En el año trigésimo quinto de su reinado, el emperador Wanli posó su mirada febril y permanentemente insatisfecha sobre Nipón. Diez años antes, el general nipón Hideyoshi había tenido la temeridad de intentar la conquista de China y, cuando los coreanos le negaran el paso, su ejército había invadido Corea como primer paso de aquella conquista. Habían hecho falta tres años de lucha de un enorme ejército chino para sacar a los invasores de la península de Corea, y los veintiséis millones de onzas de plata que había gastado el emperador Wanli habían puesto su tesoro en extremas dificultades, dificultades de las que nunca se había recuperado. El emperador estaba decidido a vengar ese ataque injustificado (si no se tenían en cuenta los dos infructuosos emprendidos por el Kan Kublai contra Nipón) y a eliminar cualquier peligro futuro que pudiera surgir de Nipón, obligándolo a aceptar la protección china. Hideyoshi había muerto, e Ieyasu, la cabeza de un nuevo shogunato Tokugawa, había unido exitosamente a todas las islas niponas bajo su mando, luego había cerrado el país a los extranjeros. Los nipones tenían prohibido salir, y los que lo hacían tenían prohibido regresar. La construcción de barcos de alta mar también estaba prohibida, aunque Wanli mencionaba irritado en su rojo memorándum que esto no evitaba que las hordas de piratas nipones dominaran el extenso litoral chino utilizando pequeñas embarcaciones. Él pensaba que la actitud de Ieyasu de aislarse del mundo indicaba debilidad; sin embargo, al mismo tiempo, una nación fortaleza de guerreros tan cerca de las costas del Reino Medio tampoco era algo que pudiera tolerarse. A Wanli le complacía pensar en devolver a aquel hijo bastardo de la cultura china a su justo lugar bajo el mando del Trono del Dragón, uniendo entonces Corea, Anam, el Tíbet, Mindanao y las islas Molucas.
Los asesores de Wanli no eran entusiastas acerca de este plan. Por un lado, el tesoro aún no se había recuperado. Por otra parte, la corte Ming ya estaba agotada debido a los dramáticos acontecimientos anteriores que habían tenido lugar en el reino de Wanli; no sólo la defensa de Corea sino también la fuerte disensión causada por el problema de la sucesión, apenas nominalmente resuelto por la elección de parte de Wanli de su hijo mayor y el destierro de su hijo menor a las provincias; todo eso podía cambiar en una semana. Alrededor de aquella situación altamente combustible, como una latente guerra civil, estaba formándose una constelación de conflictos y maniobras en la corte: la emperatriz madre, la emperatriz, los sirvientes civiles de rango superior, los eunucos y los generales; todos conspiraban. Algo en la combinación de inteligencia y vacilación de Wanli, su descontento permanente y sus ocasionales explosiones de ira vengativa, hacía de la corte de su vejez un soterrado nido de intrigas. A sus asesores, particularmente los generales y los que se ocupaban directamente del tesoro, conquistar Nipón no les parecía algo que fuera siquiera remotamente posible.
El emperador, como era de esperar, insistía en que debía hacerse.
Sus generales de alto rango regresaron con un plan alternativo; todos esperaban con ansias que satisficiera los deseos de Wanli. Propusieron que los diplomáticos del emperador acordaran un tratado con el Tozama Daimyo, uno de los shogunes nipones menores, quienes no gozaban de la preferencia de Ieyasu porque se habían unido a él sólo después de la victoria militar de Sekigahara. El tratado estipularía que este shogún menor invitaría a los chinos a uno de los puertos nipones y lo abriría permanentemente al comercio chino. Entonces, más tarde, una gran flota china se haría con el control de ese puerto y esencialmente lo convertiría en un puerto chino, defendido con todo el poderío de la marina china, que había crecido mucho durante el reinado de Wanli para poder defender la costa de los piratas. La mayoría de ellos eran nipones, así que en el tratado había una especie de justicia, como también una oportunidad de comerciar con Nipón. Después de eso, el tratado del puerto podía ser el núcleo organizativo de una conquista más lenta de Nipón, concebida más como un acontecimiento en etapas que como algo repentino. Eso lo haría posible.
Wanli se quejaba de la miserable y parcial interpretación de sus deseos por parte de sus asesores, a la que además consideraba propia de eunucos; pero el apoyo paciente de los asesores de más confianza en aquel período finalmente lo convenció, y aprobó el plan. Se acordó un tratado secreto con un noble del lugar, Omura, quien invitó a los chinos a desembarcar y comerciar en una pequeña aldea de pescadores con un excelente puerto llamado Nagasaki. Se llevaron a cabo los preparativos para una expedición que llegaría allí con una gran flota construida en los remozados astilleros de Longjián, cerca de Nankín, también en la costa cantonesa. Los nuevos y grandes barcos de la flota invasora estaban llenos de provisiones para permitir que la fuerza de desembarco resistiera un prolongado asedio y se reunieron por primera vez mar adentro cerca de Taiwán, sin llamar la atención de nadie en Nipón, excepto Omura y sus asesores.
Por orden directa de Wanli, la flota fue puesta bajo el mando del almirante Kheim, de Anam. Este almirante ya había comandado antes una flota del emperador, en la campaña de subyugación de Taiwán algunos años antes, pero continuaba siendo visto por la burocracia y los militares chinos como un forastero, un experto en la represión de los piratas que había alcanzado aquella aptitud después de haber pasado él mismo gran parte de su juventud como pirata, saqueando la costa de Fujián. Al emperador Wanli esto no le importaba; incluso consideraba que era un punto a favor de Kheim; él quería a alguien que lograra resultados y si esa persona provenía de un sitio que no fuera la burocracia militar, con sus muchos problemas en la corte y en las provincias, tanto mejor.
La flota se hizo a la mar el año trigésimo octavo de Wanli, el tercer día del primer mes. Los vientos primaverales soplaron constantemente desde el noroeste durante ocho días, y la flota alcanzó la corriente de Kurosiwo, el gran río Negro de los nipones, esa fuerte corriente marina que, como un río de cien lis de ancho, se mueve hacia el noreste junto a la costa sur de las islas niponas.
Todo salió según lo planeado, y estaban en camino; pero entonces, los vientos murieron. Nada se movía en el aire. No se veía ningún pájaro, y las velas de la flota pendían flojas, las ballenas golpeaban contra los mástiles sólo debido al movimiento del agua, llevados hacia el noreste por la corriente, pasando al sur de las principales islas niponas, Hokkaido, y alejándose de ellas para adentrarse en la vacía extensión del Dahai, el Gran Océano. Esta extensión azul sin costas estaba dividida en dos por el invisible pero poderoso río Negro, que se movía implacablemente hacia el este.
El almirante Kheim ordenó a los capitanes de los Ocho Grandes Barcos y de los Dieciocho Barcos Menores que fueran hasta el buque insignia con sus lanchas de remo para tener una reunión. Entre estos hombres estaban muchos de los marinos más experimentados de Taiwán, Anam, Fujián y Cantón; en su cara se reflejaba una considerable seriedad; ser arrastrados por la corriente de Kurosiwo era un asunto peligroso. Todos ellos habían oído historias de juncos que se habían quedado encalmados en la corriente, o que habían sido desarbolados por una tempestad, o que habían tenido que derribar sus mástiles para no zozobrar, y después de eso habían desaparecido durante años —en una historia nueve años, en otra treinta— después de lo cual habían ido a la deriva hacia el sureste, desiertos o tripulados por esqueletos. Estas historias y la declaración de un testigo ocular, el médico del buque insignia, I-Chin, quien aseguraba que en su juventud había navegado hasta los confines del Dahai en un junco de pesca desarbolado por un tifón, los llevó a la conclusión de que probablemente había una gran corriente que circulaba en el vasto mar, y que si eran capaces de sobrevivir el tiempo suficiente, podrían regresar a casa.
Aquél no era un plan que alguno de ellos elegiría deliberadamente, pero en aquel momento no había otra opción más que intentarlo. Los capitanes se sentaron en el camarote del almirante en el buque insignia y se miraron unos a otros tristemente. Muchos de los chinos que estaban allí conocían la leyenda de Hsu Fu, almirante de la dinastía Han que en tiempos remotos había zarpado con su flota en busca de tierras para instalarse en el otro lado del Dahai y de quien nunca se había sabido nada. También conocían la historia de los dos intentos de invadir Nipón del Kan Kublai, ambos desbaratados por inoportunos tifones, lo cual le había dado a los nipones la convicción de que había un viento divino que defendería sus islas de cualquier ataque extranjero. ¿Quién podía no estar de acuerdo? Ahora parecía factible que este viento divino estuviera haciendo su trabajo en una especie de broma o revés irónico, manifestándose como una calma divina mientras ellos estaban en el Kurosiwo, con la misma eficacia que un tifón. Después de todo, la calma era increíblemente total, su momento de aparición milagrosamente bueno; podía ser que hubieran sido atrapados en los asuntos de los dioses. Si ése era el caso, no cabía hacer otra cosa que entregarse a sus propios dioses y esperar que las cosas se arreglaran.
Esto no encajaba con la forma de ser del almirante Kheim.
—Suficiente —dijo sombriamente, concluyendo así la reunión.
Él no tenía fe en la buena voluntad de los dioses del mar e ignoraba las viejas historias, excepto cuando le eran especialmente útiles. Estaban atrapados en el Kurosiwo; tenían algún conocimiento de las corrientes del Dahai; que al norte del ecuador iban hacia el este y al sur del ecuador hacia el oeste. Sabían que los vientos predominantes tendían a soplar de la misma forma. El doctor I-Chin había navegado exitosamente este gran círculo en su totalidad; su tripulación no estaba preparada y vivía del pescado y las algas marinas, bebía agua de lluvia y se detenía para abastecerse en las islas por las que pasaban. Ésta era una razón para tener esperanza. Y como el aire continuaba siendo espeluznantemente calmo, la esperanza era todo lo que tenían. Realmente no tenían otra opción; los barcos estaban muertos en el agua, y los más grandes eran demasiado grandes para moverlos a remo. En realidad lo único que podían hacer era sacarle el mejor partido posible a la situación.
El almirante Kheim ordenó por lo tanto a muchos hombres de la flota que pasaran a bordo de los Dieciocho Barcos Menores, y a la mitad de ellos le dio la orden de remar hacia el norte, a la otra mitad hacia el sur, con la idea de que podían remar hasta salir de la Corriente Negra y navegar de vuelta a casa cuando el viento regresara, para informar al emperador sobre lo que había acontecido. Los Ocho Grandes Barcos, tripulados por la dotación más pequeña posible, con las bodegas llenas de las provisiones de la flota que pudieron reunir, se abandonaron a la corriente para atravesar todo el océano. Si los barcos más pequeños lograban regresar a China, se suponía que dirían al emperador que esperara un buen tiempo antes de que volvieran los Ocho Grandes, que llegarían desde el sureste.
En un par de días todos los barcos pequeños desaparecieron detrás del horizonte, y los Ocho Grandes Barcos siguieron a la deriva, amarrados unos con otros en una calma perfecta, fuera de los mapas, hacia el Oriente desconocido. Era todo lo que se podía hacer.
Pasaron treinta días sin que soplara la más ligera brisa. Cada día, la corriente los llevaba un poco más hacia el este.
Nadie había visto nada parecido, jamás. El almirante Kheim, sin embargo, rechazaba todo comentario acerca de la Calma Divina; tal como él había señalado, hacía unos años que el clima estaba cada año más raro, sobre todo hacía bastante más frío y se congelaban algunos lagos que antes nunca se habían congelado y soplaban vientos imprevisibles, por ejemplo algunos tifones que habían estado activos durante semanas seguidas. Algo andaba mal en el cielo. Ésta era la única explicación posible.
Cuando por fin regresó el viento, era fuerte y soplaba del oeste, empujándolos aún más lejos. Navegaron hacia el sur a través del viento predominante, siempre con cautela, esperando mantener los barcos dentro de la hipotética gran corriente circular, ya que supuestamente ésta era la manera más rápida de regresar a casa. Se rumoreaba que en el medio del meandro que hacía la corriente había una zona de calma permanente, tal vez el mismísimo punto central del Dahai, quizás estaba cerca del ecuador, tal vez equidistante de las costas oriental y occidental, aunque de todo esto nadie podía asegurar nada. En cualquier caso, sería una calma ecuatorial de la que ningún junco podría escapar. Para poder esquivar esa zona de calma, tenían que alejarse bastante hacia el este, luego ir rumbo al sur y después, navegar debajo del ecuador y regresar hacia el oeste.
No veían ninguna isla. A veces volaban algunas aves marinas sobre sus cabezas, ellos les disparaban algunas flechas y se las comían para tener buena suerte. Pescaban día y noche con redes, atrapaban peces voladores con las velas y recogían algas marinas que crecían cada vez más raras y rellenaban sus barriles de agua cuando llovía colocando sobre ellos embudos como paraguas invertidos. Rara vez tenían sed y nunca hambre.
Pero no vieron tierra alguna. La travesía siguió, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. El aparejo y la maniobra comenzaron a desgastarse. Las velas estaban cada vez más transparentes. La piel de todos era cada vez más transparente.
Los marineros se quejaban. Ya no aprobaban el plan de navegar el círculo de la corriente alrededor del inmenso mar; pero no había vuelta atrás, como les dijo Kheim. En el punto al que habían llegado ya no tenían opción. Así que se ignoraron todas las quejas. Kheim era un almirante con el que nadie quería tener problemas.
Navegaron bajo tormentas que se daban en el cielo y sintieron los estremecimientos de la mar de fondo. Pasaron tantos días que los recuerdos de antes de la travesía se hacían cada vez más distantes y confusos; Nipón, Taiwán, incluso la propia China, comenzaban a parecer sueños de una existencia anterior. En su mundo no había otra cosa más que navegar y navegar: un mundo de agua, un plato azul de olas debajo de un cuenco invertido de cielo azul, y nada más. Ya ni siquiera buscaban tierra. Una masa de algas marinas era algo tan asombroso como lo hubiera sido alguna vez una isla. La lluvia era siempre bienvenida, puesto que los períodos ocasionales de racionamiento y sed les habían enseñado dolorosamente su completa dependencia del agua fresca. Ésta provenía principalmente de la lluvia, a pesar de los pequeños destiladores que I-Chin había construido para quitar la sal al agua del mar; así conseguían unos cuantos cubos cada día.
Todo se reducía a lo más elemental. El agua era el océano; el aire era el cielo; la tierra, los barcos; el fuego, el sol y sus pensamientos. Los fuegos se iban apagando. Algunos días Kheim se despertaba, observaba otra vez cómo el sol se ponía y se daba cuenta de que ese día se había olvidado de tener por lo menos un pensamiento. Y él era el almirante.
Una vez pasaron junto a los restos de un inmenso junco, entrelazados con algas marinas y blanqueados por los excrementos de los pájaros, apenas a flote. Otra vez vieron una serpiente de mar que avanzaba hacia el este, cerca del horizonte, tal vez les mostraba el camino.
Quizás el fuego había abandonado por completo la mente de todos los hombres y estaba únicamente en el sol, ardiendo allí arriba, en una sucesión de días sin lluvia. Pero algo debe de haber quedado; unas brasas casi apagadas; ya que cuando la tierra asomó en el horizonte hacia el este, casi al anochecer, todos gritaron como si hubiese sido lo único que habían deseado en cada momento de los ciento sesenta días de aquel inesperado viaje. Vieron unas verdes montañas que caían precipitadamente al mar, aparentemente estaban desiertas; no importaba; era tierra. Y parecía ser una gran isla.
A la mañana siguiente, la tierra aún estaba allí, delante de ellos. ¡Oh, tierra!
Una tierra muy empinada, sin embargo, tan empinada que resultaba imposible divisar algún lugar que sirviera para desembarcar: no había bahías ni desembocaduras de ríos; sólo un enorme muro de verdes montañas, que tenía sus cimientos en el mar.
Kheim ordenó navegar hacia el sur, pensando aún en el regreso a China. Por una vez el viento estaba a su favor y la corriente también. Navegaron rumbo al sur durante todo aquel día, y el siguiente también, sin ver un solo puerto. Entonces, una mañana, mientras se alzaba una ligera niebla, vieron que habían pasado junto a un cabo, que protegía la barra de un río, y más al sur había un claro entre las colinas, muy grande y muy visible. Una bahía. En el lado norte de esta majestuosa entrada había una zona de turbulentas aguas blancas, pero después de eso la navegación fue tranquila y la marea les ayudó acompañándolos hasta la costa.
Así fue que entraron en una bahía que no se parecía a ninguna de las que ellos habían visto en sus viajes. Un mar interior, en realidad, con tres o cuatro islas rocosas dentro y colinas alrededor, también había unas marismas en la gran mayoría de la costa. Las colinas eran rocosas en la cima pero principalmente boscosas, las marismas de un verde lima, amarillentas por el otoño. Un tierra hermosa; ¡y desierta!
Viraron hacia el norte y anclaron en una cala poco profunda, que estaba protegida por una hilera de colinas que se perdía en el agua. Entonces, algunos de ellos divisaron un hilo de humo que se elevaba en el aire de la tarde.
—Allí hay gente —dijo I-Chin—. Pero no creo que esto pueda ser el extremo occidental de las tierras musulmanas. No hemos navegado tanto como para eso, si Hsing Ho está en lo cierto. Ni siquiera deberíamos estar cerca, todavía.
—Tal vez la corriente era más fuerte de lo que pensabas.
—Tal vez. Esta noche puedo verificar la latitud.
—Bien.
Hubiera sido mejor calcular la distancia desde China, pero ése era un cálculo que no podían hacer. Había sido imposible realizar cálculos exactos mientras derivaban con la corriente; a pesar de las constantes estimas de I-Chin, Kheim creía que su error estaba en el orden de los mil lis.
En cuanto a la distancia al ecuador, I-Chin informó aquella noche, después de medir las estrellas, que estaban aproximadamente en la misma línea que Edo o Pekín; un poco más al norte que Edo, un poco más al sur que Pekín. I-Chin dio un golpecito a su astrolabio pensativamente.
—Es la misma distancia al ecuador que tienen los países hui en el lejano oeste, en Fulán, donde murió todo el mundo. Si es que puede confiarse en el mapa de Hsing Ho. Fulán, ¿lo ves? Un puerto llamado Lisboa. Pero aquí no hay Fulanchi. No creo que esto pueda ser Fulán. Es posible que hayamos encontrado una isla.
—¡Una gran isla!
—Sí, una gran isla —suspiró I-Chin—. Ojalá pudiéramos resolver el problema de la distancia a la que nos encontramos de China.
Con él todo era una interminable queja. Estaba obsesionado con la hora; con un cronómetro preciso y un almanaque que diera los tiempos de las estrellas en China, él podría calcular la distancia que los separaba de Pekín. Se decía que el emperador tenía algunos buenos relojes en su palacio, pero en el barco no había ninguno. Kheim lo dejó con sus quejas.
A la mañana siguiente se levantaron y se encontraron con un grupo de lugareños, hombres, mujeres y niños, vestidos con faldas de cuero, collares de conchas y tocados de plumas, que estaban en la playa observándolos. No tenían telas, según parecía, tampoco metales salvo unos pequeños trozos de oro batido, cobre y plata. Las puntas de sus flechas y lanzas eran de obsidiana tallada, sus cestas estaban tejidas con junco y agujas de pino. En la playa había grandes montes de conchas más arriba de la marca de la marea alta, y se podía ver el humo que se elevaba de los fuegos que ardían dentro de unas casuchas de mimbre, pequeños refugios como los que los granjeros pobres de China utilizaban para los cerdos en invierno.
Los marinos rieron y charlaron al ver a aquellas personas. Estaban en parte aliviados y en parte asombrados, pero era imposible sentir miedo ante semejante gente.
Kheim no estaba tan seguro.
—Son como la gente salvaje de Taiwán —dijo—. Tuvimos algunas peleas terribles con ellos cuando perseguíamos a los piratas en las montañas. Debemos tener cuidado.
—También hay tribus como ésta en alguna de las islas Molucas; yo las he visto. Pero están mejor equipadas que esta gente.
—No veo casas de ladrillo ni de madera, no veo nada de hierro, eso significa que no hay armas de fuego…
—Para el caso tampoco hay campos de cultivo. Deben de comer almejas —dijo señalando los grandes montones de conchas— y pescado. Y todo lo que puedan cazar y recoger. Parece gente pobre.
—Eso no nos dejará mucho a nosotros.
—No.
—¡Hola! ¡Hola! —saludaron los marineros.
Kheim les ordenó que callaran. Él e I-Chin embarcaron en una de las pequeñas lanchas de remo, y cuatro marineros los llevaron hasta la orilla.
Desde la lancha Kheim saludó a los lugareños con las palmas hacia arriba y hacia afuera, como se hacía en las islas Molucas con los salvajes. Los lugareños no entendían una sola palabra de lo que decía, pero sus gestos dejaban clara su intención pacífica, y ellos parecieron reconocerla. Después de un rato, pisó tierra confiado en que tendría una bienvenida pacífica, pero dio instrucciones a los marineros de que por si acaso tuvieran preparados los trabucos de chispa y las ballestas.
Una vez en tierra, el almirante fue rodeado por una gente curiosa que farfullaba en una lengua desconocida. Algo distraído por la imagen de los pechos de las mujeres, saludó a un hombre que se adelantó un paso y cuyo colorido y elaborado tocado tal vez correspondía al de un jefe. El pañuelo de seda que Kheim llevaba en el cuello, bastante descolorido y estropeado por la sal, tenía la imagen de un ave fénix; Kheim lo desató y se lo dio al hombre, sosteniéndolo extendido para que pudiera ver la imagen. La seda interesó más al hombre que la imagen.
—Deberíamos haber traído más seda —dijo Kheim a I-Chin.
I-Chin meneó la cabeza.
—Estábamos invadiendo Nipón. Memoriza las palabras que utilizan para nombrar las cosas, si puedes.
I-Chin señalaba cada cosa que veía, cestas, lanzas, vestidos, tocados, los montones de conchas, y repetía lo que ellos decían y anotaba todo rápidamente en su pizarra.
—Bien, bien. Bien recibidos, bien recibidos. El emperador de China y sus humildes sirvientes los saludan.
La imagen del emperador que apareció en su cabeza hizo sonreír a Kheim. ¿Qué haría Wanli, el Enviado Celestial, con estos pobres vaciadores de conchas?
—Necesitamos enseñar el mandarín a alguno de ellos —dijo I-Chin—. Tal vez a un muchacho, son los más rápidos.
—O a una muchacha.
—No entremos en eso —dijo I-Chin—. Necesitamos pasar algún tiempo aquí para reparar los barcos y reabastecernos. No queremos que estos hombres nos ataquen.
Con gestos Kheim describió sus intenciones al jefe de la tribu. Quedarnos un tiempo, acampar en la costa, comer, beber, reparar barcos, regresar a casa, más allá de la puesta del sol, hacia el oeste. Parecía que finalmente habían entendido casi todo. Como respuesta, entendió de parte de ellos que comían bellotas y calabazas, pescado y almejas y pájaros, incluso animales más grandes, probablemente se referían a los ciervos. Cazaban en las colinas. Había mucha comida, y los chinos fueron bien recibidos. Les gustaba la seda de Kheim; querían cambiar magníficos cestos y comida por más seda. El oro que utilizaban en sus adornos provenía de unas colinas en el este, detrás del delta de un gran río que desembocaba en la bahía más allá de donde ellos se encontraban, casi directamente hacia el este; indicaron dónde era eso: en un claro que se veía entre las colinas, parecido al claro que llegaba hasta el mar.
Puesto que era evidente que esta información acerca de la tierra interesaba a I-Chin, la gente del lugar se la transmitió de una manera muy ingeniosa; aunque no tenían papel ni tinta, no sabían escribir ni dibujar, excepto los dibujos de las cestas, tenían mapas de una clase muy particular, los hacían en la arena de la playa. El jefe y algunos otros notables se agacharon y con sus manos dieron forma a la arena húmeda, muy minuciosamente, alisando la parte que correspondía a la bahía, luego entraron en animadas discusiones acerca de la verdadera forma de la montaña que se erguía entre ellos y el mar, a la que llamaban Tamalpi y señalaban e indicaban con gestos que era una doncella durmiente, aparentemente una diosa, aunque era difícil asegurarlo. Utilizaron hierba para representar un amplio valle que había tierra adentro entre las colinas que rodeaban la bahía por el este, y humedecieron los canales de un delta y dos ríos, uno que venía desde el norte, el otro desde el sur en un gran valle. Al este de este valle se elevaban montañas mucho más altas que las de la cordillera de la costa; en las cimas había nieve (indicada con pelusa de diente de león) y entre ellas había uno o dos grandes lagos.
Señalaron todo esto en medio de largas discusiones con respecto a los detalles, y preocupándose por los pliegues diminutos y los trocitos de hierba y ramitas de pino; todo por un mapa que la próxima marea alta se llevaría. Pero cuando terminaron, los chinos sabían que el oro provenía de gente que vivía en la falda de las montañas, la sal la traían de la costa de la bahía, la obsidiana era del norte y del otro lado de las grandes montañas, de donde también era la turquesa; etcétera, etcétera. Y todo ello sin compartir una lengua, simplemente explicando las cosas con mímica y mostrando la maqueta de arena del país.
En los días que siguieron, sin embargo, intercambiaron palabras que daban nombre a los objetos y acontecimientos cotidianos; I-Chin hizo listas y comenzó a escribir un glosario; también comenzó a enseñarle a uno de los niños del lugar, una chiquilla de unos seis años, la hija del jefe, y muy atrevida; parloteaba constantemente en su propia lengua. Los marinos chinos la llamaron Mariposa, tanto por su comportamiento como por la broma de que tal vez para entonces la existencia de ellos no fuera más que un sueño de la pequeña. Ella disfrutaba diciéndole a I-Chin el nombre de cada cosa; todo lo decía con mucha seguridad, y más rápidamente de lo que Kheim había imaginado, ya estaba hablando en chino tan bien como en su propia lengua, a veces mezclando los dos idiomas, pero generalmente reservando el chino para I-Chin, como si ésa fuera su lengua personal y él una especie de fenómeno o un bromista empedernido, siempre inventando nombres falsos para las cosas; nada de eso estaba lejos de la verdad. Desde luego, sus padres estaban de acuerdo en que I-Chin era un extranjero bastante raro, que les tomaba el pulso y les palpaba el vientre, les inspeccionaba la boca, les pedía que observaran su orina (a esto ellos se negaban) y cosas por el estilo. Ellos también tenían una especie de médico, quien los guiaba en purificaciones rituales en un simple baño de vapor. Este anciano de tez rojiza y mirada enojada no era un médico como lo era I-Chin, pero éste se interesó muchísimo en el herbario y las explicaciones de aquel hombre, en tanto I-Chin podía descifrarlas, utilizando el más sofisticado de los lenguajes de señas y gracias a la creciente facilidad de Mariposa con la lengua china. La de los lugareños se llamaba miwok, así también se llamaba la gente a sí misma; la palabra significaba «pueblo» o algo parecido. Dejaron bien claro con sus mapas que su aldea controlaba las fuentes del río que desembocaba en la bahía. Otros miwok vivían en las tierras cercanas de la península, entre la bahía y el océano; otros pueblos con lenguas diferentes vivían en otras partes del país, cada uno con nombre y territorio propios, aunque los miwok podían discutir interminablemente entre ellos sobre los detalles de estas cosas. Dijeron a los chinos que el gran estrecho que desembocaba en el océano había sido creado por un terremoto, y que la bahía había sido de agua dulce antes de que el cataclismo dejara entrar al océano. Esto parecía poco probable a Kheim y a I-Chin, pero entonces una mañana después de haber dormido en tierra firme, fueron despertados por un fuerte temblor, y el sismo duró varios latidos de corazón, y regresó dos veces aquella mañana; así que después de eso ya no estaban tan seguros como antes acerca del origen del estrecho.
Ambos disfrutaban escuchando hablar a los miwok, pero sólo I-Chin se interesaba por la forma en que las mujeres hacían que las bellotas amargas de los robles de hojas dentadas pudieran ser comidas; para ello, las molían, luego cernían el polvo en un lecho de hojas y arena, con lo que obtenían una especie de harina; I-Chin pensaba que aquello era muy ingenioso. Esta harina y el salmón, tanto fresco como seco, eran la base de su alimentación, que ofrecían abiertamente a los chinos. También comían venado de una especie muy grande, conejos y toda clase de aves acuáticas. De hecho, a medida que avanzó el otoño y fueron pasando los meses, los chinos se dieron cuenta de que la comida en aquel lugar era tan abundante que no había necesidad de practicar la agricultura como se hacía en China. A pesar de lo cual había muy poca gente viviendo allí. Ése era uno de los misterios de aquella isla.
Las cacerías de los miwok en las colinas eran como una gran fiesta, un acontecimiento que duraba todo el día y al que Kheim y sus hombres podían unirse. Los arcos utilizados por los miwok eran frágiles pero efectivos. Kheim ordenó a sus marineros que dejaran las ballestas y las pistolas escondidas en los barcos y que los cañones fueran simplemente dejados a la vista pero no explicados; ninguno de los lugareños preguntó nada sobre esas armas.
En uno de estos viajes de cacería Kheim e I-Chin siguieron al jefe de la tribu, Ta Ma, y a algunos de los hombres miwok río arriba por la quebrada que pasaba por su aldea, entre colinas hasta llegar a una alta pradera desde donde podía verse el océano hacia el oeste. Hacia el este podían ver a través de la bahía, sierra tras sierra de verdes colinas.
La pradera, que era pantanosa junto al río, estaba cubierta de hierba, crecían robles y otros árboles. En la parte más baja de la pradera había un lago en el que vivían muchos gansos: un blanco manto de pájaros que graznaban, molestos por algo, quejándose. Luego toda la bandada se agitó violentamente por los aires, algunos grupos daban vueltas y se dividían y reunían otra vez, volando bajo sobre los cazadores, chillando o concentrándose silenciosamente en el vuelo, con el sonido característico del batir de las alas. Miles y miles de ellos.
Los hombres se detuvieron y observaron el espectáculo con los ojos brillantes. Cuando todos los gansos hubieron desaparecido, vieron la razón del alboroto; una manada de grandes venados se había acercado al lago a beber. Los animales tenían enormes cornamentas. Miraban fijamente a los hombres del otro lado del lago, alertas pero inmutables.
Durante un instante, todo fue quietud.
Finalmente, los venados gigantes se alejaron. La realidad despertó otra vez.
—Todos los seres sensibles —dijo I-Chin, que había estado murmurando sutras budistas durante todo el camino.
Kheim perdía poco tiempo en semejantes tonterías, pero ahora, a medida que el día iba avanzando y ellos caminaban en la cacería por las colinas, viendo innumerables y pacíficos castores, codornices, conejos, zorros, gaviotas y cuervos, ciervos comunes, un oso y dos cachorros, una escurridiza criatura cazadora gris y de larga cola, como un zorro cruzado con una ardilla —etcétera, etcétera—, simplemente todo un país de animales, todos juntos bajo un tranquilo cielo azul —todo en paz, la tierra floreciendo sola, la gente de allí apenas una pequeña parte del todo—, Kheim comenzó a sentirse extraño. Se dio cuenta de que tenía a China por la única realidad del mundo. Taiwán y Mindanao y las otras islas que había visto eran como trozos de tierra, sobras; China había sido el mundo para él. Y China significaba gente. Construida, cultivada, fraccionada hectárea por hectárea, era un mundo tan enteramente humano que Kheim nunca había considerado la posibilidad de que alguna vez pudiera haber existido un mundo natural diferente de aquél. Pero aquí había tierra natural, justo delante de sus ojos, tan llena como podía estarlo de animales de todas las clases, y evidentemente mucho más grande que Taiwán; más grande que China; más grande que el mundo que él había conocido hasta ahora.
—¿Dónde demonios estamos? —le preguntó a I-Chin.
—Hemos encontrado el nacimiento del río de los melocotones en flor —respondió él.
Llegó el invierno; sin embargo los días aún eran cálidos y las noches frescas. Los miwok les dieron mantas de pieles de nutria acuática cosidas con hebras de cuero, y nada podía haber resultado más cómodo directamente sobre la piel, eran tan lujosas como las ropas del emperador de Jade. Durante las tormentas llovía y estaba nublado, pero por lo demás el cielo siempre estaba despejado y soleado. Todo esto estaba sucediendo a la misma latitud de Pekín, según I-Chin, y en una época del año en la que debería haber hecho un frío de muerte y mucho viento, así que el clima era muy comentado por los marinos. Kheim apenas podía creer a los lugareños cuando decían que cada invierno era así.
En el solsticio de invierno, un cálido día soleado como todos los demás, los miwok invitaron a Kheim y a I-Chin a entrar en su templo, una cabaña pequeña y redonda parecida a una pagoda de enanos, el suelo hundido en la tierra y todo cubierto de tierra herbosa, cuyo peso era sostenido por algunos troncos de árbol que se bifurcaban hacia arriba formando un nido de ramas. Era como estar en una cueva, y solamente la luz del fuego y el sol que bajaba como un rayo a través de un agujero lleno de humo en el techo iluminaban el sombrío interior. Los hombres llevaban tocados de plumas ceremoniales y muchos collares de conchas, que brillaban a la luz de la hoguera. Bailaban alrededor de ella siguiendo el ritmo constante de un tambor, turnándose a medida que la noche se iba convirtiendo en día, sin parar hasta que Kheim, ya aturdido, pensó que nunca se detendrían. Luchaba por no quedarse dormido, sintiendo la importancia que aquel acontecimiento tenía para esos hombres que de alguna manera se parecían a los animales de los que se alimentaban. Después de todo, aquel día marcaba el retorno del sol. Pero era difícil no quedarse dormido. Finalmente logró levantarse a duras penas y se unió a los bailarines más jóvenes, y ellos le hicieron lugar mientras él iba haciendo cabriolas de un lado para otro con sus piernas arqueadas. Bailó sin parar, hasta que sintió que era el momento de desplomarse en un rincón, y sólo surgió en la última parte del amanecer, todo el cielo ya iluminado, el sol a punto de abrirse paso a través de las colinas que envolvían la bahía. El feliz grupo de bailarines y tamborileros era conducido por un grupo de jóvenes solteras hasta las chozas para sudar; en su estado de estupefacción Kheim vio la hermosura de esas mujeres, tan fuertes y tan robustas como los hombres, los pies descalzos y los ojos claros y sin deferencia alguna; de hecho parecían estar riéndose gustosamente de los fatigados hombres mientras los acompañaban hasta el baño de vapor y les ayudaban a quitarse los tocados y las galas, haciendo algo que a Kheim le sonaba a comentario escabroso, aunque era posible que lo estuviera imaginando como consecuencia de su propio deseo. Pero el aire encendido, el sudor que le caía a borbotones, el abrupto y torpe chapuzón en el pequeño río, lo mantuvieron despierto en la luz de la mañana; todo ayudaba a incrementar la sensación única que le daba el encanto de aquellas mujeres, más allá de cualquier cosa que pudiera recordar haber experimentado en China, donde los marineros eran siempre recibidos en los restaurantes por las preciosas muchachas en flor. El asombro y la lujuria y el frío del río luchaban contra su agotamiento; luego se durmió en la playa bajo el sol.
Ya estaba de regreso en el buque insignia cuando I-Chin se acercó a él, apretando los labios.
—Uno de ellos murió anoche. Me trajeron para que lo viera. Era la viruela.
—¿Qué? ¿Estás seguro?
I-Chin asintió gravemente con la cabeza, lúgubre como Kheim nunca lo había visto antes.
Kheim se estremeció.
—Tendremos que quedarnos en los barcos.
—Deberíamos partir —dijo I-Chin—. Creo que la hemos traído nosotros.
—¿Pero cómo? Nadie tenía viruela en este viaje.
—Ninguna de las personas de aquí tiene ningún tipo de cicatriz de la viruela. Sospecho que para ellos es algo nuevo. Y algunos de nosotros la tuvimos siendo niños, como podrás ver. Li y Peng tienen muchos hoyos; Peng ha estado durmiendo con una de las lugareñas; su hijo fue el que murió de viruela. Y la mujer también está enferma.
—No.
—Sí. Caramba. Ya sabes lo que le pasa a la gente salvaje cuando llega una nueva enfermedad. Yo lo he visto en Aozhou. Muchos de ellos mueren. Los que no mueran quedarán inmunes contra la enfermedad después de que pase, pero puede que aún sean capaces de contagiar a otros de los que no están expuestos, no lo sé. De cualquier manera, es algo malo.
Podían escuchar a la pequeña Mariposa chillando por la cubierta del barco, jugando con los marineros. Kheim hizo un gesto señalando hacia arriba.
—¿Qué hay de ella?
—Supongo que podríamos llevarla con nosotros. Si la llevamos a tierra, probablemente muera con el resto.
—Pero si se queda con nosotros puede contagiarse y morir también.
—Es cierto. Pero si eso sucede yo podría tratar de curarla.
Kheim frunció el ceño.
—Tenemos provisiones y agua —dijo por fin—. Informa a los hombres. Navegaremos hacia el sur y cuando llegue la primavera cruzaremos el océano para ir a China.
Antes de partir, Kheim cogió a Mariposa y remó hasta la playa de la aldea y se detuvo bastante lejos de la orilla. El padre de Mariposa los vio y se acercó inmediatamente, se metió en el agua y dijo algo. Su voz era ronca, y Kheim pudo ver las ampollas de la viruela por todo el cuerpo. Kheim alejó la lancha con un golpe de remo.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó a la niña.
—Ha dicho que la gente está enferma. La gente está muerta.
Kheim tragó saliva.
—Dile… que nosotros trajimos la enfermedad.
Ella lo miró, sin entender.
—Dile que nosotros trajimos la enfermedad. No éramos conscientes de ello. ¿Puedes decirle eso? Díselo.
La niña temblaba en el fondo de la lancha.
De repente enfadado, Kheim le dijo en voz alta al jefe de los miwok:
—¡Hemos traído una enfermedad, no lo sabíamos!
Ta Ma lo miró fijamente.
—Mariposa, por favor dile algo. Di algo.
Ella levantó la cabeza y gritó algo. Ta Ma dio dos pasos, el agua ya le llegaba a la cintura. Kheim dio un par de paladas más para alejarse, maldiciendo. Estaba furioso y no había nadie con quien estarlo.
—¡Tenemos que irnos! —gritó—. ¡Nos vamos! Dile eso —le dijo a Mariposa lleno de furia—. ¡Díselo!
Ella le gritó a Ta Ma, estaba muy turbada.
Kheim se puso de pie en la barca, que se balanceó. Se señaló el cuello y la cara; luego señaló a Ta Ma. Hizo gestos imitando el dolor, los vómitos, la muerte. Señaló la aldea y sacudió la mano como si estuviera borrándola de una pizarra. Señaló a Ta Ma e hizo gestos indicando que debía irse de allí, que todos debían marcharse, que debían dispersarse. No hacia otras aldeas sino a las colinas. Se señaló a sí mismo, a la niña acurrucada en el bote. Hizo mímica como mostrando que se iría remando, que se harían a la mar. Señaló a la niña, mostrándola feliz, jugando, creciendo, con los dientes apretados todo el tiempo.
Ta Ma parecía no entender ni una sola parte de aquella farsa. Parecía confundido, dijo algo.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho: ¿qué hacemos?
Kheim agitó las manos señalando otra vez las colinas.
—¡Marchaos! —dijo casi gritando—. ¡Dile que se vayan! ¡Dispersaos!
Ella le dijo algo a su padre, tristemente. Ta Ma dijo algo.
—¿Qué ha dicho, Mariposa? ¿Puedes decírmelo?
—Ha dicho adiós.
Los hombres se miraron. Mariposa miraba hacia un lado y hacia el otro, entre ellos, asustada.
—¡Dispersaos durante dos meses! —dijo Kheim, dándose cuenta de que era inútil, pero hablando de todas formas—. Dejad a los enfermos y dispersaos. Después podréis volver a reuniros, y la enfermedad no volverá a atacar. Marchaos. Nosotros nos llevaremos a Mariposa y la mantendremos fuera de peligro. La llevaremos a un barco en el que nadie haya tenido viruela. Cuidaremos bien de ella. ¡Marchaos!
Ya no podía más.
—Dile lo que he dicho —le pidió a Mariposa.
Pero ella sólo gimoteaba y lloriqueaba en el fondo de la lancha. Kheim regresó al barco, y la flota partió saliendo por la gran desembocadura de la bahía con la bajamar, con la proa hacia el sur.