a Mariposa continuamente, sin importar lo que ella dijera acerca de hacer lo que hacía todo el resto. Le hubieran dado con gusto el último barril de la flota.
Ya habían llegado al punto en que I-Chin iba a proponer a sus hombres que guardaran la orina para mezclarla con la poca agua que quedaba, cuando en el sur aparecieron unas nubes negras; pronto estuvo claro que ahora el problema iba a ser que habría demasiada agua. El viento comenzó a soplar con fuerza, las nubes no tardaron en estar sobre ellos y el agua comenzó a caer a cántaros. Se desplegaron los embudos sobre los barriles, que se llenaron otra vez en pocos minutos. Luego la cuestión era salir bien parados de la tormenta. Sólo juncos tan grandes como los suyos eran lo suficientemente altos y flexibles como para sobrevivir a semejante acometida durante mucho tiempo; hasta los Ocho Grandes Barcos, expuestos al sol como lo habían estado en la calma ecuatorial, se hinchaban ahora bajo la lluvia, rompiendo muchas de las maromas y cabos que los mantenían unidos, de manera que el hecho de soportar la tormenta se convirtió en una tarea continua de tapar agujeros, goteras y filtraciones, y reparar vergas, obenques y cabos de maniobra rotos por la furia de los elementos.
Durante todo este tiempo las olas se hicieron cada vez más grandes, hasta que finalmente los barcos subían y bajaban como si estuvieran sobre enormes colinas de humo, balanceándose a un ritmo inexorable, hasta podría decirse majestuoso. En el buque insignia las olas pasaban su espuma blanca sobre la cubierta, después de lo cual su gente lograba tener una breve visión del caos que había de horizonte a horizonte, conservando tal vez a la vista dos o tres de los barcos, balanceándose todos a ritmos diferentes y siendo alejados por el viento hacia la desvaída lobreguez. En general no había nada que hacer más que agazaparse en los camarotes, todos empapados y aprensivos, incapaces de oírse unos a otros por el rugir del viento y las olas.
En el punto álgido de la tormenta entraron en el ojo del pez, esa extraña y siniestra calma en la que algunas olas desordenadas se agitaban de aquí para allá en todas las direcciones, estrellándose unas contra otras y lanzando sólidas masas de agua blanca al aire oscuro, mientras que alrededor de ellos unas nubes bajas y negras oscurecían el horizonte. Por lo tanto, se trataba de un tifón; nadie se sorprendió. Como en el símbolo del yin-yang, había puntos de calma en el centro del viento. Pronto regresaría desde la dirección opuesta.
Así que trabajaron en las reparaciones a un ritmo febril, sintiéndose como siempre uno suele sentirse, que puesto que ya habían podido soportar la mitad del camino, sería posible llegar hasta el final. Kheim miraba con atención a través de la oscuridad el barco que estaba más cerca; parecía tener serios problemas. Los hombres se agolpaban en la borda, mirando fijamente y de manera anhelante a Mariposa, algunos hasta gritándole. No había duda de que pensaban que sus problemas resultaban del hecho de no tenerla a bordo con ellos. El capitán gritó a Kheim que tal vez tendrían que desarbolar el barco en la segunda mitad de la tormenta para evitar un naufragio y que los demás tendrían que ir a buscarlos si fuera necesario, después de que todo hubiera pasado.
Pero cuando el tifón atacó otra vez, las cosas tampoco fueron bien en el buque insignia. Una gran ola arrojó a Mariposa torpemente contra una pared, y después de eso el miedo de los hombres era completamente palpable. Perdieron de vista a los otros barcos. Las inmensas olas se rompían otra vez en espuma por el viento y sus crestas daban contra el barco amenazando hundirlo. El timón se partió en dos; después de eso, aunque intentaron reemplazar el timón, de hecho estaban al garete, con los flancos golpeados por cada ola que pasaba. Mientras los hombres luchaban para controlar el timón y salvar el barco, y algunos eran arrastrados al agua o ahogados en cubierta, I-Chin se ocupaba de Mariposa. Le gritó a Kheim que se había roto un brazo y aparentemente algunas costillas. Kheim pudo ver que le costaba respirar. Regresó a la lucha por controlar el timón, y finalmente lograron echar una ancla por uno de los flancos del barco, lo que no tardó en colocar la proa en la dirección del viento. Aquello los salvó de momento, pero incluso viniendo por la proa, las olas eran terribles, y les costó todos los esfuerzos imaginables evitar que los compartimientos del barco se inundaran. Todo lo hacían sumergidos en una agonía de aprensión por Mariposa; los hombres gritaban furiosos que debería haber estado mejor cuidada, que era imperdonable que hubiera ocurrido una cosa así. Kheim sabía que era su responsabilidad.
Apenas tuvo un momento acudió a su lado, en el camarote más alto de popa, y miró suplicante a I-Chin, quien no pudo tranquilizarlo. Estaba escupiendo una sangre espumosa, muy roja, e I-Chin le despejaba la garganta de vez en cuando con un tubo aspirador que le colocaba en la boca.
—Una costilla ha perforado un pulmón —dijo simplemente, con los ojos fijos en ella.
Mientras tanto, ella estaba consciente, con los ojos bien abiertos, dolorida pero en silencio. Sólo preguntó:
—¿Qué me pasa?
Después de que I-Chin le aclarara la garganta quitándole otra masa de sangre, él le dijo lo que le había dicho a Kheim. Ella jadeaba como un perro, agitada y rápidamente.
Kheim regresó al caos de cubierta. El viento y las olas no eran peores que antes, tal vez un poco más benignos. Había montones de problemas para atender, grandes y pequeños, y se metió de lleno a resolverlos preso de la ira, refunfuñando o gritándoles a los dioses; no importaba, nadie podía oír nada en la cubierta, a menos que se lo gritara directamente en los oídos.
—¡Por favor, Tianfei, quédate con nosotros! ¡No nos abandones! Déjanos regresar a casa. Déjanos regresar para contarle al emperador lo que hemos encontrado para él. Deja que la niña viva.
Todos sobrevivieron a la tormenta: pero Mariposa murió al día siguiente.
Solamente había tres barcos a la vista; volvieron a reunirse en el tranquilo blanco del mar. Cosieron el cuerpo de Mariposa en una túnica de hombre y le ataron dos lingotes de oro del imperio de la montaña y la dejaron caer por la borda hasta que se perdió entre las olas. Todos los hombres lloraban, incluso I-Chin; Kheim apenas pudo decir las palabras de la oración para el funeral. ¿Quién estaba allí para oír sus plegarias? Parecía imposible que después de todo lo que habían pasado, una mera tormenta pudiera matar a la diosa del mar; pero allí estaba ella, escurriéndose entre las olas, sacrificada para el mar, tal como aquel niño isleño había sido sacrificado para la montaña. Sol o fondo de mar, lo mismo daba.
—Murió para salvarnos —dijo secamente el almirante a sus hombres—. Entregó al dios de la tormenta ese avatar de sí misma, para que nos dejara en paz. Ahora tenemos que seguir adelante para honrarla. Debemos regresar a casa.
Así que repararon el barco lo mejor que pudieron, y soportaron otro mes de vida sin agua. Aquel fue el mes más largo de la travesía, de la vida de todos ellos. Todo se estaba estropeando, en los barcos, en sus cuerpos. No había suficiente comida ni agua. Les salían llagas en la boca y en la piel. Tenían muy poco qi, y apenas podían comer la poca comida que les quedaba.
Los pensamientos de Kheim le abandonaron. Descubrió que cuando los pensamientos se iban, las cosas simplemente se hacían solas. No se necesitaba pensar para hacer.
Un día pensó: vela demasiado grande no puede ser alzada. Otro día pensó: más que suficiente es demasiado. Demasiado es menos. Por lo tanto menos es más. Finalmente descubrió lo que querían decir los taoístas con eso.
Sigue el camino. Aspira y espira. Muévete con las olas. El mar no conoce al barco, el barco no conoce al mar. El flotar es algo que acontece por sí solo. Un equilibrio en equilibrio. Siéntate sin pensar.
El mar y el cielo se fundían. Todo azul. No había nadie haciendo, nada se hacía. Simplemente navegaban.
Por lo tanto, cuando se atravesaba un gran mar, nadie lo estaba haciendo.
Alguien miró el horizonte y divisó una isla. Resultó ser Mindanao, y después el resto del archipiélago, Taiwán, y todas las familiares costas del mar Interior.
Los tres Grandes Barcos que quedaban entraron navegando en Nankín casi veinte meses después de su partida, sorprendiendo a todos los habitantes de la ciudad, quienes pensaban que se habían reunido con Hsu Fu en el fondo del mar. Y ellos estaban felices de estar en casa, de eso no cabía duda, y llenos de historias para contar sobre la asombrosa isla gigante del este.
Pero cada vez que Kheim se encontraba con la mirada de cualquiera de sus hombres, veía en ellos el dolor. Veía también que le reprochaban la muerte de Mariposa. Así que estuvo contento de abandonar Nankín y viajar con un grupo de oficiales por el Gran Canal que llevaba a Pekín. Sabía que sus marineros se dispersarían y seguirían su camino solos para no tener que verse unos a otros y recordar; sólo después de que hubieran pasado años querrían volver a encontrarse, de manera que pudieran recordar el dolor cuando éste ya fuera tan distante y leve. Sólo para sentir nuevamente que habían hecho todas esas cosas, que la vida había albergado todas esas cosas.
Pero por ahora era imposible no sentir que habían fallado. Así que cuando Kheim fue llevado a la Ciudad Prohibida, y puesto frente al emperador Wanli para aceptar las alabanzas de todos los oficiales allí presentes, y las interesadas y amables gracias del mismísimo emperador, simplemente dijo:
—Cuando se ha atravesado un gran mar, no puede atribuírsele el mérito a nadie.
El emperador Wanli asintió con la cabeza, acariciando con los dedos uno de los lingotes de oro de la isla nueva y el enorme colibrí de oro batido, sus plumas y sus antenas perfectamente delineadas con la delicadeza y la técnica más sublimes. Kheim miraba fijamente al Enviado Celestial, intentando ver dentro al emperador oculto, al Emperador de Jade que había dentro de él.
—Aquel país lejano está perdido en el tiempo, sus calles están pavimentadas con oro, sus palacios techados con oro. Podríais conquistarlo en un mes, gobernar sobre toda su inmensidad y traer todos los tesoros que posee, interminables bosques y pieles, turquesa y oro, más oro del que hay ahora en todo el mundo; sin embargo el tesoro más valioso de esa isla ya se ha perdido —dijo Kheim al emperador.